POEMAS UNDERWOOD (Publicado en "La Casa de
Cartón")
Prosa dura y magnífica de las calles de la ciudad
sin inquietudes estéticas.
Por ellas se va con la policía a la felicidad.
La poesía gafa de las ventanas es un secreto de costureras.
No hay más alegría que la de ser un hombre bien vestido.
Tu corazón es una bocina prohibida por las ordenanzas
de tráfico.
Las casas rumian sus paces de buey.
Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría.
Límpiate de entusiasmos los ojos.
Los automóviles te soban las caderas, volviendo la cabeza.
Cree tú que son mujeres viciosas. Así tendrás tu aventura y tu sonrisa para
después de la cena.
Los hombres que tropiezan tienen la carne encallecida de
oficina.
El amor está en cualquier parte, pero en ninguna está de
otro modo.
Pasaban obreros con los ojos resentidos con la tarde, con la
ciudad y con los hombres.
¿Por qué había de fusilarte la Checa? Tú no has acaparado
sino tu alma.
La ciudad lame la noche como una gata famélica.
Y tú eres un hombre feliz, quizá el único hombre feliz.
Tienes camisa y no tienes grandes pensamientos de ninguna
clase.
Ahora siento cólera contra los acusadores y los
consoladores.
Spengler es un tío asmático, y Pirandello es un viejo
estúpido, casi un personaje suyo.
Pero no he de enfurecerme por pequeñeces.
Mil cosas han hecho los hombres peores que sus culturas: las
novelas de Víctor Hugo, la democracia, la instrucción primaria, etcétera,
etcétera, etcétera, etcétera.
Pero los hombres se empeñan en amarse los unos a los otros.
Y, como no lo consiguen, acaban por odiarse.
Porque no quieren creer que todo es irremediable.
La polis griega sospecho que fue un lupanar al que había que
ir con revólver.
Y los griegos, a pesar de su cultura, fueron hombres
felices.
Yo no he pecado mucho, pero ya sé de estas cosas.
Bertoldo diría estas cosas mejor, pero Bertoldo no las diría
nunca. Él no se mete en honduras -y está viejo, quiere paz y hasta apoya a los
moderados.
El mundo no está precisamente loco, pero sí demasiado
decente. No hay manera de hacerle hablar cuando está borracho. Cuando no lo
está, abomina de la borrachera o ama a su prójimo.
Pero yo no sé sinceramente qué es el mundo ni qué son los
hombres.
Sólo sé que debo ser justo y honrado y amar a mi prójimo.
Y amo a los mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren
acada instante y no viven nada.
He aquí mis prójimos.
La justicia es unas estatuas feas en las plazas de las
ciudades.
Ninguna de ellas me gusta ni poco ni mucho -no son diosas ni
mujeres-.
Yo amo la justicia de las mujeres sin túnica y sin
divinidad.
En punto a honradez, no soy de los peores.
Como mi pan a solas, sin dar envidia a mi prójimo.
Nací en una ciudad, y no sé ver el campo.
Me he ahorrado el pecado de desear que fuera mío.
En cambio deseo el cielo.
Casi soy un hombre virtuoso, casi un místico.
Me gustan los colores del cielo porque es seguro que no son
tintes alemanes.
Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi
nada hombre.
No estoy muy convencido de mi humanidad; no quiero ser como
los otros. No quiero ser feliz con permiso de la policía.
Ahora en las calles hay un poco de sol.
No sé quién se lo ha llevado, qué mal hombre, dejando
manchas en el suelo como un animal degollado.
Pasa un perrito cojo -he aquí la única compasión, la única
caridad, el único amor de que soy capaz-.
Los perros no tienen Lenin, y esto les garantiza una vida
humana pero verdadera.
Andar por las calles como los hombres de Pío Baroja -(todos
un poco perros)-.
Mascar huesos como los poetas de Murger, pero con serenidad.
Pero los hombres tienen posvida.
Por eso dedican su vida al amor del prójimo.
El dinero lo hacen para matar el tiempo inútil, el tiempo
vacío…
Diógenes es un mito -la humanización del perro-.
El anhelo que tienen los grandes hombres de ser
completamente perros. Los pequeños hombres quieren ser completamente grandes
hombres, millonarios, a veces dioses.
Pero estas cosas deben decirse en voz baja -siento miedo de
oírme a mí mismo-.
Yo no soy un gran hombre -yo soy un hombre cualquiera que
ensaya las grandes felicidades-.
Pero la felicidad no basta a ser feliz.
El mundo está demasiado feo, y no hay manera de
embellecerlo.
Sólo puedo imaginarlo como una ciudad de burdeles y fábricas
bajo un aletazo de banderas rojas.
Yo me siento las manos delicadas.
¿Qué soy, qué quiero? Soy un hombre y no quiero nada.
O, tal vez, ser un hombre como los toros o como los otros.
Tú no tienes las ojeras demasiado grandes.
Yo quiero ser feliz de una manera pequeña. Con dulzura, con
esperanza, con insatisfacción, con limitación, con tiempo, con perfección.
Ahora puedo embarcarme en un trasatlántico. E ir pescando
durante la travesía aventuras como peces.
Pero ¿a dónde iría yo?
El mundo me es insuficiente.
Es demasiado grande, y no puedo desmenuzarlo en pequeñas
satisfacciones como yo quiero.
La muerte es sólo un pensamiento, nada más, nada más…
Y yo quiero que sea un largo deleite con su fin, con su
calidad.
El puerto, lleno de niebla, está demasiado romántico.
Citeres es un balneario norteamericano.
Los yanquis tienen la carne demasiado fresca, casi fría,
casi muerta.
El panorama cambia como una película desde todas las
esquinas.
El beso final ya suena en la sombra de la sala llena de
candelasde cigarrillos. Pero ésta no es la escena final. Pero ello es por lo
queel beso suena.
Nada me basta, ni siquiera la muerte; quiero medida,
perfección, satisfacción, deleite.
¿Cómo he venido a parar en este cinema perdido y humoso?
La tarde ya se habría acabado en la ciudad. Y yo todavía me
siento la tarde.
Ahora recuerdo perfectamente mis años inocentes. Y todos los
malos pensamientos se me borran del alma. Me siento un hombre que no ha pecado
nunca. Estoy sin pasado, con un futuro excesivo.
A casa…
Martín Adán (Lima, 1908 - 1985)
Martín Adán es el seudónimo de Rafael de la Fuente Benavides
(1908-1985), uno de los escritores más caracterizados de la literatura peruana
del siglo XX. Con La casa de cartón (1928), se pondrá a la vanguardia de la
literatura de ese momento. El libro, de prosa lírica, se ha convertido en un
clásico de las letras peruanas. Hacia 1931, Martín Adán inicia la escritura de
uno de sus poemas mayores, Aloysius Acker. El texto se ha publicado
fragmentariamente y en más de una ocasión fue destruido parcialmente por su
autor, que lo retomó en otras ocasiones. Paralelamente Martín Adán, que había
escrito unos poemas que llamó Underwood en su primer libro, inicia un largo tanteo
poético con colecciones de versos como La rosa de la espinela (1939) o Sonetos
a la rosa (1941). En esos poemas el autor abandona las formas de vanguardia y
tiene un acercamiento a los versos medidos que se convertirán en
característicos de su obra posterior. Travesía de extramares (1950) es un libro
de importancia crucial en la poesía de Martín Adán. Así el poeta nos entrega un
listado de sus preferencias literarias. En 1961, en un breve opúsculo titulado
Escrito a ciegas, el poeta llega a una hermosa depuración del lenguaje,
abandona los artificios, deja de usar términos rebuscados y llega a una
inesperada hondura. En La mano desasida (1961), el poeta desata toda sus
inhibiciones, deja de lado toda retórica, para preguntarse por el ser. El poeta
cosifica su propio ser y anima el ser de Macchu Picchu. No es casual, que en la
raíz de las más importantes obras de Martín Adán esté el fenómeno de la
separación o de la muerte. De muchos modos desprendido de los sueños y deseos
comunes, Martín Adán tiene con casi todos los peruanos el vínculo del
sufrimiento de una sociedad difícil. La diferencia está en que él tiene la voz,
la más precisa voz. Martín Adán vivió sus últimos días recluído, por decisión
personal, en un hospital siquiátrico de Lima, tras haber intentado en varias
oportunidades escapar de un alcoholismo crónico que lo deterioró hasta la
muerte.
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