viernes, 2 de diciembre de 2016

LA NOVELA COLOMBIANA ACTUAL: CANON, MARKETING Y PERIODISMO.



LA NOVELA COLOMBIANA ACTUAL: CANON MARKETING Y PERIODISMO

POR 
PABLO MONTOYA
(ENSAYO)





Pablo Montoya ganó la XIX Edición del Premio Rómulo Gallegos con su novela Tríptico de la Infamia, (2014).





No es nada temerario afirmar que una buena parte de las novelas colombianas que hoy triunfan en el escenario de las grandes editoriales naufragan en una suerte de frivolidad sentimental, en un espectáculo altisonante de la violencia y en propuestas narrativas que buscan afanosamente su aprobación comercial. Novelas, pues este es el género impuesto en el gusto colectivo, que intentan penetrar en los fenómenos típicamente nacionales a través de inquietudes tal vez válidas, pero resueltas en la escritura de manera ligera, sensacionalista, poco audaz. ¿Qué pasaría si alguien, apoyado en los principios de la exigencia estética y no en los del mutuo elogio o en las presiones venidas de los consorcios editoriales, se dedicara a escribir una recopilación de ensayos críticos sobre las novelas más exitosas de los últimos años? Por encima de las cifras de ventas que ofrecen algunas de ellas (piénsese, por ejemplo, en Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco, en Satanás (2002) de Mario Mendoza, en Angosta (2004) de Héctor Abad Faciolince, en Necrópolis (2009) de Santiago Gamboa, en Tres ataúdes Blancos (2010) de Antonio Ungar, en 35 muertos (2011) de Sergio Alvárez, en El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez y en La luz difícil (2011) de Tomás González), se encontraría con problemas de construcción de personajes, con tramas más audiovisuales que literarias, con triviales atmósferas telenovelescas, con tratamientos narrativos frágiles, con complejidades estructurales exiguas, con adjetivaciones torpes, con el lugar común como si este fuese realmente el héroe de sus historias narradas, con críticas sociales que se empañan con un erotismo ramplón, con influencias literarias manidas y un facilismo evidente para resolver sus intrigas. Hallaría, por supuesto, pasajes que develan un buen oficio narrativo en autores que hoy se declaran, por fin, escritores profesionales en un país que sigue siendo avaro ante esta clase de categoría. Así como Hernando Téllez, a propósito del panorama literario de la primera mitad del siglo XX, que prefería la poesía e ignoraba los otros géneros, decía que en Colombia "hay un montón de versos pero muy pocos poemas".(1) Hoy podríamos afirmar que ante el papel glamuroso de la novela hay muchas páginas escritas, sólo pasajes interesantes y no obras logradas.

He dicho fenómenos literarios típicamente nacionales. Y el más visible de ellos, sin duda, es el de la violencia. "Qué es la nación sino la violencia",(2) dice Gutiérrez Girardot en sus útiles reflexiones sobre la conformación de una historia social de la literatura latinoamericana. La violencia y la narrativa están ya íntimamente ligadas en El carnero de Rodríguez Freyle, que es nuestro primer libro de relatos escrito en la colonia pero publicado por Felipe Pérez en la segunda mitad del siglo XIX. Una violencia que aparece porque ella es concomitante al descubrimiento del Nuevo Mundo y a los turbios procesos de la conquista y la colonización. Esa violencia que, además, está en la raíz misma de la construcción del canon literario colombiano propuesto a finales del mismo siglo. Ya sea elogiándola, y eso hicieron los conservadores, porque fue la manera loable en que España ayudó a construir la nueva sociedad colombiana; o denigrando de ella, porque era la expresión de la brutalidad, tal como lo plantearon los liberales de entonces proclives a pensar en España como una madre pérfida. Pero es el canon conservador, que empieza a establecerse con la primera Historia de la literatura de la Nueva Granada (1867) de José María Vergara y Vergara, y que se fortalece con las antologías de La Lira Granadina y el Parnaso Colombiano (3), quien va a volver invisible esa violencia que era como el ladrillo y el cemento con los que se había levantado la nación colombiana. Ese mismo canon va a elevar unos altares para acomodarse en ellos y así olvidar la realidad política y económica de un país abocado a la crisis permanente desde su independencia hasta la Guerra de los Mil Días. Olvido que se logrará a partir de versos neoclásicos y retóricas latinistas. A propósito de esto Carlos Rincón dice que "después de una derrota histórica de las proporciones de la secesión de Panamá, se hizo acuciosa, ineludible en Colombia, la invención de un gran pasado literario y patrio". (4) De tal manera, los representantes de esta primera canonización creyeron que una ciudad aquejada de un analfabetismo y una pobreza que superaba el 90 por ciento de la población, como era la Bogotá de entonces, podría ser digna de llamarse la Atenas Suramericana. Y lo proclamaron así, entre otras cosas, porque un gramático español desavisado lo había dicho, y porque una caterva de poetas patrioteros opinaban que las traducciones de Virgilio de Miguel Antonio Caro eran muchísimo mejores que las que el mismo Virgilio había escrito, y porque, finalmente, el castellano que se hablaba en esas cumbres andinas era el mejor hablado en toda la malhablada geografía americana. Me detengo en estas consideraciones, acaso ociosas, porque encuentro un curioso puente entre la celebración ruidosa de esa literatura colombiana por un canon simulador y la que ahora se realiza con las nuevas novelas que abordan la violencia colombiana moldeada por el narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo. Nuestra literatura decimonónica y la que se escribió hasta bien entrado el siglo XX, se celebraba mientras más ignorara la violencia y más se creyera que Colombia era un reflejo de la hacienda El Paraíso de Jorge Isaacs, donde amos y esclavos viven armónicamente y sólo el fantasma de un amor incestuoso atraviesa como un pájaro agorero el ámbito de sus páginas. La novela de ahora por supuesto no ignora el atávico horror colombiano, pero lo trivializa tornándolo más frívolo, mediático.

La cuestión del canon literario es un asunto complejo. El concepto está viciado porque tiene que ver con los poderes hegemónicos. El canon implica, por un lado, el tópico de la tradición literaria y sus vínculos con la jerarquización de las clases letradas; y, por otro, expresa la subjetividad de quienes deciden enfrentar el tema de los textos perdurables que pretenden representar a una nación. Todo canon reclama la excelencia estética que otorgan diversas generaciones de lectores, pero también en él se inmiscuyen los gustos de una minoría caprichosa. Han sido las academias, las historias de la literatura, las instituciones filológicas y las bibliotecas de los periódicos, quienes en Colombia han tratado de moldear el canon. Y así como Nietzsche arremetió contra la perniciosa noción de filología, por considerarla nefasta para todo proceso liberador del individuo, asimismo debería dinamitarse la categoría de canon, y si no derrumbarla del todo, al menos estremecerle sus pilares porque ellos son sinónimos de imposición y de manipulación. Aunque es difícil pelear contra el establecimiento de una idea de este tipo que en nuestro país ha estado asociado con clases sociales blancas, machistas, católicas, militaristas y discriminadoras. Este combate ha comenzado, sin embargo, a plantearse en el ámbito universitario y es posible que en el futuro pueda notarse un resultado afortunado (5). Pues bien, desde hace un tiempo, nuestro canon se ha venido estremeciendo por una cierta alharaca suscitada por la novela colombiana. Alharaca triunfal pero contradictoria, porque está hecha a través de grupos editoriales que se enfrentan, y ese es el espectro con el que luchan cotidianamente sus comités, a la caída de un neoliberalismo en bancarrota. De un momento a otro se le ha planteado a esa idea de canon el aspecto de las ventas y, por ende, el de la proliferación de las masas lectoras que, erráticas, leen siguiendo consignas cuantitativas y no cualitativas. Esta circunstancia es más o menos nueva en el panorama del país, porque, a excepción de Cien años de soledad (1967), las buenas novelas nunca se habían vendido bien en una geografía cultural tocada por el desaire hacia la lectura. Las novelas colombianas canónicas, a mi juicio, no han sido muchas, a pesar de que un respetable crítico como Álvaro Pineda Botero toque la exuberancia y eleve en sus estudios a 142 el número de sus novelas canónicas (6). Hasta la llegada del boom, las novelas colombianas no han sido muy favorecidas por el tópico de las ventas editoriales. Una lista tentativa de las novelas más importantes estaría conformada por María de Jorge Isaacs, Manuela (1858 - 1859) de Eugenio Díaz Castro, La marquesa de Yolombó (1926) de Tomás Carrasquilla, La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, Siervo sin tierra (1954) de Caballero Calderón, La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio, El día señalado (1963) de Manuel Mejía Vallejo y paremos de contar hasta que aparece la comparsa melancólica y festiva de Macondo en Cien años de soledad de García Márquez. Pero este disminuido canon discutible desde entonces ha venido creciendo de tal forma que se podría plantear la posibilidad de edificar con varios autores y sus novelas más representativas una suerte de parnaso colombiano: Andrés Caicedo con Qué viva la música (1977), Pedro Gómez Valderrama con La otra raya del tigre (1977), Luis Fayad con Los parientes de Esther (1978), Germán Espinosa con La tejedora de coronas (1982), Antonio Caballero con Sin remedio (1984), Fernando Vallejo con Los días azules (1985), Roberto Burgos Cantor con La ceiba de la memoria (2007) y un etcétera que para algunos se puebla con desmesura, y para otros se reduce inquietantemente. Parnaso -y esta palabra como la de canon es molesta- que conduciría a la conclusión sosegadora de que estamos, por fin, ante a un gran ámbito novelesco.

Valga la pena señalar que el canon en Colombia, desde que los gramáticos conservadores empezaron a edificarlo a finales del siglo XIX, dio más espacio a los poetas cuando estos, unidos al ejercicio de la política, se daban a reflexionar solemnemente, sobre la patria, la identidad nacional, la lengua española y la religión católica. No obstante, el tema del canon ahora atraviesa un nuevo camino. Si antaño se exigía una canonización política, gramática y genérica, hoy quien arremete con ímpetu es el mundo de las ediciones comerciales y el periodismo. Si antes había quienes creían peligroso todo canon por su sospechosa carga ideológica y proponían revisarlo; hoy sería saludable desconfiar de él por su grotesco perfil comercial. El contubernio de los grandes consorcios editoriales españoles con el periodismo es quien decide ahora, con su instrumental hiperbólico, el rumbo de nuestra literatura. Son ambos quienes dictaminan, desde sus atalayas, las supuestas virtudes de ésta. Son ambos, incluso, los que siguen pensando la dinámica literaria como una encrucijada de centros metropolitanos y de periferias coloniales.

Pero antes de referirme a ese tipo de escritor periodista que representa un tipo de poder literario en la Colombia de hoy, quisiera intentar una sucinta descripción de los editores comerciales de ahora. Ellos manipulan gustos inclinados siempre hacia aquellas obras y autores que garanticen dividendos. Su divisa es sacrificar la calidad por la cantidad y, en esta dirección, son indiferentes a propuestas genuinas y arriesgadas de la literatura. La calidad de lo que pregonan es tan solo una de las formas pedestres del éxito. La novela es lo que les interesa y pasan por alto los demás géneros. Y no es que esta preferencia sea su exclusividad. De hecho, están amparados por los mismos historiadores de la literatura. No resulta inútil mencionar una cifra que clarifica mucho al respecto. De las veinte historias de nuestra literatura aparecidas entre 1908 y 2006, doce de ellas, justamente las que se han publicado en los últimos años, señalan a la novela como el género por antonomasia de la literatura colombiana porque ni la poesía, ni el cuento, ni el ensayo, ni el drama han podido expresar la complejidad de esa figura escurridiza que se denomina ser nacional.(7) El André Gide y el Italo Calvino editores, con su particular sapiencia, conocedores de la tradición literaria de sus países pero igualmente abiertos a expresiones nuevas y experimentales, deberían servirles de ejemplo. Pero la inopia de estos mercaderes de las letras es pasmosa. Hay que escucharlos hablar de cifras, de puntos de ventas, de perfil publicitario, de plus y de valor agregado; hay que verlos de qué modo meten sus narices contables en el devenir de los premios literarios más prestigiosos –prestigio que se ha deteriorado ostensiblemente desde hace un tiempo-, para entender el papel de farsantes supremos que ocupan en la literatura de inicios de este siglo. A ese mundo editorial le importa, por supuesto, poco la gramática y la estética, y no me refiero al hecho de ese establecimiento cultural, conformado por políticos reaccionarios que exigían de la literatura decencias morales, militancias religiosas y espurios vínculos con las autoridades militares, que tanto daño hizo a la evolución de nuestra literatura, sino a ese que significa velar simplemente por las virtudes de una escritura auténtica. Si hay una fauna peligrosa en el panorama actual son esos editores que deciden, bajo presiones económicas, lo que se debe o no se debe publicar en sus editoriales palaciegas. Su mundo es uno que, finalmente, práctica con eficacia la política de una sola pieza que consiste en ganar dinero. Por ello las novelas que publican van afanosamente tras el comprador y no tras el lector. Como dice Darío Ruiz Gómez en su ensayo sobre literatura y marketing, ante esa situación ya no se puede hablar del antiguo editor respetable, sino del taimado jefe de ventas.(8) Y no es descabellado, al contrario, es esperanzador, creer que la buena literatura ha de volver al desconfiando aposento de Kafka, al silencio pétreo de Melville, al encierro desquiciado de Robert Walser, al fino y cultivado recinto de Julien Gracq. Quiero decir, en resumen, que la literatura, para que ella sobreviva y sea la expresión de una rebeldía veraz, en estas democracias liberales donde, como dice Vila-Matas "al tolerarlo todo hacen inútil cualquier texto por peligroso que este pueda parecer", (9) debe acudir a la marginalidad bajo todas sus formas.

En Colombia ha sucedido recientemente lo que es una presencia inobjetable en todas las "repúblicas letradas" de Latinoamérica: la irrupción ostensible del periodista escritor. Esta criatura no es del todo nueva. Data, en el caso de América Latina, de los tiempos del modernismo. José Martí, con sus crónicas escritas desde Estados Unidos entre 1881 y 1892, marca, y con una lucidez meridiana, uno de los contornos de una escritura que tiene una doble faz. Se escribe para el vasto público, se publica en medios de rápido consumo, pero se apoya en un estilo literario original y exigente. A José Martí le ponían problemas los editores de los periódicos en que trabajaba porque la manera de redactar sus crónicas era bizarra y llena de complejos contornos poéticos. Pedro Henríquez Ureña define muy bien estas crónicas cuando se refiere ellas como "periodismo elevado a un nivel artístico que nunca ha sido igualado en español, ni probablemente en ninguna otra lengua". (10) Por esos designios milagrosos de la historia de la literatura, Martí se impuso, gracias a la victoria de la inteligencia y la dedicación, sobre el espíritu comercial que desde entonces manejaba la prensa. No es este el espacio para explicar de qué modo Martí renovó el periodismo de finales del siglo XIX desde hallazgos que pertenecen sobre todo al dominio de lo literario. Tan solo quiero precisar que de ese Martí periodista proceden nuestros mejores autores del siglo XX. Miguel Ángel Asturias con sus crónicas parisinas, Alejo Carpentier con sus crónicas musicales, Arturo Uslar Pietri con sus crónicas políticas y Gabriel García Márquez con sus crónicas cosmopolitas.

Ahora bien, García Márquez es nuestra más idónea carta de presentación en ese campo. Colombia tiene en su nombre el gran exponente de lo que significa el feliz maridaje entre literatura y periodismo. La idea de que un reportaje periodístico es una suerte de género literario se la debemos a él, y él se la debe tal vez a los trabajos de Camus y de Hemingway. Pero si el autor de Relato de un náufrago (1970) es una bandera en estas lides, a raíz de una inobjetable canonización, su figura y su obra han provocado un fenómeno paradójico. Por un lado, con él y particularmente con la publicación de Crónica de una muerte anunciada (1981) inicia el carrusel frenético de los grandes tirajes editoriales. En un medio como el latinoamericano en los pasados años ochenta, que sólo soportaba para la novela tirajes de no más de cinco mil ejemplares, la historia del asesinato de Santiago Nasar se desparramó por el continente con una edición casi obscena de más de un millón de ejemplares. Con García Márquez comienza el marketing de la literatura entre nosotros. Marketing que ha caído sobre las espaldas colombianas como una maldición bíblica, para emplear una expresión cara al realismo mágico. Y es en este juego de compraventa en donde la novela ha entrado definitivamente. Y ella que, en ciertas ocasiones, ha sido la inteligencia en medio de mediocridad, la dignidad en medio del espanto, la lucidez en medio de la estulticia, la ironía en medio de la derrota, ha caído de hinojos ante esta circunstancia ilusoria.

El escritor periodista de las generaciones posteriores a García Márquez se ha encaramado, pues, en los altares del poder literario colombiano. Antes se les exigía a los escritores que fuesen liberales o conservadores o que fueran católicos y, en menor medida, que les gustaran las corridas de toros y las peleas de gallo. Hoy pareciera exigírseles que aparezcan en los periódicos, que publiquen columnas semanales, y opinen sobre lo humano y lo divino, que es como decir sobre cualquier cosa. Ellos son, en definitiva, figurines de la farándula en un país igualmente farandulero. Todos estos periodistas que hoy picotean la literatura, y que tienen el poder sobre la prensa y ciertas revistas culturales de Colombia, y que ayudan con sus comentarios a que la industria editorial siga creciendo y haciendo creer al público que ellos son el centro esencial de las valoraciones literarias, se toman como los herederos del escritor de Aracataca. Y quizás sea cierto, puesto que el autor de La mala hora en diferentes momentos los ha coronado como tales. No se necesita, entonces, ser muy audaz para caracterizar el trabajo de estos periodistas. Siguiendo las consignas de las editoriales comerciales fabrican artefactos novelescos aptos para la angurria del mercado. Son los gurúes del vértigo en la trama narrativa y acaso por este motivo es raro encontrar en sus obras verdaderas inmersiones en las profundidades de los caracteres humanos. Lo muy literario, verbigracia la práctica de un estilo poético, es, según sus juicios irreverentes, algo que le hace daño a la literatura. No parecieran seguir, en esta perspectiva, las premisas de su muy renombrado maestro cuando confesó en el discurso del Premio Nobel que en cada línea que escribe convoca los espíritus de la poesía.(11) Una buena novela, proclaman, son aquellas donde prolifera el diálogo y la frivolidad, o el diálogo y el escándalo, o el diálogo y el espectáculo. Y levantan los hombros desdeñosamente, se enfurecen como vedettes violentadas, cuando la crítica les señala que esos diálogos y sus terrenos aledaños están anclados en la insipidez de los formatos telenovelescos. No se declaran herederos de Proust ni de Joyce, de Thomas Mann ni de Faulkner, de Carpentier ni de Borges, de Sabato ni de Onetti, sino de los despampanantes exponentes de la cultura popular en donde entran toda suerte de futbolistas, boxeadores, luchadores, actrices de cine y modelos de la publicidad pornográfica. Y como tienen el espacio para expresarlo, en los periódicos, las revistas, los programas televisivos y las emisoras, se mantienen rotulando virtudes donde no las hay. Es, pues, ante estos pregones publicitarios en cadena que el escritor de ahora debe reaccionar.

García Márquez ha abierto, es evidente, la senda mediática por la que ahora transita la literatura más visible de nuestro país. A partir del premio nobel los escritores colombianos futuros tendrán desde muy jóvenes lo que nunca antes tuvo aquel hasta la aparición de Cien años de soledad: la profesionalización de un oficio y su respectiva independencia económica. Y esto por supuesto es una coyuntura que ha transformado el horizonte literario nacional. Al menos en los que tiene que ver con la cantidad de novelas que pueden publicarse y el espacio que gozan para su actual difusión. Pero, y aquí es donde debe intervenir la labor del crítico, de entre la producción novelesca celebrada por el cambalache editorial y sus periodistas cómplices, es necesario y urgente hacer un trabajo de valoración. El crítico debe estar por encima de esos fuegos fatuos, de esa apoteosis falaz vitoreada por las ferias de las vanidades del comercio. Debe ir a la lectura con la perplejidad abierta al mundo que va a descubrir. Pero también armado con la cautela que le otorga su tránsito añejo por la lectura. Quizás deba apoyarse en la divisa de Julien Gracq que propone para tiempos de confusión como fueron los suyos, y como son también los de ahora, en los que proliferan autores banales y no obras memorables, la elaboración de una crítica literaria basada en el criterio de la excelencia estética (12) y separada de valoraciones sociales, morales y políticas sospechosas. Sé que esta formulación es polémica en sí misma porque plantea una escogencia reducida, roza un incómodo elitismo y atenta no solo contra la lógica de una historia fundada en las últimas teorías de la historiografía literaria, sino también contra las propuestas de las diversas corrientes académicas interpretativas, que van del posestructuralismo y los estudios culturales hasta las teorías de género y de la recepción. Sé, igualmente, que en la propuesta de Gracq hay un contacto conflictivo con lo que plantea Harold Bloom (13) cuando se refiere a un canon conformado por las mejores obras de los escritores de la historia de la literatura.(14) Pero entiendo que en la senda de Gracq, el crítico podría desentrañar, indiferente a cualquier compromiso económico o a cualquier lazo afectivo con los escritores de marras, sin ninguna afiliación ideológica o académica, y con toda la independencia de que sea capaz, las bondades y los defectos de las obras.

Estoy hablando, sin embargo, como si en Colombia hubiera espacios visibles para el crítico literario. De hecho, nuestros mismos escritores se han referido a esta incómoda figura despectivamente. Cepeda Samudio, que es el mayor renovador de nuestra narrativa del siglo XX, rebaja al crítico literario al rol de parásito prepotente. Y los novelistas de ahora, lo ignoran y lo someten a burlas similares a la que esgrimió Cepeda Samudio. Pero a pesar de que los críticos sean, en efecto, parásitos de las letras, cuando la lucidez los acompaña son esenciales. Mi mirada, al respecto de esos espacios críticos es un poco pesimista. Considero que si en nuestro país ha habido y hay crítica literaria, ella está oculta y es silenciada. O si aparece y se vuelve más o menos visible, acude a los formatos de la batahola y la vociferación, como es el caso de la labor por momentos atinada, pero generalmente delirante, que realiza Harold Alvarado Tenorio desde su trinchera de Arquitrave. De tal manera que si tomáramos como referente a Tenorio, habría que concluir que nuestra crítica literaria estaría condenada más al desafuero de un narciso local que a la agudeza de un crítico independiente sin mayores pretensiones de figuración. Un balance de esos parajes desde donde un lector podría buscar mojones para saberse situar ante un panorama literario que está fundado en la hipnosis engañosa y en las usuales exageraciones de provincia, llevaría a pensar que estamos antes un paisaje desalentador. Decía Julien Gracq, en 1950, en La littérature à l'estomac que al lado de una evidente crisis de la literatura había una escandalosa crisis del juicio literario.(15) Y sospecho que en la Colombia actual se presenta un panorama similar al que disecciona Gracq en su útil panfleto. Aunque quizás haya una diferencia: si en la Francia de la posguerra de Gracq se publicitaba una literatura de la cual hasta los mismos editores desconfiaban. En la Colombia de hoy estos últimos, acompañados de los periodistas y hasta de profesores universitarios, creen que realmente están ante una gran literatura. Recuerdo, por ejemplo, que al publicarse Angosta de Héctor Abad Faciolince, un académico de literatura recibió la novela y su construcción alegórica atravesada por un maniqueísmo fútil, con un comentario que expresa muy bien la percepción del fenómeno. El profesor dijo que esa novela era nuestra Divina Comedia colombiana.(16) Un comentario así remite, a la postre, al que hacían los gramáticos de antaño con respecto a los traducciones virgilianas de Miguel Antonio Caro. Recientemente, ante la publicación de Una luz difícil, que es una novela de muchísima menor envergadura si se comparara con los primeros textos reveladores de Tomás González Primero estaba el mar (1983), Para antes del olvido (1987) y El rey de Honka Monka (2003), y que se amolda demasiado a los criterios comerciales y tiene evidentes problemas de construcción literaria en sus capítulos finales, llovieron los comentarios, justamente desde las tribunas de ese periodismo rimbombante, que la catalogaban como una obra maestra de la literatura. Ya se vio, otro ejemplo más, los casos de Antonio Ungar con Tres ataúdes blancos y Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer, novelas premiadas en Anagrama y Alfaguara respectivamente, cómo esos premios "prestigiosos" son el resultado de negociaciones brumosas entre agentes literarios y editores comerciales. Esas dos "maldiciones" de la civilización literaria contemporánea, para utilizar una expresión de Tomás Segovia.17 Y aquello de las negociaciones tras bambalinas sería algo del todo secundario, si las obras galardonadas tuviesen realmente los méritos que se anuncian con ubicua insistencia. Pero si este panorama novelístico tiene la garrafal grandiosidad de ciertos ídolos de barro, el de la crítica literaria no deja de calamitoso. Lo que hacen la revista Semana y Arcadia es seguir las pautas de lo que ordene este boom victorioso de la novela colombiana. Y lo que escriben sus colaboradores son reseñas hechas para estimular el bolsillo del comprador o para aplastar, muchas veces de forma humillante, al escritor y su obra. Como dice Darío Ruíz "convierten la crítica en algo tan superfluo como las mercancías literarias que pregonan" (18). Habría que decir, no obstante, que en algunas columnas de los periódicos se asoma esporádicamente una crítica literaria sensata. Pero el formato periodístico limita demasiado y estos "textículos" terminan cayendo o en la zalamería, o en deslumbramientos exagerados ante obras definitivamente minúsculas. Con todo, es evidente que la crítica no hay que buscarla en esos kioscos del sainete literario. Ella respira, callada, reservada, irónica, cautelosa, en las revistas culturales y universitarias y en ciertos libros que, de vez en cuando, aparecen en nuestro desolado territorio. Pues si hay un tipo de literatura que espanta a casi todas las editoriales colombianas, por su facha desastrada y su cínico desaire hacia el lucro económico, es la que pretende establecer periplo, balances y situar perspectivas interpretativas frente a la literatura. A veces me pregunto, y así regreso al inicio de estas reflexiones, si un lector del futuro buscara pruebas de una crítica literaria que diera cuenta de lo que se escribe ahora ¿encontraría algo digno de perdurar? Yo, en realidad, vacilo en qué responder. Pero sé que esta vacilación ya es en sí misma un claro signo de alarma. De todas maneras, no hagamos suposiciones memas y mejor preguntemos si ahora hay una crítica que dé cuenta de lo que está pasando con esta celebrada novela colombiana. Dirán algunos que este tipo de crítica palpita en la academia universitaria y sus tesis y monografías y sus artículos en revistas indexadas. Y yo diría que, en efecto, debe de palpitar allí y que la universidad, por ser un espacio neutral y exigente, es el más adecuado para que se formule una crítica juiciosa, regular y seria. De hecho hay momentos muy altos de esta crítica y basta pensar, para solo hablar de dos nombres, en la labor ejemplar de Rafael Gutiérrez Girardot y de David Jiménez. Pero, infortunadamente, muchos universitarios emplean un lenguaje que sólo interesa al círculo de ellos mismos. Los académicos analizan e interpretan el texto, y para ello siguen marcos teóricos que, en ocasiones, limitan las reflexiones libres y valientes que guían, por lo general, la labor del crítico. Además, con las imposiciones de ese gran tirano de las aulas que es Colciencias y todo su laberíntico andamio de índices internacionales, me parece legítimo dudar que de este gremio puedan surgir las luces esperadas de la actividad crítica. Estoy sugiriendo, entonces, que el crítico en Colombia, desde la aparición de Baldomero Sanín Cano, sigue siendo un personaje espectral, por no decir fabuloso, que sólo crece en el ámbito de la total independencia y que su actividad solo es propia de la periferia y el silencio. Quizás sea cierto, pero prefiero que esta consideración flote en estas líneas más como una duda que como una confirmación.



Notas:

Citado por Juan Manuel Roca en Galería de espejos, una mirada a la poesía colombiana del siglo XX, Alfaguara, Bogotá, 2012, p. 16.
Rafael Gutiérrez Girardot, Aproximaciones, Procultura, Bogotá,1986,p.56.
Para comprender mejor la relación entre el texto canónico de Vergara y Vergara y las dos antologías ver Diana Paola Guzmán, "Los dueños de la palabra: antologías poéticas en el siglo XIX", Estudios de Literatura Colombiana, Nr. 25, 2009, pp. 91-106.
Carlos Rincón,"Canon y clásicos literarios en la década de 1930", Sarah de Mojica y Liliana Gómez, a cargo de, Entre el olvido y el recuerdo: iconos, lugares de memoria y cánones de la historia y la literatura en Colombia, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2010, p. 419.
Con respecto a estas nuevas posturas académicas universitarias frente al concepto de canon en Colombia ver el polémico trabajo de Olga Vallejo y Alfredo Laverde, Visión historia de la literatura colombiana. Elementos para una discusión. Cuadernos de trabajo I, La Carreta Editores, Medellín, 2009.
Álvaro Pineda Botero reúne sus estudios críticos de estas novelas en los siguientes libros: La fábula y el desastre (1999), donde aborda 52 obras desde 1650 hasta 1931; Juicios de residencia (2001), donde trata 30 novelas desde 1934 hasta 1985; y Estudios críticos sobre la novela colombiana (2005) donde trabaja 60 novelas desde 1990 hasta 2004.
Ver el balance que hace Gustavo Bedoya en Las formas de canonización de la novela colombiana en las historias literarias (1908-2006), Coherencia, Vol. 6, Nr. 10, 2009, p. 133.
Darío Ruiz Gómez, "La literatura en la era del marketing", en Trabajo de lector, Editorial Universidad de Caldas, Manizales, 2003, p. 375.
Enrique Vila-Matas, "Música para malogrados", El País, Madrid, 2 de junio de 2012 .
Citado en la nota liminar de Juan José Arrom en José Martí, En los Estados Unidos, periodismo de 1881 a 1892, Colección Archivos, Nr. 43, Barcelona, 2003, p. XVI.
Gabriel García Márquez, "La soledad de América Latina" en Discursos Premios Nobel, Colección Los Conjurados, Bogotá, 2002, p. 140.
Julien Gracq,"En lisant en écrivant" en Œuvres complètes II, Gallimard (Lapléiade), Paris, 1995, p. 675.
Habría que señalar, de todas maneras, que "el valor de las obras literarias no depende, según Bloom, de la mirada a algún crítico, sino de la fuerza imaginativa que hay en ellas y que las mantiene vivas como parte siempre actual, imprescindible de la historia literaria". Ver, a propósito de la valoración estética en Bloom como base de la conformación de un determinado canon, Mario Alejandro Molano, "Valorar o no valorar, ¿es esa la cuestión? Sobre una ilustrativa polémica entre Northrop Frye y Harold Bloom", Literatura, teoría, historia, crítica, Nr. 10, 2008, p.65.
Paul Valéry propone un camino aun más radical.Auguraba que podría existir una "historia única de las cosas del espíritu" que habría de sustituir todas las historias del arte, de la literatura y de las ciencias. Ver Paul Valéry, "Degas. Danse. Dessin", Œuvres, Gallimard, Paris, 1960, Vol. II, p. 1205.
Julien Gracq, La littérature à l'estomac, José Corti, Paris, 2005, p.11.
Ver Augusto Escobar Mesa, "Abad Faciolince tras la búsqueda de la identidad" en Angosta de Héctor Abada Faciolince, notas de literatura, Dirección de Bienestar Universitario y el departamento de Publicaciones, Universidad de Antioquia, Medellín, 2004, pp. 5-6.
Refiriéndose al destino de su traducción al español de la poesía de Giuseppe Ungaretti, Tomás Segovia dice: "Pero es maldición de nuestra civilización (por llamarla así) que hace que la poesía no la administren los poetas, ni por supuesto los lectores, y ni siquiera los traductores, sino los agentes literarios y otros hombres de empresa o de presa...". Ver Tomas Segovia, "Nota sobre la traducción", en Giuseppe Ungaretti, Sentimiento del tiempo, La tierra prometida, Debolsillo, Random House Mondadori, Barcelona, 2006, p. 25.
Darío Ruiz Gómez, "La literatura en la era del marketing", en Trabajo de lector, cit., p. 366.


pablo montoyaSobre Pablo Montoya
Colombia, 1963. Escritor colombiano. Realizó estudios de música en la Escuela Superior de música de Tunja, Colombia y es graduado en filosofía y letras de la Universidad Santo Tomás de Aquino en Bogotá, Colombia. Realizó la maestría y el doctorado en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos en la Universidad de la Nueva Sorbona-París 3, Francia. Obtuvo el Primer Premio del Concurso Nacional de Cuento "Germán Vargas" (1993). Por su notable trabajo ha recibido varios premios y reconocimientos entre los cuales se encuentran: la beca para escritores extranjeros en 1999 otorgada por el Centro Nacional del Libro de Francia por su libro Viajeros; en el 2000 el premio Autores Antioqueños por su libro Habitantes; su libro Réquiem por un fantasma fue premiado por la Alcaldía de Medellín en el 2005; ganador de la beca de creación artística de la Alcaldía de Medellín en 2007 para escribir el libro El beso de la noche; en 2008 obtuvo la beca de investigación en literatura otorgada por el Ministerio de Cultura que le permitió escribir  Novela histórica en Colombia, 1988-2008: entre la pompa y el fracaso; y en 2012 obtuvo la beca de creación literaria, en la modalidad de novela, de la Alcaldía de Medellín. En 2015 ganó la XIX Edición del Premio Rómulo Gallegos con su novela Tríptico de la Infamia, (2014). Actualmente es profesor de literatura de la Universidad de Antioquia en Colombia.



Articulo publicado originalmente en el libro Periplo colombiano, editores Erminio Corti - Fabio Rodríguez Amaya,© 2014, Bergamo University Press, sestante edizioni, p. 228. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Fabio Rodríguez Amaya. Foto Pablo Montoya © Adriana Agudelo-Toro.

Tomado de:
AURORA BOREAL


TEN NOVELS AND THEIR AUTORS (FRAGMENTOS)








WILLIAM SOMERSET MAUGHAM
(París, 25 de enero de 1874 - Niza, 16 de diciembre de 1965)

TEN NOVELS AND THEIR AUTORS
DIEZ NOVELAS Y SUS AUTORES
(FRAGMENTOS)


Es natural que los hombres cuenten historias, y supongo que el cuento corto nació en aquella noche del tiempo en que el cazador narraba junto al fuego de la caverna, para amenizar el descanso de sus compañeros una vez que habían comido y bebido hasta hartarse, algún fantástico incidente que alguna vez oyera. Hasta hoy, en las ciudades del Este, podemos ver al narrador de historias sentado en la plaza del mercado, mientras lo rodea un círculo de ávidos oyentes, y escuchar cómo cuenta las historias que ha heredado de un pasado inmemorial. Pero yo creo que hasta el siglo XIX el cuento no obtuvo una difusión como para convertirlo en un aspecto importante de la creación literaria. Por supuesto que antes de esta época se habían escrito y leído ampliamente cuentos: existían narraciones religiosas de origen griego, las narraciones edificantes de la Edad Media y las inmortales historias de "Las mil y una noches". Durante todo el Renacimiento hubo gran predilección por el cuento corto en Italia y España, en Francia e Inglaterra. Tanto el "Decamerón" de Boccaccio, como las "Novelas ejemplares", de Cervantes, son monumentos imperecederos. Pero la moda decayó con el auge de la novela. Los libreros dejaron de pagar buenos precios por las colecciones de cuentos, y los autores llegaron a mirar desdeñosamente este género literario que no les reportaba ganancia ni renombre. Cuando, de tiempo en tiempo, concebían un tema apto para ser tratado en forma corta y escribían un cuento, no hallaban qué hacer con éste, y así, poco deseosos de perder el tema, lo insertaban sin más en medio de sus novelas, a veces, hay que decirlo, de manera muy torpe. Pero a comienzos del siglo XIX, surgió una nueva forma de publicación que pronto adquirió inmensa popularidad. Fueron los anuarios. Parece que nacieron en Alemania. Se componían de una miscelánea de prosa y verso, y en su país de origen proveyeron a sus lectores de sustancioso alimento, ya que nos han dicho que "La doncella de Orleans" de Schiller y "Hermann y Dorotea" de Goethe, aparecieron por vez primera en periódicos de este tipo. Pero cuando su éxito llevó a los editores ingleses a imitarlos, éstos se basaron primordialmente en los cuentos cortos para atraer una cantidad de lectores suficiente como para que la empresa fuera lucrativa.
Conviene que ahora informe un poco al lector sobre composición literaria, pues hasta donde yo sé, los críticos, cuyo deber consiste sin duda en guiarlos e instruirlos, no lo han hecho. El escritor tiene en sí el imperativo de crear, pero además tiene el deseo de presentar al lector el resultado de su trabajo y la legítima aspiración -que no concierne al lector- de ganar su pan. En general puede dirigir su facultad creadora por los canales que le permitirán satisfacer estos modestos designios. A riesgo de escandalizar al lector que piensa que la inspiración del autor no debe estar influida por consideraciones prácticas, debo decir que los escritores se ven obligados, con bastante naturalidad, a escribir el tipo de obras por las que hay demanda. Esto no es sorprendente, pues ellos no son sólo escritores sino también lectores, y, como tales, parte del público sujeto al ambiente de la opinión que prevalece. Si las obras del teatro en verso dieran al autor fama, si no fortuna, probablemente sería difícil hallar un joven con inclinaciones literarias que no tuviese entre sus papeles una tragedia en cinco actos. En cambio, creo que a muy pocos se les ocurriría escribirla hoy. Actualmente escriben piezas de teatro en prosa, novelas y cuentos cortos. Es cierto que en los últimos años se ha escrito con éxito cierto número de obras de teatro en verso, pero me parece que los espectadores aceptan el verso más como algo tolerable que deseable; la mayoría de los actores, conscientes de esto, han hecho cuanto es posible para apaciguar su desconcierto, interpretando el verso como si de hecho fuera prosa. La posibilidad de publicar, las exigencias de los editores, es decir, su conocimiento de lo que los lectores desean, tienen gran influencia en el tipo de obra que se produce en cada época. Por ello, si prosperan revistas que tienen espacio para cuentos largos, se escriben cuentos largos; si, por otro lado, los diarios publican ficción, dejando sólo un pequeño espacio para esto, surgen cuentos cortos. No hay nada censurable en ello. Un autor capaz puede escribir un cuento de mil quinientas palabras con tanta facilidad como uno de diez mil. No tiene más que elegir un argumento distinto o tratarlo en forma diferente. Guy de Maupassant escribió uno de sus cuentos más célebres, "La herencia", dos veces: una en pocos centenares de palabras para un diario, y la otra en varios miles para una revista. Ambos se publicaron en la edición de sus obras completas, y creo que nadie puede leer las dos versiones sin admitir que en la primera no hay una sola palabra de menos y en la segunda ninguna de más. Lo que quiero demostrar es lo siguiente: que la naturaleza del vehículo mediante el cual el escritor se aproxima al público es uno de los convencionalismos que aquél debe aceptar, y que, en general, habrá de darse cuenta de que puede hacerlo sin forzar sus íntimas inclinaciones. Pues bien, a comienzos del siglo XIX, los anuarios y volúmenes conmemorativos ofrecieron a los escritores la posibilidad de llegar al público mediante el cuento corto. Por lo tanto, los cuentos cortos, sirviendo a mejores propósitos que los de dar sólo un respiro al interés del lector en el curso de una novela interminable, empezaron a escribirse en mayor número que nunca.
Se han dicho cosas durísimas sobre los anuarios y almanaques femeninos, y aún más duras sobre las revistas que los reemplazaron en el favor del público; pero no podríamos negar que la proliferación del cuento corto durante el siglo XIX se debió directamente a la oportunidad que le proporcionaron estos periódicos. En Norteamérica formaron una escuela de escritores tan brillantes y fértiles, que algunas personas, desconocedoras de la historia de la literatura, han dicho que el cuento corto es invención norteamericana. Por supuesto que no es así; pero podemos admitir con justicia que en ningún país europeo fue tan cultivado este género como en Estados Unidos, ni sus métodos, técnicas y posibilidades tan atentamente estudiados. Al leer para una antología un gran número de cuentos del siglo XIX, aprendí bastante acerca de la forma. Debo advertir, eso sí, que un autor, es parcial respecto al arte que practica. El cree, naturalmente, que su experiencia es la más válida. Escribe como puede y como debe porque es un tipo determinado de hombre; tiene sus propias particularidades y su propio temperamento, por lo cual ve las cosas en forma peculiar, y da a su visión la forma que le ha sido impuesta por su naturaleza. Requiere un singular vigor intelectual tener simpatía por una obra antagónica a las inclinaciones instintivas. Hay que estar en guardia consigo mismo al leer la crítica que un novelista hace de las novelas de otros. Es posible que halle buenas las cualidades que él persigue y vea poco mérito en otras que le faltan. Uno de los mejores libros que he leído acerca de la novela pertenece a un admirable escritor que jamás pudo inventar un argumento plausible. No me sorprendió descubrir que estimaba poco a novelistas cuyo principal don consistía en dar una estremecedora verosimilitud a los hechos que relataban. No lo censuro por esto. La tolerancia es una buena cualidad en los humanos; si ella fuese más común, el mundo de hoy sería un lugar más agradable de lo que es para vivir; pero no estoy seguro de que sea una buena cualidad en un escritor. Porque, en definitiva, ¿qué ha de darnos el escritor? A sí mismo. Está bien que tenga una visión amplia, ya que su tema es la vida en toda su plenitud; pero sólo puede verla con sus propios ojos, aprenderla con sus propios nervios, corazón y entrañas; su conocimiento es parcial, pero distinto, porque pertenece a él y no a otro. Su actitud es definitiva y característica. Si piensa realmente que cualquier otro punto de vista es tan válido como el suyo, apenas podrá sostenerlo con energía, y es poco probable que lo presente con fuerza. Está bien que un hombre acepte que hay dos respuestas para una misma pregunta; pero un autor ante el arte que practica -ya que, por supuesto, su visión de la vida está implicada en su arte- sólo puede lograr este punto de vista mediante un esfuerzo mental sintiendo, en la medula de sus huesos, que no son seis para él y seis para el otro, sino doce para él y nada para el otro. Esta testarudez sería muy desafortunada si los escritores fueran pocos, o si la influencia de uno fuese tan grande como para obligar a conformarse a los demás; pero somos miles. Cada uno tiene su pequeño mensaje que formular, y de entre todos ellos pueden elegir los lectores, conforme a sus inclinaciones, el que más les convenga.

He dicho esto para despejar el terreno. Me gusta el tipo de cuento que yo puedo escribir. Es la clase de cuento que muchos han escrito bien, pero nadie más brillantemente que Maupassant. Relata siempre un incidente curioso, pero no inverosímil. Presenta la escena con la brevedad que requiere el medio, pero con claridad. Las personas afectadas, la clase de vida que llevan y sus defectos se muestran con el número justo de detalles como para hacer claras las circunstancias del caso. Se dice todo lo que es necesario saber de ellos. Un autor como Maupassant no copia de la vida; la acomoda para sorprender, excitar e interesar. No intenta transcribir la vida sino dramatizarla. Sacrifica la verosimilitud al efecto, y su desafío consiste en ver si se sale con la suya. Si concibe los incidentes y las personas que intervienen en el cuento en forma que tomemos conciencia de su artificio, falla. Pero el que algunas veces falle no descalifica el método. En ciertas épocas los lectores exigen que se esté muy cerca de los hechos concretos, tal como ellos los ven; esto significa que el realismo está de moda. En otras, indiferentes a la realidad, piden lo extraño y lo maravilloso. Mientras ello dure, los lectores estarán dispuestos a prescindir de su incredulidad. La probabilidad no es algo establecido de una vez para siempre, cambia con los gustos de cada época: ella reside en el qué y en el cuánto se puede hacer tragar al lector. De hecho, en toda obra de ficción se aceptan algunas inverosimilitudes porque son usuales y a menudo necesarias para que el autor pueda seguir sin demora con su argumento. Pocos han establecido con mayor precisión las reglas del tipo de cuento que estoy describiendo que Edgar Allan Poe. Si no fuera por su extensión, citaría íntegramente su trabajo acerca de los "Cuentos contados dos veces", de Hawthorne. Allí dice todo lo que hay que decir sobre el asunto. No es difícil saber qué entendía Poe por un buen cuento: es una obra de imaginación que trata de un solo incidente, material o espiritual, que puede leerse de un tirón. Ha de ser original, chispeante, excitar o impresionar, y debe tener unidad de efecto. Deberá moverse en una sola línea desde el comienzo hasta el final. Escribir un cuento conforme a los principios que él estableció no resulta tan fácil como algunos piensan. Requiere inteligencia, quizá no de un orden muy superior pero sí de cierto tipo; requiere sentido de la forma y no poca capacidad inventiva. Rudyard Kipling ha escrito en Inglaterra los mejores cuentos de esta clase. Entre los escritores ingleses de cuentos cortos sólo él puede resistir ser comparado con los maestros franceses y rusos. Aunque Kipling tuvo éxito de público y lo mantuvo desde el principio de su carrera, la opinión de la gente culta fue siempre algo condescendiente en sus alabanzas. Ciertas peculiaridades de su estilo enojaban a los lectores de gusto exigente. Se le identificó con un imperialismo que irritaba a no pocas personas inteligentes, y que aún hoy produce desagrado. Era un maravilloso cuentista, variado y muy original. Poseía una fértil imaginación y en alto grado el don de narrar incidentes de manera sorpresiva y dramática. Tenía sus fallas, como las tiene todo escritor; creo que éstas se debían al ambiente y a su educación, a los rasgos de su carácter y a la época en que vivió. Ejerció una gran influencia en sus colegas escritores, pero tal vez la ejerció mayor en aquellos hombres que de una u otra forma llevaron el tipo de vida que él describió.
Cuando uno viaja por el Oriente se asombra al comprobar cuán a menudo se cruza uno con hombres que se modelaron de acuerdo a los personajes de su invención. Dicen que los personajes de Balzac pertenecían más a la generación que siguió que a la que él se propuso describir. Sé, por experiencia, que veinte años después de que Kipling escribiera sus primeros cuentos importantes, hubo hombres esparcidos en diferentes puntos del Imperio que jamás habrían sido lo que fueron de no haber existido él. No sólo creó personajes; modeló hombres. Eran individuos valientes y honrados que hacían el trabajo que se les encomendaba con la mayor habilidad de que eran capaces. Es difícil inventar un cuento como los que escribió Poe y, como bien sabemos, hasta él mismo se repitió más de una vez en su pequeña producción. En este tipo de narraciones hay muchos trucos y cuando, gracias a la aparición y rápida popularidad de la revista mensual, la demanda de tales narraciones llegó a ser grande, los autores no se hicieron de rogar para aprenderlos. Para que sus cuentos fueran más efectistas, les impusieron ciertas reglas convencionales, terminando por desviarse tanto de la realidad al describir la vida, que sus lectores se rebelaron. Se cansaron de estos cuentos hechos según un modelo que conocían demasiado. Dijeron que en la vida real las cosas no suceden con tanta claridad; la realidad es un enjambre de hilos cortados y puntas sueltas; meter todo en un molde sería falsearla. Pedían un mayor realismo. Pero copiar la vida nunca ha sido tarea de artista. El historiador del arte Kenneth Clark aclara bastante este punto en su obra "El desnudo". Nos muestra en ella cómo los grandes escultores de la antigua Grecia no se dedicaron a seguir paso a paso a sus modelos, sino que los usaron como instrumentos para realizar su ideal de belleza. Si observamos las pinturas y esculturas del pasado, no dejará de sorprendernos lo poco que los grandes artistas se preocupaban de dar un testimonio exacto de lo que veían. Se cree que las deformaciones impuestas a sus modelos por los artistas plásticos, muy bien representados por los cubistas de ayer, son invención de nuestro tiempo. No es así. Se piensa esto porque nos hemos acostumbrado de tal forma a las deformaciones impuestas en el pasado, que las aceptamos como representaciones literales de los hechos. Desde el nacimiento de la pintura occidental, los artistas sacrificaron la verosimilitud a los efectos que deseaban. Igual cosa ocurre con la literatura de ficción. Para no retroceder mucho, volvamos a Poe. Parece increíble que éste pensara que los seres humanos hablaban en la forma en que hacía dialogar a sus personajes; si ponía en su boca parlamentos que nos parecen tan irreales, debe ser porque pensaba que ello era necesario al tipo de cuento que estaba relatando, y porque lo ayudaba a realizar el esquema que sabemos tenía a la vista. Los artistas sólo caen en el naturalismo artificial cuando se les reprocha que se han alejado tanto de la vida que deben volver inexorablemente a ella. Entonces se ponen a copiarla con la mayor exactitud posible, no como un fin, sino tal vez como una saludable disciplina.

Respecto al cuento corto, el naturalismo del siglo XIX se puso de moda como reacción al romanticismo, que se había hecho aburridor. Uno tras otro, los escritores intentaron retratar la vida con intransigente veracidad. Los escritores de esta escuela miraron la vida con ojos menos parciales que los de la generación precedente; fueron menos dulzones y menos optimistas, más violentos y directos. Sus diálogos eran más naturales y elegían a sus personajes de un mundo que, desde los tiempos de Defoe, los autores de ficción habían descuidado; pero no innovaron en la técnica. Respecto a lo esencial del cuento corto, se contentaron con los viejos moldes. Persiguieron los mismos efectos que Edgar Allan Poe; usaron las mismas fórmulas que éste fijó. Pero hubo un país en donde aquella fórmula prevaleció poco. En Rusia se había estado escribiendo cuentos de un orden totalmente distinto durante un par de generaciones. Y cuando los hechos indicaron tanto a los autores como a los lectores que el tipo de narración que gozó tanto tiempo del favor del público se había tornado aburridoramente mecánico, se descubrió que en ese país existía un grupo de escritores que habían hecho del cuento corto algo nuevo. Es raro que esta nueva forma de narración breve haya tardado tanto tiempo en llegar al mundo occidental. Cierto es que los cuentos de Turguenev fueron leídos en traducciones francesas. Los Goncourt, Flaubert y los círculos intelectuales en que éstos se movían aceptaron a Turguenev por su majestuosa presencia, la amplitud de sus medios y su aristocrático origen; sus obras, empero, fueron miradas con el moderado entusiasmo con que los franceses han mirado siempre las producciones de autores extranjeros. Sólo cuando, en 1886, Melchior de Vogué publicó su obra "La novela Rusa", empezó a influir en el mundo literario parisiense la literatura de aquel país.Con el tiempo -creo que alrededor de 1905- varios cuentos de Chejov fueron traducidos al francés y recibidos favorablemente. No obstante, en Inglaterra seguía sin conocérsele. Cuando murió, en 1904, los rusos lo consideraron el mejor escritor de su generación. La Enciclopedia Británica, en su undécima edición, publicada en 1911, no supo decir de él más que lo siguiente: "A. Chejov mostró considerables dotes en sus cuentos cortos". Fría alabanza. Sólo cuando Constance Garnett publicó en trece pequeños volúmenes una selección de su extensa obra, se interesaron por él los lectores ingleses. Desde entonces, el prestigio de los escritores rusos en general, y de Chejov en particular, ha sido inmenso. Cambió en gran parte la forma y la actitud hacia el cuento corto. El conocía muy bien su técnica y dijo algunas cosas de extraordinario interés acerca de éste. Insistía en que un cuento corto no debe contener nada superfluo. Esto parece bastante razonable, como también es razonable lo que observa respecto a las descripciones de la naturaleza, que han de ser breves y claras. El era capaz de dar al lector, en una o dos palabras la vívida impresión de una noche nevada, el cantar de los ruiseñores hasta agotarse. O el frío brillo de las ilimitadas estepas cubiertas de nieve invernal. Su don era inapreciable.
Un día leí, siguiendo mi costumbre, la página que uno de nuestros mejores semanarios dedica a comentar la literatura del día. El crítico empezaba su artículo acerca de una obra de ficción con las palabras siguientes: "El señor Fulano de Tal no es sino un mero cuentista". La palabra mero se me atravesó en la garganta y aquel día no seguí leyendo. El crítico era un novelista muy conocido y, aunque no he tenido la suerte de leer alguna de sus obras, no dudo de que sean admirables. Pero de su observación yo no puedo dejar de concluir que un novelista deba ser más que un novelista. Parece obvio que él piensa que, en el mundo revuelto en que vivimos, es una frivolidad que un autor escriba novelas destinadas sólo a que el lector pase algunas horas agradables. Esta misma opinión prevalece en algunos escritores actuales. Tales obras son, como bien sabemos, descartadas por "escapistas". Este vocablo debe descartarse del vocabulario de los críticos. Todo arte es "escapista", tanto las sinfonías de Wolfgang Mozart como los paisajes de John Constable. ¿Acaso leemos los sonetos de Shakespeare o las odas de Keats por algo que no sea el agrado que nos producen? ¿Por qué hemos de pedir más a un novelista de lo que pedimos a un poeta, a un compositor, a un pintor? De hecho, no existe algo que sea un mero cuento. Aunque su autor lo escriba sin más intenciones que la de hacerlo legible, sin querer, a veces, hará una crítica de la vida. Cuando Rudyard Kipling, en sus "Cuentos de las colinas", escribió acerca de los civiles hindúes, los oficiales jugadores de polo y sus esposas, lo hizo con la ingenua admiración de un joven periodista de origen modesto, deslumbrado por lo que él consideró fascinante. Es extraño que en su época nadie viera la dura acusación al poder supremo que encerraban esos cuentos. Hoy no se pueden leer sin pensar que era inevitable que los británicos, tarde o temprano, se verían forzados a perder su dominio en la India. Igual cosa pasaba con Chejov. Trataba de ser objetivo, procuraba describir la vida con veracidad, y es imposible leer sus cuentos sin sentir que la brutalidad e ignorancia sobre las que escribió, la corrupción, la miserable pobreza de los humildes y la despreocupación de los ricos acabarían necesariamente en una revolución sangrienta.

Supongo que mucha gente lee obras de ficción porque no tiene nada mejor que hacer. Lee por agrado, y es lo que se debe hacer. Pero algunos buscan en sus lecturas distintos placeres que otros. Hay quienes buscan el placer de reconocerse en ellas. Los lectores de "Las torres de Barchester" de Anthony Trollope, las leen con íntima satisfacción porque retratan el tipo de vida que ellos mismos llevaron. En su mayor parte estos lectores pertenecen a la alta clase media, y se sienten a gusto con la alta clase media que describe Trollope. Otros lectores buscan en la novela cosas extrañas y novedosas. El cuento exótico ha tenido siempre sus partidarios. La mayoría de la gente vive existencias asombrosamente aburridas y constituye una forma de descansar de la monótona vida el dejarse absorber un rato por un mundo de arriesgadas y peligrosas aventuras. Sospecho que los lectores rusos de los cuentos de Chejov hallaron en ellos un placer distinto del encontrado por los lectores del mundo occidental. Conocían bien las condiciones de la gente que aquél describió tan nítidamente. En cambio, los lectores occidentales ven en sus cuentos algo nuevo, raro, a veces terrible y depresivo, pero presentado con una veracidad impresionante, fascinadora y hasta romántica. Sólo los muy ingenuos pueden suponer que una obra de ficción ha de dar informes fidedignos sobre temas importantes para sus vidas. Por la naturaleza misma de su capacidad creadora, el novelista es incompetente para tratar dichos asuntos; él no se debe a la razón sino al sentir, al imaginar y al inventar. Es parcial. Los temas elegidos por el escritor, los personajes que crea y su actitud ante ellos, están condicionados por su parcialidad. Lo que escribe es expresión de su personalidad, manifestación de sus instintos, emociones, intuiciones y de su experiencia. Arregla sus datos a veces sin saber cómo, pero otras sabiendo muy bien lo que se propone; después usa su destreza toda para evitar que el lector lo descubra. Henry James insistía en que el autor de ficción debía dramatizar. Esta es una impresionante, aunque no muy lúcida, forma de decir que el escritor debe arreglar de tal manera los hechos que atrape y mantenga la atención del lector. Fue lo que hizo Henry James, como todos saben bien. Lógicamente, esta no es la forma adecuada para escribir un trabajo científico o informativo. Si los lectores se interesan en los problemas importantes de la actualidad, harán bien en no leer -como lo aconsejaba Chejov- ni novelas ni cuentos cortos, sino obras que traten específicamente de ellos. El fin propio de los autores de ficción no consiste en instruir sino en agradar.

Los escritores llevan vidas oscuras. No son invitados a la mesa del alcalde, ni se los nombra ciudadanos honorarios de las ciudades. No es para ellos el honor de romper una botella de champaña contra el caso de un barco pronto a salir al océano en su viaje inaugural. No se agolpan multitudes, como ocurre con las estrellas de cine, para verlos salir de su hotel y saltar dentro de un Rolls Royce. Pero tienen sus compensaciones. Desde los tiempos prehistóricos ha habido hombres que, favorecidos por el don creador, han adornado mediante sus obras de arte el feo negocio de la vida. Como puede verlo cualquiera que viaje a Creta, allí fueron decoradas las copas, las tazas y las vasijas no para hacerlas mas útiles sino más agradables a la vista. A través de las diversas épocas, los artistas se satisficieron en forma completa produciendo obra de arte. Si el autor de ficción es capaz de esto mismo hace todo lo que se le puede exigir dentro de lo razonable. Es un abuso utilizar la novela como púlpito o estrado.