domingo, 28 de marzo de 2010
¿HAS ESTADO FRENTE A UN ESCRITOR?
POR GUILLERMO FADANELLI
La mañana del sábado siete de enero me levanté maldiciendo al mundo. Eso es lo que hago todas las mañanas, maldecir al mundo por abrir los ojos y encontrarme de nuevo conmigo mismo. Qué bueno que no tengo un perro porque le patearía el culo todas las mañanas. Pero tengo una mujer. Así que para evitar violencias absurdas me visto en silencio, me calzo los zapatos y salgo a la calle. ¿Qué día es hoy?, me pregunto, es justo la mañana del siete de enero. Pienso en la noche anterior, en los amigos que me acompañaron en la juerga estúpida. Aún tengo cocaína en los bolsillos, un gramo que a estas horas de la mañana me parece una tonelada. ¿Por qué carajos no lo consumí todo anoche? Ahora tengo que comenzar de nuevo.
Camino por avenida Revolución buscando la única cantina que está abierta. Entro. Pido una cerveza tan fría como la vagina de un tiranosaurio, o el culo de un miserable, o los pies de todas las mujeres muertas. El mesero no me ve a los ojos, pero sabe que estoy tratando de recuperar el juicio. Intento recordar lo que sucedió anoche, reunir los pedazos, ver entre la niebla química los rostros que me acompañaron, pero me es imposible reconocerlos; varias noches se despeñan dentro de mi cabeza confundiéndose entre sí, haciéndome sentir un minusválido. Después de todo no es tan malo, ¿para qué quiero recuperar una mente que siempre ha estado a la deriva? Formo una línea sobre la mesa, nadie me ve, el cantinero me da la espalda, el mesero armado de una escoba desvencijada empuja una mancha de agua hacia la calle. Un línea para que la memoria transforme su cuerpo de elefante en la silueta de una bailarina. Nada. La cabeza es una mina que estallará sin que nadie la detone. Mi nariz sangra en sentido contrario porque percibo un líquido tibio recorriendo mi garganta, escapando hacia el estómago: ¡Tengo un estómago! Ahora lo recuerdo: estuve en una recámara con varias personas, mujeres casi todas. También había un perro blanco que nos miraba con una extraña simpatía. Llamamos a un díler que tocó a la puerta justo a las dos de la mañana. Compramos dos gramos. El díler se fue a un rincón donde se acomodó a sus anchas. En seguida sus ronquidos colmaron la recámara. Alguien le puso encima una cobija. Lo despertamos para que volviera a pertrecharnos. Lo hizo y de inmediato volvió a sumirse en sus sueños indeseables. Comenzaba a amanecer, pero las cortinas estaban de nuestra parte. Hurgamos en nuestros bolsillos. Reunimos ochenta pesos con cincuenta centavos. Cuando nuestro huésped se dio cuenta de que no teníamos más dinero se levantó, nos tendió la mano, miró las paredes tratando de valuar los cuadros y se marchó. No encontró una sola pintura que valiera lo que un gramo. ¿Entonces qué hago ahora yo con un papel en la bolsa? Los recuerdos han vuelto a cambiar los platos de la mesa. Busco un celular, lo he perdido, como siempre en las madrugadas cuando uno quiere tirar todo a la basura, aligerarse, correr detrás de todas las mujeres que, como si nada, esbozan sus sonrisas insensatas. Abandono mi mesa para ir en busca de un teléfono. Llamo a Amanda.
¿Qué sucedió anoche?
-Te largaste sin avisar, como siempre.
-¿Dónde estuvimos?
-En mi casa.
-No recuerdo demasiado. Dime si me comporté como una persona decente.
-Por favor, Guillermo, ve a contarle tus penas a un sacerdote.
-¿Qué haces?
-Nada, seguimos en la fiesta. Te esperamos.
-¿Siguen allí?
-No importa que la gente sea viciosa, mientras sea inteligente.
-No te justifiques conmigo, no soy sacerdote y tu padre está muerto.
Vuelvo a mi mesa, la cerveza no está, el mesero me dice pensamos que te habías ido, no tenían muchas esperanzas de que les pagara, le extiendo un billete de doscientos pesos que he obtenido de un cajero automático, esto para que no piensen que soy un desgraciado, y si lo piensan que disimulen, malditos hijos de puta. Ahora tengo un dilema, quedarme toda la tarde en la cantina o compartir la cocaína con mis amigos. Continuar hasta el otro día o hacer de mis narices una mina de sal, escuchar confesiones estúpidas o quedarme solo a esperar que el tiempo decida por sí mismo. Puedo llamar a una de mis amigas. ¿Para qué? Todas las perras tienen su vida privada y yo no soy más que su cocaína. Ahora no pueden consumirme porque están chupando el pito de sus pequeños hombres. Nadie quiere consumirme a las dos de la tarde. Mi mujer está en sus clases de baile. Odia mi olor a noche pérdida, mi aspecto de borracho estúpido. Tengo que ahorrarle mi presencia, único obsequio que puedo ofrecer a las personas que quiero. El mesero balbucea una frase que no entiendo, ¿qué quiere? El vicioso quiere una línea, lo que sea mi voluntad, sólo si me sobra un poco, por supuesto, ve a buscarla al baño en un minuto, me levanto, ahora soy el mesías que la clase trabajadora esperaba, vuelvo, el mesero sonríe, ahora es mi cómplice. Mi cuerpo es un costal de piedras, la cocaína sirve para echar unas cuantas piedras fuera, pero no es suficiente, necesito contarle al mesero que soy escritor, que me publicarán pronto dos nuevas novelas, que mi revista continúa flotando sobre el pantano, que vendo mis artículos al mejor postor, que mis amigos se han ido casi todos al carajo, que me vale madres la patria, que mi mejor amigo es el que me invita la siguiente línea, pero el efecto ha pasado y prefiero mantenerme en silencio, como debe hacerlo cualquiera que respete los sábados sombríos. ¿Dónde habrá quedado la anforita de plata que me trajo Joshua de Los Ángeles? La he perdido, como todo, como los libros, el dinero, los discos, mis lentes oscuros, el auto, me deprimo, pero con una línea basta para comenzar una conversación con el mesero. Quiere otra línea, hijo de puta, pero antes me tendrás que escuchar: ¿Alguna vez has tenido frente a ti a un escritor?
LINK A UNA ENTREVISTA CON EL ESCRITOR,DIRECTOR Y EDITOR DE LA REVISTA "MOHO"
http://www.youtube.com/watch?v=KulfMf3UTvg
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