lunes, 1 de febrero de 2021

RAZONES EN EL ARTE CONTEMPORÁNEO

 


YEMAYÁ EN MADRID (OM/GARRATZ)

RAZONES EN EL ARTE CONTEMPORÁNEO


Gerard Vilar

(Universitat Autònoma de Barcelona)

El arte, por seguir empleando un término cómodo, pero de incierto referente, ha servido a lo largo de su historia para muchas cosas y a numerosos señores. Ha servido a las religiones, a las iglesias, al poder en todas sus formas y variedades, a todos los deseos y a todas las necesidades humanas e inhumanas. Pero también ha servido al conocimiento, a la justicia y hasta a la felicidad, esto es, como se decía antes, ha desempeñado diversas funciones emancipatorias y racionales. Tras pasar todas las vicisitudes históricas sabidas, hoy el arte sigue cumpliendo estas últimas funciones. Quiero decir que el arte, pese a ciertas apariencias contrarias, es y sigue siendo una de las formas básicas de la racionalidad en el sentido más enfático. Los seres humanos hemos podido llegar a desarrollar la razón gracias a que no estamos definidos del modo en que lo están la salamandra o el león. Pero la razón misma tampoco está definida de una vez por todas, sino que hay que hacerla, buscarla, inventarla. En los últimos tramos de historia de nuestra especie, la razón a tomado una serie de formas, aunque a veces laxamente, más o menos conectadas entre sí: ciencia, tecnología, Estado de derecho, democracia política, ética humanista, filosofía crítica y, claro es, también arte autónomo y crítica de arte. Todas estas prácticas e instituciones que están en el núcleo de la razón en el presente, se caracterizan porque de un modo u otro se basan en un denominador común: la práctica de dar razones, reconocerlas y aceptarlas o rechazarlas en base a razones. Tales prácticas, dicho wittgensteinianamente, constituyen una gran familia de juegos de lenguaje que tal vez no se dejen encerrar en una descripción sistemática y unificada, rigurosa y detallada, pero que no se podrían entender o reconocer al margen de dicho denominador común. En cada caso esas prácticas presentan peculiaridades y diferencias muy importantes. La práctica de un seminario de científicos discutiendo sobre la espuma cuántica y la de una sesión de letrados del tribunal constitucional es, sin duda, muy distinta. Los primeros buscan la descripción verdadera de un fenómeno del mundo objetivo; los segundos la interpretación justa de los preceptos legales. En el caso del arte, por supuesto, las cosas son aún más confusas. Pero creo que en todos los casos podemos reconocer una dialéctica de acuerdos y desacuerdos, de consensos y disensos acerca de aquello sobre lo que se dice y se habla, abstracción hecha de que los acentos pueden estar más en los primeros o en los segundos. La ciencia y el derecho persiguen más los acuerdos y consensos. El arte y la filosofía buscan más los desacuerdos y los disensos. Pero son formas prácticas de dar y reconocer razones. En lo que sigue voy a tratar de dar mi visión sintética de por qué creo que el arte contemporáneo también es centralmente una de tales prácticas.


Quienquiera que haya visitado alguna exposición reciente de arte contemporáneo se habrá encontrado con objetos, instalaciones o acciones que a menudo cuesta mucho distinguir como obras de arte y de las que, aún más, no es nada fácil reconocer su significado. Nan Goldin, por ejemplo, una artista que ha realizado sobre todo fotografía desde los años setenta, nos presenta como obra de arte un terrible retrato de ella misma con el título Nan One Month After Being Battered, es decir, “Nan un mes después de ser apaleada”. Es una fotografía de 1984 en la que vemos a la artista con los ojos amoratados, la cara inflada y una expresión de desamparo e indefensión que no puede dejar de conmover. Parece querer compensar su humillación con el rojo intenso de su lápiz de labios, con unos grandes pendientes de plata y un voluminoso peinado parecido a una peluca. Pero inevitablemente uno se pregunta por qué esta fotografía es una obra de arte y las fotografías que encontramos casi cada día en las revistas y periódicos o que hacen los médicos forenses de mujeres maltratadas no lo son. Resulta igualmente ambiguo una cabeza de vaca encerrada dentro de una urna que se pudre lentamente consumida por centenares de moscas negras que depositan ahí sus huevos de los que luego salen gusanos que se alimentan hasta que ellos también acaban convirtiéndose en moscas en un largo ciclo vital, como en la obra One Thousand Years del artista británico Damien Hirst; o las fotografías absolutamente cursis e infantiloides de niñas enfundadas en vestidos futuristas que sonríen como si se hubieran tomado un tripi de Fanta, como en las obras de la inefable Mariko Mori; o una obra o acción consistente en una cena en la que el artista Rirkrit Tiravanija cocina una sopa tailandesa para el público. Sin duda, parece que estos artistas contemporáneos quieren decir alguna cosa con sus obras o acciones, pero no es nada evidente en qué consiste esta comunicación frente a lo que había sido la comunicación artística en el pasado.


Hace una generación, T.W. Adorno, el filósofo del arte que mejor pensó el arte moderno desde su momento o lado negativo, podía afirmar convencido que “ninguna  obra de arte debe describirse ni explicarse por medio de las categorías de la comunicación”.[1] Adorno hacía esta afirmación porque creía que esta sociedad subyugada por el capitalismo y sus medios de dominio, cosificación y alienación, la única forma de resistencia que quedaba ante el imperio total del sistema sobre las conciencias de los individuos era el arte que, en lugar de entregarse al mercado y a la ideología dominante, se encerraba sobre sí mismo, haciéndose hermético y desagradable. Este arte, al ser antifuncional, inhumano y refractario a la comunicación, mantenía viva la llama de la libertad, que es lo que Adorno creía ver en las obras de Kafka, Beckett o Schönberg. Pero después de la postmodernidad, en medio de este delta de incontables brazos y canales en el que el río del arte moderno se ha convertido, el punto de vista de Adorno ha perdido pie en la realidad. No obstante, tampoco puede decirse que con el triunfo del capitalismo se haya apagado completamente la luz de la libertad y la posibilidad de lo heterogéneo, de la diferencia o la noidentidad, como la llamaba. El arte ya no puede resistirse a la comunicación en nombre de la utopía, sino que transforma los modos de comunicación en una sociedad dominada más que nunca por los medios de comunicación y el espectáculo. La relación entre el arte y la comunicación ha sido, por consiguiente, distinta en distintos momentos históricos y tiene, por tanto, una historia.




1. La comunicación en el arte tradicional




Las que hoy llamamos “artes visuales” han sido siempre, desde sus orígenes, tipos de comunicación. La verdad es que de los orígenes sabemos muy poco y es muy improbable que lleguemos a saber mucho más dada la escasez de los productos artísticos y de las culturas en cuyo seno éstos tenían sentido. Sólo nos han llegado algunas muestras que por azar han sobrevivido a la destructividad del tiempo y los elementos y que, probablemente, son de fecha relativamente avanzada respecto a lo que debieron ser sus orígenes en el alba de la especie. Normalmente las historias del arte empiezan con las pinturas rupestres, las agujas hechas con astas y las pequeñas “Venus” prehistóricas. Todos estos objetos representaban realidades humanas, naturales y quizá entidades mágicas que hoy nos resultan muy difíciles, si no imposibles, de reconstruir con una cierta seguridad. Sin embargo, fuera cual fuera el significado real de estos objetos, lo que parece incuestionable es que eran objetos simbólicos. En un sentido amplio, todo objeto simbólico es el substituto de un ente al que se refiere y que sirve para comunicarse. Todo símbolo comunica algo a alguien. Esta estructura comunicativa también es característica de los lenguajes naturales: sistemas simbólicos de sonidos que sirven para que alguien comunique algo a alguien. Por este motivo hablamos corrientemente de los lenguajes del arte[2]. Los lenguajes naturales y los lenguajes artísticos presuponen la misma capacidad simbolizadora. Así pues, no es del todo arriesgado, aunque sí difícil de probar, que las artes y el lenguaje se fueran desarrollando de forma paralela y que siempre hayan ido estrechamente ligados. El ojo fisiológico y el ojo interior de la mente articulado lingüísticamente han estado seguramente íntimamente unidos. Ver la figura totémica espeluznante y simultáneamente comprenderla emocionalmente como representación de un poder natural con nombre y una historia legendaria y mágica, es el modelo de la experiencia del arte en sus orígenes: la comunicación de un contenido espiritual dentro del horizonte de una determinada cultura. Como nosotros no tenemos la cultura que dio lugar a  Altamira, sólo podemos especular sobre los contenidos espirituales que ese arte comunicaba, pero lo que sí sabemos es que había algo que se comunicaba a los miembros de esa cultura. Y de esta forma continuaron las cosas hasta no hace mucho tiempo.


Hasta hace aproximadamente un siglo, eso a lo que llamamos “arte” según las narraciones históricas comúnmente aceptadas, era una forma de comunicación relevante que, por ejemplo, vehiculaba conocimientos, cumplía funciones sociales importantes y era una manifestación superior de la capacidad creativa de los seres humanos. Se podía cuestionar la capacidad del arte como manifestación de conocimiento, plantear la necesidad de su subordinación a la religión o a la política o, contrariamente, defender su poder visionario y su libertad absoluta. Pero aún con independencia de que unos u otros reconocieran sus pretensiones, nadie podía dudar de que estas pretensiones de razón estaban ahí planteadas en los frescos de Sant Climent de Taüll, la Anunciación de Leonardo da Vinci, en La libertad guiando al pueblo de Delacroix. El arte hablaba en sus lenguajes comprensibles y hablar y escribir sobre las obras de arte no fue una tarea necesaria hasta bien entrado el siglo XVIII. Hoy los discursos sobre el arte del pasado no sólo reconocen estas razones antes expuestas –la razón comunicativa, la razón funcional y la razón creativa, para decirlo de una forma sintética aunque un poco inexacta-, sino que ellos mismos se han convertido en ciencia de la historia del arte, en iconología, en sociología y en psicología con sus propias pretensiones de razón. El Cristo crucificado del retablo d’Isenheim pintado por Grünewald sería un perfecto ejemplo de las razones del arte tradicional. Cualquier cristiano podía entender aquella obra, reconocer su función piadosa y litúrgica y reconocer la creatividad del artista. Sin duda se podía discrepar sobre si un Cristo pobre, llagado y sangriento era la representación más adecuada del Hijo en el Calvario y que el artista haya conseguido crear con éxito algo valioso. Esto mismo se debió cuestionar cuando Grünewald entregó su obra acabada al convento de monjes antoninos que se la había encargado, y  ello se ha discutido posteriormente y seguramente se continuará discutiendo en un futuro. De todas formas, creo que se puede afirmar a grandes rasgos que siempre se ha entendido Grünewald y se han contemplado sus razones, dando por supuesto que la comprensión en el arte es siempre un proceso abierto que no puede tener un punto final en una comprensión perfecta o acabada.


Aún así, ya en el Renacimiento se dieron signos de una complejidad de las cosas, un proceso que para el arte iría en aumento. La famosa Alegoría de la primavera de Botticelli fue un encargo político para un salón del palacio de los Médici. Éste no era un arte para todo el mundo. Par entender la obra de Botticelli no sólo era necesario estar entre los pocos privilegiados que tenía acceso al palacio, sino que también se tenía que haber leído al poeta Poliziano, tener conocimientos de filosofía neoplatónica, de mitología clásica, de iconología y de los objetivos propagandísticos de Lorenzo de Médici, objetivos que consistían también en utilizar el arte para fortalecer políticamente la ciudad de Florencia y enriquecer material y espiritualmente a sus ciudadanos. Esa obra de Botticelli no era obvia y comprensible para cualquiera y sus razones eran bastante oscuras. No es pues extraño que hasta que la iconología del siglo XX no pudo aplicar sus métodos de interpretación en esta obra, su significado originario había quedado sepultado bajo estratos de tiempo e ignorancia. Panofsky, Warburg, Wind, Gombrich y otros han restaurado este significado con un gran esfuerzo de inteligencia, de forma que hoy podemos gozar de esta obra no sólo como una “alegoría de la primavera” en general, sino que también podemos leer esta alegoría como un discurso de las bondades de la ciudad de Florencia como centro cultural, económico y político bajo los auspicios de la familia de los Médici. No obstante, el hecho de que se haya tardado tanto tiempo en restaurar este sentido a la obra de Botticelli es un signo inequívoco de que en esta y en otras obras de la época se abrió una primera grieta en la relación del arte con sus razones. Una grieta que acarreará vastas consecuencias porque, en primer lugar, se irá traduciendo poco a poco en eso que podemos llamar “la estetización del arte”, que culminará en las teorías filosóficas de la Ilustración según las cuales lo que importa son los placeres de la imaginación, el desinterés y la ausencia de concepto y, en consecuencia, el hecho fundamental sería la forma autónoma y sus propiedades de generar en el individuo experiencias “estéticas”. Paralelamente, apareció el gusto como capacidad universal del individuo libre para juzgar el arte y lo bello, es decir, apareció el gusto como forma de razón, pero de una razón muy problemática. Porque, en segundo lugar, la manera en como se concibió el gusto implicó la diferenciación entre el juicio estético y el juicio artístico, que había llegado a ser un lugar común. Podemos gozar de cualquier obra del pasado o del presente, de nuestra cultura o de cualquier otra sin atender para nada a su significado, la función para la que fue concebida o las intenciones de quien la creó. En resumen: sin entender nada de ella y sin prestar atención a sus  razones. Y porque, en tercer lugar, esta diferenciación incluso resulta ser una oposición un poco paradójica: puedo entender perfectamente una obra de arte pero no por ello ha de complacerme. O, puede complacerme y simultáneamente puedo rechazar lo que significa, comunica o explica.


¿Es definitivo este divorcio que se inició en los albores del mundo moderno o podemos descubrir nuevas vías que conecten el arte con sus razones, para que la estética recupere el concepto y el gusto se reconcilie en alguna medida con el conocimiento, con el entendimiento? La respuesta inevitable es que, estrictamente, ésta es una diferenciación irreversible, pero esto no significa de ninguna manera que la estética y la filosofía del arte no tengan un enorme territorio en común, como el que tuvo en tiempos de Baumgarten y que luego se perdió con Kant, Hegel y las demás filosofías habidas hasta Heidegger y Adorno. Esta separación, que no llegó nunca al divorcio, entre la estética y la filosofía de arte fue sobre todo impulsada por la irrupción del arte moderno cuando, como es sabido, las cosas se complicaron aún más para la comunicación artística. Por su carácter innovador, experimental y crítico, el arte moderno tiende siempre a rechazar las formas tradicionales de razón que el arte siempre había tenido para buscar otras más nuevas e, incluso son frecuentes las posiciones extremistas que rechazan toda forma de razón comunicativa, o toda forma de función, o toda forma de creatividad. Arte que no quiere comunicar nada, arte que no quiere tener ninguna función ni ser signo de creatividad llegó a ser algo usual entre la Primer Guerra Mundial y el fin de la Guerra del Vietnam. Las vanguardias llevaron su propia guerra entre guerras. Pero vistas las cosas desde el presente, cuando el arte moderno parece tan lejos como el de los maestros renacentistas, todo se nos presenta con menos ardores guerreros y menos voluntades radicales de lo que se creyó en otros momentos. Hoy, alrededor de todo ese arte que nació con vocación anti-institucional, hay un enorme complejo institucional de museos, fundaciones, galerías, coleccionistas, revistas, críticos y comisarios en el que se mueven millones de personas y miles de millones de euros. No obstante, esta despotenciación de la fuerza subversiva del arte moderno y su integración en el sistema del mercado cultural no ha comportado necesariamente una simplificación de las cosas.




2.  De lo moderno a lo contemporáneo




Puede ser que comprender el Gernika de Picasso sea relativamente sencillo, pero en el arte moderno es más una excepción que una regla. Era bien emblemática la posición de Clement Greenberg, el gran crítico de arte americano de los cincuenta, cuando apelaba a la Crítica del Juicio de Kant como base filosófica más satisfactoria para la crítica de arte. Es decir, apelaba a una estética que sostenía que en el juicio de gusto no se ha de reparar en ningún significado ni concepto, sólo en la forma y la estructura, la estética en la que el anteriormente citado divorcio entre juicio de gusto y juicio artístico era más completo. No menos emblemática es la célebre declaración de Frank Stella sobre que “el arte que se ve es el que se ve”, invitando a prescindir de todo ejercicio de comprensión. Pero si a la vez esta posiciones fueran adaptadas coherentemente, entonces el arte no tendría nada que decirnos, se reduciría a un asunto de placeres y displaceres, meramente a las emociones y, además, según el conocido argumento de Arthur Danto, no podríamos reconocer diferencia alguna entre la cartulina  garabateada de un niño y una abstracción de los expresionista americanos, o entre cualquier caja metálica y una escultura minimalista[3]. Las obras de arte tienen un significado que vehiculan en un objeto, instalación o acción. Las obras de arte contemporáneo son en general enunciados en un lenguaje desordenado.




Este es un punto de vista que está en contradicción con el supuesto que ha dominado durante unos cuantos siglos, que las categorías con las que se debía pensar el arte eran categorías de belleza y de la experiencia estética entendida como una reacción emocional a los estímulos que provienen de la obra. El arte contemporáneo normalmente no es bello y no se puede evaluar con los términos tradicionales. Eso no significa que la belleza haya desaparecido del arte. Sin duda siguen habiendo obras y artistas que buscan principalmente la belleza. De hecho, en el arte ningún descubrimiento temático, técnico o expresivo no se abandona nunca, sino que se suma e integra en los círculos concéntricos de la expansión de la esfera de lo artístico.  Aún así, la belleza no es un tema dominante hoy y raramente lo es en los artistas contemporáneos, aunque lo fuera en alguno de los grandes modernos como Mark Rothko. Pero creo que incluso en éstos la belleza se presenta no como una cosa de la que simplemente hay que gozar, sino como un significado. El arte contemporáneo está dominado por el significado, por la pretensión de comunicar contenidos espirituales normalmente de carácter reflexivo y exige de nosotros un esfuerzo de comprensión. En este sentido, el arte ha recuperado en cierta forma la relación con el significado que tenía antes de que en el Renacimiento las artes se convirtieran en “bellas artes” y se iniciara un  periodo que duró quizá hasta los años cincuenta del siglo XX. Como en el Románico, en el que lo importante es el significado de Cristo o de los evangelistas representados en el cielo y no la “estética” de esta representación, que es algo completamente secundario, en las fotografías de Nan Goldin o Cindy Sherman, en las esculturas de Rachel Whiteread o Damien Hirst, o en las instalaciones de Eulalia Valldosera o Francesc Abad lo fundamental es lo que significan y no que sean bellas, que tengan cualidad o que sean sublimes. La liberación del corsé “estético” ha puesto a los artistas ante una situación de libertad desconocida en el arte del pasado. No obstante, para ser exactos,  el arte ha alcanzado una libertad que tiene poco que ver con la situación del arte en el medievo. Si acaso tendría más relación con el arte del mundo griego, cuando aún no había una función de ilustración de un libro, una revelación fijada textualmente como en el arte de época cristiana, sino que los poetas y los artistas eran los creadores de la religión, de los mitos griegos. No pretendo decir que actualmente estemos en proceso de reinstaurar una “religión del arte”, una pretensión romántica que nunca nos ha abandonado del todo, ni que los artistas tengan hoy la gran responsabilidad de mostrarnos el sentido del mundo y de la vida. Pero sí estoy convencido que el arte hoy tiene la tarea esencial en toda cultura democrática de desordenar todos los sentidos cosificados de nuestro mundo de la vida. Como ya he defendido en otro sitio[4], la tarea del arte hoy es introducir el caos en el orden. Ésta sería su “razón funcional”. Se trata de una razón que surge de una necesidad de toda sociedad auténticamente democrática. El problema de la función o de la falta de función del arte es un viejo problema que nació con la estética filosófica y en el que ahora no nos podemos detener, pero todas las formas de autoritarismo y de totalitarismo han sido contrarias al arte libre. En una visión democrática radical como la que yo defiendo, el arte y la cultura estética en general son un tipo de garante pluralista y politeísta ante el monismo y monoteísmo de la esfera cultural de la ciencia y la tecnología, y ante la tendencia igualmente unificante y homogeneizadora de la cultura normativa moral y política. Ante todas ellas, la permanente afirmación de la pluralidad de las visiones del mundo, la multiplicidad de los lenguajes y el carácter abierto de las experiencias posibles es el auténtico contrapunto de la visión unificada que buscan por propia naturaleza tanto la cultura científica como la normativa. Éstas tratan de encontrar la verdadera descripción del universo y el sistema justo y correcto de normas y valores de convivencia universalmente válido. En cambio para el arte hay infinitos mundos o infinitas maneras de ver el mundo y experimentarlo. No diré la obvia falsedad de que una buena cultura artística es imprescindible para formar un buen ciudadano de una sociedad democrática ideal. Por suerte o por desgracia, el arte no nos hace necesariamente mejores ciudadanos o mejores personas. Pero en cambio sí creo que un arte que se desarrolla en todas las direcciones es el arte de una sociedad democrática, aunque individualmente sus creadores o su público puedan ser monstruos. En este sentido, el arte de hoy es una parte fundamental del laboratorio en el que se gesta nuestro futuro.






3. Inteligibilidad




Esta “razón funcional” del arte tiene su fundamento en la naturaleza de la comunicación artística y del significado que nos ofrece, de su peculiar modo de dar razones y tenerlas. El arte hoy sobre todo nos comunica reflexivamente las posibilidades de sentido del mundo. Habitualmente no hace declaraciones afirmativas sobre el ser, sino sobre la pluralidad de las interpretaciones. No es un tipo de experiencia al lado de las otras, sino que es la experiencia de las posibilidades de la experiencia. La comunicación artística no es una forma de comunicación ordinaria y ordenada, sino una forma extra-ordinaria y des-ordenada. Intentaré explicar esto en términos no muy complicados filosóficamente. El modo de existencia de los seres humanos es el de estar siempre inmersos en el lenguaje y en sistemas simbólicos que preexistían y que son uno de los fundamentos del tejido social. Vivimos en un mundo articulado por estos lenguajes y  sistemas simbólicos que determinan lo que vemos y pensamos. La hermenéutica dice que existimos siempre en una comprensión y que vivimos siempre interpretando. El arte es posible sólo dentro de un horizonte de significados y de formas simbólicas. La fotografía de Nan Goldin o la instalación de Dora García sólo son posibles en un mundo de sentido en el que hay fotografías e instalaciones, en el que hay ojos entrenados a ver ciertos símbolos e interpretar ciertas imágenes, ciertos objetos, ciertas metáforas y ciertas situaciones. Sólo sobre este fondo conocido y familiar donde ya nos encontramos y que compartimos podemos plantearnos la pregunta básica que nos hemos hecho siempre ante una obra de arte: “¿Qué significa esto?”. Toda obra de arte se presenta con una pretensión de sentido. Como cualquier símbolo o cualquier enunciado, plantea “siempre ya” una pretensión de razón: la inteligibilidad. La “inteligibilidad”, de hecho, no es una pretensión de validez como las demás (la verdad, lo justo, lo auténtico, etc.), puesto que lo lenguajes nos sitúan siempre ya en una comprensión. Por consiguiente, cuando estamos en una determinada intelección del mundo la inteligibilidad no es una pretensión de validez. Pero en el caso del arte hablamos de pretensión porque no necesariamente estamos plenamente metidos en la comprensión previa de la obra, sino que hemos de dialogar con los nuevos significados que las obras nos proponen. La pretensión de inteligibilidad característica de las obras de arte se distingue porque se orienta no a lo que es o a lo que ha de ser pero que nos es ya familiar porque sabemos de qué hablamos cuando discutimos sobre si es verdadero o correcto o no, sino que se orienta, como celebra un famoso verso de Hofmannsthal, a eso que no ha sido nunca dicho (o simbolizado), es decir, a la apertura de una inteligibilidad nueva en relación con lo existente, con la articulación de una nueva parcela en el mundo. Además, el mundo abierto por el arte no se caracteriza por su estabilidad de sentido, sino que éste resulta de un trabajo de comprensión, de reflexión y de interpretación que a menudo no deja de ser una constatación del carácter enigmático de las obras de arte, para decirlo con una expresión de Adorno.


Ciertamente, como apuntaba Goodman, en algunos aspectos el arte y la ciencia no son tan diferentes, ya que ambos son maneras de hacer mundos. Sólo que en la ciencia la pretensión de inteligibilidad (p.e. “el corazón de la Vía Láctea es un agujero negro”) va unida a una pretensión de verdad (o hay un agujero negro o no; miremos con el Hubble, etc.), mientras que la pretensión de inteligibilidad de las obras de arte o de la literatura (p.e., un verso como “tu mirada es un agujero negro” o una instalación consistente en una habitación completamente oscura, sin iluminación) se une a otro tipo de pretensión de validez como puede ser la belleza, la autenticidad, la subversión, la cualidad u otra forma de fuerza estética, que resultan de la articulación de su sentido en un campo de fuerzas entre el mundo objetivo, el mundo social y el mundo subjetivo de cada receptor, lugar y momento. Estas pretensiones de validez se pueden dirimir en un largo proceso en el que cada uno vota en un sentido. El verso puede parecerme cursi y la instalación carente de fuerza e interés. Pero quizá yo pertenezco a una minoría que no reconoce las pretensiones de estas obras, mientras que la mayoría sí que las reconoce y sus autores pasan a la historia del arte y la literatura y más adelante al canon de la sociedad futura. Todo este complejo de racionalidad se puede explicitar y desde Kant se ha estado intentando explicitar, aunque de manera insatisfactoria. Pero hoy estamos intentando hacer explícitas las formas de la razón sin fondo que se encuentran  presentes en las obras en tanto que pretenden comunicar a alguien algo sobre algo, obras que interpretamos con la pretensión de decir alguna cosa válida sobre ellas y sobre las que discutimos con otros sobre cómo han de interpretarse y qué afirmaciones son más válidas que otras, e incluso cuáles no son en absoluto válidas y resultan simplemente falsas.


Pero tal y como decía Platón de la belleza en el primer libro de estética que se escribió, las cosas con el arte son difíciles. En general, no se puede comprender ninguna forma de lenguaje o de comunicación sin a) estar ya en el lenguaje en el que se produce la comunicación y b) sin conexión con las pretensiones de validez y el saber de las condiciones que hacen aceptable o no lo que se ha dicho. En el lenguaje natural, por ejemplo, una oración no se entiende si no sabemos qué hace aceptable o válido lo que se enuncia[5]. Así, si alguien me dice que su automóvil consume gasolina sin plomo, entiendo la frase porque sé en qué condiciones podría aceptar esta frase como verdadera (p.e., mirando qué modelo es, su manual de instrucciones, comprobando si efectivamente su propietario pone gasolina sin plomo, etc.). Si alguien me dice que el aborto es un crimen consistente en matar una persona indefensa, entiendo la oración porque sé en qué condiciones podría considerar este juicio como correcto (p.e., si consideráramos que el feto de pocas semanas es una persona, que el derecho de un adulto vivo no es preeminente sobre el de un mero proyecto de persona, que Dios lo manda, etc.). Cuando leemos en Heidegger la frase:  “La técnica es la instauración incondicionada –situada en la autoimposición del hombre- de la desprotección incondicionada sobre el fundamento de la aversión reinante en toda objetivación contra la pura percepción, bajo cuya forma el inaudito centro de todo ente atrae hacia sí todas las fuerzas puras”[6], en general nadie que no haya estudiado a fondo Heidegger puede afirmar que ha entendido este enunciado porque no sabe en qué condiciones la consideraría válida o no y, por lo tanto, aceptable. En filosofía es característico que la inteligibilidad del discurso y las categorías se cuestione y que, entonces, la pretensión de inteligibilidad sea dirimida discursivamente en polémicas, artículos,  libros  y  seminarios.  De este modo,  podemos  llegar a la conclusión, por ejemplo,  de  que las categorías de sustancia o mónada, aunque tengan sentido, son inadecuadas para las pretensiones explicativas de la filosofía, nos conducen a malentendidos y nos confunden.


Ahora bien, ¿sucede con el arte algo parecido? También entendemos una obra de arte cuando sabemos qué hace aceptable o válido lo que dice. Evidentemente, no de la misma manera. Habitualmente nos acercamos a una obra de arte sin tener ni idea de en qué consiste su aceptabilidad. Sarah Lucas, una conocida artista británica actual, nos presentó en el espacio Tecla Sala del Hospitalet un viejo colchón sucio, en un lado del cual había dos melones y un cubo,  y en el otro dos naranjas y un pepino clavado entre ellas. Era fácil que alguien rápidamente se diera cuenta de que se trataba de una metáfora irónica sobre el sexo, sobre la visión de la mujer, etc. Igual que las metáforas del lenguaje natural, las metáforas visuales también hacen un uso anormal de los medios que emplean para decir algo nuevo sobre el fondo de lo ya conocido. Tan pronto he podido reconocer eso nuevo, ese uso nuevo de una forma, de un color, de unos objetos familiares, he empezado a comprender la obra, he reparado en su pretensión básica de inteligibilidad y, a partir de aquí, puedo emprender un largo camino de comprensión en el que puedo reparar en todas las razones de la obra que yo pueda reconocer. Puede que me equivoque en empezar a comprender la obra, pero quizá puedo reconocer el tipo de razones que alguien (por ejemplo un crítico) podría aducir para convencerme de que mi comprensión está equivocada. Quizá yo interpreto que Lucas defiende que las mujeres son receptáculos destinados exclusivamente a ser llenados de pepinos, pero quizá también puedo aceptar que si Victoria Combalia me explicara que esta comprensión mía estaba cien por cien equivocada por tal o cual razón, habré de cambiar de interpretación. O mejor aún, si me lo explicara la propia Sarah Lucas en persona, o en una publicación, o en un video tendré buenas razones para proceder a modificar mis suposiciones. Porque la comprensión es corregible en función de razones. Así, en la obra hay sus razones que dicen: “¡Escúchame! ¡Entiéndeme! ¡Interprétame! ¡Renueva tu lenguaje y tu visión!” El proceso de comprensión de la obra es abierto y seguramente inacabable, pero ésta se nos presenta con su pretensión de inteligibilidad abierta, con su pretensión de comunicar algo a alguien sobre algo, sea lo que sea y a quien sea. Pero eso que comunica es sobre todo que en cada obra hay una “apertura de mundo”, no sólo una “visión del mundo” sino también la visión de la pluralidad de las visiones del mundo. Por lo tanto, para la validez de una obra de arte no es únicamente decisiva su “aceptabilidad”, sino exclusivamente la actualidad de su perspectiva. Una obra lograda no lo es por el hecho de que compartamos su manera de ver el mundo, sino en la medida en que nos permite discutir con ella, entrar en un juego de dar, tener, reconocer y aceptar razones. Esta sería su genuina y fundamental pretensión de validez.


Si esto es así e interpreto correctamente las cosas entonces, el arte, por un lado, es un tipo de comunicación que tiene unas pretensiones de validez diferentes pero cercanas a otros tipos de comunicación. Unas pretensiones que tradicionalmente se habían presentado en términos de belleza o armonía y más recientemente autenticidad, cualidad, fuerza y otras pretensiones que, en su pluralidad,  serían el equivalente a la verdad en la esfera teórica y descriptiva, y de la justicia y el bien en la esfera de lo normativo. Ahora bien, por otro lado, el arte plantea una pretensión de sentido, se produce en él una apertura de mundo, como diríamos con Heidegger, con pretensiones de inteligibilidad. Aperturas de mundo las hay constantemente en muchos ámbitos de la ciencia, la política, la religión, etc. En este aspecto el arte no parece diferente a otros lugares en los que al abrir mundo se plantea una pretensión de inteligibilidad, como cuando un político propone reconocer un derecho universal en la reproducción de todo ser humano, o cuando un científico presenta por primera vez una teoría sobre los quarks. Heidegger llamó a esto Lichtung o Unverborgenheit (“desocultación”) en tanto que noción genuina de verdad de la que la verdad como correspondencia sería una noción derivada y secundaria. En este sentido, el arte se nos presenta primero como una pretensión de inteligibilidad (dice “¡préstame atención, que tengo sentido, compréndeme!”) y después ya podremos ver cómo este sentido se relaciona con lo fáctico, lo normativo o lo estético (es decir, “¡después ya verás si soy bella, justa y verdadera!”). Los artistas, como los poetas, nos abren el mundo, pero esta apertura de mundo que se produce en el arte, y como ya hemos dicho antes, no es de la misma naturaleza que la que se produce en otras esferas como la ciencia o la moral. En la experiencia del arte se nos abren las posibilidades de la experiencia, se nos abre un mundo de mundos posibles. Así, la cibachrome de Nan Goldin a la que nos referíamos al comienzo de este artículo no es simplemente una obra que nos abra a la comprensión de la paliza que la señora Nan Goldin sufrió un día de 1984 por parte de su pareja, de la barbarie de la violencia masculina contra las mujeres y una imagen que puede ser quizá “fuerte”, “interesante” o “provocadora”, pero no es “bella” ni “armónica”. La obra hace más que esto, nos abre a la comprensión de todos los apaleamientos que han sufrido y sufren las mujeres, a todos los abusos soportados por amor, por debilidad, por impotencia, por defender hijos, a las violencias futuras y al imperativo de que no se repitan, al imperativo de escuchar a las víctimas, a la vulnerabilidad de la existencia, a la injusticia que domina la vida, a la simbólica reparación con una barra de carmín, a la pregunta de si seré yo la siguiente víctima o el siguiente verdugo. Todas estas posibilidades indeterminadas, todos estos elementos de sentido inestables, fluidos y no cosificados son lo que nos permite hablar de la “verdad” del arte (o de la literatura) como una cosa que tiene que ver con “lo humano”, con el “esclarecimiento de la topografía del alma”, con “los intereses más elevados del espíritu”, con “el ser”, etc.






4. Comprensión y mediación: críticos, curadores y filósofos.






Si mi razonamiento hasta aquí es correcto, deberemos aceptar que la experiencia del arte se ha convertido en algo reflexivo y trabajoso. Raramente nos encontramos ya con un tipo de obra que simplemente contemplamos y nos place de manera pasiva. Es verdad que al arte le hemos pedido que nos plazca, que nos entretenga y nos consuele de las miserias de la existencia. Y hoy hay toda una industria dedicada a satisfacer estas necesidades. Con independencia de su origen, los desayunos de Renoir, los girasoles de Van Gogh y las bailarinas de Matisse son tan populares porque parece que de entrada nos hablen de la felicidad, el amor, la paz y la armonía que acostumbran a faltarnos en nuestra vida. Encajan bien en un comedor o sobre el sofá de la sala porque refuerzan el sentido de seguridad y refugio del interior privado del hogar. Pero el arte contemporáneo en general no quiere saber nada del  luxe, calme et volupté a la manera de Matisse. En plena restauración napoleónica, Hegel escribió que “el pensamiento y la reflexión se han extendido sobre el arte [...] lo que ara les obres de arte suscitan en nosotros es, además del goce inmediato, también nuestro juicio, pues lo que sometemos a nuestra consideración pensante es el contenido, los medios de representación de la obra de arte y la adecuación entre ambos aspectos.” [7] La reflexividad se ha convertido en una parte estructural de las obras, de su producción y de su recepción. Eso se ha traducido en el hecho de que los discursos sobre el arte sean hoy más importantes para éste que los discursos sobre el arte tradicional, que no necesita muchos comentarios. Además, también suelen ser discursos más difíciles, más complejos y, como señalábamos al principio,  profundizan la trinchera existente entre el gusto y el juicio artístico. Las obras, las instalaciones o las acciones artísticas contemporáneas suelen ir acompañadas de las reflexiones discursivas de los artistas que explican sobre qué son las obras, el porqué de como son y también acostumbran a dar pistas de cómo nos hemos de relacionar con ellas, aunque esto último siempre es algo de cada uno y no hay una única manera correcta de experimentar una obra concreta. Estos discursos de los artistas a veces son imprescindibles. De otra forma, no sabríamos de qué trata la obra. Es cierto que alguna vez son superfluos porque la obra se sostiene visualmente por ella misma, pero eso es raro. La figura del artista que es a la vez un teórico aparece en época de la Ilustración, cuando el arte alcanza su autonomía, es decir, su libertad respecto a las funciones tradicionales religiosas, morales, políticas y de representación, y empieza a ser necesario que el artista aclare el sentido de su labor y la función del arte en la nueva situación. En el arte contemporáneo esta necesidad de reflexión discursiva ha llevado al paroxismo lo que ya empezaron a experimentar las generaciones de artistas en época de la Revolución Francesa y del Romanticismo. La cuestión es que si queremos entender las obras de Nan Goldin, de Damien Hirst o de Dora García hemos de hacer el esfuerzo de leer sus textos, las entrevistas publicadas o grabadas en vídeo o sus libros. De lo contrario, la comunicación artística resulta coja o fallida.




Por razones similares, además de las reflexiones discursivas de los artistas, hoy resultan muy importantes las reflexiones de los expertos, es decir, de los curadores de las exposiciones, de los críticos y de los teóricos del arte. También Hegel decía, en el mismo pasaje que citábamos hace un momento, que la ciencia del arte es en nuestra época una necesidad mucho mayor que en épocas en las que el arte garantizaba una satisfacción directa y completa. Incluso hay muchos que, como Arthur Danto, piensan que hoy no es posible la recepción de las obras de arte sin una filosofía que nos las permita identificar como tales, puesto que, desde el punto de vista visual, hoy una obra de arte puede tener cualquier aspecto o, dicho de otra forma, cualquier cosa puede ser una obra de arte. Muchas de las obras contemporáneas (y unas cuantas obras modernas) las identificamos sólo visualmente como arte porque se encuentran en un marco institucional donde se supone que sólo hay obras de arte, como una galería, un museo o una sala de exposiciones. Pero si encontráramos esas mismas obras abandonadas en la calle o en un vertedero no sabríamos identificarlas como tales, algo que no hubiera pasado nunca con un Rembrant o un Picasso. Danto sostiene que las podemos identificar como arte  no sólo porque alguien haya decidido arbitrariamente que estén físicamente en un lugar institucionalmente adecuado, como tiende a defender la llamada “teoría  institucional del arte”[8]. Ésta es, sin duda, una condición necesaria. Si no hubiera un mundo del arte entendido como un mero complejo institucional a su alrededor, éste no podría existir. Pero esta no es una condición suficiente para identificar y comprender el arte. Para ello hace falta una “atmósfera de teoría del arte, un conocimiento de la historia del arte”.[9] En un sentido estricto esta posición de Danto es falsa, pero en un sentido muy amplio la podemos considerar correcta en la medida que necesitamos un cierto arsenal de conceptos y un entrenamiento  para ver arte contemporáneo, para saber relacionar lo que se nos propone con lo que sabemos del pasado, etc. Ahora bien, si pensamos en una teoría como una explicación general de lo que es una obra de arte y esperamos que cuando nos encontramos ante una supuesta obra la podremos subsumir como un caso particular de nuestra explicación general, entonces nunca tendremos una teoría de este tipo, porque el arte, por su naturaleza abierta, no se deja cerrar en un concepto. Aún así, lo que nos interesa es precisamente esta falta de encaje de las nuevas obras y el significado que les damos respecto a lo que sabemos. Nunca tendremos la teoría correcta para toda forma de arte, pero necesitamos teorías para ver mejor eso que no encaja y, por lo tanto, para ver hacia dónde y cómo hemos de modificar nuestras categorías y nuestros discursos. Esto es hoy aún más obvio, si cabe, pues en esta tradición pluralista postmoderna del presente parece que en el campo del arte domine el any thing goes. Tener una teoría del arte en el sentido fuerte de la palabra se contradice con lo que sabemos de la naturaleza del arte contemporáneo, a pesar de que ésta misma es ya una tesis fuerte sobre el arte. Pero esto hace, además de apasionante, paradójica la tarea de los teóricos del arte contemporáneo, ya que hacen teoría sabiendo que están condenados a ser ridiculizados en el futuro. Antes de referirme a la filosofía del arte contemporáneo querría decir un par de cosas sobre los curadores o comisarios y sobre los críticos de arte.


La crítica de arte nació con las libertades modernas, e institucionalmente fue un elemento de constitución de la esfera de opinión pública de los individuos libres e iguales que ventilaban, mediante el uso público de la razón, las cuestiones del conocimiento, de la moral y la política, y del arte. La emancipación del arte comportó que sus funciones y su naturaleza fuesen cada vez menos evidentes. Por lo tanto, se hizo necesaria la función de mediador del crítico que informaba, explicaba, interpretaba, orientaba y valoraba como experto las obras para un amplio público profano. En la últimas décadas esta tarea se ha hecho más imprescindible que nunca (en el arte igual que en cualquier otra manifestación cultural) dada la hipertrofia del mundo del arte. Sin los críticos no podríamos orientarnos bajo la permanente alud de exposiciones que las galerías, los museos, las fundaciones y las numerosas salas de exposiciones públicas nos ofrecen cada día del año en las grandes, medianas y pequeñas urbes de todo el mundo. Pero justamente, cuanto más importante es  la función del crítico, más desorientado se encuentra éste en una encrucijada de caminos que conducen a direcciones diferentes. El crítico ha llegado al presente por dos caminos.[10] Por un lado, el camino ilustrado de la crítica como explicación y evaluación inaugurada por Diderot y que, a través de Baudelaire, culmina en Greenberg y Fried. Por otro lado, el camino romántico de la crítica como compleción de la obra, como interpretación constitutiva de ella y cumplimiento artístico a la manera de Friedrich Schlegel, Walter Benjamin y Adorno. Ambos caminos, no obstante, han puesto siempre el público en una situación de subalternidad ante un crítico experto investido de una autoridad cultural e institucional que hoy no deja de resultar poco estética desde el punto de vista democrático, en una situación en que cualquiera es un artista y no hay teorías fuertes que puedan  justificar la autoridad cognitiva del crítico, que hoy se nos aparece como alguien que hace unos servicios parecidos a un vendedor de coches usados o a un agente inmobiliario que ofrece su mercancía en un mundo en el que es raro encontrar una buena oportunidad y que sabemos que, diga lo que diga, está pensando sobre todo en sus intereses particulares y contingentes. La crítica hoy está en proceso de adaptarse a un público que quizá, más que su autoridad, requiere de ella instrumentos para hacer sus propias experiencias del arte y su propia crítica. Pero, en la medida que esto se puede hacer, socava la figura del crítico y se difumina la naturaleza de su tarea.


En este contexto ha aparecido en los últimos quince años una nueva figura dentro el mundo del arte: el curador o comisario. En el pasado, el curador era el responsable del cuidado de una colección, aquel que la preservaba, la inventariaba, la autentificaba y hacía las nuevas adquisiciones. Pero en el mundo del arte de hoy el curador normalmente no tiene una colección que atender,  sino que es “independiente”, alguien a quien se le encarga puntualmente que preste sus cuidados a una exposición concreta, a una bienal o a una retrospectiva. Lo que caracteriza al curador contemporáneo es su creatividad. Normalmente, la exposición de la que se encarga  un curador independiente es su propia obra de arte y nos propone que la juzguemos como un producto con un significado que hemos de comprender y juzgar con criterios análogos a los que ponemos en juego para comprender y juzgar las obras que contiene la exposición. Incluso hace pocos años que se han empezado a ofrecer, por ejemplo en el Bard College de Nueva York o en la escuela Elisava de Barcelona, estudios curatoriales. Estos estudios no son específicamente ni de historia del arte ni de arte, sino de organización de exposiciones y de redacción de catálogos.  Será sumamente interesante seguir la evolución no tanto de los curadores de edad que vienen de una formación curatorial tradicional y que se han adaptado a las nuevas situaciones, sino de los jóvenes que se han formado específicamente en esta nueva práctica dentro del mundo del arte contemporáneo.




El filósofo, que en general es una figura muy alejada del público y de la vida mundana característica del mundo del arte, se encuentra, como es propio de la filosofía en la modernidad (y en la postmodernidad y en la segunda modernidad),[11] en un campo de fuerzas en el que un vector viene de la tradicional tarea de tratar de resolver ciertos problemas muy abstractos y generales, persistentes y quizá insolubles (¿qué es el arte? ¿qué es la belleza?), mientras que otro vector procede de la actualidad como una exigencia de interpretación del presente (¿cuál es el sentido de lo que pasa?). La filosofía del arte ha conocido, desde los tiempos de Schelling y Hegel un período esplendoroso con filosofías de importancia histórica universal como las de Schopenhauer, Nietzsche, Dewey, Benjamin, Heidegger y Adorno. Pero el arte contemporáneo nos ha puesto desafíos de gran envergadura para los que no tenemos herramientas suficientemente satisfactorias. La hermenéutica filosófica se metió en un callejón sin salida que no ha llevado a ninguna parte después de Gadamer. El postestructuralismo francés de Lyotard, Deleuze y Derrida no parece tener tampoco nada más que decir. La segunda generación de la teoría crítica no se ha ocupado del arte, sólo del lenguaje, la ética y la política. Como en otros campos de la filosofía, la única corriente que parecía prometer alguna cosa es el análisis filosófico que ha sabido hoy aunar en mayor o menor medida la tradición analítica de procedencia centroeuropea (Wittgenstein) con la única tradición genuinamente americana, es decir, con el pragmatismo. N. Goodman, A. Danto, N. Carroll y R. Shusterman nos dan hoy muchas pistas para seguir pensando qué es el arte a la vista de las nuevas manifestaciones artísticas que no encajan con lo que conocemos y que nos obligan a modificar nuestras categorías, nuestras suposiciones y nuestros argumentos, es decir, a la vista de la distancia entre la teoría y la experiencia. La filosofía siempre a ha tenido el problema que Hegel señalaba con la metáfora del búho: la filosofía, como el búho de Minerva, siempre emprende el vuelo en el crepúsculo, cuando el día ya ha pasado. Para la filosofía del arte contemporáneo, el desafío es intentar comprender el arte contemporáneo en general, al mismo tiempo que éste se produce y ve la luz. Parece muy difícil hacer esto sin una renovación importante de nuestro vocabulario. La filosofía del arte contemporáneo no podrá aportar grandes cosas a la solución del enigma del arte del presente sin ser ella misma creativa en el momento de reinventar y renovar el lenguaje con el que nos referimos a esto que hacen los artistas actuales. En este sentido, también en la filosofía deben producirse aperturas de mundo que nos permitan ver y pensar eso que hoy a penas vemos y no podemos pensar del arte contemporáneo.  Para lograr hacer una buena filosofía del arte contemporáneo, es necesario poner en movimiento la fuerza literaria de la filosofía. Pero esto no deja de ser paradójico. La comunicación artística necesita hasta cierto punto la filosofía para funcionar con éxito, pero una filosofía que se ha de abrir a nuevas posibilidades de sentido es tan difícil en ella misma como su objeto.  El arte contemporáneo y la filosofía del arte contemporáneo se iluminan mutuamente, pero no esperamos que se resuelva completamente el enigma. A Adorno le gustaba decir que las obras de arte, a la vez que nos ofrecen un significado, nos ocultan otro y por eso son como jeroglíficos que nunca llegaremos a descifrar del todo. Esto es, justamente, lo que da un valor irreducible al arte en un mundo en el que todo es instrumentalizable, dominable, conmensurable, igualable y homogeneizable. Eso siempre ha sido algo característico del modo de comunicación del gran arte de todos los tiempos: abrirnos a la pluralidad de posibilidades de la experiencia. Ahora perece que se ha convertido en un rasgo general. La comunicación artística, el arte como práctica de dar y aceptar razones, por lo tanto, seguirá dando fe de que siguen existiendo misterios, eso heterogéneo y no idéntico en medio de aperturas de sentido imprevistas en las que podemos establecer diálogos que no sabemos adónde nos llevarán.  Y seguirá siendo una forma fundamental de la  razón insatisfecha.



© Disturbis. Todos los derechos reservados.2007



Notas



[1] T.W. ADORNO, Ästhetische Theorie, Francfort: Suhrkamp, p. 167.


[2] N. GOODMAN, Los lenguajes del arte, Barcelona: Seix Barral, 1976; N. GOODMAN, Maneras de hacer mundos, Madrid: Visor, 1990.


[3] A DANTO, La transfiguración del lugar común, Barcelona: Paidós, 2002; A. DANTO, La Madonna del futuro, Barcelona: Paidós, 2002.


[4] G. VILAR, El desorden estético, Barcelona: Idea Books, 2000.


[5] Cf. J. HABERMAS, Teoría de la acción comunicativa, Madrid: Taurus, 1987, vol.1, p. 382 s.; id., Pensamiento postmetafísico, Madrid: Taurus, cap. 5; id., Verdad y justificación, Madrid: Trotta, 2002, pp.110 ss. y 128 ss. Por cierto que en este punto me inspiro libremente en las ideas de Habermas, pero no las defiendo ni sigo estrictamente aquí ni en otros lugares.


[6] M. HEIDEGGER, Caminos del bosque, Madrid: Alianza, 1995, p. 265.


[7] G.W.F. HEGEL, Lecciones sobre la estética, Madrid: Akal, 1989, p.78.


[8] G. DICKIE, The Art Circle: A theory of Art, Nueva York: Haven, 1984. Un resumen actualizado de esta teoría se puede encontrar en G. DICKIE, “The Institutional Theory of Art”, en N. CARROLL (ed.), Theories of Art Today, Madison: University of Winsconsin Press, 2000, p. 93-108.


[9] A.C. DANTO, “The Artworld”, Journal of Philosopy, 61 (1964), p. 580.


[10] Cf. G. VILAR, “L’origen de la crítica i el seu doble encuny. Un breu exercici de memòria”, Transversal, 16 (2001), p. 21-26.


[11] Cf. G. VILAR, “Una Segunda Modernidad”, Diálogo Filosófico (2002).