(DOSSIER ANIMALES Y SOCIEDAD HUMANA. 1)
El cambio climático acorrala al abominable hombre de las nieves
Pablo
Francescutti /
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El calentamiento
global amenaza con privar al abominable hombre de las nieves de su vital
elemento. No es la única especie hipotética que padece una situación más que
crítica; una fauna misteriosa afronta un futuro incierto por culpa del
imparable cambio climático y del deterioro galopante de sus hábitats. En todas
las latitudes se multiplican las señales preocupantes: en los últimos años, los
avistamientos del chupacabras, BigFoot, el monstruo de Loch Ness y el basilisco
se han reducido dramáticamente. De no tomarse medidas urgentes, advierten los
expertos, será el fin de los críptidos tal como se los conoce (o como se los
desconoce).
Las víctimas actuales o potenciales del cambio
climático no dejan de multiplicarse. Después de los osos polares y las morsas
les ha llegado el turno a los esquivos animales que parecían a salvo de las
ominosas amenazas que acechan a los demás habitantes de la biosfera. Lo
advierte un exhaustivo informe del World Wise Funk (WWF) enfocado en el
deterioro del hábitat de los últimos yetis del Tíbet, más conocidos como los
abominables hombres de las nieves. Lo que está en juego no es baladí: nada
menos que la supervivencia de un incierto número de críptidos, el orden
zoológico que engloba a los seres que, de acuerdo con Wikipedia, han sido
excluidos de las taxonomías oficiales.
En el caso del yeti, el peligro inminente lo
plantea el acelerado derretimiento de los glaciares del Himalaya. “El invierno
es ahora tan cálido como el verano: apenas tenemos hielo”, asegura el monje de
un monasterio budista incrustado en la ladera occidental del Annapurna. De
mantenerse el ritmo de deshielo, la hirsuta criatura muy pronto se quedará sin
las nieves copiosas que constituyen su vital elemento, viéndose en la dura
disyuntiva de cambiar de nombre o de residencia. Se prevé que hacia el año 2030
la temperatura media en esas moles que rozan el cielo subirá una media de 0,8
Cº. En tales condiciones parece altamente improbable que el legendario animal
llamado “metoh-kangmi” (“hombre-oso de las nieves” en tibetano) pueda
reproducirse, aunque los zoólogos confiesan que todavía ignoran cómo se
reproduce.
El cambio climático es tan solo la última cuenta
del rosario de calamidades que ha puesto contra las cuerdas a la hipotética
población de yetis que nidifica en el Techo del Mundo. El primer mazazo se lo
asestó la anexión del Tíbet a la República Popular China en 1951. Oficialmente,
la China roja nunca reconoció la existencia de los huidizos animales: no tenían
cabida en los designios de los comunistas, quienes los consideraban vestigios
de las supersticiones a erradicar. Dai Bai, el filósofo taoísta represaliado en
la Revolución Cultural, recuerda haber visto un ejemplar en el campo de
concentración de Shiat-su. “El pobre se hallaba en un estado lamentable”,
rememora el disidente exilado en su domicilio en San Diego (California). “Lo
tenían encerrado en las barracas reservadas a la reeducación de animales
proscritos, con el propósito de asimilarlo a los osos panda, una especie bien
vista por Mao. El desgraciado bípedo murió de las palizas que le propinaron sus
carceleros por negarse a andar a cuatro patas”.
El sinfín de calamidades no terminó allí; después
de las tropas chinas acudieron los alpinistas. La pasión mundial por las
grandes cimas ha generado un incesante flujo de escaladores al Himalaya, cuyas
cumbres se han tornado un auténtico parque de atracciones de riesgo. El
bullicio de los campamentos, el ajetreo de las ascensiones y los alaridos de
los despeñados perturban sin tregua los silenciosos parajes de la cordillera
más alta del orbe. Las intromisiones no tardaron en pasar factura al delicado
ecosistema: desde que sir Edmund Hillary coronó el Everest las apariciones del
yeti se han vuelto más y más raras.
Parte de la responsabilidad en el ecocidio se
achaca a ciertas prácticas ancestrales. “Quizás la más dañina sea la afición de
los chamanes siberianos a echar pituitarias de yeti en sus brebajes
afrodisíacos”, revela Bruno Macagni, el responsable en criptofauna de la
Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y
Flora Silvestres (CITES). La demanda de tales glándulas ha sobrepasado de lejos
las posibilidades de una población en franco retroceso, dando pie a un intenso
contrabando de falsificaciones: “El decomiso en la frontera kazajo-china de
cargamentos de amígdalas disecadas de babuino de culo rojo y etiquetadas como
pituitarias de yeti pone de manifiesto las dificultades de los traficantes para
obtener el producto original”, informa el especialista.
El calentamiento global promete descerrajar el tiro
de gracia a un animal que, al decir de sus defensores, ha sido estigmatizado
injustamente. “El sambenito de ‘abominable’ es una expresión del discurso de
odio irracional a seres que muy rara vez atacaron al hombre”, manifiesta Tzin Machin,
portavoz de Mirka Sdehhs Association de Nepal. “Al contrario, como refiere el
estudioso belga Georges Remi, el artista chino Chang Chong-Che salvó la vida
después del accidente aéreo sufrido en esos parajes gracias a la ayuda prestada
por un yeti”. Y añade: “lejos del engendro agresivo que pinta la rumorología,
le sabemos tímido y asustadizo”. Para erradicar la leyenda negra creada por
exploradores ávidos de truculencias, propone sustituirla por la de “simpático
morador de la blancura”.
Durante años, esta ONG consagrada al cuidado de
sherpas minusválidos se financió con la organización de excursiones para
observadores de yetis. Los interesados abonaban generosas cantidades por la
emoción de ver a los hombres de las nieves aparearse en su ámbito natural.
Aunque rarísima vez satisfacían su curiosidad –se trata de un animal muy
púdico–, la afición no dejaba de crecer; “pero desde que se corrió la voz de su
desaparición, nadie se apunta”, se queja Machin en su oficina de Katmandú,
rodeado de mandalas, esculturas de demonios y el único registro visual del
yeti: la fotografía de una pálida silueta difuminada contra la deslumbrante
blancura del manto níveo del Himalaya.
La campaña de salvamento del arisco ser montañés ha
cobrado renovados bríos tras recibir la adhesión del Dalai Lama. En un
llamamiento a la comunidad internacional, el sumo sacerdote subrayó desde su
exilio en India que “los lamas siempre cuidaron de los metoh-kagmi, dejándoles
agua y bayas en santuarios escondidos en las montañas”. El líder espiritual de
los tibetanos responsabilizó de la dramática situación al empeño de los
invasores por arrasar el acervo de su patria, del cual el yeti es, con el yak,
uno de sus populares exponentes.
Como cabía esperar, sus palabras no han sentado
nada bien en Pekín. “Una santa alianza eco-clerical se ha conjurado contra el
progreso del Tíbet”, contraataca el mariscal Chu Lin, consejero del Ministerio
de Desarrollo, Medio Ambiente y Obras Públicas. “No nos sorprende en lo más
mínimo la reaccionaria postura del representante de la teocracia que mantuvo a
su país sumido en un atraso milenario, pero lo inaudito es la hipocresía de los
occidentales”, se escandaliza el alto cargo. “¿Acaso no exterminaron ellos a
los licántropos que asolaban sus campos? ¿Por qué no se apiadaron de sus
vampiros, a los que aniquilaron con estacas y balas de plata? ¿Por qué no nos
dejan crecer?”.
Un observador imparcial podría preguntarse si
realmente el asunto justifica tanto nerviosismo. Sí, ¿qué repercusiones exactas
tendría la falta de un animal del cual ni siquiera se sabe si existe? Al reparo
de los ambientalistas aporta un argumento contundente: “Estamos ante la especie
emblemática de un ecosistema amenazado”, replica Mike O’Bannon, coordinador de
la campaña de Greencheese Give the Yeti a Chance.
“Su supervivencia está indisolublemente ligada al bienestar de su entorno. Un
Himalaya sin el simpático morador de la blancura sería un Himalaya sin
glaciares”. Y contra las dudas planteadas acerca del misterio que vino del frío
esgrime el concepto de “erosión cultural” acuñado para dar cuenta del deterioro
del patrimonio etnográfico de una región: “El yeti pertenece al folklore de un
ecosistema montañoso, y su desaparición entrañaría un empobrecimiento sin
paliativos”, puntualiza. “La opinión pública internacional no entendería que se
gasten millonadas en proteger a depredadores como lobos, tiburones o leones, y
se abandone a su suerte a esta inofensiva criatura”.
La deforestación acorrala a Big Foot
La situación no se presenta más tranquilizadora al
otro extremo del planeta. En los imponentes bosques de coníferas de la costa
del Pacífico noroccidental han saltado las alarmas por causa de Big Foot. En la
última década, los hallazgos de las pisadas de 45 centímetros de largo que le
ganaron su apodo al monstruo de Sasquatch se han vuelto infrecuentes, al punto
de temerse que sus poblaciones hayan caído por debajo del umbral biológico
mínimo de viabilidad.
A BigFoot, descrito como un gran bípedo de dos
metros de altura, cabeza pequeña y puntiaguda coronada a veces con una cresta
(un rasgo atribuido al dimorfismo sexual), y cubierto por una espesa capa de
pelambre rojiza, algunos estudiosos lo emparentan con el yeti. Figura
prominente en la mitología indígena, habría coexistido durante milenios en
completa armonía con las tribus vernáculas. “Su mala fama de secuestrador de
personas se ha demostrado totalmente infundada”, asegura Georgina Du Foi, del
Sierra Club de Nebraska (Estados Unidos), que añade: “Tampoco hay evidencias de
que alguna vez se pusiera hecho una fiera”. Pero la coexistencia pacífica saltó
hecha trizas en la última década tras el desembarco de los aserraderos japoneses
hambrientos de maderas finas. Su frenética actividad disparó la tasa de
deforestación al 19 por ciento anual: de continuar ese ritmo insostenible las
tupidas forestas septentrionales que, se conjetura, acogen al críptido y su
progenie, tendrían los días contados.
La tala masiva y su impacto en la criptofauna han
puesto a la vecindad en estado de movilización. No faltan motivos de
preocupación: la especie arbórea constituye uno de los principales reclamos
turísticos del suroeste canadiense; de hecho, cada año la Columbia Británica
celebra en su honor la festividad del Sasquatch Daze, que
ahora corre el riesgo de irse al garete. Tal es la importancia que otorgan en
la región a su bestia autóctona que el 18 de mayo del año pasado escolares y
miembros de los Clubes de Leones se encadenaron a los abedules cerrando el paso
a los bulldozers de las multinacionales niponas portando carteles que decían:
“No Saws, Yes BigFoot”. La protesta gana vigor por momentos, aunque se sospecha
que el deterioro ambiental ha alcanzado el punto de no retorno. “La ausencia de
pisadas hace temer lo peor”, diagnostica Du Foi, “posiblemente, las últimas
colonias, asustadas por el fragor de las motosierras, se dispersaron a las
heladas tundras del norte, en donde difícilmente sobrevivirán”.
Miles de kilómetros al sur, la causa del sobresalto
es la disminución aterradora del número de chupacabras. La especie originaria
de Centroamérica, de un metro de altura, piel verdosa y escamosa, ojos grandes
y saltones y cabeza ovalada, dio mucho que hablar a la prensa en el pasado;
pero en los últimos años sus apariciones han cesado por ensalmo, como quien
dice. “Como tragados por la mera tierra”, se asombra Juan Matus, dirigente de
la asociación telúrica Ixtlán. Su desaparición se imputa a diversas causas: los
rayos ultravioletas intensificados por el agujero de ozono; un moho asesino; la
soja transgénica que los chupacabras habrían comido ignorando su toxicidad; la
escasez de carroñas de las que se nutrían debido al abandono de la ganadería; y
las hordas de documentalistas y recopiladores de leyendas urbanas que invaden
su territorio y perturban sus hábitos de cría. “Para mitigar su penuria de
alimentos, depositamos cabras y borregos muertos en los cruces de caminos”,
explica Matus, “pero no hay fuerza humana capaz de parar a los cineastas”.
Luz roja para Nessie
La inquietud cunde igualmente en la vieja Europa.
En Escocia, el grito de alarma no lo han proferido los ecologistas ni los
militantes de la antiglobalización sino la conservadora industria hotelera.
¿Razones? La ausencia de novedades acerca de Nessie, el supuesto plesiosaurio
del lago Ness. Se especula que la reliquia prehistórica, capaz de superar los
dramáticos cambios ambientales habidos en los últimos cien millones de años, no
ha podido sin embargo capear las brutales alteraciones de su ecosistema inducidas
por el hombre en tan solo medio siglo. “El ascenso de la temperatura lacustre,
la contaminación de los afluentes y la eutrofización de las aguas provocada por
las toneladas de cacahuetes arrojados por turistas desaprensivos se han
conjurado para arrinconar a nuestro icono nacional”, enumera Gregor McDuncan,
del Lake Monster Research Center. Todo esto ha puesto a Nessie frente a
un cuello de botellagenético, que puede deparar que en muy
poco tiempo la especie se encuentre extinta funcionalmente.
Las sondas, boyas inteligentes y sonares colocados
en años anteriores para detectar al ser que lleva por nombre científico Nessiteras rhombopteryx (“monstruo de Ness con
aletas en forma de diamante”) han sido readaptados a un nuevo e inesperado
cometido: acreditar su desaparición. De confirmarse lo peor, sería una pésima
noticia para el medio ambiente, advierte McDuncan: “Realidad o fantasía, Nessie
cumplía una crucial contribución al equilibrio ecológico. Su fama mundial
atraía a gran número de senderistas, alejándolos del páramo de Moor y de ese
modo aliviando la presión humana ejercida sobre su diezmada colonia de
urogallos pintos. Hemos notado que la curva ascendente del número de visitas al
parque temático “Nessie” coincide con la recuperación del ave galliforme. Nos
preocupa que ahora los curiosos retornen a Moor y desbaraten el esfuerzo
conservacionista llevado a
cabo”.
En la cuenca del Mediterráneo negros nubarrones se
ciernen sobre el mítico basilisco. La declaración de espacio protegido de su
hábitat, el Cabo de Gata (España), no ha sido suficiente para detener la
fulminante expansión de las urbanizaciones, que literalmente se comen el
desierto almeriense con la complicidad de las administraciones municipales y
autonómicas. Providencialmente, la crisis del ladrillo acudió en auxilio del
curioso híbrido de gallo y serpiente, cuya descripción exacta siempre ha sido
problemática para los zoólogos toda vez que, como es archisabido, el engendro
mata con la mirada. “El pinchazo de la burbuja inmobiliaria ha paralizado la
construcción de Samarkanda III, un complejo de 27.000 chalés adosados que iban
a construirse en los degradados arenales donde el runrún dice que desova el
basilisco”, se felicita Nacho Berroqués, de la asociación Gata Irredento.
En ese clima enrarecido tuvo lugar el extraño
deceso de Rafael Miguélez, apodado El Tigre de la Malasia.
El eterno concejal de Urbanismo de Almería, promotor inmobiliario y principal
accionista de Samarkanda III, fue encontrado exánime asida al volante de su
Mercedes todoterreno y con la puerta abierta, en la cuneta de la carretera
A-92, en las cercanías de las dunas de Tabernas. La autopsia atribuyó a una
parada cardíaca la muerte que insistentes versiones imputan a un fatal tropiezo
con un basilisco acorralado. Rumores al margen, los científicos quieren
aprovechar el parón de las obras y, en el marco de un proyecto con fondos
europeos, sembrar el desierto de cámaras de vigilancia que les permitan observar
a la letal criatura sin arriesgar la vida.
Del no ser a la extinción
El pronóstico es unánime: de no haber una acción
global urgente, el yeti, BigFoot, el chupacabras, Nessie y el basilisco serán
inexorablemente borrados de la faz de la tierra. “Es paradójico: no habíamos
probado su existencia y desgraciadamente nos vemos abocados a levantar acta de
su extinción”, se duele Richard Freeman, asesor del European Council for Nature
Research. “El desarrollismo desbocado está privando sistemáticamente a la
ciencia de una oportunidad única, pues muchas de esas especies podrían ser
fósiles vivientes de insospechado valor científico, como el yeti, que para unos
naturalistas sería un oso polar del Pleistoceno, o BigFoot, al que la reputada
Jane Goodall considera un primate desconocido”, agrega este investigador que a
sus credenciales de criptozoólogo suma las de exobiólogo, pues invierte en la
búsqueda de inteligencias extraterrestres la misma energía que en la
localización del hombre de las nieves.
Recuerda Freeman que las vicisitudes de los
enigmáticos animales no tienen nada de novedoso, pues su arrinconamiento es un
fenómeno de larga data, aunque ciertamente se ha acelerado de manera
escalofriante al ritmo de la globalización. “Pero no echemos toda la culpa al
cambio climático, pues el hombre tiene una responsabilidad directa”, y poniendo
los puntos sobre las íes, dice: “La franca regresión de los críptidos a lo largo
y ancho del planeta obedece en parte a la descomunal contaminación acústica
causada por excursionistas, senderistas, navegantes, buceadores, observadores
de pájaros y fotógrafos de naturaleza que desaprensivamente profanan los
vericuetos más recónditos de la biosfera con su cháchara, sus motores, sus
teléfonos y sus iPods”.
En esta crónica de una extinción anunciada hay
demasiadas causas en liza, demasiados agentes responsables; la crisis de los
críptidos es un enigma encerrado dentro de un misterio. Así las cosas, parece
harto probable que unos entes verdaderamente únicos de los que ni siquiera
estaba probado que existiesen pasen a engrosar el catálogo de las especies
desaparecidas. Por lo pronto, en el próximo cónclave de la Unión Internacional
de Conservación de la Naturaleza (UICN), a celebrarse en Kuala Lumpur, el
tiburón blanco gigante, el kraken y el hombre polilla serán declarados
extintos, mientras el yeti, la medusa gigante y BigFoot pasarán a formar parte
de la lista roja de especies amenazadas.
Como no hay mal que por bien no venga, de aprobarse
la iniciativa se dispondrá de un paraguas legal bajo el cual se acogería un
amplio abanico de medidas de protección y concienciación social. Entre ellas
destacan la certificación “BigFoot Safe” para la madera recogida de manera
sustentable en las forestas norteamericanas, y la comercialización de bayas del
Goyi con la denominación “Yeti”, cuyos beneficios se destinarán a un centro de
interpretación en el Himalaya. En sintonía con los vientos que soplan, el Banco
Interamericano de Desarrollo (BID), duramente criticado en el pasado por
fomentar la agricultura insostenible, ha abierto una línea de créditos blandos
para los campesinos que adopten técnicas de labranza compatibles con la
subsistencia de los chupacabras. Se ha descartado la reproducción en
cautiverio, pues hasta el momento nadie ha atrapado un yeti o un basilisco vivo
(ni tampoco muerto).
Para Tiziana Tuttolomondo, catedrática de
Zoosemiótica de la Università di Catanzaro (Italia), la intensidad del debate
rinde testimonio “del advenimiento de una era inédita del conservacionismo
marcada por la drástica redefinición del concepto de biodiversidad, que
trasciende sus estrechas demarcaciones biológicas para incluir las percepciones
que tiene la humanidad de los diversos seres de la biosfera, incluidos los
imaginarios”. Y termina formulando un teorema que le calza como un guante a la
situación: “Si las personas definen a ciertos animales como reales, estos
acabarán teniendo consecuencias reales”.
*****
De aquellos polvos, estos lodos
Desde el fin de los dinosaurios no se había visto
nada igual; el acelerado declive de los críptidos carece de precedentes en la
historia del planeta. Las extinciones no son desde luego ninguna novedad en el
registro paleológico, pero siempre se originaron en procesos naturales; la que
acontece ante nuestra vista tiene en cambio un único responsable: un depredador
llamado homo sapiens.
La convivencia entre la otrora abundante fauna
críptida y los humanos comenzó a alterarse a inicios del Neolítico, explica el
criptozoólogo Doug MacTab. ¿La causa? “El estrés ambiental ocasionado por las
grandes civilizaciones y su imparable ocupación de territorios”. El primer
episodio documentado tuvo por víctima al ave fénix. De la envergadura de un
águila y plumaje rojo, anaranjado y amarillo incandescente, este pájaro de pico
y garras fuertes se extendía de la India a Egipto. Su extremada longevidad
tenía una contrapartida: ponía un solo huevo en su vida, hábito que le puso a
merced de las zarigüeyas introducidas por las invasiones bárbaras, y hacia el
siglo IV después de Cristo el fénix entró en la leyenda. Casi al mismo tiempo,
una encefalopatía diseminada por los caballos de los hunos acabó con las hidras
de las ciénagas. Las criaturas policéfalas desarrollaron síntomas similares a
los causados por el mal de las “vacas locas”, que desembocaron en mortíferas
reyertas entre las cabezas sanas y las trastornadas.
No corrió mejor suerte el dragón, un reptil con
“cabeza de caballo, cola de serpiente, grandes alas laterales y cuatro garras
cada una provista de cuatro uñas”, detalla el taxonomista argentino J. L.
Borges. Su ferocidad e impresionante porte le convirtieron en una presa
codiciada por los buscadores de trofeos de toda Eurasia. La proliferación de
héroes acaecida en las postrimerías de la Edad Antigua, alentada por el
irresponsable ejemplo de San Jorge, desencadenó una cacería incontrolada, y en
el siglo VII de nuestra era sus guaridas volcánicas quedaron abandonadas a los
ermitaños.
El retroceso tuvo una pausa tras la caída de Roma,
pero a finales de la Edad Media el avance de la frontera agrícola acorraló a
las especies que ocupaban las densas forestas de la Europa feudal. Así le
ocurrió a los unicornios, équidos con barba de chivo, patas de antílope y un
cuerno en la frente, cuya mansedumbre les hacía muy vulnerables a los cazadores
furtivos que, atraídos por sus astas, supuestamente investidas de poderes
mágicos, los exterminaron.
La cosa fue a peor a lo largo de los siglos XV y
XVI. La persecución de las brujas desatada en Europa Occidental tuvo nefastas
consecuencias para los gnomos, que mantenían con las hechiceras relaciones
simbióticas. Los primatólogos sospechan que los homúnculos eran simios
diminutos que vivían bajo tierra. Al desaparecer sus protectoras se desbarató
un delicado equilibrio ecológico y los gnomos desaparecieron de su medio
natural, aunque en foros de internet se rumorea que los criaderos
experimentales de Disneylandia conservan unos especímenes al servicio de un
programa clasificado de la CIA.
No salieron mejor libradas las legendarias
serpientes marinas. Lejos de representar un peligro para la navegación, las
mansas criaturas se contentaban con los desperdicios que las tripulaciones
arrojaban por la borda, exponiéndose a ser cogidas con facilidad. Puede
afirmarse que la Era de los Descubrimientos se sostuvo gracias a las proteínas
suministradas a los marineros por esos reptiles acuáticos, cuyo último
espécimen fue capturado por el capitán Cook en 1770.
Las especies de críptidos exterminadas en los
últimos cinco siglos suman 523, de acuerdo con los inventarios más fiables, una
cantidad que supone apenas una ínfima fracción de las que hoy se asoman al
abismo. “Asistimos a su tercera extinción”, enfatiza Chris Van de Berk, del
Center for Biological Diversity de La Haya. “La ventana de oportunidad se está
cerrando”, advierte el ecólogo conjurado en atajar la catástrofe, que sin
embargo no desfallece: “Ojalá llegue el día en que podamos decir que, cuando la
humanidad despertó, el yeti seguía allí”.
Pablo Francescutti (Rosario, Argentina, 1961) es
periodista y profesor universitario en Madrid. Ha colaborado con los
diarios El Sol, Diario 16, El País, La Razón, Soitu y El Mundo, además de publicar libros de sociología
del cine, futurismo, literatura,
y pequeños ensayos sobre Frankenstein, Hitchcock, los
zombies o el
secreto. En FronteraD ha
publicado La
Academia. Nazis en Madrid y La aventura
anticolonial: Corto Maltés cumple cincuenta años.
Tomado de Fronterad.
http://www.fronterad.com/