LEONES EN EL ARSENALE
(Omar García Ramírez)
Un león de bronce-verde
y oro pasea por el Arsenale. De sus
ojos de vidrio, destellos de verde marino se reflejan y navegan sobre las
paredes y las cosas. Su caminar y su atención se detienen frente a la figura
gigantesca de un niño de látex y hule. En su mirada (la del niño de R. Muek)
algo recóndito que mira hacia el fondo de la ventana espera una revelación o un
castigo.
Un león de piedra
marcha cerca al malecón y ve de nuevo las grandes estructuras. Las cajas traídas
de ultramar. Los grandes objetos y ensamblajes que vienen para mostrarse a los
viajeros. Algunas cosas le parecen nuevas, como esas naves de plástico y carbón.
Otras, son para él extrañas piedras lunares que caen cerca al embarcadero.
El león bronce-verde y
oro, salpicado de estiércol de gaviotas y palomas, transita entre los restos de
una muestra que, como cada dos años, intenta recrear cierta categoría estética de
la catástrofe. Podría ser también, el detener su mirada en una pieza de cueros
antiguos que llaman desde su pasado africano; ceremonia bantú que golpea,
invoca y desata los dioses tutelares; estancados allí, como prisioneros o
esclavos, dispuestos a ser subastados en las grandes salas del Arsenale de Venecia.
Afuera la gente se
repite en procesiones de turistas, cámaras fotográficas, periodistas. Algún viajero
irónico, alcohólico y decadente. Uno de ellos, posa frente a la imponente
figura del león de piedra. Este se queda quieto un momento y luego sigue sin
prestar mucho cuidado al bullicio de los salones de repente asaltados por
buscadores de imágenes, jeroglíficos de hierro y cristal; piezas cerámicas de
nuevo reunidas y quebradas, para dejar crucigramas nimbados de aureolas frías. Contorsionistas
circensis y performances híbridos de
colectivos y cuerpos extendidos sobre pisos de linóleo, que retoman de nuevo las
danzas de la caverna. ¿Acaso esas danzas, los ancestros del león, no las habían
visto y escuchado en Altamira? Afuera, el viento de la tarde otoñal, ruge; y
sus latidos, se filtran entre los maderámenes de los botes y las góndolas.
En un lugar de la sala
al fondo. El fantasma de un coyote y J.Beuys, juguetean con una capa de
fieltro. Y pareciera que esa imagen de otra época y otras coordenadas, recobrara
a esta; y esa advertencia prefigurara
estas derrotas, en los inmensos laberintos.
Las sombras de los dos
leones; el león de piedra y el león de bronce, pasan despacio, frente a un
reflector que dispara sus imagenes contra una pared de grandes ladrillos en donde
la hiedra ha comenzado a escalar.
El león de piedra
blanca amarillenta, cansado de mirar la iconografía postmoderna que como los
destellos de un calidoscopio encendieran puntos rojos en su frente. Entorna sus
ojos de cristal y roca, hacia el pabellón, en donde reposan los signos vitales
de un mundo que afuera parece temblar. Regresa alado, cruza la plaza mimetizado
contra la catedral en un fundido de mar irisado y negro.
El león de bronce, asciende levitando y mimetiza su imagen bajo la penumbra de un reloj de sombra y vuelve,
a su compostura hierática y heráldica; sin dejarse perturbar por los elementos (la
lluvia llega despacio y leve como una oleada de gris y arena); reposa, con
una mirada dura y felina orientada hacia la estación del tren, en la antigua ciudad de
los dogos, cruzada de canales en donde el mundo ha ido a verse reflejado en la
fuente de cristal de la laguna. Sobre una mesa de hielo ardiente, se revela poco
a poco, una instantánea del siglo.