jueves, 25 de junio de 2009

Manifiesto contra la servidumbre






RAFAEL ARGULLOL


Desde hace cierto tiempo tengo la sensación -y creo no estar solo en esto- de que se me arrastra hacia una de las actitudes más envilecedoras de la libertad humana: la de elegir obligatoriamente entre dos opciones indeseables o responder, sin excusas, a dilemas engañosos. Es cierto que el maniqueísmo está alojado en una región profunda del corazón del hombre como la respuesta más inmediata a los sucesivos cercos del miedo y que todo individuo se ve tentado, en algún momento, a creer que un mundo dividido entre la pura luz y la tiniebla total es un mundo más fácil de entender y asumir; pero, si algo nos ha enseñado la historia de la cultura -a medida en que uno lee- y la propia experiencia de la vida -mientras gastamos o ganamos nuestro tiempo, según se mire-, es que la existencia transcurre precisamente entre la noche más profunda y el resplandor del mediodía, sin anclarse ni en una ni en otro. Aunque no sepamos lo que es la libertad sí podemos sentir sus efectos cuando percibimos la 'infinitud cromática' (Paul Valéry) que brota cada día entre el blanco y el negro.

A menor riqueza cromática, menor experiencia de la libertad. La sensación envilecedora a la que me refería es de este tipo, más detectable pictóricamente que conceptualmente: una escenografía repleta de palabras e imágenes como fondo de un escenario opaco y oclusivo en el que, sin saber muy bien por qué ni con qué finalidad, nos movemos todos, unos con incomodidad, otros en silencio, la mayoría sin advertir que se hallan en un escenario, iluminados por los focos que les ciegan.

Ante el miedo el hombre siempre se ha refugiado en fortalezas, tanto exteriores como espirituales, y supongo que, de analizar cada siglo de la Historia, identificaríamos las murallas y trincheras que se encontraron adecuadas en cada época. Por la misma razón el hombre ha dado lo mejor de sí mismo cuando al abrir los muros de su refugio se ha lanzado, pese a todas las dificultades, a la exploración de la existencia, a la búsqueda de colores y a la captura de matices. Al aventurarse en esta dirección un individuo o una comunidad, el miedo no desaparece -inextirpable siempre-, aunque queda provisionalmente detenido por el propio empuje de la acción, por la sobredosis de vitalidad que comportan el conocimiento y el deseo, la búsqueda y la transformación. Fuera de la fortaleza el valor de la aventura no estriba, por tanto, en la temeridad de creer que el miedo ha sido anulado porque el hombre es completamente libre, sino en la prudencia y en la audacia de poder soñar libremente sobre lo que está más allá de la línea de horizonte.

Desde el interior de la fortaleza no hay línea de horizonte. Kafka ha descrito para siempre las servidumbres que tienen lugar entre sus muros: primero se pierde aquella línea que nos permite soñar; a continuación se nubla la visión de los campos abiertos, donde jugábamos y amábamos; luego se identifica el perímetro del recinto con los muros del mundo; finalmente, construidos esos muros en nuestra propia alma, ya no necesitamos que el enemigo exterior ataque a la fortaleza porque está apostado en nuestro interior mismo. Familiarizados por completo con el espíritu de la fortaleza no hace falta que se acerquen las huestes del miedo puesto que nosotros ya somos el miedo. Y ésta es la máxima servidumbre.

Sospecho que es una fortaleza de estas características la que hemos ido construyendo, renuncia a renuncia, y ya encerrados en ella ni siquiera nos permitimos sospechar. No es necesaria la censura donde actúa la autocensura; tampoco es necesario el adversario cuando cada uno puede ser el adversario de sí mismo. Los miedos del siglo XX se guiaron por el turbulento sismógrafo de las utopías bañadas en sangre y, después, por la calma mortal de la guerra fría. Pero en lo esencial eran miedos que procedían del pasado a caballo de ideologías del pasado y por eso un Nietzsche, más vidente que profeta, pudo predecir tanto de lo que estaba por llegar. No ha habido ese visionario para el miedo del incipiente siglo XXI porque éste es un miedo procedente del futuro.

Sólo así se comprende que el zarpazo de las Torres Gemelas, por destructivo que fuera, haya sido tan significativo para el mundo y con efectos seguramente tan duraderos: golpeó desde lo 'incierto' y lo 'desconocido', surgió desde lo 'imprevisto' y lo 'inesperado'. Procedía, por tanto, del futuro y la reacción debía de ser acorde con esta súbita incertidumbre. A velocidad de vértigo el mundo ha sido instalado en la nueva fortaleza, quizá la más ambiciosa y también la más prodigiosa que se haya concebido hasta ahora porque pretende ser universal, y en su universalidad adquiere tonos metafísicos y fantasmagóricos.

A lo largo de estos meses de densa escenografía visual y verbal no he encontrado a nadie que haya definido con tanta precisión y concisión el objetivo de la nueva fortaleza como lo ha hecho Ronald Rumsfeld, secretario de Defensa de Estados Unidos y, por tanto, uno de sus indiscutibles arquitectos. Rumsfeld, en un discurso pronunciado el 9 de febrero de 2002, confesó que la actual estrategia busca una protección frente a 'lo incierto, lo desconocido, lo imprevisto, lo inesperado'; palabras textuales que, en su rotundidad, parecen adecuadas para la situación de Godot en la obra de Samuel Beckett, pero que son sorprendentes en boca de un ministro de Defensa.

Pero podemos mirarlo desde el ángulo inverso. Godot encarna la incertidumbre del mundo mientras que Rumsfeld quiere un mundo que domestique la incertidumbre. El primero es un personaje literario que, aunque sea a través de una línea sinuosa, entronca con otro personaje literario, el Prometeo de Esquilo, que sitúa al hombre rodeado de 'ciegas esperanzas'. Una humanidad en duda, pero explorando a campo abierto. Rumsfeld -involuntario poeta- sigue la estela de las fortalezas para anunciar la construcción de la más desmesurada de todas ellas.

Por asombroso que hubiera podido parecer a generaciones precedentes, el mundo se ha ajustado con inusitada docilidad a esta desmesura. Si el acto terrorista de Nueva York -desde luego, gravísimo en sí mismo- hubiera sido acotado en su abrupta particularidad desde la perspectiva de un mundo abierto y henchido de contradicciones se hubiera podido iniciar un desafío radical al terrorismo, a sus consecuencias y también a sus causas. Junto con la acción se requería la discusión. Pero se optó por la proclamación universal del Terror, un enemigo que sería en adelante omnipresente aunque asimismo, en más de un sentido, espectral. Ese enemigo cósmico, vanguardia de lo 'incierto' y lo 'desconocido', convertía en legítima la construcción de la Gran Fortaleza.

Bajo ese impulso, que impregnó la atmósfera desde el principio, no deja de ser curioso que un americano utilizara de inmediato una expresión que hemos venido aborreciendo en el transcurso de estos meses. William S. Cohen, antiguo secretario de Defensa, tituló su artículo aparecido en The Washington Post el 12 de septiembre de 2001 La guerra santa americana (American Holy War). El 'tono' estaba ya dado y pronto se escucharía por todas partes la melodía.

Casi todo lo que ha sucedido desde entonces encaja a la perfección con los engranajes kafkianos, sólo que en este caso las murallas de la fortaleza pretenden abarcar el entero planeta. Pero la cadena de la servidumbre es idéntica: perdida la visión de los paisajes exteriores -donde es posible imaginar múltiples alternativas- queda únicamente la legislación interna de la fortaleza que exige, en último término, la propia reclusión del espíritu. La aceptación de la idea -loca o, peor, 'santa'- de un terror universal comporta la asunción de una servidumbre también universal. Podemos combatir los miedos, pero como el terror es imbatible todos nos convertimos en sus siervos: desde el más miserable súbdito hasta el mismo emperador.

Esta sacralización del terror y de la guerra -simétrica al nihilismo desencadenado por los fanáticos religiosos- ha tenido efectos devastadores puesto que, al prohibir los matices, ha puesto al mundo, y sobre todo a las sociedades democráticas, ante un cul de sac del que será muy difícil escapar. Todos, en alguna medida, hemos quedado atrapados entre la amenaza terrorista y el peligro de perder nuestra soberanía en la espectral lucha, no contra este o aquel grupo de terroristas, sino contra el terror.

En este paisaje inquietante, Estados Unidos, amparado en aquella sacralización, ha cruzado un Rubicón sin precedentes en la historia, moderna o antigua, al afirmarse como única potencia imperial, con dominio sobre todo el planeta y aun, si atendemos a los planes puestos en marcha, sobre el espacio que rodea la Tierra. Naturalmente el gesto ha ido acompañado de un tan colosal incremento del presupuesto militar que, en la actualidad, éste representa la mitad de todo el gasto armamentístico del mundo. Este poder, para el cual no hay antecedentes, es, a juicio del historiador Paul Kennedy, el dato más relevante de nuestro presente.

Sin embargo, tan relevante o más, es que Estados Unidos, empeñado en una paradoja también inédita, quiera ser, simultáneamente, Imperio y Fortaleza, una potencia centrífuga con competencia universal y una potencia centrípeta agazapada en su propio miedo. Cuando Samuel P. Huntington, Francis Fukuyama y otros intelectuales norteamericanos publicaron la Carta de América y pregonaron -citando a san Agustín- la 'guerra justa' trataron evidentemente de sancionar la perspectiva del nuevo imperio, y en la misma senda se han definido muchos políticos y publicistas, despreciando toda colaboración igualitaria con el resto de los países y, en especial, con Europa. Pero, pese a tales declaraciones, el Gobierno de Estados Unidos ha sido rehén de su propia contradicción. Constantemente ha aflorado el espíritu de la fortaleza junto a la voluntad imperial. El pánico paranoico alrededor del fantasmal ántrax, la proposición de una idea tan paupérrima intelectualmente como el Eje del Mal o el siniestro espectáculo de los prisioneros de Guantánamo (y de John Walker, el traidor, con la fotografía en la que aparecía maniatado, cegado, aislado sensorialmente) forman parte de aquel espíritu. La misma guerra de Afganistán fue una extravagante mezcla de exhibición imperial y 'lucha contra la propia sombra'.

Tan desconcertante como esto es la fulminante expansión del Imperio-Fortaleza fuera de Estados Unidos, con particular énfasis cuando reconocemos la reacción de Europa, la única región del mundo con una tradición de libertad política consolidada: acatamiento, disimulo, silencio. Noticias que hubieran parecido escandalosas a finales del siglo XX se han deslizado como camufladas por nuestros medios de comunicación y nuestros parlamentos. Apenas ha habido resistencias cuando se han promulgado órdenes y decretos restrictivos de la libertad y de la justicia. O cuando se han anunciado instituciones de perversidad delirante como una Oficina de Influencia Estratégica creada por el Pentágono para 'intoxicar la prensa mundial' (20-2-2002) o cuando, en términos más domésticos, se ha sugerido que los servicios de información americanos podrían actuar en España según el nuevo convenio bilateral (6-4-2002). Incluso ha continuado esa gélida indiferencia cuando ha asomado su tétrica cabeza el monstruo que paralizó a la segunda mitad del siglo XX y el presidente Bush ha anunciado la fabricación de una suerte de bombas atómicas prêt-à-porter para arrojarlas en nada imposibles guerras venideras (pese a que, además, nos habíamos enterado, por una reciente desclasificación de cintas del Archivo Nacional, de que el presidente Nixon había querido persuadir al doctor Kissinger -Dr. Strangelove- para arrojar la bomba sobre Vietnam: 'Quiero que pienses a lo grande', 2-3-2002).

Europa, también recluida en la fortaleza, ha adoptado con triste rapidez su papel en la cadena de la servidumbre. Nuestros medios de comunicación, con raras excepciones, y nuestros gobernantes, con casi ninguna, han conducido a la 'opinión pública' hacia la aceptación de aquel reduccionismo blanquinegro que, al expulsar la multitud de los colores, merma necesariamente la libertad. Nuestra servidumbre más cruel radica en que hemos aceptado la lógica del miedo, situándolo finalmente en el lugar más recóndito de nuestra conciencia. Pero esta docilidad hacia el Imperio puede transformarse fácilmente en violencia hacia los que, movidos también nosotros por el espíritu de la fortaleza, podríamos considerar los bárbaros y secretos portadores del terror: los acechantes, los extranjeros, los inmigrantes.

Y no obstante, el principal peligro de este recién inaugurado siglo XXI no es tanto tal o cual miedo -siempre ha habido miedos y hombres libres luchando contra los miedos-, sino la sacralización del terror. Esto nos hace unánimes, esto nos hace pasivos, esto nos hace ignorantes o cómplices de lo que fingimos ignorar. La esperanza es que, sabido el nuevo peligro, seamos capaces de concebir una nueva rebeldía.

Si esto fuera un manifiesto no dudaría en acogerme a la sabiduría dura pero inconformista de Albert Camus para concluirlo: 'Je me révolte donc nous sommes'.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

Publicado en EL PAÍS, (España) 21 de mayo de 2002