martes, 22 de diciembre de 2015

D’Annunzio: sexo, política y fascismo



Trad. de Amelia Pérez de Villar








El 12 de septiembre de 1919, el poeta, dramaturgo, depredador sexual y protofascista italiano Gabriele D’Annunzio dirige desde su flamante Fiat de color rojo un contingente de más de un millar de «legionarios», voluntarios y desertores del Ejército italiano, que había partido desde Ronchi, cerca de Trieste, con el objetivo de tomar de una vez por todas la disputada localidad de Fiume (la actual Rijeka, en Croacia), un pequeño puerto que antes de la guerra servía de acceso de Hungría al Adriático. Fiume se había ido convirtiendo en un foco de alta tensión entre Italia y sus aliados tras la Gran Guerra en el marco de los territorios situados en el Adriático que Italia consideraba como «irredentos». Tras algunos disturbios que acabaron con la vida de varios soldados franceses, se decidió reducir el tamaño del contingente italiano de la guarnición aliada para restaurar el orden. Esta medida enfureció aún más a los iracundos patriotas de la localidad y a las autoridades militares de la zona, así como a los despechados nacionalistas italianos. Ante la inacción del gobierno de Francesco Nitti, Gabriele D’Annunzio decidió tomar cartas en el asunto y entró en los anales del siglo XX de la forma más rocambolesca. La «política de la poesía» que había prometido en 1897 al optar por el escaño vacante al Parlamento italiano, encontró en el pequeño puerto de Fiume un escenario insospechado para su plasmación hasta las últimas consecuencias.


En cualquier otro momento histórico, D’Annunzio hubiese sido una figura patética y tan solo habría suscitado la burla de sus conciudadanos. Sin embargo, en la Italia de la posguerra, su nacionalismo melodramático pronto generó una devoción próxima al culto religioso. En su amplia faceta literaria, D’Annunzio recibió elogios en Italia y de otros destacados autores del período. Así, Henry James alabó la «extraordinaria fineza y alcance» de la inteligencia artística de sus novelas. Proust se mostró «entusiasmado» por una de sus novelas y James Joyce señaló que D’Annunzio era el único escritor desde Flaubert que había logrado llevar la novela a nuevos territorios, situándolo, junto a Tolstói y Kipling, como uno de los hombres «de más talento» del siglo.


Poeta, depredador sexual, protofascista…: podríamos acumular adjetivos sin llegar nunca a definir la naturaleza de este aborrecible personaje


Poeta, dramaturgo, esteta, depredador sexual, drogadicto, héroe, visionario, sedicioso, sátrapa, protofascista…: podríamos acumular los adjetivos sin llegar nunca a definir la naturaleza de este fascinante y aborrecible personaje. ¿Quién fue en realidad Gabriele D’Annunzio? ¿Se trató tan solo un poeta sobresaliente? ¿De un novelista revolucionario? ¿De un esteta de la política o de un esteta metidoen política? ¿Fue tan solo un hombre temerario, frívolo y casquivano, adicto al sexo y a las drogas? ¿Un oportunista sin relevancia alguna? ¿Acaso fue el creador del fascismo? ¿O, como lo definió Mussolini para gran enojo del poeta, el «Juan Bautista del fascismo»? ¿Cuál fue su legado? ¿De dónde surge el interés actual por su figura? Para responder a estas cuestiones, resulta oportuno bucear en su biografía, ya que, fuera de Italia –donde su figura también ha ido difuminándose con el tiempo– y, en cierta medida, de Gran Bretaña, se trata de una figura relativamente oscura, una mera nota a pie de página en los anales del siglo XX. La historiadora cultural Lucy Hughes-Hallett, autora de su más reciente y oceánica biografía, El gran depredador. Gabriele D’Annunzio, emblema de una época, contradice esta valoración y defiende que la figura de D’Annunzio merece ser conocida más a fondo «por razones que van más allá de su enorme talento y del drama de su vida –por muy escabrosa y ajetreada que fuese–, porque ilustra una franja de la cultura que tiene sus orígenes, aparentemente inocuos, en el pasado clásico, pasa por las maravillas del Renacimiento y el idealismo del Romanticismo de principios del XIX y acaba por meterse en el ejército o en el manganello, el club fascista».


D’Annunzio, cuyo verdadero nombre era Gaetano Rapagnetta, nació en 1863. Hijo de un terrateniente de Pescara, de niño se interesó por Napoleón y Byron hasta un extremo tan obsesivo que le llevaría a leer con avidez todo lo referente a estas dos figuras tan dispares entre sí. La Italia en que nació acababa de completar su compleja unificación y la joven nación se veía arrastrada por los embates de un nacionalismo de nuevo cuño. Sin embargo, el singular y accidentado proceso de unificación legó al nuevo Estado una compleja herencia difícil de gestionar. En primer lugar, suscitó entre los italianos políticamente activos unas expectativas desproporcionadas sobre el poder y la proyección internacional de un Estado rezagado que llegaba tarde al reparto colonial. Por otro lado, al forjar una nueva nación sin involucrar o satisfacer a la gran masa de la población, se configuró un sistema sociopolítico plagado de debilidades y contradicciones.




Con los años, D’Annunzio se convirtió en un hombre no particularmente agraciado, de breve estatura y caderas anchas que, sin embargo, ejercería a lo largo de su vida –incluso cuando se quedó calvo y fue perdiendo la dentadura– un magnetismo personal y sexual avasallador. El periodista Edoardo Scarfoglio, que lo conoció en Roma en la década de 1880, señaló que tenía la mirada de una «joven tímida y alocada». Su primer libro de poemas, Primo Vere, fue publicado cuando tenía tan solo dieciséis años con el patrocinio de su padre. A D’Annunzio le gustaba presumir de ser «el bardo de Italia», superado únicamente por figuras insignes de la cultura italiana como Dante, Petrarca y Leopardi. Así, él mismo definió su poesía como «rosáceos resplandores de la juventud». Asimismo, escribió críticas y artículos para periódicos locales y en 1889 publicó una notable y escandalosa primera novela, Il piacere(El placer), que le brindó el mismo éxito en prosa del que ya gozaba como poeta.





En esta época de aprendizaje, D’Annunzio se apropió de autores como Dostoievski y Nietzsche, así como de la estética decadente del escritor Joris-Karl Huysmans. No en vano, Andrea Sperelli, el joven aristócrata romano de Il piacere, es un remedo de Des Esseintes, el protagonista del célebre À rebours (1884), de Huysmans. Las obras de D’Annunzio son una artificiosa exaltación del heroísmo y de la acción, del erotismo y de la violencia expuesta en un particular lenguaje que renovó la literatura italiana. Haber conseguido ser un gran poeta –y fue considerado por muchos como el mayor poeta italiano desde Dante– tendría que haber sido suficiente para D’Annunzio. Sin embargo, sintió la necesidad de escandalizar al país con sus novelas y obras teatrales, en las que incluía temas como el infanticidio, el lesbianismo y escenas tórridas de sexo en las que el lector podía sentir la corrupción y la depravación.


El primer terremoto político para D’Anunnzio fue, sin duda, la desastrosa campaña italiana en Etiopía, que se saldó con la derrota en Adua en 1896, en la que murieron siete mil soldados italianos. Al año siguiente, en una carta a su editor, D’Annunzio escribe: «¡El mundo debe convencerse de que soy capaz de cualquier cosa!». Aunque parecía una salida de tono, su objetivo era ser elegido miembro de la Cámara de los Diputados, institución por la que albergaba un profundo desprecio. Sin embargo, no se trataba de una bravata. Aunque el mundo estaba mucho menos interesado en él de lo que creía, fue elegido diputado por un período de tres años, describiéndose a sí mismo como el «candidato de la belleza», hasta que en 1910 su estilo de vida temerario le obligó a dimitir. Aunque se había inclinado por la derecha política, no tuvo problemas en unirse a la bancada de los socialistas, alegando que ellos representaban «la vida». Sin embargo, su corazón no estaba tampoco comprometido con la izquierda y, tras perder su escaño, prestó su voz a los grupos nacionalistas emergentes, de gran relevancia en el contexto italiano y que, lamentablemente, apenas se mencionan en la obra de Hughes-Hallett.


Como su patrimonio nunca podía hacer frente a sus gustos de esteta, en 1910, con cuarenta y ocho años de edad, D’Annunzio decide huir a Francia para perder de vista a sus acreedores. Allí, y a pesar del éxito de sus obras, pronto fue considerado un arribista y un fraude. El novelista René Boylesve señaló: «Es un crío, se pone en evidencia con un sinfín de mentiras y de trucos». Sin embargo, ya nada detendría a aquel hombre enjuto y poco agraciado. Se dedicó a escribir cuentos, poesía, artículos, gastando todo aquello que ganaba con una mano pródiga. Siempre vivió por encima de sus posibilidades, con una acusada debilidad por la promiscuidad sexual. Esas fueron las constantes de su vida hasta su muerte: un deseo irrefrenable de aventuras se conjugaba con una voracidad sexual inagotable, tan solo interrumpida por períodos de reposo para seguir escribiendo. «Bajito, calvo, cargado y estrecho de hombros y, según su entregada secretaria, con “una dentadura horrible”, su aspecto físico no impresionaba; pero la larga lista de sus amantes incluía a la etérea y encantadora Eleonora Duse, una de las actrices más grandes de Europa [...] y era capaz de manipular a una multitud de la misma manera que seducía a una mujer».


Resulta complicado comprender cómo lograba compaginar la escritura y las conspiraciones políticas con el tiempo y la energía que dedicaba al sexo, a asistir a todo tipo de fiestas mundanas, a coleccionar ropa, telas, alfombras y perros de raza, y a su obsesión con los arreglos florales. Se decía que dormía utilizando una almohada rellena de mechones de pelo que había ido cortando a cada una de sus múltiples conquistas amorosas a lo largo de su vida. Así, los propagadores de la negra leyenda en torno a D’Annunzio afirmaban que el poeta tenía por costumbre beber buen vino en una copa fabricada con el cráneo de una joven que, supuestamente, se había suicidado por amor. «En el cielo, querido poeta –le escribió Romaine Brooks–, te tendrán reservado un enorme pulpo con cien piernas de mujer y sin cabeza». D’Annunzio amaba las flores, la morfina y, posteriormente, en su época de Duce en Fiume, la cocaína, los helados y el cunnilingus. Le apasionaban la historia y los mitos de la antigua Roma y adoraba lo novedoso. Era un hombre profundamente supersticioso, pero no religioso, al que le gustaba compararse con Jesús o con san Sebastián.


Resulta complicado comprender cómo lograba compaginar la escritura y las conspiraciones políticas con el tiempo y la energía que dedicaba al sexo


Al inicio de la Gran Guerra, D’Annunzio regresó a Italia y apoyó con entusiasmo la entrada de su país en el bando de los aliados. Sus incendiarios discursos exigiendo la entrada de Italia en la guerra ofrecían para muchos una peligrosa distracción ante la banalidad burguesa de los tiempos de paz: «Si se considera un crimen incitar a los ciudadanos a la violencia –manifestó–, entonces me jacto de cometer ese crimen». El celebrado poeta italiano Giosuè Carducci había afirmado que la antigua Roma había inspirado el «Risorgimento» italiano, pero que aquella idea de grandeza y de fuerza había desembocado en una «Bizancio», pobre y corrupta. D’Annunzio, que lo sustituiría como el poeta más admirado en Italia, tenía una idea muy clara de cómo remediar la situación.


Resulta necesario subrayar que D’Annunzio nunca fue un hedonista inofensivo. De entre todas las cosas en las que encontraba belleza y placer, la violencia y la muerte sobresalían por derecho propio. Parecía desear convertirse en el portavoz de una generación que ansiaba la aventura y el riesgo hasta sus últimas consecuencias. Creía que la guerra ofrecería una renovación espiritual gracias a la ruptura con el pasado y a la materialización de un idealismo desinteresado. Todo ello debía desembocar en la posibilidad de cauterizar la herida inherente a la creación del Estado italiano, salvando la brecha entre las clases y entre los individuos mediante una unidad nacional orgánica movida por una suerte de estado de ánimo apocalíptico. Para D’Annunzio, la población italiana no era más que simple ganado cuyo único fin en la vida era el sacrificio en aras de la grandeza nacional. La tragedia italiana fue la extraordinaria capacidad que demostró el poeta para articular de manera efectiva aquel sangriento elitismo con que arrastró a muchos tras de sí al matadero para satisfacer sus fantasías nietzscheanas. D’Annunzio no arengaba a sus conciudadanos porque creyese que la entrada de Italia en la guerra proporcionaría alguna ventaja, «sino porque tenía un apetito desmedido por la violencia cataclísmica».


Sin embargo, los deseos de grandeza para Italia chocaban con la realidad económica del país y con la escasa tradición marcial. Pocas veces un país ha entrado en guerra tan desorganizado y tan mal preparado como Italia en la Gran Guerra. Los oficiales, en su mayoría del norte del país, trataban con enorme brutalidad a los soldados, que provenían en su mayoría del Mezzogiorno. Durante los dos años y medio siguientes los italianos lucharon con enorme dureza en las denominadas «batallas del Isonzo». Tras sufrimientos indecibles, todo lo que lograban era avanzar unos cuantos kilómetros. El equivalente de las trincheras enfangadas del frente occidental lo encontrarían las tropas italianas en la cordillera del Carso, cuyas afiladas rocas penetraban como cuchillas en las botas de los soldados. Incluso las tropas de montaña especializadas contaban con pocos recursos para minimizar las incomodidades de la montaña y sus peligros.


Sin embargo, la incompetencia de los mandos italianos no pareció conmover a D’Annunzio, quien consideraba que la guerra era la última palabra en poesía. Como señala Hughes-Hallett: «Miraba a los soldados con ternura. Algunos eran tan bellos como un estatuario clásico [...]. D’Annunzio los valoraba sobre todo como víctimas para el sacrificio. Dispersos como estaban por la pradera los veía como “una masa, un torrente de carne preparada para el desastre”». Se regocijaba en el hecho de que él y otros como él los habían llevado allí a morir: «Me miraban como si yo los dirigiera, como si yo personalmente les estuviera conduciendo hacia la muerte». Cuando se enteró al comienzo de la guerra de que uno de cada veinticinco soldados franceses que habían salido del campo de batalla había resultado muerto, se lamentó de que fueran tan pocos: «Hablaba de banderas ondeando al viento en toda Italia, de ríos llenos de cadáveres, de la tierra sedienta de sangre. Animaba a los soldados de una forma que ellos tal vez no discernían, pero que les inflamaba».


Como contraposición, en su novela sobre el desastre italiano en Caporetto, Ernest Hemingway escribió: «Siempre me han dado cierto reparo palabras como “sagrado”, “glorioso” y “sacrificio”, y la expresión “en vano”. Yo no he visto nada sagrado, y lo que era glorioso no tenía gloria ninguna, y los sacrificios eran como los establos de Chicago si no se iba a hacer nada con aquella carne, salvo enterrarla. Había demasiadas palabras que resultaba insoportable oír». Sin embargo, D’Annunzio se sentía pletórico con el «esplendor de la muerte»: «Los soldados que luchaban y morían en aquellos profundos cortes practicados en el terreno eran como hijos de la tierra, que ahora les reclamaba. La tierra era una fundición en la que se desmenuzaba para poder forjar una raza nueva: era la diosa que exigía su muerte en el holocausto. La matanza era el necesario preludio del renacimiento. “Allá donde la carne se pudre es donde surgen los sublimes fermentos”».


D’Annunzio compartió con el movimiento futurista la pasión por la incipiente tecnología que definiría al siglo XX. El futurismo consideraba como elementos principales de la poesía el valor, la audacia y la revolución, y pregonaba el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso acelerado y el salto peligroso. Los adeptos del futurismo glorificaban la máquina moderna no porque los aviones o los automóviles hicieran la vida más sencilla, sino porque la convertían en algo más audaz, incierto y peligroso. Los futuristas habían declarado que «la guerra era el único remedio para el mundo». Eran postulados que en gran medida ya había insinuado D’Annunzio.




De forma natural, D’Annunzio se sintió muy atraído por la revolucionaria y novedosa arma aérea. En Italia, como en el resto de Europa, se había despertado el interés popular por la aviación. Mussolini, aficionado a los aviones, señaló: «Volar constituye el poema más grande de los tiempos modernos». Durante el conflicto, D’Annunzio se enfrentó en numerosas ocasiones a la muerte como piloto de guerra voluntario y perdió la visión de un ojo en un accidente aéreo. Aunque sus convicciones vitales fueran erróneas, resulta innegable que siempre demostró el valor de defenderlas. El 9 de agosto de 1918, como comandante del escuadrón conocido como «La Serenísima», organizó una de las mayores hazañas de la contienda bélica al conseguir que nueve aviones de guerra realizaran un viaje de más de mil kilómetros hasta Viena para lanzar panfletos propagandísticos escritos por él mismo. El cielo se llenó de octavillas con los colores nacionales de Italia que instaban a Austria a rendirse. Los italianos, ansiosos por encontrar héroes en aquella devastadora guerra de desgaste, disfrutaron con sus incursiones aéreas y el alto mando italiano se mostró encantado con el valor propagandístico del intrépido aviador.


La guerra generó un clima de intensa exaltación nacionalista que se vio truncado con el desenlace del conflicto. Los opositores del sistema liberal se vieron motivados por el fracaso del primer ministro Orlando para obtener las ganancias territoriales que deseaban los italianos. Orlando tuvo una idea que entusiasmó a los nacionalistas y enfureció a los aliados: «El Tratado de Londres más Fiume». En Fiume, además del factor nacionalista, entraron en juego otros intereses. Se temía que, con ese puerto, Yugoslavia pudiera hacer competencia al de Trieste. Por otro lado, sectores del ejército italiano deseaban retrasar la desmovilización que comportaría inevitablemente la reducción del presupuesto militar.


El presidente estadounidense Woodrow Wilson impulsó la creación de la Sociedad de Naciones y trató de reorganizar el mapa europeo siguiendo el principio de las nacionalidades. Wilson estaba convencido de que la diplomacia secreta había sido la causante de la guerra y no se sentía en modo alguno vinculado por los términos del Tratado de Londres que había logrado que Italia se uniese a la causa aliada. Los franceses, por su parte, se oponían a la cesión de territorio por parte del recién creado Estado yugoslavo. Así, las reivindicaciones italianas sobre Trieste y Dalmacia no podían ser satisfechas.


Orlando regresó a Italia con las manos vacías y D’Annunzio comenzó a hablar de la «vittoria mutilata». Orlando fue sustituido por Francesco Saverio Nitti, cuya actitud conciliadora hacia los aliados le valió el apodo de Cagoia («cagón») por parte de D’Annunzio. La mayor parte de los italianos consideró que habían sido engañados por sus aliados e Italia comenzó a adquirir la condición de «perdedor honorífico» en el escenario de la posguerra. El mito de la «victoria mutilada» desempeñaría un papel destacado en el ascenso del fascismo: «Victoria nuestra –escribió D’Annunzio–, nadie podrá mutilarte». Tras el armisticio, D’Annunzio escribió: «Huelo el hedor de la paz». Escribió poemas alabando los torpedos, criticando a la decadente aristocracia e incluyendo en sus obras escenas de amantes volando en aviones. De haber continuado su carrera como escritor, su interés hubiese sido disminuido. Sin embargo, su gran momento estaba por llegar.


Fiume estaba llamada a ser su Utopía. En los meses siguientes, fue un frenesí de ceremonias, espectáculos de toda índole y bailes


Ante la crisis de Fiume, D’Annunzio aceptó la invitación de un grupo de jóvenes oficiales para resolver la cuestión de la disputada localidad. Como un sonámbulo, ocupó la ciudad sin encontrar resistencia y permaneció allí hasta diciembre de 1920 bajo el lema «La revuelta contra la razón». Fiume estaba llamada a ser su Utopía. La acción de D’Annunzio recordó a muchos la célebre gesta de Garibaldi y «los Mil». En los meses siguientes, Fiume fue un frenesí de ceremonias, espectáculos de toda índole y bailes. «En la ciudad resonaban –según un observador– los jadeos de los amantes, y se reservó un hospital para tratar las enfermedades venéreas». Mussolini, a la sazón editor de un diario, seguía con detenimiento aquellos sucesos, mientras Lenin enviaba a D’Annunzio un tarro de caviar como homenaje.


Futuristas, poetas y radicales de toda índole se unieron a aquella fiesta, seguidos por periodistas, delincuentes y espías. La ciudad se sumergió en una orgía dionisíaca, regada con vino, cocaína y opiáceos. Se celebraron desfiles y espectáculos con fuegos artificiales. Los burdeles se encontraban atestados. Se llevó a cabo un simulacro de batalla mientras la orquesta de Toscanini entonaba la Quinta Sinfonía de Beethoven, lo que desembocó en una pelea real. D’Annunzio se había convertido en comandante de lo que él mismo denominó «la ciudad del Holocausto». D’Annunzio, señala Hughes-Hallett, «había encontrado la palabra en Salambó, donde Flaubert describe el sacrificio de docenas de niños a Moloch, y la había incorporado a su retórica de guerra. El conflicto era una hoguera en la que la mugre y la corrupción del tiempo de paz podían erradicarse por completo, dejando al mundo purificado y cauterizado». El término «Holocausto» adquiriría toda su cruel dimensión tras la Segunda Guerra Mundial. No resulta aventurado afirmar que algunos de los aspectos más oscuros del siglo XX se anunciaron en aquella pequeña localidad. Un consejero del presidente norteamericano escribió: «Por qué se empeñaron en ganar una ciudad de cincuenta mil habitantes de los que poco más de la mitad eran italianos constituye un misterio para mí». Ese misterio permanecería sin resolver y forma parte del enigma del personaje.


Bañado en perfume, enfundado en unos guantes blancos y calzando unos pequeños tacones, D’Annunzio parecía un diletante estrafalario. Sin embargo, se trataba de un hombre comprometido con la política radical. Escribió sobre la necesidad de un gran conflicto de razas que purgase a la sociedad con fuego y sangre. El hecho de que propusiera algo semejante tras presenciar el horror de la guerra convierte ese escrito en un dato revelador de su mentalidad. Que un envejecido poeta, arruinado y psicológicamente inestable, pudiera alterar las negociaciones de paz mediante un golpe de Estado resulta ciertamente extraordinario e inquietante a la vista de los acontecimientos futuros.


Durante más de un año, D’Annunzio desafió a su propio Gobierno, a las potencias aliadas y a la recién creada Yugoslavia. Asimismo, supuso un desafío para el propio Mussolini y el movimiento fascista. Si D’Annunzio tenía éxito en conquistar no sólo Fiume, sino también Italia, Mussolini se convertiría, en el mejor de los casos, en su segundo. Mussolini valoró cuidadosamente su posición. Tenía que desear éxito a la operación, pero no podía verse involucrado en un posible fracaso. Uno de sus biógrafos denominó acertadamente a D’Annunzio «el primer Duce». Su golpe en Fiume gozó de gran popularidad en Italia, aunque con el tiempo la gente comenzó a hartarse de su megalomanía y sus excesos.





Sacrificio de niños a Moloch descrito por Flaubert en Salambó



D’Annunzio declaró a Fiume Estado constitucional independiente, presagio del posterior sistema fascista italiano. Se nombró a sí mismo Duce e intentó organizar una alternativa a la Sociedad de Naciones para las naciones oprimidas del mundo (como Fiume) y forjar sin éxito alianzas con grupos separatistas de los Balcanes. La comunidad internacional comenzó a preocuparse y a pensar que aquel simulacro de Estado rebelde presagiaba una revolución italiana en toda regla. Aquel incidente fue mucho más que un golpe de efecto teatral y anecdótico de un excéntrico escritor. Se trató de un abierto desafío al Tratado de Versalles que dejó al Gobierno de Francesco Saverio Nitti en una precaria situación nacional e internacional. Italia había alcanzado un acuerdo con Yugoslavia en el Tratado de Rapallo, en el que se fijaban las fronteras entre ambas naciones. Italia recibió gran parte de la península de Istria, la localidad de Zadar, en la que los italianos eran mayoría, y unas cuantas islas del Adriático. Fiume se convertía en un Estado libre unido a Italia por una franja de tierra. Muchos nacionalistas consideraron que el tratado había sido un triunfo, pues se había impedido que Fiume cayera bajo control de los eslavos. Sin embargo, D’Annunzio ignoró el tratado entre Italia y Yugoslavia y declaró la guerra a Italia. Había ido demasiado lejos.


El ejército italiano finalmente entró en acción y Fiume se rindió en diciembre de 1920, después de que la Armada italiana bombardeara la ciudad. D’Annunzio, que había estado clamando «Fiume o morte», halló una oportunista tercera vía al huir a Italia el 18 de enero de 1921. Después del incidente de Fiume, D’Annunzio se retiró y pasó sus últimos años escribiendo. Mussolini tomó buena nota de los éxitos y los fracasos del «primer Duce». También observó con satisfacción cómo uno de sus principales rivales quedaba debilitado, humillado y, en definitiva, tocado de muerte sin que hubiera sido necesaria su intervención personal: D’Annunzio ya era suyo.


Los discursos de D’Annunzio en los balcones, los gritos sin sentido como «A Noi! Eia, eia alalà», la respuesta visceral de la masa, las camisas negras, el énfasis en el militarismo y el nacionalismo pasarían a ser parte integral de la coreografía fascista. Mussolini también se percató de los errores de D’Annunzio. Permanecer en la frontera sin el temple necesario para avanzar hacia Roma hizo que pronto se encontrase aislado y marginado. Si la lucha por el espacio político era uno de los temas de la política de posguerra en Italia, D’Annunzio calculó mal la jugada ajedrecística. Era en las calles y plazas de Italia, y no en el territorio de Fiume, donde debía librarse la lucha por el poder.


El deseo fascista de involucrarse en el meollo de la política –organización, administración, estrategia y gestión económica, cultura y servicios sociales– lo convirtió, más allá de la demagogia, en un movimiento atractivo, peligroso y triunfador. Sin duda, se trataba de asuntos para los que D’Annunzio no se encontraba ni preparado ni dispuesto. Una vez arrebatado su reducto de poder de Fiume, su participación en el Gobierno y la Administración apenas se sintió en los meses de la ocupación. Podía escuchársele quejándose de estar «confinado en una sofocante sala de reuniones, cuando podía estar recogiendo violetas». No es de extrañar que pronto la situación degenerase en caos y la economía se desplomara, así como sus relaciones con el resto del mundo. Como describe Hughes-Hallett, «nadie sabía a qué identidad política pertenecía Fiume, si es que pertenecía a alguna. Nadie sabía, por tanto, cual de las muchas divisas que circulaban por allí (monedas húngaras, italianas, yugoslavas) era válida». Los impuestos se pagaban en una moneda y los bienes de consumo en otra. Mussolini pronto se percató que el diletantismo político no llevaba muy lejos y el revolucionario profesional apartó del escenario político al amateur. En 1924, como un acto de ironía para D’Annunzio, sería Mussolini quien forzaría al Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos a ceder Fiume.


D’Annunzio es una figura histórica idónea para escribir una biografía, a lo que se añade su tendencia enfermiza a dejar constancia de todo cuanto le sucedía


Con estas credenciales vitales tan atípicas, D’Annunzio es, a priori, una figura histórica idónea para escribir una biografía, a lo que se añade su tendencia enfermiza a dejar constancia de todo cuanto le sucedía. Incluso en sus misiones de bombardeo, debido al ruido del aparato, se comunicaba pasando notas que se han preservado también para la posteridad. Asimismo, escribió cartas a sus numerosas amantes que abundaban en todo tipo de detalles pornográficos. También escribió sobre sus sueños, el olor de sus amantes, lo que comía, lo que pensaba y todo esto permite a Hughes-Hallett crear un retrato íntimo de su figura. Sin embargo, uno debe cuestionarse si un escritor, cuya magna obra, apenas conocida hoy en Italia, alcanza los cuarenta y ocho volúmenes, merece una biografía de más de setecientas páginas como la de Hughes-Hallett. Asimismo, dado que su encanto radicaba en su voz y en sus hazañas sexuales, resulta complejo aproximarse a su figura y plasmar esos episodios en el papel. Resulta difícil abstenerse de hacer juicios de valor sobre un hombre enamorado de sí mismo, de retórica exacerbada y sexualidad desenfrenada. Tampoco resulta tarea sencilla alejarse del culto a la anécdota, que pareció ser una de las constantes de su vida.


Admiradora de parte de su obra, Hughes-Hallett evita en la medida de lo posible los juicios de valor. La autora señala que es «una mujer que escribe sobre un supuesto “poeta de la virilidad”» y una pacifista que escribe sobre un incitador a la guerra pero, afirma, «la desaprobación no es una respuesta interesante. No se puede despreciar a D´Annunzio diciendo que era un ser singularmente repugnante o trastornado». A pesar de todo, no puede evitar tildarlo en el texto de «horrible» en varias ocasiones. El objetivo de esta biografía, como señala pronto en la obra, es mostrar las dos caras de la moneda de D’Annunzio: la buena y la mala. Existe un D’Annunzio «aceptable, que escribe con enorme lirismo sobre la naturaleza y los mitos, y hay un D’Annunzio abominable, que instiga a sus compatriotas a ir la guerra y empapar la tierra con sangre, defensor de los más peligrosos ideales de patriotismo y gloria, que abrió el camino a la brutalidad institucionalizada. Los que admiran al primero han tratado con frecuencia de ignorar, incluso negar, la existencia del segundo […]. Yo me opongo a los dos argumentos. Los dos D’Annunzios son uno y el mismo».


La autora parece, al mismo tiempo, horrorizada y atraída por el biografiado. No intenta rehabilitar a D’Annunzio como escritor, una causa casi perdida si se tiene en cuenta el carácter antidemocrático y nacionalista de sus ideas. La literatura constituía para D’Annunzio un repertorio de poses. Por ello, lo que realmente distingue y sirve de cohesión a la obra de Hughes-Hallett no es su carrera como escritor. El elemento central de su vida era la obsesión casi patológica por convertir su existencia en una obra de arte: «Debes construir tu vida como construyes una obra de arte –escribió en Il Piacere–: es ahí donde radica la verdadera superioridad».


En ocasiones se ha defendido que D’Annunzio era un destacado escritor y un fascista tibio. Para Hughes-Hallett, se trataba de un firme creyente en el fascismo y de un destacado escritor. Su biografía analiza con precisión la ambivalente relación entre D’Annunzio y los futuristas de Marinetti, así como con los fascistas de Mussolini. La forma de abordar esta biografía, adoptando una forma no cronológica, con flashbacks y saltos en el tiempo, resulta en ocasiones sin duda original, aunque, a menudo, la información resulta un tanto inconexa, sin aparente lógica o contexto. Se trata de una obra extensa, tal vez en exceso, salpicada de abundantes detalles. El gran riesgo siempre presente en el género biográfico es el de personalizar en exceso procesos históricos complejos, haciendo demasiado hincapié en el papel de los individuos. La biografía de Hughes-Hallett no logra tampoco sortear ese escollo. Se echa así en falta una visión ampliada de los problemas que aquejaban al régimen liberal italiano y que, a la postre, precipitaron su caída.


Otro problema básico para los biógrafos es esa cualidad subjetiva denominada carácter. Los biógrafos tienden a considerar como carácter los elementos de la personalidad que permanecen más o menos constantes durante toda la vida. En el caso de D’Annunzio, la posibilidad de reinventarse fue una de las constantes de su vida, como queda patente en la obra de Hughes-Hallett. El mérito de la autora estriba en su habilidad para examinar cuidadosamente la poliédrica personalidad de D’Annunzio, logrando mostrar cómo la creatividad puede coexistir con un desprecio patente a la vida humana. No resulta tarea sencilla enfrentarse a un hombre que se convirtió en esteta, rimador profético, aviador maníaco y demagogo marcial, un hombre cuya prodigalidad se veía tan selo superada por su promiscuidad, crueldad y narcisismo.


En su faceta política, una cuestión relevante para la historia de Italia y para la europea es si D’Annunzio fue un precursor o, incluso, el ideólogo del fascismo: «Aunque D’Annunzio no era un fascista –concluye Hughes-Hallett–, el fascismo era d’annunziano. […] Las camisas negras, el saludo romano con el brazo extendido, los cánticos y los gritos de guerra, la glorificación de la virilidad y de la juventud, la patria y el sacrificio cruento eran, todos ellos, elementos que ya estaban presentes en Fiume tres años antes de la marcha de Mussolini en Roma». D’Annunzio generó gran parte de las corrientes venenosas que desembocarían en el pantano fascista. Para D’Annunzio, como para Nietzsche, el estilo era el contenido. Y si el fascismo era «la estética de la política», como afirmó Walter Benjamin, D’Annunzio se convirtió en su mejor representante avant la lettre. Era calvo, pero sus seguidores pronto se raparon las cabezas para asemejarse a su líder y su legado permanece en losskin heads actuales. Su estilo rítmico al hablar, construyendo discursos con repeticiones y preguntas retóricas histéricas, sería copiado por Hitler. D’Annunzio deseaba crear una «la política de lo poético» y se convirtió en un maestro de los eslóganes, de los cánticos y los espectáculos.


Como sucede en la vida y las ideas de D’Annunzio, todas las formas de fascismo contendrían un «núcleo mítico» que incluiría la creencia en la necesidad de hacer tabula rasa de las formas políticas existentes y en el establecimiento de un «nuevo orden» basado en los «nuevos valores» y en el «nuevo hombre fascista». Este nebuloso deseo variaría según los distintos contextos nacionales, pero incluía desde los heroicos valores de un centurión imperial (la analogía favorita de Mussolini) hasta el nacionalismo racial del nazismo, con su adulación de la supuesta «superioridad» de la mítica raza aria y el hombre nórdico. En 1892, D’Annunzio ya había anunciado: «Los hombres se dividirán en dos razas. A la superior, que se habrá elevado impulsada por la energía de su voluntad, le estará permitido todo; a la inferior, sin embargo, nada o muy poco».





Gabriele D'Annunzio y sus chicos, en Fiume



Sin embargo, a pesar del lado estetizante, y aunque D’Annunzio se proclamara «inventor del fascismo», una tesis que la autora parece suscribir, una panorámica más amplia muestra que, en realidad, no era, ni mucho menos, la única figura que defendía esas ideas, y que se trataba más de un síntoma que de la causa. Un indicio de una enfermedad que iba apoderándose de Europa debido a las consecuencias imprevista de una guerra que debía «terminar con todas la guerras». La devastadora pérdida demográfica, la interrupción del comercio internacional, la destrucción industrial, la quiebra del sistema monetario basado en el patrón oro y la inflación resultante de la financiación del esfuerzo de guerra, fueron algunos de los factores más destacados de la ruina económica que se abatió sobre Italia y sobre Europa. En el orden moral, la guerra afectó a toda una generación que en adelante se definió como excombatiente (como D’Annunzio, Mussolini y Hitler). Como escribió D’Annunzio –el guerrero-poeta–, a aquellos líderes surgidos de las trincheras, «la música incomparable de la guerra divina» les resonaba en sus cabezas.


Las condiciones propicias para la toma del poder por el fascismo en Italia surgieron, en gran parte, por la incapacidad de los gobiernos liberales posteriores a la unificación italiana de involucrar a una mayor cantidad de población en los asuntos políticos. Cuando surgió una auténtica democracia, lo hizo con una rapidez explosiva en un momento, además, en que Italia se enfrentaba a los efectos devastadores de la guerra mundial, a una aguda crisis económica, al descontento social y a las frustraciones nacionalistas. Es probable que esos problemas hubiesen podido ser absorbidos por un sistema parlamentario firme y estable, algo inexistente en Italia, donde los «D’Annunzios» podían exaltar libremente a las masas ante la ausencia de una estructura que canalizase democráticamente el descontento.


El problema no era nuevo y hundía sus raíces en el dilema de los gobiernos italianos posteriores a la unificación de tener que hacer frente a un problema social muy complejo: la aparición de las «masas» en el escenario político. No se trató de un problema exclusivamente italiano. Sin embargo, en el caso italiano el agravante en la posguerra fue que gran parte de la población no se sentía vinculada políticamente a ningún partido. Entre ellos se encontraban dos grandes grupos: los veteranos de guerra que se sentían injustamente tratados y un grupo heterogéneo de clase media formado tanto por nuevos grupos sociales urbanos ambiciosos como por sectores temerosos y resentidos, más parecidos a la pequeña burguesía en declive que glosara con tintes apocalípticos Karl Marx. Estos italianos, como D’Annunzio y Mussolini, que no se encontraban vinculados al liberalismo tradicional ni al catolicismo político, ni todavía al socialismo, conformaron la base del movimiento fascista.


La relación política y personal de D’Annunzio con Mussolini estuvo siempre marcada por la ambigüedad, en gran parte derivada de los celos mutuos. El poeta, como reconocían muchos observadores, era el único hombre en Italia con los suficientes carisma y autoridad para detener a los camisas negras que sembraban el terror. De hecho, el 13 de agosto de 1922, en su retiro del Lago de Garda, D’Annunzio, en compañía de la última de sus amantes, Luisa Baccara, sufrió una caída y se fracturó el cráneo, quedando en coma durante tres días. Los motivos de aquella caída que, en consonancia con su tendencia a la hipérbole, definió como un «vuelo de arcángel», no quedaron nunca claros. Podría haberse desplomado debido a la influencia de las drogas que estaba consumiendo, o que se debiera a la presencia durante el accidente de Aldo Finzi, uno de los lugartenientes más fieles de Mussolini, que se vería posteriormente involucrado en la muerte de otro gran rival del Duce, Giacomo Matteotti, aunque esta hipótesis es remota y sin fundamento documental. La autora concluye que «Finzi ha sido, y sigue siendo, amigo y admirador de D’Annunzio. Además, si aquello fue un intento fallido de asesinato fue, desde luego, bastante patoso: hasta la víctima tuvo problemas para taparlo. D’Annunzio cuenta en su Libro segreto, a medio camino entre la ficción y la autobiografía, que aquella caída fue un intento de suicidio. Y puede que lo fuera: llevaba años coqueteando con la idea de quitarse la vida [...]. O tal vez –esta parece ser la explicación más probable–, simplemente, se cayó». D’Annunzio, como señala acertadamente la autora, «veía a los fascistas como burdos imitadores suyos: podían resultar útiles como simpatizantes, pero sus métodos eran terriblemente brutales y su pensamiento, nada refinado».


«Aunque D’Annunzio no era un fascista –concluye Hughes-Hallett–, el fascismo era d’annunziano» 


En cualquier caso, la caída de D’Annunzio y su posterior coma resultaron de enorme utilidad para los fascistas que, hacia el verano de 1922, habían logrado imponer por medio del terror su control de la Italia septentrional y se encontraban en condiciones de enfrentarse al debilitado Estado liberal. En la autobiografía de Mussolini, la lucha fascista durante el «bienio rojo» es descrita como una pugna heroica: «El miedo y la cobardía –señalaba– habían sido las características del Partido Socialista en Italia». Mussolini señalaba que eran los socialistas y los anarquistas quienes arrojaban bombas o golpeaban a los fascistas. Se trataba de una falacia, pero los fascistas lograron aparecer como los defensores del orden y la ley a los ojos de la clase media.


Conforme aumentaba la conflictividad social, la violencia fascista arreció, demandada a menudo por empresarios o terratenientes. El número de escuadras fascistas se multiplicó por toda la geografía italiana. Los métodos eran brutales, pero efectivos. En 1920, un millón de agricultores se encontraban en huelga. En 1921, la cifra se había reducido a tan solo ochenta mil. Para Mussolini se había confirmado «la necesidad de hierro de la violencia». La policía hacía la vista gorda mientras el squadrismo destruía la base del poder socialista en las provincias. Entre las filas socialistas cundió el desánimo debido a la quema de sus sedes y a las frecuentes palizas que recibían sus miembros. El fenómeno del squadrismo ponía en evidencia la debilidad del Estado en la Italia liberal.


D’Annunzio había sido invitado por un veterano político liberal a encontrarse con Mussolini el 15 de agosto para intentar lograr algún tipo de acuerdo: «Todas nuestras fuerzas deben unirse –le advirtió–, usted ve el peligro y puede movilizar a la juventud, motivarla y devolverla al camino correcto». El «vuelo de arcángel» de D’Annunzio anuló aquel encuentro y, dos meses más tarde, los fascistas lanzaban su «marcha sobre Roma». Como apunta Hughes-Hallett, «a lo largo de los años veinte mucha gente volverá su mirada hacia él esperando que explote su enorme tirón y les ofrezca un camino por el que ellos le seguirán: por un lado, los fascistas, consternados por los compromisos que Mussolini está adquiriendo en su ascenso hacia la consolidación del poder; por otro, los antifascistas, que creen que el poeta puede convertirse en el emblema de un régimen menos brutal. Ambos miraron hacia él en vano». D’Annunzio siempre creyó que él había allanado el camino para los fascistas: «En el movimiento que se autodenomina “fascista”, lo mejor del mismo, ¿no ha sido engendrado por mí?», escribió a Mussolini, frustrado tras la marcha sobre Roma. D’Annunzio se mostró disgustado por la deriva del régimen fascista hacia la alianza brutal con Hitler. Los alemanes, en su opinión, constituían una «horda de bárbaros del lado erróneo de los Alpes». D’Annunzio escribiría a Mussolini advirtiéndole que se alejara de Hitler, «ese rostro innoble manchado de cal y cola». Su consejo caería en saco roto.


D’Annunzio nunca estuvo directamente involucrado en los gobiernos fascistas italianos, pero eso no le impidió vivir a costa del Estado italiano. Según Mussolini, era una «muela cariada» que había que «arrancar o empastar con oro». «Tengo lo que he dado» fue la orgullosa divisa heráldica esculpida por el poeta en el pórtico de la pretenciosa ciudadela monumental erigida a orillas del Lago de Garda, conocida como Il Vittoriale degli Italiani, su última morada, que D’Annunzio entregaría desinteresadamente al Estado, pero a cambio de que éste le proporcionara la financiación necesaria para sus pomposas ambiciones arquitectónicas. El ejército de admiradoras y concubinas no disminuyó aunque, en sus últimos años, destrozado por la sífilis y medio ciego, el ídolo ya no era más que una sombra mórbida de lo que había sido. Falleció el 1 de marzo de 1938 de un derrame cerebral a los setenta y cuatro años. Señala la autora que «Emy Huefler, la amiguita rubia de D’Annunzio, abandona el Vittoriale inmediatamente. Poco después estará en Berlín trabajando para el ministro de Asuntos Exteriores, Von Ribbentrop. Era una agente nazi que habían metido en casa de D’Annunzio para espiarle. Se ha sugerido que podría haberlo matado ella con una sobredosis de cocaína, pero conociendo su historia de adicción a las drogas y de enfermedades venéreas, así como su declive físico, es posible que no fuera necesario». En Inglaterra, su reputación fue resumida por Lord Vansittart, del Foreign Office, quien rechazó enviar un pésame oficial por considerar que se trataba de un «canalla de primera categoría».


En la oficina de Mussolini, su muerte fue acogida con un aliviado «¡Por fin!». Mussolini, siempre atento a los efectos propagandísticos, organizó unos funerales de Estado donde aseveró: «Puedes estar seguro de que Italia alcanzará la cima con la que soñaste. Lo juro…» Era una promesa destinada a hacerse realidad, con consecuencias trágicas para Italia y para Europa. Al igual que D’Annunzio en su frustrada incursión sobre Fiume, Mussolini se vio obligado a lograr éxitos espectaculares y la naturaleza del régimen fascista que creó exigió que parte de esos éxitos llegaran en forma de conquistas militares. En la década de 1930, las decisiones más susceptibles de afectar al futuro de Italia eran las de política exterior y estas estuvieron casi exclusivamente en poder de Mussolini. La gran ironía de la política exterior fascista fue que, incluso en el caso de una victoria de las fuerzas del Eje en la Segunda Guerra Mundial, Mussolini no hubiese logrado ni el poder ni el estatus que tanto anhelaba para él y para su nación. La Italia fascista no hubiese sido más que una potencia modesta en una Europa dominada por la Alemania nazi. En ese sentido, la aventura de D’Annunzio en Fiume, desestabilizadora y sorprendente, pero inútil, fue un presagio microscópico de lo que ocurriría con Italia durante la guerra mundial.


En un trágico reflejo de lo que había sucedido años antes en Fiume, la ausencia en Italia de procesos que permitieran analizar la situación internacional de forma adecuada forzaron a Mussolini a ir dando palos de ciego en la escena internacional, como un sonámbulo. Los años de incompetencia industrial, de burocracia, de erróneos cálculos políticos, de infantiles elementos psicofánticos, tanto en el ejército como en el Gobierno, no tardarían en desembocar en unos resultados calamitosos. La pasión «d’annunziana» por la velocidad y la acción, el sorprendente desdén por la reflexión y la precisión, así como la dudosa base moral del régimen, eran elementos que conducían directamente al fracaso y a un destino ligado a las veleidades del Führer alemán.









Marinetti





Mussolini y sus colaboradores exacerbaron, tal y como había hecho de forma irresponsable D’Annunzio antes de la Gran Guerra, la exagerada admiración hacia el poder del espíritu humano y creyeron en el poder de la fantasía geopolítica sobre la realidad de la guerra industrial moderna. D’Annunzio, como señala la autora, «había visto cientos de adolescentes perplejos, sacrificados en aras de una causa que no lograban comprender. Ahora se daba cuenta de que aquellas muertes habían sido inútiles, casi por completo. Pero la experiencia no había saciado su hambre de violencia. La guerra era música. La guerra era religión. No podía soportar que faltara». El régimen fascista añadió a esa «lírica» belicosa su sello característico de irresponsabilidad y fanfarronadas, una hostilidad hacia la competencia económica que podía haber ayudado a forjar una moderna maquinaria militar italiana, así como cierta timidez en el ejercicio del mando derivada de su perniciosa tendencia a los compromisos.






Los motivos del fracaso del fascismo y la caída de su líder no se encuentran, sin embargo, en errores de juicio. Es preciso identificarlos en las características inherentes del fascismo –heredero en parte de las extravagantes ideas de D’Annunzio–, en la desenfocada naturaleza de sus ideas, en los compromisos inevitables, pero nefastos, para mantener el poder y frenar el radicalismo interno, en la tendencia al expansionismo imperialista que la Italia fascista era incapaz de soportar y en un culto al líder «d’annunziano» del cual el sistema no podía escapar cuando el Duce ya no se mostró digno de suscitar la admiración de sus seguidores.


Las semillas del culto a la violencia de D’Annunzio darían su fruto en las dos décadas largas que duró el fascismo. Como señala la autora sobre el poeta: «Si la guerra era una sinfonía, sus discursos también eran composiciones musicales llenas de juegos de virtuosismo e insistentes estribillos. Las palabras que las recorrían eran como un leitmotiv: sangre, muertos, gloria, amor, dolor, sagrado, victoria, Italia, fuego y otra vez: sangre, muertos, Italia, sangre, muertos, sangre». El régimen fascista italiano, sin alcanzar los límites del aliado alemán, fue una mezcla de brutalidad, diletantismo y oportunismo, ideas que no eran ajenas al pensamiento y la acción de D’Annunzio. Durante la Gran Guerra, D’Annunzio había contemplado «los enormes tanques que se dirigían hacia el norte llenos de víctimas para el sacrificio y de borrachos cantando» y reflexionó que «el Destino ordena los acontecimientos como un gran poeta trágico». Aquellas palabras se materializarían en el cataclismo que causaron los fascismos en Europa.


Si tomamos a D’Annunzio como precursor de la tragedia fascista que se abatió sobre Italia, ¿qué valor puede tener en la actualidad estudiar la figura de D’Annunzio? Por sorprendente que pueda resultar, algunas de las facetas de su personalidad y de sus actividades nos convierten en sus extraños herederos. Su figura se refleja de forma implacable en nuestra cultura apasionada y enloquecida de las celebridades y el culto a la imagen. ¿No fue D’Annunzio un precursor, tanto de los fascismos que asolaron Europa como de las estrellas vacías que ocupan el imaginario colectivo actual: estrellas de cine, deportistas y famosos de toda índole?


D’Annunzio, como señala la autora, era en parte consciente de que alguien como él llevaba dos existencias: una como persona privada y la otra como imagen pública. Convirtiéndose en una figura pública, D’Annunzio anunciaba tanto los fascismos europeos como nuestro moderno culto a las celebridades adoradas por las masas. En realidad, en varios aspectos la sociedad actual ha seguido, desconociéndolo, muchos de sus pasos. Sus analogías con la política actual son evidentes y no resulta muy complicado trazar paralelismos con políticos italianos y europeos, líderes obsesionados por su imagen, incursos en problemas de corrupción y más atentos a las veleidades de la opinión pública que a la sustancia de la política. El historiador Emilio Gentile señaló que lo que el fascismo heredó de Fiume no fue un credo político, sino «un modo de hacer política».


Mussolini y los fascistas «se quedaron con la importancia del arte y la manipulación de las emociones colectivas de una comunidad. La doctrina política no era nada sin el arte que podía promocionarla». Un modo de hacer política que, como señala la autora, «a partir de entonces, se ha vuelto casi universal». D’Annunzio fue, al mismo tiempo, un hombre decadente y modernista, un virtuoso de la palabra con enorme atractivo para las masas. En su figura y, posteriormente, en el fascismo, se encuentra el germen de la comunicación y manipulación en las sociedades de masas. «Su mausoleo –concluye Hughes-Hallett– es la quintaesencia del monumento fascista». Como señaló el historiador Tony Judt, «los fascistas no poseen realmente conceptos: tienen actitudes».


Aunque la recaída en nuevas formas de fascismo es improbable en cualquier democracia occidental actual, la extensión del poder del Estado moderno sobre sus ciudadanos es motivo suficiente para desarrollar un elevado nivel de conciencia crítica como protección frente a las imágenes comercializadas de los aspirantes al liderazgo político, de figuras como D’Annunzio, prestas a lanzar retos a Estados en crisis. En marzo de 1923, Mussolini escribió: «Puede que el género humano esté cansado de la libertad. De libertad ha tenido ya una orgía». Marinetti escribió sobre D’Annunzio que «su capacidad de complacer era diabólica». Hughes-Hallett señala certeramente que «incluso quienes lo veían con malos ojos lo encontraban irresistible. De manera similar, y por censurables que resultaran los movimientos fascistas, la historia ha demostrado lo poderoso que fue su glamour. Para evitar que se repitan no sólo tenemos que ser conscientes de su crueldad, sino entender además su poder de seducción». Incluso hoy, cuando ha desaparecido prácticamente el atractivo del comunismo en gran parte del planeta, existen todavía simpatizantes de las ideas fascistas, personas que ven en ellas una alternativa al comunismo o al capitalismo. No debemos subestimar su potencial. En ese sentido, aproximarse a la figura de D’Annunzio debe servirnos de advertencia. La obra de Hughes-Hallett, un tanto «d’annunziana» en su planteamiento y estructura, constituye, sin embargo, la mejor guía para aproximarse al proceloso mundo de esta insólita figura europea, hija de un momento peculiar de la historia de Italia, una personalidad que tuvo la peculiaridad de resultar atractiva y repugnante en igual medida.






Álvaro Lozano es historiador. Sus últimos libros son La Alemania nazi (Madrid, Marcial Pons, 2008), El Holocausto y la cultura de masas (Barcelona, Melusina, 2010), Anatomía del Tercer Reich. El debate y los historiadores (Barcelona, Melusina, 2012), Mussolini y el fascismo italiano (Madrid, Marcial Pons, 2012), El laberinto nazi(Barcelona, Melusina, 2013) y La Gran Guerra (1914-1918) (Madrid, Marcial Pons, 2014).


Tomado de:


http://www.revistadelibros.com/index.php

LA CATÁSTROFE DEL POSMODERNISMO/ JOHN ZERZAN











Posmodernismo. Originariamente un tema de la estética, ha colonizado "áreas cada vez más amplias", según Ernesto Laclau, "hasta convertirse en el nuevo horizonte de nuestra experiencia cultural, filosófica y política". "La creciente convicción", como la tiene Richard Kearney, "de que la cultura humana tal como la hemos conocido... ha llegado ahora a su fin". Especialmente en los EE.UU., es la intersección de la filosofía postestructuralista con la cada vez más amplia condición de la sociedad: un ethos especializado y, mucho más importante, la llegada de lo que la sociedad industrial moderna había anticipado. El posmodernismo es la contemporaneidad, un embrollo de soluciones a plazos en todos los niveles, donde destacan la ambigüedad, la negativa a examinar los orígenes o los fines, tanto como el rechazo de los planteamientos de oposición, "el nuevo realismo". Al no significar nada y no ir a parte alguna, el pm [posmodernismo] es un milenarismo invertido, una realización de conjunto del sistema de "vida" tecnológico del capital universal. No resulta accidental que la Universidad de Carnegie-Mellon, que en los años 80 fue la primera en exigir que todos los estudiantes estuvieran equipados con ordenadores, estableciera "el primer programa de estudios postestructuralista del país".


El narcisismo del consumidor y un "¿qué más da?" universal señalan el fin de la filosofía como tal y el esbozo de un paisaje, de acuerdo con Kroker y Cook, de "desintegración y decadencia sobre la irradiación de fondo de la parodia, el kitsch y el agotamiento". Henry Kariel concluye que "para el posmodernismo, es sencillamente demasiado tarde para oponerse al impulso de la sociedad industrial". Superficie, novedad, contingencia: no hay ningún fundamento a mano para criticar nuestra crisis. Si el posmodernismo típico se resiste a conclusiones generalizables, en favor de un supuesto pluralismo y de una perspectiva abierta, también es razonable (si se nos permite utilizar tal palabra) predecir que si y mientras vivimos en una cultura completamente pm, ya no sabremos cómo formular eso.




La primacía del lenguaje y el fin del sujeto


Desde el punto de vista del pensamiento sistemático, la creciente preocupación por el lenguaje es un factor clave explicable por el clima pm de enfoques estrechos y de retroceso. El llamado "descenso al lenguaje", o "giro lingüístico", ha impuesto la presunción posmodernista-postestructuralista de que el lenguaje constituye el mundo humano y el mundo humano la totalidad del mundo. Principalmente en este siglo [el siglo XX], el lenguaje fue ocupando la parte central de la filosofía, entre figuras tan diversas como Wittgenstein, Quine, Heidegger o Gadamer, en tanto crecía la atención hacia la teoría de la comunicación, la lingüística y la cibernética, y los lenguajes informáticos demostraban un énfasis similar durante décadas en la ciencia y la tecnología. Este bien pronunciado giro hacia el lenguaje fue adoptado por Foucault como un "salto decisivo hacia una forma de pensamiento completamente nueva". De una manera menos positiva, se lo puede explicar al menos parcialmente desde la perspectiva del pesimismo que siguió al declive del impulso de oposición de los años 60. La década del 70 fue testigo de un alarmante repliegue dentro de lo que Edward Said llamó el "laberinto de la textualidad", como opuesto a la ocasional actividad intelectual rebelde del período anterior.


Quizá no sea paradójico que el "fetiche de lo textual", como señaló Ben Agger, "desplegara su atracción en una época en que los intelectuales eran despojados de sus palabras". El lenguaje se degrada cada vez más, vaciado de sentido, sobre todo en su uso público. Ya no se puede confiar en las palabras, y esto forma parte de una amplia corriente antiteórica, detrás de la cual se oculta una derrota mucho mayor que la de los ´60: la de la herencia completa de la racionalidad de la Ilustración. Hemos dependido del lenguaje como de la doncella supuestamente fiel y transparente de la razón, ¿y adónde nos ha llevado? Auschwitz, Hiroshima, miseria psíquica de las masas, destrucción inminente del planeta, por mencionar sólo unas pocas cosas. Abrazamos el posmodernismo, con sus vueltas evidentemente extravagantes y fragmentadas. Saints and Postmodernism (1990), de Edith Wyschograd, no sólo da testimonio de la ubicuidad del "enfoque" pm ?no hay, en apariencia, ningún campo fuera de su alcance-, sino que además reflexiona convincentemente sobre la nueva orientación: "El posmodernismo, como estilo discursivo ?filosófico? y ?literario?, no puede apelar francamente a las técnicas de la razón, instrumentos ellas mismas de la teoría, sino que debe forjar nuevos y necesariamente misteriosos medios para socavar los fervores de la razón".



El antecedente inmediato del posmodernismo/postestructuralismo, imperante en los años 50 y buena parte de los 60, se organizó en torno a la centralidad que otorgaba al modelo lingüístico. El estructuralismo aportó la premisa de que el lenguaje constituye nuestro único medio para acceder al mundo de los objetos y de la experiencia y su ensanche; de que el significado surge completamente del juego de las diferencias dentro de sistemas de signos culturales. Levi-Strauss, por ejemplo, explicó que la clave de la antropología yace en el descubrimiento de leyes sociales inconscientes (por ejemplo, aquellas que regulan los vínculos matrimoniales y de parentesco), que están estructuradas como el lenguaje. Fue el lingüista suizo Saussure quien subrayó, en un paso muy influyente para el posmodernismo, que el significado no reside en una relación entre una proposición y aquello a lo que se refiere, sino en la relación de unos signos con otros. La creencia saussuriana en la naturaleza cerrada, autorreferencial del lenguaje, implica que todo está determinado dentro de éste, llevando al abandono de nociones extrañas como alienación, ideología, represión, etc., y concluyendo que lenguaje y conciencia son prácticamente lo mismo.


Dentro de esta trayectoria, que rechaza la concepción del lenguaje como un medio externo desplegado por la conciencia, aparece el también muy influyente neofreudiano Jacques Lacan. Para él, no sólo la conciencia está impregnada completamente por el lenguaje y no existe por sí misma aparte del lenguaje; incluso "el inconsciente está estructurado como un lenguaje".


Pensadores anteriores, Nietzsche y Heidegger especialmente, ya habían sugerido que un lenguaje diferente o una relación modificada con el lenguaje podía traer de algún modo nuevas e importantes intuiciones. Con el giro lingüístico de los tiempos más recientes, hasta el concepto de un individuo que piensa como base del conocimiento llegó a ser dudoso. Saussure descubrió que "el lenguaje no es una función del sujeto hablante", sino que por el contrario es el que le da voz a éste, ocupando así la primacía. Roland Barthes, cuya carrera se desarrolla en los períodos estructuralista y postestructuralista, decidió que "es el lenguaje el que habla, no el autor", observación a la que se equipara la de Althusser de que la historia es "un proceso sin sujeto".


Si el sujeto es visto esencialmente como una función del lenguaje, la sofocante mediación de éste y la del orden simbólico en general ascienden al primer lugar de la agenda. Así, el posmodernismo se flagela tratando de comunicar lo que se encuentra más allá del lenguaje, "para mostrar lo inmostrable". Mientras tanto, dada la duda radical introducida en cuanto a la disponibilidad para nosotros de un referente en el mundo exterior al lenguaje, lo real desaparece de la reflexión. Jacques Derrida, la figura central del ethos posmodernista, procede como si la conexión entre las palabras y el mundo fuera arbitraria. El objeto mundo no desempeña ningún papel para él. El agotamiento del modernismo y la aparición del posmodernismo requieren, antes de volver a Derrida, unos pocos comentarios más sobre los precursores y el cambio más amplio en la cultura. El posmodernismo plantea cuestiones sobre la comunicación y el significado, de manera que la categoría de la estética, al menos, se convierte en problemática. Para el modernismo, con su feliz creencia en la representación, el arte y la literatura mantienen como mínimo cierta promesa de aportar una visión de realización y armonía. Hasta el fin del modernismo, la "alta cultura" fue considerada como un depósito de sabiduría moral y espiritual. Ahora no parece existir tal creencia, al revelar quizá la ubicuidad de la cuestión del lenguaje el vacío dejado por el fracaso de los otros candidatos a unos comienzos promisorios para la imaginación humana. En los años 60 el modernismo pareció haber alcanzado el fin de su desarrollo, abriendo paso el canon austero de su pintura (por ejemplo, Rothko o Reinhardt) a los esponsales del acrítico pop art con la cultura de consumo comercial vernácula. El posmodernismo, y no sólo en las artes, es el modernismo sin las esperanzas y sueños que hicieron soportable la modernidad.

En las artes visuales, se verifica una extendida tendencia "fast food", en la dirección de un entretenimiento fácilmente consumible. Howard Fox observa que "tal vez la artificiosidad sea la principal cualidad del arte posmoderno". Una decadencia o agotamiento del desarrollo se observa también en las sombrías pinturas de Eric Fischl, donde a menudo cierto horror parece acechar bajo la superficie. Esta cualidad vincula a Fischl, pintor pm esencial de Norteamérica, a la igualmente siniestra Twin Peaks y a la figura pm esencial de la televisión, David Lynch. La imagen, desde Warhol, es autoconscientemente una mercancía reproducible mecánicamente y ésta es la razón de fondo tanto de la superficialidad como de la nota común espectral y ominosa.


El eclecticismo tan frecuentemente notado del posmodernismo es un reciclaje arbitrario de fragmentos de aquí y de allá, especialmente del pasado, que a menudo asume la forma de la parodia y del kitsch. Desmoralizado, desrealizado, deshistorizado, el arte ya no puede tomarse a sí mismo en serio. La imagen no se refiere ya en primer lugar a algún "original", situado en alguna parte del mundo "real"; se refiere, y de manera creciente, sólo a otras imágenes. Así, refleja lo perdidos que estamos, cuán separados de la naturaleza, en el mundo cada vez más mediado del capitalismo tecnológico.


El término posmodernismo se aplicó por primera vez, en los años 70, a la arquitectura. Christopher Jencks escribió sobre una propuesta antiprograma y propluralista, el abandono del sueño modernista de la forma pura en favor de la escucha de "los múltiples lenguajes de la gente". Más honestas son la celebración de Las Vegas de Robert Venturi y la admisión por parte de Piers Gough de que la arquitectura pm no se interesa más por la gente de lo que lo hizo la arquitectura modernista. Los arcos y columnas puestos en los compartimientos modernistas son una frágil fachada de la travesura y la individualidad, que ciertamente no transforma las concentraciones anónimas de riqueza y poder por debajo.

Los escritores posmodernistas cuestionan los fundamentos mismos de la literatura, en vez de seguir creando la ilusión de un mundo externo. La novela reorienta su atención sobre sí misma. Donald Barthelme, por ejemplo, escribe historias que parecen recordarle siempre al lector que son artificios. Al protestar contra la exposición, el punto de vista y otros patrones de la representación, la literatura pm exhibe su incomodidad con las formas suavizadas y domesticadas por los productos culturales. Mientras el distante mundo se vuelve más artificial y su sentido menos sujeto a nuestro control, el nuevo planteamiento revelaría más bien la ilusión aun a costa de no decir ya nada. Aquí y en todas partes el arte lucha contra sí mismo, y sus anteriores exigencias de ayudarnos a comprender el mundo se desvanecen, en tanto el concepto de imaginación incluso pierde su fuerza.


Para algunos, la pérdida de la voz narrativa o el punto de vista es equivalente a la pérdida de nuestra capacidad para situarnos a nosotros mismos históricamente. Para los posmodernistas esta pérdida representa cierta liberación. Raymond Federman, por ejemplo, ensalza en la ficción venidera el hecho de que "estará en apariencia libre de cualquier significado... deliberadamente ilógica, irracional, irrealista, no deductiva e incoherente".


La fantasía, en ascenso durante décadas, es una forma común del posmodernismo, que lleva consigo el recordatorio de que lo fantástico enfrenta a la civilización con las propias fuerzas que ésta debe reprimir para sobrevivir. Pero es una fantasía que, igualando a la desconstrucción y a los elevados niveles de cinismo y resignación en la sociedad, no cree en sí misma hasta el punto de una gran comprensión o comunicación. Los escritores pm parecen ahogarse en los pliegues del lenguaje, transmitiendo poca cosa más que su actitud irónica respecto a las más tradicionales exigencias de verdad y sentido de la literatura. Quizá sea característica la novela de Laurie Moore, Like Life [Como la vida] (1990), cuyo título y contenido ponen de manifiesto una retirada de la vida y una inversión del Sueño Americano, en el que las cosas sólo pueden ir a peor.




La celebración de la impotencia


El posmodernismo subvierte dos de los principios centrales del humanismo de la Ilustración: el poder del lenguaje para configurar el mundo y el poder de la conciencia para dar forma a un yo. De este modo nos encontramos con el vacío posmodernista, la noción general de que el anhelo de emancipación y libertad prometidos por los principios humanistas de la subjetividad no puede ser satisfecho. El pm considera al yo como una convención lingüística. Como señaló William Burroughs: "Nuestro ?yo? es un concepto completamente ilusorio".

Resulta obvio que el alabado ideal de la individualidad ha estado bajo presión durante mucho tiempo. El capitalismo, en realidad, ha hecho una profesión de fe de la exaltación del individuo mientras lo destruía (a él y a ella). Y las obras de Marx y Freud han hecho mucho por mostrar como descaminada e ingenua la creencia en el yo kantiano racional y soberano a cargo de la realidad, junto a sus intérpretes estructuralistas más recientes, Althusser y Lacan, que han contribuido a la empresa y la han actualizado. Pero en esta época la presión es tan extrema que el término "individuo" se ha vuelto obsoleto, siendo reemplazado por el de "sujeto", que incluye siempre el aspecto de estar sujetado (como, por ejemplo, en el término más antiguo "súbdito del rey/5). Incluso ciertos radicales libertarios, como el grupo Interrogaciones en Francia, se suman al coro posmodernista para rechazar al individuo como un juicio de valor, debido a la degradación de la categoría por la ideología y la historia.


Así, el pm revela que la autonomía ha sido mayormente un mito y que los acariciados ideales de dominio y voluntad son similarmente engañosos. Pero si junto con esto se nos prometió un nuevo y serio intento de desmistificar la autoridad, oculta detrás de las máscaras de una "libertad" humanista burguesa, lo que en realidad se consiguió fue una dispersión del sujeto tan radical como para volverlo impotente, incluso no existente, como cualquier clase de agente. ¿Quién o qué queda para lograr la liberación, o es ésta una idea fantástica más? La actitud posmoderna necesita esto: borrar a la persona, en tanto que la existencia misma de su propia crítica depende de ideas desacreditadas como la de subjetividad. Fred Dallmayr, al reconocer el extendido atractivo del antihumanismo contemporáneo, advierte que las primeras víctimas son la reflexión y el sentido de los valores. Afirmar que somos en primer lugar instancias del lenguaje significa obviamente despojarnos de nuestra capacidad para comprender el todo, en una época que nos convoca urgentemente a hacerlo. No es de extrañar que para algunos el pm sea igual, en la práctica, a un mero liberalismo sin sujeto, mientras que las feministas que intentan definir o reclamar una identidad femenina autónoma serán también, probablemente, disuadidas.


El sujeto posmoderno, lo que presumiblemente ha quedado de la máscara del sujeto, parece ser sobre todo la personalidad construida por y para el capital tecnológico, descrita por el teórico de la literatura marxista Terry Eagleton como "la red dispersa, descentrada, de vínculos libidinales, vaciada de sustancia ética e interioridad psíquica, la función efímera de este o aquel acto de consumo, experiencia mediática, relación sexual o tendencia de la moda". Si la definición de Eagleton del no-sujeto actual tal como fue anunciado por el pm es infiel al punto de vista de éste, resulta difícil encontrar fundamentos para distanciarse de su acerbo resumen. Con el posmodernismo, incluso la alienación se disuelve, ¡puesto que ya no hay sujeto para ser alienado! La fragmentación y la impotencia contemporáneas difícilmente podrían ser anunciadas más completamente, o la ira existente y el desamor más plenamente ignorados.




Derrida: desconstrucción y "différance"/6



Por ahora, es suficiente lo dicho sobre el trasfondo y los rasgos generales. El planteamiento posmoderno específico más influyente ha sido el de Jacques Derrida, planteamiento que se conoce desde los años 60 como desconstrucción. En filosofía, el posmodernismo significa sobre todo los escritos de Derrida, y esta perspectiva, la más temprana y la más extrema, ha encontrado una resonancia mucho más allá de la filosofía, en la cultura popular y su entorno.


Ciertamente, el "giro lingüístico" se relaciona con la aparición de Derrida, lo que hace que David Wood llame desconstrucción al "cambio absolutamente inevitable de la filosofía actual", no obstante plantear una ineludible dificultad como lenguaje escrito. Este lenguaje no es inocente o neutral, sino que lleva consigo un considerable número de supuestos que han sido el impulso de su desarrollo, y muestra lo que Derrida ve como la naturaleza fundamentalmente autocontradictoria del discurso humano. El Teorema de Incompletitud del matemático Kurt Gödel afirma que cualquier sistema formal puede ser, o bien consistente o bien completo, pero no ambas cosas. De una manera bastante parecida, Derrida declara que el lenguaje se vuelve constantemente contra sí mismo, de modo tal que, analizado de cerca, nunca decimos lo que queremos decir, o nunca queremos decir lo que decimos. Pero como los semiólogos antes de él, también sugiere al mismo tiempo que un método desconstructivo podría desmitificar los contenidos ideológicos de todos los textos, interpretando todas las actividades humanas esencialmente como textos. La contradicción básica y la estrategia de encubrimiento inherente a la metafísica del lenguaje en su más amplio sentido se podrían poner al descubierto, de lo que resultaría un tipo de conocimiento más profundo.


Lo que opera contra esta última exigencia, con su promesa política insinuada permanentemente por Derrida, es precisamente el contenido de la desconstrucción; ésta considera el lenguaje como una fuerza independiente en movimiento constante, que no permite una estabilización del significado o una comunicación precisa, como se ha dicho más arriba. A este flujo generado internamente, lo llamó "différance", y esto es lo que lleva a la idea misma de significado a la destrucción, junto a la naturaleza autorreferencial del lenguaje, que, como se observó anteriormente, sostiene que no hay ningún espacio más allá del lenguaje, ningún "ahí fuera" para el significado que exista de algún modo. La intención y el sujeto son aplastados, y lo que se revela no son cualesquiera "verdades internas", sino una proliferación infinita de significados posibles generados por la différance, el principio que caracteriza a la lengua. El significado dentro del lenguaje también se hace elusivo por la insistencia de Derrida en que éste es metafórico y, por tanto, no puede transmitir directamente la verdad, una noción tomada de Nietzsche y que borra la distinción entre filosofía y literatura. Todas estas intuiciones contribuyen supuestamente a la naturaleza audaz y subversiva de la desconstrucción, pero también plantean con seguridad algunas preguntas básicas. Si el significado es impreciso, ¿cómo el razonamiento y los términos de Derrida no son también imprecisos, imposibles de fijar? Éste ha replicado a sus críticos, por ejemplo, que no tienen claro su significado, mientras que su "significado" es que no puede haber ningún significado definible, claro. Y aunque su entero proyecto se dirige, en un sentido importante, a subvertir todas las pretensiones del sistema a cualquier clase de verdad trascendente, eleva la différance al estatus trascendente de cualquier primer principio filosófico.


Para Derrida, ha sido la valorización del habla por encima de la escritura lo que ha llevado al pensamiento occidental a pasar por alto la ruina que el lenguaje en sí mismo provoca en la filosofía. Al privilegiar la palabra hablada, se produce un falso sentido de inmediatez, la noción inválida de que en el habla se presenta la cosa misma y la representación triunfa. Pero el habla no es más "auténtica" que la palabra escrita, no es en absoluto inmune al fracaso del lenguaje para entregarnos exacta o definitivamente los bienes (de la representación). Es el deseo extraviado de presencia lo que caracteriza a la metafísica de Occidente, un deseo irreflexivo de éxito de la representación. Es importante notar que a causa de que Derrida rechaza la posibilidad de una existencia inmediata, ataca la eficacia de la representación, pero no la categoría en sí misma. Se burla del juego, pero igual lo juega. La différance (más tarde, simplemente "différence") pasa a ser indiferencia, debido a la inaccesibilidad de la verdad o el significado, y desemboca absolutamente en el cinismo.



Muy temprano discutió Derrida los pasos falsos de la filosofía en el área de la presencia, en relación a la búsqueda atormentada de ésta por Husserl. Luego desarrolló su teoría de la "gramatología", donde devolvió a la escritura su propia primacía, en contraste con el sesgo fonocéntrico de Occidente, o su valorización del habla. Lo hizo, sobre todo, criticando a aquellas figuras mayores que cometieron el pecado de fonocentrismo, incluidos Rousseau, Heidegger, Saussure y Levy-Strauss, lo cual no significa que no reconociera su deuda con los tres últimos.



Como si recordara las implicaciones obvias de su planteamiento desconstructivo, los escritos de Derrida se alejaron en los años 70 de las discusiones filosóficas directas precedentes. Glas (1974) [extractos en castellano, revista Anthropos, Barcelona, suplemento 32, mayo 1992, trad.de C. de Peretti y L. Ferrero] es una mezcolanza de Hegel y Genet, en la que la argumentación es reemplazada por la libre asociación y los malos juegos de palabras. Aunque desconcertante incluso para sus más fervientes admiradores, Glas está ciertamente en consonancia con el principio de la ambigüedad inevitable del lenguaje y busca subvertir las pretensiones del discurso metódico. Spurs (1978) [Espolones. Los estilos de Nietzsche, trad. de M. Arranz, Valencia, Pre-textos, l98l] es un extenso estudio sobre Nietzche que finalmente se centra no en lo publicado por éste, sino en la nota manuscrita en el margen de uno de sus cuadernos: "He olvidado mi paraguas". Existen posibilidades infinitas, y sobre las cuales no se puede tomar decisión alguna, en cuanto al significado o importancia ?si alguna tiene- de este comentario garabateado. Ésta, por supuesto, es la manera de Derrida de sugerir que lo mismo se puede decir de todo lo que escribió Nietzsche. El lugar que ocupa el pensamiento, según la desconstrucción, está claramente (digamos mejor, oscuramente) al lado de lo relativo, de lo fragmentado, de lo marginal.

Indudablemente, el significado no es algo que se pueda atribuir, si es que siquiera existe. Al comentar el Fedro, de Platón, el maestro de la descomposición llega tan lejos como para afirmar que "como cualquier otro texto, [éste] no puede ser abarcado, al menos de una manera virtual, dinámica, lateral, por la totalidad de las palabras que componen el sistema del lenguaje griego".


Ligado a esto, tenemos la oposición de Derrida a las oposiciones binarias, como literal / metafórico, serio /divertido, profundo/superficial, naturaleza/cultura, ad infinitum. Las considera como jerarquías conceptuales básicas, pasadas de contrabando principalmente por el propio lenguaje, el cual crea la ilusión de nitidez u orientación. Declara además que la obra desconstructiva de derrocamiento de estos pares, que valorizan a uno de los dos términos por encima del otro, lleva a un derrocamiento político y social de las jerarquías reales, no conceptuales. Pero rechazar automáticamente todas las oposiciones binarias es una propuesta metafísica en sí misma; de hecho, pasa por alto la política y la historia, más allá del fallo de ver en los opuestos, con todo lo impreciso que éstos puedan ser, nada más que una realidad lingüística. En el desmantelamiento de todos los binarismos, la desconstrucción apunta a "concebir la diferencia sin oposición". Lo que en pequeñas dosis podría parecer un intento saludable, el escepticismo sobre lo nítido, sobre las caracterizaciones de lo uno/o lo otro, procede a la muy cuestionable prescripción de rechazar todo lo que sea inequívoco. Decir que no puede haber ninguna postura de sí o no, es equivalente a la parálisis del relativismo, en el que la "impotencia" se convierte en la estimada compañera de la "oposición".

Quizás el caso de Paul De Man, quien extendió y profundizó las posiciones desconstructivas seminales de Derrida (y en opinión de muchos, superándolo), sea instructivo. Poco después de la muerte de De Man, en 1985, se descubrió que de joven había escrito varios artículos periodísticos antisemitas y pro-nazis en la Bélgica ocupada. La categoría de este brillante desconstructor de Yale, y en realidad, para algunos, el valor filosófico y moral de la desconstrucción misma, fue puesta en cuestión por la sensacional revelación. De Man, como Derrida, había subrayado "la duplicidad, la confusión, la falsedad que damos por supuestas en el uso del lenguaje". A mi entender, coherente con esto, a pesar de su descrédito, fue el tortuoso comentario de Derrida sobre el período colaboracionista de De Man: en resumen, "¿cómo podemos juzgar, quién tiene derecho a decir?" Un testimonio ruin de la desconstrucción, considerada hasta cierto punto como una etapa entre los antiautoritarios.

Derrida anunció que la desconstrucción "instigaba a la subversión de todo reino". En realidad, él mismo se ha mantenido dentro del académicamente seguro reino de la invención de cada vez más ingeniosas complicaciones textuales, para seguir en actividad y evitar reflexionar sobre su propia situación política. Uno de los conceptos centrales de Derrida, la diseminación, describe el lenguaje, bajo el principio de la diferencia, no tanto como una rica cosecha de significados sino como una especie de pérdida y derramamiento infinitos, con el significado que aparece en todas partes y se evapora prácticamente a la vez. Este flujo del lenguaje, incesante e insatisfactorio, es el paralelo más perfecto de aquello en que consiste el meollo del crédito al consumo y su circulación infinita de no-significación. Así, Derrida, inconscientemente, eterniza y universaliza la vida sometida, convirtiendo a la comunicación humana en su imagen. El "todo reino" que deseaba ver subvertido por la desconstrucción ha sido, en su lugar, extendido y considerado como absoluto.


Derrida representa tanto la muy trillada tradición francesa de la explicación de textos, como la reacción contra la veneración igualmente francesa por el lenguaje clasicista cartesiano, con sus ideales de claridad y equilibrio. La desconstrucción emergió también, en cierta medida, como parte del elemento original de la cercana revolución de 1968, especialmente la revuelta estudiantil contra la esclerosada educación superior en Francia. Algunos de sus términos clave (por ejemplo, diseminación) fueron tomados de las lecturas heideggerianas de Blanchot, con lo cual no se le pretende negar al pensamiento de Derrida una significativa originalidad. Presencia y representación se ponen permanentemente una a otra en tela de juicio, mostrando al sistema subyacente como infinitamente agrietado, y esto en sí mismo es una contribución importante.


Desgraciadamente, la transformación de la metafísica en una cuestión de escritura, en la que los significados se escogen prácticamente a sí mismos y no pudiéndose demostrar así que un discurso (y por consiguiente un modo de acción) sea mejor que otro, parece menos que radical. La desconstrucción es abrazada ahora por los titulares de los departamentos de inglés, las asociaciones profesionales y otros cuerpos de importancia porque plantea el tema de la representación tan débilmente. La desconstrucción de la filosofía de Derrida admite que debe dejar intacto el propio concepto cuya falta de fundamentos revela. En la medida en que encuentra insostenible la noción de una realidad independiente del lenguaje, la desconstrucción no puede prometer la liberación de la famosa "casa-prisión del lenguaje". La esencia del lenguaje y la primacía de lo simbólico no son abordados realmente, pero se los muestra tan ineludibles como inadecuados son para la satisfacción. Ninguna salida; como declaró Derrida: "No se trata de lanzarse a un nuevo orden no represivo (no hay ninguno)".




La crisis de la representación



Si la contribución de la desconstrucción es una erosión de nuestra certidumbre en la realidad, ella olvida que la realidad ?la publicidad y la cultura de masas, para mencionar sólo dos ejemplos superficiales- ya ha consumado esto. Así, el punto de vista esencialmente posmoderno expresa el movimiento del pensamiento desde la decadencia hasta su elegía, o fase pos-pensamiento, o como lo sintetizó John Fekete, "la crisis más profunda del espíritu occidental, la pérdida de vigor más honda".


La sobrecarga de representación de hoy sirve para subrayar el empobrecimiento radical de la vida en la sociedad de clases tecnológica ?la tecnología es privación. La teoría clásica de la representación sostenía que el significado o verdad antecedía y ordenaba las representaciones que transmitía. Pero ahora podemos vivir en una cultura posmoderna donde la imagen ha llegado a ser menos la expresión de algo individual que el producto de una tecnología consumista anónima. Cada vez más mediada, la vida en la Era de la Información está controlada crecientemente por la manipulación de los signos, los símbolos, el marketing y las encuestas. Nuestra época, dice Derrida, es "una época sin naturaleza".


Todas las formulaciones de lo posmoderno concuerdan en percibir una crisis de la representación. Derrida, como se observó, empezó a cuestionar la naturaleza misma del proyecto filosófico en cuanto fundado en la representación, planteando ciertas cuestiones insolubles sobre la relación entre representación y pensamiento. La desconstrucción socava las exigencias epistemológicas de la representación, al mostrar que el lenguaje, por ejemplo, resulta inadecuado para la tarea de la representación. Pero este socavamiento elude abordar la naturaleza represiva de su objeto, insistiendo, otra vez, en que la presencia pura, el espacio más allá de la representación, sólo puede ser un sueño utópico. No puede haber un contacto no mediado o comunicación, sólo signos y representaciones; la desconstrucción es una búsqueda de la presencia y la plenitud interminable y necesariamente pospuesta.

Jacques Lacan, compartiendo la misma resignación que Derrida, por lo menos muestra algo más en lo que se refiere a la esencia maligna de la representación. Ampliando a Freud, determinó que el sujeto está constituido y alienado a la vez por su entrada en el orden simbólico, especialmente el lenguaje. Mientras rechaza la posibilidad del retorno a un estado de pre-lenguaje en el que la promesa rota de la presencia se podría cumplir, al menos puede captar la apoplejía fundamental en que consiste la sumisión de los libres deseos al mundo simbólico, la capitulación de la singularidad ante el lenguaje. Lacan llamó indecible al gozo porque éste sólo puede darse propiamente fuera del lenguaje: esa felicidad que es el deseo de un mundo sin la fractura del dinero o la escritura, una sociedad sin representación.


La incapacidad para generar significados simbólicos es, irónicamente en cierto modo, el problema básico del posmodernismo. Éste culmina su actitud en la frontera entre lo que puede ser representado y lo que no puede serlo, una solución a medio camino (en el mejor de los casos) que se niega a negar la representación. (En lugar de ofrecer aquí argumentos en favor del punto de vista que considera lo simbólico como represivo y alienante, remito al lector a los primeros cinco ensayos de mi Elements of Refusal [Left Bank Books, 1988], que tratan sobre el tiempo, el lenguaje, el número, el arte y la agricultura como extrañamientos culturales debidos a la simbolización.) Mientras tanto, un público alejado y exhausto pierde interés en el presunto solaz de la cultura, y con la profundización y espesamiento de la mediación surge el descubrimiento de que quizás éste haya sido siempre el significado de la cultura. Sin embargo, no es ciertamente insólito hallar que el posmodernismo no admita que la reflexión está en los orígenes de la representación, insistiendo en la imposibilidad de una existencia no mediada.


En respuesta a la añoranza de la totalidad perdida de la precivilización, el posmodernismo dice que la cultura ha llegado a ser tan fundamental para la existencia humana que no hay posibilidad de ahondar debajo de ella. Esto, por supuesto, recuerda a Freud, quien reconoció la esencia de la civilización como supresión de la libertad y la totalidad, aunque decidiese que el trabajo y la cultura eran más importantes. Freud fue lo suficientemente honesto como para admitir la contradicción o no-reconciliación implícita en la opción a favor de la naturaleza mutilante de la civilización, mientras que el posmodernismo no lo es.


Floyd Merrell señala que "una clave, tal vez la principal del pensamiento de Derrida", fue su decisión de colocar la cuestión de los orígenes fuera de discusión. Y así, mientras aludía en toda su obra a una complicidad entre los supuestos fundamentales del pensamiento de Occidente y la violencia y la represión que han caracterizado a la civilización occidental, rechazó, principalmente y de manera muy influyente, cualquier noción de origen. Después de todo, el pensamiento causal es uno de los objetos de burla del posmodernismo. La "Naturaleza" es una ilusión, de manera que ¿qué podría significar "antinatural"? En lugar del espléndido "Bajo el pavimento está la playa" de los situacionistas, tenemos el rechazo famoso de Foucault, en Las palabras y las cosas, a la noción completa de la "hipótesis represiva". Freud nos dio la comprensión de la cultura como inhibidora y generadora de neurosis; el pm nos dice que la cultura es todo lo que podemos tener, y que sus fundamentos, si es que existen, no son asequibles a nuestro entendimiento. El posmodernismo es aparentemente lo que nos queda cuando se completa el proceso de modernización y la naturaleza ha desaparecido para siempre.


No sólo el pm repite la frase de Beckett en Final de partida, "no hay más naturaleza", sino que también rechaza que alguna vez haya habido algún espacio reconocible fuera del lenguaje y la cultura. La "naturaleza", declaró Derrida discutiendo a Rousseau, "nunca ha existido". Una vez más, se descarta la alienación; este concepto implica necesariamente una idea de autenticidad que el posmodernismo considera ininteligible. En esa línea, Derrida se refirió a "la pérdida de lo que nunca ha tenido lugar, de una autopresencia que nunca ha sido dada, sino sólo soñada..." A pesar de las limitaciones del estructuralismo, por otra parte, el sentimiento de comunión con Rousseau de Levi-Strauss dio testimonio de su búsqueda de los orígenes. Negándose a dejar de lado la liberación, ni desde la perspectiva de los comienzos ni desde la de las metas, Levi-Strauss no dejó de anhelar nunca una sociedad "intacta", un mundo no fracturado donde la inmediatez no ha sido rota aún. En este punto, Derrida, peyorativamente con seguridad, presenta a Rousseau como un utópico y a Levi-Strauss como un anarquista, advirtiendo contra un "paso más allá hacia una especie de anarquía original ", que sólo sería una peligrosa ilusión.


El peligro real consiste en no cuestionar, en el nivel más básico, la alienación y la dominación que amenazan con derrotar completamente a la naturaleza, lo que queda de natural en el mundo y en nosotros mismos. Marcuse comprendió que "el recuerdo de la gratificación está en el origen de todo pensamiento, y el impulso por recuperar la gratificación pasada es el motor oculto detrás del proceso del pensar". La cuestión de los orígenes abarca también la cuestión total del nacimiento de la abstracción y, de hecho, de la conceptualidad filosófica como tal, y Marcuse se acercó, en su búsqueda de lo que tendría que constituir unas condiciones de la existencia sin represión, a una confrontación con la propia cultura. Ciertamente nunca escapó completamente de la impresión "de que algo esencial ha sido olvidado" por la humanidad. Similar es el breve pronunciamiento de Novalis: "La filosofía es nostalgia". Por comparación, Kroker y Cook aciertan indudablemente cuando concluyen que "la cultura posmoderna es un olvido, el olvido de los orígenes y de los fines".




Barthes, Foucault y Lyotard



Volviéndonos hacia otras figuras del postestructuralismo/ posmodernismo, merece ser mencionado ahora Roland Barthes, quien muy pronto a lo largo de su carrera se convirtió en un pensador estructuralista de primer orden. Su Grado cero de la escritura expresaba la esperanza de que el lenguaje pudiera ser empleado de una manera utópica, y que hay códigos de control en la cultura que se pueden destruir. Sin embargo, a principios de los años 70, se alineó con Derrida, al considerar el lenguaje como una ciénaga metafórica, cuya metaforicidad no se admite. La filosofía se encuentra confundida por su propio lenguaje, y el lenguaje en general no puede reclamar el dominio de lo que discute. Con El imperio de los signos (1970), Barthes ya había renunciado a cualquier intención crítica y analítica. Aparentemente dedicado a Japón, este libro es presentado "sin la pretensión de describir o analizar ninguna realidad, sea cual fuere". Varios fragmentos tratan de formas culturales tan diversas como el haiku [poema breve japonés] o las tragaperras, como partes de una especie de paisaje antiutópico en el que dichas formas no poseen ningún significado y todo es superficie. El Imperio puede ser calificado como el primer intento completamente posmoderno de ofrecer, y en la primera mitad de los años 70, la noción de su autor del placer del texto, encarado de la misma manera que el desdén de Derrida por la creencia en la validez del discurso público. La escritura se ha convertido en un fin en sí mismo; la estética meramente personal, en la consideración dominante. Antes de su muerte en 1980, Barthes había denunciado explícitamente "cualquier modo intelectual de escritura", en especial cualquier cosa que oliese a política. Hacia la época de su última obra, Barthes por Barthes, el hedonismo de las palabras, equiparándose a un dandysmo de la vida real, consideraba los conceptos no desde el punto de vista de su validez o invalidez, sino únicamente en cuanto a su eficacia como tácticas de la escritura.

En 1985, el sida se llevó a la influencia más ampliamente conocida del posmodernismo, Michel Foucault. Llamado a veces "el filósofo de la muerte del hombre" y considerado por muchos como el mayor de los discípulos modernos de Nietzsche, sus amplios estudios históricos (por ejemplo, sobre la locura, las practicas penales o la sexualidad), lo hicieron bien conocido, aparte de que éstos por sí mismos sugieren diferencias entre Foucault y el relativamente más abstracto y ahistórico Derrida. Como hemos dicho, el estructuralismo había devaluado con energía al individuo a partir de fundamentos mayormente lingüísticos, en tanto que Foucault caracterizaba al "hombre (como) sólo una invención reciente, una forma que no ha cumplido aún los doscientos años, un simple pliegue de nuestro conocimiento que pronto desaparecerá". Su énfasis está puesto en la explicación del "hombre" como aquello que se representa y se produce como un objeto, específicamente como una invención implícita de las modernas ciencias humanas. A pesar de su estilo personal, las obras de Foucault se hicieron mucho más populares que las de Horkheimer y Adorno (por ejemplo, la Dialéctica de la Ilustración) o las de Erving Goffman/7, en la misma línea de descubrir el programa secreto de la racionalidad burguesa. Foucault señaló que fueron las tácticas "individualizadoras" puestas en juego por las instituciones clave a comienzos del siglo XIX (la familia, el trabajo, la medicina, la psiquiatría, la educación), con sus roles disciplinarios y normalizadores dentro de la modernidad capitalista emergente, las que crearon al "individuo" por y para el orden dominante.

Típicamente pm, Foucault rechaza el pensamiento originario y la noción de que hay una "realidad" detrás o por debajo del discurso prevaleciente de una época. Además, el sujeto es una ilusión creada esencialmente por el discurso, un "yo" contituido más allá de los usos lingüísticos imperantes. Y así, ofrece sus detalladas narraciones históricas, llamadas "arqueologías" del saber, en lugar de concepciones teóricas, como si ellas no llevaran consigo ninguna ideología o supuestos filosóficos. Para Foucault no hay fundamentos de lo social que puedan ser aprehendidos más allá del contexto de los variados períodos, o epistemes, como los denomina; los fundamentos cambian de una episteme a otra. El discurso dominante, que constituye a sus sujetos, aparentemente se da forma a sí mismo; es éste un planteamiento bastante inútil para la historia, que resulta sobre todo del hecho de que Foucault no hace referencia alguna a los grupos sociales, sino que se centra por completo en sistemas de pensamiento. Otro problema surge de su concepción de que la episteme de una época no puede ser conocida por aquellos que actúan dentro de ella. Si la conciencia es precisamente la que, según el propio Foucault, no logra ser consciente de su relativismo, o saber lo que podría tener en común con epistemes precedentes, entonces la propia conciencia elevada y abarcadora de Foucault resulta imposible. Esta dificultad es reconocida al final de La arqueología del saber (1972), pero permanece sin respuesta, como un problema inocultable y obvio.


El dilema del posmodernismo es este: ¿cómo es posible afirmar la categoría y validez de sus enfoques teóricos, si no se admiten ni la verdad ni los fundamentos del conocimiento? Si eliminamos la posibilidad de fundamentos o modelos racionales, ¿sobre qué base podemos operar? ¿Cómo podemos entender qué clase de sociedad es aquella a la que nos oponemos y, menos aún, llegar a compartir semejante entendimiento? La insistencia de Foucault en el perpectivismo nietzscheano nos traslada al pluralismo irreductible de la interpretación. Sin embargo, Foucault relativizó el conocimiento y la verdad sólo en cuanto estas nociones se vinculan a sistemas de pensamiento distintos a los suyos. Cuando se lo presionaba sobre este punto, admitía que era incapaz de justificar racionalmente sus propias opciones. De tal modo, el liberal Habermas declara que los pensadores modernos como Foucault, Deleuze o Lyotard son "neoconservadores", al no ofrecer ninguna argumentación coherente para orientarnos en una dirección social antes que en otra. La adopción pm del relativismo (o "pluralismo") significa también que no hay nada que pueda impedir la perspectiva de que una tendencia social reclame el derecho a imponerse sobre otra, ante la imposibilidad de determinar los modelos.


El tema del poder, de hecho, fue central para Foucault y los modos en que lo trató son reveladores. Escribió sobre las instituciones significativas de la sociedad moderna como unidas por una intencionalidad de control, un "continuum carcelario" que expresa la lógica final del capitalismo, de la cual no hay escape. Pero el poder en sí mismo, determinó, es una red o campo de relaciones donde los sujetos son constituidos como los productos y los agentes de aquél. Todo participa así del poder, y de tal forma nada se obtiene intentando descubrir un poder opresivo, "fundamental", para luchar en contra de él. El poder moderno es insidioso y "viene de todas partes". Como Dios, está en todos los sitios y en ninguno a la vez.



Foucault no encuentra ninguna playa debajo de los adoquines, ningún orden "natural" en absoluto. Sólo existe la certeza de regímenes de poder sucesivos, a cada uno de los cuales se debe resistir de algún modo. Pero la aversión típicamente pm de Foucault a la entera noción de sujeto humano hace muy difícil ver de dónde podría provenir esa resistencia, no obstante su concepción de que no hay resistencia al poder que no sea una variante del poder mismo. Respecto al último punto, Foucault alcanzó un callejón sin salida adicional, al considerar la relación del poder con el conocimiento. Llegó a verlos como inextricable y ubicuamente ligados, implicándose directamente el uno al otro. Las dificultades para seguir diciendo algo sustancial a la luz de esta interrelación hizo que renunciara a la larga a una teoría del poder. El determinismo implícito significó, en primer lugar, que su compromiso político se hiciera cada vez más superficial. No resulta difícil entender por qué el foucaltismo fue enormemente promovido por los medios, mientras que el situacionismo, por ejemplo, era ignorado.



Castoriadis se refirió una vez a las ideas de Foucault sobre el poder y la oposición a éste, como "Resistid si eso os divierte, pero sin una estrategia, porque entonces ya no seréis más proletarios, sino poder". El propio activismo de Foucault ha intentado encarnar el sueño empirista de una teoría -y una ideología- libre de teoría, la del "intelectual específico" que participa en luchas limitadas, particulares. Esta táctica considera a la teoría sólo en su uso concreto, como un maletín de herramientas ad hoc para campañas específicas. Sin embargo, a despecho de sus buenas intenciones, la circunscripción de la teoría a una serie de "herramientas" inconexas y perecederas no sólo rechaza una concepción general explícita de la sociedad, sino que también acepta la división general del trabajo que está en el corazón de la alienación y la dominación. El deseo de respetar las diferencias, el saber particular y demás rechaza la sobrevaluada tendencia totalitaria y reductiva de la teoría, pero sólo para aceptar la atomización del capitalismo avanzado con su fragmentación de la vida en las estrechas especialidades que son el ámbito de tantos expertos. Si "estamos atrapados entre la arrogancia de analizar el todo y la timidez de inspeccionar sus partes", como señalara adecuadamente Rebecca Comay, ¿de qué modo la segunda alternativa (la de Foucault) representa un avance sobre el reformismo liberal en general? Esta parece ser una cuestión especialmente pertinente cuando se recuerda hasta qué punto la empresa total de Foucault estuvo orientada a desengañarnos de las ilusiones de los reformadores humanistas a lo largo de la historia. De hecho, el "intelectual específico" viene a ser un intelectual más experto, un intelectual más liberal que ataca problemas específicos antes que la raíz de éstos. Y al contemplar el contenido de su activismo, que se desarrolló principalmente en el campo de la reforma penal, la orientación es casi demasiado tibia como para calificarla incluso de liberal. En los años 80, Foucault "intentó reunir, bajo la égida de su cátedra del Colegio de Francia, a historiadores, abogados, jueces, psiquíatras y médicos relacionados con la ley y el castigo", de acuerdo con Keith Gandal. A todos los policías. "El trabajo que hice sobre la relatividad histórica de la forma prisión", dijo Foucault, "fue una incitación para tratar de pensar en otras formas de castigo". Obviamente, aceptaba la legitimidad de esta sociedad y la del castigo; no más sorprendente fue su descalificación final de los anarquistas como seres infantiles por sus esperanzas en el futuro y su fe en las posibilidades humanas.



Las obras de Jean-François Lyotard [1924-1998] son significativamente contradictorias unas con otras ?algo que en sí mismo es un rasgo pm?, pero también expresan un tema posmoderno central: que la sociedad no puede y no debe ser entendida como un todo. Lyotard es el primer ejemplo del pensamiento antitotalizador hasta el punto de que él mismo ha resumido el posmodernismo como "incredulidad hacia las metanarraciones" o concepciones generales. La idea de que es nocivo tanto como imposible captar el todo, forma parte de una enorme reacción en Francia contra las influencias del marxismo y del comunismo. Mientras que el principal objetivo de Lyotard es la tradición marxista, alguna vez muy fuerte en la política francesa y la vida intelectual, da un paso más y rechaza la teoría social in toto. Por ejemplo, ha llegado a creer que cualquier concepto de alienación ?la idea de que una unidad originaria, totalidad o inocencia, está fracturada por la fragmentación y la indiferencia del capitalismo? desemboca en un totalitarismo que intenta unificar la sociedad coercitivamente. De un modo característico, su Economía libidinal, de mitad de los años 80, denuncia la teoría como terror.


Se podría decir que esta reacción extrema sería improbable fuera de una cultura tan dominada por la izquierda marxista, pero una mirada más atenta nos señala que ella concuerda perfectamente con la más amplia y desilusionada condición posmoderna. El rechazo en masa por Lyotard de los valores de la Ilustración poskantiana incluye, después de todo, la comprensión de que la crítica racional, al menos en la forma de los confiados valores de las teorías metanarrativas kantiana, hegeliana y marxista, ha sido bajada del pedestal por la depresiva realidad histórica. De acuerdo con Lyotard, la era pm significa que todos los mitos consoladores de supremacía intelectual y verdad han llegado a su fin, reemplazados por una pluralidad de "juegos del lenguaje", la noción wittgensteiniana de "verdad" en cuanto algo que se comparte y circula con carácter provisional, sin ninguna clase de garantía epistemológica o fundamento filosófico. Los juegos del lenguaje son una base tentativa, limitada y pragmática, para el conocimiento; a diferencia de los conceptos comprehensivos de la teoría o la interpretación histórica, dependen del acuerdo de los participantes para su valor-uso. El ideal de Lyotard es así una multitud de "pequeñas narraciones" en lugar del "dogmatismo inherente" a las metanarraciones o grandes ideas. Desgraciadamente, semejante planteamiento pragmático tiene que adaptarse a las cosas como son, y depende de que se impida el consenso prácticamente por definición. De tal modo, el enfoque de Lyotard es de limitado valor para crear una ruptura a partir de las normas cotidianas. Aunque su saludable escepticismo antiautoritario considera la totalización como opresiva o coercitiva, lo que pasa por alto es que el relativismo foucaltiano de los juegos del lenguaje, con su acuerdo libremente contraído en cuanto al significado, tiende a sostener que todo tiene la misma validez. Como concluyó Gerard Raulet, el rechazo resultante a la concepción general obedece realmente a la lógica existente de la homogeneidad antes que al propósito de ofrecer, de algún modo, un refugio para la heterogeneidad.


Descubrir que el progreso es sospechoso es, por supuesto, prerrequisito de cualquier enfoque crítico, pero la búsqueda de la heterogeneidad debe incluir la conciencia de su desaparición y la investigación de las razones de por qué desapareció. El pensamiento posmoderno se comporta por lo general como si ignorara completamente la noticia de que la división del trabajo y la mercantilización están eliminando las bases de la heterogeneidad social o cultural. El pm pretende preservar lo que prácticamente no existe y rechaza el pensamiento más amplio necesario para habérselas con la empobrecida realidad. En este área es de interés examinar la relación entre el pm y la tecnología, que resulta ser de decisiva importancia para Lyotard.



Adorno descubrió que el camino hacia el totalitarismo contemporáneo fue preparado por el ideal de la Ilustración del triunfo sobre la naturaleza, también conocido como razón instrumental. Lyotard ve la fragmentación del conocimiento como esencial para combatir la dominación, lo cual niega la concepción general necesaria para comprender que, por el contrario, el aislamiento que es el conocimiento fragmentado olvida la determinación social y el propósito de este aislamiento. La celebrada "heterogeneidad" no es mucho más que el efecto fragmentador de una totalidad dictatorial que él quisiera ignorar. La crítica nunca ha estado más descartada que en el positivismo posmoderno de Lyotard, que parece descansar sobre la aceptación de la racionalidad técnica que desiste de la crítica. De manera nada sorprendente, en la era de la descomposición del significado y de la renuncia a ver lo que la totalidad de los meros "datos" quiere decir realmente, Lyotard abraza la informatización de la sociedad. Un poco a la manera del nietzscheano Foucault, Lyotard cree que el poder es cada vez más el criterio de la verdad. Encuentra a su socio en el pragmatista posmoderno Richard Rorty, quien asimismo da la bienvenida a la tecnología moderna y está profundamente adherido a los valores hegemónicos de la sociedad industrial actual.



En 1985, Lyotard montó una espectacular exposición high-tech en el Centro Pompidou de París, presentando las realidades artificiales y la obra por ordenador de artistas tales como Myron Krueger. En la inauguración, su organizador declaró: "Queríamos... señalar que el mundo no está evolucionando hacia una mayor claridad y simplicidad, sino más bien hacia un grado de complejidad en el que el individuo se puede sentir muy abandonado, pero en el que realmente puede llegar a ser más libre". Evidentemente, las concepciones generales están permitidas si coinciden con los planes de nuestros amos para nosotros y para la naturaleza. Pero el punto más específico yace en la "inmaterialidad", el título de la exposición y un término lyotardiano que él asocia con la erosión de la identidad, la caída de las barreras estables entre el yo y el mundo producida por nuestra implicación en los laberínticos sistemas social y tecnológico. No es necesario decir que Lyotard aprueba estas condiciones, celebrando, por ejemplo, el potencial "pluralizador" de las nuevas tecnologías de la comunicación ?del tipo de las que desensualizan la vida, aplanan la experiencia y extirpan el mundo natural. Escribe Lyotard: "Todo el mundo tiene derecho a la ciencia", como si poseyera la más mínima comprensión de lo que significa la ciencia. Preceptúa el "libre acceso público a los bancos de memoria y de datos". Una espantosa visión de la liberación, de algún modo resumida en esto: "Los bancos de datos son la enciclopedia del mañana; son la ?naturaleza? para los hombres y mujeres posmodernos".


Frank Lentricchia llamó al proyecto desconstruccionista de Derrida "una elegante e imponente concepción del mundo sólo igualada en la historia de la filosofía por Hegel". Es una ironía obvia que los posmodernistas necesiten una teoría general para apoyar su afirmación en lo tocante a por qué no puede y no debe haber teorías generales o metanarraciones. Sartre, los teóricos de la gestalt y el sentido común nos dicen que lo que el pm descarta como "razón totalizante" es en realidad inherente a la percepción misma: como norma, vemos un todo, no fragmentos aislados. Otra ironía la aporta la observación de Charles Altieri sobre Lyotard, de que "este pensador tan agudamente consciente de los peligros inherentes a las narraciones dominantes, está, sin embargo, completamente comprometido con la autoridad de la abstracción generalizada". El posmodernismo anuncia un sesgo antigeneralista, pero sus practicantes, quizás Lyotard especialmente, mantienen un muy elevado nivel de abstracción al discutir la cultura, la modernidad y otros temas por el estilo, los cuales ya son, desde luego, vastas generalizaciones.


"Una humanidad liberada", escribió Adorno, "no sería de ninguna manera una totalidad". No obstante, estamos anclados en el presente a un mundo que es uno y que nos totaliza hasta el extremo. El posmodernismo, con su celebrada fragmentación y heterogeneidad, puede elegir olvidarse de la totalidad, pero la totalidad no se olvida de nosotros.




Deleuze, Guattari y Baudrillard



La "esquizo-política" de Deleuze surge, al menos en parte, del prevaleciente rechazo pm a una concepción global, a un punto de partida. Llamado también "nomadología", y utilizando una "escritura rizomática", el método de Deleuze aboga por la desterritorialización y la descodificación de las estructuras de dominación, mediante los cuales el capitalismo será desalojado a través de su propia dinámica. Con su ocasional colega Felix Guattari, con quien comparte/8 una especialización en psicoanálisis, tiene la esperanza de ver la tendencia esquizofrénica del sistema intensificada hasta el punto de fractura. Deleuze parece compartir, o al menos se halla muy cerca de hacerlo, las absurdas convicciones de Yoshimoto Takai de que el consumo constituye una nueva forma de resistencia.


Esta ignominia de negar la totalidad por la estrategia radical de impulsarla a desembarazarse de sí misma, recuerda también el impotente estilo pm de oponerse a la representación: los significados no penetran en un centro, no representan nada más allá de su alcance. "Pensamiento sin representación", es la descripción que hace Charles Scott del enfoque de Deleuze. La esquizo-política celebra las superficies y las discontinuidades; la nomadología es lo opuesto a la historia.


Deleuze incluye asimismo el tema posmoderno de "la muerte del sujeto" en la bien conocida obra suya y de Guattari, El Antiedipo, y en las que le siguen. Las "máquinas deseantes", formadas por el acoplamiento de partes, humanas y no humanas, sin ninguna distinción entre ellas, intentan reemplazar a los seres humanos como foco de su teoría social. En oposición a la ilusión de un sujeto individual en la sociedad, Deleuze traza el retrato de un sujeto que ya no es más reconociblemente antropocéntrico. A pesar de su intención supuestamente radical, uno no puede evitar la sensación de una aceptación de la alienación e incluso de un regodearse en el extrañamiento y la decadencia.


A principios de los años 70, Jean Baudrillard reveló los fundamentos burgueses del marxismo, sobre todo su veneración por la producción y el trabajo, en su Espejo de la producción (1972). Esta contribución aceleró el declive del marxismo y del Partido Comunista en Francia, ya en estado de confusión después del papel reaccionario jugado por la izquierda en los levantamientos de mayo del 68. Desde entonces, sin embargo, Baudrillard ha llegado a representar las tendencias más oscuras del posmodernismo y ha emergido, especialmente en los EE.UU., como una estrella pop para ultrahastiados, famoso por sus desencantados puntos de vista acerca del mundo contemporáneo. Aparte de la desdichada sintonía entre la morbosidad casi alucinatoria de Baudrillard y una cultura en descomposición, también es verdad que éste (junto con Lyotard) ha sido magnificado a causa del espacio vacío que se esperaba llenase siguiendo los pasos, en la década de los 80, de pensadores relativamente profundos como Barthes o Foucault.


La descripción desconstructiva de Derrida de la imposibilidad de un referente fuera de la representación llega a ser, para Baudrillard, una metafísica negativa en la que la realidad es transformada por el capitalismo en simulaciones que no cuentan con ningún respaldo. Baudrillard cree que la cultura del capital ha llegado, más allá de sus fisuras y contradicciones, a una posición de autosuficiencia que él interpreta como una representación casi de ciencia-ficción de la sociedad totalmente administrada de Adorno. Y no puede haber ninguna resistencia, ninguna "marcha atrás", en parte porque la alternativa sería esa nostalgia por lo natural, por los orígenes, tan obstinadamente excluida por el posmodernismo.


"Lo real es aquello de lo cual es posible ofrecer una reproducción equivalente." La naturaleza ha sido dejada tan atrás que la cultura determina la materialidad; más específicamente, la simulación mediática configura la realidad. "El simulacro no es nunca lo que oculta la verdad... es la verdad la que oculta que no hay nada. La simulación es verdadera." La "sociedad del espectáculo" de Debord... pero en un estadio de implosión del yo, de la acción y de la historia dentro de un vacío de simulaciones tales que el espectáculo sólo está al servicio de sí mismo.

Es obvio que en nuestra "Era de la Información" las tecnologías de los medios electrónicos han llegado ser crecientemente dominantes, pero la exageración de la negra visión de Baudrillard es igualmente obvia. Subrayar el poder de las imágenes no debe oscurecer las causas materiales subyacentes ni los objetivos, a saber, el beneficio y la expansión. La afirmación de que el poder mediático significa que lo real ya no existe, está relacionada con su declaración de que el poder "ya no puede estar fundado en ninguna parte"; y ambas son falsas. Una retórica embriagante no puede borrar el hecho de que la información esencial de la Era de la Información tiene que lidiar con las duras realidades de la eficiencia, la contabilidad, la productividad y otras cosas por el estilo. La producción no ha sido reemplazada por la simulación, a menos que se pueda decir que el planeta está siendo asolado por meras imágenes, lo cual no significa que una aceptación progresiva de lo artificial no ayude enormemente a la destrucción de lo que queda de natural.



Baudrillard sostiene que la diferencia entre realidad y representación se ha derrumbado, arrojándonos a una "hiperrealidad" que es siempre y solamente un simulacro. Curiosamente, parece no sólo reconocer la inevitabilidad de este desarrollo, sino también celebrarlo. Lo cultural, en su sentido más amplio, ha alcanzado una fase cualitativamente nueva en la cual el propio reino del significado y la significación ha desaparecido. Vivimos en "la era de los acontecimientos sin consecuencias", donde lo "real" sólo sobrevive como categoría formal, y esto, supone, es bienvenido. "¿Por qué tendríamos que pensar que la gente desea repudiar su vida cotidiana para buscar una alternativa? Por el contrario, desean hacer de ello un destino... ratificar la monotonía mediante una monotonía mayor." Si debiera haber alguna "resistencia", su receta para ello es similar a la de Deleuze, quien pretendía incitar a la sociedad a convertirse en más esquizofrénica. Es decir, consiste por completo en aquello que es permitido por el sistema: "Ellos quieren que consumamos... Muy bien, consumamos cada vez más, y lo que sea; con cualquier propósito inútil y absurdo". Ésta es la estrategia radical a la que llama "hiperconformidad".


En muchos puntos, uno sólo puede adivinar a qué fenómenos remiten las hipérboles de Baudrillard, si es que remiten a alguno. El movimiento de la sociedad de consumo tanto hacia la uniformidad como hacia la dispersión quizás sea visto fugazmente en algún pasaje... pero, ¡ay!, sólo cuando la afirmación parece, y demasiado a menudo, infinitamente ampulosa y ridícula. Este radical mayor de los teóricos posmodernos, convertido ahora él mismo en un objeto cultural de máxima venta, se ha referido al "siniestro vacío de todo discurso", sin tener conciencia evidentemente de que la frase era una adecuada referencia a sus propias vacuidades.


El Japón puede no ser calificado de "hiperrealidad", pero es digno de mención que su cultura parezca estar incluso más enajenada y ser más posmoderna que la de los EE.UU. A juicio de Masao Miyoshi, "la dispersión y muerte de la subjetividad moderna, de la que hablaron Barthes, Foucault y muchos otros, es manifiesta desde hace tiempo en Japón, donde los intelectuales se han quejado crónicamente de la ausencia de individualidad". Un torrente de información ampliamente especializada, provista por expertos de todas clases, echa luz sobre el ethos consumista japonés de alta tecnología, en el que la indeterminación del significado y una alta valorización de la novedad incesante se dan la mano. Yoshimoto Takai es tal vez el crítico cultural nacional más prolífico; en cierto modo no parece tener nada de extravagante para muchos que también sea modelo de moda maculina, que ensalza las virtudes y los valores de la compra.

El autor de la extraordinariamente popular Somehow, Crystal (1980), Yasuo Tanaka, fue cuestionablemente el fenómeno cultural japonés de los años 80, en los que esta descocada novela consumista, repleta de nombres de marcas (un poco como American Psycho, 1991, de Bret Easton Ellis), dominó la década. Pero es el cinismo, incluso más que la superficialidad, lo que parece marcar ese amanecer total del posmodernismo en el que aparentemente se encuentra Japón: cómo se podría explicar, si no, que los análisis más incisivos del pm que se han hecho allí ?Now is the Meta-Mass Age [Ahora es la Era de la Meta-masa], por ejemplo? estén publicados por la Parco Corporation, la principal empresa de venta minorista y marketing del país. Shigesatu Itoi es una estrella de los medios, con su propio programa de televisión, numerosas publicaciones y una aparición permanente en las revistas. Sucede simplemente que redactó una serie de spots sobre el estado de las artes (chillones, fragmentados, etc.) para Seibu, la cadena de grandes almacenes más grande e innovadora del Japón. Donde el capitalismo existe en su forma más avanzada, posmoderna, el conocimiento es consumido exactamente de la misma forma en que uno se compra ropa. El significado es neutro, irrelevante; el estilo y la apariencia lo son todo.


Estamos llegando rápidamente a un sitio triste y vacío, que el espíritu del posmodernismo encarna demasiado bien. "Nunca en ninguna civilización anterior la gran preocupación metafísica, las preguntas fundamentales por el ser y el significado de la vida han parecido tan completamente remotas e inútiles", según Frederic Jameson. Peter Sloterdijk encuentra que "el malestar en la cultura ha asumido una nueva cualidad: aparece como un cinismo difuso y universal". La erosión del significado, impulsada por una reificación y una fragmentación intensificadas, hace que el cínico aparezca por todos lados. Psicológicamente un "melancólico fronterizo", ahora es "una figura de masas".


La capitulación posmoderna ante el perspectivismo y la decadencia no tiende a ver el presente como alienado ?seguramente un concepto pasado de moda?, sino más bien como normal y hasta placentero. Robert Rauschenberg: "Me siento realmente apenado por las personas que piensan que cosas como las jaboneras, los espejos o las botellas de Coca-cola son feas, porque están rodeadas de cosas como ésas todo el día, y esto debe hacerlos desgraciados". No es sólo ese "todo es cultura", la cultura de la mercancía, lo que es ofensivo; también lo es la definición pm de lo que es por su negativa a formular distinciones cualitativas y juicios. Si el posmoderno nos hiciera al menos el favor, inconscientemente, de registrar la descomposición e incluso la depravación de un mundo cultural que acompaña y apoya el terrorífico empobrecimiento actual de la vida, esa podría ser su única "contribución".


Todos somos conscientes de las posibilidades que podemos tener de tolerar, hasta su autodestrucción y la nuestra, un mundo fatalmente fuera de foco. "Obviamente, la cultura no se disuelve simplemente porque las personas estén alienadas", escribió John Murphy, y añadió: "Hay que inventar un extraño tipo de sociedad, sin embargo, para que la alienación sea considerada la norma".


Mientras tanto, ¿dónde hay vitalidad, denegación, la posibilidad de crear un mundo no-mutilado? Barthes proclamaba un nietzscheano "hedonismo del discurso"; Lyotard aconsejaba: "Seamos paganos". ¡Semejantes bárbaros salvajes! Por supuesto, su asunto real es vago y carente de energía, una esterilidad académica completamente relativizada. El posmodernismo nos deja desesperanzados en un corredor interminable; sin una crítica viva; en ninguna parte.


Notas del traductor


1- Grupo musical 


2- Serie de TV. 


3- Tienda de informática. 


4- Grupo musical. 


5- En inglés, subject es "sujeto" (en su doble acepción de individuo y de sujeto del conocimiento) y también "súbdito". 


6- ¿Différance? proviene del verbo francés différer, que significa al mismo tiempo "posponer" y "ser diferente de". Es un neologismo de Derrida. En francés, diferencia es "différence". 


7- Erving Goffman (1922-1982), sociólogo y antropólogo canadiense, autor, entre otras obras, de Forms of Talk, Gender Advertisements, Presentation of Self in Everyday Life y Asylums: Essays on the Social Situation of Mental Patients and Other Inmates. 


8- Deleuze (1925) murió en 1995.


fuente: http://www.primitivism.com/