miércoles, 13 de mayo de 2015

CUENTOS Y POEMAS DE HERNANDO LÓPEZ YEPES





OD NERDRUM






Cuentos y poemas de Hernando López Yepes. Poeta, ensayista, docente y escritor risaraldense. Actualmente vive y escribe en La Virginia.




(POEMAS)






POR LOS POETAS MUERTOS





Suelto mi queja


Por aquellos que escriben


páginas impecables,


siempre sobre el renglón y siempre dentro


de las márgenes.


Hoy me obligo a llorar por aquellos que no llevan


el canto dulce de un pájaro en su alma;


por quien cierra sus ojos frente al sol del mediodía;


por aquellos nunca han escuchado


las voces de las flores,


el canto de la hierba,


la melodía del viento.






Por quienes nunca conocieron la belleza


de los frágiles silencios engarzados


entre el ruido de las frases.






Por quienes solamente se permiten


Pensamientos hermosos,


limpios y ordenados.


Por quienes llevan el corazón tras ellos.






Por las formas aprendidas del amor


Y, también, por el amor


que nunca sale del decoro.










Por los guardianes de esas cárceles


del lugar común


que son la autoridad, la parentela, el vecindario,


las escuelas y los templos.






Por aquellos que fueron obligados a marchar


por un camino único.


Y por quienes obligan a Dios a preguntarse


¿Y el hombre, dónde está?






En la oficina multitudes mueren


sobre una burda rueda que no avanza


y que no se detiene.


Arriba, más arriba de las nubes,


en el último piso de su tienda de campaña,


un financista decreta con su firma


la sed y el hambre de millones de hombres.






La sucia página de un cuaderno abierto,


busca escapar de entre las manos rígidas


del cadáver de un niño,


cuyos ojos son lavados por la lluvia.


En ella un perro asciende al sol


por un camino interminable,


y una vaca verdosa ríe tercamente sobre el techo de una casa.


Una muñeca rota llora junto a él.






A su lado vomita la metralla











Matar a Borges y a otros cuantos…






Alguien busca sembrar ortigas y espinos (hermosos a su manera)


en los jardines de la poesía. Mas, no le dejan.


Desde los templos de la estética se determina el largo de las barbas de los poetas, el color de sus chalecos, las formas de sus bastones,


el grado de inclinación de sus boinas sobre el vacío de sus cráneos;


los contenidos y las formas del verso.


También se lanzan anatemas sobre los no bautizados.


Ignoran estos sacerdotes que una piedra ante un espejo


después de un año de no verse, con dificultad se reconoce.


El creador de versos perfectos, después de muerto, envejece también.


Dentro del santuario, cien mil ratones ciegos hacen genuflexiones


ante una urna de cristal y oro. En su interior anida un ave seca,


ya casi desplumada.


Un moscardón irrita la pereza del día.


En cuanto a mí, también fui peregrino. Adoré pergaminos polvorientos.


Entre sus páginas extravié el poema.


En los cenáculos de la poesía escuché voces indigestas de erudición.


Postrado ante el altar recibí “el maná de la poética”.


Después de un tiempo, y ya curado, me pregunto:


¿Por qué arrancar la pluma al ave del paraíso, para escribir con ella?


¿Por qué robar la punta del meñique de la momia del Santo?


La tierra no atendida sueña con ser violada por un arado díscolo,


que escriba un surco retorcido sobre su piel adormecida.


Las almas buenas piden solamente rosas, rosas, rosas…









¿A dónde fue la belleza de la vida?



(¿Cómo poder leer ahora,sin rubor, el mundo pintoresco?)



Difícil es imaginar que hubo una vez


pobreza hermosa y limpia


en las cocinas,


y dulces campesinas


que lavaron al pie de los arroyos


la pena y los sudores de los hombres,


entre cantos y risas.



La abuela que atizó, apenas ayer, las cenizas del fogón


en busca de la brasa salvadora,


hunde hoy sus manos secas


en una tierra dura que le oculta


los huesos de los hijos y los nietos masacrados.


Y el abuelo de manos temblorosas llora,


en un rincón del cuarto, una pena


que ha perdido su nombre.




Porque no se han pintado y no se pintarán


sobre el muro del templo


ángeles de alas rotas.


Y no fabricará el orfebre jaulas de oro


para guardar en ellas


aves de áspero canto.



No hay que dejar que el alma se extravíe


en pos de una belleza que jamás ha existido


y que nunca tendrán


tus manos ni tus ojos.








(CUENTOS)






MI MUERTE NO LOS TOCA



Me desplazo entre el agua, como si el río fuera un gigantesco útero. Al llegar a un remanso giro sobre mí, vacilando entre el deseo de detenerme y la inmersión definitiva. El agua juega con mi cuerpo.


Ayer viajé con el cadáver de una joven, un hilillo de sangre fluía de su frente. Sus manos, atadas con una cuerda de metal, parecían suplicar. Sus ojos me miraron con indiferencia. Su cuerpo se unió al mío, la abracé dulcemente, luego nos separamos. Volvimos las espaldas al sol para observar el lecho del río con nuestros ojos de ahogados: sus algas, sus arenas… y no volvimos a saber el uno del otro.


En las riberas, las gentes lanzan gritos al observarnos. Desde la vida otean el ahogado más gordo, el más rápido, el más grotesco. Ante sus ojos somos culpables por haber muerto, ninguno es inocente.


Cuando el ramaje de las orillas detiene el viaje de mi cuerpo, las gentes lo retiran con un trozo de madera; entonces vuelvo al centro del río. ¡Prohibido detener la marcha de un cadáver! No existe quien suspenda mi última danza, mi muerte no los toca.


Los niños corren paralelos al curso del agua, saludando mi cadáver, recibiéndolo y despidiéndolo…. Aguas abajo, la violencia de la corriente habrá de descoyuntarme. Amputará pies y manos contra las rocas del fondo. Kilómetros más allá habré adquirido la condición de monstruo. Nadie podrá reconocerme.


En la noche, cuando la luna ha recorrido la mitad de su trayecto, voces aisladas rompen la quietud del aire: son los pescadores; suben, bajan, no cesan en su búsqueda. Alzan sus cuerdas con desesperación. El río contaminado les devuelve fragmentos de madera, basura deshecha, veneno que el hombre ha vertido en sus aguas.





Esta noche, la pesca es escasa, la lluvia ha enturbiado el agua y los peces permanecen encerrados en las cuevas de las orillas. Desde los botes, lentamente, los hombres retiran las cuerdas con sus anzuelos desnudos. En sus ojos está ausente la esperanza. Una embarcación se detiene junto a mí, su conductor me empuja con el remo hasta la orilla, allí me ata a un árbol esquelético. El agua se agita, un hervor se produce cuando los peces despedazan mi carne. El pescador lanza su red, y, al recogerla, una constelación de peces emerge de las aguas e ilumina la noche. La malla cae flácida y sube plena, una y otra vez. Finalmente, el hombre se inclina en un extremo de su bote, tira de la cuerda y mi brazo sale del agua, se alza como pidiendo auxilio. El pescador corta el cordel sobre el borde de la embarcación y mi cadáver reemprende su viaje. He perdido mis ojos, mis órbitas vacías sueñan un sueño líquido, la vida innumerable palpita en mi interior. Liberado del peso de mi alma, desciende mi cadáver con toda liviandad.








REFUTACIÓN A PASCAL





Nos encontramos, casualmente, frente a uno de los cuadros de la exposición. Él les prestó una atención forzada a mis comentarios sobre los rasgos sobresalientes del estilo del artista. Desestimó mis observaciones acerca de las diferencias y las aproximaciones entre la obra expuesta y las nuevas tendencias de la pintura. A partir de ese momento lo traté con cautelosa cortesía. Pronto se definió como un amante del cultivo de las letras; después, sólo escuchamos su voz.


Eran las nueve y media de la noche cuando salí de aquel lugar, él caminaba junto a mi; no pude rechazar su ofrecimiento de acompañarme. La marea de sus palabras determinó el ritmo de nuestros pasos. El volumen de su discurso opacó los ruidos de la calle.


La carencia de matices de sus frases frustró mi pretensión de comprender sus contenidos. Él se prodigó en el monocorde relato de situaciones carentes de interés. En su empeño por darle realismo a su recitación, hacía crecer su fronda, cual un árbol que se esfuerza en el desarrollo de una rama que no necesita. Sus frases producían un desequilibrio cada vez mayor entre lo que pretendía transmitir y su manera de expresarlo. Arrojaba una palabra sobre otra, en forma presurosa, sin que hubiera entre ellas pertinencia; esos amontonamientos exigían que se le reclamara un poco de circunspección, no lo hice en ese momento, me aparté discretamente de su lado.


Sus frases eran las floraciones incoloras de una planta deforme y gigantesca. Hablaba de sus amores, de sus frustraciones y de otros temas irrelevantes; asuntos que ofenden la inteligencia, cacharros mentales que una mente cultivada no desea conocer. No se debe hablar desde la emoción, la descripción de una pena o una alegría particular carece de importancia en el mundo del arte y el pensamiento. Me gustan los hombres que alumbran los misterios de la vida en forma delicada, como si temieran contaminar, con sus voces, la pureza de aquello de lo que hablan. En ellos, cada expresión posee la belleza de la sugerencia; emplean maneras del decir que no precisan de lo evidente, porque sus palabras producen el milagro de la verdad sin convertirse en prisioneras de lo que conocemos con el nombre de realidad.


Cruzamos la ciudad. Yo era el testigo involuntario de la inutilidad de su esfuerzo, de su torpeza en el manejo de un discurso gredoso que no lograba tomar forma. Incapaz de elevarse por encima del uso mercenario del lenguaje, terminaba por perderse en el desorden de su propia construcción.


Puse un cuidado mayor en mi manera de escucharlo. El tema que trataba era atrayente: hablaba de la muerte, esa maestra de la insonoridad. Pronto me extravié entre la aridez de sus palabras y mis propios pensamientos.


Me tomó por sorpresa escuchar de sus labios la frase que lo perdió: habló del último cadáver encontrado. Insinuó como suya la autoría de esa muerte. Hecha esa confesión detuvo sus pasos y me miró con gesto retador, buscó encontrar en mí una reacción, la respuesta humillada a la fuerza que creía proyectar con su declaración; pero mi rostro permaneció impasible.


Reemprendimos nuestra marcha. Su ser entero estaba atento, mirando amorosamente esa cosa que él creía madura y plena y que era, apenas, una masa informe que intentaba salir de las tinieblas. La pobreza de su relato era la evidencia de que existen muchas ramas muertas en el árbol de la vida.


Caminábamos por un sector en ruinas. En ese momento tuve la percepción de que jamás existió ningún lazo que nos uniera. Detuve mis pasos y empecé a orinar contra la puerta de una casa, él esperó a mi lado, redujo la fuerza de su voz hasta hacerla casi inaudible.


Reclamé su atención antes de lanzarme sobre su cuerpo; busqué tener la certeza de que recibía el juicio definitivo con sus ojos abiertos, mirándome de frente. He permanecido a su lado hasta convencerme de su incuestionable silencio.


Cerca de este lugar, en mi biblioteca, la obra de Pascal me espera. Contrariando a los Jesuitas que el pensador refuta en sus CARTAS PROVINCIALES, he respondido en voz baja lo que este hombre ha dicho en voz alta. Limpio el cuchillo en el ramaje que crece entre los pedruscos. La razón tiene motivos que el corazón no entiende.


Retomo mi camino. El universo ha recobrado la armonía que pareció peligrar por un instante. Esta noche ha empezado mi distanciamiento definitivo del pensador. El final de este hombre le quita toda credibilidad a su consideración sobre el valor probatorio del martirio. Pascal afirma, en algún pasaje de su texto, “creer de buena gana las historias cuyos testigos se hacen degollar”. Jamás podré leer su descuidado comentario, sin un profundo asombro.






EL VINO DE MELISA




Mi amigo Roque dormirá, ahora, sobre una fría mesa de metal. Los médicos extraerán las linfas de su cuerpo, cortarán pequeños trozos de su carne y los pondrán bajo el microscopio; explicarán la causa de su muerte en un lenguaje impersonal, ajeno a toda poesía. Roque, mi amigo, ha muerto en forma repentina; Melisa y yo le acompañábamos. Hemos sido traídos a este sitio. El frío del amanecer escarcha muebles y paredes, el cuerpo de Melisa se estremece; lo cubro con mi abrigo.


La vida de mi amigo fue un viaje interminable. Amó todas las carnes sin distinguir en ellas tamaño ni color. Estuvo a gusto en medio de los hombres, las mujeres y las cosas, sin apurar las horas. Jamás le vi afanoso. Roque se comportaba, entre el rebaño, como si careciera de intención alguna. Sólo una vez (o tal vez dos) lo vi cruzar veloz, como un insecto que anda sobre la piel del agua, hasta el lugar donde “ella” lo esperaba; allí donde jamás podríamos llegar nosotros: animales pesados, de tranco cauteloso.


Yo, en cambio, Llevé mi corazón a las praderas del amor permitido, ¡No más allá! Amé en mi juventud dos o tres rosas sin cortarles sus tallos. Busqué mujeres plácidas, no abandonadas nunca a la pasión sin freno. Aparté de mi lado, sin esfuerzo alguno (me atreveré a decir que con dulzura), las compañías violentas e incendiarias. Jamás acaricié un botón de rosa no abierto todavía; ni, mucho menos, capullos encogidos.



Nunca atendí el reclamo de la pornografía vestida de erotismo; tampoco me tentaron las mozuelas de inocente impudor. Ni busqué, por contraste, bellezas delicadas; esas que a tantos gustan y que cuando se toman le brindan “ese rasgo espiritual” a toda violación. Ni el maullido de gata, ni el balido temblón de las cabras monteses entraron en mi oído.


Hago estas reflexiones en esta sala oscura y fría donde estamos retenidos. Pronto habrán de interrogarnos.


Me encontré con mi amigo el día de ayer, en esta ciudad sucia, lluviosa y agitada, después de muchos años de no vernos. Roque expresó el deseo de tenerme en su casa. Me entregó una tarjeta con sus señas, se colgó de mi brazo, me habló cerca al oído, suplicó… no cedí a sus reclamos. Pretexté que debía volver a mi ciudad al término del día. Mi amigo desistió a regañadientes.


Entonces llegó ella. Roque nos presentó. La muchacha me habló con simpatía. Se acercó a mí al hacerlo. Yo que soy cuidadoso de mi espacio no me sentí molesto porque ella lo invadiera. Sus ojos achinados descansaban sobre pómulos altos, sus manos se movían al hablar, como si…


¡No pude terminar de contemplarla! Roque me hizo saber que debía despedirme si quería estar a tiempo en la Estación de Trenes. Me maldije mil veces por tener que hacerlo.


Una hora después tomé el teléfono con mi mano izquierda. Llamé a mi amigo, le mentí, le dije haber perdido el tren. Le prometí llegar lo más pronto posible hasta su apartamento (estaba a pocos metros de distancia). En la mano derecha sostenía la botella de vino y los turrones.


Quien busca entrar al templo debe bañar su cuerpo en las aguas del Jordán; mi Jordán era Roque. El precio de estar cerca de Melisa fue jugar dos partidas de ajedrez (un juego que detesto), escuchar el relato de quince o veinte anécdotas. Hojear dos o tres álbumes de fotos comentadas. Reír de algunos chistes resabidos. Mi amigo habría hablado, sin parar, hasta el amanecer.


Entre una y otra parrafada de Roque, le entregué mi ofrenda a su muchacha, le pregunté su nombre. Su boca de dibujo descuidado reía y prometía, mientras mordía los dulces. Me agradó su manera de contemplar el fondo de la copa, como si pretendiera encontrar algo en el poso de su vino. Su cabeza de flor se sostenía en su cuello con dulzura. Su oreja diminuta tenía la forma de un bebé, precioso, pronto a su nacimiento. Recuerdo que jugaba con su pelo, haciendo caracoles con los dedos. Sentí danzar su alma en su interior, con levedad de pájaro. Me hice la promesa de que un día besaría sus omoplatos que parecían alzarse en forma de alas. Era la flor salvaje soñada y nunca hallada, la reina de las rosas reteñida con la sangre más pura. Uno podría jurar que esta muchacha tuvo que haber nacido mirando hacia los cielos. No supe en qué momento se perdió en el silencio. Tomó un libro en sus manos y se ocultó en sus hojas. Una flor habla, solamente, cuando desea hacerlo. Su nombre era Melisa.


Me fui a mi cuarto. No tenía sueño aún.


Las horas se negaban a avanzar. Yo giraba en el lecho. Casi al amanecer me sorprendió la luz de la bombilla, proyectada en mi rostro. La puerta de mi cuarto estaba abierta. Melisa me miraba, de pie, junto a mi lecho. Se sumergió en las sábanas. No dije una palabra por no romper la magia de ese instante. No supe en qué momento comprendí que hacíamos el amor. Su arrullo de paloma llenaba mis oídos. Sus mejillas ardían. Su labio se dobló sobre sí mismo, como si se cayera por su peso. Sé que entregué mi boca a esa boca de fauno que exhalaba mil insultos obscenos.


Creo que fui inferior al hambre de su cuerpo. La fuerza de su carne me llevó a las alturas y me soltó, después, sobre la tierra dura. Su cuerpo era un huracán rabioso. Sentí miedo al final. Me aterró la dureza de su lomo y lo extraño de su rostro, que era ahora de cabra. Si ella hubiera querido degollarme sé que me hubiera hincado, con mi cuello desnudo, ante su espada. Melisa me insultaba con voz enronquecida.


Quise parar el tiempo, quedarme en la contemplación de su sonrisa abyecta, en la fascinación de su belleza oscura que parecía venir de un mundo ajeno y misterioso. Yo le dije a mi alma que aquel era un momento hermoso para enfrentar la muerte.


No supe cuando terminó aquella locura. No se quedó en mi cuarto. Se puso en pie, apagó la bombilla, salió al pasillo y se fue sin mirarme. Yo oprimía en mis manos un pedazo de tela humedecida. No supe en qué momento me dormí.


Caminaba, en mi sueño, por un campo florido. El viento hacía danzar mil soles diminutos como granos de polen. Recuerdo que mis pies acariciaban un pasto delicado. Arriba no había más que espacio y luz. Caminé sobre el prado hasta llegar a un bosque. Penetré en su espesura. Escuché atrás de mí los aullidos de un lobo. Recuerdo que corrí entre los troncos que se hacían rugosos y mayores. Un rumor de hojas secas se alzaba tras mis pasos. En un momento apareció un vacío. Sé que caí en un pozo de aguas negras, mezcla de lodo y sangre, Sobre la superficie de estas aguas flotaban muchos peces, todos muertos. Yo estaba sorprendido. Contemplaba esa alfombra plateada cuando se abrió la puerta de mi cuarto. Alguien entró sin anunciarse: era, otra vez, Melisa.


- Roque ha muerto – me dijo,


Salimos al pasillo, lo cruzamos; mi mano temblorosa se apoyó en su cintura. Roque yacía desnudo sobre el lecho. Melisa sollozaba.


Sé que tomé el teléfono. Pedí el apoyo médico. Nada se pudo hacer por él. Hombres de blanco declararon su muerte. Poco tiempo después llegó la policía. Nos han traído a este lugar. Espero salir pronto de este equívoco.


Una puerta se abre: un hombre en uniforme, en medio de ella, roba la luz artificial del cuarto. Presiento que dirá mi nombre; también el de Melisa. Me pongo en pie, dispuesto a responderle. Su voz es la de Roque.


Al tiempo que me habla me sacude, me habla de un compromiso. Subiremos el cerro, El Santo nos espera.


El camino es estrecho y el ascenso es rudo. Las manos de Melisa toman flores del camino. Salta y da gritos. Actúa como si nada hubiese sucedido. De la ciudad se eleva un rumor gigantesco. Mi amigo me incomoda con su empeño en hablarme. Sus frases son conciertos de moscones. Yo no quiero escucharlo. Tampoco es mi deseo visitar al Santo.


Hemos llegado al templo del Señor de Monserrate. Un boquerón separa los dos cerros sembrados de eucaliptos y de pinos. El cuerpo de Jesús reposa en una urna de cristal, ha perdido su piel; una anciana, encogida, reza con voz gangosa. Un olor de pabilos moribundos llena nuestras narices. Los ojos de Melisa evitan encontrarse con los míos. Me entrego a la verdad: No hay que buscar en otro lugar del cuerpo lo que no está en los ojos. Reniego de mi sueño mentiroso. Quizá no haya sucedido nada entre Melisa y yo. A partir de este instante evito estar junto a ella. La luz de la mañana y su silencio, absurdo, han robado su belleza.


Descendemos del cerro. Recorremos las calles de la ciudad antigua. Visitamos la casa del poeta suicida (Todo poeta es un hombre que se mata día tras día). Cerca del medio día nos despedimos. Abrazo a Roque, le prometo volver. Melisa se despide con frialdad. Un taxi me transporta a la estación del tren.


El golpe de las ruedas en la unión de los rieles no me deja dormir. Vuelvo en mi pensamiento al lecho cómplice, a lo maravilloso de mi sueño. Pienso en Melisa. La tengo, nuevamente, entre mis brazos. Mi boca es prisionera de la suya. Su saliva me llena como una miel salvaje. la carne de sus labios, entregada a mi boca, posee la aspereza que tiene el vino nuevo. Siento que hunde, ávida, su rostro en mis axilas. Concluyo que antes de este encuentro desperdicié mi vida besando rosas muertas. Un hombre como yo (y también cualquier hombre) sólo debe apostar, en asuntos de la carne, por aquello que lo pierde.


Y todo lo soñado parece tan real…


Ahora estoy en mi cuarto, pongo en orden mis cosas. Al extraer mis ropas percibo que un objeto cae al suelo. El hombre que soy yo, ahora, recoge con arrobo esta prenda delicada. La lleva hasta su rostro, que es mi rostro. Aspira (aspiro) su perfume, con los ojos cerrados. Son los calzoncitos que Melisa, muchacha descuidada, dejó sobre mi lecho.






UNA MUERTE EN “PATIO CEMENTO"





Nos reclutaron por sorpresa. No hubo abrazo de novia, promesa de escribir, llanto de despedida. Viajamos apretados, de pie o tirados sobre el piso de un camión destartalado, hasta la fría Pamplona. En su cuartel cayeron sobre mí los gritos y las palabras duras; también los puñetazos, los puntapiés, los golpes de correa; la ofensa vil a la honra de mi madre; los días de encierro en la celda de castigo, el chorro de agua fría sobre la piel desnuda; la ilusión de salvarme en otra carne… olor a orines y mugre entre las sábanas, mordeduras de chinches, llanto de un niño inconsolable entre la oscuridad (tirado en un rincón, cualquier rincón en esa alcoba donde yaces con tu puta). Después, la purga: el nitrato de plata sobre la carne viva.


Allí aprendí cómo perder la vida haciendo cosas para no perderla. Después rodé, de cuartel en cuartel, hasta llegar a la Brigada Quinta.


“Parque de Los Niños”, en Bucaramanga: Cartas de amor escritas junto al fogón de una cocina pobre, puestas en tu bolsillo por tu enamorada. Mensajes que te ofrecen más que el cielo y que piden un precio que no puedes pagar: “amor, amor, te quiero, te juro amarte eternamente. ¿Te casarás conmigo?”. Y encima del escrito dos palomas con picos que se buscan; corazones flechados cayendo por la margen de una hoja; caminatas sin término, cabezas inclinadas y frentes que se encuentran, dedos entrelazados, su muslo contra el tuyo; avances, detenciones; calles de poco tránsito, cómplices del deseo; abrazos y caricias en lo oscuro de un cine. Muchachas cuyos labios no sabían soltarse para el beso.


Te acuestas fastidiado por la sed, el hambre y la fatiga. El calor te sofoca, te agobian los mosquitos. Te duermes, como siempre… sin saberlo. Te arroja del camastro un grito airado. Haces flexiones, trotas, corres, ¡Quieres morir! Buscas meter el mundo en un hueco de olvido. Te sientes bien cuando comprendes que tu alma ha muerto. Dispararías sobre el universo si lo ordenara un superior.


Segundo mes del año sesenta y seis: Patio Cemento (Santander). Palos de yuca escuálidos y cañas de maíz entristecidas, aire caliente y tierra dura. Hombres como de piedra, hambre en todos los rostros, ojos que no desean verte, oídos incapaces de escuchar tu voz. Un poco más allá, la casa de Genaro. Bajo la alfombra de la sala, el túnel. Después la gasolina, el fuego, la explosión. No aplicamos, allí, la fuerza, gradualmente. De no haber sujetado a las mujeres se habrían arrojado entre las llamas. Cien metros más allá cruzamos el río Opón.


Al pie del monte ataques por sorpresa, huidas hacia la selva, persecución inútil. Se habló de la presencia de Camilo (el cura guerrillero) entre los insurgentes; también de una mujer, su nombre era “Mariela”. En el primer encuentro perdimos dieciocho hombres; ellos perdieron cinco. Luego vino la orden de tomar la montaña: “Cercar y aniquilar” fue el nombre de la acción.


Para el trabajo de inspección y búsqueda elegí tres soldados (Eran, los tres, mis cómplices y amigos): Eyes Angulo Pablo, Nieto Federico Antonio y Casallas Libardo. Yo era Cabo Segundo. El grueso de la tropa (Batallón de montaña) iría tras nosotros.


No había amanecido; apenas distinguíamos lo negro de lo blanco cuando empezó el ascenso. Hicimos el camino alejados de la trocha. Trepar fue una tarea larga y dura. Éramos, juntos, un nudo de lombrices; una espalda chocaba con las otras, las manos se buscaban. Formábamos un monstruo cuyos miembros no podían separarse. Árboles y follaje detenían nuestros pasos, lo apretado del verde nos tapaba la luz. Ligamos con un caucho los tobillos de un hombre acalambrado; para volverle el alma metimos en su tripa agua salada. El ruido de metralla se escuchaba cercano. Nos empujaba el miedo al “fuego amigo”.


Nos caímos de espaldas (igual que escarabajos boca arriba), al alcanzar el filo. Habían transcurrido doce horas, teníamos sed de aire y dolor en el pecho; la sequedad de nuestras bocas hacía imposible pronunciar palabra; los pájaros volvían a sus nidos; no había una sola nube que enturbiara el cielo, el sol se iba ocultando; al frente nos miraba el cerro Pan de Azúcar.


Una voz como un trueno puso en vuelo las aves, tiñó en gris los azules, volvió ceniza el aire en nuestras bocas: el teniente Ramírez gritaba nuestros nombres. Nos pusimos en pie.


Un golpe de metralla silenció sus aullidos, también nuestra respuesta; nos puso de rodillas, congeló nuestra sangre. Todo fue a un mismo tiempo.


Vaciamos nuestras armas. Cortamos con las balas los arbustos que se movían, un poco apenas, más allá del terreno despejado. Vino luego un silencio turbador más inquietante, aún, que el ruido de las armas. Parecía que el tiempo se hubiese detenido. Más tarde oímos un martillar de botas sobre la tierra dura… eran nuestras pisadas. Los platos y pocillos hacían coro en las bolsas del menaje.


Encontramos un hombre, agonizante, de mediana edad. Un niño de doce años (tendría tal vez trece), tirado junto a él, parecía dormir. La vida había pintado gravedad de hombre en su rostro infantil. Sus manos, blancas, se hicieron grises ante nuestros ojos. La carabina, con mira telescópica, hacía guardia a su lado. Sentí pena por él. Eran las cinco de la tarde. Me incliné sobre el hombre. Un papel que salía de su bolsillo pasó a mi mano y se ocultó en mis ropas. No me vio hacerlo porque ya había muerto. Lo nuevo de su traje y lo limpio de sus manos me hicieron comprender quien era él. Pronto escuchamos una voz temida: era Angarita, tres veces capitán.


Caminó entre nosotros como si no nos viera, hizo girar los cuerpos de los muertos, contempló sus heridas, pidió el radioteléfono. “Ha caído Camilo”, dijo, sin emoción.


“Pronto llegará MANO DE YUCA – (MANO DE YUCA era el nombre clave con el que llamábamos al coronel) – indicó, sin mirarnos – El grupo de localizadores descenderá del cerro. El personal debe recuperar vestuario y armas de los soldados y guerrilleros muertos que encuentre en el camino”.


Rodeamos el cuerpo del teniente. Nosotros le decíamos “PANCHO VILLA”, por su aspecto fiero. Cuando gritaba “carrera mar” había que arrancar, sin terminar de oírlo, porque antes de ladrar su orden estaba disparándote a los pies. A veces era dulce en su autoritarismo; entonces nos decía en tono paternal: “Hay que estar atentos, muchachos, la muerte no nos da segunda oportunidad”. Él no la tuvo. Cerró su mano izquierda en el tallo de rosa de la cerca, la otra le cubría el corazón, buscando protegerlo. La gorra le caía sobre la frente, por el lado derecho, cubriendo un ojo gris muerto desde hacía tiempo. Su pecho era una tabla perforada. Solté, como al descuido, una oración sobre su cuerpo.


Sentimos el apremio de bajar. Queríamos estar en nuestra base ante a una taza de “caldo peligroso” (ese caldo fuerte que nos servían en el rancho). Yo quería dormir. De arriba nos llegaba el rumor del helicóptero, en él venían los altos mandos. El hambre nos comía. Las gentes nos negaron hasta el agua.


Dos días después leí el papel que le robé al cadáver. Era la copia de una carta de Monseñor LUIS CONCHA CÓRDOBA, dirigida a Camilo. Recuerdo algunas frases:


“Quiero añadir que desde el principio de mi sacerdocio he estado absolutamente persuadido de que las directivas pontificias vedan al sacerdote intervenir en actividades políticas y en cuestiones puramente técnicas y prácticas, en materia de acción social propiamente dicha. En virtud de esa convicción, durante mi ya largo episcopado me he esforzado por mantener el clero sujeto a mi jurisdicción apartado de la intervención en las materias que he mencionado”.


Por unos cuantos días se habló del niño muerto. Siempre en voz baja y, siempre, en sitios apartados. En San Vicente conocían su alias: le llamaban “La Pava”. Alguien elogió su puntería. Sobre su memoria se tejió una leyenda, efímera y pequeña al igual que su vida.





No hubo interrogatorio. Jamás nos preguntaron cómo murió Camilo. Cayó en Patio Cemento. Corría el año sesenta y seis. Nosotros disparamos sobre él.