sábado, 3 de agosto de 2013

Albert Camus, o la arena en el engranaje



Por: José Luis Pardo

Inevitablemente, reconstruimos la vida de los que han llegado a ser hombres célebres apoyándonos en tres o cuatro gestos fundamentales –aquellos mediante los cuales dejaron huella en el relato de nuestro tiempo, aunque ese relato no siempre sea fiable– en los que creemos adivinar el secreto de su carácter. En el caso de Albert Camus, el primero de estos gestos se produce, probablemente, en el marco de su infancia y de su juventud en la Argelia colonizada por Francia, que nunca dejó de ser su tierra y que muy a menudo aparece en sus escritos dibujada mediante la combinación de dos rasgos no necesariamente opuestos: la pobreza y la luz («en aquel mundo de pobreza y de luz donde viví durante tanto tiempo»). La pobreza, ese misterio que «deja a los hombres sin nombre y sin pasado», se encuentra sin duda en el origen de la decisión de sus padres de establecerse en Argel, un territorio con algunas particularidades importantes, ya que jurídicamente –a diferencia de lo que ocurría con otras zonas colonizadas– Argelia era literalmente Francia, como no dejó de recordarse cuando los movimientos nacionalistas comenzaron a reclamar la independencia. A la injusticia que es consustancial a la pobreza se unía, pues, esta clase compleja y azarosa de injusticia creada por el colonialismo, esa solución ideada por Europa, entre otras cosas, para desprenderse de un «resto» de población a la que no podía asegurar ninguna oportunidad de bienestar ni de futuro en su espacio continental. Camus nació, pues, francés en una singular zona extraterritorial de Francia, en la que la pobreza relativamente urbana de los colonos y los extranjeros (aunque se tratase de un urbanismo aún más agrícola que industrial) estaba rodeada de otra pobreza y de otra injusticia: las de la población autóctona que, sobre todo en ciertas regiones, sobrevivía a duras penas en unas condiciones extremas que Camus nunca se cansó de denunciar.
Todo argumento, toda explicación de El extranjero, parece insuficiente, como lo son las explicaciones de los relatos de Kafka
Pero estaba también la luz. El «libertinaje de la naturaleza» y el generoso perfume del Mediterráneo que permitió a Camus imaginar un sentido de la palabra «patria» diferente de esa «abstracción que aboca a los hombres a la masacre», el olor de los puertos y del alquitrán ardiente mezclado con el del anís y los barnices, en un paisaje que no se ofrece a la contemplación, sino que se entrega al goce. En esa salvaje luminosidad descubrió Camus el placer, «el derecho a amar desmesuradamente», y también el dolor de la enfermedad, una tuberculosis que pronto le apartó de su afición al fútbol, ese deporte en el que Francis Huster, en su libro, lo imagina descubriendo la metáfora perfecta de la vida: no siempre es el mejor el que gana, nada puede hacerse solo, y el árbitro a menudo comete errores, como tan a menudo sucede en la historia («La guerra de España –escribiría más tarde– nos ha enseñado que la historia no elige entre las causas justas y las injustas, sino que se somete a la fuerza bruta, cuando no al mero azar»). El puesto de portero que ocupaba en su equipo ha dado pie a que Andy Martin titule su biografía cruzada de Camus y Sartre El portero y el boxeador, lo cual es coherente con las aficiones deportivas de ambos escritores, pero mucho menos con sus alineaciones políticas, pues Camus estuvo casi siempre en el ring de la historia en que se dan y reciben los verdaderos golpes, mientras que Sartre ejerció a menudo, en la retaguardia, de guardameta ideológico de todo aquel que amenazase con marcar algún gol en la sombría portería del totalitarismo comunista. Pero el hecho de que, aunque fuera de modo insólito, Argelia fuera, en aquel tiempo lejano, Francia, permitió a Camus descubrir aún lo mejor y más vital del republicanismo francés en sus instituciones educativas, encarnado en la humanidad de su profesor Louis Germain, de quien siempre se reconoció como un agradecido discípulo. Agradecido ante todo a un sistema que producía esta clase de maestros, un sistema capaz de hacer de un emigrante sin recursos un escritor universal sólo a fuer de estudio, lectura y esfuerzo personal, y de forjar un espíritu libre y republicano en un contexto adverso. El mismo contexto de luz y de pobreza en que Camus leyó a los clásicos, estudió filosofía y descubrió su vocación de escritor y de dramaturgo: «Descubrí que un niño pobre puede expresarse y liberarse a través del arte», decía, en un tiempo en el que aún no se había establecido la dominación de la sórdida «empleabilidad» como martillo de los estudios superiores de humanidades, y en el que las escuelas de negocios no habían seducido con su brillo de éxito y de estupidez a los ministerios de Instrucción Pública. Allí Camus descubrió también a Nietzsche, que sería determinante en su formación, allí se afilió al Partido Comunista y allí lo abandonó enseguida, «para mantener la lucidez», allí comenzó a montar y a dirigir obras de teatro, cuando el hacerlo no formaba parte –o al menos no en el sentido obsceno que hoy día ha adquirido– de lo que hemos dado en llamar «producción cultural», y allí empezó a escribir en los periódicos.
Una de las razones de que la tarea de escribir no fuese, a finales de la década de 1930, una tranquila y ociosa ocupación cultural o intelectual, así como el motivo principal de que durante años, sobre todo en Francia, la literatura y la escritura se convirtiesen en asuntos políticos y vitales de primer orden fue, naturalmente, la guerra. Camus nunca había dejado de tenerla presente: su padre, un campesino a quien apenas llegó a conocer, movilizado durante la Primera Guerra Mundial, había muerto en la batalla del Marne, en 1914. Cuando su madre recibió la noticia, perdió literalmente el habla, y ya nunca volvió a recuperarla del todo. Pero en la figura de esta humilde mujer de origen mallorquín, casi muda y sin letras, siempre vio su hijo la imagen misma, misteriosa y venerable, de la gloria, esa cima que inspira una lucha de la cual se decía en El mito de Sísifo que «basta para llenar el corazón de un hombre». Camus llenó las páginas del diario Alger républicain (luego rebautizado como Le Soir républicain) de artículos sobre la miseria de Cabilia, sobre la España republicana, sobre la defensa de la democracia y sobre la libertad de pensamiento, hasta que la censura le obligó a dejar en blanco todas esas páginas y él mismo se quedó sin trabajo, tomando, como tantos otros, el camino de París. Durante un tiempo, que coincidió con los felices inicios de su segundo matrimonio, Camus y su esposa Francine cometieron, por decirlo con sus propias palabras, la imprudencia de intentar comportarse como si la guerra no existiese. Pero la guerra existía con una urgencia y una extensión desconocida, dejando pequeña a la guerra de su padre, que durante algunos años se llamó con cierto orgullo la grande. Camus ya había escrito El mito de Sísifo y El extranjero, una novela que se convertiría en una de las grandes narraciones del siglo XX, sobre la que tuvo que dar –como sobre casi todos sus escritos– un montón de explicaciones para intentar evitar las más peregrinas acusaciones y confusiones. Si existiera algo así como un «test de contemporaneidad» para la literatura occidental, probablemente incluiría entre sus ingredientes la evidencia de haberse hecho sensible a la profunda herida que Kafka –aquel escritor del que Adorno decía que había puesto su lupa literaria sobre las huellas de porquería que los dedos del poder dejan en la edición de lujo del libro de la vida–infligió a la escritura europea, una sensibilidad que Camus lleva a flor de piel en las páginas de El extranjero y que, en su ensayo sobre el autor de La metamorfosis, describe en términos de un absurdo que, lejos de presentarse como excepcional o catastrófico, se inscribe en el tejido mismo de la cotidianeidad, impidiendo cualquier cosa parecida a una «solución final». Esto es lo que percibimos en los mudos relatos de Kafka, y también en El extranjero: que lo esencial en ellos no es el argumento, porque en realidad no hay argumento alguno, o, si lo hay, es tan incomprensible e impenetrable como para Josef K. la acusación por la que acabará siendo condenado. Y no es sólo que la importancia de esta literatura se desplace a otro lugar, que ya no es el del argumento: es que se trata de una escritura que, en cierto modo, está hecha para impedir que pueda haber argumento, para mostrar el absurdo y la monstruosidad de ese argumento que terminó con la vida de Josef K., de Mersault y del árabe a quien Mersault asesinó. Por eso mismo, todo argumento, toda explicación de El extranjero, parece insuficiente, como lo son las explicaciones de los relatos de Kafka.
Puede que esto tenga que ver con el segundo de los «gestos» en que condensamos la vida de Albert Camus: su decisión de unirse a la Resistencia contra los nazis en la Francia ocupada («Lo que sus uniformes significaban para nosotros era nuestra dependencia y una amenaza mortal»). Andy Martin, quizá demasiado sumergido en el clima (a veces se diría que «clímax») existencialista de aquellos años, define la Resistencia como una manera de recobrar el futuro (la mera posibilidad de que existiera un futuro contingente), ese futuro que el «monismo» de los nazis combatía, en su ambición de controlarlo todo y de eliminar lo impredecible: «las alternativas fueron detenidas, torturadas y enviadas a las cámaras de gas» (The Boxer and the Goalkeeper, p. 27). Pero la tentación de controlar el futuro no es patrimonio exclusivo del totalitarismo, aunque el totalitarismo la haya llevado a extremos extravagantes de criminalidad. Robert Zaretsky ofrece una explicación más profunda en su espléndido Albert Camus. Elementos de una vida, cuando repara en los orígenes clásicos de la inspiración de Camus a la hora de escribir La peste. Señala Zaretsky que Camus utiliza en esta novela la «objetividad narrativa» como una técnica o como una estrategia –no como una meta– que procede del conocimiento que su autor tenía de los textos en que Tucídides relata la famosa y cruel «peste de Atenas». Camus emplea la antigua estructura griega de la historia (esa que, según la magistral definición de Aristóteles, consiste en contar las cosas «unas después de otras», sin que de la relación de secuencia pueda inferirse la de consecuencia) para poner en evidencia, mediante esa narración paratáctica, el elemento imprevisible que los argumentos ideológicos aspiran a neutralizar, dando al hacerlo el primer paso hacia la tiranía: «Mediante la simple yuxtaposición de acontecimientos, Tucídides nos obliga a considerar lo que de otro modo podría pasarnos inadvertido. Al principio de su relato, recrea la oración fúnebre de Pericles, en la que el líder ateniense elogia el poder de la razón humana para prever todas las eventualidades. E inmediatamente se produce un brote de peste –un desastre imprevisto, señala Tucídides–, del que el propio Pericles fue una de las víctimas. Combinando estos dos acontecimientos, deja claro algo que no habría podido conseguir con unas páginas de prosa emotiva: la ubris o desmesura de la afirmación de Pericles respecto de la razón. El alegato contra la desmesura vale también para el contrincante de Rieux en La peste, el Dr. Richard» (p. 104).
El ideólogo, en cambio, es el que utiliza para contar la historia la técnica de los poetas, que relatan los acontecimientos «unos a consecuencia de los otros», como si estuviesen tramados en un argumento de destino y fuesen, por tanto, ineludibles e inimputables. Al hecho de que las cosas sucedan «unas después de otras» (sin engarzarse en un muthos bien compuesto y de final contundente) es a lo que Camus llama, básicamente, «absurdo», y por ello lo considera como un elemento «liberador» que, lejos de hundir a quien lo experimenta en la pasividad, funciona como un principio de acción («la afirmación de que la vida es absurda no puede ser un fin, sino solamente un principio», «El reconocimiento de la absurdidad de nuestras vidas lleva a la revuelta»). Si miramos este absurdo no desde esta dimensión «objetiva» escenificada por Tucídides, sino desde su dimensión subjetiva, podemos expresar la misma idea diciendo que lo que convierte a la acción humana en tal es justamente la conciencia de las limitaciones del agente, de su imposibilidad de controlar todos los elementos en juego, pues es ella la que promueve la mesura y nos invita a abrazar bienes concretos e inmediatos en lugar de fines abstractos y distantes: no solamente se trata de aprender a vivir con el absurdo, sino también de aprender a quererlo en lugar de intentar vencerlo o eliminarlo. Las políticas «vanguardistas» de masas del siglo XX prometían exactamente dominar el absurdo, «suturar la grieta entre la oferta y la demanda» (Andy Martin, p. 228) en una solución apocalíptica y mediante una «fijación rápida» que combina el suicidio, el asesinato y el genocidio («Suicidio y asesinato –escribe Camus– son las dos caras de la misma moneda»). Lo que Camus consideraba «sentido del absurdo» es una suerte de sentido común o de instinto que nos ayuda a detectar una discrepancia entre cómo son las cosas y cómo podrían ser, y resolverse a actuar no significa sublevarse contra el absurdo en busca de una salvación o de una liberación, sino precisamente sublevarse contra toda posible «liberación» o «salvación» total. Este es justamente el problema: los movimientos políticos modernos, que el siglo XX llevó hasta su límite, tuvieron como resultado, según Camus, la introducción de la humanidad –de toda la humanidad– en el «reino de la Historia». Pero de la Historia con H mayúscula, que ya no es la yuxtaposición de acontecimientos de Tucídides o Aristóteles, sino la Teodicea de la Historia Universal que los ideólogos se han encargado de convertir en «poesía», engarzando los acontecimientos «unos a consecuencia de otros» en el férreo collar de la salvación definitiva de la humanidad como final apoteósico de ese Gran Relato. Y, cuando esto sucede, «mientras nuestra mirada se mantiene fija en un futuro de hermandad universal, nuestras manos ahogan y matan a otros en el presente» (Robert Zaretsky, p. 120). El absurdo, como el sol africano, representa la evidencia de que no habrá nunca una justificación histórica última o definitiva.
Quizá fuera éste, en suma, el ambiente en el cual Camus, demasiado enfermo para luchar sobre el terreno, se convirtió en el alma de Combat, un periódico clandestino (legalizado tras la Liberación) que concentraba las fuerzas discursivas de la Resistencia. En cualquier caso, la liberación de Francia no solamente no significó el final inmediato de Combat, sino que tampoco supuso para ninguno de sus redactores o lectores el final del combate, aunque a partir de ese momento la lucha dejase de estar tan simplificadamente definida como cuando tenía enfrente un solo enemigo al que todos consideraban la encarnación misma del mal en toda su ferocidad. «No creo que la guerra haya terminado», escribió Camus a Jean Granier, «y en cualquier caso aún nos espera lo peor». «Lo peor» seguía siendo, para Camus, el intento de resolver de una vez por todas el absurdo de la vida y de querer vivirla como si se tratase ya de Historia, un intento que no había sido derrotado con la victoria militar sobre Hitler y sus aliados. Pero si hasta ese momento Camus había podido defender su posición y hacerla entender públicamente, a partir de entonces su situación se convertiría en un atolladero particularmente difícil y, muchas veces, en una incómoda elección de la soledad. De esa incomodidad dan buena fe muchas de las frases y fotografías del hermoso álbum de Catherine Camus, en las que vemos poco a poco crecer el aislamiento al mismo tiempo que el reconocimiento de su padre (Albert Camus. Solitario y solidario).
El absurdo representa la evidencia de que no habrá nunca una justificación histórica última o definitiva
Llegamos así al tercero de esos «gestos» de Camus que podemos evocar con más claridad: la ruptura con Sartre. Se trata de un episodio equívoco: su relación con Sartre comenzó como una alianza (un dream team, anuncia propagandísticamente la cubierta del libro de Andy Martin), continuó como una rivalidad y terminó como un abismo. Pero nada de esto es tan claro como lo suponemos. Camus no es el espíritu puro frente a un Sartre que representaría el papel del estalinista obtuso; Camus participa de todas las ilusiones de su tiempo del mismo modo que Sartre, aunque se enfrenta a ellas de un modo no sólo diferente sino, digámoslo una vez más, mucho menos resuelto. Y en ello reside justamente su agudeza. La «alianza» con Sartre era, hasta cierto punto, totalmente razonable. Casi todo lo que hemos escrito hasta aquí sobre la negación del futuro como posibilidad y, por tanto, sobre la defensa de la libertad, Camus podía compartirlo perfectamente con Sartre, quien incluso lo expresaba con argumentos filosóficamente más sólidos que los de Camus. Pero, naturalmente, el pensamiento de Sartre no era solamente eso. El Sartre de El ser y la nada aparecía, sin duda alguna, como el filósofo de la libertad, y a ello se debió principalmente la simpatía con que su obra fue recibida en la Europa asolada por la guerra: se saludaba en ella precisamente la posibilidad de que el hombre hiciera de sí otra cosa que lo que había hecho en aquella guerra, de que no estuviera determinado por ese pasado como por una losa de culpabilidad y vileza, y, en ese sentido, el existencialismo de Sartre no solamente era «un humanismo», sino también una filosofía mucho más políticamente correcta que la de Heidegger, no solamente porque este último se había visto personalmente involucrado en las fechorías del nacionalsocialismo, sino por las resonancias poderosamente sombrías y antimodernas de su «ser-para-la-muerte» y de sus apelaciones al «destino», comparadas con las «joviales» maneras del lenguaje de Sartre. Pero la libertad es solamente una de las caras –la cara amable y prometedora– de la filosofía de Sartre. Precisamente para no caer en la ingenuidad de una «libertad» sin cortapisas y, en última instancia, sin objetivos ni usos, la libertad del «alma bella» (algo parecido a lo que hoy se alaba como «creatividad» y de lo que ya Hegel se burló macabramente y para toda la eternidad), esa libertad que implica que la esencia del hombre venga determinada por su existencia, y no prefigurada por un Dios o por una Naturaleza, debe estar contrapesada por la igualmente ineluctable facticidad, a menudo estrecha y miserable, en la que cada hombre tiene que hacerse su esencia, y que muy pronto Sartre comenzó a ver a imagen y semejanza de la Historia invocada por el materialismo dialéctico. El propio Sartre, según pasaban los años, fue acentuando cada vez más este aspecto de su pensamiento: existir es elegir, elegir es comprometerse, y comprometerse es mancharse las manos en el lodazal sanguinario de la historia, es decir, exactamente aquello que Camus aborrecía –«vivir la vida como si se tratase ya de historia»–, someterse al tribunal supremo del «contexto» de las posibilidades entre las que nuestra facticidad nos da a escoger, constituyendo la forma de «necesidad» que compensa la libertad del ser que no es nada, obligándole a «encajar» en ese contexto, aunque luego la «continuación de la historia» pueda denunciar nuestras ilusiones y nuestros errores.
Es dudoso que Camus quisiera ser un escritor «comprometido» en el sentido de Sartre. En realidad, el problema era que Sartre no solamente quería ser un «intelectual absoluto» (el que invierte todo su prestigio intelectual, hasta quemarlo si es preciso, en la defensa de las causas que en cada momento representan «un progreso de la libertad», en el sentido definido por ese mismo inversor) sino también un «escritor total» (novelista, dramaturgo, periodista, filósofo, ensayista, psicólogo…). De no ser así, habría resultado completamente evidente lo inoportuno de plantear una «rivalidad» entre Camus y Sartre. Camus, ciertamente, no quería competir con Sartre en el terreno de la filosofía profesional, y nunca escribió en este campo nada comparable al monumental El ser y la nada; Sartre era muy bueno (a menudo demoledor) argumentando; pero ninguno de los textos de ficción escritos por Sartre llega ni siquiera a aproximarse a la significación que han tenido las obras de Camus para la literatura contemporánea, y La náusea, la más celebrada de sus novelas, que concentra todos los motivos que luego se convertirán en «señas de identidad» del existencialismo, desde la poderosa canción Some of these days, de Shelton Brooks, hasta la «viscosidad» en que veía encarnada la contrafigura de la existencia responsable, no resiste ni siquiera una tenue comparación con El extranjero (La náusea sí que tenía un argumento, y Los caminos de la libertad hasta una moraleja, y si el lector no llegaba a verlo claro el autor podía explicarlo en el número de páginas «demoledoras» que fuese necesario). La rivalidad, pues, fue una rivalidad forzada por el hecho de que Sartre había apostado por una determinada definición de la figura del intelectual (como se sabe, el general De Gaulle se refería a él como «Voltaire») de la cual él mismo era ejemplo de cada una de sus notas constitutivas, y que excluía del campo intelectual a quien no se adaptase a esas notas. En efecto, Sartre no era solamente un filósofo: era también, mediante su presencia en la prensa, en los Temps Modernes, en los cafés, en las calles y en las plazas del mundo entero (fotografiado junto a las estrellas del momento), un mandarinato intelectual al margen de la universidad (y aún más endogámico que el que se albergaba en las aulas), el constante liderazgo ideológico y la vigilancia de la pureza revolucionaria, la vara de medir la moralidad de todos los escritores. Camus nunca se integró del todo ni fue recibido ritualmente en esta tribu, en la que literalmente era «el extranjero»: «Pero en los círculos intelectuales, no sé por qué, siempre siento que tengo que pedir perdón por algo. No puedo evitar la sensación de haber transgredido alguna de las reglas del clan. Naturalmente, eso me impide ser espontáneo y, a falta de espontaneidad, me aburro hasta a mí mismo». Otro de los que se asfixiaban en aquellos tugurios era Claude Lévi-Strauss, que escribió un amargo y lúcido alegato exponiendo adónde llevaba esa situación a la tan ponderada «filosofía francesa»: «¿Adónde va, pues, la filosofía y, en las circunstancias presentes, a qué santo puede encomendarse? Si persisten sus tendencias actuales, es de temer que sólo tenga abiertos dos caminos. Si sigue el primero de ellos, prometido a los filósofos que han quedado en la estela del existencialismo –esa empresa autoadmirativa en que, no sin necedad, el hombre contemporáneo se encierra frente a frente consigo mismo y cae en éxtasis ante sí–, se aísla de un saber científico que desdeña y de una humanidad cuya profundidad histórica y cuyas dimensiones etnográficas desconoce, para establecerse en un mundo cerrado y reservado: Café du Commerce ideológico en el cual, presos entre las paredes de una condición humana cortada a la medida de una sociedad particular, unos habitués discuten todo el día problemas de interés local, más allá de los cuales la atmósfera humeante de su tugurio dialéctico les impide ver nada. O, si no [...], ávida de respirar aire fresco, la filosofía se evade, se aleja haciendo cabriolas [...], presa fácil de toda suerte de influencias exteriores, pierde el contacto con aquella investigación intransigente de la verdad que el mismo existencialismo [...] quiso aún practicar y, víctima también de sus propios caprichos [...], corre el riesgo de descender hasta el nivel de una especie de philosoph’art y de entregarse a la prostitución estética de los problemas, de los métodos y del vocabulario de sus predecesores» (El hombre desnudo).
Su relación con Sartre comenzó como una alianza, continuó como una rivalidad y terminó como un abismo
Andy Martin emplea un buen número de páginas de su libro (quizás excesivo) en describir el laberinto de lo que hoy llamaríamos «las redes sociales» de la microsociedad sartreana de ese Café del Comercio ideológico parisiense, trazado casi siempre con el torpe lápiz de unas relaciones sexuales que se enredaban a veces de modo excéntrico con respecto a los alineamientos políticos, pero en las que no hay, en el fondo, más miseria que en cualquier otro laberinto o «mundillo» humano de este tipo y, por tanto, su descripción no sobrepasa el nivel de lo anecdótico. Lo que no era anecdótico, para Sartre ni para Camus, era la escritura (hablamos de un tiempo en el cual los intelectuales intervenían en la sociedad mediante los libros). Así que Camus, sin dejar fuera un gramo de su honestidad intelectual, y tras un enorme esfuerzo de documentación, de reflexión y, como fue siempre habitual en él, de dudas sobre la calidad del resultado, publicó El hombre rebelde en 1951, un título que ahora nos parece casi excesivamente inocente. Y entonces sí que tuvo que dar explicaciones, entonces se agudizó la sensación de que tenía que entrar pidiendo disculpas en las fiestas de Sartre en el apartamento de Boris Vian. Hasta ese día, Sartre y Camus habían seguido colaborando. Sartre había sido corresponsal de Combat en Estados Unidos, desde donde enviaba crónicas vitriólicas contra el imperialismo, mientras gaullistas y comunistas se unían para «defender la cultura francesa» contra la invasión estadounidense, que amenazaba con terminar con ella a fuerza de instalar plantas embotelladoras de Coca-Cola en territorio republicano. Pero Combat era una publicación pluralista, que también albergaba los artículos pronorteamericanos de Raymond Aron. Les temps modernes, no. Allí sólo cabía la doctrina verdadera. Y Camus estuvo esperando durante meses la reseña de Sartre deEl hombre rebelde. La reseña se retrasó y, cuando finalmente llegó, estaba firmada por el más joven, el más insignificante y seguramente el más fanático de los discípulos de Sartre. Sin duda, Sartre consideró que el Camus de El hombre rebelde no era un contrincante a la altura de su categoría, que un peso pesado como él no podía combatir con un peso ligero como Camus, cuyos argumentos –que en realidad eran tan poco «argumentales» como el asunto del pobre Mersault– carecían por completo de la capacidad de «demolición» acreditada por el gancho filosófico de izquierda de Sartre. En la reseña, llegaba a pedírsele a Camus que extrajese las debidas consecuencias del hecho de que su libro hubiese sido tan del gusto de «la derecha». Camus no dejó pasar la humillación, y envió una carta al director de Les temps modernes, que no había considerado su libro como suficientemente importante como para dignarse a criticarlo personalmente. Y Sartre, entonces sí, contestó con otra carta que ya era una declaración de guerra o, más exactamente, una condena demoledora y completamente argumentada. Algún tiempo antes, Camus se había enzarzado en una pelea –que llegó a las manos– con Merleau-Ponty, que en aquella época también era un eficaz justificador de la violencia totalitaria, y había salido de aquella reunión intelectual dando un portazo antes de empezar a intercambiar guantazos con Sartre, que salió en defensa de su colega. Dicen algunos de los presentes que Sartre salió a la calle a buscarlo. Pero no lo encontró. Ya se había ido. Ya se había quedado solo.
¿Y cuáles eran aquellas cosas tan terribles que Camus había escrito en El hombre rebelde como para merecer tan unánime sanción del buró político de la revista de Sartre, para ser considerado en lo sucesivo como un escritor «contrarrevolucionario» (aunque, como dice Andy Martin, Camus no se oponía a la revolución, sino únicamente a la resolución)? Sartre tenía razón en esto: Camus no oponía a las razones abrumadoras de los que se convirtieron en sus enemigos una batería argumental sistemática; y no lo hacía porque lo que pretendía conseguir era otra cosa diferente de la que hacían Sartre y sus amigos, lo que buscaba no era contraargumentar mejor que ellos, sino debilitar su seguridad para impedirles –a Sartre, a sus amigos y a todos los que en el mundo pensaban como ellos– que siguieran argumentando «demoledoramente» como lo hacían; alguien diría que en Les temps modernes no lo entendieron. Pero es posible que lo entendieran perfectamente, y de ahí lo airado de la reacción. No obstante, las palabras de Camus, leídas hoy, nos parecen tan sensatas que, sin esta pequeña reconstrucción del contexto, la polémica resultaría ininteligible. Camus estaba, ante todo, obsesionado (más que horrorizado, aunque también) por el espectáculo de la masacre organizada y mecanizada en el cual el siglo XX había logrado méritos tan sobresalientes, y consideraba el nazismo y el estalinismo como variaciones de esa razón apocalíptica que se manifestaba bien dispuesta a barrer a la humanidad entera de la faz de la tierra (o, al menos, a porciones significativas de ella) precisamente para contribuir a su mejora. Hoy –espero– nos parece totalmente razonable esta similitud entre fascismo y comunismo, pero en 1951 la intelligentsiadominante la encontraba inaceptable. Y lo que Camus se pregunta es por qué esa mentalidad –que Andy Martin etiqueta como Apocalypse now–se había vuelto tan convincente, tan seductora, para tantas personas en ese preciso momento histórico. Hablaba, en este sentido, de una clase específica de rebelión, la «rebelión metafísica», que al ser rebelión contra todo se convierte fácilmente en nihilismo, en valoración de la nada y en negación absoluta: «Cuando los partidos y los pueblos están tan convencidos por sus propios argumentos que están dispuestos a recurrir a la violencia para silenciar a quienes no están de acuerdo con ellos, la democracia deja de existir. La modestia, por tanto, siempre es saludable para las repúblicas». Y Camus, este francés de Argelia, no olvidaba en absoluto que los partidos comunistas de todo el continente habían recibido en cierto momento la orden de Moscú de aparcar su retórica anticolonialista para no perjudicar su discurso antifascista (pues esta era, aunque hoy parezca increíble, su principal justificación: ser la genuina barrera, y aún la única, capaz de detener el avance del fascismo). Naturalmente, alguien que hablase de preservar las paradojas, e incluso de valorar el silencio, no podía ser visto por la cúpula dominante del existencialismo francés más que como una «alma bella» que se negaba a poner los pies en la tierra. Quien tuviera los pies bien metidos en la Historia no podía renegar de la idea sartreana de que el marxismo era la «filosofía insuperable» de nuestro tiempo, ni de la profecía de Roger Garaudy en 1950: «Sin duda, el siglo XX pasará a la historia como el siglo de la victoria del comunismo». En la carta que puso fin a su amistad, Sartre, la razón demoledora, había conseguido dar la vuelta por completo a la situación: él, hijo de un oficial de la Marina, rey del París eterno, alumno del Instituto Henri IV y de la École Normale Supérieure, que llevaba el premio Nobel en su ADN por parte materna, era el hombre arriesgado, valeroso y comprometido, «víctima» del flagelo imperialista, y Camus, un pobre muchacho nacido en una miserable familia de pieds noirs y redactor de un periódico clandestino en la Francia ocupada, era el «alma bella».
Andando el tiempo, casi todo el mundo tuvo la impresión de que, si aquello era una contienda, Sartre había ganado, tanto más cuando le fue concedido el premio Nobel de Literatura que, aunque le fue otorgado años después que a Camus, le compensó de su humillación con un doble reconocimiento: el prestigio que extrajo del galardón y el que logró con el rechazo formal del mismo. Se diría que Camus se esforzó en vano en hacer ver adónde conducía el intento de convertir la Historia –concebida de esa manera teleológica– en el reino inevitable de esa «facticidad» de la que ahora presumían sus adversarios, como en otro tiempo –el tiempo en el cual él pudo estar de su lado– lo habían hecho de la «libertad»: «No soy cristiano y tengo que ir hasta el final. Pero ir hasta el final significa elegir la historia de un modo absoluto, y con ella el asesinato de otros hombres si ello es necesario para la historia. De lo contrario, no seré más que un testigo». Como dice Zaretsky, hay que leer El hombre rebelde como un ensayo «sobre la necesidad de ser descortés», es decir, sobre los límites de la «amistad» (y de la enemistad), sobre los equívocos de la camaradería. Claro que Camus estaba en el mismo bando que Sartre, en el sentido de que sus enemigos eran formalmente los mismos, pero eso no quería decir, en todo caso, que, en nombre de esa «amistad política» pudiesen quedar justificadas diferencias que consideraba decisivas. Camus era aristotélico en este punto: más amigo de la verdad que de sus amigos, escribió a Sartre que si la verdad estuviera en la derecha, él se haría de derechas, es decir, que su camaradería y su «amistad» tenían un límite. Del mismo modo, había escrito que «la prensa no es verdadera por ser revolucionaria. Es revolucionaria por ser verdadera». Las respuestas de Camus parecieron entonces de muy poca cuantía argumental. Cosas del tipo: «es mejor estar equivocado y no haber matado a nadie que tener razón y haber contribuido a cavar fosas comunes». Poca cosa en comparación con las grandes declaraciones sobre las heridas de la humanidad que eran norma en la revista de Sartre. Pero El hombre rebelde insiste en ponernos ante la paradoja de nuestro tiempo: un paisaje moderno infestado de campos de esclavos en los que ondea la bandera de la libertad, de masacres justificadas por la filantropía o por un gusto por lo sobrehumano. La rebeldía de Camus, tenía, pues, otro sentido muy diferente que la revolución de Sartre y los suyos. Era una rebeldía que se levantaba contra todos aquellos que aseguraban haber desvelado todos los secretos de la lógica de la naturaleza humana. Los comunistas de la Revolución rusa, como los terroristas de la Revolución francesa, estaban seguros de haber hecho ese descubrimiento, y por eso pudieron sacrificar a otros, porque todo el que estaba en desacuerdo con ellos no solamente era traidor a la patria y a la historia, sino a la propia humanidad.
Hoy nos parece razonable la similitud entre fascismo y comunismo, pero en 1951 laintelligentsia dominante la encontraba inaceptable
Concebida de esta manera –como una rebelión contra la «resolución»–, para Camus la rebelión es un deseo tan inherente al ser humano como pueda serlo la voluntad de dominar a otros. Pero el acto de rebelión, en su propio proceso, pone al descubierto ciertos límites morales comunes a todos los seres humanos: «el hombre ha de rebelarse, pero la rebelión ha de respetar los límites que descubre en sí misma, unos límites en los que los espíritus se encuentran y, al encontrarse, empiezan a existir». El hombre rebelde es un hombre que no ha perdido la memoria, como parecen haberlo hecho los revolucionarios modernos una vez que han derrotado a sus tiranos: oprimidos en su momento, se levantaron contra sus opresores, pero se convirtieron rápidamente en opresores ellos mismos, en cuanto dejaron atrás sus orígenes. En cambio, el pensamiento rebelde «no puede prescindir de la memoria. Es un estado perpetuo de tensión. Al estudiar sus acciones y resultados, tiene que decidir […] si permanece fiel a sus nobles promesas o si, por indolencia o a causa de la locura, se olvida de su principal objetivo y se mete en el lodazal de la tiranía y la servidumbre». Al encontrarse con un antiguo camarada que se había afiliado al Partido Comunista Francés, Camus le advirtió: te convertirás en un asesino; «la guerra ya me ha convertido en un asesino», le contestó su interlocutor. «A mí también», dijo Camus, «pero yo ya no quiero ser un asesino»: «Este es el verdadero problema: suceda lo que suceda, yo siempre te defenderé contra el pelotón de fusilamiento. Pero tú te verás obligado a aprobar que me fusilen. Piénsalo» (Robert Zaretsky, p. 117). Pero entonces no había tiempo para pensar. En su misiva de ruptura con Camus, Sartre se enorgullecía de tener los brazos metidos «hasta los codos» en el lodazal de la Historia, como en otro tiempo Hegel también se situaba con delectación (y para escandalizar a su elegante audiencia de «almas bellas») ante toda «la masa concreta del mal». ¿Es que Camus no estaba en ese lodazal? ¿Es que la «facticidad» puede justificar incluso los usos de la libertad que conducen a acabar con ella? Camus se hubiera conformado con una duda, con un titubeo. En esos gestos ya veía un suficiente atisbo de lucidez. Pero no era momento para titubeos.
Sin embargo, y aunque la posteridad, como acabamos de decir, parece haberle otorgado a Sartre una «victoria por puntos» en su combate contra Camus, hubo un tiempo en el que la impresión fue la contraria. Seguramente fue sólo un espejismo pues, como ya hemos sugerido, este tipo de reconocimientos está sujeto a toda clase de vaivenes y malbaratamientos, como bien sabemos. Pero Camus obtuvo el premio Nobel en 1957, tempranamente según muchos creyeron –nadie podía imaginar entonces que moriría en 1960–, inmerecidamente según otros («Camus es un hombre muy bruto que escribe muy bien», cuentan que decía Bergamín), inesperadamente según él mismo, que mencionó a Malraux al enterarse, como un candidato más seguro. Esto le dio la ocasión de hacer el último gesto que aquí consideraremos, aquella frase improvisada el 13 de diciembre de ese año, en Estocolmo, en un coloquio el la Casa del Estudiante después de la ceremonia de recepción del premio. Francis Huster imagina que luego, al regresar a su hotel, habría comenzado a escribir «lo que su corazón, y no su cabeza, le dictaba. Y sin reservas se habría recostado sobre esa página, en forma de carta abierta a aquel estudiante argelino» que le había interpelado poco antes, una carta que Camus nunca escribió, pero que Huster, el escenógrafo que durante años ha llevado al teatro La peste, inventa en su libro. Es, una vez más, la necesidad de justificarse, de dar explicaciones, de prestar testimonio ante el tribunal de la Historia, de pedir perdón por algo ante el juicio de los sabios, de los que argumentan y demuelen. Pero, ¿por qué tendría Camus que pedir perdón, por qué tendría que escribir una carta abierta al estudiante argelino que le había hecho una pregunta aquella tarde?
Para empezar, no se trataba de una pregunta. Era una acusación. Camus, el premio Nobel, el escritor célebre, mimado, había guardado silencio sobre la situación de Argelia, lo que en su caso era un doble crimen, por el compromiso que le exigía su condición de intelectual, y por sus orígenes argelinos, a los que en otro tiempo había hecho honor. Para seguir, tampoco era sólo una acusación: el estudiante que la formulaba pretendía que fuera precisamente Camus, con todo el peso del premio Nobel aún en sus manos, con una audiencia internacional que superaba la de cualquier otra ocasión propicia, quien sancionase con su apoyo y legitimase con sus palabras la causa del Frente de Liberación Nacional de Argelia, la causa de la Libertad y de la Justicia por las que Camus presumía haber luchado siempre. ¿Por qué, entonces, guardar silencio? Seguramente las palabras de Camus, que en esa fecha muchos interpretaron como dictadas por la arrogancia que le había dado el reconocimiento recién recibido, por el orgullo que había inflado sus deteriorados pulmones, también parecieron poca cosa a quienes esperaban de él una resolución que les liberase del angustioso absurdo de sus vidas y les reconciliase con el lodazal de su facticidad, en la que, desde luego, el FLN tenía –un poco más que Sartre– los brazos metidos hasta los codos. Debió de sonar a la excusa de una “alma bella” que se horroriza ante la brutalidad del mundo y se refugia en su jardín de esteta. Se pedía de Camus que se pusiera en un bando o en otro, sin ambigüedades. Que pusiese el prestigio de su premio Nobel a «cotizar» políticamente en la balanza que considerase más adecuada. Lo que Camus dijo, con la misma claridad de siempre, fue que el FLN estaba lanzando sus bombas contra los tranvías que atravesaban Argel, y que su madre viajaba a diario en esos tranvías. Y que si la justicia consistía, por tanto, en bombardear los tranvías argelinos en que su madre viajaba, él, entre su madre y la justicia, escogía a su madre.
Habría que ser muy zafio para pensar que era una «salida individual» para negarse a compartir con sus semejantes el tranvía de la Historia, que siempre es sangriento. ¿Cuántas veces hemos oído, desde que Hegel la sacase a la palestra, la consigna de acuerdo con la cual todo pensador ha de estar «a la altura de sus tiempos», ha de ser capaz de «poner su tiempo en conceptos» o, cuando menos, en palabras? Pero para hacer semejante cosa hay que tener primero un cuadro sinóptico de la época en que vivimos, un relato de su historia. Y este es el punto fundamental. El relato al que así nos referimos nada tiene que ver con la paciente y fecunda labor de los historiadores, se trata más bien de una justificación ideológica de una decisión previamente tomada y a la cual ese relato le da una cobertura o una apariencia histórico-metafísica, situándola justamente como una necesidad inapelable («unas cosas a consecuencia de las otras»), como un hecho que –aunque produzca víctimas– es uno y el mismo con los incomparables beneficios que traerá a la especie en su conjunto. El estudiante argelino que increpaba a Camus en Estocolmo no necesitaba la palabra de un escritor para poner bombas en los tranvías, pues para eso el FLN se las arreglaba bien solo. Lo que necesitaba de Camus era la sanción intelectual, el beneplácito de la razón, la seguridad de que esas bombas se hacían explotar justificadamente y para mayor gloria de la libertad y de la justicia. Y es que, como decía malhumoradamente Max Weber, intentamos siempre usar la ética a nuestro favor para tener razón, porque no nos conformamos con arrollar a nuestros semejantes, sino que además queremos tenerrazón cuando lo hacemos. El argumento de Camus no tiene nada de «individualista», ni es la reacción de una «alma bella» o de un «escapista» sentimentalmente pacifista. El argumento de Camus se limita a introducir un poco de arena en el mecanismo que –con los rodamientos implacables de la historia– amenaza con triturarlo todo en su marcha hacia la Libertad y la Justicia universales. Hace que inmediatamente notemos que algo anda mal en ese razonamiento, que algo chirría en el engranaje, que hay algo en nosotros que se rebela contra esa justificación. Eso basta para poner en marcha la rebelión, para evitar que la absolutización de una presunta, oscura y en el fondo totalmente irracional «razón histórica» nos conduzca cómodamente y sin baches por una autopista ideológica hacia el crimen. Si Camus sacó a relucir a su madre en aquella ocasión fue, en primer lugar, porque su madre, realmente, viajaba en aquellos tranvías, como también lo hacía quizá la madre del muchacho argelino que le reprochaba su silencio: era una manera de decirle, como a su antiguo camarada afiliado al Partido Comunista Francés, «Piénsalo» (que no es lo mismo que “Arguméntalo”, pues sabemos por experiencia que casi todo puede argumentarse demoledoramente). Se trataba de que aquel estudiante pudiera ver, antes de que fuera demasiado tarde para quienes viajaban en el tranvía, lo que de cualquier modo mostraría la autopsia cuando el forense examinase a las víctimas provocadas por las bombas: la porquería dejada en ellos por los dedos del poder cuando estos hojean el libro de la vida, se trataba de introducir un grano de esa porquería en la maquinaria argumental del razonamiento omnijustificador para impedir que terminase su tarea, como se impide que un argumento dramático llegue a su final. En segundo lugar, y precisamente porque su madre viajaba en aquellos tranvías, Camus quiso aprovechar aquella ocasión para sacarla por un momento de lo que Chesterton llamaba la masa anónima y gris de los pobres, derramando sobre ella la luz desmesuradamente generosa del sol mediterráneo, que aquel día era también la luz de las Luces, derramándose una vez más sobre la pobreza. Y si fue precisamente a su madre a quien Camus quiso iluminar en aquella ocasión fue porque siempre, como escritor y como hombre, se sintió culpable ante ella «por haber huido de la noche de su verdad», incluso aunque esa huida estuviese más que justificada. La respuesta de Camus no es un argumento, pero es aún hoy suficiente, sin necesidad de explicación o justificación alguna, para averiar los mecanismos del avasallamiento y para provocar el despertar la rebeldía. Tampoco es un argumento esta instantánea que aquí hemos reproducido con cuatro gestos, que no hacen relato como una golondrina no hace verano, y que solamente aspiraba a reconstruir un sentimiento del que hoy, por diferentes motivos, podemos experimentar una equívoca lejanía.
José Luis Pardo es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense. Sus últimos libros publicados son La regla del juego: sobre la dificultad de aprender filosofía (Barcelona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2005), Esto no es música: introducción al malestar en la cultura de masas(Barcelona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2007), Nunca fue tan hermosa la basura: artículos y ensayos (Barcelona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2010), El cuerpo sin órganos: presentación de Gilles Deleuze (Valencia, Pre-Textos, 2011) y Políticas de la intimidad: ensayo sobre la falta de excepciones (Madrid, Escolar y Mayo, 2012).
tomado de: RDL. REVISTA DE LIBROS