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viernes, 1 de abril de 2022

Cosas que hacer en Estados Unidos cuando estás muerto. El curioso caso de Francis Scott Fitzgerald

 



Autor: Xabier Fole


John Dos Passos escribió, a propósito de la muerte de Francis Scott Fitzgerald en 1940, que los periodistas y críticos literarios, responsables de redactar los obituarios del autor de 
El gran Gatsby, no mostraron ningún conocimiento sobre la obra del escritor. Los reseñistas, obsesionados con el periodo que Scott Fitzgerald supuestamente simbolizaba, eran incapaces de juzgar los textos del novelista basándose en la calidad de los mismos sin desvincularse del periodo que estos reflejaban

 En la película Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, dirigida por Gary Fleder y estrenada en 1995, un jefe mafioso llamado El hombre del plan, preocupado por las andanzas de su hijo, a quien han sorprendido en varias ocasiones acosando a menores en los colegios y pegando a vagabundos, convoca a un gánster retirado que nunca mató a nadie, conocido como Jimmy el Santo e interpretado por Andy García, para solucionar el problema familiar. A juicio del capo, el intolerable comportamiento de su primogénito se debe a la ruptura de este último con su novia, Meg, quien, para colmo, ha conseguido rehacer su vida comenzando una nueva relación con otro hombre. Este inesperado impacto emocional, según el mafioso, ha convertido a su hijo –“lo único que me queda”– en un ser violento y despreciable. El hombre del plan, un anciano valetudinario encarnado por Christopher Walken, piensa que Jimmy, cuyas principales virtudes son la oratoria y la elegancia, es capaz de convencer al nuevo novio de que rompa con la expareja de su hijo, haciéndole comprender que, si continua saliendo con Meg, tendrá que asumir las consecuencias. De ese modo, su inestable heredero podría recuperar al amor de su vida y, como resultado de dicha felicidad reconquistada, abandonaría, definitivamente, las malas costumbres.

Jimmy el Santo acepta a regañadientes la oferta (intentaba ganarse la vida con su propio negocio y dejar el mundo del crimen) y reúne a un grupo de delincuentes de poca monta –quienes comparten pasado y fechorías–, los cuales, ya retirados en sus humildes trabajos, se muestran, en un principio, escépticos ante la singular operación. Sin embargo, los gánsteres, por necesidad de dinero y lealtad hacia Jimmy, acaban aceptando la propuesta. Todo, como era de esperar, sale mal. Estos acaban matando no solo al novio, a quien simplemente debían darle un toque de atención, sino también a su pareja –en una disparatada masacre en medio de una carretera–, después de que a uno de ellos, conocido como Bill el crítico, le diera un ataque de ira ante la actitud chulesca del chico, que tuvo la osadía, entre otras cosas, de mofarse de los trajes de policías falsos que uno de los ex delincuentes vestía para la ocasión. El hombre del plan, tras conocer el altercado, no muestra ninguna clemencia y ordena que todos se marchen de Denver –ciudad donde residen los integrantes de la banda–, que abandonen inmediatamente dicha localidad, porque, si no lo hacen, acabarán siendo, de una manera nada agradable, ejecutados. “Alforfones, Jimmy, para ti y para tu puta pandilla de inadaptados”, afirma, visiblemente irritado, El hombre del plan.

Comienza así la historia de unos hombres, virtualmente muertos, que tratan de enfrentarse a su desaparición con la mayor dignidad posible. Mientras se introduce en la historia una retahíla de personajes secundarios memorables, como El señor shhh, asesino silencioso y eficiente interpretado por un literalmente mudo Steve Buscemi, los protagonistas de esta película (a mi entender, injustamente minusvalorada debido al efecto Tarantino en la década de los noventa) analizan retrospectivamente sus existencias y, en vez de escapar y ocultarse de sus verdugos (quienes no desistirán hasta acabar con ellos), o mudarse e intentar vivir en un lugar lejano donde nadie pueda encontrarles, esperan con estoicismo en su ciudad. Cuando Jimmy el Santo acude a ver a uno de los implicados en la operación y le ofrece un billete de avión hacia un paraíso con playa y palmeras, Pedazos, como le llaman sus compañeros, le dice que no, que está cansado de huir y que, en definitiva, se queda. “Jimmy, ya sé lo que es bailar foxtrot con una prostituta de dos mil dólares en un cabaret de París”, afirma con orgullo. Esto puede resultar patético, insinúa Pedazos, y, quizá, permanecer aquí, teniendo la oportunidad de tomar el sol mientras sujeto con mis arrugadas manos un delicioso daiquiri, sea una imperdonable estupidez. Pero es que, Jimmy, ya he vivido todo lo que tenía que vivir. Mi época, para bien o para mal, ya ha pasado. Al final del diálogo, el gánster se coloca un sombrero (prenda que, por supuesto, añora, ya que: “antes te lo ponías y no necesitabas nada más”) y regresa a su vida cotidiana como proyeccionista de cine porno.

John Dos Passos escribió, a propósito de la muerte de Francis Scott Fitzgerald en 1940, que los periodistas y críticos literarios, responsables de redactar los obituarios del autor de El gran Gatsby, no mostraron ningún conocimiento sobre la obra del escritor. Los reseñistas, obsesionados con el periodo que Scott Fitzgerald supuestamente simbolizaba, eran incapaces de juzgar los textos del novelista basándose en la calidad de los mismos sin desvincularse del periodo que estos reflejaban:

Lo más extraño de los artículos que vieron la luz a raíz de la muerte de Fitzgerald fue que sus autores no parecían considerar que necesitaran leer sus libros; todo lo que necesitaban para tener el permiso de tirarlos al cubo de la basura era clasificarlos como algo que ha sido escrito en tal o cual época ahora pasada. Eso nos lleva a la ineludible conclusión de que esos caballeros no siguen otras reglas que las de las modas de la Quinta Avenida. Lo que significa que cuando escriben sobre literatura en lo único que piensan es en la cotización actual de un libro en la bolsa de cambios; un asunto que casi no tiene nada que ver con su eventual valor.

Francis Scott Fitzgerald, al igual que el gánster de la película, permanecía eternamente congelado en su (en aquel entonces agotado) contexto histórico, y su imagen, según los articulistas de las necrológicas, perduraría exclusivamente en la mente de los lectores como gran representante de Era del jazz. Su época, como les sucedió a Jimmy el Santo y a sus hombres, viejas glorias condenadas a la extinción, aniquilados por los mismos que –no hace mucho– los habían glorificado, también “había pasado”.

Francis Scott Fitzgerald se convirtió en un escritor famoso cuando publicó, en 1920, A este lado del paraíso, la cual, a pesar de no proporcionarle un rédito económico significativo, contribuyó a que aumentara su caché como cuentista. Más adelante, el autor viajó a Francia, donde algunos escritores (Gertrude Stein, Ernest Hemingway, Dos Passos), estimulados por el romanticismo que destilaba la vieja Europa, buscaban las afrodisiacas aventuras que no encontraban en el nuevo continente. Su amigo, el crítico literario Edmund Wilson, que llegó a Francia justo cuando Fitzgerald regresaba a Estados Unidos, se lamentó de que el novelista no apreciara las posibilidades artísticas e intelectuales que ofrecía este país y le reprochó su incapacidad para desarraigarse de su tierra natal: “Estás tan acostumbrado a los hoteles, a las cañerías, los drugstores, los ideales estéticos, y la vasta prosperidad comercial del país, que no puedes apreciar todas esas instituciones francesas, por ejemplo, que son verdaderamente superiores a las americanas”.  En 1925, el novelista publicó su obra maestra, El gran Gatsby, cuyo éxito comercial, no obstante, fue más bien discreto. Cuando llegó la Gran Depresión y el llamado Crack del 29, las cosas empezaron a complicarse en la vida de F. Scott Fitzgerald. Sus relatos ya no se vendían como antes y su siguiente novela, Suave es la noche, acabó siendo un fracaso de crítica y público. Entonces incrementaron sus problemas con el alcoholismo y Zelda Sayre, su esposa, terminó siendo ingresada en una clínica psiquiátrica. Hostigado por las deudas, se trasladó a Hollywood, lugar donde intentó colaborar en los estudios cinematográficos, pero fue despedido de la Metro Goldwyn Mayer. Sin contrato fijo, se sumergió en la escritura de una nueva novela sobre el mundo del cine, El último magnate, que nunca llegó a terminar, y escribió unos relatos sobre las peripecias de un guionista fracasado, Historias de Pat Hobby, que no se publicarían hasta 1962, veintidós años después de su muerte. Mientras otros compañeros de su generación habían conseguido despojarse del tiempo pretérito al que iban culturalmente ligados, como le ocurrió a su coetáneo Hemingway, al que le concedieron el Premio Nobel y vivió unos cuantos años más que Fitzgerald hasta que finalmente se suicidó, el autor de El último magnate, asociado unos cánones ya felizmente olvidados, no se percibía como un escritor atemporal, sino como la perfecta ejemplificación del auge y caída de la efervescencia cultural de una década. Atraídos por la trágica historia del dipsómano, perfecto paradigma de la “generación perdida” y víctima de los “felices años veinte”, los periodistas y críticos de la época inmediatamente ulterior a su muerte habían descuidado al escritor, gran teórico del fracaso y perspicaz retratista de los aspirantes a burgueses, quien, varios años después de su defunción, fue considerado –cuando por fin llegó el consenso a la academia y a los suplementos culturales– uno de los mejores narradores estadounidenses de la primera mitad del siglo XX. En el momento de su fallecimiento, no obstante, los guardianes del canon, no satisfechos con la desaparición física del hombre, pretendían destruir también al literato, cuya mayor aportación a la historia literaria del país parecía ser, a juicio de estos críticos despistados, el haber proporcionado a los lectores la necesaria moraleja que contenía el relato sobre su destrucción como persona. Sin embargo, aunque la “personalidad” del escritor, como advirtió Dos Passos, “había muerto”, el novelista, pesara a quien le pesara, todavía “permanecía”. Paradójicamente, cuando apareció, en 1945, una obra titulada The Crack-Up, que reunía unos textos autobiográficos escritos en los años treinta (la mayoría para la revista Esquire), “el fallecido escritor fracasado”, en palabras de Gore Vidal, “fue objeto de una resurrección total”, cumpliéndose así la profecía de Dos Passos. El novelista, por primera vez en su vida, hablaba con sinceridad –olvidándose de las apariencias y de su imagen pública, ya inevitablemente degradada– de sus problemas con el alcoholismo, sus recuerdos de la Era del jazz y su relación con Zelda. The Crack-Up se publicó póstumamente, ya que Fitzgerald nunca consiguió, a pesar de los reiterados intentos, que las editoriales –incluida la suya– aceptaran el manuscrito. Edmund Wilson se encargó, unos años más tarde, de recopilar los artículos y presentarlos a la editorial New Directions, la cual acabaría finalmente publicándolos con el título mencionado. Desde entonces, Fitzgerald se ha convertido en un tema recurrente de las tesis doctorales en las universidades. Ahora se pueden encontrar numerosos estudios sobre su obra, multitud de biografías, gran parte de su correspondencia y algunos de sus cuadernos de notas. Pocos dudan de su talento literario y, por supuesto, de su relevancia en las letras estadounidenses. F. Scott Fitzgerald, en resumidas cuentas, es una industria académica. Sin embargo, fueron sus textos de no ficción –la autobiografía–, y no su narrativa, los que contribuyeron a rehabilitar su ficción. Aquello que tanto crispaba a Dos Passos cuando leyó los artículos por primera vez (“Dios bendito, ¿cómo te las arreglas, en medio de una conflagración a escala mundial, para preocuparte por todas esas cosas”?) significó el comienzo de Scott Fitzgerald como novelista. La vida narrada, por tanto, supuso una inesperada reivindicación de la vida imaginada. ¿A qué se debió, entonces, ese interés repentino en la literatura de un autor inicialmente arrinconado en los polvorientos pasillos de la historia? ¿Cómo es posible que, en lugar de sentirse deslumbrados por los infortunios de Dick y Nicole en una obra como Suave es la noche, absolutamente ignorada en el momento de su publicación, la crítica y el público sucumbieran ante los encantos del autor cuando este último decidió realizar un impudoroso exhibicionismo de sus miserias? Según Gore Vidal, “para los norteamericanos, la obra de un autor ocupa casi siempre un segundo término tras su vida”, por lo tanto, “el biógrafo del novelista puede sacar más partido a su vida, en todos los sentidos, que el novelista que la vivió”. Esta puede ser una posible explicación. Aunque lo cierto es que la obra de Fitzgerald es profundamente autobiográfica. En muchos de los personajes de sus cuentos y novelas se pueden encontrar numerosos paralelismos con el hombre que los creó. Desde su primera novela, A este lado del paraíso, en la cual los protagonistas viven obsesionados con la búsqueda del ascenso social, temas como el amor, la decadencia, la riqueza y la vanidad se tratan de una manera personal, casi íntima, como si el narrador exhibiera un orgulloso conocimiento de causa. Algunos de sus protagonistas, como Pat Hobby, sufrieron una involución similar a la padecida por Fitzgerald (ambos obtuvieron un éxito prematuro en una década, los años veinte, y cayeron en desgracia en la siguiente, los años treinta), compartiendo incluso la misma marca de automóvil y recibiendo el mismo salario. No obstante, el autor resucita cuando abandona a su alter ego y Edmund Wilson publica aquellos bocetos autobiográficos que el editor de Fitzgerald, Max Perkins, había desechado porque, a su juicio, estos constituían “una invasión indecente de su propia vida privada”. Esta obscena incursión en la existencia del escritor tampoco parecía tener valor comercial para el editor de la revista Esquire, Arnold Gingrich, quien publicó, en febrero de 1936, algunos de los ensayos que se incorporaron a The Crack-Up sin realizar ningún tipo de campaña publicitaria (algo extraño en él, puesto que solía sacarle provecho a las historias escandalosas) porque pensaba que Scott Fitzgerald estaba –literariamente– muerto.

El teórico francés Philippe Lejeune, para resumir brevemente lo que él denominó “pacto autobiográfico”, escribió  que “una autobiografía no es cuando alguien dice la verdad de su vida, sino cuando dice que la dice”. Dicha advertencia, al parecer, llamó la atención de los lectores y los críticos especializados. Sin embargo, cando Fitzgerald se dispuso a hablar sobre su vida lo hizo para admitir su derrota. Su discurso, sustancialmente moral, iba destinado a un público, evidentemente, pero el verdadero objetivo de su mensaje era él mismo. El libro es una suerte de monólogo interior, y, en esa introspección improvisada, el escritor no sale muy bien parado. En él reconoce su incapacidad para digerir los triunfos que la vida le ha proporcionado. Afirma que no quiso (o no supo) anticipar la llegada de la tormenta. Mientras transcurrían los años dorados de su juventud “los grandes problemas de la vida parecían solucionarse por sí mismos”, confiesa, “pero diez años antes de los cuarenta y nueve, de repente me di cuenta de que me había desmoronado prematuramente”. En los textos se detecta una cierta autocomplacencia, pero el autor tampoco busca culpables externos; se sitúa en el centro de la diana y abre las puertas de su casa para que podamos contemplarlo solitario y deprimido (Esto sucede literalmente, ya que en uno de los ensayos, ‘Subasta: modelo 1934’, firmado conjuntamente con su esposa Zelda,  describe todos los objetos y recuerdos adquiridos a lo largo de su vida). Al comienzo de dos artículos abandona, por un momento, la primera persona del singular para hablar de un “hombre”, un otro, que experimenta el derrumbe:

“Encólese”

El autor de estas líneas narró el momento en que se dio cuenta de que lo que tenía delante de él no era el plato que había pedido para sus cuarenta años.

“Manéjese con cuidado”

He hablado en estas páginas de cómo un joven excepcionalmente optimista experimentó el derrumbamiento de todos los valores, una quiebra de la que apenas se enteró hasta mucho después de que se produjera.

En cierto sentido, más allá de los críticos y editores que lo ningunearon, fue el propio Francis Scott Fitzgerald quien se dio a sí mismo por muerto. En The Crack-Up no hay lugar para la esperanza; se revelan debilidades y se reconocen errores, pero no se menciona el futuro, sino el pasado. Y también se puede apreciar la nostalgia por momentos en los que el autor  asegura haber sido feliz. Nueva York es una ciudad donde “todo se ha perdido salvo el recuerdo”. Pero no propone ningún cambio; piensa que “el estado natural del adulto consciente es una infelicidad específica”, y espera a que llegue su hora sin moverse de un territorio que ya no existe más que en su memoria; interioriza el consejo que, al comienzo de El gran Gatsby, le dio el padre al narrador (“Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien –me dijo– ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas”) y, en vez de atacar a compañeros y enemigos, se convierte en el primer crítico de su personalidad: en el asesino de sí mismo. En su crónica sobre los años de Fitzgerald en California, Domingos locos, Scott Fitzgerald en Hollywood, Aaron Latham relata la muerte del escritor de la siguiente manera:

El pensamiento de Fitzgerald estaba concentrado en el football cuando su corazón se detuvo. Dio un salto levantándose y luego cayó muerto. El cadáver fue llevado a una funeraria de Los Ángeles, donde se presentó Dorothy Parker, se colocó delante del ataúd y pronunció por Scott la misma elegía que Ojos de Búho había dicho por Gatsby: “Pobre hijo de perra”. Veintiocho años  –casi al día– después de haber empezado su drama The Captured Shadow, en un tren de la Newman School a St. Paul para las vacaciones, su cadáver fue cargado en un vagón de ferrocarril con destino a Baltimore. Una vez más Scott Fitzgerald volvía a casa por navidad.

Cinco años después, ya fallecido, el novelista reaparecía. No tuvo la oportunidad de verse convertido en un mito. Sin embargo, supo –probablemente– qué se siente al bailar foxtrot con una prostituta de dos mil dólares en un cabaret de París.

 

 

 Xabier Fole es periodista. Graduado en Historia por el City College de Nueva York, especializado en historia intelectual de los Estados Unidos, colabora como fact-checker para The New York Times en la sección Syndicate. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Secretos, mentiras y autodestrucción. Las cintas de Richard NixonEscribir en América. El legado de Hunter S. Thompson La obsesión posmodernista y la fascinación por el absurdo: David Lynch, Foster Wallace y Thomas Pynchon. En Twitter: @XabierFole

tomado de: https://www.fronterad.com/


miércoles, 10 de junio de 2020

ADAM CURTIS


Adam_Curtis



Una aproximación a Adam Curtis en la era del sofismo audiovisual

Adam Curtis es un hábil depredador en la selva televisiva; dejó sus clases de ciencias políticas en Harvard para dedicarse a hacer documentales para televisión. Como buen depredador, a la hora de elaborar sus documentales Curtis se alimenta tanto de aquellas imágenes-iconos que han servido para que los medios escribieran la historia, y la inscribieran en un modo muy concreto de dar forma a lo real, como de las imágenes-muleta que aparecen de forma reiterada, con sus minimas variaciones, en los informativos de televisión, como de aquellas imágenes que han quedado dormitando en los archivos de las grandes cadenas televisivas. Curtis siempre ha trabajado desde el alcázar real de la BBC, si bien esto le reportó algunas ventajas (acceso a un fondo ilimitado de material de archivo, estatus per se, rigor y seriedad propias del perfil de la cadena), no le ha solucionado su proyección al exterior, puesto que los derechos de las imágenes que utiliza sólo están solventados para el público inglés y no para el resto, cosa que ha hecho que sus documentales no se hayan podido editar en DVD, a pesar de las demandas. Su ventana al mundo es Internet, es ahí donde podemos acceder a sus ensayos televisivos, es ahí donde la ley se la toma cada internauta por su cuenta, a pesar de los intentos gubernamentales de controlarla.
Curtis es uno de los pioneros del “documental de tesis” que se inscribe en un mundo post-todo y que intenta, como dice un periodista de The Observer, “mirar cómo las diferentes élites han querido imponer una ideología en su época y las conscuencias trágico-cómicas de estos intentos”. Curtis no cree ni en la política, ni en la ideología, ni en el periodismo, tres categorías interdependientes a lo largo del siglo XX que han luchado para la gestión del poder, de ahí que no pueda dejar de hablar de ellas. Según David D’Arcy, en los documentales de Curtis “los mitos devienen verdades, los enemigos demonios, los miedos políticas y las políticas guerras”. Según el mismo Curtis dijo en una entrevista, lo que motiva su trabajo es la creencia “en que las tradicionales divisiones entre la Derecha y la Izquierda han devenido sin sentido, y que el poder se mueve por canales más amplios que la política mainstream, se trata de ver cómo este poder se ejerce”. Adam Curtis es un rastreador obsesivo, coge una “tesis de riesgo” para cada serie documental y la justifica a partir de: su voz en off que va concatenando los argumentos, las imágenes de archivo cazadas o encontradas y entrevistas a diferentes personalidades vinculadas con el tema. Por “tesis de riesgo” nos referimos a un planteamiento de temas socialmente delicados, políticamente controvertidos e históricamente informulados. Pongamos ejemplos: uno de los primeros trabajos serios de Curtis fue Pandora’s Box (1992) donde examinaba los peligros de la racionalidad tecnológica y política, en The Living Dead (1995) investigaba la manera en que la historia y la memoria (la nacional y la individual) han sido usadas por los políticos y demás, en 25 Million Pounds (1996) hace un estudio de Nick Leeson y el colapso del Barings Bank, en The Myfair Set (1999) se fijaba en cómo los piratas capitalistas modificaron el clima de los años del thatcherismo, en The Century of the Self (2002) documenta cómo los descubrimientos de Freud con relación al inconsciente condujeron al desarrollo de las relaciones públicas de Edward Bernays (el sobrino de Freud) y al uso del deseo para regular las necesidades individuales de la población como una manera de conseguir crecimiento económico y control político, en The Power of Nightmares (2004) sugiere un paralelismo entre el auge del Islamismo fundamentalista y el neoconservadorismo en los Estados Unidos, en The Trap-What Happened to our Dream of Freedom (2007) se centra en el concepto moderno de la libertad a partir de la teoría de juegos durante la Guerra Fría y la manera en cómo los modelos matemáticos del comportamiento humano se filtraron en el pensamiento económico. Después de colaborar con el programa Screenwipe de Charlie Brooker, Adam Curtis también elaboró micro-cápsulas para el programa Newswipe, liderado por el mismo Brooker. En sus “tesis de riesgo” tiende a la serendipia, esto es, a la capacidad de hallazgo, de descubrir “falsas verdades históricas” a partir de y en las imágenes que han sido almacenadas como unidades significativas mínimas que dan cuerpo y entidad real a los acontecimientos en los que se apoyan estas “verdades históricas”. En una entrevista con Errol Morris que reproducidmos en este mismo número, Curtis decía que la persona a la que más ama es Max Weber, que creyó que las ideas tienen consecuencias y añade: “La gente tiene experiencias a partir de las cuales se forman ideas, y estas ideas afectan al mundo” y lo afectan en el sentido que nuestra sociedad se ha erigido en ideas de cosas que no existen lo cual, según Curtis, hace que la gente se vuelva “ligeramente loca”. Aunque, claro está, siempre será una locura consensuada y controlada y, por lo tanto, normalizada. En un mundo en el que “las miserias de los demás y las catástrofes humanitarias se han convertido en nuestro último terreno para la aventura” (1), en que la política ha pasado del lado del entretenimiento, en que el periodismo es habladuría, cotilleo permanente, en el que se “blanquean los acontecimientos” (2) de acuerdo a modelos de simulación orquestados desde los media, los políticos y las corporaciones, es necesario volver a poner atención e interpretación a la historia más reciente y a los acontecimientos presentes que, “sobreexpuestos en los medios de comunicación, quedan subexpuestos en la memoria” (3). Ahí empieza el trabajo de investigación de Curtis, ahí la necesidad de sus documentales.
Según él mismo anotaba, su obra está influenciada por los collages de Robert Rauschenberg y por el humor de Esther Rantzen (conductora de That’s Life! en el que Curtis colaboró); trabaja con una gran cantidad de material de archivo, proceso creativo que Morris llama “re-processed media” (medios re-procesados) y “re-purposed media” (medios re-intencionados). Utiliza found footage y stock-footage de manera expresionista, nunca literal, siguiendo, según él mismo, las consecuencias psicológicas que se encuentran en el tradicional “efecto Kuleshov” (4) . Quizás la única diferencia resida en la cantidad de fuentes visuales que es capaz de manejar, en la manera en cómo las colisiona (a menudo recurriendo a la ironía), y en su argumentación de fondo, además de que casi un siglo después del “efecto Kuleshov”, nos encontrarnos en plena era de “lo visual” (según Debray, 5) donde nuestra relación con la imagen ha pasado de ser un Ser a una percepción (“una concurrencia entrelazada de terminales de emisión y lectura”, según Brea, 6). Es en este contexto, pasado el meridiano del año 2000 (aunque quizás sería más razonable situar el meridiano histórico en el 11 de septiembre del 2001), donde aparecen un alud de documentales que intentan explicar con una nueva iconografía visual “la cara oculta” de nuestro presente y del mundo en el que vivimos: The Fog of War: Eleven Lessons from the Life of Robert S. McNamara (2003), No logo (2003), The Corporation (2004), Outfoxed, Rupert Murdoch’s war on journalism (2004), Technocalyps (2006), Zeitgeist (2007), Loose Chance 9/11 (2009), etc. Acusados por el sector más conservador de “conspiranoicos” estos documentales pretenden encontrar las consecuencias de ciertas decisiones y prácticas políticas en un mundo donde parece imposible juntar las piezas del puzle de la historia y del tiempo presente; etiquetados algunos como piezas agitprop o de contra-información, su dignidad reside en poner en suspenso la información que nos llega de los mass-media y en investigar los agujeros negros del “mundo post-capitalista”; algo cercano a la obra de Curtis.

The Century of The Self

The Century of the Self
El sobrino de Freud, Edward Bernays, empieza su libro del 1927 titulado Propaganda, con este fragmento: “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país” (6). Lo que le sigue es un manual de la industria de las “relaciones públicas”, término acuñado y desarrollado por el mismo Bernays. Esta figura es la protagonista del primer episodio de Century of The Self, “Happiness Machines”, en donde Adam Curtis explica la influencia de Freud y sus teorías sobre los impulsos irracionales que habitan en el subconsciente humano en corporaciones y gobiernos del siglo XX para manejar las masas en plena democracia de masas. La serie se pregunta sobre las raíces y métodos del consumismo moderno, de la democracia representativa y de la “comodificación” de la vida cotidiana, que se podría resumir con la cita de Paul Mazer (un banquero de Wall Street que trabajaba para los Lehman Brothers) que aparece en el documental: “Tenemos que hacer crecer América pasando de una cultura de la necesidad a otra del deseo. La gente tiene que ser entrenada para desear, para querer nuevas cosas”. La tesis planteada en el primer capítulo se desarrolla en el segundo (The engineering of consent ), a través de la figura de la hija de Freud, Ana; en el tercero (There is a policeman inside all our heads: He must be destroyed) se cuenta como en los 60’s aparecen en el campo de la psiquiatría los primeros grupos de autoayuda (“The Me Generation”) que las corporaciones aprovecharon para animar a la gente a sentir que eran individuos únicos para venderles nuevas maneras de expresar su individualidad; en el cuarto (Eight People Sipping Wine in Kettering) estas nuevas estrategias de coaching (aunque en su momento la palabra no existía) se aplican a la política de presuntas izquierdas, tomando como ejemplo de estudio el New Labour de Tony Blair o los demócratas de Bill Clinton. Los políticos creían que estaban creando una nueva y mejor forma de democracia, pero habían desarrollado una nueva manera de controlar a los ciudadanos. Como decía Hannah Arendt a mediados de los 50: “Cuanto más fácil se vuelva la vida en una sociedad de consumidores o trabajadores, más difícil será permanecer consciente de las urgencias de la necesidad por las cuales está conducida, incluso cuando el dolor y el esfuerzo, las manifestaciones más destacables de la necesidad, no se pueden notar de ninguna manera. El peligro es que una sociedad tal, ciega por la abundancia de su creciente fertilidad y atrapada en el suave funcionamiento de un proceso sin fin, ya no sea capaz de reconocer su propia futilidad –la futilidad de una vida que ‘no se fija ni se realiza en ningún sujeto permanente que perdure después de su trabajo’”(7). Es ese “ser consumidor” el protagonista (o la víctima, pues es él quien termina siendo consumido por el sistema) de toda la serie, este ser resultante de todas estas estrategias que se preocuparon por vincular los bienes industriales con los deseos inconscientes de la gente.


The Power of Nightmares


The Power of Nightmares (The Rise of the Politics of Fear)
Si The Century of Self llamó la atención de los telespectadores, The Power of Nightmares creo controversia, generando admiradores que veían en Curtis al nuevo Mesías Audiovisual o detractores que lo tildaban de paranoico. La serie compara el auge del movimiento  neo-conservador de los Estados Unidos con el movimiento de Islamismo radical, haciendo analogías en sus orígenes y clamando similitudes entre los dos. Argumenta que el islamismo radical, como una masiva, siniestra y organizada fuerza de destrucción, específicamente bajo la forma de al-Qaeda, es un mito perpetrado por los políticos neo-conservadores. Indaga, como siempre, en el origen del problema, se remonta a los inicios del islamismo y del neo-conservadurismo en un título tan irónico como Baby It’s Cold Outside, cuando la construcción del enemigo pasaba por la Unión Soviética; en el capítulo The Phantom Victory explica el momento en que Osama Bin Laden se une a los neo-conservadores de la administración Reagan para combatir la invasión de la Unión Soviética en Afganistán; finalmente, en el último capítulo, que lleva el platónico título de The Shadows in the Cave, cuenta como los neo-conservadores usaron los ataques del 11-S para dibujar la figura del archi-enemigo al-Qaeda y así poder emprender una Guerra del Terror que culminó con la invasión de Iraq. Muchos televidentes americanos lanzaron sus improperios a la cadena británica, uno de ellos les preguntaba: “Es que alguno de vosotros, idiotas, no ha visto las torres gemelas caer? Os sugiero que os leáis la tesis de JFK ‘Por qué Inglaterra dormía’.¿Qué os han puesto en el agua?”. ¿Acaso este televidente estuvo ahí? Y si estuvo, ¿acaso sabe algo de lo que precede y sucede a esta imagen que se repitió en todos los canales televisivos de todo el mundo de la misma forma?¿Acaso no ve el peligro de beber a diario el agua emponzoñada de los grandes grupos mediáticos que dominan el panorama televisivo americano y que utilizan las imágenes de lo real como emoticonos (porque se trata de eso: de emocionar)? Este es el problema: ver sólo el signo de lo real a través de de las lentes de los medios aliados con el gobierno y de las biografías y libros que publican sus mismos políticos. Baudrillard lo describía así con respecto a la Guerra del Golfo: “Los americanos hicieron la misma guerra cara a la opinión mundial –a través de los medios de comunicación, de la censura, de la CNN, etc.- que en el terreno de las armas. Recurrieron mediáticamente a la misma bomba de depresión, que absorbe todo el oxígeno de la opinión pública (…) Obsolescencia incorporada, como en cualquier producto de consumo” (8) . Como decía Curtis en una entrevista: “vivimos en una versión de dibujos animados de la realidad”.
The Trap: What Happened to Our Dream of Freedom
The Trap: What Happened to Our Dream of FreedomEn el primer episodio, titulado Fuck You Buddy, Curtis examina el auge de las teorías de juegos durante la Guerra Fría, sobretodo con relación al trabajo de John Nash (Nobel en economía que todos conocemos por la película Una mente maravillosa), que creía que todos los humanos eran inherentemente sospechosos y criaturas egoistas que hacían estrategias constantemente; para demostrarlo construyó modelos de lógica matemáticamente verificables, incluyendo uno que se llamaba Fuck You Buddy en el que la única manera de ganar era traicionar a tu compañero de juego. Un día le pedí a un amigo de la infancia que había cenado con Nash y su esposa y que es experto en Teorías de Juegos, que me explicara el asunto (9) (a falta de anécdotas –que las tenía, pero que evitó- sobre Nash). Según este amigo, la importancia de Nash es que introduce una definición de equilibrio y la prueba de su existencia en modelos de contratos, de relaciones internacionales, de relaciones entre votantes y políticos, de organización de empresas, etc. Esta otra modalidad de control social y político Curtis la desarrolla en la serie a través de figuras como el psiquiatra R. D. Laing, el experimento Rosenhan, el economista Friedrich Von Hayek, James M. Buchanan, Margaret Thatcher, etc. También menciona las aportaciones de la industria farmacéutica a través de productos como el Prozac que hacen más predictibles los comportamientos humanos, como perfectos “lonely robots” (así se llama el segundo capítulo). Finalmente, en el tercer episodio (We Will Force You To Be Free), Curtis examina el concepto de libertad positiva y negativa introducido por Isaiah Berlin. El (en)sueño de la libertad (“Liberty will not die”, siempre claman las pancartas americanas) no deja de ser la simiente que alimenta la “trampa” (Trap) de la que nos habla Curtis; este ensueño aniquila cualquier acción posible y si “la acción es la prerrogativa exclusiva del hombre –ni una bestia ni dios son capaces de ella” (10) ¿no será que el hombre ha devenido un dios impotente (a base de be yourself!) en su reino privado y un animal cebado en su esfera pública? Esperemos a ver con qué buena nueva nos sorprende este Midas que ha devuelto a las imágenes de la historia y del presente de la televisión su significado perdido y, sobretodo, una renovada fuerza política. ¡Las imágenes, de nuevo, hablan! Aunque también se rían un poco.


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HIPERNORMALIZATION (2016)


(1) Jean Baudrillard, El paroxista indiferente (Barcelona: Anagrama, 1998) p. 29
(2) Ibidem, p.52
(3) Jean Baudrillard, La ilusión del fin (La huelga de los acontecimientos) (Barcelona: Anagrama, 1993) p. 99
(4) R. Debray, Vida y muerte de la imagen (Historia de la mirada en Occidente), (Barcelona: Paidós Comunicación, 1994)
(5) José Luís Brea, Las tres eras de la imagen (Madrid: Akal, 2010), p. 69
(6) Edward Bernays, Propaganda (Barcelona: Melusina, Barcelona, 2008), p.15
(7) Hannah Arendt., La condició humana (Barcelona: Editorial Empúries, 2009), p.153
(8) Jean Baudrillard, La ilusión del fin (La huelga de los acontecimientos), op. cit., p. 99
(9) “La teoría de juegos estudia la interacción estratégica entre diferentes agentes (personas o instituciones) en situaciones en las que la utilidad (o medida de la felicidad) de los agentes depende de su decisión y de la decisión de otros agentes. La teoría de juegos define diferentes nociones de equilibrios (situaciones en las cuales los agentes no tienen incentivos para tomar otras decisiones que las que el equilibrio prescribe) y estudia su existencia en diferentes situaciones”, Aniol Llorente en una conversación por email.
(10) Hannah Arendt, Ibidem, p.32

TOMADO DE:
BLOGS&DOCS




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sábado, 14 de marzo de 2020

EL FAUNO EN SU AQUELARRE

















EL FAUNO EN SU AQUELARRE
(LA POESÍA DE MERARDO ARISTIZABAL, LO CARNAVALESCO Y LO TELÚRICO EN LA BOHEMIA PEREIRANA)


Por:
Omar García Ramírez




“TRIANGULO”
Ocultaste
Mi alma
Ahora Piedra
Tallada
En el interior
De estas
Ruinas
Merardo Aristizabal




La mención de algunos de los nombres que he citado hace que me pregunte si, sin que yo fuera consciente de ello, me he convertido retrospectivamente en parte de un «grupo» literario o intelectual. La respuesta parece ser afirmativa y, por tanto, prometo ofrecer algún relato sobre cómo los «grupos» no se forman deliberadamente ni se construyen, sino que, como dijo Oscar Wilde, «sencillamente ocurren».
Christopher Hitchens
Hitch-22

1

La anécdota es bizarra. Pero sirve para entrar en contexto.
Pereira, finales de los años 80. Merardo Aristizabal, actor juvenil que comienza a despuntar en la escena cafetera, se presenta en el teatro Santiago Londoño en el marco de un festival de teatro regional. El grupo de Merardo, que se había forjado en las tablas con el montaje de obras importantes de la dramaturgia nacional; había sufrido ese día el robo de una boletería. Así que, una buena parte de la asistencia podía estar sentada en la platea sin haber pagado por su entrada. Antes de comenzar la obra, Merardo hace una introducción sucinta de  la misma; ya al terminar, recordó a la progenitora del ladrón, ubicándola en el ejercicio de una profesión antigua y deshonrosa. Les habían esquilmado 200 boletas y estaban furiosos. La venta en el mercadillo alternativo de aquellas entradas, había copado una silletería muy solicitada. El teatro estaba abarrotado. Y había cierto aire de bronca.
Se abre el telón. La obra comienza. La trama se desarrolla bajo los reflectores. En una de las escenas finales, Merardo corre en ralentí a un costado del escenario. Gestualmente, se mantiene flotando en una nube imaginaria. Mira y gesticula con cierto aire paranoico. En medio del silencio una voz estentórea grita:
   ––Merardo… ¡te vendieron un perico rebajao!
Merardo detiene su ciclo mímico, va al centro del proscenio, dirige su mirada al público sumergido en la penumbra. Hace visera con la palma de la mano, buscando el  punto de donde cree, ha salido la voz. El espacio se ahoga en las risas del respetable. Merardo pone su dedo índice sobe sus labios con un gesto de teatro isabelino y  después, que la gente calla, dice:
   ––Si señor, tiene razón….lo compré en la olla que gerencia su abuelita,…¡ Sooo guevooón!
Y así Merardo cerraba con bronca y carcajadas aquel festival.


2

Un poeta habita una ciudad, en la provincia del sueño…
Un poeta lanza una botella al mar desde la orilla de una pesadilla…
Un poeta escribe; uno, dos, tres poemas memorables, también, algunos fallidos intentos de escritura…
Entra bailando en la zona gris del olvido. Todos lo hacemos…Pero algo queda; quizás una risa, un gesto teatral, el aire  cálido de una noche que prometía fuego y luz…
Quienes hemos compartido con Merardo Aristizabal, algunos segmentos de su periplo vital, asistimos a un carnaval poético en los escenarios de una bohemia acelerada. Desde la pelea de garito, hasta el explosivo performance que sacudía conciencias y escandalizaba damas piadosas. Lo digo rememorando; sin dejar de anotar, que, en el presente, el actor y poeta, aunque ha bajado el ritmo de su marcha, sigue adelante en su labor de creación.
Lejos está Merardo de los modales de poetitas de salón, de los ilustres mendicantes que suelen darse por estas comarcas; quienes bien apalancados y protegido por el establecimiento, han hecho de la literatura su territorio laboral; con el tiempo han venido adquiriendo los modales de las cofradías del mutuo elogio, en donde gestionan su pan y sus laureles. Y no es que el escritor no deba entrar en el espacio de la cosa pública para buscar un lugar donde exponer sus obras en el  plano cultural de su comarca, y de paso, exigir que los presupuestos de la cultura (que vienen de los impuestos a la ciudadanía), sean ejecutados con pulcritud y trasparencia. Sin embargo, esto último, es lo que menos importa a quienes devengan las prebendas estatales. El poeta, como artista de la palabra que ilumina la pregunta de la vida, debe exigir respeto por su labor y dignidad para su existir; Merardo, en estos escenarios, ha ejercido una labor crítica; siempre ha sido un actor incómodo.
Su espacio escénico y literario lo ha ganado a pulso. Su historia artística se imbrica directamente con su vida. Su poesía es dura, ruda, accidentada; llena de sombras y luces; exclamativa y declamativa unas veces; de aquelarre en danza de fiesta, en otras.
Lo conocí en la biblioteca pública municipal Ramón Correa, en la casa de la estación del ferrocarril cuando allí, en los años dorados de nuestra juventud (convención literaria clásica, pero que no ha perdido su brillo), acudíamos a una tertulia improvisada con algunos de los que, con el pasar del tiempo se convertirían en referentes literarios y culturales de esta región. Compartíamos lecturas y se hablaba de literatura y poesía; un lenguaje secreto, que nos hacía habitantes de un territorio de libertad, en medio de la zozobra y la violencia de aquellos años nefastos. El leía a Fernando Mejía (un poeta arrojado al ostracismo por jugar mal en la ruleta de las elecciones afectivas), su libro “Alquimia de los relojes clausurados”. Yo, por aquel entonces, recuerdo bien, leía la obra de Nicanor Parra y los beatnicks norteamericanos. También, con el tiempo, compartiríamos lecturas de  Gonzalo Arango, la Vana stanza de Amilkar U. y la obra de Andrés Caicedo, quien había tomado su fatídica decisión, cuando muchos de nosotros estábamos en la edad del pavo. Poco a poco y con el tiempo, nuestra cercanía a la literatura, nos haría coincidir en diferentes eventos literarios, que, de alguna manera marcaron derroteros personales y periplos vitales.
El tiempo pasó.
La bohemia citadina se había trasladado desde las bibliotecas universitarias y las aulas colegiales, a los bares y cantinas. La temporada en la tertulia de Fabián estaba en su esplendor de vinilo y de rockola. Allí en pleno, se había trasladado (refugiado diría bien), una troupe de poetas y actores; pintores y dipsómanos; conspiradores y anarquistas. Lo que allí se vivía cada jueves, era una catarsis surrealista; un cabaret místico y mundano, en donde cada uno hacia su aparición bajo el efecto de los elementales, acompañados de la dama de los cabellos ardientes, el ajenjo de caña o los enervantes psicodélicos. Cuando allí se leía poesía, se asistía a un desdoblamiento, una posesión,  una manifestación de teatro del absurdo. La mise en escene del teatre du la cruete.
Hoy día, en  la mayoría de los recitales, se asiste a la lectura de un edicto a media voz, por un poeta funcionario que teme salirse de la cuadricula; allí y por aquellos tiempos, jóvenes poetas como Leonardo Fabio Marín, Hugo Montoya Ibáñez, Abel Restrepo, y muchos otros que compartieron la escena, crearon un pequeño cisma en el mundillo literario de provincia. Ser joven, con urgencia de poesía en Colombia, es pertenecer a un club de fronterizos: La provocación, el humor negro, y la marginalidad elevada sobre un punto de expresión artística en los linderos del sistema, se convierte en onda telúrica y poética de alta graduación.
Otro sitio de corta y fugaz existencia, que operó bajo la noche lunfarda, fue De prive,  en la 17; que nosotros llamábamos Deprave. Cueva literaria que convocó a  varios poetas y pintores en sus veintipico o sus treintaytantos; algunas poetisas y vacantes que comenzaban su andadura como Lilith en busca de la tentación para envenenar su Adam kadmon y algunas señoritas demimonde que ejercían su antigua profesión en los linderos del parque "La libertad". Hieródulas que oficiaban en un templo nocturno, mientras exhibían sus encantos en el mercado de la carne. Catedráticos, que tomaban su año sabático empinando el codo, inclinados sobre mesas de alcoholes livianos; Drag Queens que mostraban sin prejuicios sus gustos heterodoxos y que bajo el brazo llevaban un ejemplar del retrato de Dorian Gray de Wilde; ex convictos que te leían de memoria seis poemas de Vallejo mientras apuraban media de aguardiente. La parafernalia del dandismo cafetero, la noctambula fashion; médicos y abogados acompañados de señoritas cultas y algunos periodistas del Yelow kid cotilla, quintacalumnistas de ebdomadarios provincianos, acompañados de efebos delicados con caras de griega indolencia. Delicuescencia raffiné, mixturada en mortero de cal andina con cierta ilustrada delincuencia.  Camellos de largas melenas y elásticas cervices y algunos elementos de ocupaciones underground; atildados freelanceros que por aquellos tiempos, era común encontrarlos ejerciendo su Laiseez faire confundidos con lo más bohemio de la bohemia. Esas soirées, al día de hoy, suscitarían el juicio admonitorio de los bien pensantes y los asépticos bien instalados; señoritos que escriben de Gómez Jattin y  Pessoa, pero que en secreto van a misa y comulgan. Los académicos coleccionistas de citas eruditas, los devoradores de cadáveres exquisitos.
Y digo lo anterior, para matizar que la bohemia que se vio en aquellos años procelosos, era de bien distinta raigambre.  No quiero parecer nostálgico de aquella época. Es más, me parece un poco ingenuo el querer rememorarlos con deleite. Creo haber superado esa deriva en la fractura violenta de la vida. Pero negarlos, tampoco te mantiene a salvo de aquella mordedura febril de la juventud. ¿Era diferente la cosa carnestolendica? Sí;  El puritanismo y el fariseísmo de cierta canalla ilustrada, no había hecho carrera y la poesía se consideraba todavía un oficio que acarreaba momentos existenciales de luces iridiscentes bajo un carnaval oscuro. Los encuentros eran cara a cara; y a veces terminaban en pelea de taberna. También tenían ese halo romántico de la noche febril: cabellera de ninfa, contra chaqueta de poeta. La gente salía y provocaba; las redes sociales no existían y eso hacía a todo el mundo más cercano a la expresión, a la palabra, al gesto directo sin mediación informática; también a la afrenta rápida, que, ya lo dijimos, podía terminar en discusiones de diverso estilo e intensidad. Eran tiempos de pasotismos, fanatismos y existencialismos. Son etiquetas, lo sé; pero con esos gabanes y esas melenas se paseaba la gente. Unos días podías estar inmerso en una deriva erótica y alcohólica sobre un trópico de fuego inspirado en los libros de Henry Miller, y otras, sentirte en caída de resaca como un penitente urbano que se hubiese escapado de la novela La chute de Albert Camus. Jean Baptiste Clamence escuchando el ruido de un ahogado en el rió, mientras  vive su guerra sorda en un país como una gran trampa. A veces,  era escorar hacia un nihilismo de lobo estepario en compañía de un Harry Haller; prendías un cigarrillo turco a la vuelta de una esquina en un suburbio descrito por Herman Hesse, tomabas posición y aguardabas…
Hoy nada de eso sucede, no queda duda alguna. A lo mejor, fueron capítulos bien terminados de un libro cerrado y olvidado en el anaquel de alguna biblioteca de capital de provincia.
Pero, algunas escenas quedaron para siempre, en la memoria de los de aquella generación.


3

Paralelo a eso, se trabajaba también; con miles de dificultades, los jóvenes creadores asumían la tarea.
Una noche, en mi taller de pintor cachorro, apareció Merardo con una tribu de teatreros armados con sus tambores, sus flautas y sus quenas; sus máscaras venecianas y sus atuendos de guiñoles con miradas bajo efecto. Las mujeres en sus trajes orientales estampados y sus patchulis de yerbas almizcladas, ostentaban sonrisas descaradas y en sus ojos, el fuego ondulaba y quemaba. Armamos rumba flamenca hasta altas horas de la madrugada. Se debe anotar que la vida gregaria del teatro va siempre surfeando en ola de comparsa; a diferencia del trabajo del pintor o del poeta, que es solitario por naturaleza; por lo tanto, una  irrupción de estas características, es algo que rompe con tu concentración y tu labor. Nada que hacer. Eran gajes del oficio; siempre he alternado largas temporadas de retiro recoleto y tibetano con descargas bestiales de adrenalina.
La tribu de saltimbanquis con atuendos medievales, la conformaban actores ambulantes que recorrían la región desde hacía semanas y había terminado su periplo. No recuerdo bien los mecanismos de su accionar; pero un día montaban un espectáculo en un colegio o una universidad y al otro día estaban en una plaza pública haciendo girar la boina y la mochila. Casi por azar, decidieron terminar este peregrinaje por las urbes de provincia, en mi taller.
En esos días tenía colgado en las paredes de mi atelier, una serie de pinturas: “TERATOLOGIAS URBANAS”. Homenaje a algunos escritores del misterio como Lovecrafth y Machen; a grandes directores del cine como F.W.Murnau. Criaturas del inframundo que de alguna manera parecieran escapadas de “El modelo Pickman”. Cuando las luces se iban a menudo por aquellos días en donde un verano extenso hizo bajar los niveles de agua de todas las represas de Colombia, yo iluminaba con velas y una lámpara Coleman de luz fría y extraña. Las ventanas sin cortinas de mi atelier, dejaban ver esas obras de gran formato y colores putrescentes iluminadas por los relámpagos. Otras veces, había recurrido al viejo truco, Goyesco  o Vangoniano, de las veladoras sobre el sombrero de ala ancha. Hasta que dejé de utilizar esta iluminación artesanal, cuando un sombreo de esparto negro ardió sobre mi melena, en medio de una de mis borracheras.
En las casa de enfrente de este barrio proletario, se asomaban señoras que se persignaban cuando veía aparecer los destellos de aquellas criaturas reflejadas en los cristales de las ventanas; aquella noche, para los vecinos, esas figuras grotescas; esa mascarada de comparsa de guiñol en la penumbra de un tenebrismo crudo, significaban la encarnación animada de aquellas figuras pictóricas de estirpe maldita que yo pintaba.
Fueron llegando, casi como por una convocatoria telepática, ese viernes: Víctor Poveda, Gushi de Negro, Alecrame Van Petit, Betzabhett Lissseti, Eloisa Estrella, Anfrosio Bertoldo, Carlos Mario el herbolario, y Juan Valentín; Armando Valdez, Pedro Valdez y su combo, Nelly sauvage rose, H.M. Ibáñez con cara de caballo blanco y brioso; Pedro Catarsis con su chaqueta roquera, H.F. Pinedo en su traje beatnick, de tres piezas y su copa de champaña,  y otros que habían tomado la costumbre de darse una vuelta por el taller para tomar el último tren  hacia la noche; locomotora de humo azul hacia las fronteras del olvido. Alguien sumó una guitarra al sarao; no recuerdo si Omar Bedoya o Julietta Bonaparte; El nivel de ruido comenzó a subir, algunos danzaban cual derviches tocados por el rayo verde; otros pogueban bajo el efecto de madame Blanche (cuando aquella dama, solía aparecer con bordados bolivianos en su traje blanco inmaculado y una flor de lirio sobre su frente de nieve). Las bailarinas despojadas de sus atuendos, danzaban con sus pieles al aire cálido del verano; se contorsionaban poseídas por alguna deidad yoruba; sombras catalépticas se agigantaban en los salones de la casona. Los tambores de los teatreros vibraban y resonaban contra las paredes de las habitaciones…los ñañigos santeros jineteaban con furia.
Luego… la sirena, el frenazo de un carro pesado; los golpes y patadas en la puerta…. Una patrulla de la policía, alertada por los vecinos que no habían podido dormir con los cánticos primitivos y tribales que parecían salir de una ceremonia africana en la invocación de algún Orisha. El colectivo uniformado del modelo Pickman, armado y brutal, estaba presente allí; querían explicaciones. Sus caras verde oliva se distorsionaban bajo las sombras chinescas. Alguien, bajo los efectos del alcohol gritó e insultó a los mutantes que, de un momento a otro ladraron y comenzaron a repartir bolillo. Alguien más respondió con una botella en forma aerodinámica. 
Aquella noche de carnaval lunfardo se convirtió en la gota que rebosó la copa.

4

La moneda lírica se lanzaba al aire…
La moneda giraba, caía sobre la otra cara…
La otra cara era solar…la vitalidad del día; tardes de caminatas al rio Otún; excursiones urbanas a los tanques de los acueductos en donde había un pequeño relicto de árboles de guayaba y mandarinos. A las canchas de basquetbol de Kennedy, Cuba o el Jardín. La tertulias en el lago Uribe donde dimos nuestra primera vuelta de sueños. Las dos cosas, si lo miramos bien, estaban equilibradas; lo lunar y lo solar. Y a pesar de la violencia que cada día tendía a acentuarse casi sin que nadie se diera cuenta, nosotros caminamos la ciudad de Pereira; esa Urbana Geografía Fraterna era nuestro espacio en comunión, que mantenía el equilibrio entre los sueños de halconeros adolescentes y la realidad de nuestro país; salvados por esa luz dorada y cobriza. Ese aire azul que convocaba las bandadas de aves de las montañas, hoy ya perdido y contaminado. Las jornadas de natación en las riveras del rio Otún; la caminata de iniciación, inmersos en brumas de frailejones verdes en las nieves del nevado; (el rayo a un costado sobre el lago, fugaz metálico, venusino). Esa búsqueda de naturaleza total en el retiro. Nos mantuvo con energías suficientes para afrontar la noche. Tal vez, estábamos preparados para esas maratones, después de caminar bajo el sol horas enteras buscando donde refugiarnos del mundo, y encontrarnos con los misterios de Eleusis.
Soteria…salvación y Epopteia…contemplación, en las playas solares de nuestra adolescencia, después de beber el kykeon; la cebada en cornezuelo; lisérgica cerveza de la iniciación;  honguisa mística del Lophopora williamssi diluida en la caña de panela; sagrada melaza Psilocibe de la exploración interior. La poesía por lo tanto, tenía ese componente de soma vital, que nos permitía un derrotero de sueños en medio de la incertidumbre. Luego, algunos, decidían tomar las autopistas de velocidad con temeraria actitud, salirse de los mapas en solitario, encontrar las vías de escape a la locura. Era la norma, nada fuera de lo común; hoy no aconsejaría ese modus vivendi a los nuevos poetas adscritos al ministerio de cultura. Los que hacen la abominable carrera del funcionariado; los adscritos a los gabinetes municipales. Ya que, si en el día solar, la mística del poeta en preparación es forja de guerrero para la existencia; en la noche, es entrar en el territorio de la incertidumbre. El horror y la insania pueden aparecer en cualquier momento detrás de esas mascaradas lunares. No era una pose para salir en una fotito y repartirla en los medios; el cuadro era, un poeta inclinado sobre su copa iluminada de ajenjo, con una mujer de ojeras azules y mejillas empolvadas de luna, esperando en un bar olvidado del mundo.
La banda sonora de nuestra juventud, la salsa de Héctor Lavoe bajo el humo acido de los bailongos de arrabal. Starway to the eaven de los Led Zeeeppelin y The dark side of the moon de  Pink Floid en los botellones psiconáutas del lago Uribe; los tambores afro caribes de Santana en las cabañas del nevado; el musical barroco, esotérico y extático de  In a gadda Davida de los Butterfly en el taller de Darío Rodas, (ilustre maestro de la acracia ya fallecido) en compañía de Cesar Ramírez “Mateo”, el místico trotamundos más sincero y grande que haya conocido en vida; (A quien muchos años después, lo reencontré en la salida  Atocha en el metro de Madrid; pero esa es otra historia).
Merardo lo recuerdo bien, era el que creaba el puenting de aquellas veladas; flashmobs que se daban a razón de dos y tres por semana. Gestor cultural sin que se hubiese aun inventado el término, creador de crowfoundings, antes de que ese anglicismo entrara en el diccionario del hípster contemporáneo. El performance de clara filiación alcohólica, era hasta que el cuerpo aguantaba, y terminaba cuando los caballos de las hordas orientales habían galopado hasta reventar, dejando las praderas secas en las fronteras del amanecer. Teníamos cuerpo y aguante, y a esa ceremonia, tenías que entrar preparado para caminar; como en la obra de Ferdinand de Celine, hasta el fin de las noches. No sé si era escapismo; no puedo discernir si era locura; solo sé que, quienes vivimos esas Seasons en le enfer, lo hicimos como quienes pagan una cuota alta de libertad, arriesgando en la experimentación, con elementales vegetales en las fronteras de la poesía. Una incursión en los cotos salvajes de los paraísos artificiales. Algunos logramos salir un poco tocados, con las heridas apenas restañadas; otros pagaron con su salud y hasta su vida.
Esa poesía de existencia o de experiencia, como la denominarían algunos críticos y poetas españoles como García Montero (denostada por unos, valorada por otros); de alguna manera esbozó ideas literarias, que años más tarde fueron material de fragua para poemas, cuentos y novelas. También fuimos sensibles a las experiencias surrealistas e informalistas; a los planteamientos futuristas de la acción literaria; los nadaistas colombianos y los anarquistas catalanes. Todo eso, de alguna manera, se expresó aquí, en nuestro Cabaret Voltaire pereirano. Más tóxico eso sí, y en ocasiones más peligroso.
En el caso de Merardo, era esa experiencia matizada en la paleta impresionista de un pintor de la Rive gauche y macerada con especias fuertes; la que creaba el paisaje y agregaba sal gruesa para el banquete proletario. La boutade elevada a la condición de arte; lo burlesco trasformado en broma de infinita claridad. Puesta en escena del teatro de la crueldad artaudiano. Meditación existencial de impacto lírico; monólogo en las fronteras de un mundo en donde el poeta es un paria, un apestado, un hombre molesto para la sociedad. Una sociedad que eleva a la categoría de embajadores culturales a regueatoneros de medio pelo y se les publicita ad nauseam, mientras escritores de probado talento, caminan bajo la sombra de la muerte con un clavel sangrante en las gastadas solapas de sus sacos negros. Una sociedad que eleva a la cumbre de su santoral, a un mutante goyesco para afirmar la violencia genética diluida en su sangre como Treponema pallidum, mientras mueren de hambre y frío, genios en la oscuridad, sin que nadie se entere de sus obras, como en la canción de Duncan Dhu. Un país en donde se mata a guardabosques y líderes campesinos, y se lanzan las dragas de la minería para acabar con los páramos en donde los recursos del agua de las futuras generaciones son esquilmados. Un país en donde se mata al jaguar, la bestia mítica y sagrada para extender la ganadería de la muerte.
Merardo, está lejos de las maneras del artista funcionario, que teje redes de amistades operacionales para los dividendos; aquellos, estructuran su accionar bajo el mandato del político mediocre al servicio de una estética del poder; círculos cubiertos de velada hipocresía en donde se veta al talento  inconforme, al extraño rebelde, al iconoclasta de raza. Burócratas y “curadores” de carrera, que se han preparado con esmero para conformar su camarilla con la que acceden sin barreras a las arcas el estado, mientras entonan el mantra naranja azafrán de la cultura.
Viene de otra escuela, de otra academia, en donde se marchaba por la libre y cada uno iba a su aire. Otro tiempo en donde los artistas tenían que agenciarse su laburo; la creatividad era obligatoria para quienes rompían lazos con la normatividad social. El código era abierto y los fronterizos eran bien venidos; se les trataba con aprecio fraterno, y a los poetas cachorros les ofrecía una buena mesa, la palabra y una copa de vino. A los mayores, se les respetaba, pero no se les temía; se les daba su espacio y se aprendía de ellos. No levantamos un altar para el sacrificio, ni cruzamos la montaña subrepticiamente empuñando el hacha para derrocar al rey del bosque, ese que meditaba senil bajo la rama dorada. Lo dejamos solo en su reino para que la vida lo pusiera en su sitial. Eso sí, el acartonado cubierto de medallas oficiales y protector del Ancien régimen, recibía toda la carga de nuestras ballestas. Teníamos modales; exquisitos modales; pero, llegada la ocasión y en justa causa, podíamos desatar una tormenta.
Merardo ha sido, a su manera, un poeta partisano que marcha en una delgada línea de confrontación literaria y poética. Su figura de fauno asilvestrado; grifo goliardo escapado de una piedra de Notre Dame, sátiro burlesco que va en contravía de la Political Correctness; Siempre ha mantenido la posición; y si alguna vez ha sido convocado; si alguna vez ha sido sacado de su barricada poética; es porque de no hubo forma de anularlo. La generación de la que hablo, tiene  algo del alma punk; nuestro manifiesto está adscrito a cierta sangre de bronca urbana, herencia de los Sex Pistols y más tarde el aire grunge de un Nirvana. Nosotros bailamos el Blitzkrieg Bop de los Ramones, con las chaquetas negras, los pitillos azules y las zapatillas de lona. La censura velada de la academia opera con sutileza, pero casi siempre se queda corta, cuando da con huesos duros de roer. Cuando no pueden matar a la bestia, tratarán de confundirla; por último, tratarán de domesticarla.
Más cercano a la emboscadura del lobo esteparia Hesseano; Merardo toma un camino alternativo que rodea la periferia de la ciudad sitiada, evita las trampas, pero no huye de la peste.  Medardo es el poeta-actor que hace estallar su verbo de francotirador en medio de la noche; a veces sana en catártica performance con su risa; cuando no, escupe sal sobre la herida. Su estilo breve, sentencioso. El poema adquiere la forma estética de  un haikú de vuelo libre, que pareciera ser expresado por uno de los  desclasados samuráis de kurosawa. Sus versos no siempre cierran, no encabalgan, se rompe el ritmo muchas veces, no danzan en la línea de cadencia las palabras. No le apuesta al preciosismo de joya gastada ni ofrece sus verso para que los pulimenten los poetas consagrados. No le jala al chaqueteo. Va con su diamante en bruto de luz fría,  golpeando las frases; cuervo negro que  picotea en la puerta bajo la ventisca. Casi siempre, sus poemas, dejan una pregunta en el aire, el eco de otra voz, el ruido de una ventana que se cierra mientras arrecia la tormenta. “Un simbolismo que invoca la idea de un boletín viajando por el mar de la existencia, y al mismo tiempo de fe en el universo que es donde habita el bálsamo poderoso de la poesía” como lo entiende el escritor e historiador, Julián Chica Cardona, en el prólogo de su “Botella al mar”.

Pero antes de esos viajes a las playas del lirismo humanista, Merardo había lanzado algunas cargas de profundidad: 

SODADE
Para que no entres en mi casa
He llenado mi jardín de quiebrapatas
Y sembré de estacas el camino,
Los techos de francotiradores,
dispuestos a reventarte el corazón
y la sangre.
Para que no entres en mi casa
Me he convertido en un chacal asesino.
Para que salgas de mi corazón
¿Qué arma utilizo?

Viajero, inquieto de una tribu de poetas y actores que con su vida nos proporciona risas, pero que también aporta un poco dolor y peligro. Mantengo distancia frente a sus gustos heterodoxos en materia de carne trémula; pero, reconozco una cercanía de intensión con su poesía de teatro pánico. Ya que la poesía en países como Colombia, no está para enternecer damas piadosas o para cantar lullabys a los bebes de Rosemary, que en pocos años serán adoctrinados por la propaganda de RCN Y Caracol. La poesía en Colombia debe cuestionar y si no al menos provocar una erupción en las nervaduras del alma.



5

Pero no se equivoquen señores y señoras...
A esas alturas es necesario una aclaración: no todo era bohemia y brumas etílicas.
Se trabajaba y se creaba.
Merardo, participó como actor secundario, y más tarde como actor principal, en obras montadas por media docena de grupos regionales y nacionales. Desde Shakespeare a Ionesco, desde clásicos del teatro español, hasta performances surrealistas, presentados en salones nacionales de arte. Grupos de teatro como el de Antonieta Mércuri, Blanco y Negro, Nueva Escena, contaron con su participación de actor de talento. Luego, pasados los años, con su trabajo viajó a escenarios de  Alemania y recorrió mundo.
Participó activamente en la fundación de La editorial  “GRIFFOS DE NNEONN”, en conjunto con Alex Rendón y Didier Arenas; La revista “Arte siete” con Alejandro Taborda, (editorial de arte independiente, con la que se hicieron tirajes  limitados de bella factura). Mi novela gráfica poética, “LA DAMA DE LOS CABELLOS ARDIENTES” (una de las primeras de Colombia según algunos investigadores), fue publicada artesanalmente con este colectivo; Más tarde, publicada por German Ossa, en estado de gracia, al frente de un fondo cultural ya desaparecido.
Hicimos las primeras exposiciones eróticas de formato mínimo, en la caseta cultural  del lago Uribe, e inauguramos la galería de la taberna “Vara de caña” en donde se colgó la primera muestra de las “Teratologías Urbanas” (la segunda exposición fue en el club Rialto) patrocinada en su totalidad, por el recién llegado de la legión extranjera: Jaime Roxas; poeta-empresario, que venía de hacer sus reales en Centro América y estaba decidido invertirlos en bohemia y musas de renombre; lo demás, como él mismo lo dice años después: fue dilapidado. Y por supuesto, los memorables festivales de poesía regional, orientados por Jairo Henao que lograron la asistencia de centenares de personas, en teatros como el Santiago Londoño, el teatro de la universidad libre, la Universidad del Área Andina, la universidad Católica de Pereira y el teatro Confamiliar.
En alguna oportunidad, Medardo, experto en conseguir patrocinios de quienes tenían en buena consideración la embriaguez de los poetas, pues la consideraban un acto sagrado de estirpe báquica. Se agenció un par de docenas de cajas de wiski Old Parr. De tal manera que, irrigamos nuestro sistema hepático con los caldos escoceses. Cuando se terminó aquella dotación, que parecía sacada de las bodegas de un Capone en la época de la prohibición; fuimos a su atelier mansarda que por aquel entonces compartía con Rendón (pintor de gran talento, hoy viviendo en Alemania). Me mostró, para mi asombro, una nueva serie de cajas que acababa de conseguir y que tenía reservadas para las jornadas que se avecinaban. Así que en los recitales de aquellos días organizados en tabernas innombrables, la comunidad de los poetas sedientos, que bebían como cosacos sin resaca, tenían sobre sus mesas hermosas botellas ambarinas. Hoy día, a los escritores en estas provincias cafeteras, ni agua de beber se les da; y eso, en mi opinión; constituye una falta de etiqueta y sobre todo una muestra más de la porca miseria y tacañería de quienes se ocupan de gerenciar juegos florares, festivales líricos, conferencias de tres al cuatro y otros eventos literarios al uso.
Lo cierto es que, como teníamos más cajas del preciado licor, que aparecían como por arte de magia, ya que nuestro benefactor (un importador que tenía relaciones comerciales con más de 12 países) recibía pinturas originales de los artistas de mi generación en forma de pago. Y como Éramos alcohólicos sociales, mas no dipsómanos irredentos; estábamos en una  bohemia cuyos rubros son de amplio espectro, y también comíamos;  Buscamos a quien vendérselas.
Por aquellos días, abrió una discoteca un nouveau entrepreneur, en un centro comercial muy prestigioso de la ciudad. Le vendimos aquella dotación británica del viejo Parr; también al bucanero de Buchanans, con sus perritos, el blanco y el negro. Y de paso la idea de hacer una inauguración fuera de lo común que decidimos bautizar: “Los poetas bailan salsa”. El emprendedor, (hombre que frisaba los cincuenta por aquel entonces) y quien en su prima juventud, había sido amigo personal de Héctor Lavoe; me dijo en esos días, que había estado dudando entre fundar una revista o montar un café galería, pero terminó creando una discoteca, por una sencilla razón: la mujer que le inspiraba y alegraba la vida, era danzarina del Trópico de Alquimia. En aquellos días, los Gatsbys circulaban y crecían dentro del espectro urbano, y sus Daysis del Tropicana, recibían merecidas atenciones y eran complacidas en todos sus caprichos.
Toda la cofradía bohemia, que por aquellos días ya sumaba a Hugo Montoya, se preparó para la rumba. Días previos a ese bailongo, Montoya había pergeñado su famosísimo: Clasificado.


  "NECESITASE MUSA"

¡Necesito una musa con urgencia!
que mantenga mi circulación con frenesí de ebrio.
Que me regale los versos que no cantó
la Janis Joplin.
La quiero en una noche de luna
cubierta con un velo.
Que no me abandone cuando camino en extramuros.
Que tenga la alegría de B.B.King
y la paciente ternura de Walt Whitman.
Que haya bebido el whisky de los marinos en los puertos.
La quiero con mañas de prostituta.
Que haya sido traga espadas en el circo.
Que tenga alma de pantera de Kenia
y haya comido carne humana.
Que sepa esperar como lo hacia Penélope.
Dura y sufrida como una dama de Bangladesh.
Astuta e intrigante como una Mata-Hari.
Decidida y mártir como Salavarrieta.

Vacante musa de Gómez Jattin:
Si aún no encuentras un poeta,
yo te espero. Vén pronto...
¡Necesito una musa con urgencia!


Poema que había publicado en un diario de circulación regional y había logrado el feedback de cien respuestas. Después, de una difícil deliberación en solitario retiro, y que duró 15 minutos y medio, según él. Había escogido a su pantera de Sumatra: una mulata barranquillera de uno ochenta, sin zapatos.
Llegó la noche.
La fiebre de un viernes en la noche, hacia subir la temperatura. Todos habían hecho un esfuerzo para que sus trajes y modas de la época, fueran una forma corporal de expresión. Se mezclaba el clasicismo tropical y el expresionismo montañero; lo carnestoléndico y lo tribal. Lo Newyorkino y lo sureño, Lo oscuro y lo luminoso.
Yo llegué sobre las nueve; recuerdo ingresar en ese antro psicodélico, como un personaje de Piñera el cubano… extraño lugar, donde las almas flotaban livianas cantando en la oscuridad. (No recuerdo el nombre del cuento; en estos días lo busqué en "Cuentos Fríos" para escribir este texto, pero no lo encontré; las cursivas hacen parte de un poema de Urbana Geografía Fraterna, que de alguna manera expresan lo que en aquel instante sentía. En el fondo soy un poeta impresionista, que le voy a hacer). Me acomodé, para disfrutar de la barra libre que había destinado el nuevo empresario en exclusiva para esa fiesta. La coctelera multicolor atendida con diligencia por conejitas azules de corbatines rojos, estallaba bajo luces de espejos facetados, mientras la lluvia de la orquesta Mondragón sonaba lenta y sincopada. La danza colectiva de la cueva nocturna comenzó; el cardumen pulsaba bajo la música. La gente no terminaba de llegar: Juanita Salome, Amparito Zuluaga y Patricia Larralde, Pedro Juan Maltes y Carlos Pedraza. En la pista se azotaba baldosa sobre, lluvia y nieve… lluvia con nieve. ¿Cómo no rememorar esa página del escritor caleño?…Lluvia...nieve. Lluvia con nieve… Montoya, de guayabera y zapatillas blancas, estilo caribeño, se magreaba en danza con la mulata de uno ochenta sin zapatos; afinaban coreografías importadas de la sultana del valle, florituras de entrepierna y agarrón de caderas, bajo una bola espejo disco que giraba e iluminaba las pieles de los bailarines; sobre la fiesta pagana florecían vitrales cinéticos de erotismo ochentero. Este no era el parque Caicedo; era el centro comercial, de la ciudad sin puertas. Al fondo, en los espaciosos baños, los olores montunos de la dama de los cabellos ardientes (la mata siguaraya de Oscar de León) se irradiaban y extendían a todo el centro comercial. Leonardo F. Marín, con un saco de hilo blanco iridiscente, se mantenía extasiado en un baile apasionado, con una gringa hermosa de cabellera dorada de visita por el eje. Danza al clavel, que incluía besos de minuto y medio; apneas de características zombie, mordidas antropófagas en el centro de la pista; todo el conjunto conformaba un agujero negro giratorio que nos mantenían bajo efecto de caída. Nelly sauvage-rosa bailaba ataviada con vestido de terciopelo rojo; impartía cátedra corporal mientras acentuaba con movimientos orientales lo rotundo de sus curvas. Merardo, estático, miraba detrás de unos cristales semiopacos, sentado en el sillón de una esquina. Brillaba con un aire baphomético. Fauno en ceremonia del bosque de cristal. La fiesta negra, la rumba brava, su  místico aquelarre.
En la consola sonaba “Hay fuego en el 23” y la pista ardía. Seguía llegando más pipol del colectivo under de la ciudad. Los alternativos y los punketos; los grunguies y los místicos; los anarquistas y los del ghetto; los del norte y del Soweto. (La noticia de barra libre había corrido como pólvora). Después de varias horas y agotadas las existencias de licor; estalla una pelea brutal entre dos muchachas ataviadas de cuero negro de la tendencia LGTB /SMB/XXL. El colectivo poético, que ya era minoría entre las tribus reunidas; intervino, puso orden; atendió a los heridos y a las heridas y a los trans… (Para que no me tilden de misógino, homofóbico, transfóbico)… a los trans de la riña, como les decía; también se los llevaron. Se los llevaron a los Seguros Sociales que quedaban a tres cuadras (esa es la gran ventaja de las ciudades de provincia; que todo nos queda cerca. Hasta la morgue.)  
En la pista semi desierta, el empresario, elegante en vestido negro y ya borracho, bailaba con su musa, una señora estilizada, que inclinaba un poco el peso de su grácil cuerpo sobre su pierna derecha (Sarah Bernhardt otoñal, con brillo de oro Klimt de 24 kilates).
Bailaban…bailaban…bailaban.
Algo de rock-blues; después, algo lento de Mecano; algún disco Bonie M. El empresario y M-baker dorada bailaban.  Algo pesado y licantrópico de la Unión. Pero después… Él se apersona del equipo de sonido.
Para la música.
El hombre saca dinero de su chaqueta y despacha a los meseros, a las conejitas, a las cortesanas, a los saltimbanquis urbanos, a los mimos de las sombras, a los dealers de Madame Blanche, a los corsarios de Marye Jane; y dice:
 ––Me quedaré solo bailando con mi prometida. Muchas gracias por su asistencia.
     Así que todos decidimos salir.
En ese momento, en el equipo de sonido de la discoteca, suena algo nostálgico y lleno de poder…  “My way” de Sinatra. Vimos por unos instantes, la pareja, sus movimientos lentos, su cadencia pesada a través de las grandes puertas de cristal. En la pista, el empresario y su novia bailaban… allí estaban ellos, en la penumbra solitaria que susurraba la última balada del verano.
La gente salió poco a poco; caravana nocturna hacia el lago Uribe Uribe. La mañana y su lucero estaban por delante; las calles solitarias de Pereira destilaban aires dulces de mandarinas y limones, de flores de café y caña, de vino, whiskey y aguardiente… y todavía quedaban algunos canutos por quemar. 
La discoteca cerró esa noche y nunca volvió a abrir sus puertas.
Nunca más supimos del empresario y de su enamorada. Jamás.


6

Merardo fue al sur;  Ariadna, la hermosa leona, regresó de  las Pléyades a este jardín de las delicias terrenales.
Yo estaba en otra dimensión. Y por aquel tiempo marché al norte.
Años después, encuentro de nuevo a Merardo en la ciudad. El tiempo ha golpeado un poco su cara, pero su ironía se mantiene fresca con una mueca de  optimismo crítico.  Está vital y en su labor. Esperamos que su poesía y su teatro sigan haciendo su función.

Cincelo en la roca

un silencio.
Pero un golpe seco y agudo
se ha vuelto sombra
se ha vuelto 
eco.
Sombra y eco...
Piedra tejida en negro mineral para mi capa
con la que cubro mi voz, en las fronteras del misterio.
M. A.