martes, 15 de julio de 2025

"EL VENENOSO SECRETO DE TU LUZ".... by Omar García Ramírez

 




EL VENENOSO SECRETO DE TU LUZ



   El profesor de literatura mira a través de la ventana: Una cálida tarde de abril que le parece el marco perfecto para hablar de la obra poética de Mallarmé, o de Une Saison en Enfer de Rimbaud; a lo mejor, abordará la compleja traducción de “Las Flores Del Mal” de Baudelaire; duda unos instantes, mientras su mente divaga entre las brumas bucólicas de La siesta del fauno del primero de los escritores. Pero cierta rigurosidad se impone. Los comentarios irónicos de colegas de academia, que le tienen ya en la categoría de sátiro refinado y afrancesado, le hacen someter el brío de su lírica especializada en enardecer a las tribus de jóvenes románticos. Finalmente, Bernardo Salcedo, se decanta por la seguridad del pensum. Abre el libro “El Canon Occidental” de Harold Bloom, mientras mira de reojo las piernas tornasoladas y doradas de su alumna preferida: Clarissa Monteblanco, la mujer de los cabellos de trigo tostado hasta la cintura y cara de vestal mediterránea.

   Se acerca y gesticula con cuidadosa pose que dá énfasis a sus palabras; en vez de dar lectura al texto en prosa crítica; casi declama. Ella le mira y descubre en su voz potente, pausada y bien articulada de barítono ligeramente resfriado, una vibración que le recorre la espina dorsal y le hace vibrar las campanillas y los pliegues de su silla turca. Entonces, le dirige una mirada de adolescente inquieta, que sube lentamente sobre la raya del pantalón Everfit hasta el almidonado cuello blanco de su camisa; detiene su inspección por unas fracciones de segundos, en la correa de cuero de caimán, y la gran hebilla dorada que ciñe la cintura viril del maestro. Movimiento sutil de ojos negros, que él capta y le llena de orgullo de macho tocado de lujuria.

   Y claro está, las clases van así de mañana a tarde, en donde en se pasa de la vorágine tropical a los poetas malditos franceses; para después incursionar en los laberintos de Borges. Luego, días después, el catedrático jugará a una rayuela imaginaria entre las piernas de aquella maga adolescente. Ella, cambia sus atuendos de acuerdo a las variaciones climáticas; sus minifaldas coquetas en verano, por abrigos largos existencialistas en invierno, para deleite del licenciado que ve como en los labios de la nínfula madura, juguetea un duende de coral que parece decirle: bésame, bésame, bésame mucho.

   Como siempre, en estas historias hay otro en la lid; otro que iniciara la discordia. Estudiante de literatura; buen gamberro ilustrado. Devorador de libros e infectado de literatura desde los seis años cuando su madre, una hermosa hippie de tierra caliente, le leía para hacerlo dormir: “Los crímenes de la calle Morgue” de Poe y algunas historias de “Los mitos de Cthulhu” de Lovecraft; historias espeluznantes con las que de criatura (kindergarten de las flores ácidas), conseguía el plácido sueño de los poetas del horror. Fernando Barraza, tiene casi veinte años, y recientemente ha publicado su primer opúsculo, que ha recibido una crítica ácida y despiadada del letrado. El libro titulado: “Poemas paranoicos para la burda Bertha” (lírica punitiva ––según algunos amigos y contertulios––, contra una prostituta que casi lo deja estéril, a causa de la que una época, ya muy pretérita y cuasi barroca, llamaban los parnasianos: la supurante enfermedad francesa). Obra que ha recibido la estigmatización y el anatema de una buena parte de la academia. Catalogada como: “basura postmoderna para vampiros pornodhermos”, en una columna que el catedrático Salcedo ha publicado en el periódico literario de la universidad: “Literatura degenerada para oligofrénicos y drogadictos, sin la brillantez de los que se supone son sus maestros; un pastiche repulsivo, que solo quiere escandalizar a punta de sangre, sudor y mierda”. Sentencia y cierra, el profesor.

   Después de estos juicios y descalificaciones, Fernando Barraza, el joven poeta, prefiere tomar distancia y va lo menos que puede a la universidad. No porque se haya sentido herido en su sensibilidad. Ha leído lo suficiente para entender que, siempre queda faltando mucho para encontrar y perfeccionar un lenguaje propio.  Prefiere moverse a su aire, tratar de aprender mucho con investigaciones personales y tomar lecturas a fondo. Para ese propósito, decide refugiarse por largas temporadas en la biblioteca de la pequeña ciudad del eje cafetero.

   En su espíritu de joven rebelde y romántico, la naturaleza ocupa un lugar importante. Sube a las montañas de la cordillera central y pasa largas jornadas entre el frío y la bruma de la laguna. Luego baja a los valles como un duende de niebla y comulga con la naturaleza en su plenitud de bestia joven. Pasa tardes enteras solo, en las hondonadas verdes de la cordillera central, cerca al valle de los nevados, mirando el horizonte en las tardes de agosto; el azul que se funde contra los espejos de los lagos helados y él, solitario, mirando en silencio, envuelto en una chaqueta verde, con una boina negra que cubre su melena byroniana. El sol que, por momentos centellea como un disco de metal entre los rebaños de nubes, recorta su perfil de halconero adolescente e ilumina su rostro trigueño quemado por el viento helado de la montaña. Se ejercita en una cetrería de poesía y espíritu; esa que conocen bien, los que emprenden el ascenso a la montaña mágica. Mientras en las noches al calor de una fogata, escribe en solitario, secretos poemas a Clarissa. Ha puesto sus ojos en el corazón de la muchacha; o mejor dicho, y sin temor a equivocarnos, podríamos decir que ha orientado su mirada hacia los mapas corporales, en donde oculta su delta de Venus, la adolescente.


   El profesor de literatura lo intuye; muchas señales corporales y visuales ha visto que se cruzan entre estos dos alumnos destacados. Ella por su belleza y talento, y él por su inteligencia y rebeldía. El profesor Salcedo, ha empezado a sentir un interés apasiónado por Clarissa, que poco a poco se torna en obsesion. No duerme bien y comienza a tener una animadversión hacia el joven escritor.  Y es por esto que Fernando, no logra pasar de mediocres notas en las calificaciones. Sus parciales dejan que desear, y aunque todos saben de su talento y que puede ser el mejor de la clase, en donde la mayoría, solo ha leído a sor Juana Inés de la Cruz, La vorágine, Crónica de una muerte anunciada, y algunas novelas de aventuras del señor Arturo Villanova. Libros todos importantes sí (pero libros encausados y orientados); textos, cuya interpretación siempre mediada, termina por quedar reducida ciertas fórmulas diseñadas por los exegetas. El rebaño ilustrado del pensum, rumia y sonríe cuando el joven escritor intenta destacarse y solo se lleva frases de desaprobación. El resto de alumnos, una mayoría: ovejas marcadas; terminan caminando en fila, por los senderos de un bien señalizado coto de pastoreo literario.

   El joven Fernando, sabe que está condenado sin remedio, por la creciente inquina que contra él ejerce el académico; que sus debates documentados y bien sustentados, como aquel en donde trató de presentar una tesis sobre la influencia de “El corazón de las tinieblas” de Josep Conrad, en la obra La Vorágine” de José Eustasio Rivera; (teniendo en cuenta que la primera fue publicada en 1899 y la segunda en 1924, y que Eustasio Rivera la pudo muy bien leer, en inglés; o a lo mejor en francés). Terminan en la descalificaciónes gratuita por parte del académico Salcedo, casi siempre acompañadas de una confrontación estéril. Entonces el joven poeta, comienza a preguntarse: si vale la pena todo el esfuerzo. Afortunadamente, otros profesores que descubren en él, talento y cierta calidad literaria; esa misma que Bernardo Salcedo desconoce. Profesores y catedráticos más jóvenes, le dan oportunidades para desarrollar sus potencialidades y le permiten de cierta manera resistir.

   Por su parte, el profesor Salcedo, está enterado de que El joven escritor se hace cada vez más cercano de Clarissa, y le lleva los cuadernos; que seguramente, ha rubricado y casi que derramado en tinta algunas propuestas de carácter erótico, en los poemas que Clarissa lee como iluminada y sofocada a la salida de clases por los pasillos. Entonces, comienza a desarrollar una enfermiza fijación con pensamientos violentos hacia el joven poeta. Averigua por todos los medios sobre sus movimientos; establece una pequeña red de incondicionales que le informan en secreto sobre los asuntos en donde Clarissa y el joven poeta estén presentes. Además, el profesor Salcedo, quien está sobre los 38 años, sufre idealizando a la joven: en sus pensamientos la compara con la Simoneta de Vespuchi que pintara Sandro Botticelli. Ella es su primavera, ella es su madona andina; ella es la criatura bajo cuyo influjo ha caído sin remedio.

   Todas sus sospechas y los comentarios que le han llegado, se confirman: Ha visto a la pareja tomando café con rosquillas en la cafetería de la universidad. (Una Clarissa resplandeciente y Fernando casi transportado; cada vez más conectados en una vibración sutil).  Además, se entera, con preocupación cada vez mayor; que ellos dos habían coincidido en la última fiesta en casa del gordo Quevedo: Le dijeron que Clarisa había bailado toda la noche con Fernando.


   Clarissa juguetea como una gatita salvaje; no se entrega a nadie todavía. Sabe que está entre la espada y la pared, su corazón esta dividido, aunque a estas alturas de la vida el corazón de las adolescentes suele estar más que dividido, Fraccionado; compartimentado en estancos pequeños, azules o rojos, según la temperatura. Clarissa que, tendremos que decirlo ––ha cruzado el umbral de la edad de la inocencia––; había fracasado en el inicio de otra carrera (la zootecnia) que había cursado durante dos semestres, hasta que se dio cuenta que su verdadera vocación era la literatura, y diseccionar corazones humanos. Sabe que debe poner todo en juego, para llevar a feliz término su proyecto académico. Sus padres, aunque la consienten y la adoran; también le han puesto límites a sus devaneos. Ella sabe, que debe poner todo de su parte para progresar en sus metas. No es tonta y se sabe de alguna manera objeto de interés de Salcedo el académico (uno más entre los que caen bajo el efecto de sus encantos). El  maestro severo; el orientador que con su mirada acerada y con su voz de barítono ligeramente embriagado, le enseña el camino verdadero. Dice que sacará provecho de esas circunstancias. Pero luego está ese amor fuo,  cada vez más desasosegante, cada vez más inquietante y abierto como una flor herida en mitad de su pecho, por Fernando el joven poeta.  

   Los semestres finales pasan a gran velocidad sobre el calendario. Mientras tanto, Clarissa reina en los recintos académicos. Va asegurando su territorio. Los muchachos no se resisten ante su piel aromatizada en fresa y sueñan con su boca lubricada con dulce de melocotón. Casi sin quererlo, se convierte en la reina sin corona del alma mater; esa reina a la que igual le rinden pleitesía las gordas danzarinas y risueñas del coro; las madrinas asexuadas del equipo de senderismo y los nerds con miradas de batracios modélicos. Pero a pesar de tan grandes favoritismos, muchos temen quedar hipnotizados frente a sus ojos. Y entonces la evitan. Emana algo extraño y magnético de sus ojos almendrados, ligeramente rasgados y separados por una geometría de euritmia y perfección. Pantera mansa, con mohines de fierecilla domada, que impone a pesar suyo, las formas elásticas de su corporeidad; expresadas en una buena disciplina y en los resultados fisiológicos, dados por la práctica de deportes acuáticos, ecuestres y aeróbicos. Lo que pide lo tiene; lo que desea lo obtiene; y como sus padres son parte de la aristocracia del pueblo, ella pide y ordena; y ellos acceden y donan.


   Por aquellos días de verano y sobre la mitad del año. La universidad, en el marco de los juegos florares, convoca a un concurso de literatura. El jurado de la capital, conformado por: personas conocedoras, certificadas e ilustradas.

   Clarissa y Fernando deciden participar. El joven poeta lo hace con: “Odas macabras para vampiros angelicales”. Un homenaje a Poe y a algunos decadentistas franceses. Para sorpresa de todos, Clarissa gana el concurso con: “Átame y azótame, pero déjame cantar”, una selección de versos eróticos, que parecieran estar inspirados en prácticas muy vividas de sadomasoquismo y bondage. Todo un atrevimiento y una provocación.  Ella por aquellos días, luce vestidos de cuero cruzados de correas con accesorios metálicos, y muestra preferencia por las botas negras a lo Sacher Masoch.

   Las entrevistas, para los medios culturales locales y las revistas universitarias de la región cafetera, tienen en ella a su fetiche mediático de la temporada. A los pocos días y ante la presión inquisitorial del maestro, quien aprovecha las clases para despotricar contra Fernando y poner de relieve la obra de la estudiante. Clarissa reacciona; no acepta esos ataques y dice ante todos que: aquellos versos inspirados en lecturas e inquietudes muy personales, los había escrito bajo la orientación y el asesoramiento literario del joven rebelde.

   El profesor no lo puede soportar: ¿Cómo pudo ella preferir la orientación y tutoría de un poeta de poco roce literario, a su orientación patentada, rubricada y con garantía?  ¿Qué veía en aquel, que todavía no había alcanzado a ser parte del espacio cultural reconocido? Alguien a quien consideraba un escandalizador profesional, un astroso rebelde y provocador. ¿Cómo evadía sus orientaciones; acaso no había dado muestras fehacientes de ser la estrella literaria en aquella academia? Su alumna favorita se le escapaba de sus dominios, para caer en las manos de aquel poeta maldito. Entonces, cuando se le presenta la oportunidad, critica públicamente a Clarissa, en una conferencia en donde entre muchas cosas habla de: "Musas casquivanas y poetisas sin alma, ni talento".

   Clarissa, se retira por unas semanas de la universidad. Va con un grupo de amigos a la capital, al concierto de Rock al Parque y coincide con Fernando bajo una luna de metal y fuego. Después del performance musical central de la primera tarde, en donde el grupo colombiano sobre tarima  interpretaba canciones con las letras del poeta, quien desde hacía meses, ya se estaba convirtiendo en la revelación de la poesía negra con un toque iconoclasta de la escena. Ella se entrega a unas largas y extenuantes maratones sexuales, con el joven poeta, expresando una sabiduría erótica, que iba más allá de lo que Fernando había conocido.

   Después, de regreso al eje cafetero; pasan de unos días de retiro en una cabaña prestada por el gordo Quevedo a Fernando. Donde lo único que hacían era comer truchas, salchichas con huevo y dejar pasar las horas de la mañana a la tarde y de la tarde a la media noche. Hubiesen dejado todo atrás, e internarse en la montaña como dos cervatillos; olisquear las raíces frescas y tomar del agua helada del rio. En algún momento, todo hubiese quedado relegado a un espacio de olvido; pero, para bien o para mal, la literatura los mantenía atados a esas referencias culturales de las ciudades. La naturaleza era un sueño idílico; un sueño de brumas y nieblas, pero sabían que fatalmente tendrían que terminar esa evasión; dar por terminada esa escapada y regresar a encajar en la cuadricula. Fernando, quien además leyó a Clarissa largos fragmentos de “La Venus de las pieles” de Sacher Masoch y la inició en los “Trópicos” de Miller. Además, le enseñó a pescar, a hacer fogatas y entrar en estados alterados de conciencia. En una oportunidad y muy de mañana, los dos vieron un jaguar que cruzó veloz por un costado de la cabaña rompiendo lianas y enredaderas; un rayo amarillo y negro que los dejó marcados para siempre.

   Este idilio de verano, fue interrumpido una tarde cuando el padre y la madre de Clarissa llegaron en su camioneta 4x4 último modelo y acompañados de dos policías del corregimiento, a la cabaña cerca al parque de los nevados y se llevaron a su hija como quien recupera su oveja negra a alérgica a la lana. El padre de Clarissa, ganadero y terrateniente; hombre alto y corpulento con unos ojos grises que denotaban ira y peligro; amenazó a Fernando gritándole que: “¡Para el bien de su salud, es mejor que se mantenga a distancia de mi hija!”.

   Clarissa regresó con un aire de tristeza. La montaña del páramo y esos días con Fernando le hicieron un poco más lejana. Su estilo urbano se convirtió poco a poco; comenzó  a llevar atuendos modestos hechos en telares y fibras crudas. Algo indie, algo étnico; con las semanas fue haciendo de nuevo presencia en los claustros y comenzó a brillar con luz propia. Se hizo más reservada, más lejana. Algo había cambiado en su mirada ya no era la misma pero seguía siendo hermosa; aún más hermosa.


   El profesor escucha comentarios en los pasillos, cuchicheos en las mesas de la cafetería, murmullos que crecen con el ímpetu de un río desbordado, no puede evitar el imaginarse a Clarissa abrasándose y besándose con el joven poeta; los ve en un sueño-pesadilla, desnudos en las montañas corriendo como cervatillos enamorados; haciendo el amor cubiertos de musgos y líquenes; fornicando como animales de hiedra y de bruma; comiendo truchas esmaltadas y dándose besos de vino tinto y café. El otro día en su auto, camino de la universidad los ve tomados de la mano y caminando por las acera de una apartado viaducto, al pasar cerca de ellos rápidamente, puede sentir un olor de cáñamo dulce y melaza. Casi se estrella.


   Nuestro académico, comienza a preparar acciones de retaliación poco ortodoxas, se había acabado su paciencia. Piensa como de Quincey que: Se comienza por un asesinato, se sigue por un robo y luego se termina faltando a la moral y a las buenas costumbres; y como héroe wildeano está dispuesto a utilizar pluma y veneno. En su gran apartamento del norte, decorado con una estupenda colección de pinturas de artistas regionales y una extensa biblioteca; va a su escritorio y abre una gaveta secreta.  Pasa revisión a su revolver Ruger, herencia de su fallecido padre que había sido militar de carrera. Arma que hacía tiempo mantenía descargada. La limpio con aceite tres en uno y la dejó reluciente. Días después, compró tres cajas de munición Indumil del calibre 38 y lo limpio. Una tarde fue al club de caza y pesca y estuvo haciendo tiro. No acertó ni una sola vez en el blanco. Se dijo que tendría que mejorar. Después, poco después desecho esas ideas de venganza por considerarlas absurdas.


   Sin embargo la obsesión no ha remitido. Viene con más fuerza. Un día cualquiera, recurre a un mago de la región: alquimista urbano, viejo amigo de sectas y cultos juveniles, que ahora se gana la vida engatusando viudas y damas jamonas y serranas dispuestas al aquelarre otoñal; erudito esoterista y lector del tarot; conocedor de la etnobotánica tropical y caribeña; quien en su casa del barrio “El arenal”, en el sur de la ciudad, cultiva un jardín botánico preñado de daturas y hongos alucinógenos. El maestro Salcedo, sin entrar en detalles, paga una importante suma de dinero y encarga al candomblero, que le prepare un filtro para dominar el ímpetu de una joven y someterla a sus designios eróticos, y de paso, lo más importante: un brebaje ponzoñoso para envenenar al joven rival que se interpone entre él y la dama de sus sueños: “Nada  que lo mate. Solo algo que lleve a la locura a quien lo ingiera”.

   Durante aquella extraña visita al mago, este le leerá el tarot, en medio de una sala negra, iluminada por cirios amarillos sobre candelabros de hierro con cabezas de gárgolas. Durante la ceremonia, el nigromante urbano le advierte de los peligros de aquellas substancias: “Son peligrosas. No son juegos. Alguien puede morir. Los organismos no son iguales”.

“Es un montañista, es una maldita fuera”. Dice el académico. “En ese caso tendremos que hacer la dosis más potente”. Dice el nigromante. Y  vaticina con voz de facocero mítico, que: “...Su corazón, querido profesor, está perdido entre dos fuegos que queman; dos zarzas que arden, y de las cuales brotará una luz que le puede dejar ciego.”.


   El profesor Salcedo no se amilana. Es un hombre que sabe lo que puede ganar y lo que arriesga. Después de aquella visita, prepara su treta; maquina su estrategia con maestría de mandarín oriental. Comienza una campaña de restauración de la imagen de la joven escritora. Da unas declaraciones a la prensa del alma mater: “Hay que reconocer que a pesar de todo, Clarissa Monteblanco, es lo mejor que ha surgido en la escena regional de la literatura. Ella es, como decirlo, una Berenice poetiana, que todo lo que aborda su talento adquiere un velo de misterio y fuego”...

   Aprovechando una velada cultural en el club del comercio de la ciudad, presenta credenciales (casi a la vieja usanza, con tarjeta de visita y todo lo demás) ante los padres de Calrissa, quienes a pesar de sus reservas, ven en este gesto, un serio interés. El académico, da su mejor versión en cada una de las tres visitas que en un mes hace, con todo tipo de disculpas académicas. Los padres de la bella Clarissa al principio se sienten intrigados. Después aceptan con normalidad y  hasta con gusto el interés puramente académico del profesor. Todo lo que sea con tal de mantenga Clarissa al salvo de ese poeta maldito.  Luego, dos meses después, el académico es invitado a manteles por parte e la madre de Clarisa, una señora blanca, casi rubia y de cara rubicunda como una matrona pintada por Vermeer. Clarissa, intenta evadirse cada que puede de estos compromisos. Hay fuertes discusiones. Ella se dará cuenta con los días, que el académico quien ya comienza a influir sobre sus padres no se rendirá y es cada vez más incisivo. En algún momento, se sorprende preguntando a sus padres en la mesa del comedor: ¿No viene a acompañarnos esta noche el profesor Salcedo?

   Clarisa termina por enterarse que Fernando el Joven poeta abandonó la universidad. En una extensa carta enviada a su e-mail, le dice que estará merodeando como un lobo; pero que entiende que lo mejor para ella es que siga su vida. Como si nada. Todo parece derrumbarse. Una mezcla de rabia y tristeza se acumulan en ella. Comienza a consumir alcohol, sobe todo vino. El gordo Quevedo, la proveerá de otras substancias duras muy adecuadas para estos casos. Comienza a viajar al centro de sus conflictos y se le ve más delgada.

   El profesor Salcedo la incluye en la programación del recital en el planetario de la universidad. Clarissa asiste el día de la conjunción de Venus con Marte, bajo una noche de luna llena, que invita a los estados alterados; a las transmutaciones de conciencia, las seducciones astrales y a la licantropía más exquisita. La joven da un recital, que se convierte en su lúbrica y expresiva declaración de intenciones. Obra poética con acentos sádico-sáficos; obra extraña y hermética sin la cual no podría haber optado a un puesto importante dentro del parnaso regional.   Contaron quienes asistieron a la ceremonia, que el ambiente se caldeó ante su osadía y su talento, pero sobre todo el público se rindió a su belleza. Después del recital Clarissa, que aquella noche estaba más hermosa que nunca, vestida con una falda de telar negra, y el color nacarado y pálido de las mujeres del Prerrafaelita Burne Jones en sus mejillas; parecía brillar como una flor de lis narcotizada.

   Clarissa departió con todo el mundo y notó de golpe la ausencia de Fernando.

   Este había entendido que entre Clarisa y el profesor sucedía algo. Que todos los conflictos que había tenido con el maestro estaban gravitando entorno a  esa atención que el catedrático demostraba cada vez con mayor empeño en torno a la bella escritora. Y sospechó con bien fundadas razones, que entre el maestro y la familia de ella, algún pacto secreto existía; relación muy clara que se estaba afianzando, alianza que pretendía terminar con aquella relación en donde él terminaría por convertirse en el chivo expiatorio.

   La confirmación de todo esto se dio, cuando fue ella la voz central de aquel recital.

   Cuando Clarissa pregunto de nuevo por él, en el coctel de una exposición, le dijeron que estaba desde hacía una semana en la Sierra Nevada de Santa Marta conviviendo con los Koguis. Ella fue la última en enterarse. El carácter despreocupado y aventurero del joven le había dado muchos dolores de cabeza, pero aquello fue demasiado. "Un joven que de un día para otro y después de una resaca de cáñamo y mandrágoras coge su mochila y de larga a la Orinoquía, siguiendo el camino de la coca, o al Tíbet, siguiendo la ruta de la seda o el camino del monje de Shidartha, no suele ser un buen partido para forjarse una reputación literaria o para escribir best-sellers". Pensó Clarissa indignada, entre los vinos dulzarrones y pesados de “Casa Grajales” (burdos mostos que se suelen dar en este tipo de vernissages). Fernando ya no escribió más. No llamó tampoco. ¿Alguna nueva luz brillo en el caribe?

   Pasaron dos meses y luego tres. Clarissa intento comunicación con el poeta. Pero este al parecer estaba dispuesto a poner tierra de por medio. Y a dejar en el pasado todo aquello. Hay quienes dicen que fue amenazado de nuevo y algunos arriesgan a decir de un atentado; cosas todas más en el rico y abonado terreno de la chismografía regional. Otros dicen que él había tenido la costumbre de vivir sus amores como aventuras; unas más intensas que otras y que lo de Clarissa, no había sido la excepción. Una niña burguesa con mucho talento literario y una sed de experimentación erótica que se había encontrado con un momento en la vida de un artista cahorro. Ya se sabe que alguien siempre sale lastimado. De estos aquelarres primaverales, alguien siempre sale escaldado y las cicatrices con el tiempo, se convierten recuerdos oscuros y a veces, solo a veces, en poemas luminosos.

   El profesor aprovechando la ausencia del minnesinger, vislumbra por un momento las promesas excitantes de la gruta sagrada de Brunilda. Para él, ella es una hermosa walkiria, difícil y compleja. Abandonada está en situación vulnerable, pero sabe también que ella no es la típica conquista a las que esta acostumbrado. Damitas que se dejan deslumbrar por su presencia de profesor disciplinario, por sus manos largas velludas y bien cuidadas. Sus ojos negros profundos y su barba acerada y recortada. Cuando no, su record de papers y artículos literarios en revistas de circulación continental.  

   Todas estas ceremonias del cortejo, tiene que ser mucho más sofisticadas; empaquetadas dentro de una programación cultural muy ajustada: exposiciones de pintura, charlas y conferencias y luego obras de teatro, que Clarissa asume como dejándose llevar por una corriente de amnesia que le haga olvidar a Fernando.

   Así que, la invita a cenar al restaurante marino de la ciudad, en donde una vez instalados, prueban las exquisitas variedades culinarias de la Buenaventura pacífica, rica en yodos, fósforos y leche de coco. Luego, tres veces más, reitera las invitaciones hasta que, poco a poco, la seduce con refinadas artes de Casanova criollo. Considera que la mesa es el preámbulo gastronómico de la cama.

  Una noche, La conduce hasta su apartamento y le sirve el vino emponzoñado con el filtro amoroso y afrodisiaco que le preparó su amigo el nigromante (frasquito con la coqueta etiqueta de un corazón rojo sangrante). Mientras le habla de los paralelos entre la poesía de Breton y la de Vallejo, se queda en pantaloncitos, pequeños ardiendo como un satélite bajo una tarde con lluvia de meteoritos. Sus piernas gruesas y velludas; su órgano pequeño pero poderosamente enhiesto. Ella embriagada, excitada, pero a la vez afectada de una manera extraña por el filtro, mira como todo se distorsiona ligeramente en su conciencia: las cosas, los sonidos, la cara del maestro que por momentos pareciera la de un hermoso y varonil guerrero, pero que luego adquiere la grotesca faz de un sátiro afrentoso; y su verga. Esta le parece por momentos como el órgano de un adonis ya maduro, pero a los pocos segundos, se transforma en el garrote sexual de minotauro amenazante. Trata de huir confundida; él le cierra el paso, armado de un afilado cuchillo de cocina que compró en una oferta de televisión, (de esos que cortan latas de cola, al igual que pueden rebanar cuellos de cisne). La atrapa con fuerza y la viola con furia. La pequeña chimenea de gas vomita un fuego azulado entre piedras rojizas de cerámica raku y en su estereofónico de dos mil dólares, suena a todo volumen el concerto in D major for violoncello and Orchesta de la Slovak Chamber Orchestra dirigida por Bohdan Warchal. La joven Clarissa, después de un finale no molto allegro ni felice; sale despavorida de aquel apartamento de la zona rosa más decadente de la ciudad lluviosa y sin alma; la ciudad de las parcas risueñas.

   El académico Salcedo, se queda mirando por la ventana como ella huye en un taxi amarillo; luego se queda desnudo, mudo, recogido, encogido como un perverto obscuro y jadeante; mira el frasquito vacío del filtro erótico y lo estrella contra un espejo que se derrumba en una lluvia de metales luminosos. Luego mira el otro frasquito, en donde está el veneno (poison con la etiqueta roja y calavera amarilla cruzada de dos tibias). Piensa en beberlo de golpe y acabar con esto de una maldita vez; pero tiembla y duda. Se detiene de repente, lo coloca sobre la cajita lacada de la chimenea. Luego, se sienta en silencio, se inclina, posa su mano sobre su barbilla de cuidada y acerada barba negra; ríe a carcajadas; se arquea y estira cuan largo es, sobre el sillón; pareciera que alas membranosas brotasen de su espalda; convulsiona todavía excitado en el claroscuro de su sala; desnudo y huesudo como grotesca figura de Doré que ilustrara “La Divina Comedia” de Dante.


   Clarissa no menciona nada a nadie. Guarda el secreto de aquella noche. Queda preñada. El profesor lo sabe por la redondez que le acorta las maxi-faldas y por la palidez y las ojeras que empiezan a abotagar sus gatunos ojos. Meses más tarde, Salcedo le pide perdón escenificando un acto teatral de arrepentimiento y jurándole amor eterno. Ella, hasta ese momento, había mantenido con mucha dignidad una distancia prudente y un silencio absoluto sobre los sucesos de aquella noche. Sabe que si hablara, le podría destruir, pero decide aplazar una respuesta, a lo mejor una venganza. Él le propone matrimonio y poco después le da su aniño de compromiso. Por dentro sonríe y se relame, como un sátiro después de un baño tibio en las aguas del Egeo, acompañado de una docena de ninfas.


¿Por qué Clarissa le aceptó? es todo un misterio que solo puede desembocar en apreciaciones superficiales y teorías banales; especulaciones de todo tipo que no harían brillar por un solo instante la luz de la verdad. ¿Dónde estaba Fernando en aquellos tristes y definitivos momentos? Estaba, (y lo sabemos, quienes asombrados, lo vimos en el programa televisivo que se pasó en horario triple A, por los días de noviembre de finales de aquel año) conviviendo con las comunidades negras de palenque y haciendo parte de un pequeño equipo multidisciplinar de jóvenes que trabajaban en  un documental para la televisión regional. En el que se recogían testimonios sobre las ceremonias y las tradiciones orales de aquellos herederos de la cultura africana en la costa caribe.


   Lo cierto es que el profesor Bernardo Salcedo, a la postre se casa con la muchacha más deseada de toda la academia municipal; una poetisa talentosa que crecía y prometía en todos los sentidos. El día de la boda, a la que acude una pequeña parte del mundillo académico de la ciudad, se le vio departir muy animado en una fiesta para cien invitados patrocinada y costeada por los padres de Clarissa. Él bebe, lo que no ha bebido en meses; ella no se queda atrás. Ha tomado ponches, whiskies y ginebras.  Se escapan ya medio borrachos en una limusina, (alquilada en la Casa de  banquetes y matrimonios, “Luna de plata Verde”) hasta el apartamento del académico, este sube con ella en el ascensor y casi al llegar comienza a besarla y a romper sus vestiduras inmaculadas. Ella le dice que espere; que por favor espere, ya que tiene algo que contarle.


   ––¿Tú crees que el hijo que llevo conmigo es tuyo? –– Le pregunta ella con una sonrisa desafiante––. Estás muy equivocado mi querido profesor. Yo venía revolcándome con Fernando el poeta desde hace seis meses. ¡¿Es que no te enteras?! ¡Seis meses! ¡Durante ese tiempo fui su puta predilecta! ¡Lo hacíamos en todas partes y a todas horas y sin preservativos! ¡Cogíamos como conejos silvestres!…


   El profesor de literatura, no lo puede creer; vemos ahora su rostro transformarse; suda copiosamente, se quita la corbata de seda negra, su saco y su chaleco de terciopelo negro, y se derrumba en el sillón. Se rasca la cabeza y luego empieza a reírse primero despacio y bajo, luego alza el volumen de aquellas carcajadas que brotan de su garganta como el lamento de un alce herido, de su boca resbala una baba espesa y su risa es árida y pedregosa. Tambaleándose toma una botella de whisky y se sirve un trago que apura con una sed delirante. Su mirada se torna vidriosa y ve a Clarissa como un fantasma que gesticula y flota dentro de los tules y las gasas blancas; se sirve otro whisky que baja por la garganta arañándole y quemándole las palabras.

   Entonces todo sucede en pocos segundos, como suceden estos ramalazos de los celos y la violencia. Va su escritorio y saca el pequeño revolver Ruger recortado que delata su poderío con un relámpago plomizo. Se para frente a ella. La amenaza apuntándole. Tiembla de ira con el arma en la mano: “¡Maldita puta ya aprenderás!” Ríe cuando Clarissa horrorizada y desencajada, le pide que se calme. Clarissa trata de huir; retrocede torpemente; medio borracha y aterrorizada por la actitud del profesor. Este sigue insultándola y apuntándole: “¡Maldita puta de mí no te burlas!” De repente suena el disparo. Clarissa recibe un impacto en el pecho y cae.

   El profesor trastabillando se acerca a ella y llora como un crío, berrea como un ternero lactante; se da cuenta de la locura que acaba de cometer, casi por accidente. Ve la mancha de sangre en el vestido de Clarissa. Mira el revólver aún caliente y lo coloca sobre su cien; pero después de tres intentos, sabe que no podrá hacerlo. Se incorpora con dificultad; deambula por la sala como un loco y se detiene cerca de la chimenea, abre una pequeña cajita de madera lacada. Mira el pequeño recipiente de cristal que le había dado el nigromante urbano. Destilado que según aquel, contenía, además de media docena de tinturas vegetales y sustancias animales, la temible tetradotóxina extraída del pez globo (Canthigaster rostrata). Brebaje elaborado según la fórmula de los Bokós de Haití y considerado por Wade Davis, etnobotánico de Harvard, uno de los más complejos y potentes del mundo. Se ríe; tose como un zombi en su ceremonia de Vaudhú y se vuelve a estremecer, toma el frasquito y temblando se lo lleva a la boca, apurándolo de un solo golpe.

Se sienta y espera. De un momento a otro siente un latigazo en su nuca.
Patalea y se contorsiona entre blasfemias. Pero a medida que pasan los minutos, se da cuenta que no puede moverse y tampoco puede respirar. Después de tres largas horas; muere envenenado.