EL VENENOSO SECRETO DE TU LUZ
El profesor de literatura mira a
través de la ventana: Una cálida tarde de abril que le parece el marco perfecto
para hablar de la obra poética de Mallarmé, o de Une Saison en Enfer de
Rimbaud; a lo mejor, abordará la compleja traducción de “Las Flores Del Mal” de
Baudelaire; duda unos instantes, mientras su mente divaga entre las brumas
bucólicas de La siesta del fauno del
primero de los escritores. Pero cierta rigurosidad se impone. Los comentarios
irónicos de colegas de academia, que le tienen ya en la categoría de sátiro
refinado y afrancesado, le hacen someter el brío de su lírica especializada en
enardecer a las tribus de jóvenes románticos. Finalmente, Bernardo Salcedo, se
decanta por la seguridad del pensum. Abre el libro “El Canon Occidental” de
Harold Bloom, mientras mira de reojo las piernas tornasoladas y doradas de su
alumna preferida: Clarissa Monteblanco, la mujer de los cabellos de trigo
tostado hasta la cintura y cara de vestal mediterránea.
Se acerca y gesticula con cuidadosa pose que
dá énfasis a sus palabras; en vez de dar lectura al texto en prosa crítica;
casi declama. Ella le mira y descubre en su voz potente, pausada y bien
articulada de barítono ligeramente resfriado, una vibración que le recorre la
espina dorsal y le hace vibrar las campanillas y los pliegues de su silla turca.
Entonces, le dirige una mirada de adolescente inquieta, que sube lentamente
sobre la raya del pantalón Everfit hasta el almidonado cuello blanco de su
camisa; detiene su inspección por unas fracciones de segundos, en la correa de
cuero de caimán, y la gran hebilla dorada que ciñe la cintura viril del
maestro. Movimiento sutil de ojos negros, que él capta y le llena de orgullo de
macho tocado de lujuria.
Y claro está, las clases van así de mañana a
tarde, en donde en se pasa de la vorágine tropical a los poetas malditos
franceses; para después incursionar en los laberintos de Borges. Luego, días
después, el catedrático jugará a una rayuela imaginaria entre las piernas de
aquella maga adolescente. Ella, cambia sus atuendos de acuerdo a las
variaciones climáticas; sus minifaldas coquetas en verano, por abrigos largos
existencialistas en invierno, para deleite del licenciado que ve como en los
labios de la nínfula madura, juguetea un duende de coral que parece decirle: bésame, bésame, bésame mucho.
Como siempre, en estas historias hay otro en
la lid; otro que iniciara la discordia. Estudiante de literatura; buen gamberro
ilustrado. Devorador de libros e infectado de literatura desde los seis años
cuando su madre, una hermosa hippie de tierra caliente, le leía para hacerlo
dormir: “Los crímenes de la calle Morgue” de Poe y algunas historias de “Los
mitos de Cthulhu” de Lovecraft; historias espeluznantes con las que de criatura
(kindergarten de las flores ácidas),
conseguía el plácido sueño de los poetas del horror. Fernando Barraza, tiene
casi veinte años, y recientemente ha publicado su primer opúsculo, que ha
recibido una crítica ácida y despiadada del letrado. El libro titulado: “Poemas paranoicos para la burda Bertha” (lírica
punitiva ––según algunos amigos y contertulios––, contra una prostituta que
casi lo deja estéril, a causa de la que una época, ya muy pretérita y cuasi
barroca, llamaban los parnasianos: la supurante enfermedad francesa). Obra que
ha recibido la estigmatización y el anatema de una buena parte de la academia.
Catalogada como: “basura postmoderna para
vampiros pornodhermos”, en una columna que el catedrático Salcedo ha
publicado en el periódico literario de la universidad: “Literatura degenerada para oligofrénicos y drogadictos,
sin la brillantez de los que se supone son sus maestros; un pastiche repulsivo, que solo quiere escandalizar a punta de sangre,
sudor y mierda”. Sentencia y cierra, el profesor.
Después de estos juicios y
descalificaciones, Fernando Barraza, el joven poeta, prefiere tomar distancia y
va lo menos que puede a la universidad. No porque se haya sentido herido en su
sensibilidad. Ha leído lo suficiente para entender que, siempre queda faltando
mucho para encontrar y perfeccionar un lenguaje propio. Prefiere moverse a su aire, tratar de aprender
mucho con investigaciones personales y tomar lecturas a fondo. Para ese
propósito, decide refugiarse por largas temporadas en la biblioteca de la
pequeña ciudad del eje cafetero.
En su espíritu de joven rebelde y romántico,
la naturaleza ocupa un lugar importante. Sube a las montañas de la cordillera
central y pasa largas jornadas entre el frío y la bruma de la laguna. Luego
baja a los valles como un duende de niebla y comulga con la naturaleza en su
plenitud de bestia joven. Pasa tardes enteras solo, en las hondonadas verdes de
la cordillera central, cerca al valle de los nevados, mirando el horizonte en
las tardes de agosto; el azul que se funde contra los espejos de los lagos
helados y él, solitario, mirando en silencio, envuelto en una chaqueta verde,
con una boina negra que cubre su melena byroniana. El sol que, por momentos centellea
como un disco de metal entre los rebaños de nubes, recorta su perfil de
halconero adolescente e ilumina su rostro trigueño quemado por el viento helado
de la montaña. Se ejercita en una cetrería de poesía y espíritu; esa que
conocen bien, los que emprenden el ascenso a la montaña mágica. Mientras en las
noches al calor de una fogata, escribe en solitario, secretos poemas a
Clarissa. Ha puesto sus ojos en el corazón de la muchacha; o mejor dicho, y sin
temor a equivocarnos, podríamos decir que ha orientado su mirada hacia los
mapas corporales, en donde oculta su delta de Venus, la adolescente.
El profesor de literatura lo intuye;
muchas señales corporales y visuales ha visto que se cruzan entre estos dos
alumnos destacados. Ella por su belleza y talento, y él por su inteligencia y
rebeldía. El profesor Salcedo, ha empezado a sentir un interés apasiónado por
Clarissa, que poco a poco se torna en obsesion. No duerme bien y comienza a
tener una animadversión hacia el joven escritor. Y es por esto que Fernando, no logra pasar de
mediocres notas en las calificaciones. Sus parciales dejan que desear, y aunque
todos saben de su talento y que puede ser el mejor de la clase, en donde la mayoría,
solo ha leído a sor Juana Inés de la Cruz, La vorágine, Crónica de una muerte
anunciada, y algunas novelas de aventuras del señor Arturo Villanova. Libros
todos importantes sí (pero libros encausados y orientados); textos, cuya
interpretación siempre mediada, termina por quedar reducida ciertas fórmulas
diseñadas por los exegetas. El rebaño ilustrado del pensum, rumia y sonríe
cuando el joven escritor intenta destacarse y solo se lleva frases de
desaprobación. El resto de alumnos, una mayoría: ovejas marcadas; terminan
caminando en fila, por los senderos de un bien señalizado coto de pastoreo
literario.
El joven Fernando, sabe que está condenado
sin remedio, por la creciente inquina que contra él ejerce el académico; que
sus debates documentados y bien sustentados, como aquel en donde trató de
presentar una tesis sobre la influencia de “El corazón de las tinieblas” de
Josep Conrad, en la obra La Vorágine” de José Eustasio Rivera; (teniendo en
cuenta que la primera fue publicada en 1899 y la segunda en 1924, y que
Eustasio Rivera la pudo muy bien leer, en inglés; o a lo mejor en francés).
Terminan en la descalificaciónes gratuita por parte del académico Salcedo, casi
siempre acompañadas de una confrontación estéril. Entonces el joven poeta,
comienza a preguntarse: si vale la pena todo el esfuerzo. Afortunadamente,
otros profesores que descubren en él, talento y cierta calidad literaria; esa
misma que Bernardo Salcedo desconoce. Profesores y catedráticos más jóvenes, le
dan oportunidades para desarrollar sus potencialidades y le permiten de cierta
manera resistir.
Por su parte, el profesor Salcedo, está
enterado de que El joven escritor se hace cada vez más cercano de Clarissa, y le lleva los cuadernos; que seguramente,
ha rubricado y casi que derramado en tinta algunas propuestas de carácter
erótico, en los poemas que Clarissa lee como iluminada y sofocada a la salida
de clases por los pasillos. Entonces, comienza a desarrollar una enfermiza
fijación con pensamientos violentos hacia el joven poeta. Averigua por todos
los medios sobre sus movimientos; establece una pequeña red de incondicionales
que le informan en secreto sobre los asuntos en donde Clarissa y el joven poeta
estén presentes. Además, el profesor Salcedo, quien está sobre los 38 años,
sufre idealizando a la joven: en sus pensamientos la compara con la Simoneta de
Vespuchi que pintara Sandro Botticelli. Ella es su primavera, ella es su madona
andina; ella es la criatura bajo cuyo influjo ha caído sin remedio.
Todas sus sospechas y los comentarios que le
han llegado, se confirman: Ha visto a la pareja tomando café con rosquillas en
la cafetería de la universidad. (Una Clarissa resplandeciente y Fernando casi
transportado; cada vez más conectados en una vibración sutil). Además, se entera, con preocupación cada vez
mayor; que ellos dos habían coincidido en la última fiesta en casa del gordo
Quevedo: Le dijeron que Clarisa había bailado toda la noche con Fernando.
Clarissa juguetea como una gatita
salvaje; no se entrega a nadie todavía. Sabe que está entre la espada y la
pared, su corazón esta dividido, aunque a estas alturas de la vida el corazón
de las adolescentes suele estar más que dividido, Fraccionado; compartimentado
en estancos pequeños, azules o rojos, según la temperatura. Clarissa que,
tendremos que decirlo ––ha cruzado el umbral de la edad de la inocencia––;
había fracasado en el inicio de otra carrera (la zootecnia) que había cursado
durante dos semestres, hasta que se dio cuenta que su verdadera vocación era la
literatura, y diseccionar corazones humanos. Sabe que debe poner todo en juego,
para llevar a feliz término su proyecto académico. Sus padres, aunque la
consienten y la adoran; también le han puesto límites a sus devaneos. Ella
sabe, que debe poner todo de su parte para progresar en sus metas. No es tonta
y se sabe de alguna manera objeto de interés de Salcedo el académico (uno más
entre los que caen bajo el efecto de sus encantos). El maestro severo; el orientador que con su mirada
acerada y con su voz de barítono ligeramente embriagado, le enseña el camino
verdadero. Dice que sacará provecho de esas circunstancias. Pero luego está ese
amor fuo, cada vez más desasosegante, cada vez más
inquietante y abierto como una flor herida en mitad de su pecho, por Fernando
el joven poeta.
Los semestres finales pasan a gran velocidad
sobre el calendario. Mientras tanto, Clarissa reina en los recintos académicos.
Va asegurando su territorio. Los muchachos no se resisten ante su piel
aromatizada en fresa y sueñan con su boca lubricada con dulce de melocotón.
Casi sin quererlo, se convierte en la reina sin corona del alma mater; esa reina a la que igual le rinden pleitesía las gordas
danzarinas y risueñas del coro; las madrinas asexuadas del equipo de senderismo
y los nerds con miradas de batracios modélicos. Pero a pesar de tan grandes
favoritismos, muchos temen quedar hipnotizados frente a sus ojos. Y entonces la
evitan. Emana algo extraño y magnético de sus ojos almendrados, ligeramente
rasgados y separados por una geometría de euritmia y perfección. Pantera mansa,
con mohines de fierecilla domada, que impone a pesar suyo, las formas elásticas
de su corporeidad; expresadas en una buena disciplina y en los resultados
fisiológicos, dados por la práctica de deportes acuáticos, ecuestres y
aeróbicos. Lo que pide lo tiene; lo que desea lo obtiene; y como sus padres son
parte de la aristocracia del pueblo, ella pide y ordena; y ellos acceden y
donan.
Por aquellos días de verano y sobre la
mitad del año. La universidad, en el marco de los juegos florares, convoca a un concurso de literatura. El jurado
de la capital, conformado por: personas conocedoras, certificadas e ilustradas.
Clarissa y Fernando deciden participar. El
joven poeta lo hace con: “Odas macabras
para vampiros angelicales”. Un homenaje a Poe y a algunos decadentistas
franceses. Para sorpresa de todos, Clarissa gana el concurso con: “Átame y azótame, pero déjame cantar”,
una selección de versos eróticos, que parecieran estar inspirados en prácticas
muy vividas de sadomasoquismo y bondage.
Todo un atrevimiento y una provocación.
Ella por aquellos días, luce vestidos de cuero cruzados de correas con
accesorios metálicos, y muestra preferencia por las botas negras a lo Sacher
Masoch.
Las entrevistas, para los medios culturales
locales y las revistas universitarias de la región cafetera, tienen en ella a
su fetiche mediático de la temporada. A los pocos días y ante la presión
inquisitorial del maestro, quien aprovecha las clases para despotricar contra
Fernando y poner de relieve la obra de la estudiante. Clarissa reacciona; no
acepta esos ataques y dice ante todos que: aquellos versos inspirados en
lecturas e inquietudes muy personales, los había escrito bajo la orientación y
el asesoramiento literario del joven rebelde.
El profesor no lo puede soportar: ¿Cómo pudo
ella preferir la orientación y tutoría de un poeta de poco roce literario, a su
orientación patentada, rubricada y con garantía? ¿Qué veía en aquel, que todavía no había
alcanzado a ser parte del espacio cultural reconocido? Alguien a quien
consideraba un escandalizador profesional, un astroso rebelde y provocador.
¿Cómo evadía sus orientaciones; acaso no había dado muestras fehacientes de ser
la estrella literaria en aquella academia? Su alumna favorita se le escapaba de
sus dominios, para caer en las manos de aquel poeta maldito. Entonces, cuando
se le presenta la oportunidad, critica públicamente a Clarissa, en una
conferencia en donde entre muchas cosas habla de: "Musas casquivanas y
poetisas sin alma, ni talento".
Clarissa, se retira por unas semanas de la
universidad. Va con un grupo de amigos a la capital, al concierto de Rock al
Parque y coincide con Fernando bajo una luna de metal y fuego. Después del
performance musical central de la primera tarde, en donde el grupo colombiano sobre
tarima interpretaba canciones con las
letras del poeta, quien desde hacía meses, ya se estaba convirtiendo en la
revelación de la poesía negra con un toque iconoclasta de la escena. Ella se
entrega a unas largas y extenuantes maratones sexuales, con el joven poeta,
expresando una sabiduría erótica, que iba más allá de lo que Fernando había
conocido.
Después, de regreso al eje cafetero; pasan
de unos días de retiro en una cabaña prestada por el gordo Quevedo a Fernando.
Donde lo único que hacían era comer truchas, salchichas con huevo y dejar pasar
las horas de la mañana a la tarde y de la tarde a la media noche. Hubiesen
dejado todo atrás, e internarse en la montaña como dos cervatillos; olisquear
las raíces frescas y tomar del agua helada del rio. En algún momento, todo
hubiese quedado relegado a un espacio de olvido; pero, para bien o para mal, la
literatura los mantenía atados a esas referencias culturales de las ciudades.
La naturaleza era un sueño idílico; un sueño de brumas y nieblas, pero sabían
que fatalmente tendrían que terminar esa evasión; dar por terminada esa
escapada y regresar a encajar en la cuadricula. Fernando, quien además leyó a
Clarissa largos fragmentos de “La Venus de las pieles” de Sacher Masoch y la
inició en los “Trópicos” de Miller. Además, le enseñó a pescar, a hacer fogatas
y entrar en estados alterados de conciencia. En una oportunidad y muy de
mañana, los dos vieron un jaguar que cruzó veloz por un costado de la cabaña
rompiendo lianas y enredaderas; un rayo amarillo y negro que los dejó marcados
para siempre.
Este idilio de verano, fue interrumpido una
tarde cuando el padre y la madre de Clarissa llegaron en su camioneta 4x4
último modelo y acompañados de dos policías del corregimiento, a la cabaña
cerca al parque de los nevados y se llevaron a su hija como quien recupera su
oveja negra a alérgica a la lana. El padre de Clarissa, ganadero y
terrateniente; hombre alto y corpulento con unos ojos grises que denotaban ira
y peligro; amenazó a Fernando gritándole que: “¡Para el bien de su salud, es
mejor que se mantenga a distancia de mi hija!”.
Clarissa regresó con un aire de tristeza. La
montaña del páramo y esos días con Fernando le hicieron un poco más lejana. Su
estilo urbano se convirtió poco a poco; comenzó
a llevar atuendos modestos hechos en telares y fibras crudas. Algo indie, algo étnico; con las semanas fue
haciendo de nuevo presencia en los claustros y comenzó a brillar con luz
propia. Se hizo más reservada, más lejana. Algo había cambiado en su mirada ya
no era la misma pero seguía siendo hermosa; aún más hermosa.
El profesor escucha comentarios en los
pasillos, cuchicheos en las mesas de la cafetería, murmullos que crecen con el
ímpetu de un río desbordado, no puede evitar el imaginarse a Clarissa
abrasándose y besándose con el joven poeta; los ve en un sueño-pesadilla,
desnudos en las montañas corriendo como cervatillos enamorados; haciendo el
amor cubiertos de musgos y líquenes; fornicando como animales de hiedra y de
bruma; comiendo truchas esmaltadas y dándose besos de vino tinto y café. El
otro día en su auto, camino de la universidad los ve tomados de la mano y
caminando por las acera de una apartado viaducto, al pasar cerca de ellos
rápidamente, puede sentir un olor de cáñamo dulce y melaza. Casi se estrella.
Nuestro académico, comienza a preparar
acciones de retaliación poco ortodoxas, se había acabado su paciencia. Piensa
como de Quincey que: Se comienza por un
asesinato, se sigue por un robo y luego se termina faltando a la moral y a las
buenas costumbres; y como héroe wildeano está dispuesto a utilizar pluma y veneno. En su gran
apartamento del norte, decorado con una estupenda colección de pinturas de
artistas regionales y una extensa biblioteca; va a su escritorio y abre una
gaveta secreta. Pasa revisión a su
revolver Ruger, herencia de su fallecido padre que había sido militar de
carrera. Arma que hacía tiempo mantenía descargada. La limpio con aceite tres
en uno y la dejó reluciente. Días después, compró tres cajas de munición
Indumil del calibre 38 y lo limpio. Una tarde fue al club de caza y pesca y
estuvo haciendo tiro. No acertó ni una sola vez en el blanco. Se dijo que
tendría que mejorar. Después, poco después desecho esas ideas de venganza por
considerarlas absurdas.
Sin embargo la obsesión no ha
remitido. Viene con más fuerza. Un día cualquiera, recurre a un mago de la
región: alquimista urbano, viejo amigo de sectas y cultos juveniles, que ahora
se gana la vida engatusando viudas y damas jamonas y serranas dispuestas al
aquelarre otoñal; erudito esoterista y lector del tarot; conocedor de la
etnobotánica tropical y caribeña; quien en su casa del barrio “El arenal”, en
el sur de la ciudad, cultiva un jardín botánico preñado de daturas y hongos
alucinógenos. El maestro Salcedo, sin entrar en detalles, paga una importante
suma de dinero y encarga al candomblero, que le prepare un filtro para dominar
el ímpetu de una joven y someterla a sus designios eróticos, y de paso, lo más
importante: un brebaje ponzoñoso para envenenar al joven rival que se interpone
entre él y la dama de sus sueños: “Nada
que lo mate. Solo algo que lleve a la locura a quien lo ingiera”.
Durante aquella extraña visita al mago, este
le leerá el tarot, en medio de una sala negra, iluminada por cirios amarillos
sobre candelabros de hierro con cabezas de gárgolas. Durante la ceremonia, el
nigromante urbano le advierte de los peligros de aquellas substancias: “Son
peligrosas. No son juegos. Alguien puede morir. Los organismos no son iguales”.
“Es
un montañista, es una maldita fuera”. Dice el académico. “En ese caso tendremos
que hacer la dosis más potente”. Dice el nigromante. Y vaticina con voz de facocero mítico, que: “...Su
corazón, querido profesor, está perdido entre dos fuegos que queman; dos zarzas
que arden, y de las cuales brotará una luz que le puede dejar ciego.”.
El profesor Salcedo no se amilana. Es
un hombre que sabe lo que puede ganar y lo que arriesga. Después de aquella
visita, prepara su treta; maquina su estrategia con maestría de mandarín
oriental. Comienza una campaña de restauración de la imagen de la joven
escritora. Da unas declaraciones a la prensa del alma mater: “Hay que reconocer
que a pesar de todo, Clarissa Monteblanco, es lo mejor que ha surgido en la
escena regional de la literatura. Ella es, como decirlo, una Berenice poetiana,
que todo lo que aborda su talento adquiere un velo de misterio y fuego”...
Aprovechando una velada cultural en el club
del comercio de la ciudad, presenta credenciales (casi a la vieja usanza, con
tarjeta de visita y todo lo demás) ante los padres de Calrissa, quienes a pesar
de sus reservas, ven en este gesto, un serio interés. El académico, da su mejor
versión en cada una de las tres visitas que en un mes hace, con todo tipo de
disculpas académicas. Los padres de la bella Clarissa al principio se sienten intrigados.
Después aceptan con normalidad y hasta
con gusto el interés puramente académico
del profesor. Todo lo que sea con tal de mantenga Clarissa al salvo de ese
poeta maldito. Luego, dos meses después,
el académico es invitado a manteles por parte e la madre de Clarisa, una señora
blanca, casi rubia y de cara rubicunda como una matrona pintada por Vermeer.
Clarissa, intenta evadirse cada que puede de estos compromisos. Hay fuertes
discusiones. Ella se dará cuenta con los días, que el académico quien ya
comienza a influir sobre sus padres no se rendirá y es cada vez más incisivo.
En algún momento, se sorprende preguntando a sus padres en la mesa del comedor:
¿No viene a acompañarnos esta noche el profesor Salcedo?
Clarisa termina por enterarse que Fernando
el Joven poeta abandonó la universidad. En una extensa carta enviada a su
e-mail, le dice que estará merodeando como un lobo; pero que entiende que lo
mejor para ella es que siga su vida. Como si nada. Todo parece derrumbarse. Una
mezcla de rabia y tristeza se acumulan en ella. Comienza a consumir alcohol,
sobe todo vino. El gordo Quevedo, la proveerá de otras substancias duras muy
adecuadas para estos casos. Comienza a viajar al centro de sus conflictos y se
le ve más delgada.
El profesor Salcedo la incluye en la
programación del recital en el planetario de la universidad. Clarissa asiste el
día de la conjunción de Venus con Marte, bajo una noche de luna llena, que
invita a los estados alterados; a las transmutaciones de conciencia, las
seducciones astrales y a la licantropía más exquisita. La joven da un recital,
que se convierte en su lúbrica y expresiva declaración de intenciones. Obra poética
con acentos sádico-sáficos; obra extraña y hermética sin la cual no podría
haber optado a un puesto importante dentro del parnaso regional. Contaron quienes asistieron a la ceremonia,
que el ambiente se caldeó ante su osadía y su talento, pero sobre todo el
público se rindió a su belleza. Después del recital Clarissa, que aquella noche
estaba más hermosa que nunca, vestida con una falda de telar negra, y el color
nacarado y pálido de las mujeres del Prerrafaelita Burne Jones en sus mejillas;
parecía brillar como una flor de lis narcotizada.
Clarissa departió con todo el mundo y notó
de golpe la ausencia de Fernando.
Este había entendido que entre Clarisa y el
profesor sucedía algo. Que todos los conflictos que había tenido con el maestro
estaban gravitando entorno a esa
atención que el catedrático demostraba cada vez con mayor empeño en torno a la
bella escritora. Y sospechó con bien fundadas razones, que entre el maestro y
la familia de ella, algún pacto secreto existía; relación muy clara que se
estaba afianzando, alianza que pretendía terminar con aquella relación en donde
él terminaría por convertirse en el chivo expiatorio.
La confirmación de todo esto se dio, cuando
fue ella la voz central de aquel recital.
Cuando Clarissa pregunto de nuevo por él, en
el coctel de una exposición, le dijeron que estaba desde hacía una semana en la
Sierra Nevada de Santa Marta conviviendo con los Koguis. Ella fue la última en
enterarse. El carácter despreocupado y aventurero del joven le había dado
muchos dolores de cabeza, pero aquello fue demasiado. "Un joven
que de un día para otro y después de una resaca de cáñamo y mandrágoras coge su
mochila y de larga a la Orinoquía, siguiendo el camino de la coca, o al Tíbet,
siguiendo la ruta de la seda o el camino del monje de Shidartha, no suele ser
un buen partido para forjarse una reputación literaria o para escribir
best-sellers". Pensó Clarissa indignada, entre los vinos dulzarrones y
pesados de “Casa Grajales” (burdos mostos que se suelen dar en este tipo de vernissages). Fernando ya no escribió
más. No llamó tampoco. ¿Alguna nueva luz brillo en el caribe?
Pasaron dos meses y luego tres. Clarissa
intento comunicación con el poeta. Pero este al parecer estaba dispuesto a
poner tierra de por medio. Y a dejar en el pasado todo aquello. Hay quienes
dicen que fue amenazado de nuevo y algunos arriesgan a decir de un atentado;
cosas todas más en el rico y abonado terreno de la chismografía regional. Otros
dicen que él había tenido la costumbre de vivir sus amores como aventuras; unas
más intensas que otras y que lo de Clarissa, no había sido la excepción. Una
niña burguesa con mucho talento literario y una sed de experimentación erótica
que se había encontrado con un momento en la vida de un artista cahorro. Ya se
sabe que alguien siempre sale lastimado. De estos aquelarres primaverales,
alguien siempre sale escaldado y las cicatrices con el tiempo, se convierten
recuerdos oscuros y a veces, solo a veces, en poemas luminosos.
El profesor aprovechando la ausencia del minnesinger, vislumbra por un momento las
promesas excitantes de la gruta sagrada de Brunilda. Para él, ella es una
hermosa walkiria, difícil y compleja. Abandonada está en situación vulnerable,
pero sabe también que ella no es la típica conquista a las que esta
acostumbrado. Damitas que se dejan deslumbrar por su presencia de profesor
disciplinario, por sus manos largas velludas y bien cuidadas. Sus ojos negros
profundos y su barba acerada y recortada. Cuando no, su record de papers y artículos literarios en
revistas de circulación continental.
Todas estas ceremonias del cortejo, tiene
que ser mucho más sofisticadas; empaquetadas dentro de una programación
cultural muy ajustada: exposiciones de pintura, charlas y conferencias y luego
obras de teatro, que Clarissa asume como dejándose llevar por una corriente de amnesia
que le haga olvidar a Fernando.
Así que, la invita a cenar al restaurante
marino de la ciudad, en donde una vez instalados, prueban las exquisitas
variedades culinarias de la Buenaventura pacífica, rica en yodos, fósforos y leche
de coco. Luego, tres veces más, reitera las invitaciones hasta que, poco a
poco, la seduce con refinadas artes de Casanova criollo. Considera que la mesa
es el preámbulo gastronómico de la cama.
Una noche, La conduce hasta su apartamento y
le sirve el vino emponzoñado con el filtro amoroso y afrodisiaco que le preparó
su amigo el nigromante (frasquito con la coqueta etiqueta de un corazón rojo
sangrante). Mientras le habla de los paralelos entre la poesía de Breton y la
de Vallejo, se queda en pantaloncitos, pequeños ardiendo como un satélite bajo
una tarde con lluvia de meteoritos. Sus piernas gruesas y velludas; su órgano
pequeño pero poderosamente enhiesto. Ella embriagada, excitada, pero a la vez
afectada de una manera extraña por el filtro, mira como todo se distorsiona
ligeramente en su conciencia: las cosas, los sonidos, la cara del maestro que
por momentos pareciera la de un hermoso y varonil guerrero, pero que luego
adquiere la grotesca faz de un sátiro afrentoso; y su verga. Esta le parece por
momentos como el órgano de un adonis ya maduro, pero a los pocos segundos, se
transforma en el garrote sexual de minotauro amenazante. Trata de huir
confundida; él le cierra el paso, armado de un afilado cuchillo de cocina que
compró en una oferta de televisión, (de esos que cortan latas de cola, al igual
que pueden rebanar cuellos de cisne). La atrapa con fuerza y la viola con
furia. La pequeña chimenea de gas vomita un fuego azulado entre piedras rojizas
de cerámica raku y en su estereofónico de dos mil dólares, suena a todo volumen
el concerto in D major for violoncello and Orchesta de la Slovak
Chamber Orchestra dirigida por
Bohdan Warchal. La joven Clarissa, después de un finale no molto allegro ni felice; sale despavorida de aquel
apartamento de la zona rosa más decadente de la ciudad lluviosa y sin alma; la
ciudad de las parcas risueñas.
El académico Salcedo, se queda mirando por
la ventana como ella huye en un taxi amarillo; luego se queda desnudo, mudo,
recogido, encogido como un perverto obscuro
y jadeante; mira el frasquito vacío del filtro erótico y lo estrella contra un
espejo que se derrumba en una lluvia de metales luminosos. Luego mira el otro
frasquito, en donde está el veneno (poison
con la etiqueta roja y calavera amarilla cruzada de dos tibias). Piensa en
beberlo de golpe y acabar con esto de una maldita vez; pero tiembla y duda. Se
detiene de repente, lo coloca sobre la cajita lacada de la chimenea. Luego, se
sienta en silencio, se inclina, posa su mano sobre su barbilla de cuidada y
acerada barba negra; ríe a carcajadas; se arquea y estira cuan largo es, sobre
el sillón; pareciera que alas membranosas brotasen de su espalda; convulsiona
todavía excitado en el claroscuro de su sala; desnudo y huesudo como grotesca
figura de Doré que ilustrara “La Divina Comedia” de Dante.
Clarissa no menciona nada a nadie.
Guarda el secreto de aquella noche. Queda preñada. El profesor lo sabe por la
redondez que le acorta las maxi-faldas y por la palidez y las ojeras que
empiezan a abotagar sus gatunos ojos. Meses más tarde, Salcedo le pide perdón
escenificando un acto teatral de arrepentimiento y jurándole amor eterno. Ella,
hasta ese momento, había mantenido con mucha dignidad una distancia prudente y
un silencio absoluto sobre los sucesos de aquella noche. Sabe que si hablara,
le podría destruir, pero decide aplazar una respuesta, a lo mejor una venganza.
Él le propone matrimonio y poco después le da su aniño de compromiso. Por
dentro sonríe y se relame, como un sátiro después de un baño tibio en las aguas
del Egeo, acompañado de una docena de ninfas.
¿Por qué Clarissa le aceptó? es todo un misterio que solo puede desembocar en
apreciaciones superficiales y teorías banales; especulaciones de todo tipo que
no harían brillar por un solo instante la luz de la verdad. ¿Dónde estaba
Fernando en aquellos tristes y definitivos momentos? Estaba, (y lo sabemos,
quienes asombrados, lo vimos en el programa televisivo que se pasó en horario
triple A, por los días de noviembre de finales de aquel año) conviviendo con
las comunidades negras de palenque y haciendo parte de un pequeño equipo
multidisciplinar de jóvenes que trabajaban en un documental para la televisión regional. En
el que se recogían testimonios sobre las ceremonias y las tradiciones orales de
aquellos herederos de la cultura africana en la costa caribe.
Lo cierto es que el profesor Bernardo
Salcedo, a la postre se casa con la muchacha más deseada de toda la academia
municipal; una poetisa talentosa que crecía y prometía en todos los sentidos.
El día de la boda, a la que acude una pequeña parte del mundillo académico de
la ciudad, se le vio departir muy animado en una fiesta para cien invitados patrocinada
y costeada por los padres de Clarissa. Él bebe, lo que no ha bebido en meses;
ella no se queda atrás. Ha tomado ponches, whiskies y ginebras. Se escapan ya medio borrachos en una
limusina, (alquilada en la Casa de banquetes y matrimonios, “Luna de plata Verde”)
hasta el apartamento del académico, este sube con ella en el ascensor y casi al
llegar comienza a besarla y a romper sus vestiduras inmaculadas. Ella le dice
que espere; que por favor espere, ya que tiene algo que contarle.
––¿Tú crees que el hijo que llevo
conmigo es tuyo? –– Le pregunta ella con una sonrisa desafiante––. Estás muy
equivocado mi querido profesor. Yo venía revolcándome con Fernando el poeta
desde hace seis meses. ¡¿Es que no te enteras?! ¡Seis meses! ¡Durante ese tiempo
fui su puta predilecta! ¡Lo hacíamos en todas partes y a todas horas y sin
preservativos! ¡Cogíamos como conejos silvestres!…
El profesor de literatura, no lo puede
creer; vemos ahora su rostro transformarse; suda copiosamente, se quita la
corbata de seda negra, su saco y su chaleco de terciopelo negro, y se derrumba
en el sillón. Se rasca la cabeza y luego empieza a reírse primero despacio y
bajo, luego alza el volumen de aquellas carcajadas que brotan de su garganta como
el lamento de un alce herido, de su boca resbala una baba espesa y su risa es
árida y pedregosa. Tambaleándose toma una botella de whisky y se sirve un trago
que apura con una sed delirante. Su mirada se torna vidriosa y ve a Clarissa
como un fantasma que gesticula y flota dentro de los tules y las gasas blancas;
se sirve otro whisky que baja por la garganta arañándole y quemándole las
palabras.
Entonces todo sucede en pocos segundos, como
suceden estos ramalazos de los celos y la violencia. Va su escritorio y saca el
pequeño revolver Ruger recortado que delata su poderío con un relámpago
plomizo. Se para frente a ella. La amenaza apuntándole. Tiembla de ira con el
arma en la mano: “¡Maldita puta ya aprenderás!” Ríe cuando Clarissa horrorizada
y desencajada, le pide que se calme. Clarissa trata de huir; retrocede
torpemente; medio borracha y aterrorizada por la actitud del profesor. Este
sigue insultándola y apuntándole: “¡Maldita puta de mí no te burlas!” De
repente suena el disparo. Clarissa recibe un impacto en el pecho y cae.
El profesor trastabillando se acerca a ella
y llora como un crío, berrea como un ternero lactante; se da cuenta de la
locura que acaba de cometer, casi por accidente. Ve la mancha de sangre en el
vestido de Clarissa. Mira el revólver aún caliente y lo coloca sobre su cien;
pero después de tres intentos, sabe que no podrá hacerlo. Se incorpora con
dificultad; deambula por la sala como un loco y se detiene cerca de la
chimenea, abre una pequeña cajita de madera lacada. Mira el pequeño recipiente
de cristal que le había dado el nigromante urbano. Destilado que según aquel,
contenía, además de media docena de tinturas vegetales y sustancias animales,
la temible tetradotóxina extraída del
pez globo (Canthigaster rostrata). Brebaje elaborado según la fórmula de
los Bokós de Haití y considerado por
Wade Davis, etnobotánico de Harvard, uno de los más complejos y potentes del
mundo. Se ríe; tose como un zombi en su ceremonia de Vaudhú y se vuelve a estremecer, toma el frasquito y temblando se
lo lleva a la boca, apurándolo de un solo golpe.
Se
sienta y espera. De un momento a otro siente un latigazo en su nuca.
Patalea y se contorsiona entre blasfemias. Pero a medida que pasan los minutos,
se da cuenta que no puede moverse y tampoco puede respirar. Después de tres
largas horas; muere envenenado.