lunes, 29 de diciembre de 2014

(LA ISLA EN PESO) VIRGILIO PÍÑERA


"LA ISLA EN PESO"

Virgilio Piñera.
(Cárdenas, agosto 1912; la Habana octubre de 1979)










La maldita circunstancia del agua por todas partes


me obliga a sentarme en la mesa del café.


Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer


hubiera podido dormir a pierna suelta.


Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar


doce personas morían en un cuarto por compresión.


Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua


en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,


me acostumbro al hedor del puerto,


me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,


noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces.


Una taza de café no puede alejar mi idea fija,


en otro tiempo yo vivía adánicamente.


¿Qué trajo la metamorfosis?


La eterna miseria que es el acto de recordar.


Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,


devolviéndome el país sin el agua,


me la bebería toda para escupir al cielo.


Pero he visto la música detenida en las caderas,


he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus cabezas.


Hay que saltar del lecho con la firme convicción


de que tus dientes han crecido,


de que tu corazón te saldrá por la boca.


Aún flota en los arrecifes el uniforme del marinero ahogado.


Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo.


Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente,


esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota de agua


y vivir secamente.


Esta noche he llorado al conocer a una anciana


que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua por todas partes.


Hay que morder, hay que gritar, hay que arañar.


He dado las últimas instrucciones.


El perfume de la piña puede detener a un pájaro.






afortunadamente desconocemos la voluptuosidad y la caricia francesa,Los once mulatos se disputaban el fruto,


los once mulatos fálicos murieron en la orilla de la playa.


He dado las últimas instrucciones.


Todos nos hemos desnudado.


Llegué cuando daban un vaso de aguardiente a la virgen bárbara,


cuando regaban ron por el suelo y los pies parecían lanzas,


justamente cuando un cuerpo en el lecho podría parecer impúdico,


justamente en el momento en que nadie cree en Dios.


Los primeros acordes y la antigüedad de este mundo:


hieráticamente una negra y una blanca y el líquido al saltar.


Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos.


Es en este país donde no hay animales salvajes.


Pienso en los caballos de los conquistadores cubriendo a las yeguas,


pienso en el desconocido son del areíto


desaparecido para toda la eternidad,


ciertamente debo esforzarme a fin de poner en claro


el primer contacto carnal en este país, y el primer muerto.


Todos se ponen serios cuando el timbal abre la danza.


Solamente el europeo leía las meditaciones cartesianas.


El baile y la isla rodeada de agua por todas partes:


plumas de flamencos, espinas de pargo, ramos de albahaca, semillas de aguacate.


La nueva solemnidad de esta isla.


¡País mío, tan joven, no sabes definir!


¿Quién puede reír sobre esta roca fúnebre de los sacrificios de gallos?


Los dulces ñáñigos bajan sus puñales acompasadamente.


Como una guanábana un corazón puede ser traspasado sin cometer crimen.


sin embargo el bello aire se aleja de los palmares.


Una mano en el tres puede traer todo el siniestro color de los caimitos


más lustrosos que un espejo en el relente,


sin embargo el bello aire se aleja de los palmares,


si hundieras los dedos en su pulpa creerías en la música.


Mi madre fue picada por un alacrán cuando estaba embarazada.


¿Quién puede reír sobre esta roca de los sacrifícios de gallos?


¿Quién se tiene a sí mismo cuando las claves chocan?


¿Quién desdena ahogarse en la indefinible llamarada del flamboyán?


La sangre adolescente bebemos en las pulidas jícaras.


Ahora no pasa un tigre sino su descripción.


Las blancas dentaduras perforando la noche,


y también los famélicos dientes de los chinos esperando el desayuno


después de la doctrina cristiana.


Todavía puede esta gente salvarse de cielo,


pues al compás de los himnos las doncellas agitan diestramente


los falos de los hombres.


La impetuosa ola invade el extenso salón de las genuflexiones.


Nadie piensa en implorar, en dar gracias, en agradecer, en testimoniar.


La santidad se desinfla en una carcajada.


Sean los caóticos símbolos del amor los primeros objetos que palpe,


desconocemos el perfecto gozador y la mujer pulpo,


desconocemos los espejos estratégicos,


no sabemos llevar la sífilis con la reposada elegancia de un cisne,


desconocemos que muy pronto vamos a practicar estas mortales elegancias.


Los cuerpos en la misteriosa llovizna tropical,


en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre en la llovizna,


los cuerpos abriendo sus millones de ojos,


los cuerpos, dominados por la luz, se repliegan


ante el asesinato de la piel,


los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como girasoles de fuego


encima de las aguas estáticas,


los cuerpos, en las aguas, como carbones apagados derivan hacia el mar.


Es la confusión, es el terror, es la abundancia,


es la virginidad que comienza a perderse.


Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan mi razón,


y escalo el árbol más alto para caer como un fruto.


Nada podría detener este cuerpo destinado a los cascos de los caballos,


turbadoramente cogido entre la poesía y el sol.


Escolto bravamente el corazón traspasado,


clavo el estilete más agudo en la nuca de los durmientes.


El trópico salta y su chorro invade mi cabeza


pegada duramente contra la costra de la noche.


La piedad original de las auríferas arenas


ahoga sonoramente las yeguas españolas,


la tromba desordena las crines más oblicuas.


No puedo mirar con estos ojos dilatados.


Nadie sabe mirar, contemplar, desnudar un cuerpo.


Es la espantosa confusión de una mano en lo verde,


los estranguladores viajando en la franja del iris.


No sabría poblar de miradas el solitario curso del amor.


Me detengo en ciertas palabras tradicionales:


el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco,


con simple ademán, apenas si onomatopéyicamente,


titánicamente paso por encima de su música,


y digo: el agua, el mediodía, el azúcar, el humo.


Yo combino:


el aguacero pega en el lomo de los caballos,


la siesta atada a la cola de un caballo,


el cañaveral devorando a los caballos,


los caballos perdiéndose sigilosamente


en la tenebrosa emanación del tabaco,


el último gesto de los siboneyes mientras el humo pasa por la horquilla


como la carreta de la muerte,


el último ademán de los siboneyes,


y cavo esta tierra para encontrar los ídolos y hacerme una historia.


Los pueblos y sus historias en boca de todo el pueblo.


De pronto, el galeón cargado de oro se mete en la boca


de uno de los narradores,


y Cadmo, desdentado, se pone a tocar el bongó.


La vieja tristeza de Cadmo y su perdido prestigio:


en una isla tropical los últimos glóbulos rojos de un dragón


tiñen con imperial dignidad el manto de una decadencia.


Las historias eternas frente a la historia de una vez del sol,


las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones y cotorras,


las eternas historias de los negros que fueron,


y de los blancos que no fueron,


o al revés o como os parezca mejor,


las eternas historias blancas, negras, amarillas, rojas, azules,


—toda la gama cromática reventando encima de mi cabeza en llamas—,


la eterna historia de la cínica sonrisa del europeo


llegado para apretar las tetas de mi madre.


El horroroso paseo circular,


el tenebroso juego de los pies sobre la arena circular,


el envenado movimiento del talón que rehuye el abanico del erizo,


los siniestros manglares, como un cinturón canceroso,


dan la vuelta a la isla,


los manglares y la fétida arena


aprietan los riñones de los moradores de la isla.


Sólo se eleva un flamenco absolutamente.


¡Nadie puede salir, nadie puede salir!


La vida del embudo y encima la nata de la rabia.


Nadie puede salir:


el tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo intacto.


Nadie puede salir:


una uva caleta cae en la frente de la criolla


que se abanica lánguidamente en una mecedora,


y "nadie puede salir" termina espantosamente en el choque de las claves.


Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,


cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento nutridor.


Cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra,


cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol se acostumbra,


cada hombre, abriendo su boca como una cisterna, embalsa el agua


del mar, pero como el caballo del barón de Munchausen,


la arroja patéticamente por su cuarto trasero,


cada hombre en el rencoroso trabajo de recortar


los bordes de la isla más bella del mundo,


cada hombre tratando de echar a andar a la bestia cruzada de cocuyos.


Pero la bestia es perezosa como un bello macho


y terca como una hembra primitiva.


Verdad es que la bestia atraviesa diariamente los cuatro momentos caóticos,


los cuatro momentos en que se la puede contemplar


—con la cabeza metida entre sus patas—escrutando el horizonte con ojo atroz,


los cuatro momentos en que se abre el cáncer:


madrugada, mediodía, crepúsculo y noche.


Las primeras gotas de una lluvia áspera golpean su espalda


hasta que la piel toma la resonancia de dos maracas pulsadas diestramente.


En este momento, como una sábana o como un pabellón de tregua, podría


desplegarse un agradable misterio,


pero la avalancha de verdes lujuriosos ahoga los mojados sones,


y la monotonía invade el envolvente túnel de las hojas.


El rastro luminoso de un sueño mal parido,


un carnaval que empieza con el canto del gallo,


la neblina cubriendo con su helado disfraz el escándalo de la sabana,


cada palma derramándose insolentemente en un verde juego de aguas,


perforan, con un triángulo incandescente, el pecho de los primeros aguadores,


y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol cosida por un gallo.


Es la hora terrible.


Los devoradores de neblina se evaporan


hacia la parte más baja de la ciénaga,


y un caimán los pasa dulcemente a ojo.


Es la hora terrible.


La última salida de la luz de Yara


empuja a los caballos contra el fango.


Es la hora terrible.


Como un bólido la espantosa gallina cae,


y todo el mundo toma su café.


¿Pero qué puede el sol en un pueblo tan triste?


Las faenas del día se enroscan al cuello de los hombres


mientras la leche cae desesperadamente.


¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?


Con un lujo mortal los macheteros abren grandes claros en el monte,


la tristísima iguana salta barrocamente en un caño de sangre,


los macheteros, introduciendo cargas de claridad, se van ensombreciendo


hasta adquirir el tinte de un subterráneo egipcio.


¿Quién puede esperar clemencia en esta hora?


Confusamente un pueblo escapa de su propia piel


adormeciéndose con la claridad,


la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal


en los bellos ojos de hombres y mujeres,


en los inmensos y tenebrosos ojos de estas gentes


por los cuales la piel entra a no sé qué extraños ritos.


La piel, en esta hora, se extiende como un arrecife


y muerde su propia limitación,


la piel se pone a gritar como una Ioca, como una puerca cebada,


la piel trata de tapar su claridad con pencas de palma,


con yaguas traídas distraídamente por el viento,


la piel se tapa furiosamente con cotorras y pitahayas,


absurdamente se tapa con sombrías hojas de tabaco


y con restos de leyendas tenebrosas,


y cuando la piel no es sino una bola oscura,


la espantosa gallina pone un huevo blanquísimo.


¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar!


Pero la claridad avanzada, invade


perversamente, oblicuamente, perpendicularmente,


la claridad es una enorme ventosa que chupa la sombra,


y las manos van lentamente hacia los ojos.


Los secretos más inconfesables son dichos:


la claridad mueve las lenguas,


la claridad mueve los brazos,


la claridad se precipita sobre un frutero de guayabas,


la claridad se precipita sobre los negros y los blancos,


la claridad se golpea a sí misma,


va de uno a otro lado convulsivamente,


empieza a estallar, a reventar, a rajarse,


la claridad empieza el alumbramiento más horroroso,


la claridad empieza a parir claridad.


Son las doce del día.


Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste.


Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles,


y, echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre aguas metálicas.


En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido,


ni levantar una mano para acariciar un seno;


en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas


preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos


o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales en esta isla.


Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia arriba,


los oídos obturados por el tapón de la somnolencia,


los poros tapiados con la cera de un fastidio elegante


y la mortal deglución de las glorias pasadas.


¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno


cuyo estampido raje, de arriba a abajo, el tímpano de los durmientes?


¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno


el tímpano de los durmientes?


Los hombres-conchas, los hombres-macaos, los hombres-túneles.


¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!


¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar!


Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro.


De pronto el mediodía se pone en marcha,


se pone en marcha dentro de sí mismo,


el mediodía estático se mueve, se balancea,


el mediodía empieza a elevarse flatulentamente,


sus costuras amenazan reventar,


el mediodía sin cultura, sin gravedad, sin tragedia,


el mediodía orinando hacia arriba,


orinando en sentido inverso a la gran orinada


de Gargantúa en las torres de Notre Dame,


y todas esas historias, leídas por un isleño que no sabe


lo que es un cosmos resuelto.


Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo y el mundo se perfile.


A la luz del crepúsculo una hoja de yagruma ordena su terciopelo,


su color plateado del envés es el primer espejo.


La bestia lo mira con su ojo atroz.


En este trance la pupila se dilata, se extiende como mundo se perfila,


hasta aprehender la hoja.


Entonces la bestia recorre con su ojo las formas sembradas en su lomo


y los hombres tirados contra su pecho.


Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra.


No una mujer y un hombre frente a frente,


sino el contorno de una mujer y un hombre frente a frente,


entran ingrávidos en el amor,


de tal modo que Newton huye avergonzado.


Una guinea chilla para indicar el angelus:


abrus precatorious, anona myristica, anona palustris.


Una letanía vegetal sin trasmundo se eleva


frente a los arcos floridos del amor:


Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia plicatula.


El paraíso y el infierno estallan y sólo queda la tierra:


Ficus religiosa, ficus nitida, ficus suffocans.


La tierra produciendo por los siglos de los siglos:


Panicum colonum, panicum sanguinale, panicum maximum.


El recuerdo de una poesía natural, no codificada, me viene a los labios:


Árbol de poeta, árbol del amor, árbol del seso.


Una poesía exclusivamente de la boca como la saliva:


Flor de calentura, flor de cera, flor de la Y.


Una poesía microscópica:


Lágrimas de Job, lágrimas de Júpiter, lágrimas de amor.


Pero la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman.


En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato:


Todas las aletas de todas las narices azotan el aire


buscando una flor invisible;


la noche se pone a moler millares de pétalos,


la noche se cruza de paralelos y meridianos de olor,


los cuerpos se encuentran en el olor,


se reconocen en este olor único que nuestra noche sabe provocar;


el olor lleva la batuta de las cosas que pasan por la noche,


el olor entra en el baile, se aprieta contra el güiro,


el olor sale por la boca de los instrumentos musicales,


se posa en el pie de los bailadores,


el corro de los presentes devora cantidades de olor,


abre la puerta y las parejas se suman a la noche.


La noche es un mango, es una piña, es un jazmín,


la noche es un árbol frente a otro árbol sin mover sus ramas,


la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la bestia;


una noche esterilizada. una noche sin almas en pena,


sin memoria, sin historia, una noche antillana;


una noche interrumpida por el europeo,


el inevitable personaje de paso que deja su cagada ilustre,


a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el rodar de la noche antillana,


una excrecencia vencida por el olor de la noche antillana.


¡No importa que sea una procesión, una conga,


una comparsa, un desfile.


La noche invade con su olor y todos quieren copular.


El olor sabe arrancar las máscaras de la civilización,


sabe que el hombre y la mujer se encontrarán sin falta en el platanal.


¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!


No hay que ganar el cielo para gozarlo,


dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja,


la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación.


¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!


No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres,


que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,


felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,


sólo sentimos su realidad física


por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas


Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,


un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:


un velorio, un guateque, una mano, un crimen,


revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,


haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,


un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,


sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,


más abajo, más abajo, y el mar picando en sus. espaldas;


un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,


aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,


siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla,


el peso de una isla en el amor de un pueblo.


(1943)

domingo, 28 de diciembre de 2014

SOBRE NOVELA "METAL-RIFF PARA UNA SIRENA VARADA"

Quimeras de neón:
una leyenda negra en clave de rock

Por: Rigoberto Gil Montoya[1]







Escribir una historia y una poética de esa historia;
arriesgarse a escribir bajo otros cánones.
Una farsita, una documenta, una historia de errores
y fantasmas, de vidas rotas bajo la luna enferma.
Gregorio Toscano

No es el hombre, es el mundo el que se ha vuelto
anormal.
Artaud

Como artificio, la novela construye la ilusión de un mundo y en ello radica la apuesta del escritor: que el mundo sea real en términos de lo que ha imaginado y que, gracias al arte de narrar, supere incluso las limitaciones ontológicas del mundo concreto, supeditado a un topos inestable que la furia de Cronos corroe, mientras el discurso de la Historia prepara una versión de los hechos. También construye, al mismo tiempo, la ilusión de un lector que pueda enfrentarse a ese mundo y decida vivir en él o negarlo. Siempre será misteriosa e incompleta esa relación entre un mundo imaginado y un imaginario lector que aviva con su entusiasmo lo que ese mundo le pueda deparar. Como misteriosa e incompleta suele ser la noción que podamos tener de la novela, más allá del viejo debate sobre las fronteras de los géneros, más allá de unas formalidades conceptuales que el lector se impone cada vez que intenta comprender una expresión artística, cuya esencia poética, para el caso que nos ocupa, podría ser mejor validada por fuera del gusto medio del lector colombiano, habituado al tópico de la violencia en los ámbitos rurales y urbanos, bajo los influjos de una tradición barroca. En esto pienso cuando me enfrento a la obra del poeta y artista plástico Omar García Ramírez, Metal-riff para una sirena varada.

¿Pueden la música y sus hondos acordes amplificar los sonidos de la nostalgia, el inconformismo y el desamor? ¿Puede el artista gritar en el escenario la desazón que lo invade cuando es bañado por el resplandor de una luna que hace ladrar los perros de la noche, en cuya atmósfera crispada se incuba el virus de la autodestrucción? ¿Cómo transcurre la vida de una tribu metalera proclive a traspasar los delgados límites entre la lucidez y el desafuero? Ninguno de estos interrogantes los resuelve a cabalidad Omar García en su novela, quizá porque uno sospecha que el autor se niega a pensar el arte en términos morales, así sus personajes de tanto escapar a su propia sombra se encuentren acorralados en lo que parecen despreciar: la necesidad del éxito, el miedo al fracaso, la orfandad, la urgencia del amor, y, en particular, la virulencia de la soledad como la certeza de lo que no tiene remedio, porque en la cotidianidad de estos destinos noctámbulos no hay familia para apoyarse, ni amigos honrados ni pareja leal ni ideales para asumir un presente. Lo suyo, en cuanto a lo que el escritor deja colegir, es s bien la exploración de vidas que se alojan en las márgenes del sistema estatal, con su invisible máquina de control, donde la música y la poesía que se gritan en los escenarios o se escriben en hojas sueltas en los cuartos miserables de hoteles de paso, o se confunden con bocetos para cimentar un largo poema-manifiesto mientras se pasa el tiempo en un bar, es apenas la variante de una inconformidad generacional, cuyos síntomas no pueden seguir ocultándose, porque es imposible ocultar lo que pesa en el corazón y rebota en las almas, sin que los sujetos terminen por ahogarse del todo en un coctel de drogas mezcladas con alcohol.

Metal-riff para una sirena varada da breves claves para comprender lo que ni siquiera sus personajes parecen comprender en su devenir borroso. ¿Comprender qué? Tal vez lo que todos los hijos de la cultura moderna y en especial los arrojados a la arena por los coletazos de las olas vanguardistas sabemos: que la vida normalizada es aburrida y más aburrida aún si a esa vida no se la altera con algo: ácidos, pepas, hongos, alcohol, sexo y ojalá a kilómetros de la casa materna, en el traspatio de un hotel miserable a orillas de la carretera o en los bosques sin encanto, bien lejos de la normalidad que siembra en occidente el mito cristiano de la familia como núcleo de una dinámica social. La molestia los obliga a mirarse en la noche de sus desórdenes y a buscar un lenguaje apropiado que los resuelva menos víctimas del fracaso y la inseguridad, menos proclives a ahogarse en el vómito de su naufragio individual en un barco, más que ebrio, sin brújula, a merced de la agitación de las aguas turbulentas del caos social.

Este desasosiego no es nuevo: más bien la generación a la que pertenecen los personajes de García Ramírez —y estoy pensando también en las voces que se perfilan en sus obras El jardín de las delicias y otros textos terrenales (1995), Urbana geografía fraterna (1997) y La balsa de la medusa (2008)—, hija natural de las urbes encendidas, heredan un malestar que se inocula en las calles: La ciudad nos engulló/ con su ruido eléctrico y su vaho de motores/ y en nuestras pupilas comenzaron a centellear/ violentos rayos, declara el muchacho gato en La balsa de la medusa. A propósito de malestar, recordemos que el Manifiesto del comité de acción Censier en el París de mayo de 1968, proclamaba en su tesis 50 que un individuo normal es aquel que acepta las reglas de la sociedad en que convive y que si se aparta de esas reglas lo hace apenas sutilmente, acaso para tomar aire y volver a ser lo que se espera de él: El hombre normal no existe. Sólo existe el hombre normalizado, concluían categóricos los gestores de un movimiento que hizo bien (porque inyectaron una gramática infractora), a nociones tan extrañas a la primera mitad del siglo XX, como liberación sexual, consumo de drogas, libertad individual, lucha política e ideológica; en fin: todo aquello que se cifró en los ambientes universitarios del París anticipado en el Blow-Up cortazariano de Antonioni y que luego daría pie para la conformación de facciones y grupos dispuestos a vivir de otro modo el mundo al interior de una marginalidad creativa, ecológica, anticapitalista y sosegada en el efluvio primitivo de la cannabis. El movimiento hippie es tal vez la manifestación más acabada de ese deseo colectivo por atacar la normalidad y la normalización que se impuso a raíz de unos intereses de poder trasnacional, para lo cual se generó, sin que se consultara a la sociedad que observó como insólito documental el hongo naranja de Hiroshima, la guerra química de extermino, el colonialismo disfrazado de expansionismo cultural y el imperialismo disimulado en un pretendido bienestar a través de las prácticas del consumo. Y los movimientos rockeros son quizá la expresión estética, acabada, de la inconformidad de algunos colectivos que optan por la guetización para remarcar las diferencias frente a los sujetos normalizados. Movimientos que en su fugacidad alteran la sintaxis de la comunicación, se arriesgan en el empleo de metáforas cobrizas, metálicas, duras como el asfalto y avivan una escritura automática-musical que se funde con la pesadilla del borracho paranoico que siente náuseas al clarear el día.

Pues bien, los personajes de la novela de Omar García abominan de la sociedad normalizada y deciden pertenecer a clanes anómicos, con la aspiración de ser libres en el sobresalto de sus estados anímicos, en la brea de su rabia heredada. Por eso caminan sobre el filo de la navaja y se arriesgan, lanzándose al vacío de sus propias vidas, dejando su furia con el país en las canciones de rock, sus huellas heridas en los instrumentos musicales y sus desequilibrios en los cuerpos: esos delicados escenarios donde cada cicatriz recuerda el dolor de lo que no está bien en la vida social, de lo que suena a mentira y huele a excremento. Si bien los excesos dejan tristeza y es duro vivir, arriba en su auxilio la poesía en forma de psicodelia para calentar el aire y animar el cuerpo a buscar una nueva huella, otra cicatriz que pueda enderezar, al menos como ilusión, un destino.

No es una novela transgresora la del poeta García Ramírez por el hecho de que sus personajes sean proclives a las drogas y al abandono de sus propias expectativas. Nuestra literatura tiene referentes en ese aspecto, desde los personajes populares de Andrés Caicedo y Umberto Valverde, hasta los personajes amargos y desengañados de Carlos Perozzo y Antonio Caballero. Más bien es transgresora en el contenido narrativo-poético de su estructura dispar y en el zumbido forastero de su lenguaje, pegado a la estridencia del metal y a unos arpegios que crean imágenes pasajeras, aunque recónditas en las retinas de los insomnes: hielo quebradizo de los días; silla eléctrica de los sueños; maleantes cerveceros; beso de una ninfa boreal; ciudad gris y lluviosa con los desertores del tiempo, mientras en otro lugar de la guitarra se estrellan palabras sonoras y foráneas como groupies, infighting, glam, parabellum, mainstream, backstages, minnesängers y un largo glosario que sirve a los intereses de aquellos ghettos fieles a unas tendencias musicales y unas marcas de grupo, en su propósito de ser diferentes, para acceder a los caprichos singulares de lo que en Metal-riff se denominan las tribus urbanas, ese merengue psicodélico... un mar de cabezas naufragando sobre una ola de ruido, bautizadas en la tormenta de una publicidad eléctrica y global.

¿Podríamos hablar aquí de una Poética del neón? Desde esta categoría quizá aclaremos las intenciones de un autor que asocia imágenes de un mundo contemporáneo, donde la ciudad desvela el destino de los seres sin familia en las luces artificiales que extienden el ritmo de las noches cargadas de desesperanza, pero, sobre todo, de droga, sexo y alcohol. ¿Palabras de una nueva estética, de una hibridación cultural harto bastarda, mezcla de lo anglosajón con el decadente folklore latinoamericano? De hecho, si el grupo musical de Salomé quería sobrevivir en el negocio regentado por las casas discográficas, debía optar por el sincretismo rítmico: cumbia, vallenato, mapalé. Y si no es nueva esta estética, por lo menos parece nueva para un país que aún sigue las marcas culturales de un conservadurismo nocivo, laureanista, donde el lenguaje debe significar otra cosa, se obliga a significar lo otro, lo distinto: ectoplasma gélido, extramuros, tesitura helada, beso lisérgico, fiestorro, garúa nocturna, gong crispado y, desde luego, nuevas esencias para ser consumidas por drogos de jeringuillas entintadas y dioses priápicos y embaretados: tripis, porros y riffs. Con todo, la vida ácida y conspiranóica, atiende a los mecanismos de una realidad insólita, extravagante.

Comparto una sospecha: la propuesta narrativa del poeta-pintor Omar García está conectada con la lírica beat de Rafael Chaparro Madiedo, así, en algún momento de sus reflexiones, Toscano, al arrojar luces sobre sus propósitos artísticos y al sostener que lo suyo es el artificio de una novela trampa que busca llevar al lector a confrontarse con un texto rudo, revele: no se trata de gatos lisérgicos ni onomatopeyas tontas. Se trata de nosotros, quienes habitamos esta ciudad, de la que alguien dijo está 2.600 metros más cerca de las estrellas. Es difícil, no obstante, desconocer los elementos comunes que subyacen a ambas propuestas literarias, la cuerda que se tiende entre Amarilla, con su aliento de Marilyn Monroe y Salomé, con su piel de pez y su cabellera de fuego: ambas salen de noche y se entristecen; o la cuerda que ata la narración de Pink Tomate, atento desde los tejados a narrar la vida de los otros, y Gregorio Toscano, atento a dejar en sus papeles los bocetos de las eventualidades trágicas de una generación despistada. El ambiente desolador, los referentes al rock, las atmósferas pesadas de los bares, el olor a dejadez y podredumbre, la propensión al licor para calmar la sed, son apenas nudos corredizos entre Opio en las nubes y Metal-riff para una sirena varada, a pesar de que en el mundo onírico de García Ramírez el tiempo sea otro: el de la Internet, el de las redes, el de los poetas que van por los bares exhibiéndose en las performances, donde el cuerpo, sus gestos y ademanes entran a significar al interior de los Parajes peligrosos.

A fuerza de marginarse, de extender el cerco electrizado que los separa de las buenas costumbres, estos espectros de la noche, estos personajes de Metal-riff para una sirena varada que se perfilan en los a menudo desordenados monólogos de un poeta periférico, noire y de vocación underground —así lo define Salomé a su compositor y amante—, consiguen apartarse de la gleba por vía del discurso exótico, en tanto expresión de un malestar de la cultura. Y el malestar suyo entra, se inyecta por las venas del rock para expresar, sin embargo, un lugar común: los intríngulis del amor. Sólo que aquí el amor es otra cosa, como una suerte de rabia por lo inacabado y lo inaprensible, como un deseo de escapar a lo que pudiera atarlos al mundo normalizado. Y los sentimientos primarios —el odio, la envidia, el amor— atan, es decir, humanizan, ponen a ras de tierra el afecto y la emoción. Salomé es quien hace caer en la cuenta de que, en rigor, ella y el poeta Gregorio Toscano nunca han hablado de amor: ¿A esta cochina relación se le puede llamar amor? Y sin embargo lo es, porque el relato en clave de rock, bajo el ropaje de la leyenda negra que se instala en figuras legendarias del rock progresivo, tipo Ozzi Osbourne y Anathema, es una interrogación abierta a la pregunta por el amor. Pero como no hay respuestas, sólo resaca y adicción, sólo impotencia y ruina, el mundo deberá llenarse de extrañas metáforas que parecieran rebotar en el hedor de los lugares que escogen los personajes de Omar García para llevar con algo de dignidad sus descalabros.

Salomé, la sirena varada, la ahogada más inconforme del mundo, entra al escenario perdida entre los zargazos y filamentos de medusas en el mar de la noche. La Hechicera-druida, la Sirena de los suburbios capitalinos, como la llamara Toscano, quien se revela crítica del melodrama y la cultura cool imperante en su país, constituye una suerte de representación de las formas expresivas de origen poético-musical, una especie de femme fatal, propia de una licantropía criolla, convertida en loba de la nocturnidad y dispuesta a gritar, a través de su música de alas tatuadas, la transmutación que le exige su destino vago y turbulento. Tal vez su existencia sui generis esté delineada en los versos de Héroes del silencio: Sirena, vuelve al mar, /
varada por la realidad. / Sufrir alucinaciones / cuando el cielo no parece
escuchar. Tal vez su naturaleza indómita se presienta en las canciones de Jethro Tull, Janis Joplin, Sex Pistols y Kurt Cobain, el poeta que acabó con su vida en Seatle. Tal vez ya esté en la memoria de una juventud colombiana que se aferró al rock como quien se aferra a una religión sin pago de diezmos. Se trata en realidad de una chica que ya vivió sus quince minutos de fama en el limitado hall de los metaleros. Tiene veinte seis años en el momento de su declive y sin embargo ya parece una mujer que ha vivido todos los excesos, entre ellos, la agresiva confrontación con su familia, en especial con su padre, un notorio editor y coleccionista de arte, reducido a una silla de ruedas, quien suele aparecer en esta obra como un espectro para recordar el mal camino que decidió escoger su hija más díscola, su enemiga más familiar, la misma que fuera rechazada por una madre alcohólica, quien prefirió buscar la muerte en un hotel de La Habana: Mi madre siempre fue una bella extraña para mí, escribe la sirena varada.


Nacida en 1975, Salomé, la cantante que se describe a sí misma con algo de nihil, algo de anarquista, pertenece a una generación desencantada, cuyos mayores vivieron de frente las luchas partidistas y la violencia generada por los extremismos ideológicos —y retóricos— en campos y provincias de una geografía curtida en el dolor que infringen las armas, las bombas y los desplazamientos forzados, lo cual desembocó en un modus vivendi del que difícilmente se logra escapar: Vivía como todos los ciudadanos de este país, en la vía que conduce a la calle de la ceguera, de la muerte, de la guerra, escribe con tristeza y rabia Gregorio Toscano, al hacer su propia radiografía de un país, según él, de veinte millones de colombianos —se cuenta entre ellos—, que consiguen sobrevivir en el diálogo del rebusque, mientras los dueños de las tierras, los señores de la carroña, sostiene: llevan décadas utilizando a una juventud envenenada de odio, sobre los surcos sembrados de silencio. Una juventud a la que incluso se la extermina aplicándole profilaxis social, o, si queremos ser incluso más eufemísticos, para estar a tono con los terribles tiempos de la Seguridad Democrática, eliminándola a través de un método certero: los falsos positivos, como lo sugiere Castelblanco, uno de los integrantes del grupo musical de Salomé, al enterarse de que a los  jíbaros los están matando: Les quieren colgar la soga al cuello a los muchachos de los barrios del sur... La pobreza es una vaina oscura.

Gregorio Toscano, empresario de músicos rayados, investigador del heavy colombiano y coleccionista del mejor rock clásico, es el narrador de esta suerte de biografía novelada. Es, muy a su pesar, heredero de un romanticismo tardío, desde donde llegó a pensar que un escritor podría pasar sobre la historia o permanecer en la memoria de su tribu con tan solo un poema. Enemigo declarado del establishment, pero en especial de los intelectuales de la nomenclatura, Toscano le da rostro casi heroico a una figura legendaria del movimiento metalero en Colombia y, de paso, traza algunas líneas personales de ciertos destinos ignorados entre lo que podríamos llamar, de manera provisoria, una psychedelia generation, posterior a la saludable, aunque exigua trifulca nadaísta, que daría paso a la conformación de guerrillas urbanas, a estatutos de seguridad antiterrorista y al surgimiento de una ola de escritores y poetas que empezó a valorar, con suspicacia, las secuelas del mágicorrealismo, al asimilar estéticas como la anglosajona y corrientes subliterarias que se nutren del cómic, el cine de licántropos y vampiros, el radioteatro, los never-before-seen drawings  de Tim Burton, la fotonovela y los juegos de rol (role-playing game). Jóvenes poetas y escritores conscientes de que las pulsiones de vida ya no operan bajo la hojarasca del banano que extraen de Macondo, sino bajo los efectos cocteleros de sicoactivos y drogas que expenden en las esquinas de MacOndo, ese nuevo país metropolitano intercomunicado, virtual y violento, que al decir de Alberto Fuguet y Sergio Gómez a mediados de la década del noventa, es más grande, sobrepoblado y lleno de contaminación, con autopistas, metro, tv-cable y barriadas. En McOndo hay McDonald’s, computadores Mac y condominios, amén de hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado y malls gigantescos. Un país  de marca trasnacional donde prima la cultura híbrida, o lo que Fuguet y Gómez llaman mejor la cultura bastarda en la que todo cabe: el vallenato, el rock, la tecnocarrilera, la balada, etc: Temerle a la cultura bastarda es negar nuestro propio mestizaje, sentencian.

La psychedelia generation que Omar García pincela en el apartado Visitantes del duende en carreteras del infierno, habita los bordes y extramuros de McOndo, aunque en lugar de hamburguesas con ketchup, consuman tripis con cerveza. El narrador describe, bajo los riffs de una guitarra maldita, los fantasmas de un álbum de vidas extraviadas: Juanita Billard y su muerte en la montaña blanca; Pedro Sinisterra, el veloz, el mismo que convirtió su muerte en ironía, al estrellarse contra una valla de ron Viejo de Caldas; Antonio Ferreira, un ecologista perdido en tierras de los páramos; Pedro Catarsis y su inmersión en los infiernos a través de su música siniestra; Mary Shelley Fernández, cuya laceración del cuerpo deviene la neurosis de una sociedad machista que niega el cuerpo femenino ensañándose con él; el licenciado Castillo Mantilla, un periodista que cogió el bicho y  terminó sus días a la intemperie como un mariquita salitroso. El inventario de los destinos confusos es tan amplio en estas carreteras del infierno, como la desazón duenderil que estos seres de la muchedumbre heredaron de un país atávico, un infierno verde del que todos éramos sobrevivientes: ¿Qué éramos como generación?, se pregunta Toscano al final de todo. ¿Qué significábamos? La respuesta desalentadora precisa de una nueva interrogación: ¿Fantasmagoría de amigos lejanos y muertos?

Salomé, ataviada por lo regular con una camiseta negra de la banda británica Black Sabbath, se convirtió en un referente de las hordas de gamberros que gritan con alegría y antigua irritación los sonidos de una música estridente, que se mezcla, sin pudores, con el licor, las hierbas y las pepas, o lo que en el creativo lenguaje de asociación que se estila en la novela —propio de una poética-paranoica de estados alterados, según su chamán metropolitano—, pasa a llamarse ganya, Madame Blanche, merca y garlopa, joint, doping y lisérgico. Esta dama, recurrente en la propuesta literaria inicial de Omar García, mitad vampira, mitad loba, vinculada a la irreverente e inasible estirpe de mujeres de cabellos ardientes, se torna eje de la ensoñación de un sujeto que, en sí mismo, no sólo es el ghost writer de una estrella del rock local que siempre le fue ajena y escurridiza en su mecánica autodestructiva, sino también su sombra larga en la caída por los acantilados de la anorexia y la adicción: En este momento estás desaparecida para el mundo, y lo que el mundo busca, es un reflejo de lo que tú fuiste… Todos están buscando a un fantasma que se fue de viaje, increpa Toscano.

La verdad es que en Metal-riff para una sirena varada todos parecen fantasmas que se fueron de viaje, en especial los integrantes de Quimeras, un grupo musical de heavy-metal, que compartía escenario con grupos como Eskorbuto, Kortatu, La Polla Records y Juanita la Boba, tan efímero en su existencia como en su celebridad: Castelblanco, el guitarrista líder; Frenomio Gutiérrez, el baterista; Pepe “Mano de Hierro”, el bajista; “Toto” Gómez, el de los teclados, y desde luego, Salomé, la voz principal del grupo que tocó el cielo de la fama, pero no supo valerse de ella para mantenerse en pie y el propio Toscano, el poeta y compositor, cuyas letras sirven de base para los álbumes que llegaron a tener una fuerte repercusión en el underground, como el afamado álbum experimental Signos, algunos de cuyos temas aluden a la violencia colombiana y a esa locura de comprobar cómo bajan cadáveres por los ríos como si fueran bancos de peces.

Atendemos aquí al fluir de una contracultura que merodea un pedazo de ciudad por las encrucijadas del Parque Nacional, la Plaza de Toros, el Parque del Chorro de Quevedo y los nichos orientales de La Candelaria en Bogotá. Atendemos a una contracultura que demanda su propia simbología y arritmia. Y por contracultura entendemos lo que enseñó Ken Goffman: un fenómeno histórico que deriva de la necesidad del sujeto por afirmar su poder individual: para crear su propia vida más que para aceptar los dictados de las convenciones y autoridades sociales que le rodean, ya sean generales o subculturales (61). Para no ir más lejos, Salomé está convencida de que existe una corriente de resistencia cultural donde su música se inscribe y es pertinente. Pero a su vez Toscano está convencido de que algo no funciona bien en el ambiente del rock que se practica en América Latina, cuando comprueba que se actúa bajo la premisa de que sólo es válido lo anglosajón. El rock para él pasó de ser marginal a convertirse en la música del sistema, el sistema la cooptó, convirtiendo a sus inspiradores en simples Freaks desechables. Esa es su crítica: El que no encaja está condenado a vivir en la periferia y se mantiene gracias a circuitos alternativos y siempre bajo sospecha, control y vigilancia.

Al buscarla en su memoria febril y al elevarla a la categoría de sirena mística y reina del metal dorado, Gregorio Toscano da lugar en Salomé a sus sentimientos más íntimos y desnuda él mismo el fracaso de un colectivo que reclama existir en los pesados ambientes de antros como el Enano de hierro, Los nostálgicos decadentes, o el Cabaret Voltaire, este último ubicado en los alrededores del círculo de la Plaza de Toros bogotana, donde, al decir del narrador, se entregaban a los desmanes de una vida dadaísta, esto es, una vida confiada al exceso, a la negación del lugar común, a la representación de lo absurdo, a la algarabía de una poética lacerada por el sol de medianoche y las luces de neón:

¡¿Crees que soy oscuro?!
¿Crees que soy un animal de hielo?
¿Crees que soy una bestia de fuego?
Nadie te regalará una dosis
Nadie te encenderá un cigarrillo
La avenida lluviosa es larga.
Oscura como una película de gánster de los 50.
(…)

Radiografía y ensoñación, pesadilla lírica y manifiesto no futurista, la novela de Omar García abre sugestivos caminos en el ámbito aún conservador de la literatura del Gran Caldas. Así como es rastreable la influencia de la literatura norteamericana en libros como El último diario de Tony Flowers (1995) de Octavio Escobar Giraldo y Rosas para rubias de neón (1997) de Gustavo Colorado Grisales, se evidencian en la propuesta narrativa de García Ramírez los influjos de una estética gringa, vital en escritores como Charles Bukowski, William S. Burroughs y John Kennedy Toole. Y pensar en estos autores, lo sabemos, es remarcar una estética que responde a la crítica directa de la cultura de masas y los excesos de una sociedad vigilada y excluyente. Estos autores dan vida a personajes que se oponen a un orden establecido y que suelen protestar, a menudo con violento ímpetu, a través de sus vidas excéntricas. El fuera de lugar de sus destinos los convierte en héroes de los senderos más tortuosos y en fantasmas de las noches alucinadas. García Ramírez sigue esa línea y lo subraya de nuevo en Metal-riff para una sirena varada. Digo que lo subraya nuevamente porque sigue siendo fiel a lo que propuso en su primera obra narrativa publicada en 2001. Me refiero a Ópera prima. Altamira 2001, novela con la que obtuvo el premio Aniversario Ciudad de Pereira. Para quienes la leímos en su momento encontramos una propuesta literaria distinta, reconfortante. Al referirme a ella en mi libro Pereira: visión caleidoscópica (2002), destaqué en la obra la forma como el novelista se esforzaba por darle voz y rostro a las hordas de desplazados, vagabundos y homless de ciudades que al transformar sus calles de pueblo en avenidas congestionadas, sus lotes baldíos en micromundos del intercambio y la humillación, hacían circular por ellas sombras trastornadas, espectros peligrosos que ponían en riesgo el debido orden y las buenas costumbres. Dije entonces, sobre Altamira 2001, algo que podría repetir aquí a propósito de la historia de Salomé, la cantante de metal, la sirena varada en los acantilados de su propio sino trágico:

García Ramírez es atrevido en su juego fictivo. Se lanza a recorrer la ciudad presente, a desenmascarar, a su modo, las percepciones que la ciudad imbrica. Prefiere desnudar su piel nocturna, observarla a través del estereoscopio del alucinado, del individuo apátrida, acostumbrado a meter canutillos, ganya, enervante, psicodélicos, porros descomunales, ayahuasca, datadura, hongos luminosos, porros de hachís y absenta, raíces mágicas y frutos prohibidos (…) Observo la novela de García Ramírez como una osada propuesta en la que impera el tono irónico, el desparpajo, el pastiche como una inclinación narrativa y la aventura con un lenguaje que se aproxima a la plasticidad del hecho pictórico, como ya él lo había insinuado en su libro anterior, Urbana geografía fraterna. La construcción de escenarios lo acerca al mundo onírico y surreal de las ensoñaciones personales, logradas mediante el uso de sustancias sicoactivas y de este modo el lector accede a la imagen de otra ciudad: la de ultratumba, la ciudad de los narcos, del egoísmo y la soledad, de la violencia callejera y la presencia de los escuadrones de la muerte, en una suerte de Laberinto de Piranesi (161-162).

El laberinto en Metal-riff para una sirena varada ha complicado sus oscuras galerías, ha triplicado sus espejos cóncavos y alargado el inventario de sus fantasmas y sombras a través de la distorsión generada por el artificio perceptivo que suscitan las drogas y la ausencia de futuro. No hay salida del laberinto cotidiano, de hecho, porque tampoco hay deseo de buscarla. Hay heroísmo en la inacción, rebeldía en la desidia. Hay desamparo en las fugas nocturnas, ternura al perseguir los afectos. Lo que se presenta con Salomé y su pareja es un ennui de los últimos días, un desaliento que trata de suavizarse con la música, el alcohol y las drogas. Ya no es el spleen baudeleriano del poeta que sale al mundo y se entrega a la contemplación de la derrota de los otros y en esa derrota explora la honda belleza en los ojos de los pobres y desheredados. El spleen acá se vive tras las cortinas de un apartaestudio o del cuarto de un hotel on the road, como telón de fondo para hacer ajena la experiencia del exceso y la transgresión: Yo no había sido más que un periférico, una buena parte de mi vida había escrito desde cuartos mal iluminados en hoteles baratos. La periferia no es el castigo, es tal vez un motivo para declarar el dolor, la desgarradura, para dar lenguaje a una antigua pesadumbre. La periferia es un estado del alma que no tiene sitio en el pesebre de una familia que huye del castigo. El spleen deviene aquí ofrenda litúrgica para nuestra soledad y tiene cara de abandono y se regodea en la suciedad en que conviven los seres maltrechos.

Puede que lo propuesto por García Ramírez en su novela alucinada nos moleste en la comodidad del centro vigilado de la urbe, donde solemos querer vivir, mientras la urbe sigue, impotente, apagando incendios: La ciudad trascurría catatónica y rayada como una vieja película en blanco y negro... La lluvia empapaba las noticias de los diarios y de los días... La lluvia se ocupa en las mesetas del trópico de lavar las muertes que dejan los movimientos telúricos del tiempo. Puede que no pase nada real en nosotros, los ascépticos, pero algo de la sirena varada se ha encallado para siempre en nuestra memoria, algo de su rebeldía y derrota será recordada, cada vez que escuchemos una guitarra eléctrica y un bajo rebotar entre las paredes de un traspatio, en una casa sin rejas, sin jardín, ubicada en un barrio hecho de rencores y olvido.


Bibliografía

Fuguet, Alberto y Gómez, Sergio (1996). McOndo. Madrid: Grijalbo, Mondadori.

Gil Montoya, Rigoberto (2002). Pereira: visión caleidoscópica. Pereira: Publiprint, Instituto de Cultura de Pereira.

Goffman, Ken (2005). La contracultura a través de los tiempos. De Abraham al ácid-house. Barcelona: Anagrama.

Manifiesto del comité de acción Censier, París, de mayo de 1968.






[1] Escritor, profesor de la Universidad Tecnológica de Pereira.