ENCUENTROS
DEL TERCER TIPO
CON
POETISAS NOTABLES
¿Esto
es un cuento o un poema?
No.
Es un sueño.
Es un sueño.
El
sueño era más o menos así:
Lamiendo
la axila de Sylvia Plath me encontraba yo, un poeta menor desnudo y reducido a
una estatura de cachorro solar. Mordisqueando sus nalgas de magra carne amarga;
sus piernas cruzadas de riachuelos minúsculos que temblaban bajo una lámpara
azul. Sus piernas de pan artesano, frescas y maduras, de las cuales emanaba un
olor de conejos silvestres; Sudor entre los hoyuelos grises y rosas de su
ingle, límites purpurinos de sus calzones blancos; intimo calor de señora que
prepara su cake, su plato preferido, una tarde fría en donde la lluvia y el
viento había arrojado tres golondrinas extraviadas contra su ventanita de la
cocina.
Yo
levantaba su falda pesada de otoño, su falda de lana gruesa para la temporada
de la caída y las ventiscas y debajo aparecían sus piernas cubiertas por la
licra y la seda; Las caricias se convertían en un relampaguear sobre tejido de
animal industrial, una quimera de sexo urbano en los arrabales del capitalismo…Ella,
volteaba su cara americana, su dorada cara de señora americana coronada de
trigales y centeno, su cara ligeramente abotagada por el wisky y el bourbon;
abría su deliciosa boca y mostraba aquella viscosa lengua de anguila hipnótica,
y yo, poeta torpe, perecía engullido bajo el beso angustioso de su muerte.
Anne
Sexton no estaba lejos.
Había
mirado todo desde afuera de la ventana con una indiferencia helada.
Fumaba
un cigarrillo extra-largo y se fue a la casita de enfrente. Me dijo: “Todo
lo que pueda hacer esa perra te lo puedo hacer mejor, puedo multiplicarte el
placer por cuatro”. Sus ojos de bruja parecían respirar como dos oráculos
palpitantes; me mandó a seguir y yo excitado
había atravesado el umbral; se sentó en una poltrona vulgar y abrió su falda
hasta arriba dejando ver unas poderosa piernas bronceadas; piernas de nadadora,
piernas de trapecista, piernas de contorsionista bajo la ventisca de una tarde
que se había transformado de repente. No se había rasurado, y entonces abrió
aquel compás en tres tiempos dejando ver aquella criatura rizada; el brillo de
una plomada hermética, un símbolo de fuerza y muerte. Me llevó hasta su cintura
y apretó fuerte entre mis piernas; en mi oído murmuró algo que era como un
cantar de gárgola, frío y cálido al mismo tiempo, algo dicho bajo la tensión;
sostenido en una ondulación de voz que tenía olor de tabaco suave y tragos
minerales. Clavaba sus uñas en mi cuello y gritaba; aquel grito era de temer.
Algunos
parroquianos del suburbio se asomaron a la ventana. Un policía de azul
impecable preguntó por esos gritos y esas extrañas posturas, pero luego se
alejó pensando que a lo mejor se metía en asuntos de gente de la literatura.
––Ya se sabe, la gente del medio mantiene unas relaciones turbulentas y
vulgares––.
Perdí el ritmo y la cámara negra se dobló como una gran caja de
embalaje y se hizo extensa por un tiempo…Se abría en peldaños y subía y subía.
Después….
Me encontraba cerca a un litoral…
Peinando
la cabellera de Violeta Parra. Ella, sentada frente a una gran ventana que daba
al mar mostraba orgullosa su cabellera de hilos negros, cabellos eléctricos,
como de una bestezuela extraña, sin ojos y sin boca; solo su espalada,
ligera arquitectura de hueso y música; omóplatos lluviosos como dos relámpagos
de piedra.
Ella
comenzaba a transformarse en un ave de acantilado, en una verja de manicomio,
en una ojiva de catedral abandonada para ser carcomida por un golpe de oxido,
una estampida de hollín e incienso, una carnada para los peces hambrientos…
Giré
como extraviado buscando nuevos puntos de referencia. A un costado de aquella
playa misteriosa, estaba, semienterrada, la fina nariz de Virginia Woolf. Yo
pasaba un dedo ligero y delgado de adicto a la nicotina sobre el dorso de su
bella y prolongada nariz; hermosa quilla inglesa sobre el mar y las olas de un
estuario efervescente. Ella murmuraba una palabra con aliento de piedras y de
algas; la dejaba caer sobre una huella de arena, una huella que se borraba
mientras crecía adentro un sol de atardecer. Luego hundía su afilada nariz
británica en un pequeño cráter y era mordida por cangrejos que
trataban inútilmente de roer aquella estructura alabastrina y prerrafaelita; pétrea y dulce
nariz de brillo blanco.
Aparecía
de repente, cerca a una roca negra que no estaba muy lejos de aquel paisaje
onírico, el cuello de Anna Ajmátova un cuello eslavo con pelusa de nutria y armiño,
un cuello de hermosa y exquisita ave del paraíso. Yo adosaba mi oreja sobre
aquella garganta que alguna vez había cantado y susurrado mientras caía la
nieve detrás de la ventana y escuchaba allí un llanto, un miedo que
se ahogaba. Entonces, miraba a sus hermosos ojos grises y enloquecía. Lloraba
por haber visto aquella mirada de jilguero, de ave en su jaula; esfinge de
nieve y esmeraldas.
Ella
besaba mi frente y yo muy triste, me alejaba por un camino hacia el litoral de
una jungla. Una abertura vegetal bajo un disco de plata y diamantes.
Y era
allí, en esa escena, donde cobraba protagonismo el sexo de Clarisse Lispector…era
un sexo africano y brasileño, judío y melancólico, era un sexo con olores fuertes
de bahía y ron de cañas dulces; sangre de peces volcánicos; un sexo en donde mi
lengua trepanaba la herida de una soledad antigua. Desde esa perspectiva del amante embriagado, veía su boca y sus ojos
entornados hacia el cielo; luego, su cintura convulsa y su aleteo de paloma
moribunda, sus dientes de perlas extraviadas y su fuego que quemaba y ardía
como un sol desplomado; mordedura de un gran planeta sobre la
tierra nevada que se abría y embestía contra la luna.
¿Por
qué pierdes el tiempo con esas nórdicas de acentos pesados? ––me
dijo––, esas amas de casa americanas ordinarias y de sexo teñido; esas
eslavas de ojos de hielo. Ven acá y sabrás lo que es la poesía, lo que es una orquídea de las selvas del sur, ven acá, súmate a este candomblé montuno, a este ritual de santería.
Y
entonces abrió sus labios negros y pude ver en su boca una palabra como un
manglar, una adormidera; bejuco de ayahuasca sumergido en la rivera de un estanque mordido por pirañas; y luego, cuando había dejado a un lado su
vestidito de secretaria, dejo ver, con cierto pudor, grabadas en sus brazos y
pezones, la heridas; las pequeñas heridas que brillaban como luciérnagas de una
noche profunda, un mar de cachaza dulce en su danza de tambores; un sueño de
islas que se hundían y crepitaban bajo el fuego; una casa nimbada en lenguas de
oro liquido que lamían su espalda y su cuello.
Abrazado
a su voz, desfallecía.
Una
voz que ya no se escuchaba, y luego nada…
Nada.
Nada. Nada.
O.G.R.
Del libro:
“CUENTOS CORTOS PARA CARAS LARGAS”