domingo, 20 de enero de 2019

El cambio climático acorrala al abominable hombre de las nieves




(DOSSIER ANIMALES Y SOCIEDAD HUMANA. 1)


El cambio climático acorrala al abominable hombre de las nieves
Pablo Francescutti / 
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El calentamiento global amenaza con privar al abominable hombre de las nieves de su vital elemento. No es la única especie hipotética que padece una situación más que crítica; una fauna misteriosa afronta un futuro incierto por culpa del imparable cambio climático y del deterioro galopante de sus hábitats. En todas las latitudes se multiplican las señales preocupantes: en los últimos años, los avistamientos del chupacabras, BigFoot, el monstruo de Loch Ness y el basilisco se han reducido dramáticamente. De no tomarse medidas urgentes, advierten los expertos, será el fin de los críptidos tal como se los conoce (o como se los desconoce).

Las víctimas actuales o potenciales del cambio climático no dejan de multiplicarse. Después de los osos polares y las morsas les ha llegado el turno a los esquivos animales que parecían a salvo de las ominosas amenazas que acechan a los demás habitantes de la biosfera. Lo advierte un exhaustivo informe del World Wise Funk (WWF) enfocado en el deterioro del hábitat de los últimos yetis del Tíbet, más conocidos como los abominables hombres de las nieves. Lo que está en juego no es baladí: nada menos que la supervivencia de un incierto número de críptidos, el orden zoológico que engloba a los seres que, de acuerdo con Wikipedia, han sido excluidos de las taxonomías oficiales.

En el caso del yeti, el peligro inminente lo plantea el acelerado derretimiento de los glaciares del Himalaya. “El invierno es ahora tan cálido como el verano: apenas tenemos hielo”, asegura el monje de un monasterio budista incrustado en la ladera occidental del Annapurna. De mantenerse el ritmo de deshielo, la hirsuta criatura muy pronto se quedará sin las nieves copiosas que constituyen su vital elemento, viéndose en la dura disyuntiva de cambiar de nombre o de residencia. Se prevé que hacia el año 2030 la temperatura media en esas moles que rozan el cielo subirá una media de 0,8 Cº. En tales condiciones parece altamente improbable que el legendario animal llamado “metoh-kangmi” (“hombre-oso de las nieves” en tibetano) pueda reproducirse, aunque los zoólogos confiesan que todavía ignoran cómo se reproduce.

El cambio climático es tan solo la última cuenta del rosario de calamidades que ha puesto contra las cuerdas a la hipotética población de yetis que nidifica en el Techo del Mundo. El primer mazazo se lo asestó la anexión del Tíbet a la República Popular China en 1951. Oficialmente, la China roja nunca reconoció la existencia de los huidizos animales: no tenían cabida en los designios de los comunistas, quienes los consideraban vestigios de las supersticiones a erradicar. Dai Bai, el filósofo taoísta represaliado en la Revolución Cultural, recuerda haber visto un ejemplar en el campo de concentración de Shiat-su. “El pobre se hallaba en un estado lamentable”, rememora el disidente exilado en su domicilio en San Diego (California). “Lo tenían encerrado en las barracas reservadas a la reeducación de animales proscritos, con el propósito de asimilarlo a los osos panda, una especie bien vista por Mao. El desgraciado bípedo murió de las palizas que le propinaron sus carceleros por negarse a andar a cuatro patas”.


  El sinfín de calamidades no terminó allí; después de las tropas chinas acudieron los alpinistas. La pasión mundial por las grandes cimas ha generado un incesante flujo de escaladores al Himalaya, cuyas cumbres se han tornado un auténtico parque de atracciones de riesgo. El bullicio de los campamentos, el ajetreo de las ascensiones y los alaridos de los despeñados perturban sin tregua los silenciosos parajes de la cordillera más alta del orbe. Las intromisiones no tardaron en pasar factura al delicado ecosistema: desde que sir Edmund Hillary coronó el Everest las apariciones del yeti se han vuelto más y más raras.

Parte de la responsabilidad en el ecocidio se achaca a ciertas prácticas ancestrales. “Quizás la más dañina sea la afición de los chamanes siberianos a echar pituitarias de yeti en sus brebajes afrodisíacos”, revela Bruno Macagni, el responsable en criptofauna de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES). La demanda de tales glándulas ha sobrepasado de lejos las posibilidades de una población en franco retroceso, dando pie a un intenso contrabando de falsificaciones: “El decomiso en la frontera kazajo-china de cargamentos de amígdalas disecadas de babuino de culo rojo y etiquetadas como pituitarias de yeti pone de manifiesto las dificultades de los traficantes para obtener el producto original”, informa el especialista.

El calentamiento global promete descerrajar el tiro de gracia a un animal que, al decir de sus defensores, ha sido estigmatizado injustamente. “El sambenito de ‘abominable’ es una expresión del discurso de odio irracional a seres que muy rara vez atacaron al hombre”, manifiesta Tzin Machin, portavoz de Mirka Sdehhs Association de Nepal. “Al contrario, como refiere el estudioso belga Georges Remi, el artista chino Chang Chong-Che salvó la vida después del accidente aéreo sufrido en esos parajes gracias a la ayuda prestada por un yeti”. Y añade: “lejos del engendro agresivo que pinta la rumorología, le sabemos tímido y asustadizo”. Para erradicar la leyenda negra creada por exploradores ávidos de truculencias, propone sustituirla por la de “simpático morador de la blancura”.

Durante años, esta ONG consagrada al cuidado de sherpas minusválidos se financió con la organización de excursiones para observadores de yetis. Los interesados abonaban generosas cantidades por la emoción de ver a los hombres de las nieves aparearse en su ámbito natural. Aunque rarísima vez satisfacían su curiosidad –se trata de un animal muy púdico–, la afición no dejaba de crecer; “pero desde que se corrió la voz de su desaparición, nadie se apunta”, se queja Machin en su oficina de Katmandú, rodeado de mandalas, esculturas de demonios y el único registro visual del yeti: la fotografía de una pálida silueta difuminada contra la deslumbrante blancura del manto níveo del Himalaya.

La campaña de salvamento del arisco ser montañés ha cobrado renovados bríos tras recibir la adhesión del Dalai Lama. En un llamamiento a la comunidad internacional, el sumo sacerdote subrayó desde su exilio en India que “los lamas siempre cuidaron de los metoh-kagmi, dejándoles agua y bayas en santuarios escondidos en las montañas”. El líder espiritual de los tibetanos responsabilizó de la dramática situación al empeño de los invasores por arrasar el acervo de su patria, del cual el yeti es, con el yak, uno de sus populares exponentes.

    
Como cabía esperar, sus palabras no han sentado nada bien en Pekín. “Una santa alianza eco-clerical se ha conjurado contra el progreso del Tíbet”, contraataca el mariscal Chu Lin, consejero del Ministerio de Desarrollo, Medio Ambiente y Obras Públicas. “No nos sorprende en lo más mínimo la reaccionaria postura del representante de la teocracia que mantuvo a su país sumido en un atraso milenario, pero lo inaudito es la hipocresía de los occidentales”, se escandaliza el alto cargo. “¿Acaso no exterminaron ellos a los licántropos que asolaban sus campos? ¿Por qué no se apiadaron de sus vampiros, a los que aniquilaron con estacas y balas de plata? ¿Por qué no nos dejan crecer?”.

Un observador imparcial podría preguntarse si realmente el asunto justifica tanto nerviosismo. Sí, ¿qué repercusiones exactas tendría la falta de un animal del cual ni siquiera se sabe si existe? Al reparo de los ambientalistas aporta un argumento contundente: “Estamos ante la especie emblemática de un ecosistema amenazado”, replica Mike O’Bannon, coordinador de la campaña de Greencheese Give the Yeti a Chance. “Su supervivencia está indisolublemente ligada al bienestar de su entorno. Un Himalaya sin el simpático morador de la blancura sería un Himalaya sin glaciares”. Y contra las dudas planteadas acerca del misterio que vino del frío esgrime el concepto de “erosión cultural” acuñado para dar cuenta del deterioro del patrimonio etnográfico de una región: “El yeti pertenece al folklore de un ecosistema montañoso, y su desaparición entrañaría un empobrecimiento sin paliativos”, puntualiza. “La opinión pública internacional no entendería que se gasten millonadas en proteger a depredadores como lobos, tiburones o leones, y se abandone a su suerte a esta inofensiva criatura”.

             
La deforestación acorrala a Big Foot

La situación no se presenta más tranquilizadora al otro extremo del planeta. En los imponentes bosques de coníferas de la costa del Pacífico noroccidental han saltado las alarmas por causa de Big Foot. En la última década, los hallazgos de las pisadas de 45 centímetros de largo que le ganaron su apodo al monstruo de Sasquatch se han vuelto infrecuentes, al punto de temerse que sus poblaciones hayan caído por debajo del umbral biológico mínimo de viabilidad.


       
A BigFoot, descrito como un gran bípedo de dos metros de altura, cabeza pequeña y puntiaguda coronada a veces con una cresta (un rasgo atribuido al dimorfismo sexual), y cubierto por una espesa capa de pelambre rojiza, algunos estudiosos lo emparentan con el yeti. Figura prominente en la mitología indígena, habría coexistido durante milenios en completa armonía con las tribus vernáculas. “Su mala fama de secuestrador de personas se ha demostrado totalmente infundada”, asegura Georgina Du Foi, del Sierra Club de Nebraska (Estados Unidos), que añade: “Tampoco hay evidencias de que alguna vez se pusiera hecho una fiera”. Pero la coexistencia pacífica saltó hecha trizas en la última década tras el desembarco de los aserraderos japoneses hambrientos de maderas finas. Su frenética actividad disparó la tasa de deforestación al 19 por ciento anual: de continuar ese ritmo insostenible las tupidas forestas septentrionales que, se conjetura, acogen al críptido y su progenie, tendrían los días contados.

La tala masiva y su impacto en la criptofauna han puesto a la vecindad en estado de movilización. No faltan motivos de preocupación: la especie arbórea constituye uno de los principales reclamos turísticos del suroeste canadiense; de hecho, cada año la Columbia Británica celebra en su honor la festividad del Sasquatch Daze, que ahora corre el riesgo de irse al garete. Tal es la importancia que otorgan en la región a su bestia autóctona que el 18 de mayo del año pasado escolares y miembros de los Clubes de Leones se encadenaron a los abedules cerrando el paso a los bulldozers de las multinacionales niponas portando carteles que decían: “No Saws, Yes BigFoot”. La protesta gana vigor por momentos, aunque se sospecha que el deterioro ambiental ha alcanzado el punto de no retorno. “La ausencia de pisadas hace temer lo peor”, diagnostica Du Foi, “posiblemente, las últimas colonias, asustadas por el fragor de las motosierras, se dispersaron a las heladas tundras del norte, en donde difícilmente sobrevivirán”.

Miles de kilómetros al sur, la causa del sobresalto es la disminución aterradora del número de chupacabras. La especie originaria de Centroamérica, de un metro de altura, piel verdosa y escamosa, ojos grandes y saltones y cabeza ovalada, dio mucho que hablar a la prensa en el pasado; pero en los últimos años sus apariciones han cesado por ensalmo, como quien dice. “Como tragados por la mera tierra”, se asombra Juan Matus, dirigente de la asociación telúrica Ixtlán. Su desaparición se imputa a diversas causas: los rayos ultravioletas intensificados por el agujero de ozono; un moho asesino; la soja transgénica que los chupacabras habrían comido ignorando su toxicidad; la escasez de carroñas de las que se nutrían debido al abandono de la ganadería; y las hordas de documentalistas y recopiladores de leyendas urbanas que invaden su territorio y perturban sus hábitos de cría. “Para mitigar su penuria de alimentos, depositamos cabras y borregos muertos en los cruces de caminos”, explica Matus, “pero no hay fuerza humana capaz de parar a los cineastas”.


            
Luz roja para Nessie

La inquietud cunde igualmente en la vieja Europa. En Escocia, el grito de alarma no lo han proferido los ecologistas ni los militantes de la antiglobalización sino la conservadora industria hotelera. ¿Razones? La ausencia de novedades acerca de Nessie, el supuesto plesiosaurio del lago Ness. Se especula que la reliquia prehistórica, capaz de superar los dramáticos cambios ambientales habidos en los últimos cien millones de años, no ha podido sin embargo capear las brutales alteraciones de su ecosistema inducidas por el hombre en tan solo medio siglo. “El ascenso de la temperatura lacustre, la contaminación de los afluentes y la eutrofización de las aguas provocada por las toneladas de cacahuetes arrojados por turistas desaprensivos se han conjurado para arrinconar a nuestro icono nacional”, enumera Gregor McDuncan, del Lake Monster Research Center. Todo esto ha puesto a Nessie frente a un cuello de botellagenético, que puede deparar que en muy poco tiempo la especie se encuentre extinta funcionalmente.

Las sondas, boyas inteligentes y sonares colocados en años anteriores para detectar al ser que lleva por nombre científico Nessiteras rhombopteryx (“monstruo de Ness con aletas en forma de diamante”) han sido readaptados a un nuevo e inesperado cometido: acreditar su desaparición. De confirmarse lo peor, sería una pésima noticia para el medio ambiente, advierte McDuncan: “Realidad o fantasía, Nessie cumplía una crucial contribución al equilibrio ecológico. Su fama mundial atraía a gran número de senderistas, alejándolos del páramo de Moor y de ese modo aliviando la presión humana ejercida sobre su diezmada colonia de urogallos pintos. Hemos notado que la curva ascendente del número de visitas al parque temático “Nessie” coincide con la recuperación del ave galliforme. Nos preocupa que ahora los curiosos retornen a Moor y desbaraten el esfuerzo conservacionista llevado a cabo”.                                                                       

En la cuenca del Mediterráneo negros nubarrones se ciernen sobre el mítico basilisco. La declaración de espacio protegido de su hábitat, el Cabo de Gata (España), no ha sido suficiente para detener la fulminante expansión de las urbanizaciones, que literalmente se comen el desierto almeriense con la complicidad de las administraciones municipales y autonómicas. Providencialmente, la crisis del ladrillo acudió en auxilio del curioso híbrido de gallo y serpiente, cuya descripción exacta siempre ha sido problemática para los zoólogos toda vez que, como es archisabido, el engendro mata con la mirada. “El pinchazo de la burbuja inmobiliaria ha paralizado la construcción de Samarkanda III, un complejo de 27.000 chalés adosados que iban a construirse en los degradados arenales donde el runrún dice que desova el basilisco”, se felicita Nacho Berroqués, de la asociación Gata Irredento.

En ese clima enrarecido tuvo lugar el extraño deceso de Rafael Miguélez, apodado El Tigre de la Malasia. El eterno concejal de Urbanismo de Almería, promotor inmobiliario y principal accionista de Samarkanda III, fue encontrado exánime asida al volante de su Mercedes todoterreno y con la puerta abierta, en la cuneta de la carretera A-92, en las cercanías de las dunas de Tabernas. La autopsia atribuyó a una parada cardíaca la muerte que insistentes versiones imputan a un fatal tropiezo con un basilisco acorralado. Rumores al margen, los científicos quieren aprovechar el parón de las obras y, en el marco de un proyecto con fondos europeos, sembrar el desierto de cámaras de vigilancia que les permitan observar a la letal criatura sin arriesgar la vida.


  
Del no ser a la extinción

El pronóstico es unánime: de no haber una acción global urgente, el yeti, BigFoot, el chupacabras, Nessie y el basilisco serán inexorablemente borrados de la faz de la tierra. “Es paradójico: no habíamos probado su existencia y desgraciadamente nos vemos abocados a levantar acta de su extinción”, se duele Richard Freeman, asesor del European Council for Nature Research. “El desarrollismo desbocado está privando sistemáticamente a la ciencia de una oportunidad única, pues muchas de esas especies podrían ser fósiles vivientes de insospechado valor científico, como el yeti, que para unos naturalistas sería un oso polar del Pleistoceno, o BigFoot, al que la reputada Jane Goodall considera un primate desconocido”, agrega este investigador que a sus credenciales de criptozoólogo suma las de exobiólogo, pues invierte en la búsqueda de inteligencias extraterrestres la misma energía que en la localización del hombre de las nieves.

Recuerda Freeman que las vicisitudes de los enigmáticos animales no tienen nada de novedoso, pues su arrinconamiento es un fenómeno de larga data, aunque ciertamente se ha acelerado de manera escalofriante al ritmo de la globalización. “Pero no echemos toda la culpa al cambio climático, pues el hombre tiene una responsabilidad directa”, y poniendo los puntos sobre las íes, dice: “La franca regresión de los críptidos a lo largo y ancho del planeta obedece en parte a la descomunal contaminación acústica causada por excursionistas, senderistas, navegantes, buceadores, observadores de pájaros y fotógrafos de naturaleza que desaprensivamente profanan los vericuetos más recónditos de la biosfera con su cháchara, sus motores, sus teléfonos y sus iPods”.

En esta crónica de una extinción anunciada hay demasiadas causas en liza, demasiados agentes responsables; la crisis de los críptidos es un enigma encerrado dentro de un misterio. Así las cosas, parece harto probable que unos entes verdaderamente únicos de los que ni siquiera estaba probado que existiesen pasen a engrosar el catálogo de las especies desaparecidas. Por lo pronto, en el próximo cónclave de la Unión Internacional de Conservación de la Naturaleza (UICN), a celebrarse en Kuala Lumpur, el tiburón blanco gigante, el kraken y el hombre polilla serán declarados extintos, mientras el yeti, la medusa gigante y BigFoot pasarán a formar parte de la lista roja de especies amenazadas.

Como no hay mal que por bien no venga, de aprobarse la iniciativa se dispondrá de un paraguas legal bajo el cual se acogería un amplio abanico de medidas de protección y concienciación social. Entre ellas destacan la certificación “BigFoot Safe” para la madera recogida de manera sustentable en las forestas norteamericanas, y la comercialización de bayas del Goyi con la denominación “Yeti”, cuyos beneficios se destinarán a un centro de interpretación en el Himalaya. En sintonía con los vientos que soplan, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), duramente criticado en el pasado por fomentar la agricultura insostenible, ha abierto una línea de créditos blandos para los campesinos que adopten técnicas de labranza compatibles con la subsistencia de los chupacabras. Se ha descartado la reproducción en cautiverio, pues hasta el momento nadie ha atrapado un yeti o un basilisco vivo (ni tampoco muerto).

Para Tiziana Tuttolomondo, catedrática de Zoosemiótica de la Università di Catanzaro (Italia), la intensidad del debate rinde testimonio “del advenimiento de una era inédita del conservacionismo marcada por la drástica redefinición del concepto de biodiversidad, que trasciende sus estrechas demarcaciones biológicas para incluir las percepciones que tiene la humanidad de los diversos seres de la biosfera, incluidos los imaginarios”. Y termina formulando un teorema que le calza como un guante a la situación: “Si las personas definen a ciertos animales como reales, estos acabarán teniendo consecuencias reales”.

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 De aquellos polvos, estos lodos

Desde el fin de los dinosaurios no se había visto nada igual; el acelerado declive de los críptidos carece de precedentes en la historia del planeta. Las extinciones no son desde luego ninguna novedad en el registro paleológico, pero siempre se originaron en procesos naturales; la que acontece ante nuestra vista tiene en cambio un único responsable: un depredador llamado homo sapiens.

La convivencia entre la otrora abundante fauna críptida y los humanos comenzó a alterarse a inicios del Neolítico, explica el criptozoólogo Doug MacTab. ¿La causa? “El estrés ambiental ocasionado por las grandes civilizaciones y su imparable ocupación de territorios”. El primer episodio documentado tuvo por víctima al ave fénix. De la envergadura de un águila y plumaje rojo, anaranjado y amarillo incandescente, este pájaro de pico y garras fuertes se extendía de la India a Egipto. Su extremada longevidad tenía una contrapartida: ponía un solo huevo en su vida, hábito que le puso a merced de las zarigüeyas introducidas por las invasiones bárbaras, y hacia el siglo IV después de Cristo el fénix entró en la leyenda. Casi al mismo tiempo, una encefalopatía diseminada por los caballos de los hunos acabó con las hidras de las ciénagas. Las criaturas policéfalas desarrollaron síntomas similares a los causados por el mal de las “vacas locas”, que desembocaron en mortíferas reyertas entre las cabezas sanas y las trastornadas.

No corrió mejor suerte el dragón, un reptil con “cabeza de caballo, cola de serpiente, grandes alas laterales y cuatro garras cada una provista de cuatro uñas”, detalla el taxonomista argentino J. L. Borges. Su ferocidad e impresionante porte le convirtieron en una presa codiciada por los buscadores de trofeos de toda Eurasia. La proliferación de héroes acaecida en las postrimerías de la Edad Antigua, alentada por el irresponsable ejemplo de San Jorge, desencadenó una cacería incontrolada, y en el siglo VII de nuestra era sus guaridas volcánicas quedaron abandonadas a los ermitaños.

El retroceso tuvo una pausa tras la caída de Roma, pero a finales de la Edad Media el avance de la frontera agrícola acorraló a las especies que ocupaban las densas forestas de la Europa feudal. Así le ocurrió a los unicornios, équidos con barba de chivo, patas de antílope y un cuerno en la frente, cuya mansedumbre les hacía muy vulnerables a los cazadores furtivos que, atraídos por sus astas, supuestamente investidas de poderes mágicos, los exterminaron.

La cosa fue a peor a lo largo de los siglos XV y XVI. La persecución de las brujas desatada en Europa Occidental tuvo nefastas consecuencias para los gnomos, que mantenían con las hechiceras relaciones simbióticas. Los primatólogos sospechan que los homúnculos eran simios diminutos que vivían bajo tierra. Al desaparecer sus protectoras se desbarató un delicado equilibrio ecológico y los gnomos desaparecieron de su medio natural, aunque en foros de internet se rumorea que los criaderos experimentales de Disneylandia conservan unos especímenes al servicio de un programa clasificado de la CIA.

No salieron mejor libradas las legendarias serpientes marinas. Lejos de representar un peligro para la navegación, las mansas criaturas se contentaban con los desperdicios que las tripulaciones arrojaban por la borda, exponiéndose a ser cogidas con facilidad. Puede afirmarse que la Era de los Descubrimientos se sostuvo gracias a las proteínas suministradas a los marineros por esos reptiles acuáticos, cuyo último espécimen fue capturado por el capitán Cook en 1770.

Las especies de críptidos exterminadas en los últimos cinco siglos suman 523, de acuerdo con los inventarios más fiables, una cantidad que supone apenas una ínfima fracción de las que hoy se asoman al abismo. “Asistimos a su tercera extinción”, enfatiza Chris Van de Berk, del Center for Biological Diversity de La Haya. “La ventana de oportunidad se está cerrando”, advierte el ecólogo conjurado en atajar la catástrofe, que sin embargo no desfallece: “Ojalá llegue el día en que podamos decir que, cuando la humanidad despertó, el yeti seguía allí”.


Pablo Francescutti (Rosario, Argentina, 1961) es periodista y profesor universitario en Madrid. Ha colaborado con los diarios El Sol, Diario 16, El País, La Razón, Soitu y El Mundo, además de publicar libros de sociología del cinefuturismoliteratura, y pequeños ensayos sobre FrankensteinHitchcocklos zombies o el secreto. En FronteraD ha publicado La Academia. Nazis en Madrid y La aventura anticolonial: Corto Maltés cumple cincuenta años.

Tomado de Fronterad. 
http://www.fronterad.com/

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