Por Omar García Ramírez
Su cuerpo arqueado en gris y negro, un buitre surrealista o un pájaro dadá con las alas extendidas en un
esfuerzo de gimnasia oriental. La cara al cielo gris plomizo; la calle al fondo
(un hombre que circula sobre una bicicleta), un hombrecito ajeno al vuelo de
este ejecutivo artista que se lanza desde el borde de una casa en Calle Gentil-Bernard,
Fontenay-aux-Roses de los suburbios parisinos. El hombre que se aleja
pegado a la tierra, rueda en equilibrio; el otro, el que vuela, parece levantarse hacia una metáfora, una imagen potente que quedará más allá de su
muerte.
Una vieja revista de L´oeil.
(La había encontrado en un mercadillo de segunda). El texto mínimo; Le saut dans le vide. Fotografía en
blanco y negro magnífica. Entonces, de alguna manera, supe que el arte también
había tenido instantes para una poesía secreta. A pesar de que muchas veces en
la deriva de sus búsquedas, había terminado aislado en una vitrina de cristal
––calavera con diamantes y ribetes de oro––; otras veces, había ejecutado casi desnudo uno de sus gestos más
auténticos.
Se avecina un golpe al parecer; Pero es solo una amenaza suspendida. El
golpe nunca existirá ya que ese vuelo sería pura contención, dinámica sostenida
sobre un gesto poético, instante de un ascenso, ruptura con la gravedad
pedestre; una estampa de aire sostenido antes de la caída. No es Icarus cercano
al sol y quemándose. No se ven alas adosadas a su espalda; no hay un arnés; no
se ve una cuerda de funámbulo. Solo el gris en perspectiva, pero aun así el
gesto es limpio y verdadero; ideograma trazado por el pincel corporal del
artista buscando el instante de una inmortalidad que perece en el vacío, se
contorsiona y muere en el mar plomizo del cielo; tiene como dura frontera el
suelo del pavimento. El albatros sabe que en su estomago quema un sol denso y
debe alimentar su espíritu de algo que le lleve hasta su próxima estación.
El marco referencial y periodístico reitera:
el 27 de noviembre de 1960: Yves Klein,
El pintor del espacio se lanza en el vacío. La imagen es mundialmente
conocida: un icono artístico del siglo veinte. El autor de la célebre
exposición “Vacío”, en Paris un año antes, se encuentra en su elemento.
Yves Klein (Niza, 1928; París, 1962), autor de las grandes telas monócromas azules
(sedimentos texturados de un pigmento que él había bautizado como International Klein Blue (IKB), así
como de las “Antropometrías”, telas resultantes de la utilización por el
artista, de modelos desnudas bañadas en pinturas, ––epidermis humectadas, pinceles vivientes––, huellas dinámicas del
cuerpo femenino en contacto con las telas.
El artista judoka, pintor de medios extremos
como el fuego (lanzallamas), y otros experimentos de autopromoción que lo
emparentaron desde muy joven con las corrientes vanguardistas europeas.
Necesitó solo ocho años para hacer toda su obra y morir muy joven a los 34.
Pero es ese único y definitivo performance
el que nos interesa, el que mantiene hasta nuestros días su aura poética. Aquel
foto-montaje (ya se sabe; se trata de una fotografía retocada, elaborada en lo
técnico por Harry Shunk y Janos Kender) que
aparece en la portada de Dimanche, Journal d’un seul jour, una
publicación efímera donde el artista es el único redactor. Un diario, Dimanche.
Una foto en su portada. Un título en letras grandes; cuando se distribuyó por
las calles parisinas creo el efecto de lo sensacional.
Antes de este salto famoso, parece que hubo otro no muy conocido y
destinado a perecer o a sobrevivir entre la anécdota y la leyenda urbana. El
vuelo de Klein fue concebido en casa de una amiga ––dicen por ahí––, tal vez
una pequeña galería de arte. Leí después sobre anécdotas mezcladas con la
leyenda: rostros sangrantes, tobillos desencajados. (Al parecer un acto limpio
y perfecto no se elabora de la noche a la mañana sin algunas contusiones de
práctica y ensayo).
Mucho tiempo después, se conocieron los aspectos secretos del salto: un
grupo de amigos de un club de judo lo esperaban a la caída con una manta
tensada, y otros más pintorescos que rodearon esta acción. A pesar del
revelamiento, esta no perdió fuerza y al contrario se elevó dentro del espacio
imaginario de las prácticas del arte contemporáneo. Algo que movió por un
instante las fronteras del gesto y el performance. La forma en que el hombre
corriente podría llegar a levantar el vuelo liberándose de unas cadenas
imaginarias.
Aquí abajo, partículas de polvo pegado a los zapatos, allí arriba era
solo el aire y la vida suspendida de un soplo. Se sabe, que había entrenado con
artistas marciales japoneses y que supo ocultar los rudimentos técnicos de
aquel evento. Muchos artistas después intentaron emularlo, no conocían la
historia completa y se dieron de narices en el suelo, se golpearon y
destrozaron la cara y las costillas.* Creían que el salto era real, no
comprendieron que el salto era un símbolo en una época en donde el hombre se
decía estaba próximo a llegar a la luna. En una época en donde la guerra fría
se diseñaba en los laboratorios de tecnología militar, en los hangares de la
carreara espacial, en los estudios de propaganda cinematográfica (en donde
posiblemente se recrearon algunos viajes a la luna) y en los campos de batallas
del sudeste asiático.
Ese era el vuelo, un frame de
una película eterna, el loop de una
cinta que nunca terminaba, el plano general de un artista conquistándose así
mismo en medio de un vendaval. Una tormenta de silencio, bajo una luz gris y
plomiza; monotonía de una calle que no llevaba a ninguna parte. Y al final un
interrogante que podía terminar en sangre. Luego, Ives Klein, buscaría como
alquimista, otros elementos, las tierras del nigredo, el fuego, el agua, el
vacío, pero solo esa pintura aérea esa boddy-airpainting-performance;
esa declaración de vuelo lo haría inmortal.
Creo que fue a los 18 años que contemplé por
vez primera aquella revista de arte en donde se rendía homenaje a Ives Klein y
me dí cuenta que algo cercano a la epifanía había iluminado mi cerebro, tal vez
por la cercanía de esa fotografía con la muerte. La caída. No una chute como la de Camus; Era una caída
para la búsqueda de una redención poética, era la caída del artista buscando su
propia muerte inmortalizada de un gesto. Seppuko ritual de un cuerpo en gris. Si
el salto hubiese sido desnudo le habría dotado de otra connotaciones: míticas, heroicas, antropológicas, cercanas a
la leyenda y a la saga; pero al hacerlo vestido con el traje de la época, llevó
esa poética al hombre de la calle, al espíritu que sucumbía a esa nueva era
exacerbada de tecnología y progreso despiadado. Después de los bárbaros
vendrían los sueños de un mundo feliz. El hombre siempre habría querido
lanzarse y flotar confortablemente sobre una nube, o caer al vacío sin remisión; más
tarde, el mismo arte que alguna vez admiré, parecía caer el al vacío de una
nada segura, una confortable estancia de una feria de arte en donde todo era
ruido silencioso de los cajeros electrónicos, economía, bolsa de valores y
especulación de grandes apostadores.
Ives Klein a su muerte joven,
había dejado su estela, no su escuela. El aspiraba a eso, a dejar una
huella aérea que se confundiera con su azul de tierra; su azul de Klein
poderosamente matérico en la pintura, y meteórico en su vuelo hacia la
inmortalidad. Esa pintura hecha de acumulación de polvo industrial, de oxido de
cobalto aplicado por capas sobre soportes de madera o de lienzo.
El orinal de Marcel Duchamp, en la primera mitad del pasado siglo, fue
una bofetada al arte burgués de la academia. El salto al vacío se configuró de
otra manera, en canónica fotografía de ruptura del arte de los sesenta cuando
muchas corrientes de avant garde
estaban exhaustas. Era también un grito como el de Munch al borde del
precipicio de la guerra fría. Iconos que irrumpirían con fuerza en el santoral
de las artes modernas. Al ser una imagen intervenida en la era anterior al
Pothosohp en donde cualquier cosa se puede hacer con unos cuantos clic (collage de fabricación en masa para la
estética del espectáculo); Ese gesto de aires marciales y bluff surrealista, de cierta manera,
resume lo peligroso del arte y de la vida. En este caso, el vuelo es algo
imposible, la conquista del espacio es una quimera que de alguna manera busca y
se encuentra con la soledad, la eternidad y el vacío.
El que salta al vacío sabe que su gesto, que su obra, perecerá. Una galería negra sacudida por una tormenta eléctrica que luego
dejará los pasillos a oscuras. Que a lo mejor su destinatario será el olvido y
la nada. También, de cierta manera, sin ese gesto, sin esa obra, sin ese salto,
la vida, el asombro de la vida, no sería refrendado por el espíritu. Y entonces, la muerte sería más triste y mísera. Sin ese gesto de ave que se interna en la
luz para desaparecer como un grito sobre las murallas de un acantilado rocoso.
* Algunos
historiadores de arte asocian el suicidio de Rudolf
Schwarzkogler con el salto de Klein, pues considera que el traumático
accionista vienés se lanzó por la ventana de su apartamento en un segundo piso
“para llevar hasta una absoluta literalidad la metáfora de Yves Klein”. Según
esta creencia, Rudolf aspiraba a fulminar el simulacro con el impacto de su
cuerpo incrustándose en el pavimento.
En 1985, la artista cubana Ana Mendieta protagonizaría
una escena similar en Nueva York, sin que la historia lograra verificar si todo
fue una cuestión de inmolación performática o crimen premeditado.
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