domingo, 31 de mayo de 2009
ARTE Y CRIMEN / Luis Brito García
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Proclamó Honorato de Balzac que en el comienzo de toda gran fortuna hay un crimen. También en el inicio de toda estética. Pillos y camorristas han sido los sujetos por excelencia de las artes. Mientras más prójimos despachaban Sansón o Aquiles, más bonitos quedaban en las estatuas. Las mitologías son un prontuario de todos los delitos que se podían cometer con las armas de la Edad de Bronce. No hablo de los Libros Sagrados, porque superan el promedio de hecho punible por página. La única manera de que los asesinos no traten al arte como un delito es elevar el delito a la categoría de arte.
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Mientras mayor el genocidio, más conmovedor el arte que lo celebra. En materia de crimen, cantidad es calidad. Mediante el derroche proclama el rufián que no le ha costado trabajo lo que dilapida. Las pirámides, la Muralla China, son exposiciones perpetuas de trabajo robado. El Coliseo, fosa común donde millares de infelices se degollaban para regocijo de millones de parásitos. La argamasa de las grandes arquitecturas es la sangre de quienes las erigieron. Para recordarlo se hacían con tanta frecuencia en ellas sacrificios humanos. Concluido el Taj Mahal, al arquitecto le arrancaron los ojos para que no pudiera crear obra equiparable. Quizá fue piadoso, teniendo en cuenta las muertes que hubiera costado la réplica. Más de cinco millones de indígenas perecieron en los socavones del Potosí para costear el esplendor de Europa. Ni siquiera la utilidad dispensa de la hecatombe. El Canal de Suez es sepultura de centenares de miles de siervos; el de Panamá, de millones de peones y coolíes. Los grandes museos son exhibiciones de botines pillados a otras culturas.
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Pedo filosofante, alcahueta de mandriles, llamó Aldous Huxley a la Razón. Si cupiera duda del carácter racional de la estética, bastaría contemplar su adulatoria adhesión al poder instituido. Petroglifos y pinturas rupestres representan humanidades anónimas. El asesinato en masa y el retrato de su autor son inventados al mismo tiempo, y el tamaño de ambos es por lo regular equivalente. Prueba de ello, la glorificación del forajido como conquistador en La Araucana, la eufemización del pirata como pícaro en La isla del Tesoro y como bufón en Peter Pan. En tiempos de las bárbaras naciones acostumbraba el pillo echarse todo el botín encima, por si tenía que salir corriendo. De allí la sobrecarga decorativa de las indumentarias de linajes y noblezas. La quincalla de los trajes de las oligarquías apenas claudicó ante la detestable sobriedad a mediados del siglo XIX, cuando ante el pillaje generalizado resultó prudente esconder los activos en el Banco, de donde no tardaban en desaparecer en manos del más peligroso rufián conocido, el banquero.
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Postuló Proudhon que la propiedad es el robo. Toda irresistible ascensión económica es sospechosa. Ni el dinero ni el pus aparecen solos: ambos brotan de la infección. Por tanto, el pandillero pasa a ser el héroe de una sociedad de salteadores. Las supuestas hazañas de Jesse James, Billy The Kid, Doc Holiday, Billy Wild Hickock y Pat Garret son celebradas por la misma prensa que exalta el saqueo de la mitad del territorio mexicano, la invasión de Cuba, la anexión de Puerto Rico y las Filipinas y la ocupación de Panamá y Colombia. Scott Fitzgerald sublima en El Gran Gatsby la tragedia del gangster que después de extorsionar el dinero a los infelices es interrumpido por un balazo mientras trata de usarlo para comprar status. Este sueño literario se hace realidad con la consagración del glamour Kennedy, cuando el pistolerismo asalta públicamente la Casa Blanca y la ocupa hasta que los certeros balazos de uno o más colegas imponen el orden del disimulo. El viejo Joe Kennedy, padrino de la pandilla, fue un notorio gángster enriquecido por el contrabando de licor, honorable industria cuyos réditos libres de impuestos lavó en la segunda industria menos honorable del mundo, el negociado cinematográfico, e invirtió en la compra de un cargo de embajador en Inglaterra, desde donde promover con mayor libertad su ideología fascista y la carrera política de su hijo John.
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La campaña electoral de John Kennedy es motorizada por el Rat Pack: Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr. y Jerry Lewis, combo de protegidos de Las Vegas (la Disneylandia del Mafioso) que coronan el golpe de reducir una contienda electoral a la ideología del night club. Ya en el poder, Jack rompe récord de pandillerismo a gran escala intentando asaltar Cuba con un gang de mercenarios y rufianes a sueldo. Derrotados éstos, bajo la pedagogía casinera de Las Vegas se juega a una sola carta la aniquilación de la humanidad en la llamada Crisis de los Cohetes. Derrotado también en ella, como legado imperecedero al país que lo toleró le deja la guerra de Vietnam, en la cual no sale derrotado él sino Estados Unidos. Esta historia de amor y dolor queda previsiblemente interrumpida cuando un certero balazo acaba con el protagonista y otro más certero todavía disparado por el mafioso Jack Ruby sella los labios del testigo clave: drama representativo de un país donde los pandilleros ponen y quitan presidentes y estilos estéticos.
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Pues así como David Rockefeller destruyó un mural de Diego Rivera por su exceso de ideología y promovió el expresionismo abstracto por su falta de ella, los más notorios malhechores de Estados Unidos elevan el Las Vegas Look a razón de Estado. Así como el cowboy de utilería Reagan negocia drogas para atacar Irán y Nicaragua, Clinton convierte la Casa Blanca en gimnasio del sexual harassment y Bush padre e hijo en guarida de banqueros salteadores de países. Ni el amor ni la delincuencia pueden ocultarse. Así como el enamorado clama por comunicar su dicha, perece el amigo de lo ajeno por restregarle a todos en la cara su botín. El Estilo Casino, el deslumbramiento por los Cadillacs negros, las lentejuelas, la mostacilla, los anuncios luminosos, el cromo, el desayuno y las rubias platinadas enviadas a la habitación, los casinos manejados como Bolsas de Valores y las Bolsas de Valores manejadas como garitos, los centros comerciales, los gobiernos comerciales, el sicariato chic, el falso mármol, los falsos positivos, ciudades con más casinos que universidades, donde cada centímetro de las calles y de las pantallas de televisión están interferidas por publicidad, gobiernos convertidos en garitos y garitos elevados a gobierno son el mostrador evidente de la dictadura del crimen organizado. A diferencia del arte legítimo, el arte narco no atrae la atención por sí mismo, sino interfiriendo con la percepción de otra cosa agradable. La legitimación de capitales es paralela con la legitimación estética en su empecinamiento por ocultar la procedencia de los signos que exhibe. Es esto lo que debe destruir una Revolución y un Arte Revolucionario. Contra estética del Poder, el poder de la Estética.
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