martes, 26 de agosto de 2008
CRÓNICA DE UNA GLORIA ANUNCIADA (Un poeta cubano en Medellín)
Manuel García Verdecia
Lorca quiso ir a Santiago, yo a Medellín. Tanto me habían hablado del afiebrado encuentro de poema y abrazos, de palabras y regocijo, que me roía la espinosa ansia. Trabajé años con callado denuedo y, cuando logré un cuaderno que creí decoroso, con absoluta alevosía lo lancé a la diana de mi sola oportunidad. Y lo conseguí.
Medellín anda por los cielos. Allí todo transcurre en alturas, como si le acariciaras el vientre a Dios. Cuando llegas al aeropuerto de Río Negro, en medio del más despampanante verdor (¡yo que creía a mi isla tan verde!), comienzas un inacabable descenso de vértigo, que los heroicos jóvenes aprovechan para amansarlo en patinetas. Circundados de paños de flores (a unas amarillas las llaman “ojos de poeta”, escuchen) y musculosos árboles, con eventuales tramos de deslaves, que hablan de la reiterada presencia de la lluvia y del obstinado duelo del Espíritu de la Montaña por recobrar sus predios, serpea el grafito de la carretera. De momento se abre, como el cáliz de una pantagruélica flor, la ciudad, que saca su nariz aún a 1 500 metros por encima del mar. Es un ánfora entre cerros, roja en contraste con el espeso esmeralda de la vegetación, rojez de tanto ladrillo que escala hormigueante por cada ladera.
El centro de la ciudad, donde se alza el Hotel Nutibara, cuartel general de los poetas, es gris pétreo, en una solidez solo mecida por el numeroso tráfago de sus habitantes. Sin embargo, esa pesantez se aligera y torna graciosa por las insólitas criaturas que reciben en la Plaza Botero. Enormes, desbordadas criaturas que ha forjado el artista para enamorar a su pueblo. Un temblor de iniciado me sacude, nunca había visto de cerca sus obras. Ahora no solo camino entre ellas, sumando su admiración mi compatriota Alex Feites, sino que las olfateo, las palpo, casi las saboreo. La gente parece saber su significación pues las figuras nunca están solas. Las parejas se acurrucan al lado de ellas, llevan a sus críos allí, se sacan fotos, con una emoción devota. Frente a la Plaza está el Museo de Antioquia. Este guarda para gozo público la colección regalada por el artista, tanto de sus propias obras como de otras, agasajo de artistas amigos. Ente piezas de Rauschemberg, Matta y otros expresionistas americanos abre su obscena boca roja un pájaro de Lam, para nuestro regocijo. Me percato de que para entender a Botero hay que venir a este país de libidinoso verdor, titánicas montañas, hembras de ojos brujos y frutos despampanantes. Es como si la mayor fertilidad de la tierra rompiera por este punto del orbe. Ese candor gozoso, esa opulencia dadivosa, ese risueño desborde, no pueden surgir sino de una vitalidad y una simpatía bebidas en el pecho materno.
La poesía no solo palpita en la convocatoria que nos reúne en esta torre de Babel ansiosa por hablarle a Dios. Se agita en el aire, la turbación, el magnetismo que anima la ciudad. Está en la amorosa comunión de sus gentes, atentas y sonrientes que nos reciben y hacen sentir “amañados”. Está igual en las cosas que hacen y en los sitios que levantan. Nos encanta el Parque de los Deseos, en cuya inclinada planicie los concurrentes se echan para procurar algún deseo de las estrellas que caen en la honda noche. También se percibe en la gracia de la Guía Turística que explica todo puntualmente como si nos acariciara y nos descubre el misterio de los pies descalzos, la cifra de músculos que logran el beso o la electricidad que ocultan los limones. A esto último, el dream team de reidores que formamos Chiqui Vicioso, dominicana, José Zuleta, colombiano, Benjamín Chávez, boliviano, Alex y el que ahora recuerda, armamos un fabuloso árbol de navidad con el limonero de la madre de Chiqui y nos burlamos del desafuero del costarricense que aún pretende sacarles limonada a los explotados frutos. La hallamos en el Parque de los Pies Descalzos, ocurrencia genial que permite vivir por los pies las texturas de la Madre Tierra y hasta aproximarse a lo que experimenta un invidente al transitar entre tocones con los ojos cerrados, a lo que se atreven solo Chiqui y Alex. Sin embargo, la poesía palpita, sobre todo, en el multitudinario público que recibe ávido nuestras lecturas.
El Festival abrió su voz al mundo el sábado 5 de julio, a las cuatro de una tarde gris y húmeda, como un otoño adversamente anticipado, en el anfiteatro del Cerro Nutibara. Este consiste en unas gradas que rodean con su abrazo un escenario al fondo donde nos sentamos los poetas. Las gradas de concreto, forradas de verdísima yerba, están custodiadas por altos árboles vigilantes. Al arribar los poetas ya casi estaba de bote el espacio, pero aún por sus escaleras bajaban, en riada constante, más participantes. La mayoría eran jóvenes, sobre todo parejas, en un aluvión gozoso. Rompió por el mensaje viril de Fernando Rendón, principal organizador, disconforme con la indiferencia de ciertos medios y la negativa oficial a reconocerle carácter patrimonial al acontecimiento que revirtiera el renombre de la ciudad, desde los antros del narcocrimen a las cimas jubilosas de la poesía. Después seguiría el concierto de voces. En disímiles lenguas, respetuosamente vertidas al español, en distintas maneras y con los más variopintos temas, se desovilló la bíblica lectura. Las horas se fueron tejiendo con los versos, en un rosario de nutrida belleza. Llegó la lluvia, no impertinente solo familiar, para reafirmar el acto poético, pues ¿qué poesía desconoce la lluvia? Se estrecharon más las parejas, se acercaron más los extraños, compartieron paraguas y hules, corroborando que la experiencia poética es ámbito de solidaridad. Nadie se retiró. Imantados, oían por los poros y las pupilas, se estremecían, exclamaban o reían, finalmente aplaudiendo delirantes y pidiendo más cuando se quedaban deseosos. No cabía en mi cuerpo de tan maravillado. Fueron largas horas paladeadas. Al final no pude evitar ir al podio y dejar hablar mi corazón. Nosotros hemos traído los poemas, ustedes confirman la poesía, dije. Ustedes hacen que la posibilidad sea probable y el futuro presencia, ¡gracias, Medellín! Y pedí a los poetas que, de pie, aplaudiéramos agradecidos a quienes completaban nuestros poemas. Esa noche probé lo que sienten las estrellas de rock.
El domingo siguiente a la inauguración, me correspondió ir en el grupo que leería en Santa Elena. Fuimos escalando montañas, siempre rodeados del asombroso verde de la nutrida vegetación. Subíamos encaracoladamente, bordeando el vértigo, siempre subíamos, como si se tratara de leer para los ángeles. El pueblito es simplemente precioso, ciudad miniatura, con los sitios necesarios para dispendiar vida. Un pueblo ordenadito, colorido, orlado de flores y artesanías por doquier. Luego nos enteraríamos de que era el ombligo de lo que llaman silletería, el arte de presentar flores que se llevan en la silla que hace mucho, colonizados, cargaba el mineral. Luminosa metamorfosis. Nos condujeron al edificio de gobierno, en cuyo portal leeríamos. Había allí unas mesas dispuestas, un equipo de audio y una persona que nos recibía con una sonrisa. Alex, con el humor atómico que blande casi continuamente, se me acerca, “Manolo, ¿contra quién vamos a leer?” “Será contra nosotros mismos”, respondí ante el despoblado panorama mientras nos carcajeamos, paseando nuestra incredulidad por entre los puestos de comidas y artesanías.
A las cuatro sentimos que los altoparlantes nos convocaban a leer y, con la pesadez de la desconfianza, nos acercamos al portal. No habíamos terminado de asentar las nalgas y comprobamos – ¡oh, magia inefable!– que se había colmado el espacio abierto ante nosotros. No solo leímos ante un público atentamente numeroso sino cómplice por demás, incluido un perro que tuvo una ligera inclinación por la lectura de Alex, lo que muestra que algunos canes suelen saber más de la cuenta. Al final pidieron más poemas, vinieron a tener nuestros autógrafos (¡ah, Vanidad, una gota tuya siempre endulza!), invitaron al “tinto”, el infaltable café colombiano, se sacaron fotos con nosotros y hasta nos regalaron ramos de ruda, “que da buena energía” y lógicamente la aceptamos, no hay que tentar la fatalidad. Mientras regresábamos, exultantes, encomiando tan gozosa ocasión, nos decíamos que aquello no podía ser casual.
La siguiente oportunidad para el asombro fue la lectura en el Teatro de la Universidad de Antioquia. Abriéndonos paso por un campus que semejaba un descomunal parqueo, un dédalo de incontables autos y motos, arribamos a un edificio apacible. Solo que al frente se extraviaba una larguísima fila de jóvenes que mi costumbre no supo asociar con nosotros. Pero, una vez que nos adentraron en el local, abrieron las puertas y la larguísima cola de aquel cometa de júbilo inundó el teatro. Sentados frente a un repleto patio de butacas, procedimos a leer. Hubo una recepción cálida, minuciosa, refleja. De nuevo los aplausos nutridos, los gestos aprobatorios, las exclamaciones confirmativas. Al final se formaron colas ante la mesa para que firmáramos las memorias, o un cuaderno o una simple hoja. Algunos ya nos habían oído leer y comentaban algún que otro texto, pues con los días pudimos comprobar que cuando se enamoran de un poeta lo siguen con lealtad penelopiana. Incluso no solo pedían firmas, sino que regalaban sueltos con poemas, dibujos y aún unas semillas para cultivos totalmente orgánicos, logradas por ellos. A mí una pareja se me acercó a regalarme unas vibrantes mariposas, dibujadas de sus manos, con toda la delicadeza de su vuelo. El incidente que nos devolvió a este planeta fue que, como se alargaba el tiempo de firmas y pequeñas entrevistas, los custodios se pusieron ansiosos porque querían acabar, así que, tras un par de señas, nos apagaron implacablemente los focos. Terminamos de firmar adivinando a oscuras. Verificamos que los custodios son una misma raza dondequiera, con una carencia genética para el buen humor y absoluta fobia por la poesía.
El Quinteto de Cuerdas (Chiqui, Alex, Benjamín, José y este escribidor), entre mil irreverentes chistes y jaranas, así cumplíamos uno y otro compromiso no acabábamos de descender del Aconcagua de nuestra admiración. Y es que ante cada pasada sorpresa, te sorprendía una inédita aún más desconcertante. Les cuento de lo que aconteció a Chiqui, Benjamín, el alemán Gerhard Falkner y el tulipanés, digo, holandés, Arjen Duinker. Nos dijeron que leeríamos en Barrancabermejas, lo cual no nos decía nada, y nos fletaron en par de aviones hasta las orillas terracota del Magdalena. Teníamos un resquemor incontrolable, pues nos habían dicho que el lugar era caliente, lo que entendimos como de alta temperatura, a lo que Chiqui y yo nos reímos pues soportamos comúnmente los treinta y pico de grados. Pero alguien se encargó de malignamente aclararnos que no se trataba de esa temperatura, sino de los excesos de las huestes paramilitares. Sin embargo nos hicimos a la idea, en fin que los poetas asumimos el destino como el poema que aún nos falta por escribir, quizás el mejor. Al llegar al aeropuerto, muy vigilado, como en el poema, nadie nos estaba esperando. Así que entretuvimos los minutos jugando a la ruleta rusa de nuestro porvenir inmediato. La risa suele ser un noble escondite para el miedo. Ya nos adaptábamos a recluirnos en el aeropuerto, cuando arribó, sofocado, sudoroso pero sonriente, los brazos abiertos como la salvación, José Fernando, la persona que nos acogería en la ciudad, al que un tropiezo inesperado lo había retardado.
A partir de ese instante todo fue deleitoso alivio, como quien libera la vejiga tras horas de continencia. No dejamos incluso de exponerle nuestras dudas de supervivencia. Despreocúpense, nos dijo sonriente, y teníamos que creerlo, lo decía alguien que se la juega día a día. Hambrientos –tuvimos que salir antes del mediodía para coger el avión–, sin atrevernos a evidenciarlo por no faltar a la cortesía, tras dejar los bultos en el motel de trabajadores donde nos alojaron, nos encaminamos a nuestro deber. Nos condujeron a una pequeña plaza con gradas de cemento, ante las que se alzaba un podio con sillas, que, en definitiva nadie usó por estar más compenetrados. Detrás corría el río silencioso y pesado, como un fátum indiferente. En medio de este se alzaba, protector, el Cristo Petrolero, levantado en hormigón y acero por los propios obreros para halagar la buenaventura. Se nos unieron los poetas colombianos Catalina González, Federico Díaz-Granados y otro cuyo nombre pierdo entre tantas emociones. Leímos para un grupo de ciudadanos y poetas locales, en presencia del alcalde del sitio, cuyo cuerpo de seguridad nos daba cierto respiro, aunque alguien desconfió de su exigüidad y, sobre todo, del desparpajo como desatendían su cuidado para conversar y atender nuestra lectura, peligros del buen oficio. Chiqui leyó primero y luego Gerhard pues los entrevistarían para la televisión. En su poema, la dominicana invocaba ciertas deidades del panteón afro-caribeño, entre ellas a la diosa de las aguas. Nuestras sospechas se cumplieron casi de inmediato, con un espléndido aguacero que presenció el final de nuestro recital. Tuvimos que guarecernos ante unos magros bambúes, que dieron un toque budista a la tertulia.
Tarde en la noche llegó la cena. Pero pantagruélica, de bagre frito, vaca frita, patacones a lo Botero y cervezas. No hubo mucha sobremesa porque debíamos levantarnos con los gallos para la siguiente aventura. Siempre quedan cosas por ver. A las cuatro y media de la madrugada nos estábamos desperezando. Fuimos por el tinto reanimador y, cuando la de rosados dedos apenas mostraba sus uñas, cerca de las cinco y media, ya nos hallábamos ante el portón que da acceso a la refinería. En pie pero respetuosos, interesados, totalmente despiertos, tras una breve arenga y las debidas presentaciones, los obreros recibieron la lectura. Solo leer el último verso y nos condujeron hacia otra entrada cercana donde se agrupaban obreros temporales. Volvimos a leer ante un público religiosamente afirmativo y entusiasta. El sol nos sorprendió leyendo. Fue el primer desayuno poético de mi vida. Nunca pasó por mi mente hecha a las fiebres del imaginar el leer para nadie en horas tan brumosas. Pero ocurrió.
El Festival fue una escala multicolor de deslumbramientos. Constituyó una vasta posibilidad de conocimiento y relación, en los más variopintos matices: vivencial, geográfico, cultural, poético, humano. Además del hallazgo invaluable de un receptor ávido y filial, pudimos abrazarnos poetas de unos sesenta países y una veintena de lenguas. Accedimos a asuntos y estilos inquietantes, siempre posibles, incluso cuando no coincidían con el concepto o la tradición propia. Evito mencionar nombres para no crear celos y quebrantaduras en el ánimo de feliz amistad que dejó el Festival. Verificamos la amplitud de posibilidades para ejercer la poesía, con disímiles maneras de expresar y hasta actuar el poema. Por sus textos nos acercamos a la realidad de sus respectivos mundos, lo que nos prepara mejor para comprender y aceptar. Y, sobre todo, establecimos una dinámica camaraderil que nos hacía pensar en una suerte de Naciones Unidas para la Poesía, todos con el entusiasmo de la paz, la justicia y la belleza. Un país mordido rabiosamente por la violencia, de pronto nos encaraba a los mejores valores que salvan al ser humano. Nunca podremos agradecer suficientemente esto al Festival de Medellín y su increíble público.
Y así todo –excelencia frutal, exhuberancia vegetal, calidez de cicerones, vivacidad poética, desbordada presencia de Botero, simpatía humana– fluía a su desenlace grandioso. De nuevo el cerro Nutibara, de nuevo inundado río humano, de nuevo pechos y oídos expectantes, de nuevo el fluir de voces diversas, sumándose en el entramado de textos, un ancho y múltiple fresco que exponía el mundo. Otra vez, multitudinarios aplausos sentidos, la apoteosis de identificación y afecto. Cinco horas cuarenta minutos de poemas dichos en las varias lenguas de Babel. Cinco horas y tanto de diálogo armonizante. De tensiones y distensiones inteligentes y sensibles. ¡Qué maravilla! Imposible descabalgar del asombro. La realidad nos venció por exceso. La vida es mucho más de lo que vemos, incluso más de lo que deseamos ver. Estaba absolutamente en lo cierto Martí: yerran quienes creen que la fruta toda se queda en la cáscara. No les digo “Crean”, sino, “Vayan a Medellín”.
Holguín, 18 de julio al 3 de agosto, 2008
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