HIKIKOMORI
Cuento de
Omar García Ramírez
El rostro estaba desfigurado.
Le había roto los labios y le había cambiado sus ojos por los de una vaca. Le
había quitado su bella cabellera y ahora lucía la cara pálida de una mozuela
gótica, una perrita Drag queen. Los
cortes hechos en Photoshop, dejaban claro que mi venganza era cruel. Había
guardado la fotografía en la carpeta de las desfiguradas que ahora pasaba de
cincuenta archivos. La meta era llegar a unas cien intervenciones. Una centena
de criaturas del internet, desfiguradas y transformadas en monstruos virtuales.
Sí, allí guardaba esa serie de putillas grotescas y mancilladas contra fondos
negros. Una especie de frigorífico
virtual del cual pendían todas colgadas boca arriba.
Desde que me he convertido en un hikikomori no dejo de desfigurar; es uno
de mis pasatiempos favoritos. La verdad es que al principio, traté de
comunicarme con algunas de aquellas beldades. Envié varios e-mails, pero las
agencias de modelos a las que pertenecían no daban respuesta. Ingresé en
algunos clubs de fans y traté de obtener sus correos electrónicos, pero las
pocas veces que lograba hackear esos
datos con miles de trucos me encontraba con respuestas amenazantes. Esos cerdos
corporativos, guardianes de la belleza, solo quieren explotar a su criaturas
pero nunca dejarían que un freack
como yo, llegase siquiera a intercambiar un par de frases con algunas de ellas.
Había dejado los comics. Los grandes del
hentay, las series del anime y el manga. Para completar se había dañado la
consola de juegos. Un día intenté salir para llevarla a reparar donde técnico. Apenas traspasé el
umbral de la verja principal del conjunto cerrado, el ruido de la avenida me
hirió. Y me sentí mal, entonces regresé.
Ahora me estaba interesando por otras cosas
estaba progresando en lo de las fotografías. Estaba regresando por mis fueros.
Empecé a cazar y a deformar criaturas virtuales.
Las comidas de bolsa metálica calentadas en
microondas, los caldos de sobre, las rosquillas sintéticas y las chocolatinas
eran mis comidas preferidas. Los papeles y empaques de estas golosinas estaban
por todo mi cuarto. Mi madre, divorciada y ahora muy ocupada en su nueva
empresa de cosméticos, había renunciado a verme hacer algo productivo. Era poco
lo que podía hacer. Yo le había dicho que con 22 años no quería morir por karoshi
––¿Qué significa eso? –– preguntó mi madre.
Le dije que era el término japonés para la
muerte por exceso de trabajo.
––¡Pero si vivimos en Bogotá, Colombia! ¿Por
qué te identificas con esos jóvenes amarillos y con ese montón de muñequitos,
dragones y robots? ¿Cuándo vas a madurar hijo, cuándo te vas a
desconectar…cuándo vas a sentar los malditos pies sobre la tierra?
Recuerdo que no giré mi cabeza para
responder a estos tres interrogantes; creo que sentí pánico aquella vez. Dejé
que mi mirada y mi silencio se perdieran dentro de la pantalla.
Después, con el tiempo, mi madre se fue
alejando y se hicieron más distantes sus visitas a mi cuarto. Nos comunicábamos
por medio de stiks que me dejaba pegadas
en la nevera. Llamaba por el celular una vez al día. Luego cada tres días.
Después una vez cada semana. Creo que tenía un nuevo amante.
Mi habitación en pocos meses se había
convertido en un basurero. Pantaloncillos sucios por allí; calcetines mugrientos
por allá; restos de sobres y comidas que se iban acumulando dentro de las
gavetas de la estantería y el escritorio. Dentro del closet, los buzos y las
sudaderas se amontonaban en una bola de suciedad y mierda. Mi cabellera comenzó
a crecer, negra, enmarañada y grasosa. Una barba rala e incipiente comenzó a
desmadejarse desde mis pálidas mejillas. Cuando legaba la mañana, iba a mi baño
privado, tomaba un poco de agua, corría las cortinas, regresaba a la cama
revuelta; una porqueriza de cobijas, libros, comics y basura. Dormía como un gusano en su crisálida más allá del
medio día.
Mi madre enviaba una señora del aseo que
pasaba por la casa los sábados. Yo le dejaba un montón de ropa sucia y bolsas
plásticas llenas de basura en la puerta de mi cuarto, pero nunca la dejaba
entrar. A veces la señora me dejaba comida en una escudilla en el suelo como a
los presos. Daba tres golpecitos en la puerta: “Joven salga a tomar el sol…”
––me decía––, “…salga a tomar el sol que ese encierro le puede hacer daño”. A mí,
eso me daba risa.
Jugaba en el día. Me había conectado a una
línea de juegos en el internet.
En la noche coleccionaba fotografía erótica.
(No me gusta la fotografía a color, sino la clásica, la artística, en blanco y
negro). Tenía tiempo y mi colección era de peso; así que le dedicaba horas.
Quería aprender algo por si en algún momento de mi vida me decidía en serio por
la carrera de fotógrafo. Bueno la verdad, era eso lo que pensaba unos años
atrás.
Recién terminada la secundaria, mis padres se
habían divorciado. Por un año quedé al cuidado de una tía fotógrafa, artista,
escritora fumadora de marihuana y practicante de las filosofías orientales
quien me regaló una cámara fotográfica “Canon” réflex, me enseñó los conceptos
básicos del arte y me dijo que me
buscara mi propia libertad y mi propio mundo. “Solo dos consejos cariño: Haz lo
que se dé la reverenda gana, pero en cuestión de drogas o enervantes
psicodélicos procura no meter sino marihuana”. Ella era publicista de una
afamada agencia internacional y viajaba frecuentemente. Mi madre decía que
mantenía de viaje en los aviones y a bordo de la María-Juana. Durante ese año disfruté de su bien surtida
biblioteca y de su gabinete secreto en donde guardaba medio centenar de
películas porno que pude disfrutar en su reproductor de D.V.D. Algunas de las
joyas que atesoraba eran: (Romance) de Catherine Breillat; (Carla Bella Ragazza) de Tinto Brass; (Close Ups) de
Andrew Blake; (El imperio de los sentidos)
de Nagisa Oshima; (El Erotómano) de
Dino Rossi; y una incunable: (Deep throat) de Gerard Damiano.
De alguna manera esos films fueron mi
iniciación sexual. Mi tía muy liberal en ese sentido, dejó que yo hiciera
acopio de nuevos materiales y me decía: “¿Por qué no los ves con una amiga? ¿No
tienes novia? Y yo le decía que sí, que ella había pasado algunas veces cuando
ella no estaba en el apartamento, pero que no la presentaba porque era muy
tímida y… No, no era verdad. Todavía no había llegado mi media naranja.
Después de aquellos meses en donde me
mantuvieron al margen del conflicto, regresé donde mi madre que vivía sola en
una casa de un conjunto cerrado al norte de la ciudad, ella solo pasaba una vez
cada tres días. Permanecía más tiempo en su pequeño apartamento del centro. A veces
me tocaba llamarla para que pasara a recoger recibos y cuentas. Así que la
situación era ideal: estaba con un computador de la última generación, 3.5
megabytes de RAM y 2,5 en ratio de trasferencia; full tarjeta gráfica y tres
cajas llenas de periféricos, que mi padre me envió desde New york a donde se
había ido a vivir. (Con él no hablaba). Me enviaba dos o tres veces al año una
caja con regalos y gadgets y una
escueta nota: “De tu querido padre”.
Yo tenía todo el tiempo del mundo ya que le
había dicho a mi madre que me tomaría unos meses para decidir una carrera,
mientras tanto me matricularía en un curso de inglés por aquí y algo más por
allá. A ella no le pareció buena la idea, pero no pudo hacer nada. En aquel
entonces yo tenía 18 años. Ya era un
adulto. Y había entrado a un curso de fotografía en los programas de extensión
de la facultad de comunicaciones de la universidad de los Andes. Sabía de los
clásicos de la fotografía y buscaba no solo una buena fotografía, una buena
modelo, buscaba algo más.
Con el grupo hubo una fiesta para celebrar
el tercer mes de estudio. La mayoría eran mayores que yo. Todos llevamos las
cámaras. La fiesta era en una finca de “La Calera”. Vinieron las copas de licor
y las bromas. Yo que hasta ese momento no había bebido ni fumado, esa noche lo
hice por complacer a mis amigos del taller. Hicimos una fogata. Todos nos
pusimos un poco locos. Me pasaron un cigarrillo grande como un tabaco. Desperté
al otro día. La luz de las diez de la mañana golpeando fuerte. Un pasillo de
madera fría. Estaba semi desnudo y sin la cámara.
La pequeña finca estaba desierta. Recuperé
como pude mi ropa. Salí a coger un trasporte a la carretera.
Aparecieron unas fotografías en la red
social. En una de ellas aparecía yo. Había sido un estúpido. No le dije nada a
mi madre. No regresé al curso.
Encontrar una modelo se fue haciendo poco a
poco, algo difícil y complejo. Mi natural timidez era deformada en ocasiones
por un desparpajo que casi siempre tendía hacia lo humorístico; sumaba además,
cierto gusto por los temas sórdidos y grotescos. Esto espantaba las pocas
candidatas, que con la actitud adecuada, habrían posado sin pensarlo.
Regresé a mi casa y me encerré en mi cuarto.
Mi colección comenzó a perfilarse. Buscaba
modelos que en su cuerpo llevaran un claroscuro con grano medio. La pose era
importante, tenía que ser una situación algo teatral; dramática diría mi tía. Ese gesto y esa actitud de romper la
distancia entre el objetivo y la pantalla. De alguna manera buscaba mujeres con
un brillo de enajenación en los ojos. Abiertos o ligeramente entornados como
soñando en un viaje de opio; la boca musitando algo, murmurando por lo bajo una
lamento de cortesana de burdel. Esas que se ven en las películas porno-bizarras
de las páginas más sucias.
Entonces llegó para alegrar mi vida Tatiana
Paradise.
Fue una noche en que después de jugar
MECHA-WARRIORS on line durante cinco
horas seguidas, terminé cansado e hice una pausa para tomar una malteada de
caja con unas waffer. Apagué el computador para que se refrescara. Después de
quince minutos en donde estuve tirado en la cama dejando volar mi imaginación
mientras miraba la colección de dragones y guerreros de caucho que estaba en la
estantería superior; me dispuse a esa cacería que comenzaba después de las diez
de la noche. Buscaba la modelo ideal. Esa princesa que en ese momento estaría
caminando distraída por alguna avenida de la red. Esa pantera lujuriosa
encerrada en algún obscuro cuarto, en algún chat de bombillo rojizo visitado al
otro lado de la pantalla por legiones de hombres solitarios y babeantes.
Y apareció en un álbum blanco y negro. Un
blog de erotismo fotográfico.
Tenía el ojo entrenado. Había visto más de
un millón de fotografías en la red. Había visto más de 300 videos en la línea
del movie-fashion. Guardaba más de
mil archivos y 12 carpetas rigurosamente seleccionadas y almacenados en C.ds y en el disco duro, lo que me
daba suficiente autoridad para saber que era una buena fotografía y quien era
una buena modelo.
No voy a negarlo. Había tenido otras
iluminaciones, otros enamoramientos. Con Ana Dello Russo, la modelo de Helmut Newton había tenido una
relación tormentosa la seguí y coleccioné durante tres meses ––eso me pareció
una eternidad––. Soporté muchas de sus bromas. La vez que me apuntó con su
pistola desde el sofá y disparó por encima de mi hombro fue de miedo. Bueno,
soporté muchos de sus juegos con una frialdad que aterraría al fan más
equilibrado. La dejé, después de ver sobre la mesa una raya blanca. Hice una
ampliación al 1000 % y vi los restos de
lo que parecían ser unos gramos de cocaína, al lado del teléfono negro y sobre
el espejo. La muy zorra había estado de perico y periqueta con el cerdo de
Helmut Newton y a lo mejor con la putana de su esposa, esa jorobada de gafas de
carey que lo seguía como una sombra a todas partes. Una desgracia.
Soy un muchacho sano. Desde aquella
experiencia con el curso de fotografía. Nada de alcohol, nada de drogas,
(naturales ni sintéticas). Mis únicas drogas eran las “aspirinetas” y los
“Advil” en época de resfriados en invierno. Aun así, las aborrecía.
Luego tuve una relación breve, pero muy
fuerte con una modelo rusa llamada Anienka. Llegó a Europa causando sensación y
después de triunfar en las pasarelas de París y de Milán salto a “Amerika”. En
donde se consagró, taconeando en las ligas mayores. En menos de dos meses
estaba rodando por la red.
Después de un tiempo en donde varios
medios amarillistas la relacionaron con todo tipo de faranduleros: desde
jugadores de baloncesto hasta raperos gangsta.
Fue cliente asidua de muchas discotecas. Metió mucha droga. Rápidamente se puso
fea y gorda como una matrioska.
Pasó de modelar lencería para “Victoria
Secret” a modelar tallas XL apara una firma canadiense que vendía ropa interior
para grandes superficies. Terminó haciendo comerciales de mantequilla en la
T.V. gringa. Lo mío son las flacas, las cuasi-anoréxicas, las mujeres que dejan
al descubierto toda esa geografía ósea, esa estructura de músculos magros y
cartílagos flexibles. Es tal vez, una fijación malsana. Pero, esos culos gordos
de ballenas varadas sobre la alfombra; esas masas de carne grasa que tiemblan
bajo los reflectores; ese ganado de granja energizado a punta de cocaína bajo
las luces y los flashes en discotecas donde se exhiben mujeres de traseros
tatuados para deleite de pandillas reguetoneras, debo admitirlo, no me inspira.
Dicen que Anienka fue una de las modelos que
las mafias rusas controlaron en occidente y que había estado una temporada en
uno de los prostíbulos de la nueva nomenclatura. Casas de modelos que
controlaban centenares de chicas que enganchaban desde Rusia, Polonia y la antigua
Yugoslavia. Adolescentes que eran traídas como ganado de primera para consumo
de los dueños de los consorcios, las multinacionales y la burocracia
internacional. Perversa, infantil,
dentro de la línea de esos animales de pasarella como la Emili Sehenko quien
trabajo para la Ford y que fue portada de Vogue. Como Elsa Hosk Mujeres de más
de uno ochenta sin zapatos; fieras de alfombra roja y reflectores, con pieles
de caucho terso y nácar opalescente. Anoréxicas vitales y risueñas; androides
femeninas alimentadas con malteadas y zanahorias, mantenidas con la energía de
una batería de un reproductor de Ipod. Bestezuelas cocainómanas que se mueven
dentro del mundillo de la moda y la haute
couture para alimentar los sueños de una jauría de estetas alcoholizados quienes
aplauden desde los costados de los pasillos. Damitas salidas de suburbios
periféricos e industriales, de las granjas polacas, de las favelas de Rio de
Janeiro; “rescatadas” de los tachos de basura de las calles de Buenos Aires,
domesticadas por la industria de la cosmética, para ser convertidas en fashion victims y luego, decoradas con
pieles y pedrería. Sus cicatrices habían sido restauradas y ahora aficionadas a
las drogas, las fiestas y el dinero, serían las portadas de Vogue,
Vanity Fair, Marie Claire, o de Bazaar
durante un par de meses, para después ––en su gran mayoría–– ser deglutidas por
la factoría de la carne. Terminaban convertidas en gatitas mansas al capricho
de un mafioso de las altas esferas o ejerciendo de bailarinas de algún club de streep-tease. Otras marcadas como C.D.T.
(carne de traquetos) había dicho mi otro amigo Ikikomori en un e-mail que me había enviado, en donde comentaba
entre otras cosas, el caso de una bella modelo colombiana, que había sido
asesinada en plena función, ametrallada en un desfile privado en Barranquilla.
Anienka también tuvo un trágico final.
Alguien la tiró desde un balcón de su piso en New York. Ahora puedo evocar su
cabellera negra de ángel nocturno. (La
veo caer en cámara lenta desde el catorceavo piso de su apartamento. Su bello
rostro eslavo desfigurado contra el pavimento que refleja las luces de la calle
invernal). Fue un luto que duro semanas.
Me había dejado; entonces desfiguré sus
fotografías y las archivé en el folder obscuro de las quimeras.
Luego, llegó por una corta temporada a
conquistar mi corazón y mi tiempo (este amor en la red se mide por el tiempo
perdido, ese que nunca se recupera, que te mata y luego se olvida): Dakota
Girl.
Era Dakota una muñeca de carne rosa. 14 años,
piel de porcelana, piernas largas y delgadas; ojos delineados en quirófano a la
manera anastasiya shpagina ––cirugía que
elimina un pedazo de los parpados para abrir de esta manera la mirada como en los comics japoneses del Entay––. Una Ada de cabellera metálica y
trenzas doradas vestida con minifalda de lolita. Bueno me di cuenta que muchos
padres influenciados por las culturas de
los mass media japoneses. Estaban sometiendo a sus hijas desde muy
niñas a operaciones estéticas para acercarlas a ese tipo de belleza que adoran
los nipones. Un fetichismo por el látex y la belleza inocente. Algo para
después explotar en la web. (Muñecas, álbumes de fotografía y suscripciones a
chats privados).
Poco a poco me fue desencantando. Mis
hormonas pedían mujeres de carne atormentada y lacerada; mujeres en cuyas
pieles el sol, el agua de mar y la lluvia se hubiesen posado; mujeres con ojos
de fuego y sexo, no ojos diseñados para muñecas de jardín. Ya no quería niñas
bajo una sombrilla rosada con sus chochitos entalcados; quería hembras en donde
se viese la huella del sol y la arena, la sal y el viento; mujeres de nalgas
tonificadas sobre las cuales se pudiese practicar sin miramientos una dura
faena de spamking como en esas
películas que había visto donde mi tía.
Así que Dakota, una noche cualquiera, fue
sometida a una ceremonia de intervención fotográfica y la desfiguré. La arrojé
al cuarto de las mutiladas. Allí quedó en la carpeta Número 24 como una triste
y fría muñeca de mirada azul.
Pero… Tatiana Paradise era otra cosa.
No me importaba si su boca de labios negros
había lamido las comisuras de la boca de un ser vicioso y grotesco, algo así
como un frankenstein cómico, un guiñol de opereta. Ese tipo que la exhibió por
el medio oeste americano y la puso a rotar en la web para expoliarla ––Sexplotaition al piso––. Y luego, la
dejaría tirada en alguna callejuela de la autopista virtual.
Solo conservo un viejo y secreto archivo.
Una ajada fotografía en blanco y negro, (archivo J.P.G.) en donde se le ve con
un cuchillo en la mano. Al fondo un paisaje suburbano, seguramente en las
afueras de Texas, a donde dicen algunos de los nerds de los foros secretos de
intercambio de archivos, fue a dar con uno de sus machos. Uno más de la serie
de chulos que laceraron su cuerpo hasta dejarla con el rostro en blanco. Un frame defectuoso, una foto de media
resolución degradado por el ruido de la red y que no pude restaurar con las
herramientas más sofisticadas de los programas de imagen.
Ella reinó por un tiempo (pocos meses, que
en internet son una era) en la red oscura de los solitarios cazadores de
mujeres de bites y doncellas de energía. Un tiempo en el que su mirada tenía un
número áureo que resplandecía sobre las pantallas. Número para jugar en la lotería
del amor fou como diría mi tía, (tan
afrancesada ella, tan italianizante y
loca) para hacerlo rodar en la ruleta multicolor de algún casino de juegos
on-line; que mantenía una tensión lejana; frío helado de mirada rusa sobre la
estepa de los voyeurs nocturnos. Que exhibió su longilínea figura sobre surcos
de nieve donde florecen ojos eléctricos de locura.
Su primer amante, fotógrafo de la América
profunda; reportero-cowboy y director de revistas porno de tercera línea
(Ascendencia irlandesa y cámara rápida). El tipo tenía la cara desfigurada por
una caída y la patada de un toro en un rodeo.
La había descubierto cuando Tatiana trabajaba de cajera en un
supermercado en Elizabeth New York. Él tuvo la revelación; aunque no se crea ––se requiere talento para ver la belleza,
para escuchar ese canto––. Eso lo dijo una vez Mapplethorpe. Seguro ese
fotógrafo descubrió esa belleza de mezcla raizal en el vértigo de la gran
ciudad. Algo de italiana, algo de cheyene, algo de cosaca, en sus facciones se
adivinaba. El fotógrafo tubo la bendita suerte de hacerla inmortal con una
docena de fotografías en alta resolución, que de inmediato comenzaron a rotar
en los foros de los adolescentes solitarios de medio mundo. Yo era uno de ellos
cuando tuve el encuentro. Recuerdo el día y la hora. Un viernes a las 8 y
treinta de la noche.
¿Cuántas veces fue vista su imagen?
Según las estadísticas de Google, unas
1.365.000 veces. ––No es mucho la verdad––, pero una vez que tenías esa
colección de doce fotografías en alta resolución ya no podías dejar de soñar
con ella. 300 d.p.i. Un tesoro aquella época. Solo los afortunados de la banda
ancha y computadores de gran capacidad se podían acercar al brillo de la pupila
del ojo, apreciar sus dientes y la sedosa tersura de su cabello. Solo doce
fotografías hacen falta para que una mujer en la red, tenga miles de
admiradores y admiradoras. Para forjar una leyenda.
Tatiana Paradise era alta en una medida que
se podría decir atlética; delgada, muy delgada, sin llegar a la anorexia que
deforma la elegancia de los cuerpos estilizados. El fotógrafo americano la
presentó en rodeos, en peleas de Westler y barras de mala muerte. La golpeaba,
la hacía consumir drogas y le daba mala vida. Tatiana Paradise escapó. Dicen
que había llegado a Europa para trabajar
por un tiempo en una agencia de turismo en Bélgica y luego de modelo; pero se
aficionó a la heroína. Eso significó una caída.
Fue rescatada de la jeringa y el “caballo”
por un joven intelectual francés de nombre Jaques Perrualt quien la había
orientado hacia el mundo del porno en donde tuvo una fugaz sintonía, dejando
como obra, tres cortos de sexo brutal. Perrualt, ––el afortunado apoderado––
buscaba renovar el mundo del cine erótico con historias densas y existenciales
en donde el sexo era tratado con “dureza poética y madurez conceptual”. ––Eso
decían los blogs y las revistas de especialistas–– El sexo como una filosofía
del cuerpo a la intemperie bajo un mundo vigilado y controlado. Un comentarista
muy prestigioso del mercado de la carne trémula, comentó en una revista de gran
circulación, que la insipiente estrella después de su debut en los Ángeles
––meca del porno americano––, se había alejado por temor al sida y las
enfermedades. Allí la cosa es al natural, la carne presiona y golpea a fondo la
carne; porque dicen que la carne con sangre entra. (Ese debate de látex,
vaginas y glandes, entre productores y autoridades, continúa nervioso y latente).
Estando a salto entre América y Europa, su
nuevo manager buscó oficio y apertura de fronteras. Pero su debut en el cine
escandinavo tampoco había corrido con mejor suerte. Tatiana Paradise no había
resistido ser sodomizada por tres estibadores que la habían tomado en medio de
una de aquellas producciones de bajo presupuesto, en las afueras de un muelle.
Era época del otoño en las afueras de Estocolmo.
Coleccionistas de imágenes con el síndrome
icónico de Diógenes; escoptofílicos anónimos, que deambulamos hasta altas horas
de la madrigada buscando esos retratos extraños, esas colecciones exclusivas de
la revistas de intercambio p2p (peer to
peer) de tercera generación, conocíamos de su existencia. Sabíamos de las
cualidades narcóticas de su mirada, de la capacidad enajenadora de su luz. Como
un yūrei enamorado; fantasma japonés envuelto en la
penumbra de mi cuarto; alimentado con chitos, masmelos, caramelos, choco-ramos
y yogurt; asistí a la elaboración de un
mito que corrió sobre los cables de silicio de las redes; que hizo su aparición
en los foros de los solitarios y en una que otra paginita web gótico-bizarra.
Iconofílicos, iconópatas, fotoneuróticos, fuimos los partenaires de su
alumbramiento.
Cuando ella rompió con Perrault, el
director, este entró en una depresión que lo condujo a su auto-aniquilación. Yo,
al igual que miles de enamorados de Tatiana Paradise, le deseamos a él lo peor.
(Era talentoso, guapo y un magnifico fotógrafo de cine). Pero lo odiábamos ya
que él había tenido acceso a ese
secreto, a esa piel de almendras maceradas en vino rojo, a esos labios de
pétalos mordidos en la sangre. Después Perrault dejó de tener importancia.
Desapareció poco a poco, se fue desdibujando, ya no quema mucha pantalla. Al
parecer, en la actualidad sale con Barbarella Dreak una putilla con una belleza
ordinaria devenida en actriz del mainstream,
sin más talento que la glotonería de esa geométrica arpillería ubicada en la
entrepierna. En sus películas nunca deja de mostrar ese vértice en donde los
fotógrafos avezados encuadran su Medical
shots, su Money shot, Argent cadre de
los franceses deglutiendo penes de todos los calibres con pasmosa facilidad. En
pocas palabras, una zorra un poco sobrevaluada.
Tatiana Paradise siguió su andadura. Estuvo
un tiempo por Francia. Se le vio veraneando en la campiña. Tomó clases de
fotografía, de guion y cine, dicen que fue asistente de Catherine Breillat (la
directora tan admirada por mi tía). Fue en ese momento donde posiblemente pudo
haber tomado conciencia de la posibilidad de una pornografía feminista, ––ya
que le habían dado la oportunidad de actuar–– pero ella prefirió estar detrás
de cámaras. Después coqueteó con ser la autora de su propia obra, e
inmortalizar su extraña belleza pero asumiendo el rol completo; realizando
completa la faena. (Era ella la modelo y era la fotógrafa frente a la cámara).
Me la imagino en una época plena de sueños y libertad, y ella consciente de su
magnífica belleza.
Las únicas series de fotos en blanco y
negro (8 fotos cada una) de aquella época, podrían sugerir las influencias
técnicas de Newton o Mapplethorpe. En aquella serie francesa ––rareza para los
coleccionistas virtuales–– parece ser una mujer poderosa de mirada felina, en
las afueras de una casa victoriana. Algo que la emparenta con los temas y el
decorado teatral de la obra de Ellen
Von Unwerth. Tatiana se encuentra de pronto retomando la estética decadente de
las doncellas y mucamas de las mansiones victorianas. Sexualidad
encadenada, presta a la orden del fuste; joyas-reliquias-camafeos para sacar al
jardín a la hora del té. Su piel de fantasma sobre-expuesto, su cara apenas
velada, inmortalizada en la monocromía dura que muestra su boca en un gesto
delicioso de felatora encerrada en la mansión del poder.
Sin nicho virtual. Sin web, sin blog, sin
trinos de pájara obscura en su jaula. Era difícil seguirle la pista. Su hábitat
se había desplazado hacia la red profunda. Luego las fotos se hacen más escasas
y obscuras, casi adornadas por un halo de putrefacción; algo circense, como de fiesta de barraca con seres
grotescos; freaks de feria en ceremonias zoo-fílicas; algo cercano a los
caprichos necrófagos de las obras de Joel Peter Witking; composiciones que
rozaban la vesania lírica de un Alessandro Babari (una muñeca desarticulada
sobre una mesa de mármol, al fondo una bestia maravillosa; un jabalí con la
boca abierta mostrando sus colmillos)… En un foro de fotografía erótica alguien
habló de su reciente afición a las auto-mutilaciones, las heridas, los golpes.
Mujeres de caras hinchadas bajo el control de un verdugo macho con el rostro
cubierto por una máscara de hule. La exhibición de cuchillos y de artilugios de
tortura. Eso era especial, eso tenía su interés. Para mí fue una revelación.
Abrió, de alguna forma, una ventana de una casa perdida en el fondo del bosque.
Una casa cercana a la colina.
Poco después, en una página encontré algo
que luego no pude contrastar. Algún comentario que se perdía en la leyenda de
red obscura. La relacionaban con un crimen pasional. Había apuñalado a su
amiga, una modelo alemana. Al parecer había huido a Sudamérica. “Bambi
Magazine” le dedicó unas líneas y unas fotografías casi como quien hace
homenaje a una fallecida. ¿Who killed
bamby?
Después, desapareció sin dejar ningún
rastro. Algunos intentaron forzar
páginas fantasmas, algunos links que tenían su nombre por cebo; les
devolvieron virus y gusanos. Eso es lo que carcome un cadáver virtual. Eso, el
vacío y la nada.
Entonces, no sé por qué le pedí a mi padre
mediante un e-mail un juego de cuchillos de cacería.
A los ocho días los tenía en mi casa. Una
caja de ciprés. Bellos diseños, filos de acero relucientes e impecables. Dibujé
unos círculos a la manera de un blanco con un pedazo de tiza en la pared del
closet, y entrenaba lanzamiento de cuchillos. Me hice algunos cortes en las
manos y en los brazos. No sé cómo, ni en qué momento. Cuando me miraba en las
mañanas, aparecían nuevas marcas y cicatrices.
Ahora tengo 26 años. Escribo para dejar un
testimonio de mis recuerdos que tienden a desaparecer como una pantalla
chisporroteante con interferencias eléctricas. Estoy haciendo mi carrera
acelerada para convertirme en un parasaito shinguru escalón superior de un hikikomori. Parásito soltero, sin novia, sin trabajo, sin
estudio. Solo sueños densos inmersos en la pantalla líquida. Mi único hijo
sería un engendro amorfo como el de “Eraser-Head” de David Linch. ¡¿Mami
quieres ver a tu nieto?!
He comenzado a desfigurar
todas las mujeres de mi colección. Hay un encanto en esas agresiones.
Una tarde en el frenesí de una masacre,
perdí algunos de mis archivos. Me puse furioso.
Tenía algunos backcups en c.ds y en u.s.bs
sin embargo, había perdido las carpetas más importantes de las desfiguradas.
(Allí había verdaderas obras de arte). Después de cacharrear y desplegar las
instrucciones del manual técnico de mí maquina durante dos días, logré
organizarlo. Recuperé algunas cosas importantes mediante un software pirata.
Sin embargo, al otro día, cambie de opinión
y comencé a borrar archivos. Estaba dispuesto a borrarlo todo. Lo dejaría todo
en blanco como a un robot amnésico. ¿Quería comenzar desde cero? ¿O
simplemente, estaba intentando borrar las huellas de mis crímenes?
Fui a la cocina y preparé un poco de
malteada de avena. Las galletas y los enlatados
se habían acabado. Mi madre hacía más de tres meses que no llamaba ni
venía. La señora del aseo tampoco. Cada quince días me enviaban un domicilio
del supermercado con la comida y los artículos básicos para la supervivencia.
Yo abría la puerta, el mensajero dejaba la caja con los víveres en el umbral.
Yo halaba la caja y cerraba. No quería trato social de ninguna índole.
Aquella tarde me quedé frente al ordenador
en blanco. Dejaba pasar el tiempo.
Abrí
la gaveta de mi escritorio. Vi los cuchillos de mi colección de caza, estupenda
tecnología de corte suiza.
Afuera escuché unos gritos. Miré por la
ventana. Había un pequeño carro de mudanzas.
En el frente se pasaban a la casa
desocupada. Los obreros de la mudanza gritaban y se reían. Era una tarde
lluviosa. (El invierno campeaba desde hacía tres meses y no daba tregua).
Luego, llegó un carrito VolksWagen rojo,
nuevo, reluciente.
Vi bajarse una muchacha.
Tomé los prismáticos que tenía sobre mi
biblioteca, enfoqué y miré.
Era ella, lo puedo jurar. Tatiana Paradise.
Pálida, delgada, espigada; su piel graduada en escala de grises azotada por el
viento. Lucía un abrigo negro y botas de cuero altas; bajaba algunas cosas.
Habló con el chofer del carro de mudanzas. Su pelo alborotado brillaba ––cobre
ligero y nervioso bajo un paraguas sepia––. Luego, miró hacia mi ventana. Y
pude ver sus ojos de cristal violeta.
Sí, era ella, sonreía y miraba hacia mi
ventana.