sábado, 14 de marzo de 2020

EL FAUNO EN SU AQUELARRE

















EL FAUNO EN SU AQUELARRE
(LA POESÍA DE MERARDO ARISTIZABAL, LO CARNAVALESCO Y LO TELÚRICO EN LA BOHEMIA PEREIRANA)


Por:
Omar García Ramírez




“TRIANGULO”
Ocultaste
Mi alma
Ahora Piedra
Tallada
En el interior
De estas
Ruinas
Merardo Aristizabal




La mención de algunos de los nombres que he citado hace que me pregunte si, sin que yo fuera consciente de ello, me he convertido retrospectivamente en parte de un «grupo» literario o intelectual. La respuesta parece ser afirmativa y, por tanto, prometo ofrecer algún relato sobre cómo los «grupos» no se forman deliberadamente ni se construyen, sino que, como dijo Oscar Wilde, «sencillamente ocurren».
Christopher Hitchens
Hitch-22

1

La anécdota es bizarra. Pero sirve para entrar en contexto.
Pereira, finales de los años 80. Merardo Aristizabal, actor juvenil que comienza a despuntar en la escena cafetera, se presenta en el teatro Santiago Londoño en el marco de un festival de teatro regional. El grupo de Merardo, que se había forjado en las tablas con el montaje de obras importantes de la dramaturgia nacional; había sufrido ese día el robo de una boletería. Así que, una buena parte de la asistencia podía estar sentada en la platea sin haber pagado por su entrada. Antes de comenzar la obra, Merardo hace una introducción sucinta de  la misma; ya al terminar, recordó a la progenitora del ladrón, ubicándola en el ejercicio de una profesión antigua y deshonrosa. Les habían esquilmado 200 boletas y estaban furiosos. La venta en el mercadillo alternativo de aquellas entradas, había copado una silletería muy solicitada. El teatro estaba abarrotado. Y había cierto aire de bronca.
Se abre el telón. La obra comienza. La trama se desarrolla bajo los reflectores. En una de las escenas finales, Merardo corre en ralentí a un costado del escenario. Gestualmente, se mantiene flotando en una nube imaginaria. Mira y gesticula con cierto aire paranoico. En medio del silencio una voz estentórea grita:
   ––Merardo… ¡te vendieron un perico rebajao!
Merardo detiene su ciclo mímico, va al centro del proscenio, dirige su mirada al público sumergido en la penumbra. Hace visera con la palma de la mano, buscando el  punto de donde cree, ha salido la voz. El espacio se ahoga en las risas del respetable. Merardo pone su dedo índice sobe sus labios con un gesto de teatro isabelino y  después, que la gente calla, dice:
   ––Si señor, tiene razón….lo compré en la olla que gerencia su abuelita,…¡ Sooo guevooón!
Y así Merardo cerraba con bronca y carcajadas aquel festival.


2

Un poeta habita una ciudad, en la provincia del sueño…
Un poeta lanza una botella al mar desde la orilla de una pesadilla…
Un poeta escribe; uno, dos, tres poemas memorables, también, algunos fallidos intentos de escritura…
Entra bailando en la zona gris del olvido. Todos lo hacemos…Pero algo queda; quizás una risa, un gesto teatral, el aire  cálido de una noche que prometía fuego y luz…
Quienes hemos compartido con Merardo Aristizabal, algunos segmentos de su periplo vital, asistimos a un carnaval poético en los escenarios de una bohemia acelerada. Desde la pelea de garito, hasta el explosivo performance que sacudía conciencias y escandalizaba damas piadosas. Lo digo rememorando; sin dejar de anotar, que, en el presente, el actor y poeta, aunque ha bajado el ritmo de su marcha, sigue adelante en su labor de creación.
Lejos está Merardo de los modales de poetitas de salón, de los ilustres mendicantes que suelen darse por estas comarcas; quienes bien apalancados y protegido por el establecimiento, han hecho de la literatura su territorio laboral; con el tiempo han venido adquiriendo los modales de las cofradías del mutuo elogio, en donde gestionan su pan y sus laureles. Y no es que el escritor no deba entrar en el espacio de la cosa pública para buscar un lugar donde exponer sus obras en el  plano cultural de su comarca, y de paso, exigir que los presupuestos de la cultura (que vienen de los impuestos a la ciudadanía), sean ejecutados con pulcritud y trasparencia. Sin embargo, esto último, es lo que menos importa a quienes devengan las prebendas estatales. El poeta, como artista de la palabra que ilumina la pregunta de la vida, debe exigir respeto por su labor y dignidad para su existir; Merardo, en estos escenarios, ha ejercido una labor crítica; siempre ha sido un actor incómodo.
Su espacio escénico y literario lo ha ganado a pulso. Su historia artística se imbrica directamente con su vida. Su poesía es dura, ruda, accidentada; llena de sombras y luces; exclamativa y declamativa unas veces; de aquelarre en danza de fiesta, en otras.
Lo conocí en la biblioteca pública municipal Ramón Correa, en la casa de la estación del ferrocarril cuando allí, en los años dorados de nuestra juventud (convención literaria clásica, pero que no ha perdido su brillo), acudíamos a una tertulia improvisada con algunos de los que, con el pasar del tiempo se convertirían en referentes literarios y culturales de esta región. Compartíamos lecturas y se hablaba de literatura y poesía; un lenguaje secreto, que nos hacía habitantes de un territorio de libertad, en medio de la zozobra y la violencia de aquellos años nefastos. El leía a Fernando Mejía (un poeta arrojado al ostracismo por jugar mal en la ruleta de las elecciones afectivas), su libro “Alquimia de los relojes clausurados”. Yo, por aquel entonces, recuerdo bien, leía la obra de Nicanor Parra y los beatnicks norteamericanos. También, con el tiempo, compartiríamos lecturas de  Gonzalo Arango, la Vana stanza de Amilkar U. y la obra de Andrés Caicedo, quien había tomado su fatídica decisión, cuando muchos de nosotros estábamos en la edad del pavo. Poco a poco y con el tiempo, nuestra cercanía a la literatura, nos haría coincidir en diferentes eventos literarios, que, de alguna manera marcaron derroteros personales y periplos vitales.
El tiempo pasó.
La bohemia citadina se había trasladado desde las bibliotecas universitarias y las aulas colegiales, a los bares y cantinas. La temporada en la tertulia de Fabián estaba en su esplendor de vinilo y de rockola. Allí en pleno, se había trasladado (refugiado diría bien), una troupe de poetas y actores; pintores y dipsómanos; conspiradores y anarquistas. Lo que allí se vivía cada jueves, era una catarsis surrealista; un cabaret místico y mundano, en donde cada uno hacia su aparición bajo el efecto de los elementales, acompañados de la dama de los cabellos ardientes, el ajenjo de caña o los enervantes psicodélicos. Cuando allí se leía poesía, se asistía a un desdoblamiento, una posesión,  una manifestación de teatro del absurdo. La mise en escene del teatre du la cruete.
Hoy día, en  la mayoría de los recitales, se asiste a la lectura de un edicto a media voz, por un poeta funcionario que teme salirse de la cuadricula; allí y por aquellos tiempos, jóvenes poetas como Leonardo Fabio Marín, Hugo Montoya Ibáñez, Abel Restrepo, y muchos otros que compartieron la escena, crearon un pequeño cisma en el mundillo literario de provincia. Ser joven, con urgencia de poesía en Colombia, es pertenecer a un club de fronterizos: La provocación, el humor negro, y la marginalidad elevada sobre un punto de expresión artística en los linderos del sistema, se convierte en onda telúrica y poética de alta graduación.
Otro sitio de corta y fugaz existencia, que operó bajo la noche lunfarda, fue De prive,  en la 17; que nosotros llamábamos Deprave. Cueva literaria que convocó a  varios poetas y pintores en sus veintipico o sus treintaytantos; algunas poetisas y vacantes que comenzaban su andadura como Lilith en busca de la tentación para envenenar su Adam kadmon y algunas señoritas demimonde que ejercían su antigua profesión en los linderos del parque "La libertad". Hieródulas que oficiaban en un templo nocturno, mientras exhibían sus encantos en el mercado de la carne. Catedráticos, que tomaban su año sabático empinando el codo, inclinados sobre mesas de alcoholes livianos; Drag Queens que mostraban sin prejuicios sus gustos heterodoxos y que bajo el brazo llevaban un ejemplar del retrato de Dorian Gray de Wilde; ex convictos que te leían de memoria seis poemas de Vallejo mientras apuraban media de aguardiente. La parafernalia del dandismo cafetero, la noctambula fashion; médicos y abogados acompañados de señoritas cultas y algunos periodistas del Yelow kid cotilla, quintacalumnistas de ebdomadarios provincianos, acompañados de efebos delicados con caras de griega indolencia. Delicuescencia raffiné, mixturada en mortero de cal andina con cierta ilustrada delincuencia.  Camellos de largas melenas y elásticas cervices y algunos elementos de ocupaciones underground; atildados freelanceros que por aquellos tiempos, era común encontrarlos ejerciendo su Laiseez faire confundidos con lo más bohemio de la bohemia. Esas soirées, al día de hoy, suscitarían el juicio admonitorio de los bien pensantes y los asépticos bien instalados; señoritos que escriben de Gómez Jattin y  Pessoa, pero que en secreto van a misa y comulgan. Los académicos coleccionistas de citas eruditas, los devoradores de cadáveres exquisitos.
Y digo lo anterior, para matizar que la bohemia que se vio en aquellos años procelosos, era de bien distinta raigambre.  No quiero parecer nostálgico de aquella época. Es más, me parece un poco ingenuo el querer rememorarlos con deleite. Creo haber superado esa deriva en la fractura violenta de la vida. Pero negarlos, tampoco te mantiene a salvo de aquella mordedura febril de la juventud. ¿Era diferente la cosa carnestolendica? Sí;  El puritanismo y el fariseísmo de cierta canalla ilustrada, no había hecho carrera y la poesía se consideraba todavía un oficio que acarreaba momentos existenciales de luces iridiscentes bajo un carnaval oscuro. Los encuentros eran cara a cara; y a veces terminaban en pelea de taberna. También tenían ese halo romántico de la noche febril: cabellera de ninfa, contra chaqueta de poeta. La gente salía y provocaba; las redes sociales no existían y eso hacía a todo el mundo más cercano a la expresión, a la palabra, al gesto directo sin mediación informática; también a la afrenta rápida, que, ya lo dijimos, podía terminar en discusiones de diverso estilo e intensidad. Eran tiempos de pasotismos, fanatismos y existencialismos. Son etiquetas, lo sé; pero con esos gabanes y esas melenas se paseaba la gente. Unos días podías estar inmerso en una deriva erótica y alcohólica sobre un trópico de fuego inspirado en los libros de Henry Miller, y otras, sentirte en caída de resaca como un penitente urbano que se hubiese escapado de la novela La chute de Albert Camus. Jean Baptiste Clamence escuchando el ruido de un ahogado en el rió, mientras  vive su guerra sorda en un país como una gran trampa. A veces,  era escorar hacia un nihilismo de lobo estepario en compañía de un Harry Haller; prendías un cigarrillo turco a la vuelta de una esquina en un suburbio descrito por Herman Hesse, tomabas posición y aguardabas…
Hoy nada de eso sucede, no queda duda alguna. A lo mejor, fueron capítulos bien terminados de un libro cerrado y olvidado en el anaquel de alguna biblioteca de capital de provincia.
Pero, algunas escenas quedaron para siempre, en la memoria de los de aquella generación.


3

Paralelo a eso, se trabajaba también; con miles de dificultades, los jóvenes creadores asumían la tarea.
Una noche, en mi taller de pintor cachorro, apareció Merardo con una tribu de teatreros armados con sus tambores, sus flautas y sus quenas; sus máscaras venecianas y sus atuendos de guiñoles con miradas bajo efecto. Las mujeres en sus trajes orientales estampados y sus patchulis de yerbas almizcladas, ostentaban sonrisas descaradas y en sus ojos, el fuego ondulaba y quemaba. Armamos rumba flamenca hasta altas horas de la madrugada. Se debe anotar que la vida gregaria del teatro va siempre surfeando en ola de comparsa; a diferencia del trabajo del pintor o del poeta, que es solitario por naturaleza; por lo tanto, una  irrupción de estas características, es algo que rompe con tu concentración y tu labor. Nada que hacer. Eran gajes del oficio; siempre he alternado largas temporadas de retiro recoleto y tibetano con descargas bestiales de adrenalina.
La tribu de saltimbanquis con atuendos medievales, la conformaban actores ambulantes que recorrían la región desde hacía semanas y había terminado su periplo. No recuerdo bien los mecanismos de su accionar; pero un día montaban un espectáculo en un colegio o una universidad y al otro día estaban en una plaza pública haciendo girar la boina y la mochila. Casi por azar, decidieron terminar este peregrinaje por las urbes de provincia, en mi taller.
En esos días tenía colgado en las paredes de mi atelier, una serie de pinturas: “TERATOLOGIAS URBANAS”. Homenaje a algunos escritores del misterio como Lovecrafth y Machen; a grandes directores del cine como F.W.Murnau. Criaturas del inframundo que de alguna manera parecieran escapadas de “El modelo Pickman”. Cuando las luces se iban a menudo por aquellos días en donde un verano extenso hizo bajar los niveles de agua de todas las represas de Colombia, yo iluminaba con velas y una lámpara Coleman de luz fría y extraña. Las ventanas sin cortinas de mi atelier, dejaban ver esas obras de gran formato y colores putrescentes iluminadas por los relámpagos. Otras veces, había recurrido al viejo truco, Goyesco  o Vangoniano, de las veladoras sobre el sombrero de ala ancha. Hasta que dejé de utilizar esta iluminación artesanal, cuando un sombreo de esparto negro ardió sobre mi melena, en medio de una de mis borracheras.
En las casa de enfrente de este barrio proletario, se asomaban señoras que se persignaban cuando veía aparecer los destellos de aquellas criaturas reflejadas en los cristales de las ventanas; aquella noche, para los vecinos, esas figuras grotescas; esa mascarada de comparsa de guiñol en la penumbra de un tenebrismo crudo, significaban la encarnación animada de aquellas figuras pictóricas de estirpe maldita que yo pintaba.
Fueron llegando, casi como por una convocatoria telepática, ese viernes: Víctor Poveda, Gushi de Negro, Alecrame Van Petit, Betzabhett Lissseti, Eloisa Estrella, Anfrosio Bertoldo, Carlos Mario el herbolario, y Juan Valentín; Armando Valdez, Pedro Valdez y su combo, Nelly sauvage rose, H.M. Ibáñez con cara de caballo blanco y brioso; Pedro Catarsis con su chaqueta roquera, H.F. Pinedo en su traje beatnick, de tres piezas y su copa de champaña,  y otros que habían tomado la costumbre de darse una vuelta por el taller para tomar el último tren  hacia la noche; locomotora de humo azul hacia las fronteras del olvido. Alguien sumó una guitarra al sarao; no recuerdo si Omar Bedoya o Julietta Bonaparte; El nivel de ruido comenzó a subir, algunos danzaban cual derviches tocados por el rayo verde; otros pogueban bajo el efecto de madame Blanche (cuando aquella dama, solía aparecer con bordados bolivianos en su traje blanco inmaculado y una flor de lirio sobre su frente de nieve). Las bailarinas despojadas de sus atuendos, danzaban con sus pieles al aire cálido del verano; se contorsionaban poseídas por alguna deidad yoruba; sombras catalépticas se agigantaban en los salones de la casona. Los tambores de los teatreros vibraban y resonaban contra las paredes de las habitaciones…los ñañigos santeros jineteaban con furia.
Luego… la sirena, el frenazo de un carro pesado; los golpes y patadas en la puerta…. Una patrulla de la policía, alertada por los vecinos que no habían podido dormir con los cánticos primitivos y tribales que parecían salir de una ceremonia africana en la invocación de algún Orisha. El colectivo uniformado del modelo Pickman, armado y brutal, estaba presente allí; querían explicaciones. Sus caras verde oliva se distorsionaban bajo las sombras chinescas. Alguien, bajo los efectos del alcohol gritó e insultó a los mutantes que, de un momento a otro ladraron y comenzaron a repartir bolillo. Alguien más respondió con una botella en forma aerodinámica. 
Aquella noche de carnaval lunfardo se convirtió en la gota que rebosó la copa.

4

La moneda lírica se lanzaba al aire…
La moneda giraba, caía sobre la otra cara…
La otra cara era solar…la vitalidad del día; tardes de caminatas al rio Otún; excursiones urbanas a los tanques de los acueductos en donde había un pequeño relicto de árboles de guayaba y mandarinos. A las canchas de basquetbol de Kennedy, Cuba o el Jardín. La tertulias en el lago Uribe donde dimos nuestra primera vuelta de sueños. Las dos cosas, si lo miramos bien, estaban equilibradas; lo lunar y lo solar. Y a pesar de la violencia que cada día tendía a acentuarse casi sin que nadie se diera cuenta, nosotros caminamos la ciudad de Pereira; esa Urbana Geografía Fraterna era nuestro espacio en comunión, que mantenía el equilibrio entre los sueños de halconeros adolescentes y la realidad de nuestro país; salvados por esa luz dorada y cobriza. Ese aire azul que convocaba las bandadas de aves de las montañas, hoy ya perdido y contaminado. Las jornadas de natación en las riveras del rio Otún; la caminata de iniciación, inmersos en brumas de frailejones verdes en las nieves del nevado; (el rayo a un costado sobre el lago, fugaz metálico, venusino). Esa búsqueda de naturaleza total en el retiro. Nos mantuvo con energías suficientes para afrontar la noche. Tal vez, estábamos preparados para esas maratones, después de caminar bajo el sol horas enteras buscando donde refugiarnos del mundo, y encontrarnos con los misterios de Eleusis.
Soteria…salvación y Epopteia…contemplación, en las playas solares de nuestra adolescencia, después de beber el kykeon; la cebada en cornezuelo; lisérgica cerveza de la iniciación;  honguisa mística del Lophopora williamssi diluida en la caña de panela; sagrada melaza Psilocibe de la exploración interior. La poesía por lo tanto, tenía ese componente de soma vital, que nos permitía un derrotero de sueños en medio de la incertidumbre. Luego, algunos, decidían tomar las autopistas de velocidad con temeraria actitud, salirse de los mapas en solitario, encontrar las vías de escape a la locura. Era la norma, nada fuera de lo común; hoy no aconsejaría ese modus vivendi a los nuevos poetas adscritos al ministerio de cultura. Los que hacen la abominable carrera del funcionariado; los adscritos a los gabinetes municipales. Ya que, si en el día solar, la mística del poeta en preparación es forja de guerrero para la existencia; en la noche, es entrar en el territorio de la incertidumbre. El horror y la insania pueden aparecer en cualquier momento detrás de esas mascaradas lunares. No era una pose para salir en una fotito y repartirla en los medios; el cuadro era, un poeta inclinado sobre su copa iluminada de ajenjo, con una mujer de ojeras azules y mejillas empolvadas de luna, esperando en un bar olvidado del mundo.
La banda sonora de nuestra juventud, la salsa de Héctor Lavoe bajo el humo acido de los bailongos de arrabal. Starway to the eaven de los Led Zeeeppelin y The dark side of the moon de  Pink Floid en los botellones psiconáutas del lago Uribe; los tambores afro caribes de Santana en las cabañas del nevado; el musical barroco, esotérico y extático de  In a gadda Davida de los Butterfly en el taller de Darío Rodas, (ilustre maestro de la acracia ya fallecido) en compañía de Cesar Ramírez “Mateo”, el místico trotamundos más sincero y grande que haya conocido en vida; (A quien muchos años después, lo reencontré en la salida  Atocha en el metro de Madrid; pero esa es otra historia).
Merardo lo recuerdo bien, era el que creaba el puenting de aquellas veladas; flashmobs que se daban a razón de dos y tres por semana. Gestor cultural sin que se hubiese aun inventado el término, creador de crowfoundings, antes de que ese anglicismo entrara en el diccionario del hípster contemporáneo. El performance de clara filiación alcohólica, era hasta que el cuerpo aguantaba, y terminaba cuando los caballos de las hordas orientales habían galopado hasta reventar, dejando las praderas secas en las fronteras del amanecer. Teníamos cuerpo y aguante, y a esa ceremonia, tenías que entrar preparado para caminar; como en la obra de Ferdinand de Celine, hasta el fin de las noches. No sé si era escapismo; no puedo discernir si era locura; solo sé que, quienes vivimos esas Seasons en le enfer, lo hicimos como quienes pagan una cuota alta de libertad, arriesgando en la experimentación, con elementales vegetales en las fronteras de la poesía. Una incursión en los cotos salvajes de los paraísos artificiales. Algunos logramos salir un poco tocados, con las heridas apenas restañadas; otros pagaron con su salud y hasta su vida.
Esa poesía de existencia o de experiencia, como la denominarían algunos críticos y poetas españoles como García Montero (denostada por unos, valorada por otros); de alguna manera esbozó ideas literarias, que años más tarde fueron material de fragua para poemas, cuentos y novelas. También fuimos sensibles a las experiencias surrealistas e informalistas; a los planteamientos futuristas de la acción literaria; los nadaistas colombianos y los anarquistas catalanes. Todo eso, de alguna manera, se expresó aquí, en nuestro Cabaret Voltaire pereirano. Más tóxico eso sí, y en ocasiones más peligroso.
En el caso de Merardo, era esa experiencia matizada en la paleta impresionista de un pintor de la Rive gauche y macerada con especias fuertes; la que creaba el paisaje y agregaba sal gruesa para el banquete proletario. La boutade elevada a la condición de arte; lo burlesco trasformado en broma de infinita claridad. Puesta en escena del teatro de la crueldad artaudiano. Meditación existencial de impacto lírico; monólogo en las fronteras de un mundo en donde el poeta es un paria, un apestado, un hombre molesto para la sociedad. Una sociedad que eleva a la categoría de embajadores culturales a regueatoneros de medio pelo y se les publicita ad nauseam, mientras escritores de probado talento, caminan bajo la sombra de la muerte con un clavel sangrante en las gastadas solapas de sus sacos negros. Una sociedad que eleva a la cumbre de su santoral, a un mutante goyesco para afirmar la violencia genética diluida en su sangre como Treponema pallidum, mientras mueren de hambre y frío, genios en la oscuridad, sin que nadie se entere de sus obras, como en la canción de Duncan Dhu. Un país en donde se mata a guardabosques y líderes campesinos, y se lanzan las dragas de la minería para acabar con los páramos en donde los recursos del agua de las futuras generaciones son esquilmados. Un país en donde se mata al jaguar, la bestia mítica y sagrada para extender la ganadería de la muerte.
Merardo, está lejos de las maneras del artista funcionario, que teje redes de amistades operacionales para los dividendos; aquellos, estructuran su accionar bajo el mandato del político mediocre al servicio de una estética del poder; círculos cubiertos de velada hipocresía en donde se veta al talento  inconforme, al extraño rebelde, al iconoclasta de raza. Burócratas y “curadores” de carrera, que se han preparado con esmero para conformar su camarilla con la que acceden sin barreras a las arcas el estado, mientras entonan el mantra naranja azafrán de la cultura.
Viene de otra escuela, de otra academia, en donde se marchaba por la libre y cada uno iba a su aire. Otro tiempo en donde los artistas tenían que agenciarse su laburo; la creatividad era obligatoria para quienes rompían lazos con la normatividad social. El código era abierto y los fronterizos eran bien venidos; se les trataba con aprecio fraterno, y a los poetas cachorros les ofrecía una buena mesa, la palabra y una copa de vino. A los mayores, se les respetaba, pero no se les temía; se les daba su espacio y se aprendía de ellos. No levantamos un altar para el sacrificio, ni cruzamos la montaña subrepticiamente empuñando el hacha para derrocar al rey del bosque, ese que meditaba senil bajo la rama dorada. Lo dejamos solo en su reino para que la vida lo pusiera en su sitial. Eso sí, el acartonado cubierto de medallas oficiales y protector del Ancien régimen, recibía toda la carga de nuestras ballestas. Teníamos modales; exquisitos modales; pero, llegada la ocasión y en justa causa, podíamos desatar una tormenta.
Merardo ha sido, a su manera, un poeta partisano que marcha en una delgada línea de confrontación literaria y poética. Su figura de fauno asilvestrado; grifo goliardo escapado de una piedra de Notre Dame, sátiro burlesco que va en contravía de la Political Correctness; Siempre ha mantenido la posición; y si alguna vez ha sido convocado; si alguna vez ha sido sacado de su barricada poética; es porque de no hubo forma de anularlo. La generación de la que hablo, tiene  algo del alma punk; nuestro manifiesto está adscrito a cierta sangre de bronca urbana, herencia de los Sex Pistols y más tarde el aire grunge de un Nirvana. Nosotros bailamos el Blitzkrieg Bop de los Ramones, con las chaquetas negras, los pitillos azules y las zapatillas de lona. La censura velada de la academia opera con sutileza, pero casi siempre se queda corta, cuando da con huesos duros de roer. Cuando no pueden matar a la bestia, tratarán de confundirla; por último, tratarán de domesticarla.
Más cercano a la emboscadura del lobo esteparia Hesseano; Merardo toma un camino alternativo que rodea la periferia de la ciudad sitiada, evita las trampas, pero no huye de la peste.  Medardo es el poeta-actor que hace estallar su verbo de francotirador en medio de la noche; a veces sana en catártica performance con su risa; cuando no, escupe sal sobre la herida. Su estilo breve, sentencioso. El poema adquiere la forma estética de  un haikú de vuelo libre, que pareciera ser expresado por uno de los  desclasados samuráis de kurosawa. Sus versos no siempre cierran, no encabalgan, se rompe el ritmo muchas veces, no danzan en la línea de cadencia las palabras. No le apuesta al preciosismo de joya gastada ni ofrece sus verso para que los pulimenten los poetas consagrados. No le jala al chaqueteo. Va con su diamante en bruto de luz fría,  golpeando las frases; cuervo negro que  picotea en la puerta bajo la ventisca. Casi siempre, sus poemas, dejan una pregunta en el aire, el eco de otra voz, el ruido de una ventana que se cierra mientras arrecia la tormenta. “Un simbolismo que invoca la idea de un boletín viajando por el mar de la existencia, y al mismo tiempo de fe en el universo que es donde habita el bálsamo poderoso de la poesía” como lo entiende el escritor e historiador, Julián Chica Cardona, en el prólogo de su “Botella al mar”.

Pero antes de esos viajes a las playas del lirismo humanista, Merardo había lanzado algunas cargas de profundidad: 

SODADE
Para que no entres en mi casa
He llenado mi jardín de quiebrapatas
Y sembré de estacas el camino,
Los techos de francotiradores,
dispuestos a reventarte el corazón
y la sangre.
Para que no entres en mi casa
Me he convertido en un chacal asesino.
Para que salgas de mi corazón
¿Qué arma utilizo?

Viajero, inquieto de una tribu de poetas y actores que con su vida nos proporciona risas, pero que también aporta un poco dolor y peligro. Mantengo distancia frente a sus gustos heterodoxos en materia de carne trémula; pero, reconozco una cercanía de intensión con su poesía de teatro pánico. Ya que la poesía en países como Colombia, no está para enternecer damas piadosas o para cantar lullabys a los bebes de Rosemary, que en pocos años serán adoctrinados por la propaganda de RCN Y Caracol. La poesía en Colombia debe cuestionar y si no al menos provocar una erupción en las nervaduras del alma.



5

Pero no se equivoquen señores y señoras...
A esas alturas es necesario una aclaración: no todo era bohemia y brumas etílicas.
Se trabajaba y se creaba.
Merardo, participó como actor secundario, y más tarde como actor principal, en obras montadas por media docena de grupos regionales y nacionales. Desde Shakespeare a Ionesco, desde clásicos del teatro español, hasta performances surrealistas, presentados en salones nacionales de arte. Grupos de teatro como el de Antonieta Mércuri, Blanco y Negro, Nueva Escena, contaron con su participación de actor de talento. Luego, pasados los años, con su trabajo viajó a escenarios de  Alemania y recorrió mundo.
Participó activamente en la fundación de La editorial  “GRIFFOS DE NNEONN”, en conjunto con Alex Rendón y Didier Arenas; La revista “Arte siete” con Alejandro Taborda, (editorial de arte independiente, con la que se hicieron tirajes  limitados de bella factura). Mi novela gráfica poética, “LA DAMA DE LOS CABELLOS ARDIENTES” (una de las primeras de Colombia según algunos investigadores), fue publicada artesanalmente con este colectivo; Más tarde, publicada por German Ossa, en estado de gracia, al frente de un fondo cultural ya desaparecido.
Hicimos las primeras exposiciones eróticas de formato mínimo, en la caseta cultural  del lago Uribe, e inauguramos la galería de la taberna “Vara de caña” en donde se colgó la primera muestra de las “Teratologías Urbanas” (la segunda exposición fue en el club Rialto) patrocinada en su totalidad, por el recién llegado de la legión extranjera: Jaime Roxas; poeta-empresario, que venía de hacer sus reales en Centro América y estaba decidido invertirlos en bohemia y musas de renombre; lo demás, como él mismo lo dice años después: fue dilapidado. Y por supuesto, los memorables festivales de poesía regional, orientados por Jairo Henao que lograron la asistencia de centenares de personas, en teatros como el Santiago Londoño, el teatro de la universidad libre, la Universidad del Área Andina, la universidad Católica de Pereira y el teatro Confamiliar.
En alguna oportunidad, Medardo, experto en conseguir patrocinios de quienes tenían en buena consideración la embriaguez de los poetas, pues la consideraban un acto sagrado de estirpe báquica. Se agenció un par de docenas de cajas de wiski Old Parr. De tal manera que, irrigamos nuestro sistema hepático con los caldos escoceses. Cuando se terminó aquella dotación, que parecía sacada de las bodegas de un Capone en la época de la prohibición; fuimos a su atelier mansarda que por aquel entonces compartía con Rendón (pintor de gran talento, hoy viviendo en Alemania). Me mostró, para mi asombro, una nueva serie de cajas que acababa de conseguir y que tenía reservadas para las jornadas que se avecinaban. Así que en los recitales de aquellos días organizados en tabernas innombrables, la comunidad de los poetas sedientos, que bebían como cosacos sin resaca, tenían sobre sus mesas hermosas botellas ambarinas. Hoy día, a los escritores en estas provincias cafeteras, ni agua de beber se les da; y eso, en mi opinión; constituye una falta de etiqueta y sobre todo una muestra más de la porca miseria y tacañería de quienes se ocupan de gerenciar juegos florares, festivales líricos, conferencias de tres al cuatro y otros eventos literarios al uso.
Lo cierto es que, como teníamos más cajas del preciado licor, que aparecían como por arte de magia, ya que nuestro benefactor (un importador que tenía relaciones comerciales con más de 12 países) recibía pinturas originales de los artistas de mi generación en forma de pago. Y como Éramos alcohólicos sociales, mas no dipsómanos irredentos; estábamos en una  bohemia cuyos rubros son de amplio espectro, y también comíamos;  Buscamos a quien vendérselas.
Por aquellos días, abrió una discoteca un nouveau entrepreneur, en un centro comercial muy prestigioso de la ciudad. Le vendimos aquella dotación británica del viejo Parr; también al bucanero de Buchanans, con sus perritos, el blanco y el negro. Y de paso la idea de hacer una inauguración fuera de lo común que decidimos bautizar: “Los poetas bailan salsa”. El emprendedor, (hombre que frisaba los cincuenta por aquel entonces) y quien en su prima juventud, había sido amigo personal de Héctor Lavoe; me dijo en esos días, que había estado dudando entre fundar una revista o montar un café galería, pero terminó creando una discoteca, por una sencilla razón: la mujer que le inspiraba y alegraba la vida, era danzarina del Trópico de Alquimia. En aquellos días, los Gatsbys circulaban y crecían dentro del espectro urbano, y sus Daysis del Tropicana, recibían merecidas atenciones y eran complacidas en todos sus caprichos.
Toda la cofradía bohemia, que por aquellos días ya sumaba a Hugo Montoya, se preparó para la rumba. Días previos a ese bailongo, Montoya había pergeñado su famosísimo: Clasificado.


  "NECESITASE MUSA"

¡Necesito una musa con urgencia!
que mantenga mi circulación con frenesí de ebrio.
Que me regale los versos que no cantó
la Janis Joplin.
La quiero en una noche de luna
cubierta con un velo.
Que no me abandone cuando camino en extramuros.
Que tenga la alegría de B.B.King
y la paciente ternura de Walt Whitman.
Que haya bebido el whisky de los marinos en los puertos.
La quiero con mañas de prostituta.
Que haya sido traga espadas en el circo.
Que tenga alma de pantera de Kenia
y haya comido carne humana.
Que sepa esperar como lo hacia Penélope.
Dura y sufrida como una dama de Bangladesh.
Astuta e intrigante como una Mata-Hari.
Decidida y mártir como Salavarrieta.

Vacante musa de Gómez Jattin:
Si aún no encuentras un poeta,
yo te espero. Vén pronto...
¡Necesito una musa con urgencia!


Poema que había publicado en un diario de circulación regional y había logrado el feedback de cien respuestas. Después, de una difícil deliberación en solitario retiro, y que duró 15 minutos y medio, según él. Había escogido a su pantera de Sumatra: una mulata barranquillera de uno ochenta, sin zapatos.
Llegó la noche.
La fiebre de un viernes en la noche, hacia subir la temperatura. Todos habían hecho un esfuerzo para que sus trajes y modas de la época, fueran una forma corporal de expresión. Se mezclaba el clasicismo tropical y el expresionismo montañero; lo carnestoléndico y lo tribal. Lo Newyorkino y lo sureño, Lo oscuro y lo luminoso.
Yo llegué sobre las nueve; recuerdo ingresar en ese antro psicodélico, como un personaje de Piñera el cubano… extraño lugar, donde las almas flotaban livianas cantando en la oscuridad. (No recuerdo el nombre del cuento; en estos días lo busqué en "Cuentos Fríos" para escribir este texto, pero no lo encontré; las cursivas hacen parte de un poema de Urbana Geografía Fraterna, que de alguna manera expresan lo que en aquel instante sentía. En el fondo soy un poeta impresionista, que le voy a hacer). Me acomodé, para disfrutar de la barra libre que había destinado el nuevo empresario en exclusiva para esa fiesta. La coctelera multicolor atendida con diligencia por conejitas azules de corbatines rojos, estallaba bajo luces de espejos facetados, mientras la lluvia de la orquesta Mondragón sonaba lenta y sincopada. La danza colectiva de la cueva nocturna comenzó; el cardumen pulsaba bajo la música. La gente no terminaba de llegar: Juanita Salome, Amparito Zuluaga y Patricia Larralde, Pedro Juan Maltes y Carlos Pedraza. En la pista se azotaba baldosa sobre, lluvia y nieve… lluvia con nieve. ¿Cómo no rememorar esa página del escritor caleño?…Lluvia...nieve. Lluvia con nieve… Montoya, de guayabera y zapatillas blancas, estilo caribeño, se magreaba en danza con la mulata de uno ochenta sin zapatos; afinaban coreografías importadas de la sultana del valle, florituras de entrepierna y agarrón de caderas, bajo una bola espejo disco que giraba e iluminaba las pieles de los bailarines; sobre la fiesta pagana florecían vitrales cinéticos de erotismo ochentero. Este no era el parque Caicedo; era el centro comercial, de la ciudad sin puertas. Al fondo, en los espaciosos baños, los olores montunos de la dama de los cabellos ardientes (la mata siguaraya de Oscar de León) se irradiaban y extendían a todo el centro comercial. Leonardo F. Marín, con un saco de hilo blanco iridiscente, se mantenía extasiado en un baile apasionado, con una gringa hermosa de cabellera dorada de visita por el eje. Danza al clavel, que incluía besos de minuto y medio; apneas de características zombie, mordidas antropófagas en el centro de la pista; todo el conjunto conformaba un agujero negro giratorio que nos mantenían bajo efecto de caída. Nelly sauvage-rosa bailaba ataviada con vestido de terciopelo rojo; impartía cátedra corporal mientras acentuaba con movimientos orientales lo rotundo de sus curvas. Merardo, estático, miraba detrás de unos cristales semiopacos, sentado en el sillón de una esquina. Brillaba con un aire baphomético. Fauno en ceremonia del bosque de cristal. La fiesta negra, la rumba brava, su  místico aquelarre.
En la consola sonaba “Hay fuego en el 23” y la pista ardía. Seguía llegando más pipol del colectivo under de la ciudad. Los alternativos y los punketos; los grunguies y los místicos; los anarquistas y los del ghetto; los del norte y del Soweto. (La noticia de barra libre había corrido como pólvora). Después de varias horas y agotadas las existencias de licor; estalla una pelea brutal entre dos muchachas ataviadas de cuero negro de la tendencia LGTB /SMB/XXL. El colectivo poético, que ya era minoría entre las tribus reunidas; intervino, puso orden; atendió a los heridos y a las heridas y a los trans… (Para que no me tilden de misógino, homofóbico, transfóbico)… a los trans de la riña, como les decía; también se los llevaron. Se los llevaron a los Seguros Sociales que quedaban a tres cuadras (esa es la gran ventaja de las ciudades de provincia; que todo nos queda cerca. Hasta la morgue.)  
En la pista semi desierta, el empresario, elegante en vestido negro y ya borracho, bailaba con su musa, una señora estilizada, que inclinaba un poco el peso de su grácil cuerpo sobre su pierna derecha (Sarah Bernhardt otoñal, con brillo de oro Klimt de 24 kilates).
Bailaban…bailaban…bailaban.
Algo de rock-blues; después, algo lento de Mecano; algún disco Bonie M. El empresario y M-baker dorada bailaban.  Algo pesado y licantrópico de la Unión. Pero después… Él se apersona del equipo de sonido.
Para la música.
El hombre saca dinero de su chaqueta y despacha a los meseros, a las conejitas, a las cortesanas, a los saltimbanquis urbanos, a los mimos de las sombras, a los dealers de Madame Blanche, a los corsarios de Marye Jane; y dice:
 ––Me quedaré solo bailando con mi prometida. Muchas gracias por su asistencia.
     Así que todos decidimos salir.
En ese momento, en el equipo de sonido de la discoteca, suena algo nostálgico y lleno de poder…  “My way” de Sinatra. Vimos por unos instantes, la pareja, sus movimientos lentos, su cadencia pesada a través de las grandes puertas de cristal. En la pista, el empresario y su novia bailaban… allí estaban ellos, en la penumbra solitaria que susurraba la última balada del verano.
La gente salió poco a poco; caravana nocturna hacia el lago Uribe Uribe. La mañana y su lucero estaban por delante; las calles solitarias de Pereira destilaban aires dulces de mandarinas y limones, de flores de café y caña, de vino, whiskey y aguardiente… y todavía quedaban algunos canutos por quemar. 
La discoteca cerró esa noche y nunca volvió a abrir sus puertas.
Nunca más supimos del empresario y de su enamorada. Jamás.


6

Merardo fue al sur;  Ariadna, la hermosa leona, regresó de  las Pléyades a este jardín de las delicias terrenales.
Yo estaba en otra dimensión. Y por aquel tiempo marché al norte.
Años después, encuentro de nuevo a Merardo en la ciudad. El tiempo ha golpeado un poco su cara, pero su ironía se mantiene fresca con una mueca de  optimismo crítico.  Está vital y en su labor. Esperamos que su poesía y su teatro sigan haciendo su función.

Cincelo en la roca

un silencio.
Pero un golpe seco y agudo
se ha vuelto sombra
se ha vuelto 
eco.
Sombra y eco...
Piedra tejida en negro mineral para mi capa
con la que cubro mi voz, en las fronteras del misterio.
M. A.




sábado, 22 de febrero de 2020

LAS AURAS FRÍAS (JOSÉ LUIS BREA): VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS


Javier González Panizo



Resultado de imagen de NAIM JAUN PAIK




Veinticinco años de Las auras frías. Y no, no sé si se trata de un libro capital, de una importancia que le haga merecedor de traerlo aquí a colación de semejante efeméride. Digo esto porque no quisiera incurrir en el recurrente hagiografismo que nos bombardea. Sin embargo, a veinticinco años vista…cuantas cosas han cambiado. Para bien. Subrayo: para bien. Y cuanto hizo ese ensayo por, si no abrir horizontes nuevos, sí al menos despejar algunos de la contaminación postmoderna que nos tenia presos de una serie de tics estéticos que, fácilmente, nos habría llevado hacia un recrudecimiento de las posiciones conservadoras y reaccionarias.
Porque quizá nuestra cobardía sea manifiesta, quizá nuestra impronta agorera y agonística –calificativos que el propio Brea utiliza para comenzar su reflexión– sea aún demasiado profunda como para dejarnos soñar con el ímpetu suficiente. En todo caso, somos –quizá no lo dejemos de ser nunca– los últimos hombres, supervivientes de una catástrofe mayúscula que ha dejado como ruina un solar desértico donde es imposible orientarse. Pero sin duda que un logro que se destila de las páginas de este ensayo es que mejor que simular una superación de nuestros síntomas es enfrentarnos cara a cara con nuestros fracasos: dejar que el arte habite en la frontera antinómica de su indecibilidad, que el arte surque y transite todas y cada una de las paradojas que cierto impulso postmoderno daba por superadas de manera torticera y fútil.
Y es que, hay que reconocer, la tesitura en la que estábamos encallados hace veinticinco años era digna de tenerse en cuenta. Por un lado la empresa de elevación de la transvanguardia, neoexpresionismo y nueva figuración a los primeros puestos de las estrategias artísticas de más altos rendimientos –traducido tanto en éxito comercial como de crítica. Por otro lado, lo panfletario de un cinismo epocal y de un pensamiento débil que veía en la pluralidad postmoderna la posibilidad última de un “todo-valismo” encaminado a erigirse como superación de las diferentes etapas del arte y, sobre todo, a limar la esfera de comunicación social hasta convertirla –de manos del reino de lo nuevo– en privilegiado ámbito de diálogo ideal, de validez universal e intemporal de la obra capaz de una recepción universalizada de la obra. El resultado, de seguir estas premisas, eran difíciles de desarbolar de un solo golpe: una democratización del arte en el sentido de continuar las “expectativas que definen en rigor el Proyecto moderno” y que “se han ido revelando irrealizables”.
Frente a esta situación, la labor de Brea consistió no ya en poner paños calientes sino en negar la mayor: de lo que se trata es de proponer para el arte “un destino más alto en su problematicidad”, un destino que, lejos de seguir anclado en un proyecto, el de la Modernidad, que ya ha dado demasiados signos de inviabilidad y de su naturaleza antitética, subraye el impulso paradójico que lo anima y poder así mantener “conjuntas aspiraciones difícilmente compatible, como la de asegurar la absoluta autonomía de la esfera sin renunciar a la vocación de compromiso con el proyecto civilizatorio de la organización social”. De seguir esta senda el arte remitiría a la certidumbre de que no hay otra opción que “habitar el delgado filo constituido por sus contradicciones programáticas. Y de que, en el curso del desarrollo progresivo del nuevo orden de su hiperinsitucionalización, éstas habrían de exacerbarse”
Para ello Brea expone que “el posmodernismo es un vanguardismo, que la conciencia posmoderna representa un refinamiento a la contradicción, el disenso, la diferencia, la fuga, la desviación, la violencia crítica”. Pero, ¿cómo puede ser esto si la empresa de limpieza y pulido del fracaso de la Modernidad nos ha dado a pensar la postmodernidad como la panacea del eclecticismo y de un cierto retorno al orden que, según los adalides de las neovanguardias, era lo que más convenía?
Para tal fin Brea rearticula la impronta vanguardista en las estrategias estéticas actuales y pone en limpio el diagnóstico Benjamin referente a la desauratización de la obra de arte: sólo con esos dos movimientos la concatenación de paradojas y antinomias que pueblan la supuesta autonomía estética da para bastante más que un simple desmontar todo el tinglado postmoderno en relación a los nuevos lenguajes figurativos y expresionistas, toda aquella maquinaria puesta en marcha por Achille Bonito OlivaRudi Fuchs y la Documenta 7, o Christos Joachimides y Norman Rosenthal con su Zeitgeist o New Spirit in Painting.

Schnable, adalid de la nueva figuración

En lo que refiere a las tesis de Benjamin referentes a la pérdida del aura, el pulsar generalizado en las prácticas artísticas es que lo importante, la novedad que traía la reproducción técnica, era, efectivamente, la pérdida del aura: un rasgo epocal a explotar y para el que una mala y simplona interpretación del gesto rupturista de Duchamp sirvió de detonante para entender que de lo que se trataba era de forzar la máquina para hacer del antagonismo copia/original germen de una supuesta crítica estética. Una vez perdida el aura, una vez perdida la función cultual de la obra de arte, el propio arte entraba en una nueva era donde la reproducción técnica hacía que los antaño valores de original y autoría quedasen totalmente eliminados. Esa senda fue sin duda transitada por aquellos que comprendieron que todo remitía a un problema de copias frente a originales, de desplazar unas fronteras, las del arte, que pese a todo era conveniente mantener como límite de un territorio al que poner por nombre “autonomía estética”.  
En este sentido, señalo –Brea no lo hace– la empanada mental y confusión de uno de los teóricos más importantes, Arthur Danto, que vio en la ineptitud de esta senda intransitable el rasgo que hacía de Warhol el filósofo contemporáneo más importante: cuando la institución-arte se desarrolla hasta el límite de hacer indiscernibles el ‘objeto de la vida’ con el ‘objeto del arte’ lo que se tiene no es una epifanía reveladora del momento del arte sino la cortedad de miras de una arte afanado en confundir un problema adyacente del arte –el de la copia y original, ya en danza desde el Clasicismo– con su núcleo antinómico fundamental .

Warhol, Danto y cierto confusionismo

Por el contrario, y como piedra angular desde la que elevar al arte a un destino más alto que aquel al que se le tenía enclaustrado, la tesis de Brea es que si bien hay que reconocer la capacidad analítica de Benjamin en descubrir el acontecimiento, el desplazamiento que supone la reproductibilidad mediática en el ámbito del arte, lo cierto es que no interpretó el sentido en toda su rotundidad. Es decir, su diagnóstico es claramente “impreciso, insuficiente”. Lo que ha sucedido no es una pérdida sino un enfriamiento del aura, una desintensificación que conlleva multitud de efectos encadenados en la esfera del arte.
No es que el aura sin más, y merced a esa eliminación de “una lejanía que se hace presente” que imprime la reproducción técnica, desaparezca: lo que sucede es que el aura se pliega al nuevo modo de distribución y exhibición de la obra de arte, se concita alrededor de la función secularizada que la técnica dota al objeto-arte en detrimento de su función cultual o religiosa. Es decir: si en el anterior régimen de producción artística teníamos un aura fuerte como receptáculo de una densa carga de memoria, con el régimen estético que inaugura la reproducción técnica el aura no se pierde sino que se enfría, pierde intensidad al quedar ahora referido no ya a la legitimidad ritual de la comunidad sino en el continuo desplazamiento desde el objeto hasta su representación en los media, en la absorción de su caudal estético por los canales de distribución y exhibición mediática, de manera que el objeto como tal, la obra de arte, viene a ser entonces el ostentador de todos los flujos transaccionales en los que su representación mediático forma parte. La consecuencia principal es que “el nuevo aura tiene su origen, precisamente, en el lugar en que Benjamin preveía la causa de su desaparición: la reproducción mecánica”.
A partir de aquí la red de puntos de fricción va creciendo sobre la base de dos pilares o polos que, operando dialécticamente, entablan el conjunto de paradojas desde donde el arte debe ser producido y pensado. Por una parte esta desintensificación conlleva, con la implementación del régimen mediático en régimen de reproducción de la realidad, una suerte de estetización difusa, una conquista de todos y cada uno de los ámbitos de los mundos de la vida por una industria cultural y mediática que, a años luz de la caracterizada por Adorno, no ya solo filtra o manipula la información que representa lo real, sino que lo real ha pasado a ser ahora enteramente producido y precedido por los mass-media. Por otra parte hay que señalar que esta estetización, comprendida sin duda como una colonización de la vida a manos del arte, es uno de los reclamos y puntos fuertes de la vanguardia –el “desbordamiento-rebasamiento del lugar del arte a favor de la inundación de los mundos de vida”– y que como tal debe ser mantenida por aquellas estrategias estéticas que quieran ser llamadas críticas. En este sentido, y en la seguridad de que “sin el trabajo de la vanguardia, el sistema del arte avanzaría calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia su enrarecimiento, hacia su muerte por tedio”, si hay algún impulso que las vanguardias hayan dejado en herencia a la práctica artística ese no es otro que la capacidad del arte para habitar en un terreno minado de antinomias y, con ello, “la lúcida asunción de la dificultad de resolverlas, de superarlas”.
Lo fundamental es que es solo recorriendo esta paradoja cómo el arte puede superar la afasia que supone su reconducción a la formalidad estilística del todo vale y a ese eclecticismo con el que equivocadamente se saludaba al postmodernismo. Si por una parte la legitimidad de la obra como arte no viene ya dada por su inserción cultual en el seno de la comunidad pero tampoco, dada la aceleración social y la vorágine de tensiones que el régimen mediático vehicula, es ya posible pensar un campo social consensuado de diálogo sin fin, un campo kantianamente formalizado donde el juicio del gusto se construya en confrontación directa con el objeto-arte, por otra parte –tal legitimidad del arte– queda a expensas de un régimen de reproducción mediática de la realidad que, al tiempo que pone la etiqueta de arte a algo, lo desontologiza, lo desmaterializa, lo colonializa para las tectónicas del capital administrado. 


Erigido sobre esta paradoja, alimentada por un lado por una desintensificación del aura y por otra por una expansión que toca tanto el núcleo central y deconstructor de las vanguardias –núcleo e impulso que hay que mantener ya que sin este cumplimiento del programa general de las vanguardias de borrado de una lógica de la representación mimética y de todo el entramado idealista de conceptos, “de ninguna manera tendríamos acceso a la experiencia de una relación no-aurática con la obra si no fuera por el legado irremisible de todo ese fiero trabajo de autonegación radial de la obra de arte”– como el proceso social de producción mediática de la realidad, de precesión simulada de la hiperrealidad (Baudrillard atraviesa de principio a fin este ensayo), concitando al arte a un proceso de progresiva desmaterialización –un devenir-in-material– de todos los intercambios y lazos de interacción que articulan su cohesión” y que, de hacer tabula rasa y eliminar todo impulso crítico, va de la mano con el diluido de realidad favorecido por el capital, el arte sufre una transformación radical hasta el punto “que tiene sentido hablar de una variación rotunda del modo de darse la experiencia artística contemporánea”.
Desde esta atalaya, no se trata de hacer de la muerte del arte idea regulativa epocal ni de tampoco dejarse llevar por los hervideros del ecleciticismo neovanguardista que ven la oportunidad para el surgimiento de un pluralismo donde, por fin, cabemos todos. De lo que se trata es de, insistimos pues este es el latir nuclear de la reflexión de Brea, asentarse en esta red de paradojas, empeñarse en problematizarlas, abogar por una “lúcida conciencia de las contradicciones que animan sus expectativas en tanto definidas bajo el signo de lo moderno, pero no necesariamente la decisión de renunciar a ellas sino el mantenerlas, en tanto expectativas, como reguladoras efectivas tanto más necesarias bajo el signo de la complejidad”.
Mucho más, sin duda, podría decirse. Pero basta para al menos ensayar una cartografía general. Y basta, sin duda también, para sabernos herederos directos de estas premisas. Porque, pensamos, es este ensayo incipiente de Brea –redactado en los años 89/90 y publicado en 1991– el que guarda, dentro de aquella su primera época dedicada en profundidad a la alegoría, más y mejores pistas para rastrear en el presente y el que toca puntos que atraviesan su reflexión y que vienen a desembocar, de manera todavía no asimilada del todo, en su obra cumbre, Las tres eras de la imagen.
            Entre ellas, como no, enumeramos:  
La elevación de la tarea y misión del arte por encima de la catástrofe que la asunción emancipatoria de la Modernidad pretendía hacer posible; fin del tiempo del cansino lamento por las exequias de un tiempo aparentemente mejor; inicio, algún día, de una senda abierta a la rotundidad de la diferencia. Si de hablar de arte toca, “nada de tolerar esa práctica inofensiva, sólo sostenida en la credulidad estadística que adormece al tejido social”. Y, como premisa única y fundacional, “o vanguardia, o liquidación fulminante de toda la mentira del arte”.
Fin también de toda secuenciación histórica y progresiva del arte, de toda operación de barrido y puesta en limpio de un escenario donde eclecticismo, todo-valismo y una pluralidad a-crítica operen con el descaro que han venido –y continúan– haciendo. Conciencia clara que el arte es un terreno minado de antinomias y que no se trata de superarlas sino de hacer noche en ellas. Y, ahí, esperar a la aurora.
Dar por cerrado el sueño de la autonomía: la transformación en el ámbito del arte provocada por el desplazamiento del aura a su efervescencia mediática genera una situación catastrófica para el propio arte: la “plena homologación del conocimiento estético al de cualquier otro orden del acontecimiento, en su administración mediática”, una homologación que, sin duda, da por cerrado cualquier intento del arte a aspirar a su plena autonomía.
Y, sobre todo, ser fiel a la profundidad del cambio epistémico que la reproducción mecánica y telemática han infringido a la (re)producción de la (hiper)realidad y a los desplazamientos que como tsunamis han asolado el terreno del arte mimético y representacional y que pueden ser validados en la premisa de que “el viejo aura cuyo desvanecimiento había augurado Walter Benjamin ya no preside, ciertamente, la experiencia estética”. Y eso porque la experiencia estética –y la legitimidad que de ella pudiera inferirse–, como comunicación que es, y al verificarse ésta a través de los mass media, no es una trasmisión de información de modo que su verificación pública pudiera estar simplemente afectada por los mass media; no es tampoco “una experiencia valorativa, la de la enunciación de un juicio de gusto” de modo que “la legitimidad de éste sólo podría asentarse en el encuentro directo, empírico, experiencial, con la fisicidad material del objeto, de la obra”. La experiencia estética –y esta es la fundamental tesis de este ensayo– se da en mediación con un aura que “va a ser ya sólo el sentido: un efecto de campo que se genera en la velocidad circulatoria, en la comunicación. A partir de ahora, sólo eso: y nunca más un efecto de creencia”; aura como “fría decisión seducida de participación ceremonial en el consenso mediático, eléctrico, que da nuevo signo a la experiencia estética”. En definitiva, es solo en la inmanencia mediática de una realidad desproduciéndose a velocidad infinita que la experiencia estética se da, desplazándose desde el objeto hasta su representación en los media de modo que el objeto como tal, la obra de arte, viene a ser entonces el ostentador de todos los flujos transaccionales en los que su representación mediática forma parte.
Pero, y esta podría decirse es la segunda tesis, esta legitimación secularizada de la obra de arte, referido ya solo a un juicio comunicable formulado en un régimen hipermediático en el que las cosas no son representadas sino que son montantes de información, bloques inmanentes de luz y energía, mero efecto itinerante de significancia y en el que el consenso es producido como efecto dromótico, debe crear ciertas disensiones en su seno, ciertas irrupciones de desplazamientos disruptivos; debe, de alguna manera, ser fiel a la herencia de las vanguardias pues, repetimos, “sin el trabajo de la vanguardia, el sistema del arte avanzaría calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia su enrarecimiento, hacia su muerte por tedio”.
Y estas consideraciones de hace veinticinco años, ¿a qué traerlas a la memoria? Nuestra época es ya otra pero sin duda que es común la formulación de estrategias artísticas que, desde la nueva sensibilidad que propone la generación cibernética de la realidad, vehiculan estrategias estipuladoras de consenso, formas “artísticas” que lo único que hacen es estetizar –y con ello depotenciar– toda carga de resistencia y crítica. Con la emergencia de las nuevas tecnologías, con el anudamiento de la red de paradojas que bombardean al arte y que se han exacerbado con la paulatino diluido de la realidad en efectos mediáticos de superficie, muchos hay que abogan –de nuevo y como a mediados de los años ochenta– por una pluralidad de estrategias ya que el potencial de significancia de la telerealidad “puede con todo”, por un barrido de toda toma de posición crítica y, sobre todo, por la vehiculazión de una nueva sensibilidad formateada y consensuada en el conjunto de displays que permite la tecnología. Como resultado, el arte pervive como forma privilegiada de formulación de consenso a escala global: la implementación mundial del régimen de producción y exhibición de –en la absoluta inmanencia de la visión– lo que es, de lo dado. Este es, sin duda, el punto nodal de la ideología estética: la limpieza que de formulaciones disruptivas lleva a cabo un entramado artístico que ya tiene muy poca fuerza tanto para sortear el reinado definitivo de su muerte como para aspirar a destinos más radicales, contentándose con servir como reclamo de al estetización difusa que el capital necesita para su hegemonía.  
Así las cosas, y trayendo al presente las reflexiones de Brea, basta ya de un arte melifluo, preocupado con chispeantes formulaciones telemáticas pero ahíto de capacidad verdaderamente crítica, basta ya de un arte paniaguado que toma la desmaterialización del objeto ya en su radical reconversión a dato informacional como oportunidad para jugar no ya a la indiscernibilidad de objetos sino a la cacatonia de una realidad absolutamente moldeable y reconstruible pero sin abogar por procurar disenso alguno, basta ya de un arte que se otorga para sí la capacidad excéntrica de quedar referido a algo más que a su pulsión mediática, basta ya de un arte que cree que la técnica está a su servicio cuando lo cierto es que es sólo su forma tecnificada la que puede ser insertada en la dinámica de flujos informacionales en que ha devenido el mundo, basta un arte aún con ínfulas de grandeza, un arte con la tarea de remontar escena alguna, de creer en proyecto alguno, de vislumbrar algún sendero utópico que recorrer. Basta ya de connivencia y complicidad.
Basta de creer en el arte. Basta de creer en la capacidad de superación de la técnica para este aparente momento epilogal el arte. Pero, claro está, dejar de hacerlo de esa forma en que lo hacemos –como apertura a una supuesta fase nueva que comprenda así –que continúe haciéndolo– el arte como progreso y continuidad; como contenedor con el que formatear formaciones discursivas enunciadas en la complejidad de la sociedad hipermedial– para atrevernos ya a ser nómadas en este desierto de lo real, para atrevernos a habitar en el cierre representacional, en la ubicuidad topológica, en la heterocronía temporal, para recrear políticamente la realidad a cada instante.


Tomado de:http://blogeartemadrid.blogspot.com/