domingo, 5 de enero de 2025

"CRONICA DE UN AMOR LOCO" EDUARDO ESCOBAR

 



Aquella tarde de junio de un sol tímido estaba invitado a las seis a un recital del poeta Álvaro Mutis en el Palacio de Nariño, en Bogotá. Y a un vino de honor después según rezaba la cartulina rectangular, amarillenta. Dejé descansar el trabajo a las tres; abandoné la oficina más temprano que de costumbre; a las cuatro me hallaba en mi apartamento, un pequeño piso de un verde de aceituna vieja a la sombra húmeda de Monserrate y me había colgado una corbata ancha, de seda, con arabescos, a la moda de entonces, que fue de mi padre, entonces recién muerto, me había puesto la percha, como solíamos decir en nuestra juventud, quiero decir, el vestido sombrío, de rayas, que uso siempre que debo mezclarme con Bretaña y había calzado mis mejores zapatos negros y peinado como mejor se pudo el alboroto perpetuo de la cabeza que me hizo objeto de burlas en la infancia remota, en el espejo de medio cuerpo enfermo de hongos. Antes de las cinco, me encaminaba muy orondo, con la invitación en el bolsillo, hacia el barrio sombrío donde queda la casa de los presidentes de Colombia, rodeada aquellos días, según me acuerdo, de jóvenes araucarias oscuras y rosas de Arabia que nunca florecieron. Como era temprano todavía al pasar por la avenida Jiménez y hacía un frío del demonio, decidí tomarme la libertad de un trago en La Romana mientras repicaban el cuarto en el campanario de la iglesia de San Francisco. Me acomodé al fondo. En un reservado en penumbras. Bajo una lámpara polvorienta de luz tísica. Pedí un brandy. Encendí un cigarrillo. Y me dispuse a dejar correr el tiempo.

Rocé la transparencia del licor con la punta de la lengua.

Dejé correr despacio entre las encías el recuerdo de la falsa madera, las tristes uvas, las enfáticas esencias, el fuego perfumado del alcohol. Un lujo imperfecto por ese precio. La lengua, que explora el mundo y presta estériles servicios sexuales, es fecunda en desorden y ruido. Me dije. y me sumergí de mala gana en el murmullo confuso de la charla de la clientela. Las volutas del humo del cigarrillo se amontonaban sobre mi cabeza empozadas en el hueco de la lámpara apagada como una aureola opaca. Y entonces entró. Y se hizo en el establecimiento un silencio religioso.

Tendría veinte años a lo sumo. La blancura de las hadas y de las hostias. De cejas anchas y oscuras sobre los ojos tranquilos, los labios eran carnosos como moras. La nariz pequeña y proporcionada. Y los cabellos oscuros del color de la pulpa del tamarindo.

Irradiaba una serenidad impecable. De milagro. y sin embargo era de este mundo, porque allí estaba, de este lado del umbral. El ambiente del restaurante de desempleados, lagartos de vocación, burócratas con cara de bostezo, intelectuales puros y secretarias hambrientas de saberes se apaciguó para admirar la maravilla. El resplandor de la aparecida. y yo aspiré el perfume yerbal de su mata de pelo suelto. De palmera frutecida, de corozos.

Sus ojos de miel y avellanas tostadas chisporrotearon en chispazos de oro que me devolvieron a un tiempo mítico y me trajeron recuerdos del paraíso perdido. De tiempos más felices que estos agrios que pasamos. Cuando me miró, como si distinguiera a un viejo amigo antiguo, sonrió, conmigo, no contigo o con aquel, quedé abrumado. Pero cuando caminó hacia mí, con decisión, si no flotó como una columna de humo por el restaurante con una vara de rosa en botón en la magnolia de la mano, mi razón trastabilló.

Trastornado, tuve una contracción en el hígado, como cuando a los seis años se asomaba a la sima donde se despeñaban las ovejas en la hacienda de los abuelos de mi madre. y sentí que mi corazón escapaba por el gaznate, es un decir, dando saltos de sapo como un loco feliz sobre los manteles, que me hubieran puesto en ridículo de no haberlo devuelto a su lugar con un sorbo del brandy.

Soy un hombre tímido cuando me cogen desprevenido, fuera de base. El timbre de su voz me disolvió. Ahora la asocio con el sonido de un laúd, con el reclamo del bulbul, con el rumor de la brisa en un huerto de viñas, berenjenas, nardos y tórtolas.

-¿Puedo sentarme con usted? Me dijo.
-Claro. Claro que sí, contesté, con fingida cordura.

No soy Nerón, Hitler, Atila, el Superhombre de Nietszche o Supermán. De un envión me coloqué entre pecho y espalda el dedo que restaba en la copa de brandy para curar el asombro y recuperar el piso de la realidad y el color del mundo. Mientras ella se sentaba a mi lado como un personaje en un sueño tranquilo, tan próxima que podía gozar el clima de la primavera de su cuerpo y disfruté del regalo de su hálito de manzanas.

Algunas sonrisas hablan de un carácter generoso, de un espíritu inocente, noble o apacible. Otras hacen el elogio público y callado de un dentista que conoce el oficio. La suya cantaba con granizos de gloria el Cantar de los Cantares con todo sus deleites y sus aromas.

-Usted va a pensar que estoy loca, empezó. Pero al entrar tuve la certeza de conocerlo hace tiempos. y me gustaría charlar con usted. Un momento.

Así dijo. Poniendo entre nosotros el botón de rosa.

Yo dije, sobreponiéndome al desconcierto, haciendo de tripas corazón:

-Sí. Es posible que nos hayamos visto antes… y
Y luego pregunté, lógico como un tonto:
-¿Y, dónde crees tú que nos presentaron?

Ella, con el entusiasmo de las noches estrelladas del Sahara que la hizo creíble, aclaró, seria y convincente:

-Fue hace muchos años. Y añadió. Muchos. Y después de una pausa agregó con la seriedad del mundo:
-Fuimos amantes. En Arabia.

-No es posible, me defendí. Quizás estaba loca de veras. Y embarazada para acabar.
-No puede ser. ..Porque yo nunca estuve en Arabia y porque…

Ella me calló, poniendo la punta de su mano en mis labios lívidos.

-Fue en otra encarnación. Reveló. Quise sonreír, por condescendencia. Aunque, sin comprender cómo, me descubrí repitiendo para mis adentros, mientras miraba a la insensata, estas palabras:

Las pecas de tus mejillas.
Como las estrellas al medio día.

Ella rompió a hablar atropellando las palabras. Me contó quién era. Lo que pensaba de la vida y de la ilusión del mundo, de las artimañas del olvido y la nostalgia, de la felicidad, la gloria, las corazonadas, y agregó a sus filosofías mil pormenores comunes a todas las muchachas de su edad: había estudiado teatro pero la había cansado, hacía fotografía, de niños, por afición, había tenido un novio celoso que la maltrataba, había perdido un perrito afgano de orejas tristes en Cartagena y su padre vivía y ya no fumaba y amaba a su madre aunque era una mujer rígida y tosca y estaba orgullosa de sus hermanos.

Sus palabras tenían sinceridad e inocencia. Eran claras yo naturales. Pronto me envolvieron en el hechizo. No eran tan solo lucubraciones, mentiras del deseo de una estudiante de veinte años que se atiborraba de libros esotéricos. Ni siquiera cuando se refirió aun sentimiento vetusto y plácido que nos ligaba, según ella, a esa existencia hipotética y dichosa que habíamos gastado juntos, un siglo remoto, y en la cual yo formaba para ella la mejor parte, como dijo, y ella fue para mí la niña de mis ojos. Pero cuando me recordó unos versos que yo le había dedicado en esa encarnación distante, los mismos que yo me seguía repitiendo en mi interior, las pecas de tus mejillas, como las estrellas al medio día, empecé a desconfiar de la aparición. y de mí mismo. y me sentí absurdo. E irreal.

Al cabo de un silencio largo que no me atreví amancillar, tampoco sabía qué decir, acarició pensativa el botón de rosa, le arrancó un pétalo, se lo comió, me miró a los ojos y me declaró su amor.

-Te amo. Desde el primer día del mundo

Yo abrí la boca, consternado. Perplejo y vacío. Y absorto. Su sonrisa: deseable, saludable, increíble. Sus dientes: manada de corderos entre los arreboles. Su frente: la claridad de la mañana

-Te amo. Repetía. Inclinando su cuerpo sobre mí de modo que el escote del vestido de algodón con estampados de tulipanes y cabezas de cotorras me permitió contemplar los dos tesoros iguales de sus pechos, sus pezones tensos con puntas de fresa.

Yo también te amé.

Qué más podía hacer. Si estaba confundido, feliz y halagado. Ella estaba flechada. Era evidente.

El mundo es más misterioso de lo que pensamos. Todo es posible. Pensé, a medias entregado al embrujo. Pero me pareció que el tropel del universo y el afán de los transeúntes y las estrellas del cielo afuera y adentro los habituales de la Romana, los comensales y las flores de plástico en los solitarios, hacían una pausa de solemnidad en sus difusas actividades mecánicas, espirituales y biológicas para contemplar el portento de nuestro amor intemporal. El lugar quedó transformado para mí en un jardín de reverencias, en una muda aprobación ante el prodigio de nuestro afecto. Hasta el hombre de la caja registradora que había cesado de estirarse las pestañas y las mes eras en fila como gansas con sus cofias ante el oscuro mostrador de cedro repleto de vasos relucientes y los vasos relucientes, se precipitaron detrás de mí en un estado de gracia muy parecido a la estupidez y el vértigo.

Olvidé en el bienestar que estaba casado. Que peinaba canas, debía doblarla en edad. Que tenía hijos pequeños que me querían y necesitaban. la experiencia de aquella juventud ignota que me revelaba con palabras lentas, sencillas y pronunciadas, me devolvió de golpe a otros huesos. A un tiempo feliz, a otra sangre. Volví a ser de un modo enigmático, pero no irreal, el adolescente despreocupado y suertudo en quien ella me transfiguraba. Y recuperé por un momento la fe perdida en el enredo culebrero de este mundo de querellas y quebrantos y la esperanza de ser redimido de mi nada por la fuerza del amor.

Siempre creí que la vida humana no es tan solo fiera urdimbre económica, muchedumbre e historia, que guarda su truco magnético. Que existen zonas encantadas de la realidad, intersecciones mágicas del tiempoespacio. Pensé con incierto dolor en la cara que pondría mi mujer, en mis hijos abandonados por correr detrás del amor ideal que todos andamos buscando desde que nos expulsaron del éxtasis del útero. Pero contra la tristeza sin fondo que me produjo la inminente renuncia a mis deberes palpables, a todo aquello de la cual había sido responsable hasta entonces, me descubrí revisando en mis adentros memorias de lecturas sobre la metempsicosis, la transmigración de las almas y el eterno retorno de los seres y cosas y me parecieron diáfanas. No meras hipótesis de un deseo vanidoso de eternidad.

Recordé, en la embriaguez del juego, la fascinación que siempre suscitó en mí el desierto desconocido. Callé, para evitarle el olor acre del aserrín del espectáculo miserable de la tierra, la simpatía que despiertan en mí los camellos mustios de los circos. y me reconfirmé en mi admiración devota por la mística de los monjes su fíes, la poesía de Ibn Arabi, Fuzuli, Attar y Hafiz.

Y comencé a darme cuenta con todo el ser de que mi gusto por los zejeles, las qasidas, las jarchas y la resonancia del tanbur, las tersuras vegetales de la flauta ney, los gemidos de los imanes en los minaretes al crepúsculo y la gracia de las mezquitas, no eran simples adhesiones estéticas y caprichos intelectuales de vana erudición sin espíritu, si no indicios, improntas moleculares de aquellos días que había olvidado, aunque no andaban extraviados del todo, puesto que ella los guardaba en su nítido recuerdo. Aquellos días ardientes por cuyos yerros incógnitos y abominables debieron condenarme a la blasfemia de reencarnar en Colombia. Cuando fui su amante rendido, dueño de caravanas con mi suegro, su padre, en un oasis con siete pozos de agua fresca y susurros de datileras y poblado de tiendas festivas y rebuznantes asnos y dromedarios soñolientos.

Un beso de almíbar me arrancó de mis divagaciones literarias de mis vuelos imaginativos, de mi ensueño mahometano. Me cayó como si me golpearan la cabeza con los dos tomos de Las Mil y Una Noches.

Tus besos
mejores que el ácido acetilsalicílico
y la caridad del opio
contra el dolor de existir
para perderte.
Recité para mí.

Mis problemas actuales, pasados, futuros, las penas en proyecto, las angustias cansadas, las olvidadas, los propósitos incubados, los remordimientos espinosos de lo no cumplido, todo, formas, vacíos, omisiones, carencias, vicios, ciencias y artes, se desvanecieron en el aire como una niebla. Lo demás fue no saber. La plenitud de no pensar. La gloria del sentir. Hablamos de mil cosas. De mí, de ella, del futuro que nos esperaba. De las personas que conocíamos. De los libros que más nos habían gustado. Ella había leído el Calila y Dimna. Y estaba bien ilustrada sobre las virtudes de la alheña. Sus palabras favoritas eran aljibe, almohada, alhelí, bulbul, carajo, zalema y zoco. Me mostró una baraja de fotografías de familia que sacó de una carterita labrada con unicornios y palmas. Sus seis hermanos apoyados en sus bicicletas de turismo, su padre fumando una pipa cuando aún fumaba acaricia un perrito de largas orejas y ojos premonitorios, la tía que más quería en un parque en Washington con un sombrero de paja de verano, su madre, una mujer de rostro ríspido y bigote de galán en el corredor de su casa y un aspecto de El Cairo , recortado de una revista, adonde quería que fuéramos, y el recorte de un poema dedicado a la felicidad de la unión divina por un poeta arcaico de El Líbano, cuyo nombre pronunció con un dejo y haciendo resonar las jotas con cierta afectación que le lucía. Pedimos un brandy tras otro. Bebimos.

Brindamos, haciendo retiñir las copas como si fueran celestas. y cuando el sol empezó a caer como un coágulo sobre la avenida Jiménez decidimos dar un paseo por la tarde púrpura apunto de apagarse.

A estas alturas del arrebato yo había dejado de acordarme de que el poeta Álvaro Nariño ofrecía un recital de sus poemas en el palacio Antonio Mutis. Ignoraba por completo en el delirio cómo se llamaba el presidente de Colombia. Que Colombia es una farsa doliente. Mi patria había dejado de ser este purgatorio de penas en vinagre, un desorden frenético, la herida enconada que siempre fue, si no un colchón de nubes, un lugar muy alto, muy dulce, muy puro y muy claro y muy rico. La torre cerrada de marfil donde un hombre contempla sin cansarse los ojos ambarinos de su novia y ve en ellos la tierra prometida, el reino de los cielos, la cuarta dimensión. Puse sobre la mesa una propina faraónica con ademán olímpico.

Nada me faltaba. Habría bailado desnudo en el atrio de la iglesia de San Francisco como San Francisco ante Santa Clara. Si el estentóreo, odioso llamado de otra realidad de la peor clase no hubiera irrumpido como una res rabiosa en el adagio de un cuarteto de cuerdas, desbaratando el embrujo.

-Claudia, Claudia, carajo. Gritaron sobre nosotros.

Mi pobre amada alzó los ojos. Tembló como una azucena asustada. Palidecieron sus mejillas que el alcohol y la pasión habían encendido. Al volverme, vi un muchacho desesperado y robusto, que elevaba las mangas de una camisa amarilla y repetía

-Carajo, Claudia. Maldita sea.

Era su hermano, según me enteré enseguida. Lo acompañaban dos individuos con caras de energúmenos y batas de enfermero.

Ella me regaló la ternura de una última mirada, un resto de sonrisa con un rescoldo de horror. Corrió a la puerta. Pero allí la esperaba un cazador de gacelas de aspecto siquiátrico, con una jeringa que desmontó mis principados árabes en mi enamorada en una sucia ataraxia, supongo, porque ella se desmayó en sus brazos profesionales como una hoja.

Mientras se la llevaron cargada como una muerta, su hermano trató de explicarse. Se disculpó, angustiado, con vergüenza y dolor evidentes. Desde el borde de una lágrima fraternal que se resistía a brotar en su ojo izquierdo, tartamudeó, mientras mecía la cabeza sobre sus hombros:

-Perdone, señor… Mi pobre hermana… Está loca… Obsesionada con un poeta que dice haber conocido en una encarnación pasada… en Bagdad… Mi pobre hermanita… Ayer escapó del hospital..

Yo farfullé, sin saber lo que decía

-Pero… tal vez yo soy… tal vez… yo sea…joven… ese poeta que ella busca por este mundo sin pies ni cabeza.

El muchacho me miró a mí de la cabeza a los pies. Contempló mi corbata de seda con desprecio, las solapas de un vestido decente, mis relucientes zapatos negros, como barcas, como si yo jamás hubiera sido un año, un día, un instante, un príncipe musulmán, si no un escarabajo en un cuento tétrico de Kafka y se marchó a trancos por donde había venido con un gruñido de fastidio y un portazo en la puerta de vaivén.

Al salir de La Romana, la estela gris del exhosto de la ambulancia destartalada donde transportaban mi flor (sometida a la razón por la fuerza de la química bruta y el prejuicio rastrero), aún ahumaba la tarde sucia. Un nubarrón violeta acababa de tragarse de un bocado el último vestigio de un sol de moho.

La luna de junio se levantaba con esfuerzo sobre las azoteas bogotanas. Advertí que llevaba en la mano el botón de rosa que ella había olvidado sobre la mesa. Era una rosa sin olor. Recordé que había olvidado preguntarle su nombre. Y lo experimenté como una omisión irreparable, como una pérdida, como una pobreza a la que jamás lograría sobreponerme. Mi alma nunca se acostumbró a las decepciones, ni jamás se sintió tan abandonada, sola y ridícula. Camino del palacio de Nariño, sobre el basurero de pesadilla de la carrera séptima: mariposas muertas, polvo molido, gargajos aplastados, pellejos de ciruelas, empaques de galletas, periódicos arrugados que el viento arrastraba como pájaros bobos, cavilaba. Tal vez no estaba loca. Tal vez no eran solo fantasías. Yo había sido una vez su príncipe azul. Y ella mi pasión, mi aire, mi fiesta, mi privilegio.

Todo cabe. Lo demás es la envidia que no soporta la música de los otros. Los escrúpulos del sistema métrico decimal. La rutina espantosa de los notarios. y las putas ideas fijas de los siquiatras que han dejado de creer en milagros para desgracia nuestra. Pensé.

Detrás de mí repicaron las seis en la torre de San Francisco.

Y empezaron a encenderse los avisos luminosos en las fachadas como todas las tardes.

miércoles, 25 de diciembre de 2024

ENRIQUE VILA-MATAS, DISCURSO PREMIO JUAN RULFO 2015

 




EL FUTURO

(Discurso de recepción del premio Rulfo en Guadalajara, México, 28 noviembre 2015)

He venido a hablarles del futuro. Supongo que del futuro de la novela, aunque quizás sólo del futuro de este discurso. Voy a contarles cómo durante años imaginé que se presentaba el futuro. Sitúense en 1948, el año en que nací, en la tarde de agosto en la que un disco extraño y casi silencioso comenzó a sonar en las emisoras de música de Maryland, y pronto se fue extendiendo por la Costa Este, dejando una estela de perplejidad en sus casuales oyentes. ¿Qué era aquello? No se había oído nunca nada igual y, por tanto, aún no tenía nombre, pero era –ahora lo sabemos– la primera canción de rock and roll de la historia. Quienes la oían, entraban de golpe en el futuro. La música de aquel disco parecía provenir del éter y flotar literalmente sobre las ondas del aire de Maryland. Aquello, señoras y señores, era el rock and roll llegando con la reposada lentitud de lo verdaderamente imprevisto. La canción se titulaba  Demasiado pronto para saberlo, y era la primera grabación de The Orioles, cinco músicos de Baltimore. Sonaba rara, nada extraño si tenemos en cuenta que era el primer signo de que algo estaba cambiando.


¿Qué pudo pensar la primera persona que, oyendo radio Maryland aquella mañana, comprendió que empezaba una nueva era? “Es demasiado pronto”, decía la canción, “muy pronto para saberlo”, susurraba titubeante Sonny Til, el cantante.

He venido a hablarles del futuro, que para mí durante años ha sido algo que llegaba como llegó el rock el año en que nací, con aquella reposada lentitud de lo verdaderamente imprevisto.

He venido a hablarles del futuro. Y está claro que, como me autoimpongo el tema yo mismo, busco complicarme la vida. Nada que me sorprenda demasiado. Así he venido trabajando estos años, trabajando en libros difíciles que llevaba lo más lejos posible, hasta sus límites; libros que, al publicarlos, se convertían en callejones sin salida, porque no se veía qué podía hacer ya después de ellos. Pero yo esto lo hacía de un modo consciente, porque era a ese punto al que yo quería llegar.

Cada libro que escribía parecía llevarme a dejar de escribir. Lo publicaba y me instalaba en un estado de callejón sin salida, y los amigos volvían a hacerme la pregunta habitual: “Y después de esto, ¿qué vas a hacer?”. Y yo pensaba que todo había terminado. Me costaba salir de ese callejón. Pero por suerte, siempre a última hora, me acordaba de que la inteligencia es el arte de saber encontrar un pequeño hueco por donde escapar de la situación que nos tiene atrapados. Y yo siempre tenía la suerte de acabar encontrando el hueco mínimo y me escapaba, y entraba en un nuevo libro.

Los callejones sin salida han sido el motor central de mi obra. Por eso no me extraña que ahora quiera complicarme la vida y hablarles del futuro. Pero no pasa nada. De hecho, estoy acostumbrado a relacionarme con él, con el futuro. ¿O no estoy especializado en narrar previamente los viajes que realizo? Acostumbro a adelantarme a lo que pueda pasar y lo cuento en artículos de prensa. Después, viajo al lugar y vivo allí lo escrito.

Como tengo esa costumbre de narrar los viajes antes de hacerlos, he escrito previamente este discurso antes de salir de Barcelona rumbo a Guadalajara. Bueno, sé que es obvio que lo he escrito antes, pues de lo contrario no estaría leyéndolo ahora. La ventaja de esto es que conozco cómo acaba, lo que demuestra que, en contra de lo que se cree, el futuro no es a veces tan indescifrable.

Si me impuse hablarles del futuro fue sobre todo porque este premio, antiguo premio Rulfo, distingue la obra de autores “con un aporte significativo a la literatura de nuestros días” y yo quería que se supiera que quizás me ajusto a esta premisa porque desde siempre he escrito en la necesidad de encontrar escrituras que nos interroguen desde la estricta contemporaneidad, en la necesidad de encontrar estructuras que no se limiten a reproducir modelos que ya estaban obsoletos hace cien años.

Es tal mi costumbre de buscar nuevas escrituras que voy a decirles ahora, no cómo escribo, sino cómo me gustaría escribir. Y recurro para ello a Robert Walser, aquel escritor suizo al que Christopher Domínguez Michael llamó en cierta ocasión “mi héroe moral”.

Parece que Walser se vio realmente liberado de sí mismo el día en que hizo un viaje nocturno en globo, desde Bitterfeld  hasta una playa del Báltico. Un viaje sobre una Alemania dormida en la oscuridad. “Subieron a la barquilla, a la extraña casa, tres personas y soltaron las cuerdas de sujeción, y el globo voló lentamente hacia lo alto”,  escribió Walser, el paseante por excelencia, un caminante que en realidad había nacido para ese recorrido silencioso por el aire, pues siempre en todos sus trabajos en prosa, quiso alzarse sobre la pesada vida terrestre, desaparecer suavemente y sin ruido hacia un reino más libre.

Me gustaría escribir alzándome sobre la pesada vida terrestre. Pero en caso de lograrlo, ¿coincidirían mis itinerarios con los trayectos nocturnos que sospecho que seguirá la novela en el futuro? A principios de este siglo, aún habría dicho que sí, que algunos recorridos coincidirían. Quizás entonces aún era optimista, porque me sentía aliado con estas líneas de Borges: “¿Qué soñará el indescifrable futuro? Soñará que Alonso Quijano puede ser don Quijote sin dejar su aldea y sus libros”.

Pensaba que en las novelas por venir no sería necesario dejar la aldea y salir al campo abierto porque la acción se difuminaría en favor del pensamiento. Con una confianza ingenua en la evolución de la exigencia de los lectores del nuevo siglo, creía que en el indescifrable futuro la novela de formato decimonónico –que se había cobrado ya sus mejores piezas– iría cediendo su lugar a los ensayos narrativos, o a las narraciones ensayísticas, y quizás incluso cedería el paso a una prosa brumosa y compacta, estilo Sebald (es decir, muy en el modo en que Nietzsche hacía de la vida, literatura), o estilo Sergio Pitol, el de El mago de Viena, con ese tipo de prosa compacta en la que el autor disolvía las fronteras entre los géneros, haciendo que desaparecieran los índices y los textos consistieran en fragmentos unidos por una estructura de unidad perfecta; una prosa a cuerpo descubierto, la prosa del nuevo siglo.

Pensaba que en ese siglo se cedería el paso a un tipo de novela ya felizmente instalada en la frontera; una novela en la que sin problemas se mezclarían lo autobiográfico con el ensayo, con el libro de viajes, con el diario, con la ficción pura, con la realidad traída al texto como tal. Pensaba que iríamos hacia una literatura acorde con el espíritu del tiempo, una literatura mixta, donde los límites se confundirían y la realidad podría bailar en la frontera con la ficción, y el ritmo borraría esa frontera.

Le preguntaron a Roberto Bolaño en 2001 en una entrevista en Chile qué novelas serían las que veríamos en el futuro. Y Bolaño respondió literalmente que una novela que sólo se sostiene por el argumento –con un formato más o menos archiconocido, pero no archiconocido en este siglo, sino ya en el XIX– es un tipo de novela que se acabó.

“Se va a seguir haciendo y, además, va a seguir haciéndose durante muchísimo tiempo”, dijo Bolaño, “pero esa novela ya está acabada, y no está acabada porque yo lo diga, está acabada desde hace muchísimos años. Después de La invención de Morel, no se puede escribir una novela así, en donde lo único que aguanta el libro es el argumento. En donde no hay estructura, no hay juego, no hay cruce de voces”.

De cara a la narrativa que yo creía que estaba por venir, uno de  mis puntos de orientación era el anartista Marcel Duchamp. Artista no, decía de sí mismo: anartista. En diferentes ocasiones, pensando en su legado, insinué que tal vez no sólo íbamos a dejar atrás por fin la anquilosada narrativa del pasado, sino que iríamos hacia una novela conceptual: un tipo de novela que recogería el intento de Marcel Duchamp de reconciliar arte y vida, obra y espectador. Tenía presente lo que decía Octavio Paz de esa reconciliación propuesta por Duchamp: “El arte fundido a la vida es arte socializado, no arte social ni socialista, y aún menos actividad dedicada a la producción de objetos hermosos o simplemente decorativos. Arte fundido a la vida quiere decir poema de Mallarmé o novela de Joyce: el arte más difícil. Un arte que obliga al espectador y al lector a convertirse en un artista y en un poeta”.

Creía que se abriría paso ese arte difícil y que espectadores y lectores devendrían artistas y poetas. Y creía que surgirían libros, donde la forma fuera el contenido y el contenido fuera la forma. Libros de los que alguien pudiera, por ejemplo, quejarse de que el material a veces no pareciera escrito en su lengua. Y a quien pudiéramos decirle: pero es que no está escrito después de todo, no está escrito para ser leído, o no sólo para ser leído; se ha creado para ser mirado y escuchado; mira, su escritura no es acerca de algo, es algo en sí mismo. Cuando el sentido es dormir, las palabras se van a dormir. Cuando el sentido es bailar, las palabras bailan. Los novelistas engendran obras discursivas porque se centran en hablar sobre las cosas, sobre un asunto, mientras que el arte auténtico no hace eso: el arte auténtico es la cosa y no algo sobre las cosas: no es arte sobre algo, es el arte en sí.

Por eso me gustaban más Bouvard y Pecuchet y Finnegans Wake, las obras imperfectas que se abren paso en Flaubert y Joyce después de sus grandes obras, Madame Bovary y Ulises, respectivamente. Veía en esas obras desatadas e imperfectas caminos geniales hacia el futuro. Creía que todos devendríamos artistas y poetas, pero luego las cosas se torcieron y, entre sombras de Grey, ahora triunfa la corriente de aire, siempre tan limitada, de los novelistas con tendencia obtusa al “desfile cinematográfico de las cosas”, por no hablar de la corriente de los libros que nos jactamos groseramente de haber leído de un tirón, etc.  

A la caída de la capacidad de atención ha contribuido una industria editorial que está erradicando de la literatura todo aquello que nos quiere hacer creer que es demasiado pesado, o que va demasiado cargado de sentido, o que puede parecer intelectual. Y el panorama, desde el punto de vista literario –si es que ese punto de vista aún existe– es desolador.

“¿Y por qué los escritores son, más que otra gente, presa fácil de las depresiones?”, pregunta alguien en un relato de Mario Levrero. Y alguien dice: “Se deprimen porque no pueden tolerar la idea de tener que vivir en un mundo estropeado por los imbéciles”.

En un mundo en el que quienes leen son una pavorosa minoría, un escritor ya bastante hace con sobrevivir. Cada día son más inencontrables, pero quedan todavía algunos –podríamos llamarles “los escritores de antes”– que se salvan gracias a que aun saben arreglárselas para tratar de escribir lo que escribirían si escribiesen. Pero de estos cada vez hay menos. Son supervivientes de una especie en extinción; tipos complicados, gente de un coraje tan antiguo como el coraje mismo, gente zumbada; trastornada si ustedes quieren; gente esencialmente obsesiva, fascinantemente obsesiva.

A un amigo escritor le preguntó una dama en un coloquio cuándo iba a dejar de escribir sobre tipos que parecen moverse por el Far West y aniquilan a escritores falsos.

–Cuando me salga bien, dejaré de hacerlo –contestó.

En arte cuenta mucho la insistencia desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra. Los escritores supervivientes saben que el futuro ya no va a llegar a través de las ondas; no va a llegar, como en el año en que nací, con las alegres formas de una música distinta.

Mi biografía va del nacimiento del rock and roll a los atentados de este noviembre en París.

En un intenso texto de Xavier Person, que leí ayer en el avión que me trajo hasta aquí, he podido seguir los pasos de George Didi-Huberman en el momento de abrir la puerta de una habitación de hospital en París, y he entrado con él en el cuarto de Simon, un joven de 33 años gravemente herido en la columna vertebral por una bala de Kalachnikov en el atentado de Charlie Hebdo. En ese cuarto, este superviviente, nos dice Didi-Huberman, “trabaja para vivir”. Su cuerpo lentamente se pone en movimiento y él está intentando levantarse, literalmente elevarse, para volver a ser.

Desde ese cuarto de hospital francés he pensado en los emigrantes de la guerra de Siria que, después de haber arriesgado la vida, ponen pie en tierra en una isla del Mediterráneo, y luego lentamente se van alzando, se van elevando, también para sentir que vuelven a ser. Y al pensar en ellos he oído el eco de las voces de los supervivientes que nos hablan en el documento de Svetlana Alexievitch sobre Chernóbil. El libro no trata tanto de la catástrofe general como del mundo después de esa catástrofe. El libro habla de cómo la gente se adapta a la nueva realidad. Esa realidad que ya ha sucedido, pero aún no se percibe del todo, pero está aquí ya, entre todos nosotros, susurra el coro trágico. Y ustedes ahora me van a perdonar, pero lo que dicen las voces de Chernóbil, el gran coro, es el futuro.

"EL SANTO DE LOS SANTOS" GEORGES PEREC (LO INFRAORDINARIO)

 




"EL SANTO DE LOS SANTOS"

 Hace mucho tiempo que la palabra «bureau» [oficina] ya no hace pensar en la bure, esa tela gruesa de lana parda con la que a veces se hacían manteles, pero que sobre todo servía para confeccionar hábitos de monje, y que sigue evocando, al menos tanto como las ropas ásperas y el cilicio, la vida rugosa y rigurosa de los trapenses o de los anacoretas. Por metonimias sucesivas hemos pasado del susodicho tapete de mesa a la mesa para escribir propiamente dicha. Después, de la mencionada mesa a la habitación en la que aquella se instala, más tarde al conjunto de los muebles que constituyen esta habitación y finalmente a las actividades que en ella se ejercen, a los poderes relacionados con ella, incluso a los servicios que allí se prestan; de este modo podemos, explorando las diversas acepciones del término francés, hablar de un «estanco» [bureau de tabacs] o de una «oficina de correos» [bureau de poste], del Deuxième Bureau, del Bureau des longitudes  , de un teatro donde se representa «à bureaux fermés », de un colegio electoral, del Politburo o, simplemente, de «oficinas», esos lugares indefinidos atestados de expedientes mal atados, de sellos, de clips, de lápices mordisqueados, de gomas que ya no borran, de sobres amarillentos donde empleados generalmente ariscos os mandan «de oficina en oficina» haciéndoos rellenar formularios, firmar registros y esperar vuestro turno. Evidentemente, aquí no estamos hablando de esas oficinas anónimas en las que se apiñan chupatintas y empleaduchos, sino de esos símbolos de poder, de omnipotencia incluso, que son las oficinas de dirección, las de los grandes de este mundo, ya sean directores de multinacionales, magnates de las finanzas, de la publicidad o del cine, potentados, maharajás o jefes de estado. En resumen, el Santo de los Santos, el lugar inaccesible para el común de los mortales donde los que en mayor o menor medida nos gobiernan se reúnen tras la triple muralla de sus secretarios, de su puerta revestida de capitonné y de su moqueta de pura lana. Para asumir las abrumadoras responsabilidades que le son propias, el grande de este mundo no necesita en realidad mucho más aparte de silencio, calma y discreción. Y espacio, quizá, para poder recorrerlo de cabo a rabo meditando profundamente. Un interfono, por supuesto, para pedirle a su secretaria que llame a Fulano, que anule la cita con Mengano, que le recuerde su almuerzo con Zutano y su Concorde de las 17 horas, que le proporcione Alka Seltzer y que mande venir a Berger; mas dos o tres sillones para las reuniones cumbre. Pero nada que recuerde la cruda realidad de la Administración o los boscosos meandros de la Burocracia: nada de máquina de escribir, de expedientes aplazados, grapadoras, botes de pegamento o manguitos de percalina (los cuales, dicho sea de paso, ya no deben de estar tan extendidos en nuestros días); porque aquí de lo que se trata es solamente de pensar, de concebir, de decidir, de negociar, y eso no tiene nada que ver con todos los trabajos subalternos que llevarán a cabo escrupulosamente fieles asalariados en los pisos inferiores. Sería por lo tanto perfectamente lícito imaginar para esos personajes de alto nivel oficinas casi vacías, y más fácilmente aún cuando los progresos vertiginosos de esta ciencia aún balbuceante que hemos bautizado con el nombre horrible de «burótica» permiten de ahora en adelante concebir oficinas sin oficinas donde todo —o casi todo — podría tratarse a partir de un teléfono y de un terminal de ordenador conectados donde sea, en un cuarto de baño, en un yate o en una cabaña de trampero en Alaska. No obstante, las oficinas de los directores generales y de otros responsables no suelen estar vacías. Pero aun cuando los muebles, aparatos, instrumentos y accesorios que albergan no siempre tienen mucho que ver con las funciones que allí se ejercen, estos obedecen sin embargo a una necesidad profunda: la de encarnar, representar al hombre que los habita y que los ha elegido como marcas propias de su estatus, de su prestigio y de su poder. Antes de ser despachos son signos, emblemas, improntas por medio de las cuales esta Very Important People pretende notificar con eficacia a sus interlocutores (y, accesoriamente, a sus colaboradores) que ellos son Very Important People y, como tales, únicos, irreemplazables y ejemplares. A partir de ahí, innumerables variaciones son posibles: entre lo rigurosamente clásico y lo sensatamente moderno, lo estricto y lo superfluo, lo monacal y el gran señor, el padre de familia y la locomotora, el aspecto americano y el chic inglés, el niño de papá y el trepa, el de cuello almidonado y el yo-también-he-sido-hippy, podríamos comenzar a esbozar toda una tipología de inteligencias superiores (o así se consideran ellas) únicamente a partir de la observación de sus despachos: ahí donde uno hará aparecer su respeto por los valores milenarios eligiendo un escritorio de marquetería y una estantería con vitrinas llena de libros finamente encuadernados, otro jugará al genio que hace experimentos, tipo Einstein, y abarrotará su espacio de sacos de boxeo, de álbumes de historietas, de naipes y de tortugas enanas; un tercero mostrará su sentido de la audacia confiando el acondicionamiento de su territorio a un diseñador italiano fanático de los suelos de basalto y de lava, y de acero anodizado mate; un cuarto hará entender que su CI es sensiblemente superior al de la media dejando caer en el suelo, como quien no quiere la cosa, algunas tesis de ergódica o de plagiología; un quinto insinuará que bien podría parecer que fue mecenas al colgar en un sitio apropiado un lienzo de Max Ernst, a menos que ponga en evidencia las medallas y diplomas obtenidos por su empresa, el retrato del abuelo fundador de la compañía o la barracuda de 71 libras que se trajo en 1976 de Santo Domingo. Hay oficinas severas y oficinas bonachonas, oficinas-laboratorio donde la encimera es una inmensa superficie de metal gris engalanada con algunos toques que hacen aparecer como por arte de magia adminículos james-bondescos; oficinas coquetas, oficinas señoriales; oficinas piadosamente anticuadas, pseudo-retro,  falsamente rococó; oficinas cargadas de años, oficinas imponentes, oficinas acogedoras, oficinas ultrafrías… Pero ya den prioridad al orden o al desorden, a lo útil o a lo efimero, a lo grandioso o al niño bueno, todas resultan para los grandes de este mundo el espacio de su poder: es desde esas oficinas de acero, de cristal o de madera exótica que los directivos lanzaron sus OPAs decisivas, que los reyes del Gruyère salieron al asalto de los magnates del bolígrafo, que los barones belgas se comieron crudos a los cerveceros bávaros, que CBS compró NBC, TWA KLM e IBM ITT… y así seguirá el mundo, y aún durante mucho, mucho tiempo, a menos que un día, desde el fondo de una de estas oficinas silenciosas y térmicamente aisladas, una mano, al tocar un pequeño botón rojo, desencadene algún acontecimiento estúpido…

lunes, 4 de noviembre de 2024

Un retrato del hipster por Anatole Broyard

 






Un retrato del hipster

por Anatole Broyard

Publicado por primera vez en Partisan Review , junio de 1948.


Como era hijo ilegítimo de la Generación Perdida, el hipster no estaba en ninguna parte . Y, así como los amputados a menudo parecen localizar sus sensaciones más fuertes en la extremidad que les falta , el hipster anhelaba, desde el principio, estar en alguna parte . Era como un escarabajo boca arriba; su vida era una lucha por enderezarse . Pero la ley de la gravedad humana lo mantuvo derrocado, porque siempre fue una minoría, opuesto en raza o sentimiento a quienes poseían la maquinaria del reconocimiento.

El hipster comenzó su inevitable búsqueda de autodefinición enfurruñado en una especie de delincuencia incipiente. Pero esta delincuencia era meramente una expresión negativa de sus necesidades y, como sólo conducía a los brazos expectantes de la ley omnipresente, finalmente se vio obligado a formalizar su resentimiento y expresarlo simbólicamente . Éste fue el nacimiento de una filosofía: una filosofía de la pertenencia a algún lugar llamada jive , de jibe : estar de acuerdo o armonizar. Al descargar simbólicamente sus posibles agresiones , el hipster se armonizaba o reconciliaba con la sociedad.

En la etapa natural de su crecimiento, el jive empezó a hablar. Al principio se había contentado con emitir sonidos (un lenguaje fisonómico), pero luego desarrolló un lenguaje que, como era de esperar, describía el mundo tal como lo veía el hipster. De hecho, esa era su función: reeditar el mundo con nuevas definiciones... definiciones del jive.

Como la elocuencia es una condición, si no la causa, de la ansiedad, el hipster aliviaba su ansiedad desarticulándose. Reducía el mundo a un pequeño escenario con unos pocos elementos de atrezzo y una cortina de jive. Con un vocabulario de una docena de verbos, adjetivos y sustantivos podía describir todo lo que allí sucedía. Era como póquer sin comodín, sin comodines.

En este vocabulario no había palabras neutras; se trataba de un lenguaje puramente polémico en el que cada palabra tenía una función de evaluación y de designación. Estas evaluaciones eran absolutas; el hipster desterró todos los comparativos, calificativos y otras incertidumbres sintácticas. Todo era dicotómicamente sólido , desaparecido , fuera de este mundo o en ninguna parte , triste , derrotado , un lastre .

Por supuesto, había algo en algún lugar. Nowhere , el término peyorativo favorito de los hipsters, era un abracadabra para hacer desaparecer las cosas. Solid connotaba la materia, la realidad de la existencia; significaba concreción en un mundo desconcertantemente abstracto. Un drag era algo que "arrastraba" implicaciones consigo, algo que estaba incrustado en un contexto inseparable, complejo, ambiguo y, por lo tanto, posiblemente amenazante.

Debido a su carácter polémico, el lenguaje del jive era rico en agresividad, gran parte de ella expresada en metáforas sexuales. Como el hipster nunca hacía nada como un fin en sí mismo, y como sólo se entregaba a la agresión de un tipo u otro, el sexo se subsumía bajo la agresión y proporcionaba un vocabulario para la mecánica de la agresión. El uso de la metáfora sexual era también una forma de ironía, como el hábito de ciertos pueblos primitivos de parodiar los modos civilizados de relación sexual. La persona que se encontraba en el extremo final de una metáfora sexual era concebida como una víctima lúgubre; es decir, que esperaba pero no recibía.

Uno de los ingredientes básicos del lenguaje jive era el priorismo. La suposición a priori era un atajo hacia la presencia en algún lugar. Surgió de una necesidad desesperada e insaciable de saber el resultado; era una gran protección, un postulado primario de autoconservación. Significaba "se nos da para que entendamos". La autoridad indefinible que proporcionaba era como una poderosa orientación primordial o instintiva en un caos amenazante de interrelaciones complejas. El uso frecuente por parte de los hipsters de la metonimia y los gestos metonímicos (por ejemplo, rozarse las palmas para dar la mano, extender el dedo índice sin levantar el brazo como forma de saludo, etc.) también connotaba comprensión previa, no hay necesidad de elaborar, me gustas, tío, etc.



Llevando su lenguaje y su nueva filosofía como armas ocultas, el hipster se propuso conquistar el mundo. Se situó en una esquina y empezó a dirigir el tráfico humano. Su importancia era inconfundible. Su rostro —"la sección transversal de un movimiento"— estaba congelado en la "fisonomía de la astucia". Con los ojos entrecerrados astutamente, la boca relajada en el extremo de la sensibilidad perspicaz, vigilaba, como un propietario desconfiado, su entorno. Siempre se mantenía un poco apartado del grupo. Con los pies bien plantados, los hombros encogidos, los codos hacia dentro, las manos apretadas a los costados, era un pilono alrededor de cuya implacabilidad el mundo corría obsequiosamente.

De vez en cuando blandía sus hombreras, advirtiendo a la humanidad que le hiciera espacio. Blandía sus clavijas de treinta y una pulgadas como si fueran estandartes. Su ala de dos y siete octavos de pulgada estaba cortada con absoluta simetría. Su exactitud era un símbolo de su control, su dominio de la contingencia. De vez en cuando se volvía hacia el escaparate de la tienda de golosinas y, con un gesto esotérico, se arreglaba el cuello alto. En efecto, estaba hasta el cuello en alguna parte.

Se hacía pasar una raya blanca, hecha con polvos, en el pelo, signo externo de una mutación significativa y profética. Y siempre llevaba gafas oscuras, porque la luz normal ofendía sus ojos. Era un hombre subterráneo que requería una adaptación especial a las condiciones ordinarias; era una criatura lúcida de la oscuridad, donde ocurrían el sexo, el juego, el crimen y otros actos audaces y trascendentales.

De vez en cuando hacía una ronda de inspección por el barrio para comprobar que todo estaba en orden. La importancia de esta ronda estaba implícita en los portentosos troqueos de su paso, que, al ser antinaturalmente acentuados o discontinuos, expresaban su particularidad, lo elevaban, por así decirlo, fuera del ritmo ordinario de la pulsación cósmica normal. Era una entidad discreta, separada, crítica y definitoria.



La música jive y el té eran los dos componentes más importantes de la vida del hipster. La música no era, como se ha supuesto a menudo, un estímulo para bailar, ya que el hipster rara vez bailaba; estaba fuera del alcance de los estímulos. Si bailaba, era una parodia a medias ("segundo removismo") y bailaba sólo al ritmo de lo que no iba a compás, en una proporción morganática de uno a dos con la música.

En realidad, la música jive era la autobiografía del hipster, una partitura cuyo texto era su vida. Los primeros indicios del jive se podían escuchar en el blues. El período azul del jive fue muy parecido al de Picasso: se ocupaba de vidas tristes, austeras y aisladas. Representaba una etapa de desarrollo relativamente realista o naturalista.

El blues se convirtió en jazz. En el jazz, como en el cubismo analítico temprano, las cosas se agudizaron y acentuaron, se pusieron de relieve con mayor valentía. Las palabras se usaron con menos frecuencia que en el blues; los instrumentos hablaron en su lugar. El instrumento solista se convirtió en el narrador. A veces (por ejemplo, Cootie Williams) estuvo muy cerca de hablar literalmente. Por lo general, hablaba apasionadamente, violentamente, quejándose, sobre un fondo de batería y guitarra que pulsaban con excitación, bajo reflexivo y orquestación asentida. Pero, a pesar de su pasión, el jazz fue casi siempre coherente y su intención clara e inequívoca.

El bepop, la tercera etapa de la música jive, era análogo en algunos aspectos al cubismo sintético. Las situaciones específicas, o referentes, habían desaparecido en gran medida; sólo quedaban sus "esencias". En esa época, el hipster ya no estaba dispuesto a que se lo considerara un primitivo; el bebop, por lo tanto, era música "cerebral", que expresaba las pretensiones del hipster, su deseo de un cuerpo de doctrina imponente y completo.

La sorpresa, el "segundo movimiento" y el virtuosismo extendido eran las principales características del estilo del bebopper. A menudo lograba sorprender utilizando una táctica probada y verdadera de sus héroes de tiras cómicas favoritas:

El "enemigo" espera en una habitación con el arma en la mano. El héroe abre la puerta de una patada y entra en ella , no de pie, en la línea de fuego , sino hábilmente tendido en el suelo, desde cuya posición dispara triunfalmente, mientras el enemigo sigue apuntando, sin éxito, a sus propias expectativas.

Tomando prestada esta estratagema, el solista de bebop a menudo entraba a una altitud inesperada, con una nota inesperada, tomando así al oyente desprevenido y conquistándolo antes de que se recuperara de su sorpresa.

El "segundo removismo" -el de ponerle un tope a los cuadrados- era el dogma de la iniciación. Establecía al hipster como guardián de enigmas, pedagogo irónico, exégeta autoproclamado. Utilizando su astuto método socrático, descubrió el mundo a los ingenuos, que todavía luchaban con los molinos de viento del significado de un solo nivel. Lo que se escuchaba en el bebop era siempre algo más , no lo que se esperaba; siempre era una derivación negativa, una abstracción de , no para .

El virtuosismo del bebop se parecía al del evangelista callejero que se deleita en su forma de cantar ininterrumpida. La notable calidad continua de los solos de bebop sugería los recursos infinitos del hipster, que podía improvisar indefinidamente, cuya invención no tenía fin y que, de hecho, era omnisciente.

Todas las mejores cualidades del jazz —tensión, brío, sinceridad, violencia, inmediatez— se atenuaron en el bebop. El estilo del bebop parecía consistir, en gran medida, en evadir la tensión, en conectar, con extrema destreza, cada frase con otra, de modo que nada permaneciera, todo se perdiera en un barullo de cadencias decapitadas. Esto correspondía al comportamiento social del hipster como bufón, juglar o prestidigitador. Pero era su propio destino el que había hecho desaparecer para el público, y ahora el único truco que le quedaba era el monótono truco de levantarse a sí mismo —sujetándose de sus propias orejas, sonriendo y gratuitamente— de la chistera.

El ímpetu del jazz estaba desbancando al bebop porque todo entusiasmo era ingenuo, insustancial, demasiado simple. El bebop era los siete tipos de ambigüedad del hipster, su Laocoonte, que ilustraba su lucha con su propia perversidad defensiva. Era el símbolo desintegrado, los fragmentos, de su actitud hacia sí mismo y hacia el mundo. Presentaba al hipster como intérprete, retirado a un escenario abstracto de  y pretensiones, perdiéndose en los múltiples espejos de sus acordes fugitivos. Esta concepción se vio confirmada por la sorprendente mediocridad de las orquestaciones del bebop, que a menudo tenían la cualidad superficial de la música de vodevil, tocada sólo para anunciar el espectáculo venidero, el solista, el gran Houdini.

El bebop rara vez utilizaba palabras y, cuando lo hacía, eran sólo sílabas sin sentido, lo que reflejaba significativamente una pérdida contemporánea de vitalidad del propio lenguaje jive. El blues y el jazz eran documentales en un sentido social; el bebop era la Proclamación de la Emancipación del hipster en un lenguaje ambiguo. Mostraba al hipster como víctima de su propio sistema, volublemente trabado, escupiendo sus propios dientes, corriendo entre las gotas de lluvia de sus acordes salpicados, sin mojarse nunca, ni lavarse, ni bautizarse, ni saciar su sed. Ya no tenía nada relevante para sí mismo que decir: tanto en su expresión musical como lingüística, finalmente se había abstraído de su posición real en la sociedad.

Su siguiente paso fue abstraerse en la acción. El té lo hizo posible. El té (marihuana) y otras drogas le proporcionaron al hipster una válvula de escape indispensable. Su situación era demasiado extrema, demasiado tensa, para satisfacerse con la mera fantasía o el dominio animista del entorno. El té le proporcionó un mundo libre en el que explayarse. Tenía la misma función que el trance en Bali, donde la insoportable monotonía y desemocionalización de la vida "de vigilia" se compensa con el éxtasis del trance. La vida del hipster, como la del balinés, se volvió esquizoide; siempre que podía, escapaba al mundo más rico del té, donde, en lugar de la imagen indefensa y humillante de un escarabajo negro sobre su espalda, podía sustituirla por una de sí mismo flotando o volando, "colocado" de ánimo, disociado en sueños, en contraste con la presión incesante que ejercían sobre él en la vida real. Colocarse era una forma de catarsis onírica inducida artificialmente. Se diferenciaba del lush (whisky) en que no alentaba la agresión. Más bien, fomentó los valores sentimentales que tanto faltan en la vida del hipster. Se convirtió en una razón de ser , una vocación, una experiencia compartida con otros creyentes, un respiro, un paraíso o un refugio.

Bajo el jive, el mundo exterior se simplificaba enormemente para el hipster, pero su propio papel en él se volvía considerablemente más complicado. La función de su simplificación había sido reducir el mundo a proporciones esquemáticas que pudieran manipularse fácilmente en relaciones reales, simbólicas o rituales; proporcionarle una mitología manejable. Ahora, moviéndose en esta mitología, esta fantasía tensa de estar en algún lugar, el hipster sostenía un sistema completamente solipsista. Cada una de sus palabras y gestos tenía ahora una historia y una carga de implicación.

A veces se tomaba demasiado en serio su propio solipsismo y se dejaba arrastrar por afirmaciones criminales de su voluntad. Sin darse cuenta, todavía deseaba terriblemente participar en la causa y el efecto que determinaban el mundo real. Como no se le había permitido concebirse funcional o socialmente, se había concebido a sí mismo de manera dramática y, engañado por su propio arte, a menudo lo había representado en defensa real, autoafirmación, impulso o crimen.

Que era una expresión directa de su cultura se hizo evidente de inmediato en la reacción que se produjo ante él. Los elementos menos sensibles lo desestimaron como desestimaban todo. Sin embargo, los intelectuales manqués , los barómetros desesperados de la sociedad, lo acogieron en su seno. Saqueando todo en busca de significado, admirando la insurgencia, atribuyeron todo heroísmo al hipster. Se convirtió en su "ahí, si no fuera por el control de mi superyó, estaría yo". Fue recibido en el Village como un oráculo; su lenguaje era la revolución del mundo , el idioma personal . Era el gran hombre instintivo, un embajador del ello. Se le pedía que leyera cosas, mirara cosas, sintiera cosas, probara cosas e informara. ¿Qué era? ¿Estaba allí? ¿Se había ido? ¿Estaba bien? Era un intérprete para los ciegos, los sordos, los mudos, los insensibles, los impotentes.

Con semejante público, nada era demasiado. El hipster se convirtió rápidamente, a sus propios ojos, en un poeta, un vidente, un héroe. Reivindicaba visiones apocalípticas y descubrimientos heurísticos cuando recogía las cosas ; era Lázaro, que había vuelto de entre los muertos, que había vuelto para contárselo todo, que se lo contaría todo. Se consumía ostentosamente en una llama ardiente. No le importaban las consecuencias catabólicas; era tan pródigo que era invulnerable.

Y aquí estaba su ruina. El frenético elogio de los impotentes significaba reconocimiento —un verdadero lugar— para el hipster. Obtuvo lo que quería; dejó de protestar, de reaccionar. Empezó a burocratizar el jive como una maquinaria para asegurar el verdadero —en realidad, el falso— lugar. El jive, que originalmente había sido un sistema crítico, una especie de surrealismo, una revisión personal de las disparidades existentes, ahora se volvió moribundamente consciente de sí mismo, presumido, encapsulado, aislado de su fuente, de la enfermedad que lo engendró. Se volvió más rígido que las instituciones que se había propuesto desafiar. Se convirtió en una rutina aburrida. El hipster —que antaño había sido un individualista irredento, un poeta underground, un guerrillero— se había convertido en un poeta laureado pretencioso. Su antigua subversión, su ferocidad, ahora eran tan manifiestamente retóricas que eran obviamente inofensivas. Lo compraron y lo colocaron en el zoológico. Por fin estaba en algún lugar , cómodamente instalado en los locales de la calle 52, en el Carnegie Hall y en Life . Estaba allí ... estaba de nuevo en el útero americano. Y era tan higiénico como siempre.