Muse et grifo
Por: Andrea Bajani
Día tras día, el hombre construye recintos para que el resto de los hombres pueda pastar con seguridad en su interior, y a eso lo llama sociedad. Los poetas saltan por encima de la valla y luego siembran el pánico entre los demás mamíferos que deambulan mansos por ahí. Y cuando se marchan, el desasosiego corre por el cuerpo de quienes se quedan como sangre envenenada que entrará a degüello en sus venas. En las novelas de Roberto Bolaño los poetas son individuos peligrosos. Ponen patas arriba las ciudades, hacen empalidecer de miedo a los ciudadanos. Los poetas de Bolaño son aventureros, criminales, bravucones, vándalos. Siempre fuera de la ley. En las novelas de Bolaño, las ciudades se ven desestabilizadas por los poetas. Porque tienen ojos que causan temor. Entre las páginas de Los detectives salvajes se mueven hordas de desadaptados. Auxilio Lacouture, la “madre de la poesía mexicana”, Arturo Belano, Ernesto San Epifanio, León Felipe. Lo que se siente, en cada página, es el temblor de una época, por encima incluso de una ciudad. La Ciudad de México se encierra en casa, porque detrás de las ventanas están ellos. Y de los poetas no cabe esperar nada bueno. En Estrella distante, acaso el más desgarrador de los libros del chileno, hay un poeta, Carlos Wieder, que considera la tortura una forma suprema del arte. Y en Nocturno de Chile, el crítico literario Sebastián Urrutia Lacroix encuentra a un joven poeta en el umbral que desbarata su vida “en una sola noche relampagueante”: “de pronto ha llegado a la puerta de mi casa y sin mediar provocación y sin venir a cuento me ha insultado”. El crítico literario elude la confrontación (“Eso que quede claro. Yo no busco la confrontación [...] Soy un hombre razonable. Siempre he sido un hombre razonable”). El poeta echa abajo la verja de la sensatez, que no es otra cosa que la razón cuando se convierte en un extintor para apagar incendios.
Entre las muchas intuiciones de Bolaño, la del poeta como sujeto subversivo es la más devastadora, la que sigue ardiendo en las páginas de Amuleto, 2666, Putas asesinas. Lejos de la idea reciclable del poeta como una entidad residual y a fin de cuentas (vuelta) inofensiva, los poetas de Bolaño no tienen miedo a morir simplemente porque no buscan el consenso de la Historia. Bolaño se inició como poeta y siempre se consideró tal, y en uno de sus poemas –“Sucio, mal vestido”– habla de los caminos que recorren los perros, “allí donde no quiere ir nadie”. Es “un camino que solo recorren los poetas / cuando ya no les queda nada por hacer”. Los poetas no siguen las indicaciones, no obedecen las instrucciones trazadas por la Historia, que es la forma más violenta de la sensatez. La Historia, parece querer decir Bolaño, es la razón cuando se convierte en un par de esposas para asegurar detrás de la espalda las muñecas de la imaginación.
La poesía, por lo demás –como nos dice el nobel Joseph Brodsky en Conversations– “es una suerte de desviación con respecto a la habitual forma obediente de pensar”. Brodsky fue deportado por la misma razón por la que escribió poemas: “cualquiera que se esfuerce por crear en su interior su propio mundo independiente está destinado tarde o temprano a convertirse en un cuerpo extraño en la sociedad y a verse sometido a todas las leyes físicas de la presión, de la compresión y extrusión”. La Historia proporciona seguridad al hombre, el poeta transita por senderos no hollados, abre grietas en los mapas. En esos senderos se topa con los perros, pero también con hombres y mujeres que se han extraviado o que han tratado de adentrarse en esos mismos páramos, entre esos mismos arbustos. Poseen versos que compartir, con los que alimentarse en el bosque: “Las personas interesadas en la poesía –escribe Brodsky– tratan simplemente de satisfacer sus propias necesidades o intereses, digamos, por medios que no son proporcionados por el Estado.” Y el Estado, el brazo organizado de la Historia, opone su sensatez. Ósip Mandelshtam fue detenido y asesinado por sus versos. Lo que da miedo no es que hubiera bautizado a Stalin, en un célebre poema, como “el montañés del Kremlin” sino que hubiera escrito, en un verso feroz y hermosísimo, “cada muerte es una fresa para la boca” del dictador georgiano. La ferocidad y el candor son las armas de los poetas.
En una época como esta en la que el storytelling, la narración, se ha convertido en sinónimo de persuasión, es decir, en una rama de la comunicación y la política, no queda otra que la poesía vuelva a ser nuestro bien más valioso y nuestra arma más eficaz para defendernos de la sensatez de la Historia. Para echar abajo el vallado de las narrativas opuestas a otras narrativas: Europa, isis, la seguridad, la familia. En un momento como este, en el que prevalece la emergencia, es decir la urgencia de respuestas a preguntas que nadie ha formulado, la poesía es el medio que tenemos para volver a desestabilizar planteando preguntas. Es una época de las respuestas, esta que vivimos, y estamos llenos de preguntas sofocadas dentro de nuestro pecho. No hay nada más urgente que una pregunta ingenua, escribió Wisława Szymborska. La pregunta que se interesa por las razones del fuego, y no una boca de incendios que lo sofoque con la impetuosa represión de un fuerte chorro de agua. Los poetas de Roberto Bolaño deambulan por las ciudades de Latinoamérica propagando miedo y desasosiego debido a las armas que llevan. Son una pesadilla, pero, como escribe Cees Nooteboom en Tumbas de poetas y pensadores (Siruela, 2007, traducción de María Cóndor): “las personas no pueden vivir sin sueños peligrosos e inesperados”. Los realvisceralistas de Bolaño no llevan pistolas en sus bolsillos, sino versos, pero es suficiente para sembrar el pánico. Porque eso significa que tienen los bolsillos de los pantalones y de las chaquetas llenos de signos de interrogación, que son la munición más insidiosa para la sensatez de la Historia. El signo de interrogación, esa marca de puntuación que, como escribe Alberto Manguel en Curiosidad. Una historia natural (Almadía, 2015, traducción de Eduardo Hojman), es la “representación visible de nuestra curiosidad” y se encuentra al final de una frase como para “desafiar el dogmático orgullo”. Son las preguntas incómodas de los niños, que piden al ¿por qué? que se convierta en la ficha que pone en marcha el carrusel de las cosas, y a quienes las respuestas no dejan satisfechos. Los niños no son conscientes de la narración porque a menudo no llegan al final de una frase, pero dentro de esa frase desarticulan el mundo, lo descomponen y lo vuelven a montar de un modo que nunca habíamos visto. En el fondo, los temibles poetas de Bolaño no son más que niños. Y los niños desconocen la sensatez de la Historia, que es una respuesta práctica en la que hoy ya no cree nadie. El resultado son grandes cajas repletas de signos de interrogación metidas en el sótano –lleno de cosas viejas, consideradas ya caducas– que tarde o temprano una fuga de agua inundará y que pocos recuerdan haber guardado. La Historia proporciona, en nombre de la seguridad, recintos en los que nadie quiere ya entrar. “Por su propia seguridad”, repite con un mantra amplificado el miedo. La poesía, en cambio, como escribe Brodsky, es “la mejor escuela de inseguridad que existe”. Por esa razón, en la inseguridad que nos atenaza, la poesía nos tiende su mano, porque, como prosigue el poeta, “lo que dicen los poemas, en esencia, es: no lo sé”. ~
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Traducción del italiano de Carlos Gumpert.
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