lunes, 16 de noviembre de 2009
DOSSIER ANTIPROHIBICIONISTA #2
MARIHUANA: EL FIASCO DEL PARADIGMA PROHIBICIONISTA
POR:
Luigi Amara
La humanidad ha convivido a lo largo de la historia con las drogas. Hay usos documentados en todas las civilizaciones, incluidas desde luego las prehispánicas. Usos rituales, medicinales, lúdicos, festivos. En esa convivencia han abundado también prohibiciones de toda clase, como la de la Roma preimperial, que reservaba el consumo de vino a los varones mayores de 30 años y castigaba a los infractores con la ejecución. Por su parte, el emperador Marco Aurelio, que recibía cada mañana con una ración de opio, desaconsejaba el uso de esta sustancia a los menores de 50 años, y aunque no lo prohibió tajantemente al tener las riendas de Roma, sus observaciones en esta materia hablan del respeto que debe tenerse a las drogas en general y del grado de madurez necesario para convivir con ellas.
Sin embargo, la prohibición y penalización de una droga no ha resultado ser la mejor estrategia para reducir los efectos indeseables de una inclinación humana —una inclinación hacia la ebriedad— que, en lugar de estigmatizarse, debe ser reconocida y tomada en cuenta. Suele suceder justo al revés. La prohibición tiene efectos contrarios a los esperados. Es bastante conocido el caso de la Ley Seca estadounidense, otra vez en boca de todos gracias a la comparación que hizo hace pocos días el presidente Barak Obama de la lucha contra el narcotráfico en México y Los Intocables de Eliot Ness, pero hay muchos casos análogos. Traigo uno a cuento: en Rusia estuvo prohibido el café buena parte del siglo XIX. Se hablaba de la gran toxicidad y dependencia que causaba la cafeína, del estado de ansiedad al que conducía este excitante que hoy está en las alacenas de todo el mundo. Al que violaba la interdicción se le llegaban a cortar las orejas. Pero fue precisamente durante ese periodo que el consumo fue más desmedido: los adeptos al café solían beber litros y litros de una sola sentada, alcanzando los estados de excitación y angustia que habían sido el origen de la prohibición.
Hoy, a la distancia, tanto el caso de la Ley Seca en Estados Unidos como el de la prohibición de café en Rusia nos parecen estrategias desencaminadas, incluso risibles, de tan ineficaces; y no sería extraño que en unos años sucediera lo mismo con la marihuana.
La penalización de la marihuana, como la de muchas otras drogas que permanecen prohibidas, es un fenómeno relativamente reciente, que data del siglo XX. En México está documentado el consumo de cannabis —una planta exógena— por lo menos durante todo el siglo XIX, en particular entre los entonces llamados “bohemios” —pero también entre los soldados—, y es fácil advertir la familiaridad que existía con esta droga (en su modalidad de cigarrillo y no sólo macerada en alcohol para las reumas) si uno repara en la popularidad de una canción como “La cucaracha”, que famosamente alude a la hierba, y cuyo origen algunos historiadores ubican en fecha tan lejana como 1818.
Sobre la presencia, digamos consuetudinaria, de la marihuana en la sociedad mexicana hay incontables testimonios, pero creo que uno de los más reveladores es el del escritor español Ramón del Valle-Inclán, pues en sus textos se refleja una actitud muy diferente de la actual con respecto al cáñamo. En una entrevista publicada en 1918, Vallé-Inclán, que había probado la marihuana por primera vez en México y se había aficionado a ella, afirma con un tono un tanto exaltado:
–A mí México me parece un pueblo destinado a hacer cosas que maravillen. Tiene una capacidad que las gentes no saben admirar en toda su grandeza: la revolucionaria. Por ella avanzará y evolucionará. Por ella... y por el cáñamo índico, que le hace vivir en una exaltación religiosa extraordinaria.
–¿Por el cáñamo índico?
–Por la hierba marihuana o cáñamo índico, que es lo que fuman los mexicanos. Así se explica ese desprecio a la muerte que les da un sobrehumano valor.
Valle-Inclán
Y no hay que olvidar que también en Estados Unidos era otra la relación con muchas de las drogas hoy prohibidas. Sin ir más lejos se puede mencionar el caso de la cocaína, que en su momento estaba presente en la fórmula de la coca-cola, y no fue sino mucho después de que este refresco se vendiera libremente a manera de tónico que la cocaína terminó simbolizando una droga de “afroamericanos degenerados” y por tanto se la prohibió. Y al parecer el caso de la marihuana en el país vecino no estuvo tampoco disociado de prejuicios raciales, y hay estudiosos, por ejemplo Antonio Escohotado, autor de una Historia general de las drogas, que vinculan la prohibición de la marihuana en Estados Unidos con el miedo a la migración masiva de mexicanos, pues ya desde antes de la Gran Depresión habían cruzado la frontera hordas de connacionales en busca de trabajo, llevando del otro lado del Río Bravo la pegajosa afición a la “cucaracha”.
Son muchos los factores que explican que en la primera mitad del siglo XX comenzara en la mayoría de los países una ola de prohibición generalizada de sustancias tóxicas, y entre esos factores se cuenta, por supuesto, el hecho de que el opio, el alcohol, la marihuana o la cocaína pueden ser sustancias poco recomendables en ciertos casos y para determinadas personas. Pero más allá de los complejos factores que entran en juego en una prohibición de la magnitud de la que todavía está en boga, me interesa subrayar que con una prohibición de este tipo se decreta la minoría de edad del hombre con respecto a los estupefacientes. Pese a que no está enunciado así en ningún lado, el trasfondo es claro: el hombre está incapacitado para lidiar con sus estados alterados de conciencia.
Un primer aspecto de la penalización indica que el individuo no puede hacer con su cuerpo y su conciencia lo que quiera. Hay límites a la libertad individual más allá de posibles daños a terceros. Con respecto a ciertas sustancias tóxicas con las cuales pretende alcanzar la ebriedad, el hombre está en una permanente minoría de edad.
El segundo aspecto de la penalización lo equipara a un problema de salud: la única manera de no entrar en un proceso penal es declararse adicto, clínicamente enfermo. Que en realidad es otra manera (desde el ámbito de la medicina) de declarar que el consumidor no puede hacerse responsable del uso de drogas, independientemente de si en la práctica le ha traído daños a su salud. La tendencia general es que la adicción se mida con el rasero de una portación máxima diaria para consumo personal (que si 3 o 5 gramos, que si cuatro flautines o un par de gallos bien dotados), pero se olvida que aquí hay un amplio margen debido a la tolerancia que estas sustancias generan, sin que por ello haya necesariamente un problema médico real.
En el paradigma prohibicionista actual sólo hay dos opciones: delincuente o enfermo, lo cual ya muestra que toda la cuestión está teñida desde su base de un tremendo maniqueísmo.
Y apenas parece necesario insistir en que una consecuencia indeseable pero elemental, contraria al espíritu mismo del paradigma prohibicionista, fue que si las drogas tenían el atractivo de lo desconocido, de lo peligroso, de la promesa de disfrute —si bien no exenta de los riesgos que hay en todo trance—, los legisladores que por primera vez pusieron a la cannabis en la lista de las sustancias prohibidas le confirieron un atractivo añadido: el de la transgresión.
Pero quizás el aspecto que más ha contribuido a que la prohibición de la marihuana se mantenga por encima de una evaluación medianamente objetiva de sus resultados (la prohibición misma es la verdadera Intocable), tiene que ver con que detrás de ella hay una presión moral que enturbia de raíz las discusiones, y que hasta la fecha ha entorpecido cualquier avance en la evaluación de la política prohibicionista y de sus dividendos.
Para cambiar de paradigma con respecto al consumo de marihuana (siquiera como ejercicio mental, para discutir en serio las opciones de despenalización o legalización regulada de la cannabis a casi un siglo de su prohibición generalizada), habría que comenzar por eliminar este sesgo moral todavía demasiado presente, situarnos al margen de este tabú que lastra el pensamiento y que ha sido recogido y entronizado en los acuerdos internacionales sobre psicotrópicos, y que no ha cesado de manifestarse de diversas formas:
1) En la prensa se tacha de “mariguanadas” cualquier propuesta en esta dirección. Titulares a ocho columnas se complacen en desprestigiar de entrada argumentos e iniciativas por considerarlas propias de un empedernido pacheco.
2) Superestrellas de los Juegos Olímpicos como Michael Phelps y Usain Bolt son estigmatizados por fumar hierba; no sólo les cancelan contratos publicitarios sino que de alguna manera son bajados de sus pedestales de ídolos, siendo que ese consumo, puramente lúdico, no tiene nada que ver con una maniobra para mejorar su rendimiento, al tratarse de competidores en pruebas de velocidad.
3) Los posibles daños a la salud de fumar marihuana están envueltos en una bruma de medias verdades que la hace aparecer más dañina de lo que en realidad es. Como muchos investigadores han resaltado, los estudios farmacológicos sobre la cannabis parecen hasta ahora condenados al oscurantismo —otros han descrito la situación como de “barbarie farmacológica”—, de allí que buscar datos fidedignos parezca tan difícil. Sin embargo, aunque la marihuana no es del todo inocua, pues hay pruebas suficientes de que a largo plazo afecta la memoria inmediata, puede provocar crisis de pánico, etc., de ningún estudio serio se desprende que sea más peligrosa que el alcohol, o más adictiva que éste, o estadísticamente más asociada con la violencia o el crimen, y sin embargo, a la hora de discutir la despenalización o la legalización, esta evidencia se omite o de plano se tergiversa.
4) Otra muestra de que en este terreno imperan los resabios moralinos se da en el terreno de la salud pública. Por más nociva que pueda ser la marihuana no puede compararse, en cuanto problema de salud, con otros de mayor gravedad y sin embargo desatendidos. Puesto que los índices más preocupantes en la actualidad en el rubro de salud pública en México corresponden a la obesidad y a la diabetes, si en verdad fuera una política sana la de fiscalizar lo que los individuos nos llevamos a la boca debería estarse discutiendo cómo regular la venta de comida chatarra y refrescos y no el consumo de la marihuana; debería estarse evaluando en la Cámara de diputados hasta qué punto sería conveniente etiquetar las donas y los pastelillos, por ejemplo, con una leyenda del tipo: “el abuso en el consumo de este producto afecta la salud”. A estas alturas debería haber quedado claro que en materia de alimentación, la sociedad mexicana está sumida en una alarmante minoría de edad. Pero el punto que quiero resaltar es el siguiente: no se trata de preguntar por qué se prohíbe lo que modifica nuestra percepción y no lo que altera drásticamente nuestros niveles de insulina, sino de una pregunta más general: ¿con qué derecho se interfiere en lo que las personas hacen consigo mismas y con sus cuerpos?
* * *
Estamos en una situación de facto de consumo generalizado de marihuana, en la que prácticamente en todos lados se fuma, cualquiera tiene acceso a ella y es parte de la cotidianidad, donde presidentes como Barak Obama no tienen empacho en confesar que la han probado alguna vez, y sin embargo pareciera, tal como la discusión suele darse, que fuera la peor bajeza.
Y por más extendido que esté, el consumo de cannabis se desarrolla en un ambiente de falta de información verídica sobre sus efectos, en medio de toda clase de estigmas hipócritas y un combate policiaco y militar que en principio no puede surtir efecto por la sencilla razón de que la demanda no da visos de terminar. Hay una necesidad humana de ebriedad, de exploración, de autoconocimiento, de diversión y si se quiere de escape de la rutina, que si ha existido a lo largo de la historia no está claro porqué habría de detenerse por simple decreto. Hilaridad, camaradería, relajamiento, ver las cosas bajo otra luz… Se trata de impulsos demasiado humanos, con los que otras culturas en otros tiempos pudieron lidiar aceptablemente.
De allí la consecuencia más notoria de la lucha contra el narcotráfico: el "efecto hidra", la asombrosa rapidez en la recomposición de las estructuras delictivas al ser desmembradas; puesto que hay demanda, cualquier golpe es sólo transitorio, no tardará en surgir una nueva cabeza para abastecerla.
A estas alturas, abrir cualquier periódico o sintonizar cualquier noticiario debería bastar para dejar en claro que el combate penal es demasiado costoso para el Estado y para la sociedad; tan costoso en términos económicos, de inseguridad, corrupción y sobre todo de vidas humanas, que es necesario replantearlo y hacer tabula rasa.
¿Es racional el gasto que se invierte en el combate a la marihuana comparado con los daños que podría causar si se dejara de hacerlo? ¿No es más dramático y gravoso que mueran miles y miles de hombres por ese combate si se contrasta con los problemas de salud e incluso con los delitos que ese consumo podría provocar?
Y desde el punto de vista moral (que tanto parece importar, aunque nunca se haga del todo explícito), ¿no es más reprobable la corrupción a todos los niveles que ha propiciado el narcotráfico que la simple falta, la bajeza de fumarse un churro?
No hay que olvidar que todas estas aristas de la situación tienen además repercusiones en la legitimidad de la lucha misma contra la droga, es decir, repercusiones que alcanzan la legitimidad de la acción del Estado:
En primer lugar, como los recursos públicos están mal enfocados en este rubro (se utilizan fundamentalmente para el combate y no para la educación y la prevención), en muchas comunidades los propios narcotraficantes son los que financian escuelas, complejos deportivos, parques y sitios de recreo, etcétera, de manera que son ellos los que se convierten en héroes, en ejemplo a seguir.
En segundo lugar, como se mueven asombrosas cantidades de dinero gracias a la prohibición vigente, la corrupción inunda la lucha desde su base, al punto de que en muchos lados de esta llamada “guerra” la pregunta sobre quién tiene el control, el narco o el Estado, no es una pregunta retórica.
En tercer lugar, a fin de mantener la prohibición, se genera un clima de inseguridad y muerte desproporcionado en función de aquello que se pretende proteger.
Dinero mal invertido, corrupción, inseguridad, muertes que se cuentan por miles… ¿No es ya tiempo de renunciar al paradigma prohibicionista? ¿Quiénes son los más interesados en que este paradigma se perpetúe? ¿Quiénes son los más beneficiados? La respuesta a estas preguntas, que inequívocamente apuntan en la dirección de los narcotraficantes, es motivo suficiente para abandonar la política prohibicionista con respecto a la marihuana.
Aunque la forma en que ha de dejarse atrás este paradigma desfondado todavía está por construirse (a mi juicio, la mera despenalización, es decir, la renuncia a sancionar la posesión de pequeñas cantidades de droga destinadas al consumo personal es por muchas razones insuficiente), la legalización completa de la marihuana —de su consumo pero también de su cultivo y venta regulados— permitiría que el Estado utilice mejor su dinero: millones de pesos que hoy sirven para ese combate se podrían destinar a educación y cultura, además de a campañas informativas en materia de drogas y al fortalecimiento de los centros de rehabilitación. Legalizar no es promover; con los recursos canalizados adecuadamente habría mayor conciencia de los riesgos del consumo de marihuana. Y si digo que hay que aumentar la inversión en educación y cultura en este país (que por cierto está muy por debajo de las recomendaciones de la UNESCO), se debe a que no sólo es necesario aportar conocimientos farmacológicos objetivos para el consumo responsable de la marihuana, sino que además se deben proporcionar las condiciones culturales y educativas que propicien un ambiente en que el ciudadano deje de asumirse y de ser visto como un menor de edad en muchos respectos, no sólo en su relación con las sustancias tóxicas.
Y no hay que desestimar que si, además de despenalizar, el Estado se decide a gravar el consumo de marihuana, es decir, se apuesta por una legalización controlada (si lo regula de una forma parecida al alcohol), tal vez a través de expendios autorizados o de fumaderos, en lugar de derrochar dinero va a obtener ganancias.
Otro beneficio de abandonar el paradigma prohibicionista es que probablemente baje el consumo: después de un esperado aumento inicial (provocado entre otras cosas porque la gente confiesa más su afición que cuando era ilegal), una vez que el brillo de lo prohibido quede cancelado, es muy factible que el consumo de marihuana se mantenga estable o por debajo de los niveles actuales. El caso de Holanda es elocuente en este sentido: el porcentaje de consumidores está por debajo del promedio europeo, a pesar de que muchas naciones cuentan con legislaciones más punitivas.
Por lo demás, se daría un golpe artero a las estructuras del narcotráfico en el rubro más importante: el de la desaparición de buena parte del mercado negro que controlan. No es un dato menor que por lo menos 60% de las ganancias en Estados Unidos en materia de narcotráfico corresponde a la cannabis. El clima de inseguridad sería por lo mismo menos agudo y se podrían combatir de manera más eficaz a las organizaciones delictivas, que como se sabe tienen otros giros más allá de la venta de estupefacientes.
Aunque probablemente estas consecuencias positivas no se verían reflejadas sino hasta que el cambio de paradigma con respecto a la marihuana se expanda a nivel global, o por lo menos a los Estados Unidos (el principal consumidor de las 45 millones de toneladas que se producen anualmente en el mundo), quiero enfatizar una de las razones primordiales que animan la legalización de la cannabis. Se habla mucho de la escalada en el consumo de drogas, sobre cómo el acceso a la marihuana propicia el salto hacia otras drogas llamadas “duras”; si en efecto hubiera algo de razón en este argumento, con el cambio de paradigma se cortaría de tajo este peligro, puesto que los accesos a una y a otras drogas serían distintos y claramente delimitados. Esto es lo que se ha pretendido hacer en Holanda con la denominada “separación de mercados”, gracias a la cual los dealers de drogas duras y de marihuana, estos últimos establecidos en coffee shops, ya no son los mismos.
Pero quizás el beneficio más importante que arrojaría este cambio de paradigma consista en que se volvería a reivindicar una parcela de la libertad humana hasta ahora menoscabada; se recuperaría cierto terreno en la ya por demás maltrecha mayoría de edad del hombre. Pues el objetivo último, aunque se encuentre por ahora lleno de escollos, sería no sólo llegar al reconocimiento de la plena autonomía individual en materia de consumo de drogas —algo así como la defensa de un “derecho universal a la ebriedad”—, sino al reconocimiento de que las personas, y no el Estado, tengan jurisdicción exclusiva sobre lo que introducen a sus cuerpos, esto es, a una soberanía efectiva sobre las lindes de nuestra piel.
∗ Ponencia presentada el 14 de abril de 2009 en el Palacio Legislativo de San Lázaro, durante los Foros de debate sobre la regulación de la planta cannabis en México.
tomado de:
http://coladelmundo.blogspot.com/
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