lunes, 1 de febrero de 2021

RAZONES EN EL ARTE CONTEMPORÁNEO

 


YEMAYÁ EN MADRID (OM/GARRATZ)

RAZONES EN EL ARTE CONTEMPORÁNEO


Gerard Vilar

(Universitat Autònoma de Barcelona)

El arte, por seguir empleando un término cómodo, pero de incierto referente, ha servido a lo largo de su historia para muchas cosas y a numerosos señores. Ha servido a las religiones, a las iglesias, al poder en todas sus formas y variedades, a todos los deseos y a todas las necesidades humanas e inhumanas. Pero también ha servido al conocimiento, a la justicia y hasta a la felicidad, esto es, como se decía antes, ha desempeñado diversas funciones emancipatorias y racionales. Tras pasar todas las vicisitudes históricas sabidas, hoy el arte sigue cumpliendo estas últimas funciones. Quiero decir que el arte, pese a ciertas apariencias contrarias, es y sigue siendo una de las formas básicas de la racionalidad en el sentido más enfático. Los seres humanos hemos podido llegar a desarrollar la razón gracias a que no estamos definidos del modo en que lo están la salamandra o el león. Pero la razón misma tampoco está definida de una vez por todas, sino que hay que hacerla, buscarla, inventarla. En los últimos tramos de historia de nuestra especie, la razón a tomado una serie de formas, aunque a veces laxamente, más o menos conectadas entre sí: ciencia, tecnología, Estado de derecho, democracia política, ética humanista, filosofía crítica y, claro es, también arte autónomo y crítica de arte. Todas estas prácticas e instituciones que están en el núcleo de la razón en el presente, se caracterizan porque de un modo u otro se basan en un denominador común: la práctica de dar razones, reconocerlas y aceptarlas o rechazarlas en base a razones. Tales prácticas, dicho wittgensteinianamente, constituyen una gran familia de juegos de lenguaje que tal vez no se dejen encerrar en una descripción sistemática y unificada, rigurosa y detallada, pero que no se podrían entender o reconocer al margen de dicho denominador común. En cada caso esas prácticas presentan peculiaridades y diferencias muy importantes. La práctica de un seminario de científicos discutiendo sobre la espuma cuántica y la de una sesión de letrados del tribunal constitucional es, sin duda, muy distinta. Los primeros buscan la descripción verdadera de un fenómeno del mundo objetivo; los segundos la interpretación justa de los preceptos legales. En el caso del arte, por supuesto, las cosas son aún más confusas. Pero creo que en todos los casos podemos reconocer una dialéctica de acuerdos y desacuerdos, de consensos y disensos acerca de aquello sobre lo que se dice y se habla, abstracción hecha de que los acentos pueden estar más en los primeros o en los segundos. La ciencia y el derecho persiguen más los acuerdos y consensos. El arte y la filosofía buscan más los desacuerdos y los disensos. Pero son formas prácticas de dar y reconocer razones. En lo que sigue voy a tratar de dar mi visión sintética de por qué creo que el arte contemporáneo también es centralmente una de tales prácticas.


Quienquiera que haya visitado alguna exposición reciente de arte contemporáneo se habrá encontrado con objetos, instalaciones o acciones que a menudo cuesta mucho distinguir como obras de arte y de las que, aún más, no es nada fácil reconocer su significado. Nan Goldin, por ejemplo, una artista que ha realizado sobre todo fotografía desde los años setenta, nos presenta como obra de arte un terrible retrato de ella misma con el título Nan One Month After Being Battered, es decir, “Nan un mes después de ser apaleada”. Es una fotografía de 1984 en la que vemos a la artista con los ojos amoratados, la cara inflada y una expresión de desamparo e indefensión que no puede dejar de conmover. Parece querer compensar su humillación con el rojo intenso de su lápiz de labios, con unos grandes pendientes de plata y un voluminoso peinado parecido a una peluca. Pero inevitablemente uno se pregunta por qué esta fotografía es una obra de arte y las fotografías que encontramos casi cada día en las revistas y periódicos o que hacen los médicos forenses de mujeres maltratadas no lo son. Resulta igualmente ambiguo una cabeza de vaca encerrada dentro de una urna que se pudre lentamente consumida por centenares de moscas negras que depositan ahí sus huevos de los que luego salen gusanos que se alimentan hasta que ellos también acaban convirtiéndose en moscas en un largo ciclo vital, como en la obra One Thousand Years del artista británico Damien Hirst; o las fotografías absolutamente cursis e infantiloides de niñas enfundadas en vestidos futuristas que sonríen como si se hubieran tomado un tripi de Fanta, como en las obras de la inefable Mariko Mori; o una obra o acción consistente en una cena en la que el artista Rirkrit Tiravanija cocina una sopa tailandesa para el público. Sin duda, parece que estos artistas contemporáneos quieren decir alguna cosa con sus obras o acciones, pero no es nada evidente en qué consiste esta comunicación frente a lo que había sido la comunicación artística en el pasado.


Hace una generación, T.W. Adorno, el filósofo del arte que mejor pensó el arte moderno desde su momento o lado negativo, podía afirmar convencido que “ninguna  obra de arte debe describirse ni explicarse por medio de las categorías de la comunicación”.[1] Adorno hacía esta afirmación porque creía que esta sociedad subyugada por el capitalismo y sus medios de dominio, cosificación y alienación, la única forma de resistencia que quedaba ante el imperio total del sistema sobre las conciencias de los individuos era el arte que, en lugar de entregarse al mercado y a la ideología dominante, se encerraba sobre sí mismo, haciéndose hermético y desagradable. Este arte, al ser antifuncional, inhumano y refractario a la comunicación, mantenía viva la llama de la libertad, que es lo que Adorno creía ver en las obras de Kafka, Beckett o Schönberg. Pero después de la postmodernidad, en medio de este delta de incontables brazos y canales en el que el río del arte moderno se ha convertido, el punto de vista de Adorno ha perdido pie en la realidad. No obstante, tampoco puede decirse que con el triunfo del capitalismo se haya apagado completamente la luz de la libertad y la posibilidad de lo heterogéneo, de la diferencia o la noidentidad, como la llamaba. El arte ya no puede resistirse a la comunicación en nombre de la utopía, sino que transforma los modos de comunicación en una sociedad dominada más que nunca por los medios de comunicación y el espectáculo. La relación entre el arte y la comunicación ha sido, por consiguiente, distinta en distintos momentos históricos y tiene, por tanto, una historia.




1. La comunicación en el arte tradicional




Las que hoy llamamos “artes visuales” han sido siempre, desde sus orígenes, tipos de comunicación. La verdad es que de los orígenes sabemos muy poco y es muy improbable que lleguemos a saber mucho más dada la escasez de los productos artísticos y de las culturas en cuyo seno éstos tenían sentido. Sólo nos han llegado algunas muestras que por azar han sobrevivido a la destructividad del tiempo y los elementos y que, probablemente, son de fecha relativamente avanzada respecto a lo que debieron ser sus orígenes en el alba de la especie. Normalmente las historias del arte empiezan con las pinturas rupestres, las agujas hechas con astas y las pequeñas “Venus” prehistóricas. Todos estos objetos representaban realidades humanas, naturales y quizá entidades mágicas que hoy nos resultan muy difíciles, si no imposibles, de reconstruir con una cierta seguridad. Sin embargo, fuera cual fuera el significado real de estos objetos, lo que parece incuestionable es que eran objetos simbólicos. En un sentido amplio, todo objeto simbólico es el substituto de un ente al que se refiere y que sirve para comunicarse. Todo símbolo comunica algo a alguien. Esta estructura comunicativa también es característica de los lenguajes naturales: sistemas simbólicos de sonidos que sirven para que alguien comunique algo a alguien. Por este motivo hablamos corrientemente de los lenguajes del arte[2]. Los lenguajes naturales y los lenguajes artísticos presuponen la misma capacidad simbolizadora. Así pues, no es del todo arriesgado, aunque sí difícil de probar, que las artes y el lenguaje se fueran desarrollando de forma paralela y que siempre hayan ido estrechamente ligados. El ojo fisiológico y el ojo interior de la mente articulado lingüísticamente han estado seguramente íntimamente unidos. Ver la figura totémica espeluznante y simultáneamente comprenderla emocionalmente como representación de un poder natural con nombre y una historia legendaria y mágica, es el modelo de la experiencia del arte en sus orígenes: la comunicación de un contenido espiritual dentro del horizonte de una determinada cultura. Como nosotros no tenemos la cultura que dio lugar a  Altamira, sólo podemos especular sobre los contenidos espirituales que ese arte comunicaba, pero lo que sí sabemos es que había algo que se comunicaba a los miembros de esa cultura. Y de esta forma continuaron las cosas hasta no hace mucho tiempo.


Hasta hace aproximadamente un siglo, eso a lo que llamamos “arte” según las narraciones históricas comúnmente aceptadas, era una forma de comunicación relevante que, por ejemplo, vehiculaba conocimientos, cumplía funciones sociales importantes y era una manifestación superior de la capacidad creativa de los seres humanos. Se podía cuestionar la capacidad del arte como manifestación de conocimiento, plantear la necesidad de su subordinación a la religión o a la política o, contrariamente, defender su poder visionario y su libertad absoluta. Pero aún con independencia de que unos u otros reconocieran sus pretensiones, nadie podía dudar de que estas pretensiones de razón estaban ahí planteadas en los frescos de Sant Climent de Taüll, la Anunciación de Leonardo da Vinci, en La libertad guiando al pueblo de Delacroix. El arte hablaba en sus lenguajes comprensibles y hablar y escribir sobre las obras de arte no fue una tarea necesaria hasta bien entrado el siglo XVIII. Hoy los discursos sobre el arte del pasado no sólo reconocen estas razones antes expuestas –la razón comunicativa, la razón funcional y la razón creativa, para decirlo de una forma sintética aunque un poco inexacta-, sino que ellos mismos se han convertido en ciencia de la historia del arte, en iconología, en sociología y en psicología con sus propias pretensiones de razón. El Cristo crucificado del retablo d’Isenheim pintado por Grünewald sería un perfecto ejemplo de las razones del arte tradicional. Cualquier cristiano podía entender aquella obra, reconocer su función piadosa y litúrgica y reconocer la creatividad del artista. Sin duda se podía discrepar sobre si un Cristo pobre, llagado y sangriento era la representación más adecuada del Hijo en el Calvario y que el artista haya conseguido crear con éxito algo valioso. Esto mismo se debió cuestionar cuando Grünewald entregó su obra acabada al convento de monjes antoninos que se la había encargado, y  ello se ha discutido posteriormente y seguramente se continuará discutiendo en un futuro. De todas formas, creo que se puede afirmar a grandes rasgos que siempre se ha entendido Grünewald y se han contemplado sus razones, dando por supuesto que la comprensión en el arte es siempre un proceso abierto que no puede tener un punto final en una comprensión perfecta o acabada.


Aún así, ya en el Renacimiento se dieron signos de una complejidad de las cosas, un proceso que para el arte iría en aumento. La famosa Alegoría de la primavera de Botticelli fue un encargo político para un salón del palacio de los Médici. Éste no era un arte para todo el mundo. Par entender la obra de Botticelli no sólo era necesario estar entre los pocos privilegiados que tenía acceso al palacio, sino que también se tenía que haber leído al poeta Poliziano, tener conocimientos de filosofía neoplatónica, de mitología clásica, de iconología y de los objetivos propagandísticos de Lorenzo de Médici, objetivos que consistían también en utilizar el arte para fortalecer políticamente la ciudad de Florencia y enriquecer material y espiritualmente a sus ciudadanos. Esa obra de Botticelli no era obvia y comprensible para cualquiera y sus razones eran bastante oscuras. No es pues extraño que hasta que la iconología del siglo XX no pudo aplicar sus métodos de interpretación en esta obra, su significado originario había quedado sepultado bajo estratos de tiempo e ignorancia. Panofsky, Warburg, Wind, Gombrich y otros han restaurado este significado con un gran esfuerzo de inteligencia, de forma que hoy podemos gozar de esta obra no sólo como una “alegoría de la primavera” en general, sino que también podemos leer esta alegoría como un discurso de las bondades de la ciudad de Florencia como centro cultural, económico y político bajo los auspicios de la familia de los Médici. No obstante, el hecho de que se haya tardado tanto tiempo en restaurar este sentido a la obra de Botticelli es un signo inequívoco de que en esta y en otras obras de la época se abrió una primera grieta en la relación del arte con sus razones. Una grieta que acarreará vastas consecuencias porque, en primer lugar, se irá traduciendo poco a poco en eso que podemos llamar “la estetización del arte”, que culminará en las teorías filosóficas de la Ilustración según las cuales lo que importa son los placeres de la imaginación, el desinterés y la ausencia de concepto y, en consecuencia, el hecho fundamental sería la forma autónoma y sus propiedades de generar en el individuo experiencias “estéticas”. Paralelamente, apareció el gusto como capacidad universal del individuo libre para juzgar el arte y lo bello, es decir, apareció el gusto como forma de razón, pero de una razón muy problemática. Porque, en segundo lugar, la manera en como se concibió el gusto implicó la diferenciación entre el juicio estético y el juicio artístico, que había llegado a ser un lugar común. Podemos gozar de cualquier obra del pasado o del presente, de nuestra cultura o de cualquier otra sin atender para nada a su significado, la función para la que fue concebida o las intenciones de quien la creó. En resumen: sin entender nada de ella y sin prestar atención a sus  razones. Y porque, en tercer lugar, esta diferenciación incluso resulta ser una oposición un poco paradójica: puedo entender perfectamente una obra de arte pero no por ello ha de complacerme. O, puede complacerme y simultáneamente puedo rechazar lo que significa, comunica o explica.


¿Es definitivo este divorcio que se inició en los albores del mundo moderno o podemos descubrir nuevas vías que conecten el arte con sus razones, para que la estética recupere el concepto y el gusto se reconcilie en alguna medida con el conocimiento, con el entendimiento? La respuesta inevitable es que, estrictamente, ésta es una diferenciación irreversible, pero esto no significa de ninguna manera que la estética y la filosofía del arte no tengan un enorme territorio en común, como el que tuvo en tiempos de Baumgarten y que luego se perdió con Kant, Hegel y las demás filosofías habidas hasta Heidegger y Adorno. Esta separación, que no llegó nunca al divorcio, entre la estética y la filosofía de arte fue sobre todo impulsada por la irrupción del arte moderno cuando, como es sabido, las cosas se complicaron aún más para la comunicación artística. Por su carácter innovador, experimental y crítico, el arte moderno tiende siempre a rechazar las formas tradicionales de razón que el arte siempre había tenido para buscar otras más nuevas e, incluso son frecuentes las posiciones extremistas que rechazan toda forma de razón comunicativa, o toda forma de función, o toda forma de creatividad. Arte que no quiere comunicar nada, arte que no quiere tener ninguna función ni ser signo de creatividad llegó a ser algo usual entre la Primer Guerra Mundial y el fin de la Guerra del Vietnam. Las vanguardias llevaron su propia guerra entre guerras. Pero vistas las cosas desde el presente, cuando el arte moderno parece tan lejos como el de los maestros renacentistas, todo se nos presenta con menos ardores guerreros y menos voluntades radicales de lo que se creyó en otros momentos. Hoy, alrededor de todo ese arte que nació con vocación anti-institucional, hay un enorme complejo institucional de museos, fundaciones, galerías, coleccionistas, revistas, críticos y comisarios en el que se mueven millones de personas y miles de millones de euros. No obstante, esta despotenciación de la fuerza subversiva del arte moderno y su integración en el sistema del mercado cultural no ha comportado necesariamente una simplificación de las cosas.




2.  De lo moderno a lo contemporáneo




Puede ser que comprender el Gernika de Picasso sea relativamente sencillo, pero en el arte moderno es más una excepción que una regla. Era bien emblemática la posición de Clement Greenberg, el gran crítico de arte americano de los cincuenta, cuando apelaba a la Crítica del Juicio de Kant como base filosófica más satisfactoria para la crítica de arte. Es decir, apelaba a una estética que sostenía que en el juicio de gusto no se ha de reparar en ningún significado ni concepto, sólo en la forma y la estructura, la estética en la que el anteriormente citado divorcio entre juicio de gusto y juicio artístico era más completo. No menos emblemática es la célebre declaración de Frank Stella sobre que “el arte que se ve es el que se ve”, invitando a prescindir de todo ejercicio de comprensión. Pero si a la vez esta posiciones fueran adaptadas coherentemente, entonces el arte no tendría nada que decirnos, se reduciría a un asunto de placeres y displaceres, meramente a las emociones y, además, según el conocido argumento de Arthur Danto, no podríamos reconocer diferencia alguna entre la cartulina  garabateada de un niño y una abstracción de los expresionista americanos, o entre cualquier caja metálica y una escultura minimalista[3]. Las obras de arte tienen un significado que vehiculan en un objeto, instalación o acción. Las obras de arte contemporáneo son en general enunciados en un lenguaje desordenado.




Este es un punto de vista que está en contradicción con el supuesto que ha dominado durante unos cuantos siglos, que las categorías con las que se debía pensar el arte eran categorías de belleza y de la experiencia estética entendida como una reacción emocional a los estímulos que provienen de la obra. El arte contemporáneo normalmente no es bello y no se puede evaluar con los términos tradicionales. Eso no significa que la belleza haya desaparecido del arte. Sin duda siguen habiendo obras y artistas que buscan principalmente la belleza. De hecho, en el arte ningún descubrimiento temático, técnico o expresivo no se abandona nunca, sino que se suma e integra en los círculos concéntricos de la expansión de la esfera de lo artístico.  Aún así, la belleza no es un tema dominante hoy y raramente lo es en los artistas contemporáneos, aunque lo fuera en alguno de los grandes modernos como Mark Rothko. Pero creo que incluso en éstos la belleza se presenta no como una cosa de la que simplemente hay que gozar, sino como un significado. El arte contemporáneo está dominado por el significado, por la pretensión de comunicar contenidos espirituales normalmente de carácter reflexivo y exige de nosotros un esfuerzo de comprensión. En este sentido, el arte ha recuperado en cierta forma la relación con el significado que tenía antes de que en el Renacimiento las artes se convirtieran en “bellas artes” y se iniciara un  periodo que duró quizá hasta los años cincuenta del siglo XX. Como en el Románico, en el que lo importante es el significado de Cristo o de los evangelistas representados en el cielo y no la “estética” de esta representación, que es algo completamente secundario, en las fotografías de Nan Goldin o Cindy Sherman, en las esculturas de Rachel Whiteread o Damien Hirst, o en las instalaciones de Eulalia Valldosera o Francesc Abad lo fundamental es lo que significan y no que sean bellas, que tengan cualidad o que sean sublimes. La liberación del corsé “estético” ha puesto a los artistas ante una situación de libertad desconocida en el arte del pasado. No obstante, para ser exactos,  el arte ha alcanzado una libertad que tiene poco que ver con la situación del arte en el medievo. Si acaso tendría más relación con el arte del mundo griego, cuando aún no había una función de ilustración de un libro, una revelación fijada textualmente como en el arte de época cristiana, sino que los poetas y los artistas eran los creadores de la religión, de los mitos griegos. No pretendo decir que actualmente estemos en proceso de reinstaurar una “religión del arte”, una pretensión romántica que nunca nos ha abandonado del todo, ni que los artistas tengan hoy la gran responsabilidad de mostrarnos el sentido del mundo y de la vida. Pero sí estoy convencido que el arte hoy tiene la tarea esencial en toda cultura democrática de desordenar todos los sentidos cosificados de nuestro mundo de la vida. Como ya he defendido en otro sitio[4], la tarea del arte hoy es introducir el caos en el orden. Ésta sería su “razón funcional”. Se trata de una razón que surge de una necesidad de toda sociedad auténticamente democrática. El problema de la función o de la falta de función del arte es un viejo problema que nació con la estética filosófica y en el que ahora no nos podemos detener, pero todas las formas de autoritarismo y de totalitarismo han sido contrarias al arte libre. En una visión democrática radical como la que yo defiendo, el arte y la cultura estética en general son un tipo de garante pluralista y politeísta ante el monismo y monoteísmo de la esfera cultural de la ciencia y la tecnología, y ante la tendencia igualmente unificante y homogeneizadora de la cultura normativa moral y política. Ante todas ellas, la permanente afirmación de la pluralidad de las visiones del mundo, la multiplicidad de los lenguajes y el carácter abierto de las experiencias posibles es el auténtico contrapunto de la visión unificada que buscan por propia naturaleza tanto la cultura científica como la normativa. Éstas tratan de encontrar la verdadera descripción del universo y el sistema justo y correcto de normas y valores de convivencia universalmente válido. En cambio para el arte hay infinitos mundos o infinitas maneras de ver el mundo y experimentarlo. No diré la obvia falsedad de que una buena cultura artística es imprescindible para formar un buen ciudadano de una sociedad democrática ideal. Por suerte o por desgracia, el arte no nos hace necesariamente mejores ciudadanos o mejores personas. Pero en cambio sí creo que un arte que se desarrolla en todas las direcciones es el arte de una sociedad democrática, aunque individualmente sus creadores o su público puedan ser monstruos. En este sentido, el arte de hoy es una parte fundamental del laboratorio en el que se gesta nuestro futuro.






3. Inteligibilidad




Esta “razón funcional” del arte tiene su fundamento en la naturaleza de la comunicación artística y del significado que nos ofrece, de su peculiar modo de dar razones y tenerlas. El arte hoy sobre todo nos comunica reflexivamente las posibilidades de sentido del mundo. Habitualmente no hace declaraciones afirmativas sobre el ser, sino sobre la pluralidad de las interpretaciones. No es un tipo de experiencia al lado de las otras, sino que es la experiencia de las posibilidades de la experiencia. La comunicación artística no es una forma de comunicación ordinaria y ordenada, sino una forma extra-ordinaria y des-ordenada. Intentaré explicar esto en términos no muy complicados filosóficamente. El modo de existencia de los seres humanos es el de estar siempre inmersos en el lenguaje y en sistemas simbólicos que preexistían y que son uno de los fundamentos del tejido social. Vivimos en un mundo articulado por estos lenguajes y  sistemas simbólicos que determinan lo que vemos y pensamos. La hermenéutica dice que existimos siempre en una comprensión y que vivimos siempre interpretando. El arte es posible sólo dentro de un horizonte de significados y de formas simbólicas. La fotografía de Nan Goldin o la instalación de Dora García sólo son posibles en un mundo de sentido en el que hay fotografías e instalaciones, en el que hay ojos entrenados a ver ciertos símbolos e interpretar ciertas imágenes, ciertos objetos, ciertas metáforas y ciertas situaciones. Sólo sobre este fondo conocido y familiar donde ya nos encontramos y que compartimos podemos plantearnos la pregunta básica que nos hemos hecho siempre ante una obra de arte: “¿Qué significa esto?”. Toda obra de arte se presenta con una pretensión de sentido. Como cualquier símbolo o cualquier enunciado, plantea “siempre ya” una pretensión de razón: la inteligibilidad. La “inteligibilidad”, de hecho, no es una pretensión de validez como las demás (la verdad, lo justo, lo auténtico, etc.), puesto que lo lenguajes nos sitúan siempre ya en una comprensión. Por consiguiente, cuando estamos en una determinada intelección del mundo la inteligibilidad no es una pretensión de validez. Pero en el caso del arte hablamos de pretensión porque no necesariamente estamos plenamente metidos en la comprensión previa de la obra, sino que hemos de dialogar con los nuevos significados que las obras nos proponen. La pretensión de inteligibilidad característica de las obras de arte se distingue porque se orienta no a lo que es o a lo que ha de ser pero que nos es ya familiar porque sabemos de qué hablamos cuando discutimos sobre si es verdadero o correcto o no, sino que se orienta, como celebra un famoso verso de Hofmannsthal, a eso que no ha sido nunca dicho (o simbolizado), es decir, a la apertura de una inteligibilidad nueva en relación con lo existente, con la articulación de una nueva parcela en el mundo. Además, el mundo abierto por el arte no se caracteriza por su estabilidad de sentido, sino que éste resulta de un trabajo de comprensión, de reflexión y de interpretación que a menudo no deja de ser una constatación del carácter enigmático de las obras de arte, para decirlo con una expresión de Adorno.


Ciertamente, como apuntaba Goodman, en algunos aspectos el arte y la ciencia no son tan diferentes, ya que ambos son maneras de hacer mundos. Sólo que en la ciencia la pretensión de inteligibilidad (p.e. “el corazón de la Vía Láctea es un agujero negro”) va unida a una pretensión de verdad (o hay un agujero negro o no; miremos con el Hubble, etc.), mientras que la pretensión de inteligibilidad de las obras de arte o de la literatura (p.e., un verso como “tu mirada es un agujero negro” o una instalación consistente en una habitación completamente oscura, sin iluminación) se une a otro tipo de pretensión de validez como puede ser la belleza, la autenticidad, la subversión, la cualidad u otra forma de fuerza estética, que resultan de la articulación de su sentido en un campo de fuerzas entre el mundo objetivo, el mundo social y el mundo subjetivo de cada receptor, lugar y momento. Estas pretensiones de validez se pueden dirimir en un largo proceso en el que cada uno vota en un sentido. El verso puede parecerme cursi y la instalación carente de fuerza e interés. Pero quizá yo pertenezco a una minoría que no reconoce las pretensiones de estas obras, mientras que la mayoría sí que las reconoce y sus autores pasan a la historia del arte y la literatura y más adelante al canon de la sociedad futura. Todo este complejo de racionalidad se puede explicitar y desde Kant se ha estado intentando explicitar, aunque de manera insatisfactoria. Pero hoy estamos intentando hacer explícitas las formas de la razón sin fondo que se encuentran  presentes en las obras en tanto que pretenden comunicar a alguien algo sobre algo, obras que interpretamos con la pretensión de decir alguna cosa válida sobre ellas y sobre las que discutimos con otros sobre cómo han de interpretarse y qué afirmaciones son más válidas que otras, e incluso cuáles no son en absoluto válidas y resultan simplemente falsas.


Pero tal y como decía Platón de la belleza en el primer libro de estética que se escribió, las cosas con el arte son difíciles. En general, no se puede comprender ninguna forma de lenguaje o de comunicación sin a) estar ya en el lenguaje en el que se produce la comunicación y b) sin conexión con las pretensiones de validez y el saber de las condiciones que hacen aceptable o no lo que se ha dicho. En el lenguaje natural, por ejemplo, una oración no se entiende si no sabemos qué hace aceptable o válido lo que se enuncia[5]. Así, si alguien me dice que su automóvil consume gasolina sin plomo, entiendo la frase porque sé en qué condiciones podría aceptar esta frase como verdadera (p.e., mirando qué modelo es, su manual de instrucciones, comprobando si efectivamente su propietario pone gasolina sin plomo, etc.). Si alguien me dice que el aborto es un crimen consistente en matar una persona indefensa, entiendo la oración porque sé en qué condiciones podría considerar este juicio como correcto (p.e., si consideráramos que el feto de pocas semanas es una persona, que el derecho de un adulto vivo no es preeminente sobre el de un mero proyecto de persona, que Dios lo manda, etc.). Cuando leemos en Heidegger la frase:  “La técnica es la instauración incondicionada –situada en la autoimposición del hombre- de la desprotección incondicionada sobre el fundamento de la aversión reinante en toda objetivación contra la pura percepción, bajo cuya forma el inaudito centro de todo ente atrae hacia sí todas las fuerzas puras”[6], en general nadie que no haya estudiado a fondo Heidegger puede afirmar que ha entendido este enunciado porque no sabe en qué condiciones la consideraría válida o no y, por lo tanto, aceptable. En filosofía es característico que la inteligibilidad del discurso y las categorías se cuestione y que, entonces, la pretensión de inteligibilidad sea dirimida discursivamente en polémicas, artículos,  libros  y  seminarios.  De este modo,  podemos  llegar a la conclusión, por ejemplo,  de  que las categorías de sustancia o mónada, aunque tengan sentido, son inadecuadas para las pretensiones explicativas de la filosofía, nos conducen a malentendidos y nos confunden.


Ahora bien, ¿sucede con el arte algo parecido? También entendemos una obra de arte cuando sabemos qué hace aceptable o válido lo que dice. Evidentemente, no de la misma manera. Habitualmente nos acercamos a una obra de arte sin tener ni idea de en qué consiste su aceptabilidad. Sarah Lucas, una conocida artista británica actual, nos presentó en el espacio Tecla Sala del Hospitalet un viejo colchón sucio, en un lado del cual había dos melones y un cubo,  y en el otro dos naranjas y un pepino clavado entre ellas. Era fácil que alguien rápidamente se diera cuenta de que se trataba de una metáfora irónica sobre el sexo, sobre la visión de la mujer, etc. Igual que las metáforas del lenguaje natural, las metáforas visuales también hacen un uso anormal de los medios que emplean para decir algo nuevo sobre el fondo de lo ya conocido. Tan pronto he podido reconocer eso nuevo, ese uso nuevo de una forma, de un color, de unos objetos familiares, he empezado a comprender la obra, he reparado en su pretensión básica de inteligibilidad y, a partir de aquí, puedo emprender un largo camino de comprensión en el que puedo reparar en todas las razones de la obra que yo pueda reconocer. Puede que me equivoque en empezar a comprender la obra, pero quizá puedo reconocer el tipo de razones que alguien (por ejemplo un crítico) podría aducir para convencerme de que mi comprensión está equivocada. Quizá yo interpreto que Lucas defiende que las mujeres son receptáculos destinados exclusivamente a ser llenados de pepinos, pero quizá también puedo aceptar que si Victoria Combalia me explicara que esta comprensión mía estaba cien por cien equivocada por tal o cual razón, habré de cambiar de interpretación. O mejor aún, si me lo explicara la propia Sarah Lucas en persona, o en una publicación, o en un video tendré buenas razones para proceder a modificar mis suposiciones. Porque la comprensión es corregible en función de razones. Así, en la obra hay sus razones que dicen: “¡Escúchame! ¡Entiéndeme! ¡Interprétame! ¡Renueva tu lenguaje y tu visión!” El proceso de comprensión de la obra es abierto y seguramente inacabable, pero ésta se nos presenta con su pretensión de inteligibilidad abierta, con su pretensión de comunicar algo a alguien sobre algo, sea lo que sea y a quien sea. Pero eso que comunica es sobre todo que en cada obra hay una “apertura de mundo”, no sólo una “visión del mundo” sino también la visión de la pluralidad de las visiones del mundo. Por lo tanto, para la validez de una obra de arte no es únicamente decisiva su “aceptabilidad”, sino exclusivamente la actualidad de su perspectiva. Una obra lograda no lo es por el hecho de que compartamos su manera de ver el mundo, sino en la medida en que nos permite discutir con ella, entrar en un juego de dar, tener, reconocer y aceptar razones. Esta sería su genuina y fundamental pretensión de validez.


Si esto es así e interpreto correctamente las cosas entonces, el arte, por un lado, es un tipo de comunicación que tiene unas pretensiones de validez diferentes pero cercanas a otros tipos de comunicación. Unas pretensiones que tradicionalmente se habían presentado en términos de belleza o armonía y más recientemente autenticidad, cualidad, fuerza y otras pretensiones que, en su pluralidad,  serían el equivalente a la verdad en la esfera teórica y descriptiva, y de la justicia y el bien en la esfera de lo normativo. Ahora bien, por otro lado, el arte plantea una pretensión de sentido, se produce en él una apertura de mundo, como diríamos con Heidegger, con pretensiones de inteligibilidad. Aperturas de mundo las hay constantemente en muchos ámbitos de la ciencia, la política, la religión, etc. En este aspecto el arte no parece diferente a otros lugares en los que al abrir mundo se plantea una pretensión de inteligibilidad, como cuando un político propone reconocer un derecho universal en la reproducción de todo ser humano, o cuando un científico presenta por primera vez una teoría sobre los quarks. Heidegger llamó a esto Lichtung o Unverborgenheit (“desocultación”) en tanto que noción genuina de verdad de la que la verdad como correspondencia sería una noción derivada y secundaria. En este sentido, el arte se nos presenta primero como una pretensión de inteligibilidad (dice “¡préstame atención, que tengo sentido, compréndeme!”) y después ya podremos ver cómo este sentido se relaciona con lo fáctico, lo normativo o lo estético (es decir, “¡después ya verás si soy bella, justa y verdadera!”). Los artistas, como los poetas, nos abren el mundo, pero esta apertura de mundo que se produce en el arte, y como ya hemos dicho antes, no es de la misma naturaleza que la que se produce en otras esferas como la ciencia o la moral. En la experiencia del arte se nos abren las posibilidades de la experiencia, se nos abre un mundo de mundos posibles. Así, la cibachrome de Nan Goldin a la que nos referíamos al comienzo de este artículo no es simplemente una obra que nos abra a la comprensión de la paliza que la señora Nan Goldin sufrió un día de 1984 por parte de su pareja, de la barbarie de la violencia masculina contra las mujeres y una imagen que puede ser quizá “fuerte”, “interesante” o “provocadora”, pero no es “bella” ni “armónica”. La obra hace más que esto, nos abre a la comprensión de todos los apaleamientos que han sufrido y sufren las mujeres, a todos los abusos soportados por amor, por debilidad, por impotencia, por defender hijos, a las violencias futuras y al imperativo de que no se repitan, al imperativo de escuchar a las víctimas, a la vulnerabilidad de la existencia, a la injusticia que domina la vida, a la simbólica reparación con una barra de carmín, a la pregunta de si seré yo la siguiente víctima o el siguiente verdugo. Todas estas posibilidades indeterminadas, todos estos elementos de sentido inestables, fluidos y no cosificados son lo que nos permite hablar de la “verdad” del arte (o de la literatura) como una cosa que tiene que ver con “lo humano”, con el “esclarecimiento de la topografía del alma”, con “los intereses más elevados del espíritu”, con “el ser”, etc.






4. Comprensión y mediación: críticos, curadores y filósofos.






Si mi razonamiento hasta aquí es correcto, deberemos aceptar que la experiencia del arte se ha convertido en algo reflexivo y trabajoso. Raramente nos encontramos ya con un tipo de obra que simplemente contemplamos y nos place de manera pasiva. Es verdad que al arte le hemos pedido que nos plazca, que nos entretenga y nos consuele de las miserias de la existencia. Y hoy hay toda una industria dedicada a satisfacer estas necesidades. Con independencia de su origen, los desayunos de Renoir, los girasoles de Van Gogh y las bailarinas de Matisse son tan populares porque parece que de entrada nos hablen de la felicidad, el amor, la paz y la armonía que acostumbran a faltarnos en nuestra vida. Encajan bien en un comedor o sobre el sofá de la sala porque refuerzan el sentido de seguridad y refugio del interior privado del hogar. Pero el arte contemporáneo en general no quiere saber nada del  luxe, calme et volupté a la manera de Matisse. En plena restauración napoleónica, Hegel escribió que “el pensamiento y la reflexión se han extendido sobre el arte [...] lo que ara les obres de arte suscitan en nosotros es, además del goce inmediato, también nuestro juicio, pues lo que sometemos a nuestra consideración pensante es el contenido, los medios de representación de la obra de arte y la adecuación entre ambos aspectos.” [7] La reflexividad se ha convertido en una parte estructural de las obras, de su producción y de su recepción. Eso se ha traducido en el hecho de que los discursos sobre el arte sean hoy más importantes para éste que los discursos sobre el arte tradicional, que no necesita muchos comentarios. Además, también suelen ser discursos más difíciles, más complejos y, como señalábamos al principio,  profundizan la trinchera existente entre el gusto y el juicio artístico. Las obras, las instalaciones o las acciones artísticas contemporáneas suelen ir acompañadas de las reflexiones discursivas de los artistas que explican sobre qué son las obras, el porqué de como son y también acostumbran a dar pistas de cómo nos hemos de relacionar con ellas, aunque esto último siempre es algo de cada uno y no hay una única manera correcta de experimentar una obra concreta. Estos discursos de los artistas a veces son imprescindibles. De otra forma, no sabríamos de qué trata la obra. Es cierto que alguna vez son superfluos porque la obra se sostiene visualmente por ella misma, pero eso es raro. La figura del artista que es a la vez un teórico aparece en época de la Ilustración, cuando el arte alcanza su autonomía, es decir, su libertad respecto a las funciones tradicionales religiosas, morales, políticas y de representación, y empieza a ser necesario que el artista aclare el sentido de su labor y la función del arte en la nueva situación. En el arte contemporáneo esta necesidad de reflexión discursiva ha llevado al paroxismo lo que ya empezaron a experimentar las generaciones de artistas en época de la Revolución Francesa y del Romanticismo. La cuestión es que si queremos entender las obras de Nan Goldin, de Damien Hirst o de Dora García hemos de hacer el esfuerzo de leer sus textos, las entrevistas publicadas o grabadas en vídeo o sus libros. De lo contrario, la comunicación artística resulta coja o fallida.




Por razones similares, además de las reflexiones discursivas de los artistas, hoy resultan muy importantes las reflexiones de los expertos, es decir, de los curadores de las exposiciones, de los críticos y de los teóricos del arte. También Hegel decía, en el mismo pasaje que citábamos hace un momento, que la ciencia del arte es en nuestra época una necesidad mucho mayor que en épocas en las que el arte garantizaba una satisfacción directa y completa. Incluso hay muchos que, como Arthur Danto, piensan que hoy no es posible la recepción de las obras de arte sin una filosofía que nos las permita identificar como tales, puesto que, desde el punto de vista visual, hoy una obra de arte puede tener cualquier aspecto o, dicho de otra forma, cualquier cosa puede ser una obra de arte. Muchas de las obras contemporáneas (y unas cuantas obras modernas) las identificamos sólo visualmente como arte porque se encuentran en un marco institucional donde se supone que sólo hay obras de arte, como una galería, un museo o una sala de exposiciones. Pero si encontráramos esas mismas obras abandonadas en la calle o en un vertedero no sabríamos identificarlas como tales, algo que no hubiera pasado nunca con un Rembrant o un Picasso. Danto sostiene que las podemos identificar como arte  no sólo porque alguien haya decidido arbitrariamente que estén físicamente en un lugar institucionalmente adecuado, como tiende a defender la llamada “teoría  institucional del arte”[8]. Ésta es, sin duda, una condición necesaria. Si no hubiera un mundo del arte entendido como un mero complejo institucional a su alrededor, éste no podría existir. Pero esta no es una condición suficiente para identificar y comprender el arte. Para ello hace falta una “atmósfera de teoría del arte, un conocimiento de la historia del arte”.[9] En un sentido estricto esta posición de Danto es falsa, pero en un sentido muy amplio la podemos considerar correcta en la medida que necesitamos un cierto arsenal de conceptos y un entrenamiento  para ver arte contemporáneo, para saber relacionar lo que se nos propone con lo que sabemos del pasado, etc. Ahora bien, si pensamos en una teoría como una explicación general de lo que es una obra de arte y esperamos que cuando nos encontramos ante una supuesta obra la podremos subsumir como un caso particular de nuestra explicación general, entonces nunca tendremos una teoría de este tipo, porque el arte, por su naturaleza abierta, no se deja cerrar en un concepto. Aún así, lo que nos interesa es precisamente esta falta de encaje de las nuevas obras y el significado que les damos respecto a lo que sabemos. Nunca tendremos la teoría correcta para toda forma de arte, pero necesitamos teorías para ver mejor eso que no encaja y, por lo tanto, para ver hacia dónde y cómo hemos de modificar nuestras categorías y nuestros discursos. Esto es hoy aún más obvio, si cabe, pues en esta tradición pluralista postmoderna del presente parece que en el campo del arte domine el any thing goes. Tener una teoría del arte en el sentido fuerte de la palabra se contradice con lo que sabemos de la naturaleza del arte contemporáneo, a pesar de que ésta misma es ya una tesis fuerte sobre el arte. Pero esto hace, además de apasionante, paradójica la tarea de los teóricos del arte contemporáneo, ya que hacen teoría sabiendo que están condenados a ser ridiculizados en el futuro. Antes de referirme a la filosofía del arte contemporáneo querría decir un par de cosas sobre los curadores o comisarios y sobre los críticos de arte.


La crítica de arte nació con las libertades modernas, e institucionalmente fue un elemento de constitución de la esfera de opinión pública de los individuos libres e iguales que ventilaban, mediante el uso público de la razón, las cuestiones del conocimiento, de la moral y la política, y del arte. La emancipación del arte comportó que sus funciones y su naturaleza fuesen cada vez menos evidentes. Por lo tanto, se hizo necesaria la función de mediador del crítico que informaba, explicaba, interpretaba, orientaba y valoraba como experto las obras para un amplio público profano. En la últimas décadas esta tarea se ha hecho más imprescindible que nunca (en el arte igual que en cualquier otra manifestación cultural) dada la hipertrofia del mundo del arte. Sin los críticos no podríamos orientarnos bajo la permanente alud de exposiciones que las galerías, los museos, las fundaciones y las numerosas salas de exposiciones públicas nos ofrecen cada día del año en las grandes, medianas y pequeñas urbes de todo el mundo. Pero justamente, cuanto más importante es  la función del crítico, más desorientado se encuentra éste en una encrucijada de caminos que conducen a direcciones diferentes. El crítico ha llegado al presente por dos caminos.[10] Por un lado, el camino ilustrado de la crítica como explicación y evaluación inaugurada por Diderot y que, a través de Baudelaire, culmina en Greenberg y Fried. Por otro lado, el camino romántico de la crítica como compleción de la obra, como interpretación constitutiva de ella y cumplimiento artístico a la manera de Friedrich Schlegel, Walter Benjamin y Adorno. Ambos caminos, no obstante, han puesto siempre el público en una situación de subalternidad ante un crítico experto investido de una autoridad cultural e institucional que hoy no deja de resultar poco estética desde el punto de vista democrático, en una situación en que cualquiera es un artista y no hay teorías fuertes que puedan  justificar la autoridad cognitiva del crítico, que hoy se nos aparece como alguien que hace unos servicios parecidos a un vendedor de coches usados o a un agente inmobiliario que ofrece su mercancía en un mundo en el que es raro encontrar una buena oportunidad y que sabemos que, diga lo que diga, está pensando sobre todo en sus intereses particulares y contingentes. La crítica hoy está en proceso de adaptarse a un público que quizá, más que su autoridad, requiere de ella instrumentos para hacer sus propias experiencias del arte y su propia crítica. Pero, en la medida que esto se puede hacer, socava la figura del crítico y se difumina la naturaleza de su tarea.


En este contexto ha aparecido en los últimos quince años una nueva figura dentro el mundo del arte: el curador o comisario. En el pasado, el curador era el responsable del cuidado de una colección, aquel que la preservaba, la inventariaba, la autentificaba y hacía las nuevas adquisiciones. Pero en el mundo del arte de hoy el curador normalmente no tiene una colección que atender,  sino que es “independiente”, alguien a quien se le encarga puntualmente que preste sus cuidados a una exposición concreta, a una bienal o a una retrospectiva. Lo que caracteriza al curador contemporáneo es su creatividad. Normalmente, la exposición de la que se encarga  un curador independiente es su propia obra de arte y nos propone que la juzguemos como un producto con un significado que hemos de comprender y juzgar con criterios análogos a los que ponemos en juego para comprender y juzgar las obras que contiene la exposición. Incluso hace pocos años que se han empezado a ofrecer, por ejemplo en el Bard College de Nueva York o en la escuela Elisava de Barcelona, estudios curatoriales. Estos estudios no son específicamente ni de historia del arte ni de arte, sino de organización de exposiciones y de redacción de catálogos.  Será sumamente interesante seguir la evolución no tanto de los curadores de edad que vienen de una formación curatorial tradicional y que se han adaptado a las nuevas situaciones, sino de los jóvenes que se han formado específicamente en esta nueva práctica dentro del mundo del arte contemporáneo.




El filósofo, que en general es una figura muy alejada del público y de la vida mundana característica del mundo del arte, se encuentra, como es propio de la filosofía en la modernidad (y en la postmodernidad y en la segunda modernidad),[11] en un campo de fuerzas en el que un vector viene de la tradicional tarea de tratar de resolver ciertos problemas muy abstractos y generales, persistentes y quizá insolubles (¿qué es el arte? ¿qué es la belleza?), mientras que otro vector procede de la actualidad como una exigencia de interpretación del presente (¿cuál es el sentido de lo que pasa?). La filosofía del arte ha conocido, desde los tiempos de Schelling y Hegel un período esplendoroso con filosofías de importancia histórica universal como las de Schopenhauer, Nietzsche, Dewey, Benjamin, Heidegger y Adorno. Pero el arte contemporáneo nos ha puesto desafíos de gran envergadura para los que no tenemos herramientas suficientemente satisfactorias. La hermenéutica filosófica se metió en un callejón sin salida que no ha llevado a ninguna parte después de Gadamer. El postestructuralismo francés de Lyotard, Deleuze y Derrida no parece tener tampoco nada más que decir. La segunda generación de la teoría crítica no se ha ocupado del arte, sólo del lenguaje, la ética y la política. Como en otros campos de la filosofía, la única corriente que parecía prometer alguna cosa es el análisis filosófico que ha sabido hoy aunar en mayor o menor medida la tradición analítica de procedencia centroeuropea (Wittgenstein) con la única tradición genuinamente americana, es decir, con el pragmatismo. N. Goodman, A. Danto, N. Carroll y R. Shusterman nos dan hoy muchas pistas para seguir pensando qué es el arte a la vista de las nuevas manifestaciones artísticas que no encajan con lo que conocemos y que nos obligan a modificar nuestras categorías, nuestras suposiciones y nuestros argumentos, es decir, a la vista de la distancia entre la teoría y la experiencia. La filosofía siempre a ha tenido el problema que Hegel señalaba con la metáfora del búho: la filosofía, como el búho de Minerva, siempre emprende el vuelo en el crepúsculo, cuando el día ya ha pasado. Para la filosofía del arte contemporáneo, el desafío es intentar comprender el arte contemporáneo en general, al mismo tiempo que éste se produce y ve la luz. Parece muy difícil hacer esto sin una renovación importante de nuestro vocabulario. La filosofía del arte contemporáneo no podrá aportar grandes cosas a la solución del enigma del arte del presente sin ser ella misma creativa en el momento de reinventar y renovar el lenguaje con el que nos referimos a esto que hacen los artistas actuales. En este sentido, también en la filosofía deben producirse aperturas de mundo que nos permitan ver y pensar eso que hoy a penas vemos y no podemos pensar del arte contemporáneo.  Para lograr hacer una buena filosofía del arte contemporáneo, es necesario poner en movimiento la fuerza literaria de la filosofía. Pero esto no deja de ser paradójico. La comunicación artística necesita hasta cierto punto la filosofía para funcionar con éxito, pero una filosofía que se ha de abrir a nuevas posibilidades de sentido es tan difícil en ella misma como su objeto.  El arte contemporáneo y la filosofía del arte contemporáneo se iluminan mutuamente, pero no esperamos que se resuelva completamente el enigma. A Adorno le gustaba decir que las obras de arte, a la vez que nos ofrecen un significado, nos ocultan otro y por eso son como jeroglíficos que nunca llegaremos a descifrar del todo. Esto es, justamente, lo que da un valor irreducible al arte en un mundo en el que todo es instrumentalizable, dominable, conmensurable, igualable y homogeneizable. Eso siempre ha sido algo característico del modo de comunicación del gran arte de todos los tiempos: abrirnos a la pluralidad de posibilidades de la experiencia. Ahora perece que se ha convertido en un rasgo general. La comunicación artística, el arte como práctica de dar y aceptar razones, por lo tanto, seguirá dando fe de que siguen existiendo misterios, eso heterogéneo y no idéntico en medio de aperturas de sentido imprevistas en las que podemos establecer diálogos que no sabemos adónde nos llevarán.  Y seguirá siendo una forma fundamental de la  razón insatisfecha.



© Disturbis. Todos los derechos reservados.2007



Notas



[1] T.W. ADORNO, Ästhetische Theorie, Francfort: Suhrkamp, p. 167.


[2] N. GOODMAN, Los lenguajes del arte, Barcelona: Seix Barral, 1976; N. GOODMAN, Maneras de hacer mundos, Madrid: Visor, 1990.


[3] A DANTO, La transfiguración del lugar común, Barcelona: Paidós, 2002; A. DANTO, La Madonna del futuro, Barcelona: Paidós, 2002.


[4] G. VILAR, El desorden estético, Barcelona: Idea Books, 2000.


[5] Cf. J. HABERMAS, Teoría de la acción comunicativa, Madrid: Taurus, 1987, vol.1, p. 382 s.; id., Pensamiento postmetafísico, Madrid: Taurus, cap. 5; id., Verdad y justificación, Madrid: Trotta, 2002, pp.110 ss. y 128 ss. Por cierto que en este punto me inspiro libremente en las ideas de Habermas, pero no las defiendo ni sigo estrictamente aquí ni en otros lugares.


[6] M. HEIDEGGER, Caminos del bosque, Madrid: Alianza, 1995, p. 265.


[7] G.W.F. HEGEL, Lecciones sobre la estética, Madrid: Akal, 1989, p.78.


[8] G. DICKIE, The Art Circle: A theory of Art, Nueva York: Haven, 1984. Un resumen actualizado de esta teoría se puede encontrar en G. DICKIE, “The Institutional Theory of Art”, en N. CARROLL (ed.), Theories of Art Today, Madison: University of Winsconsin Press, 2000, p. 93-108.


[9] A.C. DANTO, “The Artworld”, Journal of Philosopy, 61 (1964), p. 580.


[10] Cf. G. VILAR, “L’origen de la crítica i el seu doble encuny. Un breu exercici de memòria”, Transversal, 16 (2001), p. 21-26.


[11] Cf. G. VILAR, “Una Segunda Modernidad”, Diálogo Filosófico (2002).

viernes, 25 de diciembre de 2020

DIGRESIONES SOBRE LOS TORNEOS SIMBÓLICOS....

 


DIGRESIONES SOBRE LOS TORNEOS SIMBÓLICOS

EN EL CAMPO DE LA CULTURA EN COLOMBIA.

Entrevista aOmar García Ramírez

 

Por: Merardo Aristizabal

Para

GRIFFOS DE NNEONN

 

 

Merardo Aristizabal— En días pasados me recomendabas la lectura del el libro de ensayos de Pierre Bourdieu CAMPO DE PODER Y CAMPO INTELECTUAL… Reconozco que, aunque hace tiempo sabía que estaba expuesto a estos campos de fuerza que se expresan al interior de la cultura, no era consiente. Ahora, después de su lectura y en esa línea de crítica… En los torneos en el campo simbólico, se arriesga un capital cultural. Haz participado de esos torneos… ¿Qué hay allí, qué se juega allí?

Omar García Ramírez—Estimado Merardo…El sociólogo francés, Pierre Bourdieu fue uno de los primeros que se ocupó de las dinámicas que rigen campo intelectual y abrió un debate sobre esas estructuras sociales, mostrando sus modos y maneras (habitus); los procesos para alcanzar prestigio, tanto en la academia como en el campo de las artes y sobre todo, dejó en claro que, lo que allí sucede obedece a unas dinámicas de poder. Aplicando esto a nuestro país, entendemos el porqué de la urgencia de abrir el debate, puesto que en tiempos de pandemia, se da un raro fenómeno, el de la confluencia de dos fuerzas que si bien antes estaban muy cercanas, ahora tiene la opción de convertirse en una criatura siamesa de muy interesante contextura. Cuando un sector de la academia y la burocracia, parecieran identificarse en tiempos de crisis, se crea una alianza en el campo de poder simbólico, que de alguna manera delinea las  relaciones entre artistas y la sociedad.

M.A.—En nuestro país, en tiempos de pandemia, estas estas estructuras burocráticas han tomado mucho peso y al parecer tratan de distribuir los presupuestos para la cultura a su acomodo. El acceso a los recursos sin una veeduría ciudadana, les hace casi inmunes a cualquier crítica. Esto lo podemos ver reflejado en muchos aspectos de la contratación pública, los concursos,  y otro tipo de asuntos asistenciales. En este tipo de certámenes se da una clara relación entre burocracias y ciertos círculos de la politiquería. ¿Cómo ves esta situación…?

O.G.R.—Estos certámenes también deberían ser objeto de revisión y aproximación crítica. Los llamaría torneos simbólicos, Hablar sobre estas convocatorias, donde algunos artistas se ha postulado y han perdido, no deja de parecer un acto de revancha. Lo digo siendo severo, inicialmente hablo solo por mí. Pero es una situación en donde unos escritores se exponen ante otros escritores. Y como tal es un acto de posicionamiento en donde esas estructuras burocráticas juegan un papel fundamental, desde la elección de los jurados hasta el diseño y extensión de las recomendaciones. No deja de ser extraño, entrar a un circo en donde te expones, desnudo y expuesto a la picana. El escribir después, sobre estos eventos es de cierta manera, una forma de arreglar las cargas. Además, el arte en general y de la literatura en particular está lleno de fracasos, la literatura es, de cierta manera una actitud filosófica ante el fracaso. Bueno, eso ya lo ha dicho mucha gente. Se alimenta como un gran palimpsesto de tachaduras y borrones y su verdadera poesía aflora sobre el tablero podrido de la memoria. Ya lo dijo Kristeva, ya lo dijo Genett.

Así que, en cualquier momento y por las circunstancias que sean, cualquier artista termina participando. Y te diré, para iniciar una respuesta a tu pregunta: ese campo de juego, es un campo de conflicto y como tal de choque…Por lo tanto no puede estar eximido de crítica.

M.A.— Creo que participar, es asistir a la expectativa de una confirmación; una confirmación que se sabe, no llegará, el talento como tal no es el que juega. Son otros factores externos los que terminan prevaleciendo. A veces... ¿No sería mejor mantenerse en la distancia? ¿Participar o no participar?… vale la pena… Dígame…?

O.G.R.— Que en Colombia un escritor o artista cualquiera que sea su disciplina, se someta a estas ordalías, es una tradición; y es un riesgo que todos en alguna oportunidad, hemos corrido. Como escritores, alguna vez hemos probado en carne propia estas fallidas decisiones. Pero no se crea que todo es malo, que un escritor revise y ponga punto final a ese manuscrito que reposaba en los fondos de los archivos perdidos. Que termine esa obra que se había empastelado. Que pase la página y de una vez por todas termine por exorcizar ese fantasma; es casi un punto de alivio. El decir: no volveré a tratar contigo fantasma de voces atenuadas. Ya hice lo que podía hacer por ti. ¡Ve a otra parte o desaparece para siempre!

Ahora, bajo qué circunstancias y a qué se expone el artista, frente a estas estructuras, que tienen capacidad de decisión sobre el campo simbólico y estético….eh ahí el dilema.

M.A.— Has sido un "jugador" de vieja data en este tipo de eventos y torneos; y sé, de buena fuente, que a pesar de algunos premios y reconocimientos importantes, son más los bloqueos, las trapisondas que se arman diestras de los escenarios; y los enfrentamientos con los encargados de lo que tu llamas el aparatich…lo que prevalece y es más significativo en esa historia de torneos. ¿Qué dices sobre ello?.

O.G.R.— He visto un accionar general en el campo de los torneos simbólicos. Primero aclarar que no participo de todo y segundo que, aunque en el pasado he ganado algunos de estos certámenes es mi historial de finalista, lo que me orienta sobre la calidad o la falta de ella en algunas de mis obras. Tu, como hombre de teatro, conoces la famosa sentencia de los dramaturgos españoles del siglo de oro sobre el tema: sí, pues eso.  Con cierto tratamiento subjetivo puedo hablar sobre el asunto. Expongo mi opinión, mis ideas; siempre me rio de mí mismo y ahora soltaré una carcajada por mi estupidez. Pero de eso se trata, algunas veces es reconocer tu estupidez. Si tocamos anomalías en el tema regional, en el campo de estos torneos simbólicos literarios, podríamos señalar la presencia de Un jurado casi eterno. No externo. Eterno, ya que por más de 4 justas de un torneo nacional con sede en Pereira, ha estado allí. No en esta última, pero ese jurado de la vecina ciudad de Manizales que con sus juicios, ha premiado lo que le ha dado la gana y se ha impuesto durante cuatro o más veces. Considero que una persona, que se dice prestante intelectualmente y que ya ha sido jurado de un torneo, debería declararse impedido. Y por parte de los administradores  restringido. Vuelvo y reitero, creo que se trata de un campo de lucha y de poder simbólico, y como tal, no puede estar exento de crítica y de revisión. Aunque la verdad estimado Merardo. No creo que cambié nada. Espero que con el tiempo, al menos se pueda pedir más rigor.

M.A.— En Colombia, en algunos sectores de las artes hay jurados de carrera ¿es esto ya casi una profesión?

Hay jurados que hacen carrera de jurados y de cierta manera, esto impone una forma de ver las cosas en el campo del arte, de la literatura, la poesía y el teatro; qué vale y qué no. Lo digo también por que en otras disciplinas estos jueces se tornan instituciones y como tal en guardianes de una tradición que reclaman para sí y prolongan por años y hasta décadas…

De cierta manera, se ha creado ya una tradición de jurados, un lobby de jurados y hasta un banco oficial de jurados con vocación de perennidad; que claro influyen en la producción cultural de una región y  de un país. Pregunto Merardo: qué pensarían los atildados intelectuales manizalitas, sus poetas de barcos de papel, los ilustrados de la universidad de Caldas, los nuevos grecoquimbayas de raíces montañeras, si durante cuatro  o cinco veces consecutivas, les impusieran como jurado para uno de sus concursos a un escritor de Risaralda o del Quindío. Que dirían. ¿Se quedarían callados?  ¿Mantendrían las formas caballerescas de los escritores de Pereira y Quindío, quienes casi siempre guardan una distancia higiénica frente a este tipo de debates? ¿Perderían sus modales? Sí, son cosas de burocracias académicas, cosas de funcionarios, ellos saben cómo se hacen bien las cosas y mientras tanto… ¿las ideas sobre la novela… que?, y mientras tanto… ¿los moldes impuestos a estas nuevas obras que llegan de todo Colombia… qué? ¿Y la censura velada que se impone a otras formas de escribir...qué? No hablo de regionalismos, hablo de juicios y decisiones que recaen de manera habitual y con mucha frecuencia en los mismos personajes.

Ya tú vas a la ruleta con la cara curtida. No me hago ilusiones, nunca me he hecho ilusiones y créame, no doy lata por dar la lata. Lo hago con razones de sobra. Y pueden estar seguros que cuando escribo y hablo en esta ágora cibernética voy marcando tendencia. No se ve, es subterránea, es underground, está llena de ironía. La única que vale la pena, lo demás son palmaditas en la espalda. 

M.A.— Cuando en medio de una pandemia, el asistencialismo parece ser la norma. Ya que los artistas no pueden trabajar debido a las restricciones; la estructura hegemónica, se impone. Marca líneas tendencias y favoritismos. La estética se hace oficial. Los incomodos son censurados y los rebeldes intentan ser aplacados. Así lo veo yo…Es decir el campo del debate se amplía a esas justas, a esos premios, ya que no puede quedar relegados a simples decisiones de burocracias…

O.G.—Tú lo has dicho. Y diré más; jugamos sobre un campo minado. Primero eso, los jurados, nunca debería repetir más de tres veces, en un país lleno de académicos prestantes, escritores e intelectuales que tiene diversas formas de ver el mundo, la historia, el arte y en particular el arte de la novela. No todos ven la novela como un guion cinematográfico, no todos ven la novela como música ligera de rosal florido. Hay quienes, afortunadamente ven la literatura como un campo de experimentación y ensayo filosófico, como lo expresaba en el arte de la novela kundera; como espacio de estética ecléctica y dinámica propugnado por Vicente Verdú en su pequeño decálogo. Imponer un jurado o insistir en un jurado por más de tres ocasiones, crea, impone un estilo literario, premia una forma de ver las cosas y sobre todo bloquea a una serie de escritores jóvenes que tiene cosas que decir y de manera diferente. Además, escritores con algo de pudor, deberían mostrarse impedidos para tales menesteres cuando su presencia ha sido reiterativa. Pero eso en Colombia, es cosa natural; se de ciertos especímenes, que han sido jurado más de doce veces en todo tipo de premios literarios, especialmente en el campo de la poesía, con lo tal ha creado ya un modus operandi que a todas luces es y será muy censurable. Casi un ecosistema de laureles y condecoraciones. No son escritores, son jurados de escritores; llevan un escudo en su solapa casposa que dice: “Soy jurado profesional de premios literarios”. Y así como estos sujetos, existen en Colombia media docena de cortesanas de la literatura que se presta para censurar, bloquear y manipular. Cofradías del mutuo elogio,  camarillas de la trapisonda, coristas de los burdeles de la cosa intelectual, modistillos de la literatura que hacen el corte y confección de las nuevas tendencias, que son las viejas tendencias de siempre.  Moralistas y censuradores de profesión de cara al respetable, pero que, desde hace décadas, manejan soterradamente y tras bambalinas los criterios con que se juzga la obra literaria y artística de varias generaciones en Colombia.

M.A.–– ¿Existe alguna obra que haya sido premiada en esos concursos y que de verdad diga cosas nuevas, o al menos aporte una estética renovadora, rompedora y cree algo de verdad nuevo? Digo esto por que tanto en el campo de la poesía como del teatro y de la novela...No la veo por ninguna parte. ahora, esta situación es similar en el campo de la obra editorial... 

¿Qué obra dramática, en el campo del teatro, de la novela o de la poesía colombiana ha dicho cosas que de verdad inspiren a las nuevas generaciones literarias? ¿Qué obra de ruptura plantea nuevos derroteros a la novela colombiana? Miremos los últimos diez años; que sean veinte. Hay cosas muy líricas, hay tratados de botánica y heráldica hermosos, obras de colonización y de aventura; pero hablemos de obras que desde lo estético planteen nuevas formas de entender la novela colombiana. Que superen los macondismos y la novelita de sala de aeropuerto… Miren las novelas del maistream miren, lean y después… me comentan.

Luego, algunos se convierten en consejeros y también por supuesto, en lectores de ciertas editoriales…es complicado para los escritores salir de estos lineamientos; decir algo, sin tener que estar adscrito a esos credos estéticos…Ya que muchas veces, aquellos lectores son los mismos que, tras las bambalinas de estas editoriales, hacen la venia y pax deux de la puerta giratoria. Aunque el mundo editorial ha cambiado de manera radical, la virtualidad se impone y los contenidos pasan del papel a los bites distribuyéndose de una manera diferente y las editoriales independientes son desde hace décadas, una realidad; el panorama publicitario sigue siendo copado por un espectro de la corriente principal que de cierta manera, impone la agenda setting. Estoy hablando de un sistema que opera al interior de las estructuras culturales. Y que como tal es objeto de profundos acercamientos teóricos en países como Francia, España y México. Estructuras que pueden incluso, trasformase en lo que llamarías grupos de poder simbólico; promueven lo que les interesa y bloquean lo que les es molesto como grupúsculo hegemónico. Son los que pretenden imponer su amanerado canon  a golpe de laureles espurios; los que controlan también con estructura de dique, cualquier disenso que salte las normas estéticas de su estilo literario; de cierta manera les conviene estar allí protegiendo esa parcela de normatividad; más aún, cuando en algunas propuestas literarias y artísticas, son estos majaderos, los objetivos críticos de la revuelta o de la sátira. Son los guardianes del buen gusto y las buenas costumbres, cancerberos a sueldo de los ministerios culturales, enganchados que mediante un complejo engranaje de influencias y palancas; han creado un ecosistema de meritocracias bastardas, donde se reproducen como lombrices en el compost de los presupuestos culturales.

M.A.—¿Qué significa para el escritor independiente, para el creador que ha sido excomulgado por las capillas institucionales, la blogosfera… Las revistas literarias que no van con la corriente principal?

O.G.R.—los tiempos son muy diferentes, tú lo has dicho. No son los sesenta ni los setenta de la academia francesa de Bourdieu, ni siquiera los ochenta, ni los noventa. El cambio es acelerado. La implosión de las capillas hace mucho ocurrió…mucho antes del incendio de Notre Dame. Ahora, en plandemia, los cambios acelerados hacen que todo este mediado por lo telemático y lo virtual. Esto mismo hace que, el estatuto tradicional de las iglesias académicas y de los sumos sacerdotes quede en entredicho y al menos, sus métodos de control, quedan debilitados de manera ostentosa. El discurso, se ha hecho hipertexto rizomático y cada quien tiene la libertad de buscar su camino y profundizar por fuera del dogma. Los inconformes se mueven en lectura atenta, fuera y dentro del index prohibitorum, no temen caer en las fronteras del la espiral de silencio viriliana y saben que, ahora minoritarios y en secta, pueden, con el tiempo transformarse en horda y clan; en las abadías se preparan para el asedio y algunos monjes rijosos con caras de filósofos platónicos, escuchan con temor aullar a los lobos. El Púlpitum, la tribuna, ha devenido panóptico, pero este panóptico es bidireccional. Y como tal, los mirones son mirados, los jueces son juzgados y los comisarios, atrincherados detrás de sus computadores reciben los dardos afilados de los cheyenes y los iroqueses. De vez en cuando un tomahawk algonquino rompe una cabeza. ¿De qué sirve estar en las fronteras del sistema, si no se pueden tensar los arcos y hacer dianas en los traseros de estos comilitones? Esto ya lo intuía Bourdieu.  Pero no sabía de los alcances de esta revuelta que pasaba de las aulas y pizarras al ciber espacio, como podría imaginarlo. De cierta manera, como heredero del habitus de la sociología académica, estaba también impregnado hasta el fondo de su chaleco de esas liturgias escolásticas y apostaba a una clasificación de los estatutos y los prestigios. Todo eso, ahora pierde valor clerical y simbólico. Esas estructuras, al menos en lo referente al campo del arte, (vale la pena aclararlo), hace tiempo colapsaron. Es por eso misma razón que, ante la pérdida de poder en sus atriles y pulpitos, un segmento de la cofradía culterana han corrido a apoderarse de los ministerios y las secretarias de cultura. Pero no con el fin de perpetuar una tradición, sino para imponer definitivamente una estructura de poder simbólico. Afortunadamente en Colombia existe una vigorosa fuerza literaria independiente, que es a mi entender la que mantiene viva la llama de literatura, la que no solo tiene un alto nivel, sino que trabaja desde presupuestos estéticos diferentes, abiertos y centrados en la búsqueda de la calidad. Revistas literarias y culturales que son ejemplo de rigor y calidad. Campos y plataformas de múltiples inquietudes artísticas en donde todos los escritores tienen la oportunidad de expresar sus ideas sin cortapisas de ningún tipo. Esas revistas literarias digitales que en Colombia y el eje cafetero colombiano en particular, conforman un grupo de opinión de brillo y fuerza contra-hegemónica, hacen mantener la balanza equilibrada. Allí muchas veces hemos cruzados opiniones, controversias abiertas y otras veces difuminadas;  la crítica nunca ha sido suave, al contrario, cada vez más dura y acida, pero también, cada vez más brillante. Medios on-line que vienen de la academia, que mantienen espacio tanto para el ensayo ortodoxo como para el libre ensayo; que vienen desde las capillas institucionales, pero que, como franciscanos liberados, no se encerraron en ellas. Que no se asfixiaron dentro del pensum escolástico. Ojalá nunca se pierda eso, y nunca decline esa dureza salvaje y refinada al mismo tiempo.

M.A.— Volvamos a los premios,   Omar… Si como tú lo dices, estos presupuestos están dirigidos a premiar a unos jugadores; y es un campo de lucha, como tal  ya normatizado por estas estructuras; ¿qué se puede hacer allí. No es mucho a mi entender. Ya que estos actores hegemónicos son los que desde hace décadas están manejando los hilos. ¿Entonces para qué participar? ¿Un acto estéril acaso?

O.G.R.––Que estos premios entren en el campo de los manejos opacos, de la pandemia bajo el control de las burocracias naranjas, requiere de una aproximación crítica y también de veeduría ciudadana. Son dos factores a tener en cuenta en el debate en el campo de poder simbólico; y también exigencias en el campo del derecho ciudadano, para el control y veeduría al aparato burocrático.

En el campo simbólico se entra a los torneos y a la lucha no para ganar, sino para golpear. Hay que saber encajar los golpes merecidos. Pero ellos: Estructura, actores hegemónicos a sueldo y gente del tinglado; el funcionarato del sistema. También se exponen. De eso se trata esto, estimado Merardo. Te dan como a bacalao en semana santa, pero ellos también reciben su paliza. De lo contrario esto no tendría razón de ser. Ellos se quieren erigir en sacerdotes…tú, por ejemplo, te has declarado brujo y hechicero cimarrón. Siguiendo la estela de Bourdieu; Son dos poderes; el de ellos va y vine con los movimientos de la politiquería…con el tiempo se debilita, aunque sé de algunos que llevan tiempo medrando a la sombra del cacique de turno, en la forma de asistencias y a veces como consejeros, y contratistas de carrera. Son como ladillas en los cojones del burro, como rémoras en el buque oxidado de los presupuestos. Pero volviendo a los poderes enfrentados: Hay contrapoderes simbólicos que se afirman entre la manigua de la resistencia. El de algunos outsiders, es un poder que debe ser resiliente y de alta graduación vegetal. Crece y se hace fuerte en esa contienda ya que se afirma en su libertad. Sin censura, sin amo y sin bandera, puede expresar lo que tiene que decir, a tiempo y sonriendo como lo diría el cantautor cubano. También de eso se trata; de la magia y del sincretismo. De energías que fluyen y de energías que chocan. Y de la regla palomonte mayombe.

Ya que, si se participa en esos torneos simbólicos, lo mínimo que puede expresarse y definirse son reglas claras, que los participantes puedan saber que sus obras llegaron a los jurados, que los jurados puedan escribir un par de líneas sobre las obras que leyeron y dar una opinión positiva o negativa sobre las misma, y por qué no, arriesgar alguna sugerencia. Esto no es entrar en el campo de las declaraciones reivindicativas, muy al contrario, se trata de hacer claridad sobre las opciones que se tienen al poner a disposición de ciertos funcionarios, horas, días, meses y años de trabajo dispendioso. Una novela, un poemario, una ópera dramática, no se hacen en un rapto de inspiración. Y digo esto también de cara a la estructura, para aclarar las cosas con algunos de los que seguramente, se  sentirán aludidos. No lo digo sottovoce. Alto y claro, para aquellos que también participan de algunos eventos, que ven las anomalías endémicas a estos y que, por ahora, callan.

El que los autores jóvenes, no tan jóvenes y viejos, deseen participar, ya sea por unos cobres, una medalla de reconocimiento, el acercamiento a una opinión crítica sobre su obra, jugar a la ruleta con un número que puede, en determinado momento, ser más fuerte que el de otros; que a lo mejor no pudieron participar; o sencillamente para medirse en justas con otros autores, no creo que deba ser censurable. Todos, en algún momento, sabremos que esos resultados ya no importaran y que solo fueron torneos que hacían parte de la escena. Se gana y se pierde. Pero cuando se participa en un torneo, debes exigir que las reglas sean claras, de lo contrario están actuando inocentemente. Bailando como cordero entre depredadores.

M.A.—Los actores…hablemos ahora de los actores en este escenario de los torneos simbólicos. ¿Quiénes son, como actúan a que se enfrentan y que buscan ganar o perpetuar?

O.G.R.—Hay de todo: La mayoría de estos torneos se alimentan de todas las vertientes, desde aquellos que habitan la franja que Sholette llamó the Dark Mather, materia oscura del arte. Pintores domingueros, escritores aficionados de fin de semana; también escritores en contienda con vocación de resistencia; hasta académicos que en su año sabático arriesgan en la balanza de la fortuna. Unos y otros, conforman el amplio espectro que mantiene la corriente del rio fluyendo. También podemos analizar estas justas a la luz del campo simbólico de un Pierre Bourdieu. Están quienes se someten a las ordalías. Y están quienes dentro de la estructura operan con sutileza los mecanismos para los favoritismos, dispensando beneficios en torno a los presupuestos. Las burocracias naranjas que operan bajo la inspiración del gran vergajo, es decir el gran porcino. Sabemos que en Colombia, el desplazamiento de las estructuras políticas hacia el campo de la cultura se ha orientado desde hace décadas a la captura de los puestos claves y los presupuestos; pero no se quedan allí. Diseñan los lineamientos hacia una cultura que sea amoldada a sus proyectos. De tal manera que, hacen carrera personajes que se creen herederos de alguna tradición académica (no los más brillantes, ni los más creativos, por supuesto); encuentran su vocación y nicho; multiplican estructuras cerradas y opacas que procuran ganar peso dentro del aparataje, (ellos mismos ganan peso. Su grasa corporal los delata). No ya dentro de los campos de poder simbólico, sino dentro de los campos de poder burocrático. Hacen méritos para convertirse en sensores. Su habitus no es el de los modales inherentes a la cultura de la academia, sino aquellos que son más caros y apreciados por las estructuras politiqueras. Heredan de otros funcionarios la brillante capacidad cleptocrática y el afán de sobresalir en los directorios que se encargan de montar los tinglados para tales fines. Estos sujetos, no quieren hacer carrera de meritocracia, quieren hacer una labor de estructura de poder para la exacción. Y como tal además de conformar estas estructuras de favoritismos, terminan protegiendo su accionar premiando a los obsecuentes y a los recomendados. Son en última instancia las oficinas de diseño y censura.  Crean las reglas y los lineamientos estéticos de lo que vale y lo que no se puede publicar o mostrar. De cierta manera son los que definen el buen gusto del que hablara Bourdieu; en este caso, el pésimo gusto del mainstream. Lo defienden como cancerberos de élite y lo imponen como pequeños feudales, abatiendo presas de diverso pelaje en el coto de caza de los talentos. Además, en ese campo, se da el fenómeno de los artistas que juegan dentro de la normatividad, existen los sujetos que están dispuestos a aceptar esas directrices y a inclinarse para recibir el espaldarazo oficial que los convierte en escritores de la corte. Antes, heredaban los favores tutoriales de la academia y ahora, reciben los favores de la estructura. Por tal motivo, vemos a talentosos poetas censurar sus plumas y  guardar distancias saludables frente a los favoritismos de las burocracias naranjas; al igual que vemos escritores de columna y opinión, hacer campaña para elegir a determinados comisarios. 

M.A.—El artista dispone de herramientas críticas y de herramientas de derecho ciudadano para enfrentar a los cooptados; a los entronizados en estos puestos burocráticos en donde se impone una forma de ver las cosas, que a mi parecer es la forma estética del plan de los políticos. Sin ir a los fundamentalismos… Hace poco pasé una propuesta para un monólogo con base en algunas obras de Shakespeare, un funcionario regional, me dijo que en navidad no se podía presentar una obra de este tipo. Que no iba con el espíritu de la temporada. ¿De cierta manera, el artista en Colombia. Debe empezar a manejar herramientas de resistencia, de crítica y de veeduría ante la perspectiva de decisiones que rayan con el absurdo?

O.G.R.—Para defenderse del aparato burocrático, que en Colombia y en buena parte del mundo, adquiere de nuevo unas dimensiones distópicas;  es necesario utilizar las reglas del derecho civil que ha sido diseñadas por el sistema y para el sistema. Pero que, por años y décadas de lucha popular y ciudadana han logrado ser intervenidas y transformarse, para dar mayores garantías. Sí, por el momento es lo único de lo que se dispone. Se impone el manejo del código civil para el funcionario atrabiliario.

Y desde lo cultural, lo literario, lo estético. La crítica a este tipo de estructuras es ya una necesidad,  puesto que es allí, en donde se delinea de alguna manera, el gusto de las nuevas generaciones de lectores; es allí, (puesta en escena de un ritual de legitimación) en donde se proyecta sombra sobre los que no están con el mainstream institucional. Es desde allí, donde en tiempos de asistencialismo impuesto por la plandemia, se comienza a diseñar el nuevo estatuto literario y artístico para tiempos de becerros encerrados. al diseñar la nueva normatividad, definir los escenarios, los públicos, (numero de personas por espectáculo o recital) mascarillas para todo el mundo (parece ser la única utilería del nuevo teatro)  las directrices para un neo-lenguaje aséptico, Esto está muy claro y tú lo has dicho Merardo. 

Por ello volveremos al funcionarato…

Existen en Colombia reglas de trasparencia, de acceso a la información; de peticiones puntuales de  información que todos los funcionarios están en la obligación de cumplir. Esto es bueno decirlo ya que los atropellos no terminarán, por el contrario se prolongarán y se acentuarán aprovechando las circunstancias. Si un artista, cualquiera que sea su pedigrí, pide toda la información requerida; el funcionario, en términos de administración civil: el obligado, debe darla sin dilaciones de ningún tipo y sin poner mala cara. Que un solo funcionario, uno solo. Lo diré una vez más: uno solo. Decida en determinados torneos regionales, que pasa y que no; que se filtra y que pasa el cedazo; que se queda y que va a concurso…que se recomienda y que lleva de entrada el anatema incluido; crea las dudas sobre la idoneidad que quien en determinado momento y aprovechando la plandemia se erige como supremos juez, casi como un ídolo tolteca con cara de dios de la muerte y el olvido.

Pásame un lápiz… Hagamos la caricatura:

Funcionario mutante navegando sobre los archivos recibidos en su computadora; decide a quien expedir un acuse de recibo, mínima formalidad cumplida para unos y a otros no. Allí su figura de consumidor de grasas de rumiantes muertos, pesado y lerdo, a altas horas de la noche, bajo las luces azules de los monitores, tirando una moneda, un carisellazo. Decide que pasa a escrutinio y que no pasa. Que se recomienda y que no se recomienda a los jurados. Heredero de una acendrada costumbre practicada por otros ilustres funcionarios y funcionarias de carrera, que ejercieron su dominio ocasional sobre convocatorias y presupuestos; los que respondían con diligencia a los caciques de turno cuando se trataba de cuadrar los contratistas; los empleados supernumerarios y los de planta.

Nada nuevo. El campo de la cultura no es un campo en donde las cosas se deban dar por sentadas… y un artista, si ve irregularidades en una convocatoria, debe exponerlas y pedir claridad sobre el mismo. Si las respuestas son satisfactorias, mejor para todo el mundo. Pero si esas respuestas oportunas no llegan, la ley crea los mecanismos  de apelación ciudadanos para que los correctivos se impongan. Al fin y al cabo, son los recursos de todos los que pagamos impuestos. Son los recursos de ciudadanos que consideramos que, la cultura es lo que puede salvar una vida. Muchas veces, el apoyo a una vocación artística temprana, ha salvado a un joven de la senda del crimen y la violencia. Por esta razón, los recursos de la cultura, no pueden ser la faltriquera que algunos enganchados manejan con total libertad.

Diría una frase más. Si no ves garantías, no participes; pero si crees que las garantías mínimas son un concepto que está por encima del pudor, y tiene que ver con los derechos de la gente…¡Pide las reglas claras!

 

M.A.—Por ultimo…¿Qué se premia y qué se instituye por esta especie de “curaduría comisarial” improvisada en las oficinas de las burocracias estatales?

O.G.R.—Bueno, eso es materia de otro estudio…Extenso estudio que pronto abordaremos. Pero ya tú lo expresas claramente, y es así… De cierta manera los actores que controlan los presupuestos, buscan jurados que se amolden a sus ideas y sus postulados. En tiempos, en donde algunos proponen la muerte simbólica del autor en la línea teórica de Focault y el nacimiento del comisario-curador. Comisario sheriff que trata de poner en cintura a los forajidos del condado. El que selecciona a los niños bien que van con la comparsa oficial, el que diseña y recomienda a los modositos atenuados que vienen amaestrados desde la academia. Los que aprovechando la plandemia tratan de prolongar un canon estético que hace parte de su habitus; algo que mantenga los lineamientos estéticos en sintonía con lo que propone el ministerio. No son pocos, comienzan a florecer como setas en el campo micológico de los prados del establecimiento, donde, pastan las vacas sagradas de la cosa pública… Con miradas bovinas bajo el efecto de poderosos lisérgicos, miran hacia la pared de sus oficinas…la cara porcina del hermano mayor parece bendecirles.

Para terminar de contestar a esa pregunta, citaré textualmente con el hipervínculo a un artículo de Fernando Duque Meza dramaturgo antioqueño, aparecido en la revista Calle 14, que dice claramente que la dramática desde los tiempos de Shakespeare, y de Cervantes moderna, también diría yo, la novela moderna y el arte en general, está abierto a todo, desde la cita, al pastiche, y no puede estar cerrado a los criterios decimonónicos que quieren imponer la dupla funcionarios y actores culturales paniaguados al servicio de la estructura:

“Dentro  del  ejercicio  y  la  práctica  de  la  intertextualidad, existe una diversidad de estrategias esgrimidas por los  más  diversos  creadores  a  través  del  tiempo,  entre ellas  encontramos  las  más  usadas  o  frecuentes  como: la parábola, la metáfora,  la elipsis, la hipérbole, la metonimia, la alegoría, la elipsis, la alusión, la historia, lo documental,   lo  semidirecto,    lo  directo,  etc.,  y  donde pueden converger en ese lugar: el símil, la sinécdoque, la  alusión,  la  parodia,  la  parodia  mixta,  el pastiche,  el auto pastiche, el collage, la cita, el plagio, el fragmento, la semejanza, la nota, el apunte, la imitación, el juicio, la crítica, el canto, la gesta, la saga, la memoria , la biografía, el retrato, la semblanza, el enigma, el debate o ,la polémica, el chiste, el proverbio. El caso, el juicio, la crítica, el apunte, el comentario o el aparte, la sugerencia, el cuestionamiento o la pregunta, la aseveración o afirmación,  el  énfasis,  la  sentencia,  la  estadística.  Así como otros géneros mayores como: el mito, la leyenda, la epopeya, la rapsodia, la tragedia, la comedia, el misterio sacro, el misterio bufo, el auto sacramental, la pantomima, el mimo texto, el cuadro o el sketch, el guion, la pieza, la pieza didáctica, el melodrama, la narración, el cuento, el monólogo, el monólogo interior, la novela, la crónica, la sátira menipea, el entremés, la mojiganga, bojiganga o el sainete y pequeños o chicos géneros españoles como: el paso, el retablo, el bululú, la farándula, la gangarilla, el ñaque, la compañía, la garnacha etc. Empleando recursos como: la transposición, la reducción, la inversión, el sueño, la pesadilla, la transferencia, la fragmentación, la refundición, cuando es urgente iniciar, continuar desarrollando o culminar una operación para complementar una idea dramatúrgica, poética, pictórica, escultórica, novelística, cuentística, lingüística, Semiótica, cinematográfica, coreográfica, cronística, ensayística, periodística, crítica y hasta teológica…"


 http://ceiphistorica.com/wp-content/uploads/2016/01/bourdieu-campo-de-poder-campo-intelectual.pdf


https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/c14/article/view/1179/1556

https://griffosdenneonn2.blogspot.com/2008/02/la-novela-contemporanea-segun-vicente.html