miércoles, 10 de junio de 2020

FILOSOFÍA DEL ARTE Y ESTÉTICA/ YVES MICHAUD







Introducción

La estética y la filosofía del arte se confunden a menudo; buena señal de que colindan, por más que, a su vez, tengan diferencias significativas. La filosofía del arte tiene una historia más larga que la estética. De hecho, aunque la estética sea hoy una disciplina consagrada, no remonta a períodos anteriores al siglo XVIII, mientras que ya en Platón, Aristóteles, Plotino, los pensadores escolásticos o Leibniz se da una reflexión sobre lo bello en su relación con la naturaleza, con las actividades humanas y con la naturaleza divina.
A decir verdad, si nos atuviéramos estrictamente a los términos, la filosofía del arte debiera dejar de lado los fenómenos que escapan propiamente al arte, se trate de los que afectan a la naturaleza, a la belleza humana, a la del universo, o a la belleza de los sentimientos y de los conocimientos. Versaría sobre el arte en todas sus dimensiones, noción ya suficientemente amplia y confusa, puesto que el término se utiliza en numerosos sentidos y cubre el significado tanto del gran arte como de las artes populares o de masas o de prácticas que son a la vez religiosas, mágicas o rituales. En realidad, la filosofía no se ha privado a sí misma de desbordar el dominio del arte. Ya desde sus comienzos, y durante mucho tiempo, cuando se trataba de lo bello, no estaba en juego el arte, sino la belleza de las cosas, de la naturaleza, de las conductas y de los seres humanos –en particular de los cuerpos–. Por tanto, la pareja conceptual a ejercitar sería, en realidad, “filosofía de lo bello y estética”.
El concepto de estética corrige en un cierto sentido esta dificultad en la medida en que la estética tiene, de entrada, un campo amplio: trata de la experiencia sensible vinculada a lo bello y al arte –como indica etimológicamente el término “estética”– y no toma en consideración sólo el arte  respecto a su existencia y a sus modos de operación sobre la sensibilidad, sino también la experiencia estética en general; lo que le lleva a la consideración de formas de la sensibilidad no necesariamente vinculadas al arte. 
Así pues, la primera precaución es de no utilizar sin atención suficiente un término por el otro ni, en ningún caso, ceder a una ilusión de intemporalidad: los conceptos de cada una de estas  disciplinas llevan la marca de sus condiciones de nacimiento y de elaboración. La filosofía del arte, probablemente, tendría esta especificidad de responder a la generalidad de la estética con un  añadido mayor de generalidad, puesto que mientras ésta se concentra en la experiencia del arte, aquella amplia la consideración al lugar que ocupa el arte en la vida humana y a su alcance metafísico y existencial.
Hay que añadir a esto que la actividad intelectual, incluida la filosófica, se ha profesionalizado. La estética se ha constituido a partir de los últimos años del siglo XIX como una disciplina universitaria autónoma, con sus problemáticas y sus categorías propias. En esta situación ha dejado de lado, por demasiado especulativas y arriesgadas, las interrogaciones filosóficas generales que suscita la existencia de una actividad humana como el arte. Es por este motivo que seguramente existe hoy un lugar para una filosofía del arte renovada, así como para una estética ampliada.


La estética: origen y significación

Para empezar, el propio término de “estética” merece ciertas aclaraciones. Fue Baumgarten quien lo puso en circulación en 1735, en su texto Meditationes Philosophicae de nonnullis ad poema pertinentibus. Allí, Baumgarten distinguía entre los noeta, es decir, las cosas pensadas, que han de ser conocidas por una facultad superior y manifiestan una lógica, y las aisthèta, las cosas sentidas, objetos de una ciencia (épistemè) estética (aisthètika). En el párrafo 1 de su Estética de 1750–1758, define la estética como “la teoría de las artes liberales, una gnoseología inferior, un arte de pensar lo bello, una ciencia del conocimiento sensitivo”.
Esta innovación terminológica corona una evolución que se remonta a Leibniz. En sus Nouveaux Essais sur l’entendement humain (1704), donde responde al filósofo empirista inglés Locke, Leibniz retoma la distinción lockiana entre nuestras ideas de cualidades primarias, que representan las propiedades de las cosas, y nuestras ideas de cualidades secundarias, que son, únicamente, el efecto que tienen en nosotros unas ciertas cualidades desconocidas de las cosas. Que no conozcamos la causa de estas ideas no cambia en nada el hecho de que tengan para nosotros una cara afectiva y sensible que nos informe, aunque sea confusamente, sobre la realidad. Leibniz entrevé a partir de esto una nueva zona de conocimiento, que no será la del conocimiento claro y distinto aportado por las ideas de las cualidades primeras, sino un conocimiento claro (sabemos bien qué ideas tenemos y qué es lo que nos provocan), pero no distinto (no sabemos a qué corresponden en tanto que ideas). Esto crea el lugar para un conocimiento confuso, que es el que tenemos de los colores, los olores, los sabores y también es el que nos facilitan los pintores y los artistas: reconocemos la cosa sin poder decir en qué consisten sus diferencias ni sus propiedades. A través de estas ideas claras y distintas, el espíritu entra en estados alógicos, estéticos y sensibles. Este es, precisamente, el dominio que Baumgarten designa como “gnoseología inferior”, que es el que nosotros designamos como perteneciente a la estética.
Así, desde inicios del siglo XVIII se abre un dominio de lo experimentado, de lo sensible y del sentimiento que nos hace conocer ciertas cosas sin que las conozcamos en el sentido cognitivo estricto. El desarrollo de estudios y reflexiones sobre estos sentimientos dará lugar al nacimiento de la estética propiamente dicha, que acontecerá en las teorías del gusto, desde la del Padre Bouhours hasta la de Hume, pasando por el abat Du Bos, Shaftesbury, Voltaire, Montesquieu, Hutcheson, Burke, etc.
La aparición de la estética en términos de su definición intelectual debe ser puesta en relación con procedimientos de definición del arte y de las instituciones que se ocupan de su existencia, es decir, con una economía y un mundo del arte particulares, puesto que los conceptos toman vida en un “mundo del arte”. Éste está configurado por espectadores y por un público que aprecian las obras de arte en el seno de instituciones como los Salones, las salas de ópera o de concierto y, un poco más tarde, hacia el fin del siglo XVII, los museos.
Esto explica que  las categorías principales de la estética giren entorno de la naturaleza de las obras de arte, de sus propiedades y de sus efectos, de su valorización y, más tarde, cuando, en el siglo XX, la definición de arte se convierta en algo menos seguro, de su identificación, dejando de lado la reflexión sobre la producción del arte. Ésta, que fue en un primer momento exclusivo del medio profesional de los artistas a través de las teorías de la creación artística, se dejó en manos de los antropólogos y de los historiadores del arte. Dicho de otro modo, la estética tiende, desde su nacimiento, a dejar de lado  la dimensión del hacer, que designamos también como la poética del arte, y también, al mismo tiempo, una gran parte de su significación en tanto que actividad humana. Cuando nos detenemos un poco en esta cuestión, no podemos dejar de sorprendernos por la exorbitante primacía que la estética otorga a la “obra de arte”, como si sólo existieran las obras maestras y el arte del museo.


  



Los conceptos fundamentales de la estética

En el cerco de las temáticas que se plantean y de los objetos que consideran, la estética, a lo largo de tres siglos de existencia, ha abordado y cubierto con éxito un registro impresionante de cuestiones, que afectan a la representación, a la expresión, a la forma, a la noción de obra de arte y a los juicios de evaluación. 
Las contribuciones al respecto son de naturaleza diferente según vengan de la tradición hermenéutica o del acercamiento conceptual–analítico.
Las contribuciones de inspiración hermenéutica privilegian, tal como lo sugiere su nombre, la interpretación de la situación estética en sus dos dimensiones de experiencia de creación y de experiencia de recepción. ¿Qué pasa con la significación de las obras de arte cuando las consideramos como un elemento clave de la existencia humana y de su relación con el ser? De eso se preocupa la estética hermenéutica, que se concentra por tanto en la aprehensión de las intenciones de los artistas y el trabajo de interpretación de los espectadores, por encima de nociones como la de expresión o la de forma. Hace de la obra de arte un elemento clave de la manifestación del ser humano y de su humanidad. Ingarden, Dewey, Collingut, Heidegger, Adorno, Pareyson, Focillon, Dufrenne, Lyotard o Derrida, son los nombres que hacen de faro de este acercamiento.
Las aportaciones del pensamiento analítico son de naturaleza diferente. La filosofía analítica se preocupa poco de la metafísica, y trata de elucidar el funcionamiento de los conceptos tanto del punto de vista lógico como del punto de vista de su uso: tendremos por tanto que ocuparnos a investigaciones más circunscritas. Sin entrar en el detalle de los análisis, podemos pasar revista a las cuestiones mayores.


La representación

Desde la Antigüedad, una problemática domina la filosofía en general y la filosofía del arte en particular; se trata de la problemática de la imitación. Concierne en primer lugar a las imágenes pintadas, grabadas, esculpidas, pero también a las imitaciones de acciones en el teatro e incluso las relaciones entre el lenguaje y las cosas o los sentimientos, puesto que éstas fueron concebidas inicialmente como relaciones de imitación (mimesis). Primero en la época moderna y después en la contemporánea, tras la invención y la difusión de la fotografía y luego del cine, y con las oleadas desencadenantes de las tecnologías de la imagen (televisión, vídeo, imagen numérica), la problemática todavía toma más actualidad, incluso si la propia superabundancia de imágenes las hace banales y tiende al embotamiento de la capacidad de reflexión. 
Se trata, por tanto, de dar cuenta de los mecanismos de la representación, de explicar como las imágenes representan algo y nos reenvían a su referencia o a su denotación. Una primera tarea consiste en evaluar la dimensión de las definiciones tradicionales del arte como imitación, puesto que, desde Platón hasta las teorías de las bellas artes del siglo XVIII, el arte fue definido por la imitación. Así pues, se identificará los dominios de verdadera pertinencia de la noción (por ejemplo, la pintura concebida como imagen exacta de algo o incluso científica, lo que vale para una gran porción de la historia de este arte, específicamente del siglo XV al XIX, pero está lejos de valer para toda la pintura), pero también sus límites y los ámbitos en los que hablar de imagen no tiene ningún sentido, por ejemplo para la arquitectura, las artes decorativas, la poesía, sin mencionar la música o las artes visuales modernas abstractas.
A continuación, convendrá explicar de qué manera las artes figurativas figuran, de qué manera las imágenes muestran lo que muestran; de interrogarse sobre los “lenguajes del arte” y los modos de simbolización, debiendo escoger entre las opciones convencionalistas (Goodman, Gombrich) o de las opciones naturalistas (Schier, Lopes).
En referencia al ámbito más contemporáneo, se tratará de interrogarse sobre el flujo de las imágenes, sobre las imágenes fabricadas, inventadas y virtuales. En todo caso, queda claro que, hoy en día, una consideración del arte en términos únicamente o principalmente de representación ya no tiene vigencia. Las artes simbolizan de diversas maneras y, de entre estas maneras, y sólo para ciertas artes, está la imagen.


La expresión

La noción de expresión siempre ha estado en el epicentro de las teorías del arte. Ya desde Aristóteles cuando explica el placer (y el interés social) de la tragedia por la purificación de las pasiones (catharsis), tema que permanecerá en primer plano durante toda la época clásica. En la reflexión sobre el arte, la expresión tomará un lugar todavía más importante a partir del romanticismo. Esto conlleva una concepción nueva de la obra de arte como expresión personal del artista o espejo del espíritu de la época, que, de ninguna manera, era la preocupación principal cuando se trataba, en primer lugar, de imitar la naturaleza. También conlleva la experiencia, por parte del espectador o destinatario de la obra, de encontrar en ella sentimientos respecto a los cuales tiene simpatía o resonancia. En esto reencontramos la catarsis, pero bajo una forma inédita, puesto que ahora se trata de disfrutar de las emociones y no sólo de purificarlas. En nombre de la expresión, una obra expresa su tiempo; en nombre de la expresión, el artista romántico o “expresionista” nos descubre sus tormentos o sus sueños. El espectador, por su parte, considera una música triste, un poema “emotivo”, un cuadro “alegre”.
Probablemente, una de las cuestiones más difíciles sea saber qué entender por la noción de expresión, es decir, cómo los sentimientos, las creencias o las cosas vividas pueden ser transferidas a un objeto y cómo a este objeto pueden serle atribuidas tonalidades expresivas, incluso cuando no se han dispuesto voluntariamente.
Las teorías de la expresión se dirigen a uno o a otro de los aspectos siguientes. Las teorías filosóficas (Shopenhauer, Dewey, Tolstoï, Collinwood), que beben casi todas de la fuente de Hegel, se concentran en la expresividad humana, en la relación entre la interioridad y sus manifestaciones exteriores por los gestos (danza), palabras (canto y poesía cantada), signos o conjuntos de signos (literatura escrita, pintura) en los que se ve una forma de comunicación específicamente emotiva. Los acercamientos analíticos (Goodman, Wollheim) se cuestionan sobre la manera cómo los símbolos pueden ser aprehendidos como expresivos y dan, así, una tonalidad emocional a la experiencia estética. De este modo, la teoría de los lenguajes del arte de Goodman trata de explicar en qué consiste la atribución de propiedades expresivas al objeto. El carácter metafórico o figurado de la expresión es, ciertamente, bastante general, pero no hay que olvidar preguntarse por el carácter literal de ciertas propiedades expresivas: los gritos de terror de una cantante de ópera en las escenas de locura o de furia, una tempestad grandiosa en el cine o en la pintura, una invasión de  monstruos, incluso en el cine, no son metafóricamente vectores de temor y de angustia, sino que lo son literalmente.
Como en el caso de la representación, también conviene preguntarse si es verdad que todo arte es expresivo y que si no estaremos bajo un influjo excesivo del romanticismo. Numerosas producciones artísticas manifiestan ritualidad, y la reproducción concentrada y atenta a motivos convencionales: para atenernos a un ejemplo, un mandala oriental pintado no requiere ninguna expresividad por parte de su autor, y el espectador es invitado al recogimiento y a generar el vacío en él y no en disponer un acuerdo emocional con algún sentimiento.


La forma

La noción de forma también participa de estos conceptos centrales a la reflexión sobre el arte. Comporta, al menos, tres ideas bastante distintas.
En el platonismo se da una asimilación directa de la belleza a la forma, entendida ésta de modo matemático (las relaciones entre los números), musicales (las relaciones entre los tonos) y cósmica (las relaciones entre las revoluciones celestes) o incluso, en el ascenso hacia el Bien supremo en tanto que divino (Plotino). Esta comprensión está en el origen de todas las consideraciones de la belleza como orden, armonía, simetría, que después se encuentra en las concepciones sobre la armonía interna de los cuadros (Ucello o Piero Della Francesca), la construcción de bellas arquitecturas (Vitrubio, Palladio, la Bauhaus), la organización de la composición musical (Bach), etc.
Desde la Antigüedad, otra idea de forma se ha preservado desde la idea aristotélica de que una obra de arte, concretamente una tragedia o un poema épico, es un todo en el que se da una unidad casi viviente de la forma; que la obra de arte es una unidad análoga a la de lo vivo, y que la ausencia de esta unidad es un defecto insalvable. Desde esta perspectiva, la forma no es aquello que organiza los elementos en una estructura ordenada, sino la totalidad de la estructura misma. Kant sistematizará esta idea a través del análisis conjunto de la obra de arte y de lo viviente en su Crítica de la facultad de juzgar (1790).
Queda, todavía, una tercera idea diferente de la forma: la que consiste en ver en la obra de arte un conjunto de elementos específicos que operan independientemente respecto a su propia referencia a un significado o respecto a una referencia que constituiría su contenido. Este es el formalismo propiamente dicho.
Estas tres concepciones de la forma son muy diferentes, pero no están, necesariamente, demasiado separadas. Así, es posible que una obra de arte reúna las tres: la unidad de un ser autónomo, la organización interna de elementos en armonía y las características puramente formales como objeto, independientemente del contenido de significación, de la representación o de la expresión. La Capilla del Rosario en Vence, decorada por Matisse a partir de 1947, responde, para un aficionado al arte no creyente, a estas tres características: es una entidad y su decoración constituye una armonía puramente formal de manera independiente a su significación religiosa.
De hecho, estas tres visiones de la forma son siempre más o menos presentes, aunque lo estén en grados diversos, en la creencia que las obras de arte tienen una autonomía y una vida propias (característica 2), que su efectividad concierne a su estructura (característica 1) y que las propiedades formales cuentan más que el significado, la referencia o el contenido (característica 3).
Sin embargo, una doble dificultad debe ser solventada. La primera es simplemente parcial: consiste en resaltar que ciertas obras de arte juegan la carta de lo informe sobre todos los registros identificados: son inacabadas, caóticas y no necesariamente sólo formales (éste sería el caso de la música de John Cage o del Ulises de Joyce). Umberto Eco a se ha ocupado de esta cuestión de la obra abierta (1962).
La segunda es más dudosa, puesto que es más fundamental: consiste a hacer resaltar que los usos del vocabulario de la forma son vagos y que ésta ha revertido históricamente aspectos extraordinariamente diferentes. Es así que reencontramos la crítica bergsoniana de la noción de orden: una forma es, siempre, una forma en función de cierto paradigma de armonía, de la unidad o de la ausencia de contenido, y las diferencias históricas y culturales son, a este respecto, considerables. Así, una estructura armoniosa para Poussin no lo es para Picasso y, sin embargo, las Demoiselles d’Avignon tienen una construcción formal muy remarcable. Lo que parece insignificante para nosotros (una Marilyn de Warhol) no lo es para un fan de Marilyn y, en contraste, consideramos sólo de manera formal y simplemente pictural la inexpresividad de los personajes de las pinturas de Piero Della Francesca porque ya no conocemos los principios de la piedad del siglo XV.
Estas reservas, por más que importantes, no justifican que renunciemos a la noción de forma, puesto que ésta mantiene un lugar importante en nuestras evaluaciones, en el placer estético y en la identificación de las obras y su grado de novedad o de fuerza.


La definición de las obras de arte

La estética se ha preguntado insistentemente por la definición de la obra de arte y por las condiciones mediante las cuales atribuimos a una cosa la característica de serlo.
Desde el punto de vista de la definición de los objetos, desde Gilson hasta Goodman, las investigaciones de tipo ontológico han sido numerosas y poderosas. Se han dedicado a las condiciones de identificación de  los objetos artísticos, de sus modos de existencia material y temporal, de su autenticidad o de su naturaleza de copia o reproducción, de su relación al material, etc.  En este contexto, si bien subsisten sin ánimo de desaparecer las habituales divisiones entre los platónicos –partidarios de las formas universales abstractas– y los nominalistas –partidarios de la existencia individual estricta–, hay que decir que sin embargo han estado bien definidos los diferentes elementos que intervienen en ello, comprendidos los contextos y los procedimientos que deben intervenir en la definición de los objetos artísticos.
Se ha llegado a distinguir (Goodman) entre la obra original y la que corresponde a un “tipo” susceptible de ejecuciones o ejemplificaciones diferentes (un fragmento de música para interpretar, un grabado que será reproducido, el pase de una película de cine). Se ha llegado a identificar (Dickie, Danto) las condiciones sociológicas que son indispensables para que una obra sea admitida como tal en un “mundo del arte” en función de las normas en vigor en este mundo. Se ha llegado a estudiar los géneros (Todorov, Genette, Schaeffer) a partir de los cuales podemos identificar un objeto como una novela, una epopeya, una sinfonía concertante, un tango, una naturaleza muerta… Ello permite evitar el escollo de la interrogación sobre la cualidad (una naturaleza muerta mediocre continua siendo una naturaleza muerta y, por tanto, una obra de arte de un cierto tipo, al igual que pasa con un tango popular o un tango “clásico” de Astor Piazzola).
Un gran problema consiste, sin embargo, en el hecho de que hemos de tratar, sea en la época contemporánea sea en otras culturas, con un arte sin obras de arte, es decir, con un arte a base de actitudes, posturas, conceptos, a base de una poesía del instante y del hacer. Esto es claramente así en el caso de la danza (a pesar de la existencia de la notación, rechazada sin embargo por ciertos coreógrafos), de la música (a pesar de la existencia –no universal– de partituras), de las formas de vida artísticas como el dandismo, en las que aquello que constituye la “obra” es el comportamiento global de la persona. Es todavía más cierto en el caso de ciertas prácticas modernas como la performance, el arte conceptual, la instalación temporal, o las prácticas rituales primitivas próximas a la religión; sería verdad también en el caso del arte floral de Japón.


La evaluación

Otra preocupación primordial de la estética ha sido la evaluación, esto es, lo que se designa todavía como juicios de gusto o de belleza. Esta cuestión ha estado a la vez bien y mal tratada.
De entrada, podríamos decir que ha estado bien tratada por defecto: si la evaluación es esencial a la identificación de alguna cosa como “siendo arte”, esta evaluación juega, sin embargo, un papel bastante limitado en la investigación estética en ella misma. Como dice Goodman, la cuestión del valor de las obras tiene poco interés desde el momento en que calibramos que la mayor parte de lo que llamamos arte es arte aunque sea mediocre en sentido de perteneciente a la calidad media, mala, muy mala o ordinaria; lo importante es que la valoremos y que esto dé placer, incluso si es equivocadamente. En resumen, la evaluación sólo es una pequeña parte de los fenómenos a tener en cuenta. El arte es algo valorado –aspecto que resulta esencial a su concepto–, pero la justificación del valor no tiene tanta importancia como se piensa. De hecho, ya es de por sí algo positivo precisamente el hecho de que se pueda llegar a relativizar la importancia de una cuestión. Una lectura atenta de muchos de los textos dedicados a estética revela que el valor de las obras es poco atendido, sea porque se de por supuesto sea porque no se le otorgue demasiada importancia.
Contrariamente, la evaluación es tratada de modo claramente insuficiente cuando se la considera desde el punto de vista de la manera cómo la llevamos efectivamente a término efectivamente, según cómo aportamos juicios estéticos y cómo los expresamos; con algunas excepciones ésta es una cuestión normalmente poco o mal atendida. Se ha disociado excesivamente de estos juicios de la manera de formularlos y de aducirlos. Así, los juicios sobre la belleza han recibido una atención considerable, por más que, la mayoría resultan pobres y repetitivos. Decimos “Es bello”, o algo así, pero es ciertamente difícil ir más allá. Y eso teniendo en cuenta que existen muchas y ricas informaciones sobre las prácticas concretas de evaluación en los textos de los críticos, de los historiadores o de los artistas, tantos como en el caso del lenguaje ordinario. Aportamos nuestras evaluaciones de modo muy complejo y muy diferenciado según los ámbitos que se estén considerando, según los objetos, las formas artísticas y según los públicos. La investigación estética ha estado insuficientemente atenta hasta hace poco a estos juegos complejos de la evaluación, que, sin embargo, revelan que la máxima “para gustos los colores” tiene poca justificación, que hay normas precisas del juicio estético, pero que éstas requieren mil matices; son complicadas y variables en función de los ámbitos.


Éxito y límites de la estética

Con este éxito relativo pero real respecto a conceptos como los de significado, representación, expresión, forma, así como en materia de ontología de la obra de arte, y con un éxito más limitado en lo que respecta a la evaluación, la estética ha conseguido, en gran parte, cumplir con su tarea. Su saldo global es más bien satisfactorio cuando se la limita a las artes visuales y a las artes del museo. Es cierto que hay fracasos y abandonos, pero hay que atribuirlos a las limitaciones del campo de referencia y a los tipos de objetos que se toman en consideración.
Hay que ejercer una primera crítica respecto a referencia casi exclusiva a las artes plásticas y al arte de los museos, que ha desequilibrado considerablemente la investigación a favor de ciertos rasgos de la obra de arte enfatizando en contrapartida –véase convirtiendo en fetiche– ciertos problemas ontológicos, como el de la unidad de las obras o el de la forma considerada desde una perspectiva formalista.
Un acercamiento a partir de la música, de la danza y de las prácticas artísticas en general hubiera dado lugar a resultados sensiblemente diferentes y, en todo caso, mejor cohesionados. En efecto, una obra  musical sólo es única en un cierto sentido, y existe exclusivamente a través de las interpretaciones, que la hacen variar de modo. La ópera en músicos como Haendel, Rossini, Donizetti hace intervenir prácticas de collage, de reutilización, de repetición y de condiciones de desciframiento, de ejecución, de puesta en escena y de interpretación, que obligan a cuestionarse por aspectos como la unicidad del objeto y su autenticidad en términos completamente distintos, que dan una lucidez diferente a las experiencias de la recepción. Sin duda, un acercamiento a partir de las artes de la performance hubiera dejado a los filósofos de la estética menos desarmados ante las artes de masas, el cine y los comportamientos artísticos en general.
Por otra parte, por más extraño que parezca, la noción de experiencia estética ha sido el ángulo ciego de la estética, que ha procedido como si esta idea fuera de suyo. Se ha convertido en la base  de la reflexión sin considerarla objeto de problematización más que bajo la forma de consideraciones superficiales sobre “la actitud estética”. Por tomar ejemplos muy alejados en el tiempo, tanto Kant como Greenberg o Danto casi no dicen nada de esta experiencia excepto que se trata de un placer sui generis, que es “el placer estético” y que se diferencia del placer intelectual, del sensual o del placer de satisfacción moral. En lo que se refiere a los filósofos que proceden en atención a las cualidades estéticas, se dedican a enumerar las más de las veces predicados corrientes bastante pobres (bello, excelente, lamentable, aterrador, repulsivo, sublime, cómico, lírico; romántico, clásico, etc.), que les cuesta reagrupar en categorías convincentes y que, de todos modos, no significan demasiado fuera de los contextos de uso.
De hecho, la estética tiene los mismos límites que sus objetos de referencia. Está a disgusto no sólo en referencia a las artes no visuales de performance y de interpretación, sino también en referencia a las artes designadas como “menores” –arte popular, artes decorativas–, a las artes primitivas –que todavía se designan como “otras” o incluso, ahora, como “primeras”–, al arte de masas y al cine, a la canción de autor, a la música techno, etc.
Teniendo esto en cuenta, podríamos imaginar poder completar la estética gracias a modificar sus referencias más recurrentes. Es lo que hacen filósofos como Meter Kivi cuando parte de la música, Kendall Walton con la fotografía, Noël Carroll con el cine y las artes de masas. Todos ellos retoman las categorías de la estética desde la perspectiva de una ontología de lo múltiple y de la ejemplificación, y amplían el concepto de la experiencia estética para incluir rasgos nuevos.








Un contexto fundamentalmente nuevo

Tenemos sin embargo el sentimiento de que esta ampliación y esta nueva consolidación está algo forzada, puesto que, precisamente, las condiciones en las cuales la estética pudo nacer y desarrollarse han desaparecido.
Hay siempre algo de irrisorio en el hecho de oponer meros hechos empíricos a razonamientos abstractos elaborados, bien formados, elevados y complicados; uno se siente un poco incómodo, e incluso algo vulgar, descendiendo a este punto de trivialidad. Pero hay también algo igualmente irrisorio en constatar hasta qué punto los filósofos pueden estar ciegos respecto a los hechos que, si los tuvieran en cuenta, convertirían su reflexión en algo sin objeto, o debilitaría su pertinencia. Al igual que no podemos razonar de la misma manera respecto al objeto técnico cuando consideramos una barrena, una sonda marina o un sonar, un sextante, un teléfono móvil, un Ipod o un GPS, igualmente no podemos razonar del mismo modo cuando el conjunto de los dispositivos que hicieron posible la estética ha cambiado hasta el punto de hacernos pasar a otro régimen artístico.
¿Cuáles son estas condiciones nuevas que reclaman un acercamiento innovador?
Me limitaré a señalarlas a grandes rasgos, sin proponer ningún orden causal o de preeminencia.

1)El museo, en la forma según la cual fue la referencia de la estética y de la historia del arte, ya no existe. La institución museística se ha dispersado y se ha difuminado. El museo de las obras maestras ha desaparecido o, mejor dicho, en realidad los museos están pletóricos de obras maestras. Las catedrales de la creación se han multiplicado hasta tal punto que ya no pueden pretender alojar los tesoros únicos del arte. El museo se mantiene como un lugar de culto, pero lo hace en el mismo sentido en el que las catedrales también lo son: el recuerdo de lo antiguo atrae a muchedumbres de turistas, y ya no a creyentes. En un mismo momento, el museo se ha racionalizado e industrializado: el templo se ha convertido en una fábrica para procesar los flujos de visitantes que viven allí experiencias estéticas o artísticas que ya no son individuales ni sublimes, sino calibradas y formateadas, concretamente por la mediación cultural, la información y la comunicación destinada a públicos segmentados. El museo es, también, una fábrica de acontecimientos y una tienda de recuerdos. Tiende a convertirse en una especie de centro comercial cultural donde se prodigan los eventos y las ofertas artísticas, pero también el ocio y el consumo culturales. Podríamos hablar de « wallmartización » del museo o de su entrada en el mundo del consumo–diversión.

2)La producción artística se ha industrializado y profesionalizado, incluyendo lo que concierne al arte de élite. Hay una producción industrial de obras de arte. Un “gran artista”, sea en las artes tradicionalmente reconocidas sea en la música techno, es hoy alguien que produce para un mercado mundial de acontecimientos y públicos con la ayuda de asistentes y gestores: es un empresario y un mediador, cuyo arte consiste más bien en la puesta en escena de una práctica artística que en las obras. Las bienales, las grandes exposiciones, los grandes conciertos y los festivales son la ocasión de esta puesta en escena. En el caso de que haya algo así como “obras”, éstas son masivas, realizadas industrialmente o colectivamente, y necesitan un sistema de producción tanto técnico como comercial y financiero. Por ejemplo, en el terreno de la escultura, las obras–performances de Chisto y Jeanne–Calude en sitios gigantescos, o las enormes esculturas de Richard Serra, son ejemplares respecto a esta nueva situación. Incluso teniendo en cuenta que Bernini, Rubens o Tintoretto tuvieron verdaderos centros de estudios y talleres de producción, los artistas contemporáneos han pasado a una escala incomparablemente superior.

3)El arte conoce la misma globalización que los demás sectores activos. Las bienales, trienales, documentas, los festivales, los encuentros, las exposiciones itinerantes, los seminarios y los simposios de artistas, son los lugares de encuentro y de cruce de objetos y artistas en un universo donde se confrontan constantemente lo local y lo global, y donde se encuentran culturas y tradiciones. Los grandes museos abren sucursales o antenas. Esto comenzó con la política de expansión y de deslocalización del museo Guggenheim en los años noventa, continua y se amplia con los proyectos de diáspora del Louvre, del Centro Pompidou o de la política de exposición “global” (global enlightenment) del Museo Británico. Los museos se han convertido en “marcas”, al igual que las producciones de la industria del lujo, y estas marcas obedecen a la lógica de la globalización. Esto significa también que existen tensiones sobre el mercado de las “materias primas culturales”, como lo hay para el mercado de los metales, del petróleo o de las divisas. Una de las consecuencias importantes, más allá de esta entrada en un mercado mundializado, es que la significación de las producciones artísticas baila entorno a estos encuentros y asociaciones, y que se vuelve, en gran parte, independiente de las intenciones de los autores: la recepción, con sus condiciones variables, define una significación también variable, y no al revés. Se ha pasado de un mundo en el que los significados se suponían estar determinados o al menos gestionados por los artistas, y en el que a los espectadores se les pedía un esfuerzo para descifrarlas, a un mundo en el que flotan en un alto grado de apropiaciones, desvíos, desubicaciones y reinscripciones.

4)Hay una producción industrial todavía más considerable en el dominio de las artes llamadas “menores” o “populares” y en el de la cultura en general: música popular, canción de autor, vestidos, diseño y entorno, moda, cine y televisión, videojuegos. Sea cual sea el juicio que pronunciemos sobre esta producción, ahí está y ya consiguió alterar el orden del arte. No sólo ha naufragado el sistema tradicional de las Bellas Artes, sino que también se han alterado las jerarquías entre las artes y su propio el interior. ¿Quién tiene prioridad hoy, el cine o la arquitectura?  ¿La pintura o la fotografía? ¿Un bailarín o un DJ? ¿La alta literatura o el best-seller bien fabricado? ¿La poesía elaborada o la canción popular? ¿El Bill Viola artista o el Hill Viola decorador en Tristán e Isolda? ¿La Nan Goldin artista o la Nan Goldin fotógrafa haciendo publicidad en la red ferroviaria de Francia?

5)Se ha desarrollado y se desarrolla una estetización general de la vida,  de los comportamientos. Aunque no sepamos cómo definir la belleza, sí sabemos que es un valor superior, tal vez incluso el valor por excelencia de nuestro tiempo. Así, tenemos que ser bellos en todos los ámbitos de la existencia: bellos en el cuerpo, bellos en la apariencia, bellos en la alimentación, bellos en los vestidos, en nuestros sentimientos y emociones (es decir, ser correctos política y moralmente) y debemos embellecer nuestro entorno. Si preguntamos a alguien que no pertenezca a la minoría utraminoritaria de los especialistas del arte: “¿Qué quiere decir estética?, no hablará de arte, sino de productos de belleza, de cocina, de maquillaje y de cirugía, que llevan también este nombre. De algún modo, el elemento estético se ha separado del arte para invadir la vida. El dandismo se ha convertido en una trivialidad democrática: la vida debe ser vivida, vista y juzgada estéticamente.

6)A la par de esta globalización, industrialización y estetización, se da una explosión del turismo y de la turistificación del mundo. El turismo no es sólo la primera industria del mundo: se trata también de una manera de estar en el mundo, de una actitud existencial que tiene mucho en común con la actitud estética: el desinterés, la búsqueda de la novedad y de lo distinto, de la frescura y de la liberación de la mirada, la apertura a nuevas experiencias y sensibilidades, por más que todo esto se traduce, finalmente, en visitas gregarias de monumentos restaurados, en la compra de souvenirs “auténticos” made in China y en el consumo industrial de la cultura.

Todas estas cuestiones definen una nueva situación que no tiene mucho que ver con la que vio nacer a la estética y la filosofía del arte los lindes entre el XVIII y el XIX. La recepción de las obras por parte del público se ha convertido en la difusión de las mismas entre públicos múltiples y segmentados, es decir, plurales. Las obras de arte han sido reemplazadas por máquinas de producir experiencias del arte, se trate de la máquina museo, de la máquina de los medios de difusión, de  la producción industrial de la belleza ambiental, o de la actividad de producción de artistas que son, a la vez, empresarios. En cuanto a los criterios de evaluación, estos prorrumpen y son emitidos según los diferentes “públicos” que, democráticamente, reclaman  su parte en el juicio de gusto. En resumen, la estética, que tuvo su anclaje en objetos e instituciones, en un cierto mundo del arte en el que había obras, críticas, aficionados, espacios bien limitados, una rareza organizada, procedimientos de admisión y de validación definidas, ha perdido más que su suelo firme: ha perdido su territorio.
La consecuencia es que importantes inflexiones deben ser aportadas al discurso estético y que ciertas cuestiones deben ser revisitadas.
Las inflexiones comportan tres puntos: la ontología de los dispositivos de producción, la naturaleza de la experiencia estética, los qualia estéticos. Las nuevas interrogaciones derivan en la poética y en la belleza.


Las inflexiones

Tal como anticipó Walter Benjamín y como lo explicitó Noël Carroll, quien ha sido puesto en relevancia en Francia por Roger Pouivet, de ahora en adelante habrá que tener en cuenta la masificación del arte y admitir, en consecuencia, correctivos importantes para la ontología del arte.
Los productos artísticos (prefiero esta expresión a la de “obra de arte de masas”, que todavía arrastra la antigua ontología de la unicidad) tienen que ser considerados desde instancias múltiples. Son indisociables de las máquinas y de los dispositivos de producción (se trate de medios de comunicación de masas o, en el caso de un tipo de caso particular aparentemente inscrito en el mundo de lo poco frecuente y de la autenticidad, los componentes de una instalación en un centro artístico). Son accesibles de manera inmediata a públicos indeterminados (con su “lanzamiento”, un cierto aire de moda se destina a todo el mundo). A diferencia de Carroll y de Pouivet, considero que no hace falta endurecer estas condiciones de definición ni continuar separando de manera estanca “artes de masas” y “artes de élite”: en las épocas romántica y moderna la distinción neta entre las dos todavía resultaba pertinente, puesto que, precisamente, se trataba  de la época de la estética de la distinción. Sin embargo, si en estas épocas la estética hubiera procedido, tal como sugerí antes, a partir de la música y de la ópera, de la literatura impresa o del arte decorativo y ornamental, no se hubiera valorado tanto la particularidad, la autenticidad, el contenido del sentido ni, finalmente, aquellos fetiches que son las obras de arte con su coronación como obras maestras.
En resumen, hay que llevar a término una transposición ontológica que haga de la unicidad un caso particular y un caso límite de las instancias múltiples y que insista por principio en la producción del arte y de sus condiciones contextuales.  
En lo que concierne a la experiencia estética, el reajuste a hacer es considerable y tendría que ver, si se produjera, con una revolución conceptual. Se trata, en efecto, de ver en la experiencia estética, antes que nada, una noción a elucidar y no un punto de partida evidente e incuestionable por sí mismo. Decir que se trata de una noción a elucidar tiene un sentido preciso: hay que proceder a investigaciones descriptivas, históricas y también transculturales, para establecer cuáles son las variedades de la experiencia estética según los objetos que producen la experiencia en cuestión: un animal bello para la vista, el paisaje, una persona joven, vieja o madura, un objeto o un espectáculo natural, vegetal o mineral, un objeto tecnológico, una obra de arte, una experiencia esencial de un tipo o de otro. De nuevo en estos casos, los materiales a nuestra disposición son innombrables: descripciones literarias, textos de crítica de arte, de filósofos, declaraciones de artistas; maneras de hablar populares y ordinarias, teniendo en cuenta la diversidad de las culturas, aunque sea sólo a dos de ellas: el lenguaje de la crítica de arte africana, estudiado por James Farris Thomson, o las sutiles conceptualizaciones de la experiencia estética en Japón, a través de conceptos como sabi (la belleza de lo antiguo), wabi (la belleza de la transcendencia y de la pureza), aware (la aprehensión empática de la belleza fugitiva de la naturaleza), yugen (la mezcla de la belleza corporal de la superficie y la belleza espiritual profunda), etc. Ya en el seno del siglo XIX europeo se pueden discernir elementos y componentes de la experiencia estética muy diferentes, según se lea atentamente a Baudelaire, a Gautier, a Kierkegaard, a Schelling, a Schopenhauer o a Huysmans. Uno se dará cuenta en este caso de que en la idea de experiencia estética converge una familia de experiencias a la vez parecidas y diferentes en ciertos aspectos. Por ejemplo, Baudelaire acerca esta experiencia a la del vino, de la droga, del perfume y del viaje, mientras que la línea romántica pura y dura la acerca a la experiencia religiosa y, a veces, a la experiencia sexual (Don Juan). Igualmente, la descripción plotiniana de la contemplación del uno se retoma fielmente en numerosas definiciones de la experiencia de la belleza. Añadiré que un respeto real de la diversidad que comporta la noción evitaría distinguir demasiado entre los efectos estéticos de las artes de élite y las artes de masas: la Muerte de Sandanapalos de Delacroix tiene tanto un valor erótico como un valor formal, mientras que la Madonna del parto de Piero Della Francesca tiene tanto un efecto tranquilizador –gracias a su recogimiento, como –tal como lo ha mostrado Michael Baxandall–, una incitación de las aptitudes más lúdicas del cálculo mental. Algunos cómics o algunas piezas de música de trance requieren paralelamente sentimientos mezclados y revueltos.
A la luz de este estudio de la experiencia estética, una tercera inflexión de la investigación estética debería afectar a los qualia estéticos.
Los filósofos de inspiración analítica han substituido el término cualidades segundas de la filosofía clásica por el de qualia. Habría que preguntarse qué son efectivamente los qualia estéticos, si se trata de simples qualia o se trata de un tipo particular de qualia, y, sobretodo, con qué se relacionan y a qué se refieren; en definitiva,  qué experiencias los suscitan y cómo lo hacen. Estas cualidades estéticas vividas pueden, efectivamente, relacionarse con objetos muy diversos e incluso pueden no relacionarse con ningún objeto, en tanto que es la totalidad de lo vivido lo que tiene un color estético. Desde esta perspectiva, sería interesante comprobar si no se puede reinterpretar en términos de qualia la distinción kantiana entre belleza adherente y belleza libre. Apunto esto de manera sólo programática.
Estas nuevas inflexiones ya cambiarían muy sensiblemente la estética, en tanto que servirían para ampliar su campo, reinterpretando ciertas nociones consagradas y poniendo fin a la más extraña de las cegueras, la de ubicar la experiencia estética en el centro de una disciplina que no se ocupa, sin embargo, de nada externo a ella misma.


Por un retorno de la filosofía del arte y de la filosofía de la belleza

Ahora habría que preguntarse si no hay que ir mucho más lejos suscitando de nuevo algunas de las cuestiones tradicionales de la filosofía del arte menos atenidas por la estética.
Ésta, preocupándose únicamente por el elemento de sensibilidad y de recepción, ha tenido tendencia a abandonar las interrogaciones de fondo sobre el arte, sobre las prácticas humanas en éste ámbito, sobre las funciones que cumplen, sobre las gestiones de producción, sean elitistas o populares, profesionales o de aficionado, pautadas o desviadas, individuales o colectivas. Hay varios dominios de investigación cruciales que deben ser revisitados, puesto que el arte no sólo tiene funciones estéticas.
Así, hay también funciones cognitivas, educativas, identitarias, extáticas, mágicas, políticas. Hay también un papel de medio de comunicación colectiva y de afirmación comunitaria.
El arte como producción, como poesía, como práctica, escapa también en gran medida a las constricciones de la problemática estética. Así, hoy en día, en numerosos países, hay grupos de artistas que defienden la exclusión del “todo estético” en provecho de disposiciones conceptuales, cognitivas, comunicativas, o en nombre de los valores de la “Poiética”, esto es, de la acción. Después de todo, una de las características más importantes del arte es que no sirve para nada y que no tiene una función evidente ni inmediata, y no está claro porqué deberíamos querer cueste lo que cueste conservar una función única que fuera la función estética. Ante la invasión de una estética difusa, ante la estatización generalizada de las sociedades contemporáneas, se pide optar por defender con lucidez un arte que no tenga nada que ver con la estética, que se burle del placer, de la recepción y de la sensiblidad, para reencontrar su simple naturaleza del hacer, valorándose en tanto que tal y por él mismo, esto es, valorando su naturaleza de actividad con finalidad pero sin fin.
Podemos interrogarnos sobre la significación estética del rap; es ciertamente interesante –y probablemente todavía lo sea más cuando es practicado por amateurs– en tanto que producción verbal con una función expresiva e identitario–reivindicativa. Podemos interrogarnos sobre la estética de la música techno como arte de masas, pero es más interesante tratar de comprender porqué hoy en día muchos artistas plásticos, conocidos o no conocidos, son también DJs que producen House music en medios profesionales o en círculos de amigos. Podemos interesarnos por la estética del best-seller pero es al menos tan interesante interrogarse sobre la proliferación de blogs y de puestas en escena de uno mismo en la red.
Hay otra cuestión que debería repensarse, la de la belleza.
Si una noción ha resultado frecuente en la filosofía desde que se ocupa del arte e incluso antes, es la de la belleza. Esta idea, por más oscura que sea, debe interesarnos al menos en referencia a tres aspectos.
Por una parte, concentra en torno a ella todo aquello de lo que el arte y la experiencia estética son portadores como promesa. Importa poco que la belleza sea tan difícil o incluso imposible de definir; a pesar de ello, está en el corazón de la experiencia del arte como un fin absoluto y, a la vez, inalcanzable.
Por más elaborado y variado que sea el vocabulario japonés de la experiencia estética, siempre se refiere a una experiencia de la belleza, sea en los rasgos de la edad (sabi), en los del espíritu (wabi), en los del sentimiento de la fragilidad de la naturaleza (aware) o en la relación entre lo más superficial y la interioridad (yugen). Podríamos realizar las mismas observaciones respecto a las categorías estéticas occidentales: lo bonito, lo sublime, lo excitante, lo deseable, lo feo e incluso lo horrible participan también de la belleza cuando los valoramos estéticamente. Es por ello que, si bien no conseguimos desembarazarnos de la belleza, tampoco nos podemos deshacernos de su carácter indefinible. 
La noción de belleza es interesante en segundo lugar porque, justamente, puede ser explicada de tantas y variadas maneras: por la proporción, el ritmo, la medida, la función, el bien, la moralidad, lo espiritual. Lo que al filósofo le parece engendrar una anfibología infernal es, de hecho, el corazón mismo de la noción y de su funcionamiento.
Finalmente, la belleza no tiene que ver sólo con el arte, sino también con la naturaleza y las especies naturales, con el cuerpo humano, con la virtud y con las buenas acciones: así, esta noción establece el puente entre el dominio estrictamente estético–artístico y el dominio del ser en general. Los filósofos y los teólogos de la época medieval se interrogaban por saber si lo Bello forma parte de los transcendentales o no; es muy posible que hoy en día esta cuestión mantenga su pertinencia.
Por esta cuestión, al igual que hoy nos hace falta captar la experiencia estética en su compleja variedad, del mismo modo debemos redescubrir todo lo que en el arte no revela la estética, al igual que debemos reconsiderar la cuestión de la belleza, en lo propio y lo figurado, tanto como cuestión metafísica como realidad en el corazón del arte.
Siempre se puede afirmar que el arte del siglo XX ya no fue un arte de la belleza; pero afirmaciones como ésta sólo son posibles si se excluye del mundo del arte la moda, el diseño, la fotografía y casi la totalidad del cine. Pues vaya “bella” victoria de la reflexión, si la ganó pagando el precio del empobrecimiento del campo del objeto…
En resumen, la estética no debe ser redimensionada drásticamente para tomar en cuenta el nuevo régimen del arte globalizado, industrializado, abandonado a los imperativos del turismo y del acontecimiento cultural. No sólo debe tomar en cuenta también una gamma extensa de fenómenos estéticos la mayoría de los cuales se están produciendo fuera del mundo del arte. A la vez, debe sumergirse en una filosofía del arte más ambiciosa, más ansiosa de producciones, de prácticas y de funciones, y, sobretodo, sobre el enigma de la belleza y de su devenir.
Estas proposiciones podrían ser acogidas como sugerencias de consolidación o de salvación de la estética o, al contrario, como la conclusión que se deriva de la constatación de su fin y de la necesidad de una renovación de la filosofía del arte. Lo esencial es que, tanto en un caso como en otro, entendamos que con el cambio de régimen del arte debemos cambiar también nuestros paradigmas de aprehensión.




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