domingo, 5 de enero de 2025

"CRONICA DE UN AMOR LOCO" EDUARDO ESCOBAR

 



Aquella tarde de junio de un sol tímido estaba invitado a las seis a un recital del poeta Álvaro Mutis en el Palacio de Nariño, en Bogotá. Y a un vino de honor después según rezaba la cartulina rectangular, amarillenta. Dejé descansar el trabajo a las tres; abandoné la oficina más temprano que de costumbre; a las cuatro me hallaba en mi apartamento, un pequeño piso de un verde de aceituna vieja a la sombra húmeda de Monserrate y me había colgado una corbata ancha, de seda, con arabescos, a la moda de entonces, que fue de mi padre, entonces recién muerto, me había puesto la percha, como solíamos decir en nuestra juventud, quiero decir, el vestido sombrío, de rayas, que uso siempre que debo mezclarme con Bretaña y había calzado mis mejores zapatos negros y peinado como mejor se pudo el alboroto perpetuo de la cabeza que me hizo objeto de burlas en la infancia remota, en el espejo de medio cuerpo enfermo de hongos. Antes de las cinco, me encaminaba muy orondo, con la invitación en el bolsillo, hacia el barrio sombrío donde queda la casa de los presidentes de Colombia, rodeada aquellos días, según me acuerdo, de jóvenes araucarias oscuras y rosas de Arabia que nunca florecieron. Como era temprano todavía al pasar por la avenida Jiménez y hacía un frío del demonio, decidí tomarme la libertad de un trago en La Romana mientras repicaban el cuarto en el campanario de la iglesia de San Francisco. Me acomodé al fondo. En un reservado en penumbras. Bajo una lámpara polvorienta de luz tísica. Pedí un brandy. Encendí un cigarrillo. Y me dispuse a dejar correr el tiempo.

Rocé la transparencia del licor con la punta de la lengua.

Dejé correr despacio entre las encías el recuerdo de la falsa madera, las tristes uvas, las enfáticas esencias, el fuego perfumado del alcohol. Un lujo imperfecto por ese precio. La lengua, que explora el mundo y presta estériles servicios sexuales, es fecunda en desorden y ruido. Me dije. y me sumergí de mala gana en el murmullo confuso de la charla de la clientela. Las volutas del humo del cigarrillo se amontonaban sobre mi cabeza empozadas en el hueco de la lámpara apagada como una aureola opaca. Y entonces entró. Y se hizo en el establecimiento un silencio religioso.

Tendría veinte años a lo sumo. La blancura de las hadas y de las hostias. De cejas anchas y oscuras sobre los ojos tranquilos, los labios eran carnosos como moras. La nariz pequeña y proporcionada. Y los cabellos oscuros del color de la pulpa del tamarindo.

Irradiaba una serenidad impecable. De milagro. y sin embargo era de este mundo, porque allí estaba, de este lado del umbral. El ambiente del restaurante de desempleados, lagartos de vocación, burócratas con cara de bostezo, intelectuales puros y secretarias hambrientas de saberes se apaciguó para admirar la maravilla. El resplandor de la aparecida. y yo aspiré el perfume yerbal de su mata de pelo suelto. De palmera frutecida, de corozos.

Sus ojos de miel y avellanas tostadas chisporrotearon en chispazos de oro que me devolvieron a un tiempo mítico y me trajeron recuerdos del paraíso perdido. De tiempos más felices que estos agrios que pasamos. Cuando me miró, como si distinguiera a un viejo amigo antiguo, sonrió, conmigo, no contigo o con aquel, quedé abrumado. Pero cuando caminó hacia mí, con decisión, si no flotó como una columna de humo por el restaurante con una vara de rosa en botón en la magnolia de la mano, mi razón trastabilló.

Trastornado, tuve una contracción en el hígado, como cuando a los seis años se asomaba a la sima donde se despeñaban las ovejas en la hacienda de los abuelos de mi madre. y sentí que mi corazón escapaba por el gaznate, es un decir, dando saltos de sapo como un loco feliz sobre los manteles, que me hubieran puesto en ridículo de no haberlo devuelto a su lugar con un sorbo del brandy.

Soy un hombre tímido cuando me cogen desprevenido, fuera de base. El timbre de su voz me disolvió. Ahora la asocio con el sonido de un laúd, con el reclamo del bulbul, con el rumor de la brisa en un huerto de viñas, berenjenas, nardos y tórtolas.

-¿Puedo sentarme con usted? Me dijo.
-Claro. Claro que sí, contesté, con fingida cordura.

No soy Nerón, Hitler, Atila, el Superhombre de Nietszche o Supermán. De un envión me coloqué entre pecho y espalda el dedo que restaba en la copa de brandy para curar el asombro y recuperar el piso de la realidad y el color del mundo. Mientras ella se sentaba a mi lado como un personaje en un sueño tranquilo, tan próxima que podía gozar el clima de la primavera de su cuerpo y disfruté del regalo de su hálito de manzanas.

Algunas sonrisas hablan de un carácter generoso, de un espíritu inocente, noble o apacible. Otras hacen el elogio público y callado de un dentista que conoce el oficio. La suya cantaba con granizos de gloria el Cantar de los Cantares con todo sus deleites y sus aromas.

-Usted va a pensar que estoy loca, empezó. Pero al entrar tuve la certeza de conocerlo hace tiempos. y me gustaría charlar con usted. Un momento.

Así dijo. Poniendo entre nosotros el botón de rosa.

Yo dije, sobreponiéndome al desconcierto, haciendo de tripas corazón:

-Sí. Es posible que nos hayamos visto antes… y
Y luego pregunté, lógico como un tonto:
-¿Y, dónde crees tú que nos presentaron?

Ella, con el entusiasmo de las noches estrelladas del Sahara que la hizo creíble, aclaró, seria y convincente:

-Fue hace muchos años. Y añadió. Muchos. Y después de una pausa agregó con la seriedad del mundo:
-Fuimos amantes. En Arabia.

-No es posible, me defendí. Quizás estaba loca de veras. Y embarazada para acabar.
-No puede ser. ..Porque yo nunca estuve en Arabia y porque…

Ella me calló, poniendo la punta de su mano en mis labios lívidos.

-Fue en otra encarnación. Reveló. Quise sonreír, por condescendencia. Aunque, sin comprender cómo, me descubrí repitiendo para mis adentros, mientras miraba a la insensata, estas palabras:

Las pecas de tus mejillas.
Como las estrellas al medio día.

Ella rompió a hablar atropellando las palabras. Me contó quién era. Lo que pensaba de la vida y de la ilusión del mundo, de las artimañas del olvido y la nostalgia, de la felicidad, la gloria, las corazonadas, y agregó a sus filosofías mil pormenores comunes a todas las muchachas de su edad: había estudiado teatro pero la había cansado, hacía fotografía, de niños, por afición, había tenido un novio celoso que la maltrataba, había perdido un perrito afgano de orejas tristes en Cartagena y su padre vivía y ya no fumaba y amaba a su madre aunque era una mujer rígida y tosca y estaba orgullosa de sus hermanos.

Sus palabras tenían sinceridad e inocencia. Eran claras yo naturales. Pronto me envolvieron en el hechizo. No eran tan solo lucubraciones, mentiras del deseo de una estudiante de veinte años que se atiborraba de libros esotéricos. Ni siquiera cuando se refirió aun sentimiento vetusto y plácido que nos ligaba, según ella, a esa existencia hipotética y dichosa que habíamos gastado juntos, un siglo remoto, y en la cual yo formaba para ella la mejor parte, como dijo, y ella fue para mí la niña de mis ojos. Pero cuando me recordó unos versos que yo le había dedicado en esa encarnación distante, los mismos que yo me seguía repitiendo en mi interior, las pecas de tus mejillas, como las estrellas al medio día, empecé a desconfiar de la aparición. y de mí mismo. y me sentí absurdo. E irreal.

Al cabo de un silencio largo que no me atreví amancillar, tampoco sabía qué decir, acarició pensativa el botón de rosa, le arrancó un pétalo, se lo comió, me miró a los ojos y me declaró su amor.

-Te amo. Desde el primer día del mundo

Yo abrí la boca, consternado. Perplejo y vacío. Y absorto. Su sonrisa: deseable, saludable, increíble. Sus dientes: manada de corderos entre los arreboles. Su frente: la claridad de la mañana

-Te amo. Repetía. Inclinando su cuerpo sobre mí de modo que el escote del vestido de algodón con estampados de tulipanes y cabezas de cotorras me permitió contemplar los dos tesoros iguales de sus pechos, sus pezones tensos con puntas de fresa.

Yo también te amé.

Qué más podía hacer. Si estaba confundido, feliz y halagado. Ella estaba flechada. Era evidente.

El mundo es más misterioso de lo que pensamos. Todo es posible. Pensé, a medias entregado al embrujo. Pero me pareció que el tropel del universo y el afán de los transeúntes y las estrellas del cielo afuera y adentro los habituales de la Romana, los comensales y las flores de plástico en los solitarios, hacían una pausa de solemnidad en sus difusas actividades mecánicas, espirituales y biológicas para contemplar el portento de nuestro amor intemporal. El lugar quedó transformado para mí en un jardín de reverencias, en una muda aprobación ante el prodigio de nuestro afecto. Hasta el hombre de la caja registradora que había cesado de estirarse las pestañas y las mes eras en fila como gansas con sus cofias ante el oscuro mostrador de cedro repleto de vasos relucientes y los vasos relucientes, se precipitaron detrás de mí en un estado de gracia muy parecido a la estupidez y el vértigo.

Olvidé en el bienestar que estaba casado. Que peinaba canas, debía doblarla en edad. Que tenía hijos pequeños que me querían y necesitaban. la experiencia de aquella juventud ignota que me revelaba con palabras lentas, sencillas y pronunciadas, me devolvió de golpe a otros huesos. A un tiempo feliz, a otra sangre. Volví a ser de un modo enigmático, pero no irreal, el adolescente despreocupado y suertudo en quien ella me transfiguraba. Y recuperé por un momento la fe perdida en el enredo culebrero de este mundo de querellas y quebrantos y la esperanza de ser redimido de mi nada por la fuerza del amor.

Siempre creí que la vida humana no es tan solo fiera urdimbre económica, muchedumbre e historia, que guarda su truco magnético. Que existen zonas encantadas de la realidad, intersecciones mágicas del tiempoespacio. Pensé con incierto dolor en la cara que pondría mi mujer, en mis hijos abandonados por correr detrás del amor ideal que todos andamos buscando desde que nos expulsaron del éxtasis del útero. Pero contra la tristeza sin fondo que me produjo la inminente renuncia a mis deberes palpables, a todo aquello de la cual había sido responsable hasta entonces, me descubrí revisando en mis adentros memorias de lecturas sobre la metempsicosis, la transmigración de las almas y el eterno retorno de los seres y cosas y me parecieron diáfanas. No meras hipótesis de un deseo vanidoso de eternidad.

Recordé, en la embriaguez del juego, la fascinación que siempre suscitó en mí el desierto desconocido. Callé, para evitarle el olor acre del aserrín del espectáculo miserable de la tierra, la simpatía que despiertan en mí los camellos mustios de los circos. y me reconfirmé en mi admiración devota por la mística de los monjes su fíes, la poesía de Ibn Arabi, Fuzuli, Attar y Hafiz.

Y comencé a darme cuenta con todo el ser de que mi gusto por los zejeles, las qasidas, las jarchas y la resonancia del tanbur, las tersuras vegetales de la flauta ney, los gemidos de los imanes en los minaretes al crepúsculo y la gracia de las mezquitas, no eran simples adhesiones estéticas y caprichos intelectuales de vana erudición sin espíritu, si no indicios, improntas moleculares de aquellos días que había olvidado, aunque no andaban extraviados del todo, puesto que ella los guardaba en su nítido recuerdo. Aquellos días ardientes por cuyos yerros incógnitos y abominables debieron condenarme a la blasfemia de reencarnar en Colombia. Cuando fui su amante rendido, dueño de caravanas con mi suegro, su padre, en un oasis con siete pozos de agua fresca y susurros de datileras y poblado de tiendas festivas y rebuznantes asnos y dromedarios soñolientos.

Un beso de almíbar me arrancó de mis divagaciones literarias de mis vuelos imaginativos, de mi ensueño mahometano. Me cayó como si me golpearan la cabeza con los dos tomos de Las Mil y Una Noches.

Tus besos
mejores que el ácido acetilsalicílico
y la caridad del opio
contra el dolor de existir
para perderte.
Recité para mí.

Mis problemas actuales, pasados, futuros, las penas en proyecto, las angustias cansadas, las olvidadas, los propósitos incubados, los remordimientos espinosos de lo no cumplido, todo, formas, vacíos, omisiones, carencias, vicios, ciencias y artes, se desvanecieron en el aire como una niebla. Lo demás fue no saber. La plenitud de no pensar. La gloria del sentir. Hablamos de mil cosas. De mí, de ella, del futuro que nos esperaba. De las personas que conocíamos. De los libros que más nos habían gustado. Ella había leído el Calila y Dimna. Y estaba bien ilustrada sobre las virtudes de la alheña. Sus palabras favoritas eran aljibe, almohada, alhelí, bulbul, carajo, zalema y zoco. Me mostró una baraja de fotografías de familia que sacó de una carterita labrada con unicornios y palmas. Sus seis hermanos apoyados en sus bicicletas de turismo, su padre fumando una pipa cuando aún fumaba acaricia un perrito de largas orejas y ojos premonitorios, la tía que más quería en un parque en Washington con un sombrero de paja de verano, su madre, una mujer de rostro ríspido y bigote de galán en el corredor de su casa y un aspecto de El Cairo , recortado de una revista, adonde quería que fuéramos, y el recorte de un poema dedicado a la felicidad de la unión divina por un poeta arcaico de El Líbano, cuyo nombre pronunció con un dejo y haciendo resonar las jotas con cierta afectación que le lucía. Pedimos un brandy tras otro. Bebimos.

Brindamos, haciendo retiñir las copas como si fueran celestas. y cuando el sol empezó a caer como un coágulo sobre la avenida Jiménez decidimos dar un paseo por la tarde púrpura apunto de apagarse.

A estas alturas del arrebato yo había dejado de acordarme de que el poeta Álvaro Nariño ofrecía un recital de sus poemas en el palacio Antonio Mutis. Ignoraba por completo en el delirio cómo se llamaba el presidente de Colombia. Que Colombia es una farsa doliente. Mi patria había dejado de ser este purgatorio de penas en vinagre, un desorden frenético, la herida enconada que siempre fue, si no un colchón de nubes, un lugar muy alto, muy dulce, muy puro y muy claro y muy rico. La torre cerrada de marfil donde un hombre contempla sin cansarse los ojos ambarinos de su novia y ve en ellos la tierra prometida, el reino de los cielos, la cuarta dimensión. Puse sobre la mesa una propina faraónica con ademán olímpico.

Nada me faltaba. Habría bailado desnudo en el atrio de la iglesia de San Francisco como San Francisco ante Santa Clara. Si el estentóreo, odioso llamado de otra realidad de la peor clase no hubiera irrumpido como una res rabiosa en el adagio de un cuarteto de cuerdas, desbaratando el embrujo.

-Claudia, Claudia, carajo. Gritaron sobre nosotros.

Mi pobre amada alzó los ojos. Tembló como una azucena asustada. Palidecieron sus mejillas que el alcohol y la pasión habían encendido. Al volverme, vi un muchacho desesperado y robusto, que elevaba las mangas de una camisa amarilla y repetía

-Carajo, Claudia. Maldita sea.

Era su hermano, según me enteré enseguida. Lo acompañaban dos individuos con caras de energúmenos y batas de enfermero.

Ella me regaló la ternura de una última mirada, un resto de sonrisa con un rescoldo de horror. Corrió a la puerta. Pero allí la esperaba un cazador de gacelas de aspecto siquiátrico, con una jeringa que desmontó mis principados árabes en mi enamorada en una sucia ataraxia, supongo, porque ella se desmayó en sus brazos profesionales como una hoja.

Mientras se la llevaron cargada como una muerta, su hermano trató de explicarse. Se disculpó, angustiado, con vergüenza y dolor evidentes. Desde el borde de una lágrima fraternal que se resistía a brotar en su ojo izquierdo, tartamudeó, mientras mecía la cabeza sobre sus hombros:

-Perdone, señor… Mi pobre hermana… Está loca… Obsesionada con un poeta que dice haber conocido en una encarnación pasada… en Bagdad… Mi pobre hermanita… Ayer escapó del hospital..

Yo farfullé, sin saber lo que decía

-Pero… tal vez yo soy… tal vez… yo sea…joven… ese poeta que ella busca por este mundo sin pies ni cabeza.

El muchacho me miró a mí de la cabeza a los pies. Contempló mi corbata de seda con desprecio, las solapas de un vestido decente, mis relucientes zapatos negros, como barcas, como si yo jamás hubiera sido un año, un día, un instante, un príncipe musulmán, si no un escarabajo en un cuento tétrico de Kafka y se marchó a trancos por donde había venido con un gruñido de fastidio y un portazo en la puerta de vaivén.

Al salir de La Romana, la estela gris del exhosto de la ambulancia destartalada donde transportaban mi flor (sometida a la razón por la fuerza de la química bruta y el prejuicio rastrero), aún ahumaba la tarde sucia. Un nubarrón violeta acababa de tragarse de un bocado el último vestigio de un sol de moho.

La luna de junio se levantaba con esfuerzo sobre las azoteas bogotanas. Advertí que llevaba en la mano el botón de rosa que ella había olvidado sobre la mesa. Era una rosa sin olor. Recordé que había olvidado preguntarle su nombre. Y lo experimenté como una omisión irreparable, como una pérdida, como una pobreza a la que jamás lograría sobreponerme. Mi alma nunca se acostumbró a las decepciones, ni jamás se sintió tan abandonada, sola y ridícula. Camino del palacio de Nariño, sobre el basurero de pesadilla de la carrera séptima: mariposas muertas, polvo molido, gargajos aplastados, pellejos de ciruelas, empaques de galletas, periódicos arrugados que el viento arrastraba como pájaros bobos, cavilaba. Tal vez no estaba loca. Tal vez no eran solo fantasías. Yo había sido una vez su príncipe azul. Y ella mi pasión, mi aire, mi fiesta, mi privilegio.

Todo cabe. Lo demás es la envidia que no soporta la música de los otros. Los escrúpulos del sistema métrico decimal. La rutina espantosa de los notarios. y las putas ideas fijas de los siquiatras que han dejado de creer en milagros para desgracia nuestra. Pensé.

Detrás de mí repicaron las seis en la torre de San Francisco.

Y empezaron a encenderse los avisos luminosos en las fachadas como todas las tardes.