jueves, 13 de septiembre de 2018

El jardín de los mundos que se ramifican: Borges y la mecánica cuántica





Alberto Rojo
University of Michigan


Entrada al laberinto
El 9 de julio de 1985, de pura casualidad, crucé unas palabras con Borges. Recuerdo la fecha porque era el día después de mi casamiento y antes de partir para la luna de miel, mi mujer y yo habíamos ido a saludar a mis padres que se alojaban en el hotel Dorá, en la calle Maipú al novecientos. Mi madre me tomó del brazo y me acercó al comedor. Las mesas estaban vacías, salvo una, y ahí estaba Borges, sentado junto a una mujer, que posiblemente fuera Estela Canto, con quien hablaba por momentos en inglés y por momentos en castellano. Diría que me sentí en frente de un personaje ficticio y, paralizado por la fascinación de comprobar que su figura se correspondía con las imágenes de la publicidad, lo examiné como se mira a las estatuas, que no pueden devolvernos la mirada. Llevaba un traje oscuro, una corbata prolija, y en su plato había un austero montículo de arroz blanco. Mi padre me convenció de que fuéramos a charlar con él. Esperamos que terminase de almorzar y cuando el mozo, que lo trataba de "maestro", le trajo una taza con un saquito de té, nos acercamos a su mesa. Mi padre inició el diálogo y Borges, que se mostró encantado con la idea de conversar, nos regaló algunas fábulas de su erudición. Habló de Dios, del minotauro, y criticó duramente a Ortega y Gasset ("lo conocí en su visita a Argentina y me pareció cero").
Mi única intervención fue comentarle que algunos textos de física hacían referencias a su obra. Por entonces yo finalizaba mi licenciatura en el Instituto Balseiro, y en esa ocasión aludí a las citas a "La lotería en Babilonia", donde Borges reflexiona sobre el azar y el determinismo. Borges me habló de su ignorancia en materia de física con una respuesta desconcertante que yo habría de citar hasta el cansancio en conversaciones informales con colegas. Una anécdota personal con Borges es una gran excusa para la vanidad; todo el mundo percibe que su fama es un universo en constante expansión por ejemplo, la biblioteca de la Universidad de Michigan tiene más de quinientos libros sobre él, pero pocos saben que era un hombre accesible que hablaba igual con un notable como con un desconocido.
Desde ese día me he encontrado con varias citas de Borges en textos científicos y de divulgación científica: menciones a "La biblioteca de Babel" para ilustrar las paradojas de los conjuntos infinitos (1) y la geometría fractal (2), referencias a la taxonomía fantástica del doctor Franz Kuhn, en "El idioma analítico de John Wilkins" (un favorito de neurocientíficos y lingüistas) (3), invocaciones a "Funes el memorioso" para presentar sistemas de numeración (4), y hace poco me sorprendió una cita de "El libro de arena" en un artículo sobre la segregación de mezclas granulares.(5)
En todos estos casos se trata de ejemplos metafóricos que dan brillo a la prosa opaca de las explicaciones técnicas. Sin embargo, una notable excepción la constituye "El Jardín de senderos que se bifurcan", donde Borges propone sin saberlo (no podría haberlo sabido) una solución a un problema de la física cuántica todavía no resuelto. "El jardín", publicado en 1941, se anticipa de manera prácticamente literal a la tesis doctoral de Hugh Everett III publicada en 1957 con el título Relative State Formulation of Quantum Mechanics (6), y que Bryce DeWitt habría de popularizar como "La interpretación de los muchos mundos de la mecánica cuántica" (The Many-Worlds interpretation of Quantum Mechanics). La curiosa correspondencia entre un cuento y un trabajo de física es el objeto del presente artículo.

Los senderos cuánticos
Las leyes de la mecánica cuántica describen el comportamiento del mundo microscópico; un mundo en el que los objetos son tan livianos que la presión de un rayo de luz, por tenue que sea, puede ocasionar desplazamientos bruscos. Esos objetos -átomos y moléculas invisibles al ojo humano- se mueven e interactúan unos con otros de una manera cualitativamente distinta de como lo hacen las pelotas de tenis, los automóviles, los planetas y el resto de la fauna del mundo visible. Veamos cómo.
Tanto en la descripción del mundo microscópico como en la del macroscópico es útil hablar del estado de un objeto. Un estado posible de una pelota de tenis es: en reposo al lado de la red. Otro estado posible es: a un metro del suelo y moviéndose hacia arriba a una velocidad de un metro por segundo. En este lenguaje, especificar el estado de la pelota de tenis en un momento dado es entonces indicar su posición y su velocidad en ese momento. Las leyes de la mecánica clásica, enunciadas por Isaac Newton, permiten predecir dado el estado de la pelota de tenis en un instante inicial el estado de la pelota de tenis en todo instante posterior. La secuencia de estados no es nada más que la trayectoria de la pelota de tenis. En mecánica cuántica esta descripción no funciona. Los átomos y otras partículas microscópicas no admiten una descripción en la que indicar el estado de la partícula en un momento dado se corresponda con indicar la velocidad y la posición: en mecánica cuántica, especificar el estado de una partícula en un momento dado es indicar una cierta función que contiene la probabilidad de que la partícula esté en un cierto lugar con una cierta velocidad. Las leyes de la mecánica cuántica, enunciadas en este caso por Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg, permiten calcular los cambios temporales de esa función de probabilidad (o en términos más técnicos, de la función de onda). Los cambios de estado no son cambios de posición sino cambios de la función de onda. Nos encontramos así con una de las revoluciones conceptuales de la mecánica cuántica: la pérdida de la idea de trayectoria en favor de una descripción en términos de las probabilidades de las trayectorias.
Pero la historia no termina ahí. Al fin y al cabo, a menudo en nuestro mundo cotidiano nos enfrentamos a situaciones en las que el azar juega un papel crucial y cuya descripción requiere un lenguaje probabilístico. Con el objeto de comparar dos visiones probabilísticas la clásica y la cuántica consideremos el más simple de los experimentos aleatorios del mundo macroscópico: Alicia tira al aire una moneda y la retiene en su mano cerrada. María debe predecir si la moneda que Alicia oculta en su mano cayó cara o cruz. Desde el punto de vista de María, el estado de la moneda (olvidémonos por el momento de su velocidad) podría describirse por una función de probabilidad (clásica) que indica que cada estado posible ,cara o cruz, tiene una probabilidad del cincuenta por ciento. Si bien María tendrá que esperar que Alicia abra la mano para saber si la moneda cayó cara o cruz, es "obvio" que la moneda cayó en una, y sólo una, de las dos posibilidades y que la descripción probabilística en este caso cuantifica la ignorancia que tiene María del estado ,o de la posició, de la moneda. Cuando Alicia abre la mano, María comprueba que la moneda cayó, digamos, cruz. Por un lado podemos hablar también del cambio de estado de la memoria de María, que pasó de ignorar cómo cayó la moneda, a saber que cayó cruz. Por otro lado, en el proceso de observación, el estado de la moneda no cambió: la moneda había caído cruz y la observación lo único que hizo fue develar un resultado que existía de antemano. Comparemos este experimento con su equivalente microscópico. Si bien no existen monedas microscópicas, existen sistemas (átomos) que pueden estar en alguno de dos estados mutuamente excluyentes. El lector experto reconocerá que estoy hablando del "espín" de un átomo, que puede tomar dos valores: "arriba" y "abajo". Digamos que tenemos un átomo en una "caja" cerrada (que juega el papel de la mano de Alicia) y que sabemos que la función de onda del átomo corresponde un cincuenta por ciento para arriba y un cincuenta por ciento para abajo. En analogía con la moneda de Alicia, si abrimos la caja veremos el átomo en una de las dos posibilidades y si repetimos muchas veces el experimento preparando el átomo en el mismo estado inicial, comprobaremos que aproximadamente la mitad de las veces el espín está para arriba y casi la mitad de las veces para abajo. Hasta aquí las dos visiones probabilísticas coinciden. Sin embargo, la mecánca cuántica admite la posibilidad de que el átomo esté en una superposición de estados antes de ser observado y en un estado definido después de ser observado. Digamos que María tiene ahora un detector capaz de abrir la caja y observar el espín del átomo. Después del proceso de medición no sólo cambia la memoria de María sino que también cambia el estado del átomo. La diferencia crucial estriba en que antes de que María lo observe el átomo está en una superposición de los dos estados; y no tiene sentido decir que está o para arriba o para abajo, porque el átomo está simultáneamente en los dos estados. Esta peculiar característica, que no tiene cabida en nuestra intuición, nos pone en frente de otra de las revoluciones conceptuales de la mecánica cuántica: la pérdida de la existencia de una realidad objetiva en favor de varias realidades que existen simultáneamente. Para Niels Bohr, cuya visión conocemos como la interpretación de Copenhague y que representa la ortodoxia dominante, las entidades microsópicas difieren de las macrosópicas en su status ontológico; y el problema filosófico se termina ahí. En otras palabras, sólo tiene sentido hablar del estado de una partícula microscópica una vez que ésta ha interactuado con un aparato (macroscópico) de medición. Pero entonces la dificultad se agrava, porque la teoría cuántica pretende ser una teoría del mundo completa y unificada; y si contiene elementos alarmantes que desafían la intuición en un nivel microscópico, no existe una manera de prevenir que estos efectos propaguen su infección al mundo macroscópico.
La pregunta central, que resume el problema de la medición, todavía hoy sin resolver, puede ser formulada en el contexto de nuestro ejemplo de la siguiente manera:
Si tanto María como el átomo están sometidos a las leyes cuánticas; y si el átomo está en una superposición de estados antes de la medición y en uno bien definido después de la medición, ¿cuál es el mecanismo por el cual el átomo "elige" un estado y no otro? El consenso generalizado es que la solución de este dilema excede a la mecánica cuántica (7), desborda una de las teorías de la física con mayor poder explicativo y de predicción.
La única "solución" a la paradoja estaría en la teoría de Everett que, si bien propone una salida coherente, es demasiado rebuscada para el gusto de algunos físicos que la acusan de "placebo verbal" (8), "extravagante" (9) y de acarrear "demasiado equipaje metafísico" (10). Llegamos a la encrucijada central del laberinto: o aceptamos que la mecánica cuántica es incompleta o aceptamos la resistida teoría de los mundos paralelos de Everett y DeWitt, en cuyo caso el mundo sería precisamente el laberinto de Ts'ui Pên, que:
creía en una serie de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos (Obras Completas, I: 479).

Las bifurcaciones de Ts'ui Pên y las ramificaciones de Hugh Everett III.
En el prólogo de Ficciones Borges nos advierte que "El jardín de senderos que se bifurcan" es una pieza policial. Yu Tsun, espía y protagonista de la historia, debe transmitir el nombre de una ciudad a los oficiales alemanes. Acosado por el implacable capitán Richard Madden, decide comunicar su mensaje matando al sabio sinólogo Stephen Albert, porque su apellido es igual al nombre de la ciudad que los alemanes tienen que atacar. Así, cuando los diarios británicos publicasen la noticia del asesinato de Albert en manos de un desconocido, los alemanes recibirían el mensaje. Yu Tsun encuentra la dirección de la casa de Albert en la guía telefónica y, una vez allí, por obra de una fortuita coincidencia borgeana, Albert reconoce a Yu Tsun como el bisnieto de Ts'ui Pên, un astrólogo chino que ha escrito un libro extraordinario: El Jardín de Senderos que se Bifurcan. Ts'ui Pên se había propuesto dos tareas inconcebibles: construir un laberinto infinitamente complejo y escribir una novela interminable. Después de su muerte se pensó que había fracasado por cuanto la existencia del laberinto no estaba clara y la novela no sólo estaba incompleta sino que resultaba absurda e incoherente (por ejemplo, algunos personajes morían y reaparecían en capítulos posteriores). Para sorpresa de Yu Tsun, Albert le revela que ha descubierto el secreto de la enigmática novela: el libro es el laberinto, y el laberinto no es espacial sino temporal. El jardín es la imagen del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên, y si aceptamos la hipótesis de Everett, el mundo es un jardín de senderos que se bifurcan.
Volvamos al experimento de María y el átomo. Según la teoría de los muchos mundos, en el momento en el que María toma consciencia de que el átomo está en un estado definido, el universo se divide en dos copias casi idénticas: en una de ellas el espín apunta hacia arriba, en la otra el espín apunta hacia abajo. En cada medición cuántica el universo se ramifica, con una componente por cada resultado posible del experimento. En uno de los universos la memoria de María se corresponde con el espín para arriba; en el otro, con el espín para abajo. La secuencia de las configuraciones de la memoria de María, o la "trayectoria" de las memorias es diferente en cada uno de los universos.
Los dos autores presentan la idea central de maneras llamativamente parecidas. En la sección 5 del artículo original, Everett dice (la traducción es mía):
La "trayectoria" de las configuraciones de la memoria de un observador que realiza una serie de mediciones no es una secuencia lineal de configuraciones de la memoria sino un árbol ramificándose (a branching tree), con todos los resultados posibles que existen simultáneamente (321).
Y en "El Jardín", Borges dice:
En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta "simultáneamente" por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan (Obras Completas, I: 477).
Ahora bien, ¿dónde están todos estos universos? Una respuesta es que pueden estar "aquí", donde está "nuestro" universo. Según la teoría estos universos no interactúan, de manera que no hay razón para excluir la posibilidad de que estén ocupando el mismo espacio. Otra respuesta es que los universos estén "apilados" en una dimensión adicional de la que nada sabemos (11). Esta posibilidad debe distinguirse de las "infinitas dimensiones de tiempo" de las que habla Borges en su ensayo sobre J. W. Dunne, en Otras Inquisiciones. Según Dunne (12), cuyos escritos son acaso la inspiración de la idea de que el tiempo se bifurca, esas dimensiones son espaciales e incluso llega a hablar de un tiempo perpendicular a otro. Esa "geometrización" no tiene cabida en la teoría de los muchos mundos, y es por cierto distinta del tiempo ramificado de Ts'ui Pên.
Borges parece ser entonces el primero en formular esta alternativa al tiempo lineal. La otra posibilidad, la de un tiempo cíclico, tiene numerosos antecedentes en culturas arcaicas (13) y en literaturas a las que Borges hace detallada referencia en varios escritos. Con los tiempos múltiples la historia es diferente: "Hume ha negado la existencia de un espacio absoluto, en la que tiene lugar cada cosa; yo, la de un solo tiempo, en la que se eslabonan todos los hechos. Negar la coexistencia no es menos arduo que negar la sucesión(14) (las cursivas son mías) (Otras Inquisiciones, 202).
Mientras compilaba el material para este ensayo le pregunté a Bryce DeWitt, que ahora está en la Universidad de Texas en Austin, si él tenía conocimiento de "El Jardín de senderos que se bifurcan" al escribir el artículo de 1971 donde acuña el término "muchos mundos". Me contestó que no, que se enteró del cuento un año después por medio de Lane Hughston, un físico de la Universidad de Oxford. En efecto, en una recopilación de artículos editada por DeWitt y publicada en 1972, donde se incluye una versión ampliada del trabajo original de Everett aparece un epígrafe en el que se cita a "El Jardín".
Finalmente, ¿qué nos enseña este asombroso paralelismo? Al fin y al cabo las coincidencias existen y a veces inducen a confundir correlación con causa y efecto, o similitud con representación (15). En mi opinión, el parecido entre los dos textos nos muestra de qué manera extraordinaria la mente de Borges estaba inmersa en el entramado cultural del siglo veinte, en esa complejísima red cuyos secretos componentes se ramifican más allá de los límites clasificatorios de cada disciplina. La estructura de ficción razonada de los cuentos de Borges, que a veces parecen teoremas con hipótesis fantásticas, es capaz de destilar ideas en proceso de gestación que antes de convertirse en teorías hacen escala en la literatura. Y así como las ideas de Everett y DeWitt pueden leerse como ciencia ficción; en "El Jardín de los senderos que se bifurcan", la ficción puede leerse como ciencia.
Si en aquella mañana de julio me desconcertó la respuesta de Borges, hoy la entiendo como una metáfora reveladora de lo que puede saberse sin saber que se sabe. Recuerdo que dijo:
¡No me diga! Fijesé qué curioso, porque lo único que yo sé de física viene de mi padre, que me enseñó cómo funcionaba el barómetro.
Lo dijo con una modestia casi oriental, moviendo las manos como si tratara de dibujar ese aparato en el aire. Y luego agregó:
¡Qué imaginativos son los físicos!

Notas
  1. Ver por ejemplo R. Rucker, Infinity and the mind (Boston: Birkhäuser, 1982).
  2. F. Merrell, Unthinking Thinking, Jorge Luis Borges. Mathematics, and the New Physics (West Lafayette: Purdue University Press 1991).
  3. S. Pinker, How the Mind Works (New York. W. W. Norton, 1997).
  4. Philip Morrison, "The Physics of Binary Numbers", Scientific AmericanFebrero de 1996: 130.
  5. H. A. Makse y otros, "Dynamics of granular stratification" Physical Review E. Vol. 58 (1998): 3357.
  6. H. Everett III, Reviews of Modern Physics Vol. 29 (1957): 454.
  7. Por el contrario, en el experimento clásico de Alicia y María, las leyes de Newton son capaces de predecir la trayectoria de la moneda desde el momento en que ésta sale de la mano de Alicia hasta el momento en que cae: si bien es un problema muy difícil, si supiéramos con absoluta precisión (sobre la que la mecánica newtoniana no impone restricciones) el ángulo y la velocidad con que sale, y las posiciones y velocidades de las moléculas de aire que chocarán con la moneda, podríamos en principio predecir si la moneda caerá cara o cruz.
  8. A. J. Leggett, The Problems of Physics (Oxford: Oxford University Press, 1987) 172.
  9. J. S. Bell. Speakable and unspeakable in quantum mechanics. (Cambridge: Cambridge Universituy Press, 1987) 133.
  10. Ver por ejemplo A. Rae, "Chapter 5", Quantum physics, illusion or reality? (Cambridge: Cambridge University Press 1986).
  11. J. W. Dunne, An experiment with time (New York: The MacMillan Company, 1949).
  12. B. C. Sproul, "Sacred Time", The Encyclopedia of Religion. Mircea Eliade, ed. (New York: MacMillan, 1987). Ver también M. Eliade, El mito del eterno retorno (Buenos Aires: Emecé, 1952) 34.
  13. J. L. B. "Nueva Refutación del tiempo", Otras Inquisiciones (Buenos Aires: Sur, 1952) 202.
  14. B. S. DeWitt y N. Graham, The Many-Worlds Interpretation of Quantum Mechanics (New Yersey: Princeton University Press, 1973).
  15. F. Capra en su famoso libro The Tao of Physics (Boulder: Shambhala, 1975) cae a mi juicio en esa trampa al sacar conclusiones a partir de ciertos "paralelos" entre la física moderna y antiguos misticismos.

Tomado de:
DIALNET
https://dialnet.unirioja.es/








Tomás Pontón, Rogelio La teoría del multiverso y la prueba ontológica de Dios
Nota critica introductoria.
http://www.redalyc.org/pdf/877/87701601.pdf

Cecil Taylor, de César Aira


   Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, muy inciertas, cruza las últimas calles una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo. Despeinada, ojerosa, el frío de la hora transfigura su borrachera en una estúpida lucidez, un ajado apartamiento del mundo. No ha salido de su barrio habitual, por lo que no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podría estar retrocediendo; cualquier distracción podría disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que salen a esa hora (o los que no tienen de dónde salir) la conocen y por lo tanto no miran sus zapatos altísimos, violeta, su falda estrecha con su largo tajo, ni los ojos que de cualquier modo no mirarían otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un número cualquiera de calle, con casas viejas. Después vienen dos cuadras de construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones; comercios, vagos condominios de los que se desploma una escalera de incendios, una cornisa sucia. Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha formado un grupo de trasnochados; una media docena de hombres reunidos en la mitad de este callejón miran una vidriera. Siente curiosidad por estas turbias estatuas. Nada se mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. A ella no le quedan cigarrillos. Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del cual sostenerse, su paso se vuelve algo más liviano, más suspendido. Cuando llega, los hombres tampoco la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata. Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y en ellas cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la caza ha llegado a su fin, y la víctima no tiene escape. El gato tensa con sublime parsimonia todos sus nervios. Los espectadores se han vuelto seres de piedra, ya no estatuas: planetas, el frío mismo del universo... La prostituta golpea la vidriera con la cartera, el gato se distrae una fracción de segundo y eso le basta a la rata para escaparse. Los hombres despiertan de la contemplación, miran con disgusto a la negra cómplice, un borracho la escupe, dos la siguen... antes de que termine de desvanecerse la oscuridad tiene lugar algún hecho de violencia.

Después de un cuento viene otro. Vértigo. Vértigos retrospectivos. Se necesitaría un término cualquiera de la serie para que el siguiente la hiciera interminable. El vértigo produce angustia. La angustia paraliza... y nos evita el peligro que justificaría el vértigo; acercarse al borde, por ejemplo, a la falla profunda que separa un término de otro. La parálisis es el arte en el artista, que ve sucederse los acontecimientos. La noche se termina, el día hace lo mismo: hay algo embarazoso en el trabajo en curso. Los crepúsculos opuestos caen como fichas en una ranura de hielo. Ojos que se cierran definitivamente, siempre y en todo lugar. Paz. Con todo, existe, y más perceptible de lo que podríamos desear, un movimiento descontrolado, que produce angustia en los otros y provee el modelo de la angustia imposible propia. También se lo llama arte. El arte es una multiplicación: estilos, bibliotecas, metáforas, querellas, el cuadro y su crítico, la novela y su época... Hay que aceptarlo como la existencia de los insectos. Hay restos por todas partes. Pero la vida, ya se sabe, «es una sola». De lo que resulta que la biografía de un artista es imposible; hay modos de probar que lo es: esos modos se confunden en la posibilidad de la biografía, con lo que vuelve a nacer la literatura, y la situación insoportable se instala en el pensamiento, el operador se inquieta y ya no ve la sucesión de escrúpulos sino una proliferación de modelos difíciles de aplicar. La biografía como género literario deriva de la hagiografía; pero los santos lo son, lo fueron, justamente por renunciar a los beneficios biográficos, recogen apenas los restos desechables. Por otro lado, las hagiografías nunca están solas, siempre forman parte de una especie de colección. La biografía tendería a lo contrario, aunque el resultado sea exactamente el mismo. ¿Quién se jactaría de saber lo que es un resto, y de poder diferenciarlo de lo contrario? Nadie que escriba, por lo menos.

Tomemos las biografías de artistas. Vienen inmejorablemente al caso. Los niños leen las vidas de los músicos célebres, que siempre fueron niños músicos; luego, se trata de una success story, el relato de un triunfo, con su estrategia espectacular o secreta, sus venganzas, su transparencia de lágrimas de dinosaurio. Son mecanismos sutiles, dentro de su esencial idiotez, que no permanecen mucho en la memoria (salvo algún detalle) pero no por eso la deforman menos: le injertan grandes toboganes irisados, conformando un panorama tan pintoresco que la víctima se cree un Proust, lo que de por sí es un bonito falso triunfo en la vida. Imposible no desconfiar de esos libros, sobre todo si han sido el alimento primordial de nuestras puerilidades pasadas y por venir. «Antes» estaba el éxito futuro, «después» estaban sus recompensas deliciosas, tanto más deliciosas por haber sido objeto de puntualísimas profecías. Los malos augurios tienen el nacarado de una perfección; los buenos, levantan el mundo en las manos y se lo ofrecen a los astros. La Reina de la Noche, en una palabra, canta de día.

Examinemos un caso más cercano. El de un gran músico de nuestro tiempo, cualquiera de ellos (son tantos). Cecil Taylor. Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo.

Engendrado en cuerpo y alma en una música de tipo popular, el jazz, desde el principio su vigor en la renovación lo hizo universal, quizás el único genio que pudo ir más allá de Debussy: el que pudo consumar la música como torsión sexual de la materia, el atomista fluido de todos los sentidos y sinsentidos que constituyen el juego del pensamiento en el mundo. Y no dejó de ser el mejor representante de la ciudad del jazz; de hecho él es Nueva York, la sobreimpresión del perfil de los grandes edificios en la imagen del pianista concentrado, con la música como enlace. ¿Qué otra cosa es el realismo? Una época en la que cierta gente ha vivido. El jazz, una brisa eterna. La ciudad miniaturizada, en un diamante. Es Egipto, pero también una pequeña tribu que acecha. Nuestra civilización antropológica produce (o podría producir, con un arte adecuado de la narración) historias en las que, digamos, dos negros desnudos se hacen la guerra en una selva, se persiguen con los signos más sutiles, el azar, la movilidad pura. Y el jazz. Una acción de sueños: situaciones. Todo es situaciones, éxtasis novelesco (ya no de conceptos). Según la leyenda, Cecil realizó la primera grabación atonal del jazz, en 1956, dos semanas antes de que independientemente lo hiciera Sun Ra. (¿O fue al revés?) No se conocían entre sí, ni conocían a Ornette Coleman, que trabajaba en lo mismo al otro lado del país. Por supuesto, la historia registra los momentos sin darles un valor per se, ya que todos ellos (y Eric Dolphy, Albert Ayler, Coltrane, quién sabe cuántos más) demostraron su genio de modo fehaciente en el transcurso de las décadas que siguieron.

De todos modos, la Historia tiene su importancia, porque nos permite interrumpir el tiempo. En realidad, lo que se interrumpe con el procedimiento son las series; más precisamente, la serie infinita; cualidad esta última que anula toda importancia que pudiera tener la interrupción. La vuelve frívola, redundante, liviana, como una tosecita en un funeral. En este punto se produce la segunda ruptura, y lo que era nada más que pensamiento gira de pronto mostrando una cara imprevista: la Necesidad se alza, patente, soberana, imprescriptible -y a la vez microscópica, voluble, estúpida, neutra. La interrupción es necesaria, pero es la necesidad de un momento. De lo necesario ampliado nace la «atmósfera», ella sí esencial en el peso específico de una historia. Nunca se encarecerá lo bastante la importancia de la atmósfera en literatura. Es la idea que nos permite trabajar con fuerzas libres, sin funciones, con movimientos en un espacio que al fin deja de ser éste o aquél, un espacio que logra deshacer las entidades del escritor y lo escrito, el gran túnel múltiple a pleno sol... Pues bien, la atmósfera es la condición tridimensional del regionalismo, y el medio de la música. La música no interrumpe el tiempo. Todo lo contrario.

1956. Empecemos de nuevo. Para ese entonces Cecil Taylor, un genial músico negro de poco más de treinta años, prodigioso pianista y sutil estudioso de la avant-garde musical del siglo, había consolidado su estilo, es decir su invención. Excepto un par de jazzmen cercanos a su trabajo, nadie podía hacerse la menor idea de lo que estaba realizando. ¿Cómo se la habrían hecho? Su originalidad estaba en la transmutación del piano, que de instrumento pasó a ser en sus manos un método composicional libre, instantáneo. Los llamados «racimos tonales» con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya habían sido utilizados anteriormente por un músico, Henry Cowell, aunque Cecil llevó el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía compararse con nada existente. Supongamos que vivía (es el tipo de datos de que nos proveen las biografías) en un ruinoso departamento del East End de Manhattan. Ratones, de los que aman los norteamericanos, una cantidad indefinida y constante de cucarachas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, son el panorama original. La atmósfera. Lo innecesario. En su cuarto había un piano que no siempre podía hacer afinar por falta de los catorce dólares necesarios, y era un mueble ya casi póstumo. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer. Trabajaba de lavacopas en un bar. Ya había grabado un disco (In transition) y esperaba algunos trabajos temporarios en bares con piano.

Por supuesto, sabía que era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y hasta de un triunfo gradual, a la manera de círculos concéntricos; no era tan ingenuo. Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento llegaría a ser celebrado. (Aquí hay una verdad y un error: es cierto que hoy se lo aprecia en todo el mundo, y quienes hemos escuchado sus discos durante años con amor y una admiración sin límites seríamos los últimos en ponerlo en duda; pero también hay un error, un error de tipo lógico, y esta historia intentará mostrar, sin énfasis, la propiedad del error. Claro que nada confirma la necesidad de esta historia, que no es más que un capricho literario. Sucede que una vez imaginada, se vuelve en cierto modo necesaria. La historia de la prostituta que espantó a la rata no es necesaria tampoco, lo que no quiere decir que la gran serie virtual de las historias sea innecesaria en su conjunto; y sin embargo lo es. La de Cecil Taylor es una vieja fábula: le conviene el modo de la aplicación. La atmósfera no es necesaria... ¿Pero cómo oír la música fuera de una atmósfera?)

El bar con piano en cuestión resultó ser un local al que acudían músicos y drogadictos. El artista se predispuso a una acogida fluctuante entre la indiferencia y el interés; descartaba el escándalo, en ese ambiente. Se predispuso a que la indiferencia fuera el plano, y el interés el punto: el plano podía cubrir el mundo como un toldo de papel, el interés era puntual y real como un «buenos días» entre peces. Se preparaba para la incongruencia inherente a las grandes geometrías. El azar de la concurrencia podía proveerlo de un atisbo de atención: nadie sabe lo que crece de noche (él tocaría después de las doce, al día siguiente en realidad), y lo que uno hace nunca pasa totalmente inadvertido. Pero esta vez pasó. Para su gran sorpresa, la oportunidad se reveló precisamente «nunca». Escarnio invisible licuado en risitas inaudibles. Así transcurrió la velada, y el patrón canceló la segunda presentación para la próxima noche, aunque no la había pagado. Por supuesto, Cecil no discutió con él su música. No vio la utilidad. Se limitó a volver con los ratones.

Dos meses más tarde, su distraída rutina de trabajo (ya no era lavacopas sino empleado en una estación de servicio) fue realzada una vez más por un contrato verbal para actuar en un bar, una sola noche esta vez, y a mitad de la semana. El bar se parecía al anterior, aunque quizá fuera algo peor, y la concurrencia no difería; incluso era posible que algunos de los que habían estado presentes aquella noche se repitieran aquí. Eso llegó a pensar, el muy iluso. Su música sonó en los oídos de una decena y media de músicos, drogadictos y alcohólicos, quizá hasta en las bellas orejitas negras, con su pimpollo de oro, de una mujer vestida de raso: una mantenida, por la heroína. No hubo aplausos, alguien se rió pesadamente (de otra cosa, con toda seguridad) y el dueño del bar no se molestó siquiera en decirle buenas noches, ¿Por qué iba a hacerlo? Hay momentos así, en que la música queda sin comentarios. Se prometió, sin motivo, venir en otra oportunidad al bar (alguna vez lo había frecuentado, como oyente) para imaginarse a sus anchas la posición del ser humano ante la música: el pianista consumado, la sucesión de viejas melodías, lentas y espaciadas. No lo hizo nunca, por creer que no valía la pena. Se consideraba una persona desprovista de imaginación. Transcurrida una semana, la representación de este fracaso se fundió con la del anterior, y eso le produjo una cierta extrañeza. ¿Se trataría de una repetición? No había motivos para creerlo, y sin embargo la realidad se mostraba así de simple.

Un día se encontró en la calle con un ex condiscípulo de la Advanced School of Music de Boston, un neoclasicista. Cecil se mofaba en secreto de Stravinsky ?todos los negros desprecian a los rusos, eso es un hecho?. Un par de frases, y el otro quedó vagamente impresionado por el tono sibilino de la voz de su conocido, el susurro, el gorro de lana. (Si en lugar de ser una nulidad, el ex condiscípulo hubiera llegado a algo, habría anotado el hecho en su autobiografía, muchísimos años después.).

Tres meses más tarde, una conversación de madrugada en una mesa de Village Vanguard resultó en un ofrecimiento para presentarse allí una noche, como complemento a un grupo renombrado. Abandonó su empleo en la estación de servicio y trabajó diez horas diarias en su piano (se había mudado a un cuarto en una vieja casa de proxenetas en Bleeker Street) durante la semana que lo separaba de su presentación. Al V.V. asistía la flor y nata del mundillo del jazz. Estaba persuadido de que en ese momento se formaría el primer círculo, así fuera pequeño como un punto, del que se irradiaría la comprensión de su actividad musical, y en consecuencia esta actividad misma.

Llegó la noche en cuestión, entró a la tarima donde estaba el piano cuando se lo pidieron, y atacó...
No hubo más que unos aplausos condescendientes: «al menos sudó». Esto lo desconcertaba. En la parte posterior del escenario había algunos músicos que desviaron la mirada con una sonrisita de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una gran carcajada, alguien prorrumpió en un «Después de todo, ya terminó». El crítico de jazz más prominente de la época estaba sentado unas mesas más allá. El que había sacudido la cabeza fue a conversar con él y regresó con este mensaje:
-Sinhué -así lo llamaban al crítico entre ellos- hizo un silogismo claro como un cielo sin nubes: el jazz es una forma de música, por tanto es una parte de la música. Como lo hace nuestro buen Cecil no es música, tampoco puede aspirar a la categoría de jazz. Según él, según lo que entiendo yo, que soy un autodidacta, no se puede avanzar hacia el jazz sino desde el embudo de lo general, es decir no habría particularidades que puedan relacionarse por analogía con el jazz.

No intentó ninguna refutación. Evidentemente ese imbécil no sabía nada de música, lo que no podía sorprenderlo. El, por su parte, no entendía una palabra de sus razones, o mejor dicho de la convicción que apoyaba sus razones. Esperó alelado que alguno de los músicos que vio por ahí le hiciera saber algo. Pero no fue así. De hecho, no podía estar seguro de que hubiera ningún músico de los que creía haber visto, porque era muy miope y usaba unos anteojos oscuros que con la escasa luz del salón obnubilaban todo reconocimiento. Pero, cuando volvió a pensar en la situación en los días subsiguientes, comprendió que de nadie debía esperar menos reconocimiento explícito que de sus colegas. ¿Se vería obligado a escuchar infinitamente la música ajena hasta reconocer una nota, un pequeño solfeo amistoso, un «Hi» como los que se cruzaban cuando volvían del baño después de una dosis? No había hecho otra cosa en su vida, y amaba el jazz.

Pasaron varias semanas. Trabajó haciendo la limpieza en un banco, de sereno en un edificio de oficinas y en un estacionamiento. Una noche le presentaron a alguien que tomó su dirección por el más fútil de los motivos: la señora Vanderbilt contrataba pianistas para sus tés. Efectivamente, fue llamado a los pocos días: al parecer sus credenciales de estudio habían sido investigadas y aprobadas. Fue a las seis de la tarde a la mansión de Long Island y tomó una taza de café con los criados, que al parecer se hacían una idea extraña de su trabajo. Un valet vino a anunciarle que podía empezar su interpretación. Se ubicó frente a un perfecto Steinway entreabierto, en una sala donde una elegante cantidad de personas de ambos sexos bebían y conversaban. Su actuación duró escasos veinte segundos pues la señora Vanderbilt en persona, en un rasgo que los entendidos calificaron de esnob, se acercó (lo esnob del asunto estuvo en que no mandó al valet a hacerlo) y con toda lentitud cerró la tapa del piano sobre las teclas. Cecil ya había apartado las manos.
-Prescindiremos de su compañía -le dijo haciendo tintinear las perlas. No es tan difícil como se cree, hacer tintinear perlas.
Los invitados aplaudieron a Gloria.
-Debí suponer que pasaría algo así -le decía Cecil a su amante esa noche?. Pero también debí suponer que la extrañeza misma, en lugar de atravesar la coraza de ignorancia de esa gente, sirviera como una vaselina para que la impenetrabilidad de la coraza girara sobre sí misma y se volviera inútil. Mi música tiene muchos aspectos, y yo sólo conozco los musicales. La vida está llena de sorpresas.

En la primavera tuvo un nuevo contrato, esta vez por una semana entera, en un bar cuyas características más visibles eran las ráfagas de importancia nula que se le confería a la música que sonaba en él. Viejas negras, ex esclavas, debían de tocar allí de madrugada, sus pianos apolillados. El dueño estaba ocupado exclusivamente por el tráfico de heroína, y era algún mozo el que apalabraba a los pianistas. Cecil tocaría a la medianoche, durante dos horas. La gente entraba y salía, no podía confiarse en que nadie, entre una compra y una venta, o entre la adquisición y el uso, tuviera el ánimo lo bastante despejado como para apreciar una forma genuinamente novedosa de música. Con esa composición de lugar se sentó al piano.

Habrían transcurrido dos o tres minutos de su ejecución cuando se le acercó por atrás el dueño del bar, agitando la mano en la que no sostenía el cigarrillo.
-Shh, shh -le dijo cuando estuvo a su lado-. Preferiría que no siguieras, hijo.
Cecil retiró las manos del teclado. Algunos parroquianos aplaudieron riéndose. Subió una señora negra que comenzó a tocar Body & Soul. El dueño le tendió un billete de diez dólares al demudado músico, pero cuando éste lo iba a tomar retiró la mano:
- ¿No habrás querido tomarnos el pelo?
Era un individuo peligroso. Pesaría noventa kilos, es decir cincuenta más que Cecil, que se marchó sin esperar más reprimendas.

Cecil era una especie de duende, elegante pese a su miseria, siempre en terciopelo y cueros blancos, zapatos en punta como correspondía a su cuerpecito pequeño, musculoso. Podía llegar a perder dos kilos en una tarde de improvisaciones en su viejo piano. Extraordinariamente distraído, liviano, volátil, cuando se sentaba y cruzaba las piernas (pantalones anchos, camisa inmaculada, chaleco tejido) era redundante como un bibelot; lo mismo cuando encendía un cigarrillo, o sea casi todo el tiempo. El humo era el bosque en el que este duende tenía su morada, a la sombra de una telaraña húmeda.

Esa noche caminó por las profundas calles del sur de la isla, pensando. Había algo curioso: la actitud del difuso irlandés que vendía heroína no difería gran cosa de la que había mostrado poco antes la señora Vanderbilt. Pero ambos personajes no se parecían en nada. Salvo en esto. ¿Pasaría por ahí, por el acto de interrumpirlo, el común denominador de la especie humana? Por otra parte, en las últimas palabras del sujeto encontraba algo más, algo que ahora reconstruía en el recuerdo de todas sus desdichadas presentaciones. Siempre le preguntaban si lo hacía en broma o no. Claro que la señora Vanderbilt, por ejemplo, no se había rebajado a preguntárselo, pero en general había supuesto la existencia de la pregunta; más aún, diríase que su indignación no se había debido más que a la insolencia de hacerle necesario ponerse en actitud de proferir, explícita o tácitamente, tal pregunta a un negro. Ella había dicho «No lo sé, ni me importa». Pero en cierto modo había mostrado que le importaba. Cecil se preguntó por qué era posible preguntarle eso a él, y la misma pregunta no era pertinente respecto de lo demás. Por ejemplo él jamás le habría preguntado a la señora V. si hacía lo que hacía (fuera esto lo que fuera) en serio o en broma. Lo mismo al dueño del bar de esta noche. Había algo inherente a su trabajo que provocaba la interrogación.

La señora Vanderbilt, por otro lado, participaba de una famosa anécdota, que citaban casi todos los libros de psicología escritos en los últimos años. En cierta ocasión había querido amenizar una cena con música de violín. Preguntó quién era el mejor violinista del mundo: ¿qué menos podía pagar, ella? Fritz Kreisler, le dijeron. Lo llamó por teléfono. No doy conciertos privados, dijo él: mis honorarios son demasiado altos. Eso no es problema, respondió la señora: ¿cuánto? Diez mil dólares. De acuerdo, lo espero esta noche. Pero hay un detalle más, señor Kreisler: usted cenará en la cocina con la servidumbre, y no deberá alternar con mis invitados. En ese caso, dijo él, mis honorarios son otros. Ningún problema; ¿cuánto? Dos mil dólares, respondió el violinista.

Los conductistas amaban ese cuento, y lo seguirían amando toda su vida, contándoselo incansablemente entre ellos y transcribiéndolo en sus libros y artículos... Pero la anécdota de él, de Cecil, ¿la amaría alguien, la contaría alguien? ¿No tenían que triunfar también las anécdotas, para que las repitiera alguien?

Ese verano fue invitado, junto con una legión de músicos, a participar en el festival de Newport, que dedicaría un par de jornadas, por la tarde, a presentar artistas nuevos. Cecil reflexionó: su música, esencialmente novedosa, resultaría un desafío en ese marco. Por primera vez se haría oír en un concierto, no en el desagradable ambiente distraído de los bares (aunque todos los grandes músicos de jazz habían triunfado en los bares). Pues bien, llegado el momento, su presentación tuvo lugar en un clima de la mayor frialdad. No hubo aplausos, y los pocos críticos presentes se retiraron al pasillo a fumar un cigarrillo a la espera del número siguiente. En unas pocas crónicas se lo mencionó, pero sólo como una extravagancia. «No es música», decían, lacónicos, los entendidos. Mientras que los demás se preguntaban si habría sido una broma. El cronista de Down Beat proponía la cuestión (bajo luz irónica, claro está) como una paradoja: si golpeamos al azar el teclado de un piano... En resumen, una reedición de la paradoja llamada «del cretense». La música, pensaba Cecil, no es paradojal, pero lo que me sucede a mí en cierta forma es una paradoja. Pero no hay paradojas del estilo, no puede haberlas. Eso es lo paradojal en mi caso.

En el curso de los meses que siguieron se presentó en una media docena de bares, siempre distintos ya que el resultado era idéntico en todos los casos, y hubo dos invitaciones: primero a una universidad, después a un ciclo de artistas de vanguardia en la Copper Union. En el primer caso Cecil fue con la esperanza fluctuante que resultó desperdiciada (la sala se vació a los pocos minutos de iniciada la actuación y el profesor que lo había invitado debió hacer un difícil malabarismo para justificarse, y lo odió desde entonces), pero al menos sirvió para que comprobara otro pequeño detalle. Un público selecto es un público esnob. El esnobismo es un secreto a voces que se calla. El público universitario no tenía motivos para «entender» la música; no digamos «apreciarla», porque eso no les concernía. Pero a su vez actuaba una presión (ellos mismos eran esa presión) para que sí la entendieran. La mentira encontraba su difícil atmósfera ideal, el malentendido podía quedarse a vivir para siempre en esas aulas. Un pequeño porcentaje de mentira, por pequeño que fuera, podía apuntalar la verdad indiscutible de lo real. ¿Quién nos asegura, al fin de cuentas, que realmente estamos vestidos en el sentido que importa, que los pantalones y las camisas y las corbatas no son obscenos? Pues bien, su actuación no produjo nada de eso. ¿Entonces el esnobismo no existía? Si era así, todo el edificio mental accesorio de Cecil se venía abajo. Ya no podría entender nunca al mundo.

En la Cooper Union la experiencia resultó menos gratificante todavía. Los músicos vanguardistas que presentaban sus obras junto a él estaban en la posición ideal de determinar qué era música y qué no, ya que ellos mismos se encontraban precisamente en el borde interno de la música, en su área de ampliación sistemática. Pero tampoco aquí la posición ideal dio lugar al juicio correcto. De la obra del jazzman negro sólo pudieron decir dos cosas: que por el momento no era música(es decir, que no lo sería nunca) y que se les ocurriría casualmente la pregunta de si no estarían ante una especie de broma.

Cecil abandonó uno de sus empleos habituales y con algo de dinero ahorrado pasó los meses de invierno estudiando y componiendo. En la primavera surgió un contrato por unos días, en un bar de Brooklin, donde se repitió lo de siempre, lo de aquella primera noche. Cuando volvía a su casa en el tren, el movimiento, el paso de las estaciones inmóviles produjo en él un estado propicio al pensamiento. Entonces advirtió que la lógica de todo el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en efecto, en todas las historias con que Hollywood le había lavado el cerebro siempre hay un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error: en el paso del fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B que une una línea. En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito.

Supongamos, se decía Cecil en el vagón vacío a las tres de la mañana, que para llegar a ser reconocido deba actuar ante un público cuyo coeficiente de sensibilidad e inteligencia haya superado un umbral de X. Pues bien, si comienzo actuando, digamos, ante un público cuyo coeficiente sea de una centésima parte de X, después tendré que «pasar» por un público cuyo coeficiente sea de una quincuagésima parte de X, después por uno de una vigésima quinta parte de X... y así ad infinitum.

«De modo que mientras continúe la serie, siempre fracasaré, porque nunca tendré el público de la calidad mínima necesaria. ¡Es tan obvio!»

Seis meses después fue contratado para tocar en un tugurio al que asistían turistas franceses.

Se presentó poco antes de la medianoche. Sentado en el taburete, estiró las manos hacia las teclas, atacó con una serie de acordes... Unas risotadas sonaron sin énfasis. El mâitre le hacía señas de que bajara, con gesto alegre. ¿Habrían decidido ya que era una broma? No, estaban razonablemente disgustados. Subió de inmediato, para tapar el mal momento, un pianista negro de unos cuarenta años. A Cecil nadie le dirigió la palabra, pero de todas maneras esperó que le pagaran una parte de lo prometido (siempre lo hacían) y se quedó mirando y escuchando al pianista. Reconocía el estilo, algo de Monk, algo de Bud Powell. Lo emocionaba la música. Un pianista convencional, pensó, siempre estaba tratando con la música en su forma más general. Efectivamente, le dieron veinte dólares, con la condición de que nunca volviera a pedirles trabajo.