“Todos los dioses están hechos en casa,
y somos nosotros quienes jalamos sus hilos,
y así, les damos el poder para jalar los nuestros”
Aldous Huxley labró su lugar en la historia como uno de los más privilegiados escritores del siglo XX. El hecho de favorecer la templanza analítica desde una trinchera sensible, por sobre la parafernalia que caracteriza a una buena parte de los literatos ligados al mundo de la transgresión fronteriza, le consolidó como un autor respetado (y como un ser respetuoso), de cuya mano florecerían inolvidables obras.
Pero este lúcido británico, miembro de una influyente familia, no solo realizó grandes aportaciones al mundo literario, sino que fue un voluntario estudioso de la botánica, y formó parte del alter-jetset de esa época: departió con personajes como Berthrand Russell, Aleister Crowley, Walt Disney, Krishnamurti y Ray Bradbury –manteniendo estrecha amistad con muchos de ellos–, y fue una figura decisivamente inspiradora para la revolución psicosocial de los 60’s.
A pesar de que su obra ha sido elogiada alrededor del mundo y ha marcado la vida de distintas generaciones, existe un particular episodio en la vida de Huxley que sin duda representa uno de los gestos más hermosos, y congruentes de su existencia. Y me refiero al día de su muerte cuando, consciente del inminente fin de sus días en este plano, le pidió a su mujer Laura Archer que le diera LSD.
Durante la segunda mitad de su vida, Huxley había dedicado buena parte de su tiempo y energía a familiarizarse con el cultivo espiritual de oriente, así como con fenómenos paranormales, y con la relación entre mente, percepción, y realidad. Y a juzgar por la profundidad que el autor alcanzó recorriendo estos senderos, la cual queda evidenciada en obras como The Perennial Philosophy (1945) y The Doors of Preception (1954), podemos inferir que Huxley había logrado tejer una relación armónica, o al menos distinta a la trágica perspectiva que utilizamos popularmente en occidente, con la muerte.
Más allá de lo épico o de lo estrambótico que pueda parecernos que alguien traduzca su último deseo en vida en una respetable dosis de LSD, alrededor de este suceso existen dos aspectos que en lo personal me resultan fascinantes: el romanticismo y la congruencia.
Sin duda lo más cautivante del último viaje de Huxley es que representó en sí una especie de trepidante ritual amoroso entre él y su mujer, algo así como un Romeo y Julieta versión psiconaútica en donde ella accede a cumplir su último deseo tejiéndole un vórtice, intramuscular, para trascender a otro plano montado, presumiblemente, sobre un caleidoscopio. Tras meses de permanecer acechado por un cáncer, el 22 de noviembre de 1963, por cierto el mismo día en que John F. Kennedy fue asesinado, Huxley intuyó que su último respiro estaba cerca y pidió a Laura que le inyectase cien microgramos de ácido lisérgico para surfear su desdoblamiento hacia el otro lado del velo.
No sé exactamente qué hora era, me pidió una pastilla y escribió ‘Prueba LSD 100 intramuscular’ […]. Le pedí que me lo confirmara. Súbitamente supe con claridad que estábamos juntos de nuevo tras dos meses de charlas tortuosas. Entonces supe lo que tenía que hacerse. Fui rápidamente a la otra habitación en donde estaba el Dr Bernstein viendo la TV, acababan de anunciar el asesinato de Kennedy. Tomé el LSD y le advertí ‘Se lo voy a inyectar, él lo pidió’. Regresé a la habitación de Aldous y preparé una jeringa. El Dr me preguntó si quería que él aplicase la inyección –tal vez por que vio como mis manos temblaban. Su pregunta me hizo tomar conciencia de mis manos y respondí ‘No, yo tengo que hacerlo’. Me silencié y cuando lo inyecté mis manos estaban firmes. A continuación sentí que compartimos una gran liberación. Creo que eran las 11:20 cuando le di su primera inyección de cien microgramos. Me senté cerca de su cama y le dije ‘Mi vida, quizá en un rato lo tomare contigo’ […] Súbitamente me pareció que había aceptado la muerte; se había tomado esta medicina moksha en la cual creía. Estaba haciendo justo lo que había escrito en ISLAND, y tuve el sentimiento que estaba interesado, liberado, y quieto.
Tras media hora la expresión de su rostro comenzó a cambiar un poco y le pregunté si sentía el efecto del LSD, y me respondió que no. Sin embargo, creo que algo ya había sucedido. Esto era característico en Aldous, el percibir tardíamente el efecto de una medicina, incluso cuando era evidente que el efecto estaba ahí, a menos que el efecto fuese sumamente intenso el siempre respondía ‘áun no’. Ahora su expresión reflejaba el efecto que se provocaba en él cada vez que tomaba la medicina moksha, cuando lo envolvía está expresión de inmensa plenitud y amor. Y si bien este no era el caso, si había un cambio notable en comparación a un par de horas antes. Dejé pasar otra media hora y decidí administrarle otros cien microgramos. Le dije que lo iba a hacer y estuvo de acuerdo. Le apliqué la otra inyección y comencé a hablarle. El estaba muy callado y sus piernas comenzaron a enfriarse […] Le dije: ‘Ligero y libre’ y luego agregue con más convicción ‘suelta, suelta, déjalo ir, querido; de frente y hacia arriba. Estás yendo derecho y hacia arriba. Voluntaria y conscientemente te estás yendo, voluntaria y conscientemente, y lo estás haciendo hermosamente; lo estás haciendo en forma tan hermosa, te diriges hacia la luz, hacia el amor más elevado. Es tan fácil, tan hermoso […] Yo estaba muy cerca de su oído, y espero haber hablado clara y entendiblemente. En algún punto le pregunté ‘¿Puedes escucharme?’ y el respondió apretando mi mano. Me escuchaba […] La vibración de su labio inferior duró solo unos momentos y parecía responder a mis palabras: ‘Con calma’ y ‘lo estas haciendo de manera voluntaria, consciente y hermosa, estás yendo de frente y hacia arriba, ligero y libre, hacia la luz, hacia la luz, hacia el amor pleno. La vibración cesó y su respiración se hizo más lenta, cada vez más lenta, y no hubo la más mínima señal de contracción o lucha. Simplemente la respiración se fue diluyendo y a las 5:20 cesó por completo.
Curiosamente nadie podrá, jamás, confirmar el tipo de experiencia que Huxley protagonizó al momento de su muerte. En lo personal me gusta imaginarme como fue exquisita y gradualmente abrazado por una especie de mandala polidimensional que fue colándose por cada uno de sus poros hasta que su cuerpo termino destilándose en luz perenne (una especie de cópula con el ‘yo’ que existe más allá del ego, es decir, con el todo). Y si bien la anterior es solo una suposición mía, lo cierto es que la tranquilidad con la que Huxley partió fue explícita.
Y tras la catártica lectura de la crónica de Laura, su mujer, podemos concluir con el otro aspecto que hizo de este episodio un instante admirable, la congruencia. De algún modo Huxley tuvo el privilegio de decidir conscientemente una última jugada en el tablero de los 64 bits (ese juego mágico al que todos estamos expuestos, el ajedrez de la existencia). Y llegado este momento, el agraciado escritor optó por la opción más elegante (y seguramente más redituable): el ser consistente con su camino.
En el momento más importante de su vida se entrego al jardín del espíritu, abrazo el luminoso vacío que solo la exploración genuina puede asegurarnos y emprendió el recorrido necesario para transmutar la piel en luz, el aliento en mantra, y la mente en información abierta. Probablemente Huxley intuí ya lo que le esperaba, y quiso honrar ese destino envolviéndose en un manto tejido a base de amor y congruencia –quizá los dos estados más virtuosos a los que puede aspirar el ser humano.
Aldous Leonard Huxley (1894-1963)