domingo, 29 de noviembre de 2015

TABAQUERÍA/ FERNANDO PESSOA







Fernando Pessoa
“Tabaquería”


No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle constantemente cruzada por la gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente evidente,
con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres,
con el Destino conduciendo el carro de todo por la carretera de nada.

Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.
Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme
y no tuviese otra fraternidad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la fila de vagones de un tren, y una partida pintada
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos a la ida.

Hoy me siento perplejo, como quien ha pensado y opinado y olvidado.
Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo
a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

He fracasado en todo.
Como no me hice ningún propósito, quizá todo no fuese nada.
El aprendizaje que me impartieron,
me apeé por la ventana de las traseras de la casa.
Me fui al campo con grandes proyectos.
Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Me aparto de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué voy a pensar?
¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede haber tantos!
¿Un genio? En este momento
cien mil cerebros se juzgan en sueños genios como yo,
y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,
ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas convicciones!
Yo, que no tengo ninguna convicción, ¿soy más convincente o menos convincente?

No, ni en mí...
¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
no hay en estos momentos genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,
y quién sabe si realizables, no verán nunca la luz del sol verdadero
ni encontrarán quien les preste oídos?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
He soñado más que lo que hizo Napoleón.
He estrechado contra el pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito.
Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
seré siempre el que no ha nacido para eso;
seré siempre el que tenía condiciones;
seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámame la naturaleza sobre mi cabeza ardiente
su sol, su lluvia, el viento que tropieza en mi cabello,
y lo demás que venga si viene, o tiene que venir, o que no venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;
pero nos despertamos y es opaco,
nos levantamos y es ajeno,
salimos de casa y es la tierra entera,
y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

(¡Come chocolatinas, pequeña,
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las chocolatinas,
mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Ojalá comiese yo chocolatinas con la misma verdad con que comes!
Pero yo pienso, y al quitarles la platilla, que es de papel de estaño,
lo tiro todo al suelo, lo mismo que he tirado la vida.)

Pero por lo menos queda de la amargura de lo que nunca seré
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico partido hacia lo Imposible.
Pero por lo menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble, al menos, en el gesto amplio con que tiro
la ropa sucia que soy, sin un papel, para el transcurrir de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.

(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
o diosa griega, concebida como una estatua que estuviese viva,
o patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
o princesa de trovadores, gentilísima y disimulada,
o marquesa del siglo dieciocho, descotada y lejana,
o meretriz célebre de los tiempos de nuestros padres,
o no sé qué moderno -no me imagino bien qué-,
todo esto, sea lo que sea, lo que seas, ¡si puede inspirar, que inspire!
Mi corazón es un cubo vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus, me invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo a los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo a los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.)

He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,
y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,
y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni amado ni creído
(porque es posible crear la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
puede que hayas existido tan sólo, como un lagarto al que cortan el rabo
y que es un rabo, más acá del lagarto, removidamente.

He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El disfraz que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.
Estaba borracho, no sabía llevar el dominó que no me había quitado.
Tiré el antifaz y me dormí en el vestuario
como un perro tolerado por la gerencia
por ser inofensivo
y voy a escribir esta historia para demostrar que soy sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,
ojalá pudiera encontrarme como algo que hubiese hecho,
y no me quedase siempre enfrente de la tabaquería de enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo
como una alfombra en la que tropieza un borracho
o una estera que robaron los gitanos y no valía nada.

Pero el propietario de la tabaquería ha asomado por la puerta y se ha quedado a la puerta.
Le miro con incomodidad en la cabeza apenas vuelta,
y con la incomodidad del alma que está comprendiendo mal.
Morirá él y moriré yo.
Él dejará la muestra y yo dejaré versos.
En determinado momento morirá también la muestra, y los versos también.
Después de ese momento, morirá la calle donde estuvo la muestra,
y la lengua en que fueron escritos los versos,
morirá después el planeta girador en que sucedió todo esto.
En otros satélites de otros sistemas cualesquiera algo así como gente
continuará haciendo cosas semejantes a versos y viviendo debajo de cosas semejantes a muestras,
siempre una cosa enfrente de la otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan verdadero como el sueño del misterio de la superficie,
siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni la otra.

Pero un hombre ha entrado en la tabaquería (¿a comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente encima de mí.
Me incorporo a medias con energía, convencido, humano,
y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los pensamientos.
Sigo al humo como a una ruta propia,
y disfruto, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de encontrarse indispuesto.

Después me echo para atrás en la silla
y continúo fumando.
Mientras me lo conceda el destino seguiré fumando.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
a lo mejor sería feliz.)
Visto lo cual, me levanto de la silla. Me voy a la ventana.

El hombre ha salido de la tabaquería (¿metiéndose el cambio en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica.
(El propietario de la tabaquería ha llegado a la puerta.)
Como por una inspiración divina, Esteves se ha vuelto y me ha visto.
Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado ¡Adiós, Esteves! , y el Universo
se me reconstruye sin ideales ni esperanza, y el propietario de la tabaquería se ha sonreído.



Poeta, ensayista y traductor portugués nacido en Lisboa en 1888. 
Es la figura más representativa de la poesía portuguesa del siglo XX. Sus primeros años transcurrieron en Ciudad del Cabo mientras su padrastro ocupaba el consulado de Portugal en Sudáfrica.  A los diecisiete años viajó a Lisboa, donde después de interrumpir estudios de Letras alternó el trabajo de oficinista  con su interés por la actividad literaria.
La influencia que en él ejercieron autores como Nietzsche, Milton y Shakespeare, lo llevaron a traducir parte de sus obras y a producir los primeros poemas en idioma inglés. Dirigió varias revistas  y pronto se convirtió en el propulsor del surrealismo portugués.
"Mensaje" fue su primera obra en portugués y única publicada en vida del poeta. Parte de su obra está representada por los numerosos heterónimos creados durante su vida, siendo los más importantes  Alvaro de Campos, Ricardo Reis y Alberto Caeiro.
Falleció en Lisboa en 1935.


martes, 15 de septiembre de 2015

INVITACIÓN AL PARNASO






“INVITACIÓN AL PARNASO”


(Omar García Ramírez)



"Neither a servant nor a master I,
I take no sooner a large price than a small price, I will have my
own whoever enjoys me,
I will be even with you and you shall be even with me".

A SONG FOR OCCUPATIONS.


Walt Whitman




¿Por qué debería preocuparme por la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?


Groucho Marx


We have seen the best minds of our generation

destroyed by boredom at poetry readings.

POPULIST MANIFESTO

Lawrence Ferlinghetti










Recibí un par de e-mails en mi computador.


Y al buzón de mi apartamento, llegó una extensa carta en sobre de manila.


Se me invitaba a entrar en el Parnaso.


Debía tener algunas referencias.


Adjuntar algunos títulos; notas bibliográficas,


y un cheque con sello de banco respaldando una cifra interesante…



Revisé bien. Que no fuese un error.


Nunca me he postulado para tales dignidades.


No participé de ningún club con este nombre.


Nunca fui de buen recibo en ciertos círculos literarios.


(Los únicos círculos que aspiraba trasegar eran algunos del inferno nombrados por Dante Alighieri en su Divina Comedia).


No sé muy bien por qué…

Pagué mis cuentas de borracho.

Nunca cacé musas de pluma dentro de sus territorios; además, el talento femenino en estos bosques casi siempre va acompañado de una fealdad virtuosa...

Por esta razón, busqué la poesía y la belleza en otros cotos.

No sableé, y resistí con estoicismo los mandobles al cuello de una buena fracción Des poetariat


Abordé con paciencia los novelones de los bestselleros y de los cuenteros de carrilera.

Leí sus libros, poniendo en riesgo mi salud mental, mi digestión, mi sueño.

No me alineé con ningún petit comité; no lideré ninguna facción sediciosa de la intelligentsia.

No hice proselitismo de mi luciferismo Golden Dawn.

No hice ostentación de mi alquimia personal.

No milité en ninguna célula académica o corporativa.

No recibí prebendas de la nomenklatura, ni cadeaux del stablishment.

No fui seleccionado para ninguna antología.

 

Tampoco quise antologizar para incluirme.

 

No estoy en la polvorienta y ruinosa biblioteca del archivista… 

(Afortunadamente, mis libros han sido molidos entre las manos resinosas de los

cultores de la Dama de los cabellos ardientes... 

Quemándose viven y fumándose en yerba, arden).   


Compartí mi Maryjean; fui generoso con mis pepas de prescripción viciátrica y mis cartoons ácidos de nube lisérgica;
mi aguardiente de mandrágoras, mi vino de amapolas.

Ejercí la ironía en los límites de una caballerosidad británica

y el humor negro dentro de los cánones de la poética irlandesa.

Pero, para ser estricto
siempre estuve dentro de las líneas de la picaresca hispánica.

Nunca me dejé enredar en líos de poetas inéditos e ilíquidos.

Sufrí las overdósis de oficio en sanatorios privados, alejado de los reflectores.

En fin… traté de estar sobrio en medio de crápulas

y estuve ligeramente ebrio en medio de moralistas y fariseos.





Por algún momento, el órgano de mi vanidad entró en erección.

Luego vino una calma de borrasca ligera

aires de manglares bajo una lluvia de ron de las Antillas.

Pasada esa ligera embriaguez, dejé la carta en la mesa de trabajo

sobre un par de libros viejos de dos maestros orientales

cuyas cubiertas ajadas eran bañadas por la luz ambarina de una lámpara.






Antes de entrar en el Parnaso…

Debo ofrecer un gambito de dama; realizar un enroque de rey

sobre el tablero del escenario…

––Me dije mientras movía las fichas hindúes de madera lacada––.

Colgarme de un sol de brillo noble;

que riachuelos de vino sanguíneo lo adornen

como al escudo de un guerrero griego.

Las heridas sublimadas ––medallas de la andadura y la batalla––,

dispuestas sobre la solapa del saco azul.


O…debería pensarlo bien…

Dejar a un lado esa tentación de trascendencia.



Antes de entrar en el parnaso…

¿Debería ponerme el vestido de juglar o de payaso?

Bellas corbatas de sedas; tafetanes cruzados por cintas de oro
                                                           y botones con broches de perlas.

Hermosos atavíos, legendarios vestuarios de periclitadas épocas,

¡El escenario me llama, las tablas están a la espera!

También es de rigor, al final de esa función, una salida a los bajos fondos.

El sombrero calado, la bufanda negra cruzando el pecho.

En el Parnaso, las bacanales están cubiertas por talco de mármol. Frialdad lunar. 
Aire de obsidianas negras. Lápidas de bronce y candelabros de hierro.

Cierta pesadez de piedra sobre las bocas cantoras...Ahora rosas secas.

Melancolía tejida sobre abarrocadas faldas de poetisas bohemias
                                                                                        consagradas por la muerte.


Antes de ponerme a danzar sobre lápidas frías; es recomendable un baile lunfardo y caliente por callejones donde las cortesanas demimonde estén a la espera de su sueño; y yo, a la búsqueda de una Ofelia perdida para rescatarla del riachuelo cenagoso de la vida. (Aunque es muy posible, que terminemos los dos en el arroyo).



Antes de entrar en el parnaso…

Me gustaría encontrarme con viejos y querido poetas.

Si no estuviesen consumidos prematuramente por la bilis; si ejercieran el humor como antídoto contra supercherías. Si en las ciudades, no se hubiesen convertido en ciudadanos grises bajo las cámaras paranoicas del gran hermano. Si el corre-ve-y-dile y el radio bemba amarelo no hubiese malgastado sus energías y su talento.

Algunos de ellos, los más afortunados, ya escalan posiciones dentro de la frondosa estructura burocrática de la patria y posan sus nobles y maceradas nalgas sobre sillones de misiones extranjeras…

Pero con estos no podría reunirme; no podría acceder a sus altos lobbies. Mi cara poetiana no es de buen recibo en sus fiestas; mis modales de drogatta en su nube artificial, no son entendidos por parte de esa exquisita fauna; sus secretos aquelarres; licenciosos Sabbats de banqueros y usureros, secretarios de despacho, ministros y mandriles.

Deberé encontrarme con los otros; gatos iluminados y solitarios que transitan los territorios fronterizos del idioma. Los de la juerga canalla. Los de la zambra pueblerina, gaznates abiertos a los rayos cristalinos del vodka y de la risa.

A ellos va mi encuentro en una taberna de pueblo.

En la barra de algún bar; 
                                      vere caer la lluvia luminosa contra las ventanas del abismo.

Poetas de líricas ácidas, viejos forajidos con su alijo de sueños…

“Sexo, poesía y alcohol”; su divisa corsaria.

Bueno…eran otros tiempos.

Teníamos el mazo de cartas completo...

El arcano de la estrella bajo la manga…

y no estábamos gastados por la rueda sucia de la fortuna.




Antes de entrar en el Parnaso.

Deberé afinar el semblante y la compostura.

Cuidar de mis modales y

Mandar lacrar con sellos mis papeles.

Para ingresar allí, me dicen, se requieren además de talento y oficio; Comediar frente a ciertos directores de revistas, hebdomadarios y pasquines de diferente condición. Gerentes de los mass media, publicistas de la gran estafa, quintacolumnistas de la opinión pública; presentadores de farándula y televisión.


No sé si cumpla tales requisitos; procuraré hacerme a algunos de ellos, de lo contrario…

Me sentiría muy desgraciado…

Tendré que contratar los servicios profesionales de un falsificador de balances y un asesor de imagen.

Antes de entrar en el parnaso, deberé pagar algunas cuentas.

Mi saldo en rojo no me permite recibir títulos honoríficos. Así que para ello, como escritor freelance, deberé recurrir a los ejecutivos librecambistas del laissez faire, laissez passer. De esta manera, cuadrando caja, podré estar seguro de dejar mis números en regla; es decir, igualar por rojo, los saldos negros del fracaso.



La verdad, hay que decirlo… 

nunca el fracaso o el triunfo lograron afectarme.

Tomé esas notas, como señales de un sismógrafo averiado.

Ademas...

                Todo el mundo hace algo mientras le llega la hora.


Groucho Marx decía: “¿Por qué debería preocupararme por la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?”


Por esto… a veces pienso…

Que entrar en el Parnaso puede ser bastante aburrido….

Los sicofantes, la pompa, y el derroche de músicas graves…

Los archivos, los periodistas de la farándula a la entrada de la eternidad.

Las alfombras rosa, los claveles negros.

Las nubes pesadas de helio.

Las luces solares muy altas.

Las noches de juerga interminables…

(Bueno, esa es una de las pocas cosas que de verdad serían interesantes).

Pero no…

He decidido no presentar oposiciones.

Quince minutos de fama son suficientes. Un orgasmo de más de media hora solo es soportado por faquires o yoguis. Una eternidad, en constante inspiración, está destinada a los dioses o a los espíritus selectos de la metempsicosis.

No presentaré mi currículo ante las puertas de oro y cobre.

No pisaré la báscula de los pecadores y los virtuosos.

No tañeré la lira en frente de vates dorados y orates plúmbeos con testas coronadas de laurel.

Creo que mejor volveré a mi vida de otros tiempos.

No vale la pena entrar en el Parnaso cuando ya está lleno de bombines y chisteras; abogados y libreas.
La verdad, de entrar allí, sería para armar una gran conmoción y terminaría, para mi mal, vinculado a una resistencia.
Y encontrarme… con los mismos trepas montando escaleritas, tendiendo trampitas, montando tramoyas, con sus enciclopedias abiertas debajo de sus atriles. Con sus heráldicos corazones abrillantados para el desfile de las vanidades.

Con sus recomendaciones; sombreros estirados implorando con lenguas de fuego bajo los castillos de cristal y cemento. Sus circos del absurdo y sus colas de dragones. Sus políticos de la Nueva Era, sus magos escleróticos, sus camaleones contorsionistas.

Mejor seguir con el corazón en bandolera

bajo la luna de los caminos junto al mar y los pies sobre la tierra.

Pasar por las tabernas goliardas para libar los odres ásperos; mosto salvaje de las uvas abisales.

No debo perder la costumbre. (Ya me canso de esta vida de monje anacoreta y ermitaño).

Arrojaré el guante a algunas crapulitas de altar;

meapilas cortesanos que me vienen manoseando los cojones.


En el pasado ejercí Mester de juglaría en la plazas e inoculé tibios venenos, destilados del alambique surrealista, en las copas de los obispos ilustrados; directores espirituales del rebaño Matrix; grandes ídolos de la clerecía culterana.

(No me voy; estoy de regreso. Y no será para darles el óbolo a los enchufados; mis aportes crematísticos solo se destinan a las filles galantes de madame Recamier; lo demás es despilfarro).

Creo que desertaré del Parnaso; a pesar de que, dicen, algunas de mis canciones ya están tocando a las puertas del cielo. (Están tocando, pero no les abren; me dijo el viejo Dylan).

No quiero estar en las listas del top ten. Hace tiempo que no veo las noticias. A los diarios solo los consulto para leer horóscopos, el pronóstico del tiempo y las especulaciones bursátiles.

Entraré en un bosque negro con la caravana de Rimbaud; con los juglares de la cuerda de Villon; los gatos de Celine, en busca de la Acuarimántima insular donde habita el fantasma de Barba Jacob. Sediento vino  en las gargantas de los emboscados de la luna; mi melena en cardos coronadas.

No habrá Walhalla, ni valkirias...

No habrá paraíso, ni bailes de huríes…

Ni arpas, ni ambrosías...

Solo el canto áspero y rojo de los minnesängers...

Las calles entintadas de luces minerales, inundadas de riachuelos de plata

y asteroides giróvagos bajo estrellas y cimbeles.




Mi poema… serena risa de la noche.


Mi poema… secreta sombra de los acantilados.

Mi poema… faro avistado por el barco ebrio de mi corazón de piedra.

Mi poema enamorado de la luna…se forjó de cara al sol subiendo a la montaña de la laguna.

Mi poema…

Se extenderá como el polen de los vendavales

o se quemará como las cañas secas de los incendios forestales.

A la tierra volverá como cimiente o ceniza.

Seco y estilizado en la luz de las estrellas, duro como diamante negro…

Carbón  de flor al rojo en el río del tiempo; lava del volcán más vigoroso.


Y cantará en silencio por siempre.

Y para siempre.

Como debe ser.



O.G.R.

Del libro en imprenta:

"12 TROVAS GOLIARDAS Y UNA CANCIÓN MINNESÄNGER"

viernes, 31 de julio de 2015

SALANDO LAS HERIDAS/REDONDITOS DE RICOTA


EL PODER DE LA MÚSICA. LA MÚSICA DEL PODER






EL PODER DE LA MÚSICA. LA MÚSICA DEL PODER
Carmen Pardo Salgado
(Doctora en filosofía)



Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas.
De niños escuchábamos absortos como los notables de la ciudad de Hamelín decidieron poner fin a la plaga de ratones y contrataron los servicios de un flautista que, a cambio de una suma de dinero, prometió acabar con ellos. El flautista empezó a tocar una extraña melodía y todas las ratas le siguieron hasta llegar a un río donde se ahogaron. El flautista volvió a la ciudad para cobrar su trabajo pero, considerando que hacer sonar la flauta no era gran cosa, los notables se negaron a pagarle. El flautista, como venganza, tocó de nuevo su flauta con una dulce melodía que hizo salir a todos los niños contentos de sus casas. Siguiendo la maravillosa melodía los niños desaparecieron para siempre de Hamelín.
Llegados a este punto, de niños conteníamos la respiración por un momento, sin poder decidir si estábamos de parte del flautista y su música o de los niños desaparecidos. Sólo sabíamos que el resto de los adultos, esos notables de la ciudad, se habían equivocado. Nos quedaba también un cierto temor ante la posibilidad de escuchar una música que, como a los niños de Hamelín, nos hiciera desaparecer. Pero ese temor se desvanecía en cuanto nos proponían cantar una canción. Entonces, la música nos poseía pero nos sentíamos a salvo. Algún tiempo después, redescubríamos al flautista de Hamelín y el poder de la música en el mito de Orfeo, ese rey de Tracia hijo de una Musa que, con su voz, seducía a todos aquellos que lo escuchaban, ya fueran animales, seres humanos o la naturaleza misma. Pero su fin no fue el de nuestro flautista; cuenta Virgilio que durante una orgía dionisíaca las mujeres de la Tracia lo despedazaron mientras su voz no dejaba de llamar a su amada Eurídice.
Sólo la voz de Orfeo mantuvo su unicidad porque era un órgano que había transcendido las funciones puramente corporales; se había convertido en instrumento de viento, en música. Del mismo modo, mantienen su unicidad las melodías que se entonaron en Hamelín o el canto de las sirenas que, según se cuenta en la Odisea, conducen a la muerte a quien lo escucha. Se trata en los tres casos de presencias sonoras que seducen y que conducen suavemente al oyente a otra parte, fuera de si. Esta conducción suave, sin apenas ser notada, constituirá uno de los poderes mayores de la música.
El ser llevado a otra parte no tiene que suponer, obligatoriamente, la forma de salir dr uno mismo. La música puede conducir a un estado en el que uno es, solamente, presencia sonora, en si mismo y consigo mismo. Como cuando alguien canta para espantar sus miedos; es lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari denominan el ritornelo, esa música que se repite y permite marcar un territorio, una música que es una articulación territorial, el estribillo en el que se siente uno mismo. El poder de la música abre una vía por la que se transita en dos sentidos: fuera de si y creando un territorio en torno a si. En ambos casos se trata de presencias sonoras que se imponen casi sin ser notadas, seduciendo delicadamente. Esto no significa que toda música tenga ese poder. El poder de la música depende de las relaciones que se establecen entre el tipo de organización musical, la cultura a la que se pertenece y las características particulares del oyente. A todo ello, aún podríamos añadir las relaciones que el poder establece con la propia música.
Desde antiguo, la música ha sido objeto de atención por parte del gobierno de un Estado. Platón, cuando expone su ideal político, da buena cuenta del tipo de música adecuado para formar el espíritu de los ciudadanos. Los ciudadanos, en su república ideal, deben ser educados conforme a un tipo de armonías que beneficien la vida en común de la ciudad. Con ello, se establece el orden en el alma de los ciudadanos. Del mismo modo que se educa a los hombres a través de las armonías adecuadas y prohibiendo aquellas que conducen a la desmesura, también la organización territorial del Estado ha de ser sometida a una medida conforme a las buenas armonías. La música del Estado ordena el alma de los ciudadanos y el territorio; el espacio privado y el espacio público. Fuera de si y en si mismos, Platón desea instaurar la misma música.
Se podría pensar que este planteamiento es obsoleto, pero es conocida la afición de los gobiernos a apoyar y/o desprestigiar, cuando no censurar, los diversos tipos de música. De todos es conocido el uso de la música por parte del Tercer Reich pero podríamos contar con ejemplos más recientes, como el caso
de Bill Clinton cuando, durante la campaña electoral de 1992, mostró su disconformidad con la rapera Sister Souljah. Por ello, no debe extrañar que en pleno siglo XX, las relaciones entre el tipo de organización musical y las formas de gobierno sean puestas de relieve nuevamente por el compositor norteamericano John Cage. En su escrito El futuro de la música expone:
Los tipos de música menos anárquicos ejemplifican estados de la sociedad menos anárquicos. Las obras maestras de la música occidental dan ejemplo de las monarquías y las dictaduras. El compositor y el director: el rey y el primer ministro. 
Según el compositor cada tipo de música sería la ilustración sonora de una forma de gobierno. En esta ilustración sonora deberíamos tener en cuenta: la distribución y función de los silencios, las notas que componen la escala musical, los ritmos que se despliegan o los timbres de los instrumentos. La jerarquía que se establece en el interior de esas organizaciones nos hablaría entonces de las monarquías y dictaduras de la cultura occidental. Y, también en su interior, la música daría ejemplo de la repartición y función de aquello de lo que no se puede hablar, lo censurado, de los grupos sociales que componen el Estado, de los modos de comportarse y de las distintas entonaciones de lo que puede ser dicho. Organización política y organización sonora estarían en correspondencia. Un planteamiento semejante se encuentra en autores como John Zerzan. En su escrito sobre tonalidad y totalidad escribe:

Como bien dijo Richard Norton: “Se trata de la tonalidad de la iglesia, la escuela, la oficina, el desfile, la convención, la cafetería, el puesto de trabajo, el aeropuerto, el avión, el automóvil, el camión, el tractor, el restaurante, el vestíbulo, el bar, el gimnasio, el burdel, el banco y el ascensor. Temerosos de no tenerla bajo los pies, los hombres se las encadenan ahora al cuerpo para poder caminar a su compás, correr a su ritmo, trabajar a su son y relajarse con ella. Está en todas partes. Es la música y escribe las canciones.”

Para terminar afirmando:
Como el lenguaje, la tonalidad ha estado históricamente caracterizada por su falta de libertad. La sociedad nos hace tonales: únicamente con la eliminación de esa sociedad se superarán las gramáticas de dominación. 
El texto que nos recuerda Zerzan, así como su propia conclusión, no se ciñe sólo al Estado, a la forma de gobierno, sino que hace de la tonalidad el estado general en el que se mueve y es movida la sociedad. Identificando tonalidad y totalidad, espacios públicos y componentes de la sociedad se encontrarían a la misma altura tonal —aunque con rigor debiéramos tener en cuenta por ejemplo, la diferencia de octavas que de modo natural se da entre hombres y mujeres—.
Si en Platón es la música adecuada la que nos hace aptos para la vida en sociedad en el Estado ideal, para Zerzan no es la música sino la sociedad la que nos hace tonales. El planteamiento de Zerzan, aunque claro desde el punto de vista político, genera sin embargo algunas dudas si es pensado desde la relación que se presupone entre lo político y lo sonoro.
La tonalidad se impuso en la música culta europea por un
periodo de unos doscientos años, no más. Antes hubo además otras músicas que fuera de la tonalidad podían ejemplificar la sociedad de su momento. A ello se suma que, en primer lugar, durante la segunda mitad del siglo XX contamos con músicas como el rock o el pop que, siendo básicamente tonales, fueron acompañadas de sentimientos de libertad por parte de los jóvenes y de movimientos de protesta social. En segundo lugar, habría que tener en cuenta los nexos que se establecen entre las máquinas, la música y la sociedad. Por poner sólo un par de ejemplos sería preciso recordar los ritmos de trabajo en las cadenas de montaje de las fábricas y la progresiva importancia de los ritmos iterativos en una gran parte de las músicas electrónicas. Asimismo, convendría traer a la memoria también que la música technosurge del paisaje post-industrial en el Detroit de mediados de los ochenta y que Genesis P. Orridge funda en 1975 Throbbing Gristle, primer grupo de música industrial. En ambos ejemplos, el nexo entre música y sociedad es claro y no se trata obligatoriamente de músicatonal.Estos datos, cuando menos, enturbian la identificación que Zerzan propone entre tonalidad y totalidad, así como el hecho de que sea efectivamente la sociedad la que
nos hace tonales.
El modo en que se ha encarado la relación de música y poder a través de Platón, de Cage y de Zerzan ofrece una imagen del poder como un ente único. El poder fluye desde un solo puntohacia el resto de la sociedad. Incluso en el caso de Zerzan, la sociedad emana un solo tipo de poder que sería el correspondiente a la tonalidad. Pensamos que en la actualidad y en lo referente a música y poder, la aproximación foucaultiana obliga a un análisis más fino tanto del poder como de los nexos que con él se establecen. En Les mailles du pouvoir, Foucault escribe:
Una sociedad no es un cuerpo unitario en el que se ejercería un poder y solamente uno, sino que es en realidad una yuxtaposición, un nexo, una coordinación, una jerarquía, también, de diferentes poderes, que sin embargo se mantienen en su especificidad. (…)La sociedad es un archipiélago de poderes diferentes.
El poder es un entramado, una malla en la que cada cuadrilátero daría cuenta de las distintas yuxtaposiciones, nexos,coordinaciones y jerarquías de poderes diversos. El cuadrilátero formado por música y poder revelaría así que la jerarquía entre el director y la orquesta es sólo una de sus características, pero que también la yuxtaposición, los nexos e incluso la coordinación forman parte de la malla que tejen música y poder. La complejidad del entramado se pone de manifiesto en la definición que Foucault ofrece de la sociedad: un archipiélago de poderes diferentes.
Si la sociedad es un archipiélago, entonces los diferentes poderes son las numerosas islas que no obstante, se nos dice, mantienen su especificidad, es decir pueden ser agrupadas como un archipiélago de poderes. Entre las islas, en el interior de esos cuadriláteros de las mallas del poder, el poder fluye, circula en varias direcciones.
El mismo Foucault ofrece un buen ejemplo de la circulación del poder cuando expone la nueva tecnología disciplinaria que supone la educación en el siglo XVIII. Nos encontramos con un maestro, explica Foucault, para unas docenas de discípulos y es preciso que se obtenga un control permanente, que se produzca una individualización del poder. El modo en que se está sentado ante el maestro es resultado de esta individualización. Todavía, recuerda, a principios del siglo XIX había escuelas donde los alumnos estaban de pie alrededor del profesor. En la actualidad, la mirada del profesor puede recorrer cada uno de los alumnos, puede controlar. Lo mismo ocurrió en los talleres, en la armada… y añadimos, en el ámbito musical. El texto de John Cage antes mencionado terminaba así:
El compositor y el director: el rey y el primer ministro. 
También en el ámbito musical encontramos la figura del director como aquél que individualiza los músicos para hacerlos converger en una unidad, la que la interpretación de su batuta impone. Se podría pensar que este poder que se ejerce a través de la individualización ha quedado obsoleto en una sociedad en la que, a partir de la aparición de las grandes masas urbanas y los mass media, el poder parece ejercerse directamente sobre la masa. Pero ambos cohabitan desde antiguo. Por ello, el mismo Cage rompe con sus obras los nexos entre el director y los intérpretes y aboga por considerar la actividad del intérprete, del compositor y del oyente como completamente separadas. De este modo, piensa, se da ejemplo a la sociedad.
El poder que individualiza y el que se ejerce sobre la masa serían la cara y el envés del mismo ejercicio de poder. Por ello, Foucault recuerda que a esta tecnología individualizante se une también, en el siglo XVIII, el descubrimiento de que el poder se ejerce sobre los individuos en tanto que constituyen una “especie de entidad biológica” que puede ser aprovechada para producir. Esta tecnología es la que Foucault denomina la biopolítica y es la que corre en paralelo con los problemas suscitados por la higiene pública, el hábitat, las
condiciones de vida de la ciudad… En esta biopolítica estaría implicada de modo fundamental la ciencia, pero también lo está el arte. Siguiendo con el ejemplo sonoro encontraríamos todos esos modos en los que los sonidos son utilizados para el control de las poblaciones: la escucha en continuidad en los grandes almacenes, aeropuertos, centros médicos, estaciones de metro…, pero también las armas sonoras no letales
utilizadas para dispersar a los participantes de una manifestación, para amedrentar y socavar la moral de los soldados, oponiéndolas a esos otros cantos que se entonan para darse moral, para no sentirse solo sino formando parte de un organismo, del cuerpo social. Pero recordemos, la sociedad ya no es un organismo, es un archipiélago.
Si observamos con atención alguno de los ejemplos expuestos, se podrá dar cuenta del modo en que la tecnología individualizante —en connivencia con las formas disciplinarias residuales que se niegan a desaparecer— se entreteje con la biopolítica para dar lugar a lo que ya conocemos como sociedades de control.
Atendiendo al uso de la música en los transportes públicos encontramos por ejemplo lo siguiente:
Un experimento de seis semanas llevado a cabo en Australia por el servicio ferroviario de Nueva Gales del Sur mostró que la tasa de vandalismo en los trenes había disminuido un 75%: los asientos ya no estaban desgarrados, ni las paredes pintarrajeadas. ¿Por qué? Los habituales sospechosos aparentemente habían desistido de sus prácticas gracias al incesante aluvión de sonatas y conciertos de la época de la Ilustración
europea difundido por los altoparlantes.

Ante este ejemplo no hay quien dudaría en traer a la memoria, en el mejor de los casos, el mito de Orfeo o, en su defecto aquello de que la música amansa a las fieras. Escuchar música europea del siglo XVIII a través de los servicios de megafonía del metro no debía dejar indiferente. Para conocer el alcance
de sus efectos, más allá de la disuasión del vandalismo, se puede consultar la página web de RENFE donde se encontrará un debate sobre la conveniencia o el rechazo a la música que la compañía emite en sus trenes de cercanías. En este foro de discusión se pronuncia desde aquél que se siente agredido por una música que no le gusta y que es a veces emitida a un volumen excesivo, hasta el que la utiliza como defensa de la música que el compañero de trayecto lleva en su iPod.
En el caso del metro de Australia como en el de RENFE se trata de inducir un estado a través de la escucha. La escucha individualiza a un oyente que se desplaza con una masa anónima; le hace reaccionar a lo escuchado. Pero, en tanto estado inducido por la música y el lugar de la escucha, se produce un efecto sobre el colectivo que individualmente está a la escucha. La música no puede ser obviada más que oponiéndole otra música, la banda sonora que uno transporte. La tecnología individualizante y el hábitat conseguido se avienen con una música que hace las funciones de un sistema de control. Por los resultados, no parece que los usuarios del metro de Australia transportaran su propia banda sonora, da la impresión que pasaron a formar parte de la cuadrícula que la música y su difusión construía en unas condiciones determinadas: una cuadrícula de poder.
La trama forjada por este uso de la música obtendría los efectos deseados por el panóptico de Bentham: actuar como si siempre te estuvieran vigilando. La ausencia de visión se suple aquí con la capacidad de la música para ocupar el cuerpo y la mente del oyente. La presencia sonora posee al que oye aún sin que quiera escuchar. Del mismo modo que cada vez más la norma que es interiorizada reemplaza a la ley, así el estado al que puede conducir una música puede suplir y mejorar el efecto de las cámaras de video-vigilancia.
No en vano, siguiendo la etimología de nuestro “oír”, el que oye es el que obedece. Obedecían los animales, los seres humanos y la naturaleza entera a la voz de Orfeo, obedecen los navegantes al canto de las sirenas y obedecen también las ratas y los niños a la música del flautista de Hamelín. Estábamos avisados.
Preguntarse por los modos de escapar a la seducción que los nexos entre música y poder ejercen en ese archipiélago que es la sociedad, obliga a cuestionarse el tipo de escucha que ponemos en obra.
Si imaginamos el paisaje sonoro de una sociedad como un archipiélago de poderes que suenan con diferentes músicas, se deriva que oposiciones tales que hacen de lo global una imposición y de lo local un signo de resistencia y liberación no pueden ser aceptadas en su totalidad. Miller y Yúdice exponen el ejemplo de la nacionalización de la samba en Brasil en los años 30 del siglo anterior, que implicó la intervención del régimen de Vargas en la industria de la música. Un ejemplo más cercano lo tenemos en la creación del rock català a mediados de los ochenta como parte de la estrategia de la política cultural del Govern de la Generalitat.
En un archipiélago sonoro el sonido llega por doquier y el oído se convierte en centro, en la única embarcación posible para transitar entre tanto sonido. Desde los ruidos de las calles del siglo XXI a las burbujas sonoras de tantos individuos con su MP3, el iPod o su coche boom equipado como una discoteca a
cuatro ruedas, pasando por las músicas de ambiente y las músicas que realmente queremos escuchar, la escucha transcurre en continuidad. Todo en este archipiélago de diferentes poderes ha de estar disponible para que el poder siga fluyendo sin restricciones de espacio y/o tiempo; la música y los hombres. Y en esa disponibilidad acontece que por ejemplo, una obra como Carmina Buranade Carl Orff compuesta
durante el Tercer Reich, haya servido al mismo tiempo comoconcierto de inauguración del XX Cicle de Música a la Universitat y como bautismo musical de las nuevas Facultades de Filosofía y de Geografía e Historia de Barcelona en septiembre de 2006. Se dirá que la música es la música, que un sistema musical no tiene por qué tener relación con un sistema de gobierno, se dirán tantas cosas. Pero acaso, ¿es que todos
hemos olvidado al flautista de Hamelín?
No es de extrañar entonces que en el nuevo futuro de la música, el que pronostican David Kusek y Gerd Leonhard, la música sea considerada como la banda sonora de la economía que viene.
Para que la música se constituya aún más en economía emergente no se trata solamente de abarcar lo que ya conocemos como industrias culturales, sino de apelar también a la iniciativa individual, a las corrientes alternativas. Todo parece caber en la economía de este sistema. Por ello, al nexo que se establece entre oír y obedecer es urgente oponer los lazos que existen entre escuchar y auscultar.
Es preciso hacer de la escucha un ejercicio de auscultación para dar cuenta de las mallas en las que están tejidas la música y el poder. Es necesario auscultar para quebrar siquiera por un momento la escucha en continuidad. Por ello, en este archipiélago que compone nuestro paisaje sonoro, pensamos con Guattari que el artista, pero también cualquier oyente, debe ser un mutante.
Los artistas—dirá Guattari— son mutantes, en condiciones muy difíciles para mutar, condiciones de control por las imágenes dominantes, por los medias, por el sistema de galerías, por ejemplo. (…) son gente que tienen el coraje de jugarse su existencia sobre un proceso de singularidad y por ello nos ofrecen un paradigma interesante. 
Si la tecnología del poder que individualiza está ligada con la biopolítica, hay que sospechar de los procesos de individuación que responden a formas disciplinarias y a sistemas de control. Por ello, la creación de singularidades siempre dispuestas a mutar pueden, si no quebrar, al menos dañar las mallas del poder. Singularidades sonoras como el trabajo de Víctor Nubla con Gràcia Territori Sonor podrían ejemplificar
una actitud de escucha que no quiere obedecer. También serían buenos ejemplos los modos de producción y distribución musical alternativos como BCore que se enfrentan a los grandes sellos comerciales, los músicos que siguen experimentando más allá de los géneros que se estandarizan, las propuestas directamente dirigidas a auscultar los nexos entre música y poder como las realizadas por laOrquestra del Caos o las páginas web que como NoMuzak invitan a llevar a cabo la propia selección musical.
En esta creación de singularidades la atención a lo micro es fundamental. Del mismo modo que la distancia con el capitalismo se hace sentir en los sistemas de microfinanzas a las poblaciones que están excluidas del sistema bancario organizado por el capital, así la escucha atenta de las islas sonoras que forman el archipiélago puede contribuir a detectar esas conexiones que, por formar parte del control, pasan desapercibidas.
Pero, aún en la atención a lo micro y a las singularidades mutantes, la escucha que ausculta debe tener presente que ella es sólo un momento de una escucha que se da en continuidad; que el oyente también está obligado a ser un mutante. Por eso, de vez en cuando, es bueno volver a escuchar lo que sucedió hace mucho, muchísimo tiempo en la próspera ciudad de Hamelín.