Carmen Pardo Salgado
(Doctora en filosofía)
Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas.
De niños escuchábamos absortos como los notables de la ciudad de Hamelín decidieron poner fin a la plaga de ratones y contrataron los servicios de un flautista que, a cambio de una suma de dinero, prometió acabar con ellos. El flautista empezó a tocar una extraña melodía y todas las ratas le siguieron hasta llegar a un río donde se ahogaron. El flautista volvió a la ciudad para cobrar su trabajo pero, considerando que hacer sonar la flauta no era gran cosa, los notables se negaron a pagarle. El flautista, como venganza, tocó de nuevo su flauta con una dulce melodía que hizo salir a todos los niños contentos de sus casas. Siguiendo la maravillosa melodía los niños desaparecieron para siempre de Hamelín.
Llegados a este punto, de niños conteníamos la respiración por un momento, sin poder decidir si estábamos de parte del flautista y su música o de los niños desaparecidos. Sólo sabíamos que el resto de los adultos, esos notables de la ciudad, se habían equivocado. Nos quedaba también un cierto temor ante la posibilidad de escuchar una música que, como a los niños de Hamelín, nos hiciera desaparecer. Pero ese temor se desvanecía en cuanto nos proponían cantar una canción. Entonces, la música nos poseía pero nos sentíamos a salvo. Algún tiempo después, redescubríamos al flautista de Hamelín y el poder de la música en el mito de Orfeo, ese rey de Tracia hijo de una Musa que, con su voz, seducía a todos aquellos que lo escuchaban, ya fueran animales, seres humanos o la naturaleza misma. Pero su fin no fue el de nuestro flautista; cuenta Virgilio que durante una orgía dionisíaca las mujeres de la Tracia lo despedazaron mientras su voz no dejaba de llamar a su amada Eurídice.
Sólo la voz de Orfeo mantuvo su unicidad porque era un órgano que había transcendido las funciones puramente corporales; se había convertido en instrumento de viento, en música. Del mismo modo, mantienen su unicidad las melodías que se entonaron en Hamelín o el canto de las sirenas que, según se cuenta en la Odisea, conducen a la muerte a quien lo escucha. Se trata en los tres casos de presencias sonoras que seducen y que conducen suavemente al oyente a otra parte, fuera de si. Esta conducción suave, sin apenas ser notada, constituirá uno de los poderes mayores de la música.
El ser llevado a otra parte no tiene que suponer, obligatoriamente, la forma de salir dr uno mismo. La música puede conducir a un estado en el que uno es, solamente, presencia sonora, en si mismo y consigo mismo. Como cuando alguien canta para espantar sus miedos; es lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari denominan el ritornelo, esa música que se repite y permite marcar un territorio, una música que es una articulación territorial, el estribillo en el que se siente uno mismo. El poder de la música abre una vía por la que se transita en dos sentidos: fuera de si y creando un territorio en torno a si. En ambos casos se trata de presencias sonoras que se imponen casi sin ser notadas, seduciendo delicadamente. Esto no significa que toda música tenga ese poder. El poder de la música depende de las relaciones que se establecen entre el tipo de organización musical, la cultura a la que se pertenece y las características particulares del oyente. A todo ello, aún podríamos añadir las relaciones que el poder establece con la propia música.
Desde antiguo, la música ha sido objeto de atención por parte del gobierno de un Estado. Platón, cuando expone su ideal político, da buena cuenta del tipo de música adecuado para formar el espíritu de los ciudadanos. Los ciudadanos, en su república ideal, deben ser educados conforme a un tipo de armonías que beneficien la vida en común de la ciudad. Con ello, se establece el orden en el alma de los ciudadanos. Del mismo modo que se educa a los hombres a través de las armonías adecuadas y prohibiendo aquellas que conducen a la desmesura, también la organización territorial del Estado ha de ser sometida a una medida conforme a las buenas armonías. La música del Estado ordena el alma de los ciudadanos y el territorio; el espacio privado y el espacio público. Fuera de si y en si mismos, Platón desea instaurar la misma música.
Se podría pensar que este planteamiento es obsoleto, pero es conocida la afición de los gobiernos a apoyar y/o desprestigiar, cuando no censurar, los diversos tipos de música. De todos es conocido el uso de la música por parte del Tercer Reich pero podríamos contar con ejemplos más recientes, como el caso
de Bill Clinton cuando, durante la campaña electoral de 1992, mostró su disconformidad con la rapera Sister Souljah. Por ello, no debe extrañar que en pleno siglo XX, las relaciones entre el tipo de organización musical y las formas de gobierno sean puestas de relieve nuevamente por el compositor norteamericano John Cage. En su escrito El futuro de la música expone:
Los tipos de música menos anárquicos ejemplifican estados de la sociedad menos anárquicos. Las obras maestras de la música occidental dan ejemplo de las monarquías y las dictaduras. El compositor y el director: el rey y el primer ministro.
Según el compositor cada tipo de música sería la ilustración sonora de una forma de gobierno. En esta ilustración sonora deberíamos tener en cuenta: la distribución y función de los silencios, las notas que componen la escala musical, los ritmos que se despliegan o los timbres de los instrumentos. La jerarquía que se establece en el interior de esas organizaciones nos hablaría entonces de las monarquías y dictaduras de la cultura occidental. Y, también en su interior, la música daría ejemplo de la repartición y función de aquello de lo que no se puede hablar, lo censurado, de los grupos sociales que componen el Estado, de los modos de comportarse y de las distintas entonaciones de lo que puede ser dicho. Organización política y organización sonora estarían en correspondencia. Un planteamiento semejante se encuentra en autores como John Zerzan. En su escrito sobre tonalidad y totalidad escribe:
Llegados a este punto, de niños conteníamos la respiración por un momento, sin poder decidir si estábamos de parte del flautista y su música o de los niños desaparecidos. Sólo sabíamos que el resto de los adultos, esos notables de la ciudad, se habían equivocado. Nos quedaba también un cierto temor ante la posibilidad de escuchar una música que, como a los niños de Hamelín, nos hiciera desaparecer. Pero ese temor se desvanecía en cuanto nos proponían cantar una canción. Entonces, la música nos poseía pero nos sentíamos a salvo. Algún tiempo después, redescubríamos al flautista de Hamelín y el poder de la música en el mito de Orfeo, ese rey de Tracia hijo de una Musa que, con su voz, seducía a todos aquellos que lo escuchaban, ya fueran animales, seres humanos o la naturaleza misma. Pero su fin no fue el de nuestro flautista; cuenta Virgilio que durante una orgía dionisíaca las mujeres de la Tracia lo despedazaron mientras su voz no dejaba de llamar a su amada Eurídice.
Sólo la voz de Orfeo mantuvo su unicidad porque era un órgano que había transcendido las funciones puramente corporales; se había convertido en instrumento de viento, en música. Del mismo modo, mantienen su unicidad las melodías que se entonaron en Hamelín o el canto de las sirenas que, según se cuenta en la Odisea, conducen a la muerte a quien lo escucha. Se trata en los tres casos de presencias sonoras que seducen y que conducen suavemente al oyente a otra parte, fuera de si. Esta conducción suave, sin apenas ser notada, constituirá uno de los poderes mayores de la música.
El ser llevado a otra parte no tiene que suponer, obligatoriamente, la forma de salir dr uno mismo. La música puede conducir a un estado en el que uno es, solamente, presencia sonora, en si mismo y consigo mismo. Como cuando alguien canta para espantar sus miedos; es lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari denominan el ritornelo, esa música que se repite y permite marcar un territorio, una música que es una articulación territorial, el estribillo en el que se siente uno mismo. El poder de la música abre una vía por la que se transita en dos sentidos: fuera de si y creando un territorio en torno a si. En ambos casos se trata de presencias sonoras que se imponen casi sin ser notadas, seduciendo delicadamente. Esto no significa que toda música tenga ese poder. El poder de la música depende de las relaciones que se establecen entre el tipo de organización musical, la cultura a la que se pertenece y las características particulares del oyente. A todo ello, aún podríamos añadir las relaciones que el poder establece con la propia música.
Desde antiguo, la música ha sido objeto de atención por parte del gobierno de un Estado. Platón, cuando expone su ideal político, da buena cuenta del tipo de música adecuado para formar el espíritu de los ciudadanos. Los ciudadanos, en su república ideal, deben ser educados conforme a un tipo de armonías que beneficien la vida en común de la ciudad. Con ello, se establece el orden en el alma de los ciudadanos. Del mismo modo que se educa a los hombres a través de las armonías adecuadas y prohibiendo aquellas que conducen a la desmesura, también la organización territorial del Estado ha de ser sometida a una medida conforme a las buenas armonías. La música del Estado ordena el alma de los ciudadanos y el territorio; el espacio privado y el espacio público. Fuera de si y en si mismos, Platón desea instaurar la misma música.
Se podría pensar que este planteamiento es obsoleto, pero es conocida la afición de los gobiernos a apoyar y/o desprestigiar, cuando no censurar, los diversos tipos de música. De todos es conocido el uso de la música por parte del Tercer Reich pero podríamos contar con ejemplos más recientes, como el caso
de Bill Clinton cuando, durante la campaña electoral de 1992, mostró su disconformidad con la rapera Sister Souljah. Por ello, no debe extrañar que en pleno siglo XX, las relaciones entre el tipo de organización musical y las formas de gobierno sean puestas de relieve nuevamente por el compositor norteamericano John Cage. En su escrito El futuro de la música expone:
Los tipos de música menos anárquicos ejemplifican estados de la sociedad menos anárquicos. Las obras maestras de la música occidental dan ejemplo de las monarquías y las dictaduras. El compositor y el director: el rey y el primer ministro.
Según el compositor cada tipo de música sería la ilustración sonora de una forma de gobierno. En esta ilustración sonora deberíamos tener en cuenta: la distribución y función de los silencios, las notas que componen la escala musical, los ritmos que se despliegan o los timbres de los instrumentos. La jerarquía que se establece en el interior de esas organizaciones nos hablaría entonces de las monarquías y dictaduras de la cultura occidental. Y, también en su interior, la música daría ejemplo de la repartición y función de aquello de lo que no se puede hablar, lo censurado, de los grupos sociales que componen el Estado, de los modos de comportarse y de las distintas entonaciones de lo que puede ser dicho. Organización política y organización sonora estarían en correspondencia. Un planteamiento semejante se encuentra en autores como John Zerzan. En su escrito sobre tonalidad y totalidad escribe:
Como bien dijo Richard Norton: “Se trata de la tonalidad de la iglesia, la escuela, la oficina, el desfile, la convención, la cafetería, el puesto de trabajo, el aeropuerto, el avión, el automóvil, el camión, el tractor, el restaurante, el vestíbulo, el bar, el gimnasio, el burdel, el banco y el ascensor. Temerosos de no tenerla bajo los pies, los hombres se las encadenan ahora al cuerpo para poder caminar a su compás, correr a su ritmo, trabajar a su son y relajarse con ella. Está en todas partes. Es la música y escribe las canciones.”
Para terminar afirmando:
Como el lenguaje, la tonalidad ha estado históricamente caracterizada por su falta de libertad. La sociedad nos hace tonales: únicamente con la eliminación de esa sociedad se superarán las gramáticas de dominación.
El texto que nos recuerda Zerzan, así como su propia conclusión, no se ciñe sólo al Estado, a la forma de gobierno, sino que hace de la tonalidad el estado general en el que se mueve y es movida la sociedad. Identificando tonalidad y totalidad, espacios públicos y componentes de la sociedad se encontrarían a la misma altura tonal —aunque con rigor debiéramos tener en cuenta por ejemplo, la diferencia de octavas que de modo natural se da entre hombres y mujeres—.
Si en Platón es la música adecuada la que nos hace aptos para la vida en sociedad en el Estado ideal, para Zerzan no es la música sino la sociedad la que nos hace tonales. El planteamiento de Zerzan, aunque claro desde el punto de vista político, genera sin embargo algunas dudas si es pensado desde la relación que se presupone entre lo político y lo sonoro.
La tonalidad se impuso en la música culta europea por un
periodo de unos doscientos años, no más. Antes hubo además otras músicas que fuera de la tonalidad podían ejemplificar la sociedad de su momento. A ello se suma que, en primer lugar, durante la segunda mitad del siglo XX contamos con músicas como el rock o el pop que, siendo básicamente tonales, fueron acompañadas de sentimientos de libertad por parte de los jóvenes y de movimientos de protesta social. En segundo lugar, habría que tener en cuenta los nexos que se establecen entre las máquinas, la música y la sociedad. Por poner sólo un par de ejemplos sería preciso recordar los ritmos de trabajo en las cadenas de montaje de las fábricas y la progresiva importancia de los ritmos iterativos en una gran parte de las músicas electrónicas. Asimismo, convendría traer a la memoria también que la música technosurge del paisaje post-industrial en el Detroit de mediados de los ochenta y que Genesis P. Orridge funda en 1975 Throbbing Gristle, primer grupo de música industrial. En ambos ejemplos, el nexo entre música y sociedad es claro y no se trata obligatoriamente de músicatonal.Estos datos, cuando menos, enturbian la identificación que Zerzan propone entre tonalidad y totalidad, así como el hecho de que sea efectivamente la sociedad la que
nos hace tonales.
El modo en que se ha encarado la relación de música y poder a través de Platón, de Cage y de Zerzan ofrece una imagen del poder como un ente único. El poder fluye desde un solo puntohacia el resto de la sociedad. Incluso en el caso de Zerzan, la sociedad emana un solo tipo de poder que sería el correspondiente a la tonalidad. Pensamos que en la actualidad y en lo referente a música y poder, la aproximación foucaultiana obliga a un análisis más fino tanto del poder como de los nexos que con él se establecen. En Les mailles du pouvoir, Foucault escribe:
nos hace tonales.
El modo en que se ha encarado la relación de música y poder a través de Platón, de Cage y de Zerzan ofrece una imagen del poder como un ente único. El poder fluye desde un solo puntohacia el resto de la sociedad. Incluso en el caso de Zerzan, la sociedad emana un solo tipo de poder que sería el correspondiente a la tonalidad. Pensamos que en la actualidad y en lo referente a música y poder, la aproximación foucaultiana obliga a un análisis más fino tanto del poder como de los nexos que con él se establecen. En Les mailles du pouvoir, Foucault escribe:
Una sociedad no es un cuerpo unitario en el que se ejercería un poder y solamente uno, sino que es en realidad una yuxtaposición, un nexo, una coordinación, una jerarquía, también, de diferentes poderes, que sin embargo se mantienen en su especificidad. (…)La sociedad es un archipiélago de poderes diferentes.
El poder es un entramado, una malla en la que cada cuadrilátero daría cuenta de las distintas yuxtaposiciones, nexos,coordinaciones y jerarquías de poderes diversos. El cuadrilátero formado por música y poder revelaría así que la jerarquía entre el director y la orquesta es sólo una de sus características, pero que también la yuxtaposición, los nexos e incluso la coordinación forman parte de la malla que tejen música y poder. La complejidad del entramado se pone de manifiesto en la definición que Foucault ofrece de la sociedad: un archipiélago de poderes diferentes.
Si la sociedad es un archipiélago, entonces los diferentes poderes son las numerosas islas que no obstante, se nos dice, mantienen su especificidad, es decir pueden ser agrupadas como un archipiélago de poderes. Entre las islas, en el interior de esos cuadriláteros de las mallas del poder, el poder fluye, circula en varias direcciones.
El mismo Foucault ofrece un buen ejemplo de la circulación del poder cuando expone la nueva tecnología disciplinaria que supone la educación en el siglo XVIII. Nos encontramos con un maestro, explica Foucault, para unas docenas de discípulos y es preciso que se obtenga un control permanente, que se produzca una individualización del poder. El modo en que se está sentado ante el maestro es resultado de esta individualización. Todavía, recuerda, a principios del siglo XIX había escuelas donde los alumnos estaban de pie alrededor del profesor. En la actualidad, la mirada del profesor puede recorrer cada uno de los alumnos, puede controlar. Lo mismo ocurrió en los talleres, en la armada… y añadimos, en el ámbito musical. El texto de John Cage antes mencionado terminaba así:
El compositor y el director: el rey y el primer ministro.
También en el ámbito musical encontramos la figura del director como aquél que individualiza los músicos para hacerlos converger en una unidad, la que la interpretación de su batuta impone. Se podría pensar que este poder que se ejerce a través de la individualización ha quedado obsoleto en una sociedad en la que, a partir de la aparición de las grandes masas urbanas y los mass media, el poder parece ejercerse directamente sobre la masa. Pero ambos cohabitan desde antiguo. Por ello, el mismo Cage rompe con sus obras los nexos entre el director y los intérpretes y aboga por considerar la actividad del intérprete, del compositor y del oyente como completamente separadas. De este modo, piensa, se da ejemplo a la sociedad.
El poder que individualiza y el que se ejerce sobre la masa serían la cara y el envés del mismo ejercicio de poder. Por ello, Foucault recuerda que a esta tecnología individualizante se une también, en el siglo XVIII, el descubrimiento de que el poder se ejerce sobre los individuos en tanto que constituyen una “especie de entidad biológica” que puede ser aprovechada para producir. Esta tecnología es la que Foucault denomina la biopolítica y es la que corre en paralelo con los problemas suscitados por la higiene pública, el hábitat, las
condiciones de vida de la ciudad… En esta biopolítica estaría implicada de modo fundamental la ciencia, pero también lo está el arte. Siguiendo con el ejemplo sonoro encontraríamos todos esos modos en los que los sonidos son utilizados para el control de las poblaciones: la escucha en continuidad en los grandes almacenes, aeropuertos, centros médicos, estaciones de metro…, pero también las armas sonoras no letales
utilizadas para dispersar a los participantes de una manifestación, para amedrentar y socavar la moral de los soldados, oponiéndolas a esos otros cantos que se entonan para darse moral, para no sentirse solo sino formando parte de un organismo, del cuerpo social. Pero recordemos, la sociedad ya no es un organismo, es un archipiélago.
Si observamos con atención alguno de los ejemplos expuestos, se podrá dar cuenta del modo en que la tecnología individualizante —en connivencia con las formas disciplinarias residuales que se niegan a desaparecer— se entreteje con la biopolítica para dar lugar a lo que ya conocemos como sociedades de control.
Atendiendo al uso de la música en los transportes públicos encontramos por ejemplo lo siguiente:
Un experimento de seis semanas llevado a cabo en Australia por el servicio ferroviario de Nueva Gales del Sur mostró que la tasa de vandalismo en los trenes había disminuido un 75%: los asientos ya no estaban desgarrados, ni las paredes pintarrajeadas. ¿Por qué? Los habituales sospechosos aparentemente habían desistido de sus prácticas gracias al incesante aluvión de sonatas y conciertos de la época de la Ilustración
europea difundido por los altoparlantes.
Ante este ejemplo no hay quien dudaría en traer a la memoria, en el mejor de los casos, el mito de Orfeo o, en su defecto aquello de que la música amansa a las fieras. Escuchar música europea del siglo XVIII a través de los servicios de megafonía del metro no debía dejar indiferente. Para conocer el alcance
de sus efectos, más allá de la disuasión del vandalismo, se puede consultar la página web de RENFE donde se encontrará un debate sobre la conveniencia o el rechazo a la música que la compañía emite en sus trenes de cercanías. En este foro de discusión se pronuncia desde aquél que se siente agredido por una música que no le gusta y que es a veces emitida a un volumen excesivo, hasta el que la utiliza como defensa de la música que el compañero de trayecto lleva en su iPod.
En el caso del metro de Australia como en el de RENFE se trata de inducir un estado a través de la escucha. La escucha individualiza a un oyente que se desplaza con una masa anónima; le hace reaccionar a lo escuchado. Pero, en tanto estado inducido por la música y el lugar de la escucha, se produce un efecto sobre el colectivo que individualmente está a la escucha. La música no puede ser obviada más que oponiéndole otra música, la banda sonora que uno transporte. La tecnología individualizante y el hábitat conseguido se avienen con una música que hace las funciones de un sistema de control. Por los resultados, no parece que los usuarios del metro de Australia transportaran su propia banda sonora, da la impresión que pasaron a formar parte de la cuadrícula que la música y su difusión construía en unas condiciones determinadas: una cuadrícula de poder.
La trama forjada por este uso de la música obtendría los efectos deseados por el panóptico de Bentham: actuar como si siempre te estuvieran vigilando. La ausencia de visión se suple aquí con la capacidad de la música para ocupar el cuerpo y la mente del oyente. La presencia sonora posee al que oye aún sin que quiera escuchar. Del mismo modo que cada vez más la norma que es interiorizada reemplaza a la ley, así el estado al que puede conducir una música puede suplir y mejorar el efecto de las cámaras de video-vigilancia.
No en vano, siguiendo la etimología de nuestro “oír”, el que oye es el que obedece. Obedecían los animales, los seres humanos y la naturaleza entera a la voz de Orfeo, obedecen los navegantes al canto de las sirenas y obedecen también las ratas y los niños a la música del flautista de Hamelín. Estábamos avisados.
Preguntarse por los modos de escapar a la seducción que los nexos entre música y poder ejercen en ese archipiélago que es la sociedad, obliga a cuestionarse el tipo de escucha que ponemos en obra.
Si imaginamos el paisaje sonoro de una sociedad como un archipiélago de poderes que suenan con diferentes músicas, se deriva que oposiciones tales que hacen de lo global una imposición y de lo local un signo de resistencia y liberación no pueden ser aceptadas en su totalidad. Miller y Yúdice exponen el ejemplo de la nacionalización de la samba en Brasil en los años 30 del siglo anterior, que implicó la intervención del régimen de Vargas en la industria de la música. Un ejemplo más cercano lo tenemos en la creación del rock català a mediados de los ochenta como parte de la estrategia de la política cultural del Govern de la Generalitat.
En un archipiélago sonoro el sonido llega por doquier y el oído se convierte en centro, en la única embarcación posible para transitar entre tanto sonido. Desde los ruidos de las calles del siglo XXI a las burbujas sonoras de tantos individuos con su MP3, el iPod o su coche boom equipado como una discoteca a
cuatro ruedas, pasando por las músicas de ambiente y las músicas que realmente queremos escuchar, la escucha transcurre en continuidad. Todo en este archipiélago de diferentes poderes ha de estar disponible para que el poder siga fluyendo sin restricciones de espacio y/o tiempo; la música y los hombres. Y en esa disponibilidad acontece que por ejemplo, una obra como Carmina Buranade Carl Orff compuesta
durante el Tercer Reich, haya servido al mismo tiempo comoconcierto de inauguración del XX Cicle de Música a la Universitat y como bautismo musical de las nuevas Facultades de Filosofía y de Geografía e Historia de Barcelona en septiembre de 2006. Se dirá que la música es la música, que un sistema musical no tiene por qué tener relación con un sistema de gobierno, se dirán tantas cosas. Pero acaso, ¿es que todos
hemos olvidado al flautista de Hamelín?
No es de extrañar entonces que en el nuevo futuro de la música, el que pronostican David Kusek y Gerd Leonhard, la música sea considerada como la banda sonora de la economía que viene.
Para que la música se constituya aún más en economía emergente no se trata solamente de abarcar lo que ya conocemos como industrias culturales, sino de apelar también a la iniciativa individual, a las corrientes alternativas. Todo parece caber en la economía de este sistema. Por ello, al nexo que se establece entre oír y obedecer es urgente oponer los lazos que existen entre escuchar y auscultar.
Es preciso hacer de la escucha un ejercicio de auscultación para dar cuenta de las mallas en las que están tejidas la música y el poder. Es necesario auscultar para quebrar siquiera por un momento la escucha en continuidad. Por ello, en este archipiélago que compone nuestro paisaje sonoro, pensamos con Guattari que el artista, pero también cualquier oyente, debe ser un mutante.
Los artistas—dirá Guattari— son mutantes, en condiciones muy difíciles para mutar, condiciones de control por las imágenes dominantes, por los medias, por el sistema de galerías, por ejemplo. (…) son gente que tienen el coraje de jugarse su existencia sobre un proceso de singularidad y por ello nos ofrecen un paradigma interesante.
Si la tecnología del poder que individualiza está ligada con la biopolítica, hay que sospechar de los procesos de individuación que responden a formas disciplinarias y a sistemas de control. Por ello, la creación de singularidades siempre dispuestas a mutar pueden, si no quebrar, al menos dañar las mallas del poder. Singularidades sonoras como el trabajo de Víctor Nubla con Gràcia Territori Sonor podrían ejemplificar
una actitud de escucha que no quiere obedecer. También serían buenos ejemplos los modos de producción y distribución musical alternativos como BCore que se enfrentan a los grandes sellos comerciales, los músicos que siguen experimentando más allá de los géneros que se estandarizan, las propuestas directamente dirigidas a auscultar los nexos entre música y poder como las realizadas por laOrquestra del Caos o las páginas web que como NoMuzak invitan a llevar a cabo la propia selección musical.
En esta creación de singularidades la atención a lo micro es fundamental. Del mismo modo que la distancia con el capitalismo se hace sentir en los sistemas de microfinanzas a las poblaciones que están excluidas del sistema bancario organizado por el capital, así la escucha atenta de las islas sonoras que forman el archipiélago puede contribuir a detectar esas conexiones que, por formar parte del control, pasan desapercibidas.
Pero, aún en la atención a lo micro y a las singularidades mutantes, la escucha que ausculta debe tener presente que ella es sólo un momento de una escucha que se da en continuidad; que el oyente también está obligado a ser un mutante. Por eso, de vez en cuando, es bueno volver a escuchar lo que sucedió hace mucho, muchísimo tiempo en la próspera ciudad de Hamelín.
Si la sociedad es un archipiélago, entonces los diferentes poderes son las numerosas islas que no obstante, se nos dice, mantienen su especificidad, es decir pueden ser agrupadas como un archipiélago de poderes. Entre las islas, en el interior de esos cuadriláteros de las mallas del poder, el poder fluye, circula en varias direcciones.
El mismo Foucault ofrece un buen ejemplo de la circulación del poder cuando expone la nueva tecnología disciplinaria que supone la educación en el siglo XVIII. Nos encontramos con un maestro, explica Foucault, para unas docenas de discípulos y es preciso que se obtenga un control permanente, que se produzca una individualización del poder. El modo en que se está sentado ante el maestro es resultado de esta individualización. Todavía, recuerda, a principios del siglo XIX había escuelas donde los alumnos estaban de pie alrededor del profesor. En la actualidad, la mirada del profesor puede recorrer cada uno de los alumnos, puede controlar. Lo mismo ocurrió en los talleres, en la armada… y añadimos, en el ámbito musical. El texto de John Cage antes mencionado terminaba así:
El compositor y el director: el rey y el primer ministro.
También en el ámbito musical encontramos la figura del director como aquél que individualiza los músicos para hacerlos converger en una unidad, la que la interpretación de su batuta impone. Se podría pensar que este poder que se ejerce a través de la individualización ha quedado obsoleto en una sociedad en la que, a partir de la aparición de las grandes masas urbanas y los mass media, el poder parece ejercerse directamente sobre la masa. Pero ambos cohabitan desde antiguo. Por ello, el mismo Cage rompe con sus obras los nexos entre el director y los intérpretes y aboga por considerar la actividad del intérprete, del compositor y del oyente como completamente separadas. De este modo, piensa, se da ejemplo a la sociedad.
El poder que individualiza y el que se ejerce sobre la masa serían la cara y el envés del mismo ejercicio de poder. Por ello, Foucault recuerda que a esta tecnología individualizante se une también, en el siglo XVIII, el descubrimiento de que el poder se ejerce sobre los individuos en tanto que constituyen una “especie de entidad biológica” que puede ser aprovechada para producir. Esta tecnología es la que Foucault denomina la biopolítica y es la que corre en paralelo con los problemas suscitados por la higiene pública, el hábitat, las
condiciones de vida de la ciudad… En esta biopolítica estaría implicada de modo fundamental la ciencia, pero también lo está el arte. Siguiendo con el ejemplo sonoro encontraríamos todos esos modos en los que los sonidos son utilizados para el control de las poblaciones: la escucha en continuidad en los grandes almacenes, aeropuertos, centros médicos, estaciones de metro…, pero también las armas sonoras no letales
utilizadas para dispersar a los participantes de una manifestación, para amedrentar y socavar la moral de los soldados, oponiéndolas a esos otros cantos que se entonan para darse moral, para no sentirse solo sino formando parte de un organismo, del cuerpo social. Pero recordemos, la sociedad ya no es un organismo, es un archipiélago.
Si observamos con atención alguno de los ejemplos expuestos, se podrá dar cuenta del modo en que la tecnología individualizante —en connivencia con las formas disciplinarias residuales que se niegan a desaparecer— se entreteje con la biopolítica para dar lugar a lo que ya conocemos como sociedades de control.
Atendiendo al uso de la música en los transportes públicos encontramos por ejemplo lo siguiente:
Un experimento de seis semanas llevado a cabo en Australia por el servicio ferroviario de Nueva Gales del Sur mostró que la tasa de vandalismo en los trenes había disminuido un 75%: los asientos ya no estaban desgarrados, ni las paredes pintarrajeadas. ¿Por qué? Los habituales sospechosos aparentemente habían desistido de sus prácticas gracias al incesante aluvión de sonatas y conciertos de la época de la Ilustración
europea difundido por los altoparlantes.
Ante este ejemplo no hay quien dudaría en traer a la memoria, en el mejor de los casos, el mito de Orfeo o, en su defecto aquello de que la música amansa a las fieras. Escuchar música europea del siglo XVIII a través de los servicios de megafonía del metro no debía dejar indiferente. Para conocer el alcance
de sus efectos, más allá de la disuasión del vandalismo, se puede consultar la página web de RENFE donde se encontrará un debate sobre la conveniencia o el rechazo a la música que la compañía emite en sus trenes de cercanías. En este foro de discusión se pronuncia desde aquél que se siente agredido por una música que no le gusta y que es a veces emitida a un volumen excesivo, hasta el que la utiliza como defensa de la música que el compañero de trayecto lleva en su iPod.
En el caso del metro de Australia como en el de RENFE se trata de inducir un estado a través de la escucha. La escucha individualiza a un oyente que se desplaza con una masa anónima; le hace reaccionar a lo escuchado. Pero, en tanto estado inducido por la música y el lugar de la escucha, se produce un efecto sobre el colectivo que individualmente está a la escucha. La música no puede ser obviada más que oponiéndole otra música, la banda sonora que uno transporte. La tecnología individualizante y el hábitat conseguido se avienen con una música que hace las funciones de un sistema de control. Por los resultados, no parece que los usuarios del metro de Australia transportaran su propia banda sonora, da la impresión que pasaron a formar parte de la cuadrícula que la música y su difusión construía en unas condiciones determinadas: una cuadrícula de poder.
La trama forjada por este uso de la música obtendría los efectos deseados por el panóptico de Bentham: actuar como si siempre te estuvieran vigilando. La ausencia de visión se suple aquí con la capacidad de la música para ocupar el cuerpo y la mente del oyente. La presencia sonora posee al que oye aún sin que quiera escuchar. Del mismo modo que cada vez más la norma que es interiorizada reemplaza a la ley, así el estado al que puede conducir una música puede suplir y mejorar el efecto de las cámaras de video-vigilancia.
No en vano, siguiendo la etimología de nuestro “oír”, el que oye es el que obedece. Obedecían los animales, los seres humanos y la naturaleza entera a la voz de Orfeo, obedecen los navegantes al canto de las sirenas y obedecen también las ratas y los niños a la música del flautista de Hamelín. Estábamos avisados.
Preguntarse por los modos de escapar a la seducción que los nexos entre música y poder ejercen en ese archipiélago que es la sociedad, obliga a cuestionarse el tipo de escucha que ponemos en obra.
Si imaginamos el paisaje sonoro de una sociedad como un archipiélago de poderes que suenan con diferentes músicas, se deriva que oposiciones tales que hacen de lo global una imposición y de lo local un signo de resistencia y liberación no pueden ser aceptadas en su totalidad. Miller y Yúdice exponen el ejemplo de la nacionalización de la samba en Brasil en los años 30 del siglo anterior, que implicó la intervención del régimen de Vargas en la industria de la música. Un ejemplo más cercano lo tenemos en la creación del rock català a mediados de los ochenta como parte de la estrategia de la política cultural del Govern de la Generalitat.
En un archipiélago sonoro el sonido llega por doquier y el oído se convierte en centro, en la única embarcación posible para transitar entre tanto sonido. Desde los ruidos de las calles del siglo XXI a las burbujas sonoras de tantos individuos con su MP3, el iPod o su coche boom equipado como una discoteca a
cuatro ruedas, pasando por las músicas de ambiente y las músicas que realmente queremos escuchar, la escucha transcurre en continuidad. Todo en este archipiélago de diferentes poderes ha de estar disponible para que el poder siga fluyendo sin restricciones de espacio y/o tiempo; la música y los hombres. Y en esa disponibilidad acontece que por ejemplo, una obra como Carmina Buranade Carl Orff compuesta
durante el Tercer Reich, haya servido al mismo tiempo comoconcierto de inauguración del XX Cicle de Música a la Universitat y como bautismo musical de las nuevas Facultades de Filosofía y de Geografía e Historia de Barcelona en septiembre de 2006. Se dirá que la música es la música, que un sistema musical no tiene por qué tener relación con un sistema de gobierno, se dirán tantas cosas. Pero acaso, ¿es que todos
hemos olvidado al flautista de Hamelín?
No es de extrañar entonces que en el nuevo futuro de la música, el que pronostican David Kusek y Gerd Leonhard, la música sea considerada como la banda sonora de la economía que viene.
Para que la música se constituya aún más en economía emergente no se trata solamente de abarcar lo que ya conocemos como industrias culturales, sino de apelar también a la iniciativa individual, a las corrientes alternativas. Todo parece caber en la economía de este sistema. Por ello, al nexo que se establece entre oír y obedecer es urgente oponer los lazos que existen entre escuchar y auscultar.
Es preciso hacer de la escucha un ejercicio de auscultación para dar cuenta de las mallas en las que están tejidas la música y el poder. Es necesario auscultar para quebrar siquiera por un momento la escucha en continuidad. Por ello, en este archipiélago que compone nuestro paisaje sonoro, pensamos con Guattari que el artista, pero también cualquier oyente, debe ser un mutante.
Los artistas—dirá Guattari— son mutantes, en condiciones muy difíciles para mutar, condiciones de control por las imágenes dominantes, por los medias, por el sistema de galerías, por ejemplo. (…) son gente que tienen el coraje de jugarse su existencia sobre un proceso de singularidad y por ello nos ofrecen un paradigma interesante.
Si la tecnología del poder que individualiza está ligada con la biopolítica, hay que sospechar de los procesos de individuación que responden a formas disciplinarias y a sistemas de control. Por ello, la creación de singularidades siempre dispuestas a mutar pueden, si no quebrar, al menos dañar las mallas del poder. Singularidades sonoras como el trabajo de Víctor Nubla con Gràcia Territori Sonor podrían ejemplificar
una actitud de escucha que no quiere obedecer. También serían buenos ejemplos los modos de producción y distribución musical alternativos como BCore que se enfrentan a los grandes sellos comerciales, los músicos que siguen experimentando más allá de los géneros que se estandarizan, las propuestas directamente dirigidas a auscultar los nexos entre música y poder como las realizadas por laOrquestra del Caos o las páginas web que como NoMuzak invitan a llevar a cabo la propia selección musical.
En esta creación de singularidades la atención a lo micro es fundamental. Del mismo modo que la distancia con el capitalismo se hace sentir en los sistemas de microfinanzas a las poblaciones que están excluidas del sistema bancario organizado por el capital, así la escucha atenta de las islas sonoras que forman el archipiélago puede contribuir a detectar esas conexiones que, por formar parte del control, pasan desapercibidas.
Pero, aún en la atención a lo micro y a las singularidades mutantes, la escucha que ausculta debe tener presente que ella es sólo un momento de una escucha que se da en continuidad; que el oyente también está obligado a ser un mutante. Por eso, de vez en cuando, es bueno volver a escuchar lo que sucedió hace mucho, muchísimo tiempo en la próspera ciudad de Hamelín.
Tomado de: https://observatoridemusica.wordpress.com/