sábado, 7 de enero de 2012

DOSSIER ENSAYOS POETICAS LATINOAMERICANAS 2




Poesía mexicana: la subversión de la vanguardia
Miguel Angel Zapata
La segunda subversión
El imaginario de la poesía de un país determinado exige una
lectura que atienda a su propia tradición idiomática, sin pasar por alto
los vasos comunicantes con la poesía de otras latitudes. De esta manera,
la poesía mexicana se desterritorializa de la misma manera que la lírica
hispanoamericana se dispersa. Octavio Paz en Poesía en movimiento
redescubre una cadena de relaciones que la poesía mexicana tiene con la
poesía latinoamericana y con poetas que escriben en distintos idiomas.
Esta globalización literaria ya la había comenzado Rubén Darío en su
diálogo con el ciclo clásico, los parnasianos, y el Siglo de Oro español.
Por eso Paz es tajante cuando dice que la expresión poesía mexicana es
ambigua. Pareciera que los poetas que adquieren un reconocimiento
unánime ya no pertenecen a ningún país determinado sino a la lengua
en que escriben. En ese mismo nivel, cuando uno dice “Daríó” no
pensamos de inmediato en Nicaragua, sino en Azul… o Prosas Profanas.
O si repetimos Vallejo, navegamos en Trilce y Los heraldos negros, y
Santiago de Chuco queda en la memoria de la imaginación. Y así con
Huidobro, Borges y Paz. La planicie de la poesía mexicana actual es
consecuencia de lo que Octavio Paz, en otro contexto, ha llamado la
subversion de la vanguardia, al referirse a los poetas modernistas
(Cuadrivio 13). Octavio Paz dice que Lugones influye en la nueva poesía
mexicana a través de López Velarde, y en la Argentina a través de Borges.
Está claro que el modernismo abrió las ventanas de la literatura en
Hispanoamérica, y refrescó a tiempo el aire de sus viejos claustros. La
llegada de la vanguardia amplió el saludable deseo de experimentación,
que es el que en definitiva ha marcado las coordenadas de la poesía
contemporánea. La nueva poesía mexicana está ligada al circuito del
modernismo y la vanguardia, y las subsiguientes subversiones que se
pueden sentir a principios del siglo xxi. Al comentar la poesía mexicana
actual es necesario reconocer las contribuciones de Salvador Díaz Mirón
(1853-1928) y Amado Nervo (1870-1919): el control y la abundancia. Por
otro lado, el aporte de Ramón López Velarde (1888-1921) es esencial. Al
respecto, José Emilio Pacheco sugiere que el poeta de Zacatecas es
contemporáneo tal vez de quienes ni siquiera oyó hablar: Jules Laforgue
y su bufonería dolorida lo aproximan al joven T.S. Eliot, y su desolación
y su protesta contra “la dolorosa naturaleza” lo relacionan con el primer
Vallejo (Antología del Modernismo 308). Paz había dicho en Poesía en
movimiento que la poesía de López Velarde tiene más de un parecido con
la del argentino Lugones que, a su vez, se parece a la del francés
Laforgue (3).
Los mejores poetas actuales recombinan las prácticas líricas de
esta amalgama de voces, y matizan su elaborado constructo con la
imaginería de poetas renovadores como José Juan Tablada (1871-1945).

Octavio Paz, dice que Tablada, es quizás el poeta mexicano más joven.
Tablada es un poeta alegre, juguetón pero profundo, escribió una verdad
significativa que se puede interpolar con otros continentes: “Es de México
y Asia mi alma un jeroglífico”, dice el poeta. Esta veneración o influencia
podría ser de Francia, de la cultura Maya, de Horacio o Virgilio, pero
también de Japón. Tablada aún espera un estudio serio de sus
contribuciones líricas, y para colocarlo donde pertenece, al grupo de
renovadores de la lengua, y de la nueva poesía latinoamericana.
De acuerdo con Anthony Stanton, la primera mitad del siglo veinte
está dominada por el poeta y ensayista Alfonso Reyes y tal vez la segunda
mitad por Octavio Paz (Inventores 13). Claro, a estas alturas del siglo
veintiuno, encontramos nuevas voces y nuevos comienzos, se ha
terminado una era, tal vez un estilo o una sinrazón, y recomienza otra
etapa, pero en otra planicie: en la planicie del sentido y del significado,
no del garabato y la aparente destrucción verbal. O sea, nace la era del
rigor que fue siempre el mismo desde Díaz Mirón, Darío, Vallejo, y de
Horacio, Virgilio, Dante, y de todo el periodo clásico. Cada generación
crea sus propias subversiones, sus propios íconos, y al mismo tiempo los
destruye sin remedio, porque no queda otra salida.
Después de la presencia de los Contemporáneos, grupo clave en el
desarrollo de la poesía mexicana moderna, la poesía de México cambió
por completo. Los Contemporáneos crearon una fisura, aunque en su
tiempo los críticos no vislumbraron su verdadero aporte. Se sabe que
este grupo no estaba formado sólo por poetas (Pellicer, Torres Bodet,
Gorostiza, Ortíz de Montellano, González Rojo, Cuesta, Villaurrutia, Novo
y Owen) sino también por pintores, fotógrafos, y músicos. Jorge Cuesta,
señala que lo indispensable del grupo es su actitud crítica, su desamparo
y su voluntad de “decepcionar” los estereotipos establecidos, según
apunta Antohny Stanton en su artículo, “Los contemporáneos hoy”
(Códice 8). Stanton agrega que sin el rigor, la lucidez, la libertad y el
riesgo de los Contemporáneos, no hubiera sido posible la obra de Octavio
Paz (Códice 14). Es verdad. A partir de Paz reaparece el aprecio por el
rigor y la exploración crítica de la obra individual. Así, en esta
continuidad y ágiles sobresaltos, se distingue la impecable obra de
escritores y poetas como Alí Chumacero, Alvaro Mutis, Jaime Sabines,
Rubén Bonifaz Nuño, Marco Antonio Montes de Oca, Rosario
Castellanos, Tomás Segovia, Ulalume González de León, Gerardo Deniz,
Eduardo Lizalde, y más recientemente Francisco Cervantes , José Emilio
Pacheco, Homero Aridjis, y otros más jóvenes.
Desde afuera se ve a México como a uno de los países más ricos en
sus aportes en el campo de la poesía, junto con el Perú, Colombia,
Argentina, y Chile. Desde afuera se lee con atención los nuevos libros de
las distintas editoriales mexicanas, que si se comparan con las existentes
en otros países hispanoamericanos, son innumerables. Una lectura
superficial como ésta para esta muestra, sólo podría alcanzar a unos
cuantos nombres, que a lo largo de poco más de varias décadas han
publicado libros memorables, o han reeditado sus obras, o publicado su
poesía reunida. Esta presente muestra de poesía mexicana no puede ni
debe ser definitiva. Hay criterios y gustos, y cada lector debe tambien ver
y sentir las ausencias, o tal vez las presencias. En esta muestra figuran
poetas que no sólo resuenan en México, sino que tienen lectores en
muchos países latinoamericanos. La poesía, de esta manera, traspasa
fronteras y nos une sin saber exactamente cómo procede este enlace con
el otro.
La poesía de Rubén Bonifaz Nuño posee una exactitud en los
versos rígidos, pero también en sus poemas encontramos otro
acercamiento fundamental, el cual consiste en una sutil y agresiva
exploración de la forma: “Llueve en México; llueve/ como para salir . . . a
descubrir, como un borracho auténtico/, el secreto más íntimo y
humilde/ de la fraternidad; poder decirte/ hermano mío si te encuentro/
Porque tú eres mi hermano. Yo te quiero”. A primera vista se notan
rasgos de la poesía de César Vallejo, sobre todo cuando el poeta peruano
nos habla de ese corazón que sale en busca de su pan, o para tocar el
hombro de alguien, y buscar una respuesta ante la soledad y la
indiferencia. Aun cuando la lluvia es un elemento disonante en la poesía
de Vallejo, en Bonifaz Nuño adquiere otro matiz revitalizante. El
escenario se sitúa en el marco de una ciudad específica: México, y la
lluvia es la puerta invisible que nos pide salir al encuentro con el otro.

La incesante búsqueda en la poesía de Bonifaz Nuño consigue algunos
resultados inquietantes.
Un caso contradictorio y particular es el caso de la poesía de Jaime
Sabines. Durante las muchísimas ocasiones que he estado en México he
escuchado comentarios de poetas y lectores sobre Sabines: “Es un poeta
muy fácil” decían algunos poetas jóvenes que buscaban y siguen
buscando un lenguaje más oscuro e incomprensible que ni ellos
entienden. Otros lo defendían y decían: “hay algunos poemas
rescatables de Sabines”. En mi caso, nunca tuve la suerte de ver en
persona a Jaime Sabines, pero sí sabía de sus árboles helados, de su
tierra seca, y de sus peces fijos idénticos al agua. Sabines escribe
caminando, mirando y reinventando el mundo: transfigurando un ropero
en una mujer, un espejo en la memoria, el jardín de las delicias en la
sombra de la muerte, y el canto de los pájaros en gotas de aire caliente.
Leo a Sabines porque dentro de esa aparente sencillez se esconde una
condición espiritual que es el punto de partida de un proceso metafórico
de interiorización, donde pervive la búsqueda de una unidad entre el
mundo exterior y la interioridad espiritual. Lo leo porque su poesía no es
una cosa fría y acósmica, en cambio a través de la lectura detenida
redescubro la plurisignificación de su poética cristalina, es decir, una
poética de excepcional claridad que se engarza con la concisión de la
palabra, no con un facilismo rebuscado sino con la proporcionalidad
transparente del cuarzo o el cristal de los griegos. Leo a Sabines porque
como Rimbaud nunca perdió la costumbre infantil de sonrojarse. Al
mismo tiempo su poesía es como la turquesa y el acero. El autor de Horal
también nos recuerda al prurito de lo humano en Vallejo, y al Baudelaire
que buscaba la voluptuosidad en el mal. Aunque suene extraño para
algunos, Sabines escribió para cambiar la vida, algo interminable pero no
imposible. Michel Butor, al igual que Rimbaud escribieron para cambiar
la vida, para aquel libro futuro que todos los poetas tratamos de escribir.
En una de esas vertienes se ubica la obra poética de Rosario Castellanos
(1925-1974). Su poesía más lúcida es aquella donde convergen el
escenario de una memoria pertinaz y la vigilia de la infancia. A pesar de
que sus mejores poemas como “La casa vacía” o “Fábula y laberinto” no
aparecen en las “mejores” antologías de poesía extranjeras, es en esos
poemas donde la poeta encuentra un lugar perdurable en la poesía
mexicana e hispanoamericana:
La niña abrió una puerta y se perdió
en la Torre del Viento
y caminó con frío y tuvo sed
y lloraba de miedo.
Torre del Viento donde un grito crece
Interminablemente sin alcanzar el eco.
Eduardo Lizalde quien curiosamente no fue incluído en Poesía en
movimiento (1966), es un poeta notable. Paz cometió un grave error (que
levante la mano quien esté libre de tales errores) conjuntamente con los
otros poetas que participaron en esa empresa al ignorar la presencia del
joven poeta Lizalde. Esto comprueba que tampoco hay nada definitivo en
las muestras o antologías de un país determinado o a nivel continental.
Nadie es infalible en el proceso de selección que se requiere para
preparar una antología poética. Lizalde es un poeta que ha recreado un
lenguaje distinto y perdurable. En Las huellas del tigre (México, 2002) se
puede apreciar una amplia muestra de su obra, que fuera de México no
pasa desapercibida. El autor de los versos: “Hay un tigre en la casa/ que
desgarra por dentro al que lo mira” trae una novedad en sus
significantes. Su bestiario no sólo atrae el ambiente de la casa sino el
origen del amor erótico pero visto desde una perspectiva menos mística y
más carnal y espiritual. La belleza de la naturaleza se embilece, pero
también se armoniza y se contradice: “La rosa es como un león recién
nacido” dice Lizalde. Lizalde es un poeta nuevo, siempre joven. Aquí el
aporte consiste en ese juego entre la belleza de lo natural, y la bestia que
también en su devenir es hermosa:
Tigre atrapado en la vitrina,
gime el mar
detrás de la ventana.
Se contonea y maldice y ruge
y se destroza contra los cristales,
sangra cuchillos al herirse
y grita y muge y silba y hace gárgaras.
Envuelve y cañonea con su ronquido,
tira zarpazos blancos,
y teje los mejores encajes pasajeros.
Se pone intolerable, aúlla, trota,
marcha, empuja, cae, destruye,
pero no le abrimos.
Más tarde,
cuando el sueño de ella
es como el pozo más profundo,
cuando sueña y me olvida,
abro la puerta
y miro cómo
la desgarra el mar.
Aquí la furia se transfigura en una palabra fija y segura. La furia torna a
la palabra
profunda y transparente como el cristal, y tan ancha como el mar. Una
palabra que desea, grita y muge ante las puertas recusables del lenguaje.
Un poeta parejo y profundo es Francisco Cervantes (1938-2004).
Esto se corrobora en Cantado para nadie (México: F.C.E. 1997), donde
reunió hasta ese año su poesía completa. Lo onírico y la precisión del
lenguaje es una de sus características fundamentales. El poeta
encuentra en su asombro un mundo vacío, donde lo único recuperable
es el sueño y el lenguaje. Cervantes escribe:
Hay un gesto extraño en estos días
Que desde la luz te mira . . .
Tal vez no existes y caminas,
Tal vez eres tan sólo ese “tal vez”…
Finarás las líneas
Sin corregir las otras líneas.
El lector percibe la tenue luz de un Fray Luis de León renovado y
reinventado. A Francisco Cervantes pregúntenle por Pessoa y los sueños
de Portugal, Bogotá, Charry Lara, y los poetas malditos. En otra vertiente
se unica la poesía de José Emilio Pacheco (1939). Pacheco publica Tarde
o temprano (F.C.E., 2000), una colección de poesías que lo coloca entre
los autores más audaces de la poesía mexicana e hispanoamericana
contemporánea. Su intenso afán de pureza (me refiero a la infinita
corrección del poema, como también es el caso de Juan Ramón Jiménez)
lo lleva a niveles elevados en la exploración del lenguaje, y su relación
intensa con la vida. Los temas en la poesía de Pacheco forman un círculo
de variantes: ahí están las ciudades recorridas entre el horror y la
fascinación, el amor, la arena del tiempo, y el silencio de la luna. Desde
Los elementos de la noche (1963) la preocupación por el paso del tiempo
ha sido una constante en su poesía, y también la premonición del
desastre. Octavio Paz señala que la poesía de Pacheco se inscribe no en
el mundo de la naturaleza sino en el de la cultura, y dentro de éste en su
mitad en sombra. La danza de Pacheco también tiene mucho que ver con
la ecología y la conservación del mundo. Así figuran poemas en los que
se multirelacionan elementos de la naturaleza con otros humanos, y el
tiempo transcurrido e indetenible. La poesía de Pacheco está dotada de
una compleja transparencia. Su aporte consiste en la prolongación
emotiva de su cosmética: la arena errante es la brasa que se convierte en
llama, y engendra la metáfora del devenir. Así, lentamente se van
transfigurando las imágenes más sorprendentes en el poema. No son
imágenes comúnes, sino que responden a una observación detenida de
los elementos del mundo y nos sorprenden (ahí la anatomía de la aguja,
la rugosa nuez, los discos de leña, la piedra y el insecto que se frota
contra el cáliz). En cada poema hay un vuelo distinto, un pensamiento
que transluce serenidad, una ola que nos detiene y se fuga con nosotros.
Su poesía cumple certeramente la propuesta de Bachelard: sus libros
están poblados de una imagineria radiante pero evasiva, no forma sino
que deforma las imágenes. La poesía de Homero Aridjis, en cambio, se
mueve en el terrtorio de los significantes y el espacio. La espacialidad le
da al poema un tono irregular y sostenido. La página en blanco es un
reto para el poeta. En ciertas ocasiones aparece un ángel que desubica e
instiga al lector, es el ángel de los nombres: “Al igual que el hombre, /
que nombrando los siglos venideros/ha nombrado el olvido, / el ángel va
poniendo nombres/ a los lugares que visita/ y a las cosas que mira, /
para que sus pasos sobre la tierra/ no sigan un curso ciego”.
Marco Antonio Campos (1949) con Poesía Reunida (1970-1996) (El
Tucán de Virginia, 1997) logra crear poemas intensos y de una
arquitectura notable. Los poemas en verso largo recobran una vivacidad
renovada en la poesía mexicana. En “Rosas” se lee: “Las vi a diario, en
los meses en flor, /en prados del jardín de aquella iglesia/que atenuaba
las calles de Mixcoac/ventana y pájaro del mundo leve…”. Campos
impregna a la poesía con un nuevo sabor y un sonido diferente: la vida
no es sólo una representación de las visiones del hablante, sino también
una huella verdadera de lo vivido. Pareciera repetir con Antonio Cisneros:
la poesía hay que vivirla. En otro contexto, Víctor Manuel Mendiola
(1954) publica Tan oro y ogro (UNAM, 2003) donde reúne sus poemas
(1987-2002). En esta colección se puede observar la destreza de
Mendiola al controlar con precisión el ritmo en el poema, que sin llegar a
ser música pura deja un sonido casi de perfección. Es que el poeta está
preocupado no sólo en los fonemas sino en la amplia y compleja
arquitectura del poema. El lector puede apreciar las esquirlas
maravillosas de Agujas, por ejemplo, entre otros textos Su búsqueda
llega a obtener resultados positivos en el poema “Viaje”:
La vibrante pared azul
de la montaña
y contra ella las nubes.
Todo desciende y sube un poco más
por la frente azul del día.
Hasta la máquina del auto
desciende y sube
como una idea.
Mendiola se ha caracterizado también por la práctica de formas antiguas
pero reinventándolas. Esto lo consigue con soltura en Vuelo 294. Saúl
Yurkievich dice que este libro logra una bella amalgama entre forma fija
y polifonía. Sin duda, el soneto ofrece una eficaz relojería poética.
La escritura de Francisco Hernández (1946) es renovadora.
Hernández juega con la metáfora de la música que es la metáfora del
lenguaje. El poema es un pentagrama y también un arte para mirarlo.
Uno no sólo escucha la música sino la mira, uno no sólo mira la pintura
sino que la escucha. Entonces el poema es una abeja, un río, el alma
debajo del agua. Hernández reintroduce en México la obvia relación entre
las artes, y con resultados esplendentes. Antonio Deltoro (1947) publica,
Poesía reunida (UNAM, 1999). Sus mejores poemas traen esa
combinación tan ansiada en la poesía: complejidad y transparencia:
“Descansa la luz de todo el día/alrededor de los objetos, fuera del
lustre/. . .descansa la luz de sí misma en la tarde…”. Deltoro sabe
recombinar las imágenes de la naturaleza, con la intrínseca revelación de
la infancia y la luz de los objetos. El interior y el exterior están siempre
en contrapunto: el aire, la luz, el sol, y también el cuerpo. Es el poeta del
asombro. El mismo lo dice: “La lucidez del asombro consiste en una
doble operación: en mantener vivo el asombro y en recoger los frutos que
el asombro sembró”. En su poesía hay polvo, agua, lluvia, inocencia
nociva que viene de una luz extraña. Pythia de Gloria Gervitz (Mario del
Valle Editor, 1993), es un libro transgresor que toca las raíces del
lenguaje. Es una palabra que funciona y sobrevive en el vacío del
espacio, y adentro existe la soledad del cuerpo y del amor. Un libro
complejo y delicioso: “Tócame adentro de ti/ con esa contención que se
desborda/ tócame/en esta oscuridad del pensamiento/,”. Efraín
Bartolomé (1950) encuentra en el sonido de la naturaleza el mito de la
tradición. Mediante un lenguaje fijo, el poema se dispersa por el espacio
buscando el canto del pasado y del futuro: “Lengua de mis abuelos
Habla por mí/ No me dejes mentir…”. Luis Miguel Aguilar (1956) publica
en La Centena, 2000, Chetumal Bay Anthology. El libro de Aguilar es un
poemario diferente: nos narra historias mediante el uso del lenguaje
narrativo (al estilo de la mejor poesía norteamericana) pero que llega a
colmar el texto de precisión con imágenes inusuales y a la vez reales.
Recrea el mito de Quintana Roo, allá al sur, en Chetumal, donde todo
sucede, donde las palabras se humedecen con la líbido, y las prostitutas
y el sol se acaban temprano en la noche.
Silvia Tomasa Rivera es la poeta del desenfado. Es la poeta de la
orilla y del río, del deseo y la naturaleza: “El olor a madera viene de tus
piernas,/ allí comienza el bosque”. Manuel Ulacia (1953-2002) publica
un libro memorable: Origami para un día de lluvia (1era ed. 1990, La
Centena, 2001). Origami es un libro necesario en la poesía mexicana
contemporánea. Manuel Ulacia dice: “Quien escucha llover ya es otro. /
Está sentado en un cuarto futuro/ que tú aún no conoces”.
La poesía mexicana es compleja, y su devenir sólo lo determinará
el tiempo. Mientras tanto vale la pena estar atento a las nuevas voces
literarias que emergen del silencio. Por ejemplo, la poesía de María
Baranda es sorprendente, y se desarrolla en varios niveles: por un lado
hay un deseo de expresión interior que está conectado con el ambiente
natural y los objetos del mundo. Así, el agua, el cielo, y la voz se unen
para sonar como una hermosa fábula que nos estremece. La presencia
del mar es una constante en sus poemas: “El mar,/tiene que ser el mar,
/ con su carga de viudas quebrantadas/ y sus hijas en la ronda de la
noche, /con sus grandes murallas de fábulas,/ verde sobre peñas y
arrecifes,/ en la embriaguez del tiempo,/ en el santo oficio,/. . ./ con su
rostro como un dolor redondo y su cola pateando en el vacío . . .”
Recientemente Enzia Verduchi (Italia, 1967) saca a la luz un libro
refrescante, El bosque de la hormiga (2002). En “Las Trasterradas” dice:
“Regresamos a la tierra nunca propia/ huella de patria imaginaria.
Llevamos/ por dentro la casa dentro de la casa, el árbol y el sueño”. Un
aire fresco para la nueva poesía mexicana. Por otro lado, Tequila con
calavera (1993) de Samuel Noyola (1965) es un libro fundacional en la
novísima poesía mexicana. Los poemas de Noyola circulan entre las
esferas de la vida y el lenguaje. Pero el lenguaje y la vida adquieren una
fusión energizante con la metáfora del fuego que se manifiesta en el acto
de escribir. Loyola es tal vez el poeta más dotado de su generación. El
poeta escribe:
Entre las llamas frías de la tarde azulada
veía de la mar el cielo y sangre en la rosa
inclinar mi canción a la luz de la página.
Caligrafía o imagen, ideograma del silencio,
Mi sangre entró de golpe a la escritura.
Por esa voz Dios que en lo obscuro
llama a Samuel y canta David
fui un infante ritual de los altares.
El espíritu gravitaba sereno
cegado por el aroma del incienso.
Contrastes del mármol y el vino,
la túnica negra, el pan dorado.
El tránasito del coro que mece la nave
y el latido de la sangre mortal
que anima la pagana flor del vivio.
Noyola entiende que la escritura viene de adentro, no es sólo una
cuestión visual. El poema brota como la sangre que es la que mide
nuestras pasiones y tensiones en la vida.
Por otro lado, Jorge Fernández Granados retoma una veta que había
iniciado Rosario Castellanos, y anteriormente Borges en Fervor de
Buenos Aires, y mucho antes Charles Baudelaire en Las Flores del Mal.
El tema de la casa adquiere otro ambiente fascinante: la casa tiene su
propia habla cotidiana, y los objetos (los muebles, por ejemplo) adquieren
rasgos humanos. Fernández Granados nos habla desde lo profundo del
habla cotidiana.
La poesía mexicana se comunica con la poesía hispanoamericana a
través de sus distintas generaciones. En Sudamérica, por ejemplo, se
habla de las promociones del 50, 60, 70, 80 y los nuevos del noventa.
Eso significa, a diferencia de México, que los poetas comenzaron a
publicar en esas décadas, pero no la existencia de una generación. Así,
autores como Carlos Germán Belli o Blanca Varela establecen una
relación con el rigor de los poetas mexicanos de la generación de
Eduardo Lizalde; Antonio Cisneros (Lima, 1942), Marco Martos (Piura,
Perú, 1942), Rodolfo Hinostroza (Perú, 1941) con la generación de
Cervantes, Pacheco y Aridjis; Francisco Hernández con la generación de
Raúl Zurita (Chile 1951), y José Watanabe (Perú, 1946), y así
sucesivamente se abren los puntos de contacto, y se concluye que la
mejor poesía mexicana e hispanoamericana actual combina la
complejidad y la transparencia, y aparte del rigor impuesto en el poema,
es también una poesía que tiene una entrañable relación con la vida y el
lenguaje subversivo.

Bibliografía
Pacheco, José Emilio. Antología del Modernismo (1884-1921). México:
Universidad Nacional Autónoma de México- Ediciones ERA, 1999.
Paz, Octavio. Cuadrivio. México: Joaquín Mortiz, 1991.
__________. Poesía en movimiento. México: Siglo veintiuno editores,
1973 (Séptima edición).
Stanton, Anthony. “Los Contemporáneos hoy”. Códice- Revista de Poesía
y Poéticas. Segundo Semestre, Nueva York, Otoño 2000.
______________ Inventores de Tradición: Ensayos sobre Poesía Mexicana
Moderna. México: El Colegio de México- Fondo de Cultura Económica,
1998.

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