miércoles, 24 de agosto de 2011
EL SILENCIO DE LA ESCRITURA
(A PROPÓSITO DE BARTLEBY Y COMPAÑÍA)
DAVID ROAS (Universidad Autónoma de Barcelona)
Nuestro mundo es un mundo de palabras
E.A. Poe, Al Aaraaf
En una reciente entrevista, Enrique Vila-Matas expuso una idea que me parece fundamental para enfrentarse a la lectura de Bartleby y compañía (2000): «no puede existir ya buena literatura si en ésta no hay implícita de fondo una reflexión que cuestione incluso la posibilidad o la noción misma de la literatura».1
El cuestionamiento (e incluso el descrédito) de la literatura, la desconfianza en el lenguaje como expresión adecuada de los juicios, afectos y designios del ser humano (son palabras de Mallarmé), se han convertido en asuntos fundamentales de la literatura y de la teoría literaria contemporáneas (pienso, evidentemente, en la Deconstrucción).
Y una manifestación radical de ese cuestionamiento es, sin duda, el abandono de la práctica literaria. Sobre dicha idea se reflexiona largamente en Bartleby y compañía.
A primera vista, lo que este libro nos ofrece es un catálogo, un canon de autores contagiados por el «síndrome de Bartleby» —así denominado por Vila-Matas en honor del célebre personaje de Melville («el escriba que ha dejado de escribir»)2 —, un síndrome que es definido como «el mal endémico de las letras contemporáneas, la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizá precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, queden, un día, literalmente paralizados para siempre».3
Marcelo, el narrador de esta novela (si es posible denominarla así), ha sido también un bartleby: veinticinco años atrás publicó una novela sobre la imposibilidad del amor (no deja de ser significativo que su nuevo libro trate de otra imposibilidad: en este caso la de la escritura), una novela que le llevó a pelearse con su padre y, como resultado, a abandonar la creación literaria. Asimismo, Marcelo es un oficinista, como el Bartleby original, que ha preferido dejar de trabajar (finge una falsa depresión) para regresar a la escritura.
Su nueva obra, la que nosotros leemos, es un conjunto de 86 notas a pie de página que comentan un libro invisible, aunque —como el propio Marcelo advierte— no por ello inexistente (un aspecto sobre el que enseguida volveré). En esas 86 notas, se examina un conjunto de variadas excusas, de diversas justificaciones en relación al abandono de la literatura. Algo que le sirve a Marcelo, al mismo tiempo, para exorcizar su propio silencio, como él mismo reconoce: «Siempre me ha funcionado bien este sistema de viajar a la angustia de otros para rebajar la intensidad de la mía» (p. 91).
Rulfo y la muerte de su tío Celerino, la crisis lingüística de Hoffmansthal, la «huida» de Rimbaud, los problemas de Alfau con el inglés, la confusión total del lenguaje en que cae Larbaud, la voluntad de ser nadie de Pepín Bello, la adicción al opio de Thomas De Quincey, la necesidad de vivir por encima de la necesidad de escribir de Henry Roth, el suicidio de Vaché o de Chamfort... son muchas las justificaciones, más o menos sinceras, ligadas a circunstancias vitales y/o artísticas, acerca del abandono de la literatura (aunque también hubo quien se negó a inventar justificación alguna, como Hart Crane o Arthur Cravan).
Así pues, Marcelo vuelve a la escritura gracias a los autores que la abandonaron. Como él mismo advierte al referirse al primero de los bartlebys del libro: «escribir que no se puede escribir, también es escribir» (p. 13).
El silencio de la escritura (unido a la desconfianza en el lenguaje) es, además, un tema recurrente en la obra de Vila-Matas. Sin ánimo de exhaustividad, podemos encontrar referencias a dicho tema, por ejemplo, en Historia abreviada de la literatura portátil (1985), cuando se dice que el suicidio entre los shandys sólo podría ser realizado en el espacio mismo de la escritura: «ya fuera recurriendo al silencio más radical, o bien convirtiéndose en personaje literario, o traicionando al lenguaje mismo, o bebiendo licores fuertes como metal fundido, o derivando hacía el trampantojo o desvarío óptico, o hacia una variante del espejismo».4 Una idea semejante se expone en su novela Una casa para siempre (1988), donde se hace referencia en varias ocasiones a la desconfianza en las palabras: pienso, por ejemplo, en esa tertulia silenciosa del grupo de pintores que no hablan («estaban convencidos de que, al hablar, se ausentaban, y por ese motivo preferían dedicarse exclusivamente a pensar»);5 o cuando el narrador (un ventrílocuo que sólo tiene una voz, pero que disgrega su relato en muchas voces) afirma: «Todo lo que pensaba me parecía inútil expresarlo, puesto que ya lo había pensado. Y para colmo perdía el hambre. Y no digamos las ganas de escribir» (p. 66). En esa mismo novela aparecen otras tres referencias muy significativas a dicho asunto: «Adoro el silencio como idea o, si lo prefiere, como quimera. Entenderse sin palabras, qué maravilloso sería poder llegar a eso» (p. 117); «las palabras eran las cosas convertidas en puro sonido, su fantasma» (p. 123); y en el último capítulo del libro, cuando el narrador afirma que «Incluso las palabras nos abandonan [...], y con eso está dicho todo» (p. 133) (la misma frase, por cierto, que cierra Bartleby y compañía, donde es atribuida a Samuel Beckett).
O, por citar un último ejemplo, en su relato «Rosa Schwarzer vuelve a la vida», incluido en Suicidios ejemplares (1991), donde el narrador afirma lo siguiente: «Durante el camino le destrozó el alma la casi absoluta certeza de que nunca podría expresar, ni con alusiones, y aún menos con palabras explícitas, ni siquiera con el pensamiento, los momentos de fugaz felicidad que tenía conciencia de haber alcanzado».6
Todas estas citas apuntan hacia la misma idea, hacia la desconfianza en la capacidad expresiva del lenguaje, de la literatura al fin, que ya expusieran magistralmente Hoffmansthal, en su Carta de Lord Chandos (1902) (aunque no podemos olvidar que éste sólo abandonó la poesía, no la práctica literaria en su totalidad), y, entre otros, Marcel Duchamp, quien advierte que «Las palabras no tienen absolutamente ninguna posibilidad de expresar nada. En cuanto empezamos a verter nuestros pensamientos en palabras y frases todo se va al garete» (cito de Bartleby y compañía, p. 65).
Pero lo fundamental de todo ello, y ahí está la paradoja (como nos enseña la práctica deconstruccionista), es que los autores citados utilizan el lenguaje para decir que el lenguaje no funciona (y, por extensión, la literatura). Eso justifica, por ejemplo, la crítica que Maurice Blanchot hace del célebre aforismo de Wittgenstein «De lo que no se puede hablar, hay que callar», puesto que, como señala el autor francés, «el demasiado célebre y machacado precepto de Wittgenstein indica efectivamente que, puesto que enunciándolo ha podido imponerse silencio a sí mismo, para callarse hay, en definitiva, que hablar. Pero ¿con palabras de qué clase?» (cito de la versión recogida en Bartleby y compañía, p. 142).
Yo creo que ésa es la gran pregunta del texto. Un aspecto que ha sido descuidado en la mayoría de las reseñas y comentarios que han aparecido sobre Bartleby y compañía, centradas fundamentalmente en el problema de la imposibilidad de la escritura, conectando los diversos bartlebys rastreados por Vila-Matas con el inexcrutable escribiente creado por Melville. Es decir, destacan como tema central el silencio de la escritura y, unido a ello, las limitaciones del lenguaje, así como la hábil mezcla que se produce en el libro entre realidad y ficción (algo, por otro lado, habitual en toda la obra de Vila-Matas).
Y digo esto porque una cuestión esencial (quizá la más importante) es el hecho de que preguntarse sobre el problema de por qué no se escribe, supone, a la vez, preguntarse sobre los motivos de por qué se sigue escribiendo. Y a ello va unida otra pregunta fundamental que, a mi entender, Vila-Matas trata de responder en su libro: ¿cómo hacerlo, cómo seguir escribiendo?
Así, pues, todo ese juego con los bartlebys de la literatura nos ofrece también un buen número de justificaciones para seguir escribiendo (pienso, por ejemplo, en Primo Levi y su lucha contra el olvido a través de la escritura; o en Kafka, quien en sus Diarios no cesó de aludir a la imposibilidad esencial de la literatura, pero nunca dejó de escribir),7 porque —como ha afirmado el propio Vila-Matas— «queda algo todavía por decir.8 No digo que mucho, pero algo queda. [...]. Mi idea es que hay que volver a empezar, que la literatura nace de un equívoco: alguien escribió una vez algo y el que lo leyó entendió otra cosa. De modo que ya hay un equívoco en el origen y por lo tanto no hay por qué dejar de lado la posibilidad de que se pueda reinventar la literatura, que se pueda volver a empezar».9
«Reinventar la literatura». Esa es, creo yo, una de las ideas centrales, uno de los secretos del libro. A lo que habría que añadir la «constante necesidad de fabular» del propio Vila-Matas, quien se comporta como el padre del protagonista de su novela Una casa para siempre (1988), a quien nada —ni su agonía final— puede retraer «de su gusto por inventar historias» (p. 140). Esa actitud es, además, la que le habría permitido a Vila-Matas —como ha reconocido en sus entrevistas más recientes— vencer el síndrome de Bartleby y ofrecernos una nueva novela: El mal de Montano (2002), íntimamente relacionada, como enseguida veremos, con la obra que estoy comentando.
Así pues, si bien es cierto que Bartleby y compañía descansa sobre un juego en torno a la «literatura del No», dicho juego esconde también una reflexión sobre los caminos por los que debe discurrir la literatura actual y futura, puesto que como advierte paradójicamente el narrador al principio del libro, la «literatura del No» es
el único camino que queda abierto a la auténtica creación literaria; una tendencia que se pregunta qué es la escritura y dónde está y que merodea alrededor de la imposibilidad de la misma y que dice la verdad sobre el estado de pronóstico grave —pero sumamente estimulante— de la literatura de este fin de milenio (p. 12).
Cabría preguntarse entonces cuáles son las razones que, según Vila-Matas, justifican esa grave situación actual de la literatura. En primer lugar, podríamos citar la inutilidad de los modelos narrativos y estéticos tradicionales. Como señala explícitamente el narrador de El mal de Montano: hay que renunciar a crear obras de arte «que sólo se dedican a repetir fórmulas ya archisabidas» (p. 32), entre las cuales está el realismo, contra el que arremete explícitamente en la citada novela.
Otra razón, directamente relacionada con lo expuesto en Bartleby y compañía, es lo que podríamos llamar el «exceso de literatura» en el que vivimos. Como ha señalado el propio Vila-Matas en algunas entrevistas recientes, «hay demasiados libros», lo que supone un efecto contrario al que produce el «síndrome de Bartleby». De ese modo, lo que irónicamente parece decir Vila-Matas en su novela es que muchos escritorzuelos/as actuales podrían dejase contagiar por el síndrome de Bartleby. Este es un asunto sobre el que continúa reflexionando en El mal de Montano: «todo el mundo, exactamente todo el mundo, se siente capaz de escribir una novela sin haber aprendido nunca ni siquiera los instrumentos más rudimentarios del oficio, y sucede también que el vertiginoso aumento de estos escribientes [nótese que no les llama escritores] ha terminado por perjudicar gravemente a los lectores, sumidos hoy en día en una notable confusión» (p. 64).10
A todo ello podría añadirse también el grave problema de la influencia de la Teoría Literaria tiene sobre los autores y los lectores. Aunque habría que referirse mejor a esos teóricos «de segunda mano» (la expresión no es de Vila-Matas), simples repetidores de tesis que no acaban de comprender pero que se empeñan en utilizar, sin darse cuenta de que con ello hacen un flaco favor a la Teoría de la Literatura, puesto que, más que ayudar, se interponen entre el lector y los textos, además de ofrecer un discurso empeñado en la oscuridad y en la confusión. Basta pensar en la inteligente burla que se hace de la negativa influencia que tuvo el grupo de Tel Quel sobre la creación literaria (Bartleby y compañía, pp. 47-50), o en el ataque contra la Deconstrucción (mal entendida), a la que se califica en El mal de Montano de «jerga feroz y cabalística» (p. 98).
Y junto a todos estos problemas y males que acosan a la literatura actual, está también el de su propia desaparición, esa muerte constantemente anunciada por agoreros sin nada mejor que hacer o decir, pero que ―para nuestro bien― nunca acaba de producirse. Y esto es así porque la literatura, como ya señalara Maurice Blanchot, siempre está en continuo cambio: «la esencia de la literatura consiste en escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que la estabilice o realice: ella nunca está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo».11
Frente a todos esos problemas y males que padece la literatura actual, Vila-Matas opone una «Poética de la resistencia», que busca «la supervivencia de la literatura amenazada por los enemigos de lo literario».12
En Bartleby y compañía el camino para esa recuperación de lo literario surge, como antes señalé, de la «literatura del No», postulada como el «único camino abierto a la verdadera creación literaria»:
Sólo de la pulsión negativa, sólo del laberinto del No puede surgir la escritura por venir. ¿Pero cómo será esa literatura? [...] Si lo supiera, la haría yo mismo.
A ver si soy capaz de hacerla. Estoy convencido de que sólo del rastreo del laberinto del No pueden surgir los caminos que quedan abiertos para la escritura que viene. A ver si soy capaz de sugerirlos (pp. 12-13).13
¿Y cómo se sugieren tales caminos? Mediante un libro que no es un libro (en el sentido tradicional del término), un libro «inexistente»14 que es, al mismo tiempo, un conjunto de notas a pie de página, un diario, una novela, un ensayo...15 En otras palabras, nos encontramos ante un libro híbrido, mestizo, que trasciende los límites de los géneros y de la propia ficción.
En ese cruce de géneros, creando, además, la falsa sensación de un libro compuesto de fragmentos, se ensamblan materiales de todo tipo: notas, citas literarias (de sus autores-fetiche), reflexiones de carácter ensayístico, parodias, imposturas, materiales reales y autobiográficos, y retazos novelísticos (por llamar de algún modo a esos momentos en los que Marcelo abandona sus comentarios sobre los diversos bartlebys y pasa a relatar acontecimientos de su propia vida: sus inicios literarios, el enfrentamiento con su padre, su crisis creativa, su amistad con Juan, su relación amorosa con María Lima Mendes, las dudas sobre su propia identidad y la adopción de un nuevo apellido —Casi-Watt―16, la historia de su amigo Pineda, su falso encuentro con Salinger en Nueva York, etc.).
Un grupo heterogénero de materiales que Vila-Matas combina mediante un estilo fragmentario, elíptico, laberíntico, y que muy bien podría definirse con las palabras con que Marcelo describe el suyo propio en el libro: «Sólo sé que para expresar ese drama navego muy bien en lo fragmentario y en el hallazgo casual o en el recuerdo repentino de libros, vidas, textos o simplemente frases sueltas que van ampliando las dimensiones del laberinto sin centro» (p. 150). Un estilo que coincide con el del protagonista de la última novela de Vila-Matas y que ―en un evidente juego de espejos ― describe tambiιn el de su autor:
Ese estilo emocionado, que acaba derivando hacia la melancolía más turbadora, consiste en detestar la línea recta y vagar, ribetear, seguir elipsis y laberintos, retroceder, dar vueltas en círculo, tocar de repente ese inalcanzable centro [...] y de nuevo retroceder y de nuevo más rodeos obedeciendo a instintos opuestos, o lo que es lo mismo: hasta desnudar y ridiculizar sin piedad la verdad, cualquier verdad de cualquier cosa susceptible de ser cierta (El mal de Montano, pp. 29-30).
Vila-Matas apuesta en Bartleby y compañía (de un modo mucho más radical, creo yo, que en obras anteriores) por la experimentación y el riesgo, apuesta por un estilo que desborda —por anticuados— los modelos narrativos anteriores, empeñados todavía en concebir la literatura como un absoluto, como totalidad. Así lo reconoce el propio narrador hacia el final del libro: «Ya que se han perdido todas las ilusiones de una totalidad representable, hay que reinventar nuestros propios medios de representación» (p. 169). Una idea que concuerda casi literalmente con la «condición posmoderna», según Lyotard, con el abandono de todo intento de entender el mundo desde un discurso totalizador.17 Ello se traduce en un evidente descrédito hacia las grandes narrativas; en su lugar queda la fragmentación y el azar. Una idea que comparte el narrador del El mal de Montano cuando afirma que «el mundo se halla desintegrado, y sólo si uno se atreve a mostrarlo en su disolución es posible ofrecer de él alguna imagen verosímil» (p. 222). Ante la desintegración de lo real, sólo nos queda la literatura. Porque en el lenguaje, en el uso autoconsciente del lenguaje, nos construimos. Por ello, el gran tema de la literatura posmoderna es el de las posibilidades y condiciones de su propia producción. Como se hace evidente en Bartleby y compañía (y también en El mal de Montano).
Los medios de representación de esa desintegración a los que se refiere el narrador de Bartleby y compañía se relacionan claramente, a mi entender, con los valores postulados por Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio. Sobre todo con dos de ellos: levedad y multiplicidad.
La levedad tiene que ver con la idea (ya presente en Lucrecio y Ovidio) de que conocer el mundo es disolver la idea de que es compacto. Como insistía Borges, el mundo como totalidad es indescifrable. Y para reflejar ese mundo fragmentado, azaroso, ya no sirven las grandes tramas.
Eso nos permite enlazar con el segundo de los valores mencionados. Según Calvino, la multiplicidad tiene que ver con la visión de la novela contemporánea «como enciclopedia, como método de conocimiento, y sobre todo como red de conexiones entre los hechos, entre las personas, entre las cosas del mundo».18 Como antes decía, las grandes tramas han dejado de ser válidas en la literatura actual. En su lugar queda la fragmentación, la dispersión, la descomposición del relato en una estructura plural, compuesta por elementos heterogéneos, por múltiples fugas que rompen con las expectativas narrativas tradicionales. Todo ello se traduce en esa inteligente mezcla que hace Vila-Matas de autoficción, metaliteratura, culturalismo, hibridismo y parasitismo literario (como el propio autor lo denomina). Un universo narrativo —claramente calificable de posmoderno— en el que todos esos elementos heterogéneos, y esto es fundamental, tienen el mismo derecho a la representación artística.
Podríamos añadir aquí la sexta propuesta planteada por Ricardo Piglia19 en relación a la literatura del nuevo milenio (como es sabido, Calvino nunca llegó a escribir la suya, titulada Consistencia, que tenía que versar —cosas del azar— sobre el Bartleby de Melville).20 Ese nuevo valor, que denomina distancia o desplazamiento, significa «Un desplazamiento hacia el otro, un movimiento ficcional hacia una escena que condensa y cristaliza una red de múltiple sentido. Así se transmite la experiencia, algo que está mucho más allá de la simple información. Un movimiento que es interno al relato, una elipsis, podríamos decir, que desplaza hacia el otro la verdad de la historia». De ese modo, «la literatura sería el lugar en el que siempre es otro el que viene a decir». Así, el hecho de que Marcelona opte por narrar su crisis a través de la crisis de otros escritores, le permitiría comunicarla y, sobre todo, vencerla.
Para terminar, quisiera —dejándome llevar por ese vicio de citar que inoculan los textos de Vila-Matas— reproducir unas palabras del autor que pueden resumir, en buena medida, todo lo dicho: «Hay que ir hacia una literatura acorde con el espíritu del tiempo, una literatura mixta, mestiza, donde los límites se confundan y la realidad pueda bailar en la frontera con lo ficticio, y el ritmo borre esa frontera».21 Una literatura sin género, en estado puro, consciente, paradójicamente, de su imposibilidad, y que haga de la exposición de dicha imposibilidad su cuestión fundamental.
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1 Ignacio Echevarría, «Enrique Vila-Matas: “Un escritor solemne es lo menos solemne que hay”», Babelia, núm. 430, 19 de febrero de 2000, p. 7.
2 Giorgio Agamben, «Bartleby o de la incontingencia», en AA. VV., Preferiría no hacerlo, Valencia, Pre-Textos, 2000, p. 111.
3 Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía, Barcelona, Anagrama («Narrativas Hispánicas», 279), 2000, p. 12. Todas las citas provienen de esta edición. Tal descripción del «síndrome de Bartleby» recuerda a la ácida fábula de Augusto Monterroso «El mono piensa en ese tema», en la que al recientemente fallecido autor guatemalteco reflexiona sobre las diversas variantes de ese mismo asunto: «¿Por qué será tan atractivo ―pensaba el Mono en otra ocasión, cuando le dio por la literatura― y al mismo tiempo como tan sin gracia ese tema del escritor que no escribe, o el del que se pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose en mero lector mecánico de libros cada vez más importantes pero que en realidad no le interesan, o el socorrido (el más universal) del que cuando ha perfeccionado un estilo se encuentra con que no tiene nada que decir, o el del que entre más inteligente es, menos escribe, en tanto que a su alrededor otros quizá no tan inteligentes como él y a quienes él conoce y desprecia un poco publican obras que todo el mundo comenta y que en efecto a veces son hasta buenas, o el del que en alguna forma ha logrado fama de inteligente y se tortura pensando que sus amigos esperan de él que escriba algo, y lo hace, con el único resultado de que sus amigos empiezan a sospechar de su inteligencia y de vez en cuando se suicida, o el del tonto que se cree inteligente y escribe cosas tan inteligentes que los inteligentes se admiran, o el del que ni es inteligente ni tonto ni escribe ni nadie conoce ni existe ni nada?» (A. Monterroso, «El mono piensa en ese tema», en La oveja negra y demás fábulas, Barcelona, Anagrama, 1991).
4 Enrique Vila-Matas, Historia abreviada de la literatura portátil, Barcelona, Anagrama («Narrativas Hispánicas», 23), 1985, p. 37.
5 Enrique Vila-Matas, Una casa para siempre, Barcelona, Anagrama («Compactos», 281), 2002, p. 18.
6 Enrique Vila-Matas, Suicidios ejemplares, Barcelona, Anagrama («Narrativas Hispánicas», 107), 1991, p. 55.
7 O, como advierte Marcelo acerca de Hart Crane, «se dijo a sí mismo que sólo se podía escribir sobre la imposibilidad esencial de la literatura» (p. 42).
8 Podríamos decir que ése es uno de los puntos de partida de la posmodernidad: la sensación de que no queda nada por decir, pero que hay que seguir hablando. De un modo semejante se expresa John Barth en su artículo «Literature of Replenishment» (The Atlantic Monthly, 1979), donde ofrece una breve historia y balance del debate posmoderno en literatura. En él, Barth afirma que la literatura no se ha agotado y que es mentira que al artista no le quede nada por decir; lo que verdaderamente se ha agotado, según él, es el patrón literario dominante, es decir, el modernista.
9 Cito de la entrevita que le hizo Pablo Tasso en la revista electrónica Página /12 www.pagina12.com.ar/2001/suple/libros/01-01/01-01-14/nota1.htm
10 A ello podría añadirse la dura crítica que hace de los «escritores funcionarios de mierda» al final de esa misma novela: «Esa raza de escritores, imitadores de lo ya hecho y gente absolutamente falta de ambición literaria, aunque no de ambición económica, son una plaga más perniciosa incluso que la plaga de los directores editoriales que trabajan con entusiasmo contra lo literario» (El mal de Montano, p. 310).
11 Maurice Blanchot, «La desaparición de la literatura», en El libro que vendrá, Caracas, Monte Ávila, 1969, p. 225.
12 Declaraciones de Enrique Vila-Matas a El País, 5 de noviembre de 2002, p. 36.
13 Vila-Matas ya había anunciado años atrás en su artículo «Preferiría no hacerlo» —origen, podríamos decir, de Bartleby y compañía— que el relato de Melville es «la más innovadora, inteligente y perturbadora tendencia de la literatura de este siglo» (p. 179). Publicado inicialmente en Diario 16 (28 de septiembre de 1991), este artículo fue recogido después en su libro El viajero más lento, Barcelona, Anagrama, 1992 (cito de esta edición).
14 Como le comenta Vila-Matas a Ignacio Vidal-Folch en una entrevista que éste le hizo en Qué leer: «El texto real no está en el libro. El texto, Bartleby, está como suspendido en la historia de la literatura contemporánea, y por lo tanto está, pero no existe. Está fuera del libro». La entrevista puede leerse en www.queleer.navegalia.com/queleer/report/2000/00fb10p1.shtm.
15 Algo que se manifiesta explícitamente en la variada recepción que ha tenido Bartleby y compañía, puesto que ha sido premiado como obra literaria (el Premio Ciudad de Barcelona) y también como ensayo (Prix Fernando Aguirre-Libralire y Prix du Meilleur Livre Étranger, en Francia).
16 En homenaje al célebre personaje creado por Samuel Beckett, protagonista de su novela Watt (1953).
17 Jean-François Lyotard, La condición posmoderna, Madrid, Cátedra, 1986. Véase el eficaz panorama de las diversas tesis sobre la posmodernidad (y sus problemas) que ofrece Nil Santiáñez en sus Investigaciones literarias. Modernidad, historia de la literatura y modernismos, Barcelona, Crítica, 2002, pp. 45-50.
18 Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio [1985], Madrid, Siruela, 1989, p. 121.
19 Ricardo Piglia, «Una propuesta para el próximo milenio», en
www.clarin.com/diario/especiales/viva99/text5.htm.
20 Vid. prólogo de Esther Calvino a Seis propuestas para el próximo milenio, op. cit., p. 9.
21 Enrique Vila-Matas, discurso de recepción del XII Premio Internacional de Novela «Rómulo Gallegos». Puede leerse en www.analitica.com/BIBLIO/vila_matas/romulo_gallegos.asp
martes, 23 de agosto de 2011
AUTOFICCION
La autoficción domina la narrativa en castellano y ha llegado también al cómic y al arte. No son memorias, no son diarios, no son biografías: es una escritura del Yo, que se diversifica y ocupa nuevos espacios. Dieciséis autores y críticos analizan este fenómeno.
Umm... es la primera reacción de casi todos de los 16 escritores y críticos que han hecho este retrato del auge de la autoficción. Sus voces muestran un recurso literario en el que los dominios de la primera persona son cada vez más diversos y atractivos para autores y lectores. Una tendencia por la que corre parte del futuro de la literatura y que en España tiene rasgos especiales que saldan cuentas con su Historia.
"Ahora se subraya ese territorio deliberadamente indefinido en una ruptura con el pacto sobre lo que es la literatura", dice Marías
"Aquí se han decantado por el lado más novelesco. Tal vez por la falta de tradición del género biográfico", según Alberca
Los trazos principales de este retrato oral hablan de que se trata de libros con un tipo de argumento y de narración más acorde a estos tiempos de individualidad, del supuesto desprestigio de la ficción, de la avidez de los lectores por historias verídicas, de la necesidad del lector de que le reconstruyan el mundo y poder reconocerse en él, de lo difícil que es competir con tantas historias increíbles divulgadas por los medios de comunicación; y en España, por la desinhibición de hablar de sí mismos tras un pasado de miedos y de la pérdida de prejuicios sobre los géneros que cuentan vidas.
Un cuadro donde las experiencias del autor y lo inventado se funden desde la verdad del escritor. Desde lo último de Enrique Vila-Matas, Esther Tusquets, Cristina Grande, Julián Rodríguez y Gonzalo Hidalgo Bayal hasta las próximas novedades de Ray Loriga, Cristina Fernández-Cubas, o los proyectos que preparan Marcos Giralt Torrente, Juan Marsé o Javier Marías.
Tras la proliferación de libros, la pátina final del retrato de la autoficción la dan los debates y encuentros internacionales, como el celebrado en julio en Normandía, Francia, o el que prepara la Universidad de Bremen (Alemania) para febrero sobre La autoficción en la literatura española y latinoamericana. Escritores y críticos reconocen que es parte del mañana de la literatura. ¿Y de pasado mañana? "Uff, puede ser una moda. Y como todas las modas tiene sus riesgos", advierte Sabine Schlickers, organizadora del seminario de Bremen, para luego sentenciar un: "Ya se verá".
No son autobiografías, no son diarios, no son memorias, no son actas notariales, no son biografías, no son ensayos novelados, no son novelas puras donde todo es imaginación. Pero también son todo eso. Es literatura. Son novelas, insiste Javier Marías, "porque ella lo asimila todo".
Los escritores exploran "ese territorio deliberadamente indefinido que siempre ha existido sobre qué es real e imaginado, pero donde algunos han hallado un filoncito al subrayar esa indefinición, en una ruptura del pacto sobre lo que es la literatura", asegura un Javier Marías recién llegado de unas vacaciones en Soria donde ha estado trabajando en lo que podría ser una novela corta.
Y el retrato acabado muestra la autoficción como un nuevo amo del juego. Del Yo.
Lo que pone nerviosos a casi todos es el neologismo autoficción, del inglés faction. Pero es el santo y seña más común para identificar esa perspectiva y estructura literaria que no es más que "la autobiografía bajo sospecha. Quien narra su vida la transforma en novela y cruza la frontera hacia los dominios de la fabulación", según escribió Vila-Matas, maestro contemporáneo de este enfoque con títulos como París no se acaba nunca y el reciente Dietario voluble. Todo viene del bautizo que hizo de este recurso clásico el escritor y profesor francés Serge Doubrovsky en Fils (1977), donde él era el objeto y el sujeto de la historia. Una palabra que tiene en su propia naturaleza fronteras movedizas y difusas. Ambigüedad.
De ahí surgen los primeros esbozos de estos 16 retratistas unidos por aquel umm dudoso, aburrido o desdeñoso. Insisten en recordar que esta herramienta literaria en la que el autor se inspira o utiliza episodios de su vida para su obra es tan antigua como la moda de escribir. Aunque, entrados en materia, poco a poco empiezan por reconocer que cada vez son más los escritores seducidos por ese yo donde el autor se desdobla con su propio nombre o por uno prestado, o sus experiencias son reconocibles sea como protagonista o como mero espectador. Saben que ahora se juega de manera consciente, pública y desinhibida a trastocar la realidad de sus autores. A potenciar la intriga en el lector sobre si el escritor vivió o no los hechos contados.
La reelaboración y potenciación de la primera persona tiene como gran fondo a escritores como Dante, el Arcipreste de Hita, Casanova, Marcel Proust, Louis-Ferdinand Céline, Jorge Luis Borges, Thomas Bernhard, Jorge Semprún, Marguerite Duras, Philip Roth y W. G. Sebald. Mientras, en las últimas tres décadas entre los españoles que se han acercado a esos caminos bifurcados están Carmen Martín Gaite, Carlos Barral, Juan y Luis Goytisolo, Juan José Millás y un Javier Marías que en 1987 escribió el artículo Autobiografía y ficción, en el cual hablaba de una incipiente tercera manera de "enfrentarse con el material verídico o verdadero", y expresaba interés y tentación por esta fórmula de "abordar el campo autobiográfico, pero sólo como ficción". Dos años después publicó Todas las almas, y en 1998 esa "falsa novela" titulada Negra espalda del tiempo.
Más allá o más acá de la autobiografía y la novela, está el legado de uno de los creadores paradigmáticos del yo, Marcel Proust, cuando dijo: "Para escribir un libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene, en el sentido corriente, que inventarlo, porque ya existe en cada uno de nosotros, sino traducirlo. El deber y la tarea de un escritor son los de un traductor".
La versión española la dio Pérez Galdós en Fortunata y Jacinta: "Por doquiera el hombre va lleva consigo su novela". Lo invoca Andrés Trapiello, que desde hace 20 años publica sus diarios o "novela en marcha", de la que lleva 10.000 páginas, agrupados en Salón de pasos perdidos. Este observador de vidas y realidades y ficciones cree que la fuerte presencia de la primera persona es una manera de escribir más acorde con estos tiempos: "La sociedad urbana contemporánea ha fragmentado y roto de tal modo su identidad que no somos más que trozos de desechos de naturaleza que necesita reconocerse en un relato de su tiempo".
Primera persona e introspección es la mejor voz para el presente, según algunos escritores. Marcos Giralt Torrente, que se aparta un momento de la escritura de un libro autobiográfico, afirma que "la literatura de cada época refleja siempre la sociedad en la que nace: ahí reside su única autenticidad, su única posibilidad de cambio, pues los temas de los que ésta se ocupa han sido siempre los mismos. Es normal, por eso, que al ser las luchas que la sociedad contemporánea nos reserva casi en exclusiva individuales, la novela de hoy se centre en el individuo. Vivimos en una sociedad individualista y los conflictos, las contradicciones y fricciones de los que la novela de hoy da cuenta, aunque sintomáticos de la sociedad, tienden a ser ejemplificados y visualizados en los efectos que tienen sobre el individuo a través de la exploración de la subjetividad. Involucrar al individuo escritor, con todos sus espejos, que es en lo que consiste la autoficción, es tan sólo un paso más".
Pero cada día con más demiurgos de la fusión de lo real-ficticio y verdadero-falso.
Uno de los recursos más usados por todas las artes desde hace treinta años, asegura la catedrática de arte y crítica Estrella de Diego. "Todo este tiempo hemos presenciado grandes cambios a la hora de entender la autobiografía, quizás porque ha ido proliferando eso que se ha dado en llamar las 'versiones culturales', saber que no hay una única verdad, como nos han contado, sino interpretaciones de la verdad". Y De Diego otorga en esto un papel clave a las mujeres y a las minorías. Son ellas, añade, quienes más han hablado de esto porque "al poseer una historia negada, sin génesis, han tenido que buscar otros modos de narrar(se). Todo eso está muy relacionado con la forma misma de escribir. Contamos las historias de un modo complaciente. Frente a este placer del texto surge la teórica francesa Hélène Cixous, quien habla del goce, que es un discurso fragmentado. ¿No es el fragmento el único modo posible de hablar de la propia autobiografía? Hablar de uno mismo es dividirse en dos, uno que narra al otro: somos y no somos nosotros. Son dos yoes que no han convivido ni en el tiempo ni en el espacio. Escribir la propia autobiografía es siempre una verdad a medias; una ficción".
Desdoblamiento. Espejo. Transfiguración. Impostura. Híbrido. Camuflaje. Máscara. Un resquicio para reescribir la vida con letras que hacen de eslabones entre lo real personal, lo deseado y lo imaginado.
Los rasgos de la autoficción no son rígidos. Sus fronteras son brumosas. En España los escritores han optado por un carácter más escondido o lúdico, tensionando aún más el juego de la incertidumbre e indefinición de lo que es real o no, afirma Manuel Alberca, autor de El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción (Biblioteca Nueva). Se han decantado por el lado más novelesco. Tal vez se deba, agrega, a la falta de tradición y subvaloración que siempre se ha tenido en España por el género de la biografía y el que da cuenta de la vida de alguien. "Erróneamente creen que eso no es tan creativo, y los autores quieren ser considerados como novelistas".
En España no hay tradición ni valoración justa de los géneros biográficos, a diferencia del mundo anglosajón o del resto de Europa. Aunque eso ha empezado a cambiar desde finales de los años noventa. Un fenómeno que coincide con el proceso de una pérdida de pudor tras la dictadura de Franco en 1975. Aunque el pasado remoto persiste. El no hablar públicamente de la vida privada puede ser un rastro de la Inquisición, de no contar la vida para no exponerla al peligro, unido a la educación católica, coinciden Manuel Alberca y Julián Rodríguez, autor de Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás y Cultivos, parte de un proyecto en el que explora estos predios.
La vida también está siendo reescrita. Para el autor y profesor Jordi Gracia, "la moral católica del disimulo y el secreto quizá han dejado de pesar como pesaron en las conciencias reprimidas y lo que antes era exhibicionismo o descaro de mal gusto ahora es verdad y valor para contarla con independencia de la opinión ajena: seguramente son secuelas felices de una libertad ética más honda y responsable de sí misma, de sus diferencias y sus flaquezas. Y nos atrae más la peripecia de un sujeto que la de un colectivo".
Nuevas búsquedas de persuasión. Es el duelo de la literatura con la realidad.
Todos ven la autoficción como una buena coartada porque en ella confluye tradición literaria y presente del mundo. "Es una tendencia que vuelve en momentos oportunos. Yo la pondría en relación con el recurso retórico de decir: 'Estuve allí, fui testigo, lo vi con mis ojos o lo oí con mis propios oídos, lo viví o conozco a alguien que lo vivió y me lo contó, o lo averigüé'. Esto da fiabilidad al cuento, o respetabilidad, en una época de confesiones periodísticas, televisivas y a través de internet, sensacionales, quién sabe si falsas, novelescas o peliculeras en el peor sentido de la palabra", asegura Justo Navarro, que en 2007 se acercó a esos dominios en Finalmusik. Tal vez la autoficción "sea hoy una forma de parodia, de reflexión, a veces humorística, sobre los modos vigentes de contar, de lo que se supone verdad".
Es cuando el retrato de la autoficción intensifica sus colores por un supuesto desprestigio de la ficción pura. El descrédito podría estar en que no se puede competir con la realidad, según Trapiello. Cada persona, dice, tiene 400 historias homéricas en la televisión, y la gente tiene un cierto cansancio de la narración tradicional. Más que historias piden "un tono de naturalidad y la literatura nos ha ido alejando de ello. Lo que ha hecho este tono confesional es quitarle mucha retórica a la literatura".
Juan Marsé no está de acuerdo. Él achaca la proliferación de esa idea a algunos escritores que alardean de ella. En cambio, el autor de Últimas tardes con Teresa y Teniente Bravo se declara amante de la ficción: "Así sea de una historia inventada que naturalmente tiene elementos de realidad".
¿Pero por qué la gente siempre quiere convertir los personajes de una novela en autobiografía?, se pregunta la Nobel inglesa Doris Lessing en Autobiografía. Un viaje por la sombra. Y se lamenta: "Nos enfrentamos a un rechazo de la imaginación. Hay un deseo general de saber lo real, lo auténtico, lo que 'verdaderamente' ha sucedido. (...) Hubo un tiempo en que nuestras narraciones eran imaginación, mito y leyenda, parábola y fábula, así era como nos contábamos las historias entre nosotros y acerca de nosotros. Pero esa capacidad se ha atrofiado por la presión de la novela realista, por lo menos en la medida en que todos los aspectos imaginativos o fantásticos de la narración se han convertido en categorías definidas".
En el secreto del cosquilleo por la certidumbre está una de las razones que empuja a la gente a leer estos libros.
"Es pensar que esa experiencia puede haber sido la nuestra", explica la peruana Patricia de Souza, que acaba de publicar en su país 'Los rostros de la autoficción', incluido en el libro Venus proscrita (SIC), junto a textos de Luisa Valenzuela, Cristina Rivera Garza y Diamela Eltit. Y se pregunta: "¿Hasta qué punto no es justamente la aparición de un rostro lo que nos perturba en lo que se denomina autoficción?". De Souza agrega que "hemos llegado a un momento en el que quitarse la máscara se ha convertido en una apuesta arriesgada más que en un strip-tease ordinario, en una búsqueda de verdad, verdad escrita, a través del lenguaje escrito, pero una búsqueda de verdad sobre la propia persona, sobre un sujeto que nos va a comunicar o entregar un mensaje. Pero sobre todo algo que tendrá que ver consigo mismo y con sus emociones, algo que de alguna forma le va dar un rostro definido, fuera de todo anonimato".
La novedad de esta tendencia, aclara Jordi Gracia, está más en la expansión y multiplicación de una modalidad de poética novelesca que en un género nuevo "y lo significativo es la ruptura del pudor que antes hizo que el novelista protegiese su identidad detrás de un narrador con atribución de nombre y rasgos ajenos a él mismo y hoy en cambio el juego consiste en lo contrario: la aproximación del narrador y protagonista a los rasgos del autor fáctico, aunque esa identidad sea móvil o difusa".
El eje de la novela, según Gracia, "se ha ido desplazando desde la imaginación hacia la veracidad de lo contado antes que a otros elementos del universo literario como el estilo, la capacidad de fabulación, la construcción de mundos y dramas o conflictos colectivos. No se cuenta tanto el mundo de afuera como el de dentro de la conciencia".
Los motivos de cada autor para entrar en la autoficción son diferentes. Juan Cruz, que es sujeto y objeto de sus narraciones, como en Ojalá octubre, dice que escribe porque es una forma de entender: "Mientras escribo, voy entendiendo. No escribo de mí mismo sino de uno a quien desconozco totalmente. Y cuanto más sé de él más insólito me parece lo que veo de él en el espejo".
Es el cuarto de hora del "fuera máscaras". De Souza cree que en el fondo toda escritura es una autoficción, "un movimiento como decía Pascal entre Dios y la nada, una apuesta. Todo autor es su propio personaje y es también su propia intriga, es esa frase de Flaubert, 'Madame Bovary soy yo'. Imposible renunciar a sí mismo, imposible salir de su ipseidad".
Es una alternativa a un modelo narrativo de fuerte presencia en España, más anglosajón y norteamericano, con la idea de que la gran novela era en tercera persona o con un yo colectivo, recuerda Julián Rodríguez. "Ahora el yo se usa como conductor del discurso narrativo. Hay más interés en la exploración y en lo metaliterario porque los autores han ido mirando hacia otros territorios. El eje es contar desde la verdad".
Es un paisaje y horizonte explorado por Vicente Verdú. Está convencido de que si la novela tiene alguna función hoy es la de hacer esa introspección. "En países donde la vida colectiva está garantizada, no hay grandes historias de grupo y debe prevalecer el registro del yo". No tiene dudas de que la novela tradicional hizo su papel de sociología y psicología e incluso de filosofía, pero ahora al no haber filosofía ni teología, y la base de la filosofía es el YO, Verdú apuesta porque ese lugar lo explore la novela.
El riesgo es que se cuele un exceso de yoísmo, aunque eso ya no depende de quien narra, "sino de la enfermedad de protagonismo que sufre nuestra sociedad, que hace todo lo posible por invisibilizar a las personas como tales y darles a cambio los famosos 15 segundos de gloria tratándoles como mercancía", advierte J. Ernesto Ayala-Dip. A lo que se suma el problema, agrega, de que la experiencia vital narrada por el autor no siempre resulta interesante para el lector.
"Tiene que ver con la hipertrofia del Yo", afirma Antonio Muñoz Molina, "y con la dificultad que tenemos muchas veces para hacer esa operación literaria que es desplazar el yo temporalmente para ocupar esa experiencia bien sea como narradores o lectores. A mí eso me aburre". El autor que es estudiado por ese registro en libros como Sefarad y El viento de la Luna recuerda que una prueba de ese expansivo dominio son los artilugios "que llevan en su nombre la marca del yo, de lo mío, del tú, que no es otro sino el reflejo narcisista de la identidad: iPod, iPhone, MySpace, YouTube".
Aunque quizá en el mismo vértigo de la promoción de mundos aislados y competitivos esté la clave. Los lectores buscan refugio en historias que los acerquen al mundo que los rodea, explica Cristina Grande. "La gente necesita un contacto. Algo que sea verosímil y veraz. Busca autenticidad. Personas e historias parecidas a la suya", dice desde Nueva York, donde asiste a unas conferencias en el Instituto Cervantes, esta escritora que ha usado sus vivencias en sus relatos recientes, Naturaleza infiel, y otros por venir.
Retratada la autoficción y el papel estelar de la primera persona, escritores como Marías, Marsé y Muñoz Molina coinciden en que carece de interés deslindar lo que es inventado o no. Lo importante es la realidad que transmita el libro y su valor literario que es lo que quedará al margen de si lo narrado ocurrió o no. Aunque no faltarán, en un tic de yoísmo, quienes salden el tema haciéndose aliados de Oscar Wilde por su frase de que "las tragedias de los otros son siempre de una banalidad desesperante".
Bibliografía reciente: Enrique Vila-Matas, Dietario voluble (Anagrama); Esther Tusquets, Habíamos ganado la guerra (Bruguera); Juan Cruz Ruiz, Muchas veces me pediste que te contara esos años (Alfaguara); Cristina Grande, Naturaleza infiel (RBA); Julián Rodríguez, Cultivos (Mondadori); Marta Sanz, Lección de anatomía (RBA); Manuel Rico, Verano (Alianza); Soledad Puértolas, Cielo nocturno (Anagrama). Once ejemplos en español (1977-2005): Mario Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor, 1977. Cómo la propia vida, contada dentro de una cadena de imaginarios seriales radiofónicos, revela alegre y críticamente su categoría de parodia melodramática. Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto, 1979. La novela como diversión de referir con ingenio verbal lo vivido por uno mismo hace dos noches. Carlos Barral, Penúltimos castigos, 1983. La novela como examen de conciencia y ajuste de cuentas con los protagonistas de la propia vida, incluido el autor. Juan Goytisolo, Paisajes después de la batalla, 1982. Cómo despotricar de la actualidad en nombre de uno mismo, aunque no sea exactamente uno mismo. Félix de Azúa, Historia de un idiota contada por él mismo, 1986. Parodia de la época como parodia de la propia vida. Javier Marías, Todas las almas, 1989. Narrar la realidad como ficción y dar a lo fabuloso la autoridad de lo real, con inclusión de fotos que prueban la verdad de todo. Luis Goytisolo, Estatua con palomas, 1992. Representar novelísticamente la propia historia, con sus familiares guerras cotidianas, como parte del mismo relato que las historias romanas de Tácito. Carlos Fuentes, Diana o la cazadora solitaria, 1994. Representación del escritor como amante y partícipe en la gran vida de Hollywood y las intrigas del FBI. Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios, 1994. El escritor como subhéroe de la mala vida, en Medellín, Colombia. Ramón Buenaventura, El año que viene en Tánger, 1998. El escritor como reconstructor de magníficas vidas ajenas para autorretratarse. Enrique Vila-Matas, París no se acaba nunca, 2003. A través del humor y la autoironía, ejemplo de que todo aquello que se cuente fabulosamente será fábula. Javier Cercas, La velocidad de la luz, 2005. Novelar para convertir las peripecias del novelista en parte de la gran historia del mundo, la de los Estados Unidos y la guerra de Vietnam, por ejemplo.
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