viernes, 17 de enero de 2025

La poesía de Alexander Vélez González

 



La poesía de Alexander Vélez González

Una temporada en la realidad paralela de los paraísos artificiales. El testimonio de un connaisseur de tales búsquedas que sabe de sus peligros e iluminaciones. Toma distancia de pesadillas y milagros, y va con la mirada de los mil metros al fondo de un paisaje urbanita, cruzado de heroísmos menores y desesperanzas condecoradas.

Su desafección de los rituales sociales, es una vía, no de escape, sino una pista de baile oscuro en donde crecen flores lisérgicas; alegres y siniestras al mismo tiempo. El poeta crea una bitácora de viajes, en la cotidianidad de un existencialismo que esgrime el humor negro y la ironía como su blasón de batalla. La poesía de Alexander Vélez no es una enumeración de blasfemias en el aquelarre; es el fuego ardiendo lento, en permanente combustión, como parte de una ceremonia de poesía; que es en últimas, tomar un sendero peligroso;  la práctica dolorosa de una ascesis de santo oscuro.

Ya que la poesía tiende a ser marginal dentro de la vida contemporánea, y como arte minoritario se repliega, se hace más hermético, con signos y claves de un código lírico, solo comprendido por quienes viven como extranjeros dentro de una comunidad cerrada por derribo; existen guetos espirituales más terribles en donde la poesía está proscrita, y solo aflora en la visión de quien se sabe jardinero de la noche lunfarda. En una ciudad que a veces se manifiesta como una máquina agonizante entre los espasmos de la violencia, la usura y comercio. El poeta-cronista se sumerge en una bohemia urbana en donde la dureza de la noche va ligada al sexo, las drogas y la filosofía precaria de las preguntas sin respuestas de los caminantes noctívagos.  El poeta, de alguna manera propone: Hagamos la vida más consciente dentro de estrategias de existencialismo en confrontación.

Alexander Vélez es a mi juicio, un poeta que en su ruptura vital, intenta un corpus literario dentro de una tradición universal; la de los poetas que caminan senderos solitarios para dar luz a una idea personal. Como tal, su obra marcha en contravía de muchas prácticas literarias del panorama nacional al uso, esas en donde la factura plástica; deja ver la impronta de la factoría literaria académica; la pose de salón con sillón chaise longe, elefantitos de porcelana china sobe mesitas de laca y  poesía destinada a un consumo cultural de analgésicos y barbitúricos muy estimada por señoronas gordas con vocación de sibilas.

Por el contrario, su obra comienza a tomar distancia, busca la autopista del acelere pesado; Higway to Hell.  Música aparte, que suena en duelo de alta noche contra el felino violín del Demiurgo. No cae en la apatía de la epidemia Matrix; camina a fondo su maratón nocturna y se bate en duelo contra sus fantasmas.

Esa es, en mi opinión, su fuerza y en ella, se perciben los destellos de su propia ordalía.


O.G.R.






STAND UP


Cuando los ángeles duermen, los amaneceres nunca fallan

y las luces de neón muertas para mí

y los sueños que cierran

sus puertas en sus barras

acorralados en sus trincheras

buscan escapar

patear la realidad de hojalata

como una basura en el camino.


Con los recuerdos de ayer que nunca han estado mal

volando donde no hay regreso

donde el tiempo es una pelota

con la que juega alguien en un parque.

Cuando los demonios nunca duermen

el silencio de la madrugada asusta y los que vagan por las calles

son fantasmas que siguen sus propios pasos

son hileras de pipas de fuego que los abriga como el gran vació de la soledad

que absorbe cualquier movimiento

por más miserable que parezca.

Por más que los hijos de Belial sigan soñando en la oscuridad

caminando por sus valles de fuego


azotados por el peso de sus elecciones

cruzaron las avenidas del miedo sin mirar a ambos lados

confiaron en sí mismos y para sí mismos, encontraron luz en una calle marginal:

cayeron de rodillas, con el agua salada en las mejillas

se liberaron de las angustias opresoras

aplastaron sus propios demonios internos y enemigos

intentaron ser felices

no despreciar el amor que despierta

a un corazón dormido, enajenado de su propia sangre.


Por más oscura que sea la noche

hay una vela encendida en el cuarto de las personas

por más que se despelleje la carne en las calles sucias

entre el cruce ambulatorio de las cofradías viciosas

siempre hay alguien que huye, al ver el inminente peligro

donde la propia mano asesina se confabula para ser verdugo

o se exilia para no ser víctima del fuego cruzado

y se reúne de nuevo con los que amó alguna vez

en un horizonte dibujado por él

donde brillan las auroras puras

los abrazos y las miradas limpias, sin trampas.


Sin trampas, sin cruces, y sin pesos

soñaron un nuevo presente que gritaron desde el edificio más alto


y su eco se esparció por los subsuelos de la ciudad

donde algunos de sus internautas más preciados

se rescataron a sí mismos de las cavernas de los submundos

por medio de ese eco

que se los llevó como el viento a las hojas secas

a otra parte

donde ya no hay sombras

quemando las vísceras de los pasajeros que se pierden

en esos pasajes.



POR CULPA DE REGAL


Mi boca, con el sabor a madera de Chivas Regal

me recuerda los recitales de poesía en Armada. Dos sueños frustrados que ya no importan

una extraña tomándose fotos conmigo, como si yo fuera una superestrella de la poesía;

un retrato de Bowie mirando a una francesa

inhalar un poco de polvo negro del hades,

mientras las luces ciudad seguían encendidas, cuando miles duermen

Dos o tres astillas de madera clavadas en el cuerpo

importan menos que un sueño frustrado o una caída.


EL ÚLTIMO ECO


Bailo mi propio swing en los rincones del tiempo

cuando la poesía es un trago amargo

que me tomo con gusto a solas

cuando en la oscuridad

un solo día basta para soñar

y los espejos de agua nunca dicen la verdad

y las gaviotas con picos de amapola

son el último eco de los desesperados

que esperan el regreso

de lo que se ha perdido para siempre

que toman tragos amargos soñando lo imposible

mientras un aroma predice las tardes acaloradas

vacías de enero

mientras la carne fría y moribunda

encuentra el calor del Dios sol

y grita desde un morro las perturbaciones de su insomnio

para bajar como un loco bohemio por más tragos de una adicción con nombre propio,

cómplice eterno de la muerte

que no está acostumbrada a procrastinar

en el juego cruzado de los vivos

y a la que le gusta su momento de fama en los periódicos

y a la que no hay que despreciar


cuando llega

en el momento

en que menos piensas.



PUEDO


Soy un hombre de adicciones

y puedo amar a los que me desprecian, por un tiempo

tomarme toda la noche y sus entretenimientos, terminar en un privado

y salir al día siguiente con el sol aplastándome la cara

tratando de poner freno al acelerador

y de continuar al mismo tiempo.

Puedo hacer magia con mi boca.

Tirarlo todo por un agujero

y tener al otro día más en mis bolsillos

exprimir mi cerebro sin que se acabe su líquido de locura.


Puedo pintar poetas muertos

y caminar por las calles tranquilo

sin fama y admiradores

sin oír esa etiqueta de poeta maldito en los oídos.


Puedo salvarte o perderte con tres palabras

antes de que alguien pueda sentirse a salvo en la comodidad de su casa


puedo bailar sin razón

sentarme en un andén cualquiera sin razón

escribir bajo la mirada sospechosa sin razón

y continuar por caminos curvos mientras puedo hacerlo sin razón.

Antes del tiempo de los rectos

puedo ahorrar gastar dinero en placeres

y conseguirlos sin un peso

cantando la música de mi corazón

lamiendo mi propio pellejo hasta la medula ósea del cansancio

en una mañana publica de drugs, drugs, drugs y más drugs

con los ojos usurpados por la decadencia

viendo gramos de luz filtrarse por las rendijas

donde una pareja de enamorados

fantasean sus vidas sin atardeceres histéricos

sin tragos amargos de oscuridad

sin reprobaciones infelices

en esa realidad cortante que es soñar.



EDEN MISTIC INDIA


Solo queda

el salvajismo haragán de los reservados

y los gemidos teatrales en operas sexuales

salpicadas por el polvo rosa

y las calles oliendo a esperma


supremas en su depravación de luces.

Unas cuantas lágrimas sobreviven

cuando el olvido total

es más doloroso que la muerte.

Solo quedan, los cocteles nocturnos en los virajes ciegos

apostar a la nada

escrutar rendijas de vida incendiándose

y el polvorín de cenizas volando hacia su desaparición en la claridad

atravesadas por su propio fuego mortuorio.

Deambular más para evitar el hastío de la soledad, solo queda

sus crueles fugas

evitar el paroxismo en las peatonales

donde algunas personas tienen alma de Edenes Místicos perfumados en India

y tejen locuras glamurosas con manos suaves de satín

casi siempre en los pórticos de los placeres

a un paso del inframundo y el paraíso.

 

 

 

domingo, 5 de enero de 2025

"CRONICA DE UN AMOR LOCO" EDUARDO ESCOBAR

 



Aquella tarde de junio de un sol tímido estaba invitado a las seis a un recital del poeta Álvaro Mutis en el Palacio de Nariño, en Bogotá. Y a un vino de honor después según rezaba la cartulina rectangular, amarillenta. Dejé descansar el trabajo a las tres; abandoné la oficina más temprano que de costumbre; a las cuatro me hallaba en mi apartamento, un pequeño piso de un verde de aceituna vieja a la sombra húmeda de Monserrate y me había colgado una corbata ancha, de seda, con arabescos, a la moda de entonces, que fue de mi padre, entonces recién muerto, me había puesto la percha, como solíamos decir en nuestra juventud, quiero decir, el vestido sombrío, de rayas, que uso siempre que debo mezclarme con Bretaña y había calzado mis mejores zapatos negros y peinado como mejor se pudo el alboroto perpetuo de la cabeza que me hizo objeto de burlas en la infancia remota, en el espejo de medio cuerpo enfermo de hongos. Antes de las cinco, me encaminaba muy orondo, con la invitación en el bolsillo, hacia el barrio sombrío donde queda la casa de los presidentes de Colombia, rodeada aquellos días, según me acuerdo, de jóvenes araucarias oscuras y rosas de Arabia que nunca florecieron. Como era temprano todavía al pasar por la avenida Jiménez y hacía un frío del demonio, decidí tomarme la libertad de un trago en La Romana mientras repicaban el cuarto en el campanario de la iglesia de San Francisco. Me acomodé al fondo. En un reservado en penumbras. Bajo una lámpara polvorienta de luz tísica. Pedí un brandy. Encendí un cigarrillo. Y me dispuse a dejar correr el tiempo.

Rocé la transparencia del licor con la punta de la lengua.

Dejé correr despacio entre las encías el recuerdo de la falsa madera, las tristes uvas, las enfáticas esencias, el fuego perfumado del alcohol. Un lujo imperfecto por ese precio. La lengua, que explora el mundo y presta estériles servicios sexuales, es fecunda en desorden y ruido. Me dije. y me sumergí de mala gana en el murmullo confuso de la charla de la clientela. Las volutas del humo del cigarrillo se amontonaban sobre mi cabeza empozadas en el hueco de la lámpara apagada como una aureola opaca. Y entonces entró. Y se hizo en el establecimiento un silencio religioso.

Tendría veinte años a lo sumo. La blancura de las hadas y de las hostias. De cejas anchas y oscuras sobre los ojos tranquilos, los labios eran carnosos como moras. La nariz pequeña y proporcionada. Y los cabellos oscuros del color de la pulpa del tamarindo.

Irradiaba una serenidad impecable. De milagro. y sin embargo era de este mundo, porque allí estaba, de este lado del umbral. El ambiente del restaurante de desempleados, lagartos de vocación, burócratas con cara de bostezo, intelectuales puros y secretarias hambrientas de saberes se apaciguó para admirar la maravilla. El resplandor de la aparecida. y yo aspiré el perfume yerbal de su mata de pelo suelto. De palmera frutecida, de corozos.

Sus ojos de miel y avellanas tostadas chisporrotearon en chispazos de oro que me devolvieron a un tiempo mítico y me trajeron recuerdos del paraíso perdido. De tiempos más felices que estos agrios que pasamos. Cuando me miró, como si distinguiera a un viejo amigo antiguo, sonrió, conmigo, no contigo o con aquel, quedé abrumado. Pero cuando caminó hacia mí, con decisión, si no flotó como una columna de humo por el restaurante con una vara de rosa en botón en la magnolia de la mano, mi razón trastabilló.

Trastornado, tuve una contracción en el hígado, como cuando a los seis años se asomaba a la sima donde se despeñaban las ovejas en la hacienda de los abuelos de mi madre. y sentí que mi corazón escapaba por el gaznate, es un decir, dando saltos de sapo como un loco feliz sobre los manteles, que me hubieran puesto en ridículo de no haberlo devuelto a su lugar con un sorbo del brandy.

Soy un hombre tímido cuando me cogen desprevenido, fuera de base. El timbre de su voz me disolvió. Ahora la asocio con el sonido de un laúd, con el reclamo del bulbul, con el rumor de la brisa en un huerto de viñas, berenjenas, nardos y tórtolas.

-¿Puedo sentarme con usted? Me dijo.
-Claro. Claro que sí, contesté, con fingida cordura.

No soy Nerón, Hitler, Atila, el Superhombre de Nietszche o Supermán. De un envión me coloqué entre pecho y espalda el dedo que restaba en la copa de brandy para curar el asombro y recuperar el piso de la realidad y el color del mundo. Mientras ella se sentaba a mi lado como un personaje en un sueño tranquilo, tan próxima que podía gozar el clima de la primavera de su cuerpo y disfruté del regalo de su hálito de manzanas.

Algunas sonrisas hablan de un carácter generoso, de un espíritu inocente, noble o apacible. Otras hacen el elogio público y callado de un dentista que conoce el oficio. La suya cantaba con granizos de gloria el Cantar de los Cantares con todo sus deleites y sus aromas.

-Usted va a pensar que estoy loca, empezó. Pero al entrar tuve la certeza de conocerlo hace tiempos. y me gustaría charlar con usted. Un momento.

Así dijo. Poniendo entre nosotros el botón de rosa.

Yo dije, sobreponiéndome al desconcierto, haciendo de tripas corazón:

-Sí. Es posible que nos hayamos visto antes… y
Y luego pregunté, lógico como un tonto:
-¿Y, dónde crees tú que nos presentaron?

Ella, con el entusiasmo de las noches estrelladas del Sahara que la hizo creíble, aclaró, seria y convincente:

-Fue hace muchos años. Y añadió. Muchos. Y después de una pausa agregó con la seriedad del mundo:
-Fuimos amantes. En Arabia.

-No es posible, me defendí. Quizás estaba loca de veras. Y embarazada para acabar.
-No puede ser. ..Porque yo nunca estuve en Arabia y porque…

Ella me calló, poniendo la punta de su mano en mis labios lívidos.

-Fue en otra encarnación. Reveló. Quise sonreír, por condescendencia. Aunque, sin comprender cómo, me descubrí repitiendo para mis adentros, mientras miraba a la insensata, estas palabras:

Las pecas de tus mejillas.
Como las estrellas al medio día.

Ella rompió a hablar atropellando las palabras. Me contó quién era. Lo que pensaba de la vida y de la ilusión del mundo, de las artimañas del olvido y la nostalgia, de la felicidad, la gloria, las corazonadas, y agregó a sus filosofías mil pormenores comunes a todas las muchachas de su edad: había estudiado teatro pero la había cansado, hacía fotografía, de niños, por afición, había tenido un novio celoso que la maltrataba, había perdido un perrito afgano de orejas tristes en Cartagena y su padre vivía y ya no fumaba y amaba a su madre aunque era una mujer rígida y tosca y estaba orgullosa de sus hermanos.

Sus palabras tenían sinceridad e inocencia. Eran claras yo naturales. Pronto me envolvieron en el hechizo. No eran tan solo lucubraciones, mentiras del deseo de una estudiante de veinte años que se atiborraba de libros esotéricos. Ni siquiera cuando se refirió aun sentimiento vetusto y plácido que nos ligaba, según ella, a esa existencia hipotética y dichosa que habíamos gastado juntos, un siglo remoto, y en la cual yo formaba para ella la mejor parte, como dijo, y ella fue para mí la niña de mis ojos. Pero cuando me recordó unos versos que yo le había dedicado en esa encarnación distante, los mismos que yo me seguía repitiendo en mi interior, las pecas de tus mejillas, como las estrellas al medio día, empecé a desconfiar de la aparición. y de mí mismo. y me sentí absurdo. E irreal.

Al cabo de un silencio largo que no me atreví amancillar, tampoco sabía qué decir, acarició pensativa el botón de rosa, le arrancó un pétalo, se lo comió, me miró a los ojos y me declaró su amor.

-Te amo. Desde el primer día del mundo

Yo abrí la boca, consternado. Perplejo y vacío. Y absorto. Su sonrisa: deseable, saludable, increíble. Sus dientes: manada de corderos entre los arreboles. Su frente: la claridad de la mañana

-Te amo. Repetía. Inclinando su cuerpo sobre mí de modo que el escote del vestido de algodón con estampados de tulipanes y cabezas de cotorras me permitió contemplar los dos tesoros iguales de sus pechos, sus pezones tensos con puntas de fresa.

Yo también te amé.

Qué más podía hacer. Si estaba confundido, feliz y halagado. Ella estaba flechada. Era evidente.

El mundo es más misterioso de lo que pensamos. Todo es posible. Pensé, a medias entregado al embrujo. Pero me pareció que el tropel del universo y el afán de los transeúntes y las estrellas del cielo afuera y adentro los habituales de la Romana, los comensales y las flores de plástico en los solitarios, hacían una pausa de solemnidad en sus difusas actividades mecánicas, espirituales y biológicas para contemplar el portento de nuestro amor intemporal. El lugar quedó transformado para mí en un jardín de reverencias, en una muda aprobación ante el prodigio de nuestro afecto. Hasta el hombre de la caja registradora que había cesado de estirarse las pestañas y las mes eras en fila como gansas con sus cofias ante el oscuro mostrador de cedro repleto de vasos relucientes y los vasos relucientes, se precipitaron detrás de mí en un estado de gracia muy parecido a la estupidez y el vértigo.

Olvidé en el bienestar que estaba casado. Que peinaba canas, debía doblarla en edad. Que tenía hijos pequeños que me querían y necesitaban. la experiencia de aquella juventud ignota que me revelaba con palabras lentas, sencillas y pronunciadas, me devolvió de golpe a otros huesos. A un tiempo feliz, a otra sangre. Volví a ser de un modo enigmático, pero no irreal, el adolescente despreocupado y suertudo en quien ella me transfiguraba. Y recuperé por un momento la fe perdida en el enredo culebrero de este mundo de querellas y quebrantos y la esperanza de ser redimido de mi nada por la fuerza del amor.

Siempre creí que la vida humana no es tan solo fiera urdimbre económica, muchedumbre e historia, que guarda su truco magnético. Que existen zonas encantadas de la realidad, intersecciones mágicas del tiempoespacio. Pensé con incierto dolor en la cara que pondría mi mujer, en mis hijos abandonados por correr detrás del amor ideal que todos andamos buscando desde que nos expulsaron del éxtasis del útero. Pero contra la tristeza sin fondo que me produjo la inminente renuncia a mis deberes palpables, a todo aquello de la cual había sido responsable hasta entonces, me descubrí revisando en mis adentros memorias de lecturas sobre la metempsicosis, la transmigración de las almas y el eterno retorno de los seres y cosas y me parecieron diáfanas. No meras hipótesis de un deseo vanidoso de eternidad.

Recordé, en la embriaguez del juego, la fascinación que siempre suscitó en mí el desierto desconocido. Callé, para evitarle el olor acre del aserrín del espectáculo miserable de la tierra, la simpatía que despiertan en mí los camellos mustios de los circos. y me reconfirmé en mi admiración devota por la mística de los monjes su fíes, la poesía de Ibn Arabi, Fuzuli, Attar y Hafiz.

Y comencé a darme cuenta con todo el ser de que mi gusto por los zejeles, las qasidas, las jarchas y la resonancia del tanbur, las tersuras vegetales de la flauta ney, los gemidos de los imanes en los minaretes al crepúsculo y la gracia de las mezquitas, no eran simples adhesiones estéticas y caprichos intelectuales de vana erudición sin espíritu, si no indicios, improntas moleculares de aquellos días que había olvidado, aunque no andaban extraviados del todo, puesto que ella los guardaba en su nítido recuerdo. Aquellos días ardientes por cuyos yerros incógnitos y abominables debieron condenarme a la blasfemia de reencarnar en Colombia. Cuando fui su amante rendido, dueño de caravanas con mi suegro, su padre, en un oasis con siete pozos de agua fresca y susurros de datileras y poblado de tiendas festivas y rebuznantes asnos y dromedarios soñolientos.

Un beso de almíbar me arrancó de mis divagaciones literarias de mis vuelos imaginativos, de mi ensueño mahometano. Me cayó como si me golpearan la cabeza con los dos tomos de Las Mil y Una Noches.

Tus besos
mejores que el ácido acetilsalicílico
y la caridad del opio
contra el dolor de existir
para perderte.
Recité para mí.

Mis problemas actuales, pasados, futuros, las penas en proyecto, las angustias cansadas, las olvidadas, los propósitos incubados, los remordimientos espinosos de lo no cumplido, todo, formas, vacíos, omisiones, carencias, vicios, ciencias y artes, se desvanecieron en el aire como una niebla. Lo demás fue no saber. La plenitud de no pensar. La gloria del sentir. Hablamos de mil cosas. De mí, de ella, del futuro que nos esperaba. De las personas que conocíamos. De los libros que más nos habían gustado. Ella había leído el Calila y Dimna. Y estaba bien ilustrada sobre las virtudes de la alheña. Sus palabras favoritas eran aljibe, almohada, alhelí, bulbul, carajo, zalema y zoco. Me mostró una baraja de fotografías de familia que sacó de una carterita labrada con unicornios y palmas. Sus seis hermanos apoyados en sus bicicletas de turismo, su padre fumando una pipa cuando aún fumaba acaricia un perrito de largas orejas y ojos premonitorios, la tía que más quería en un parque en Washington con un sombrero de paja de verano, su madre, una mujer de rostro ríspido y bigote de galán en el corredor de su casa y un aspecto de El Cairo , recortado de una revista, adonde quería que fuéramos, y el recorte de un poema dedicado a la felicidad de la unión divina por un poeta arcaico de El Líbano, cuyo nombre pronunció con un dejo y haciendo resonar las jotas con cierta afectación que le lucía. Pedimos un brandy tras otro. Bebimos.

Brindamos, haciendo retiñir las copas como si fueran celestas. y cuando el sol empezó a caer como un coágulo sobre la avenida Jiménez decidimos dar un paseo por la tarde púrpura apunto de apagarse.

A estas alturas del arrebato yo había dejado de acordarme de que el poeta Álvaro Nariño ofrecía un recital de sus poemas en el palacio Antonio Mutis. Ignoraba por completo en el delirio cómo se llamaba el presidente de Colombia. Que Colombia es una farsa doliente. Mi patria había dejado de ser este purgatorio de penas en vinagre, un desorden frenético, la herida enconada que siempre fue, si no un colchón de nubes, un lugar muy alto, muy dulce, muy puro y muy claro y muy rico. La torre cerrada de marfil donde un hombre contempla sin cansarse los ojos ambarinos de su novia y ve en ellos la tierra prometida, el reino de los cielos, la cuarta dimensión. Puse sobre la mesa una propina faraónica con ademán olímpico.

Nada me faltaba. Habría bailado desnudo en el atrio de la iglesia de San Francisco como San Francisco ante Santa Clara. Si el estentóreo, odioso llamado de otra realidad de la peor clase no hubiera irrumpido como una res rabiosa en el adagio de un cuarteto de cuerdas, desbaratando el embrujo.

-Claudia, Claudia, carajo. Gritaron sobre nosotros.

Mi pobre amada alzó los ojos. Tembló como una azucena asustada. Palidecieron sus mejillas que el alcohol y la pasión habían encendido. Al volverme, vi un muchacho desesperado y robusto, que elevaba las mangas de una camisa amarilla y repetía

-Carajo, Claudia. Maldita sea.

Era su hermano, según me enteré enseguida. Lo acompañaban dos individuos con caras de energúmenos y batas de enfermero.

Ella me regaló la ternura de una última mirada, un resto de sonrisa con un rescoldo de horror. Corrió a la puerta. Pero allí la esperaba un cazador de gacelas de aspecto siquiátrico, con una jeringa que desmontó mis principados árabes en mi enamorada en una sucia ataraxia, supongo, porque ella se desmayó en sus brazos profesionales como una hoja.

Mientras se la llevaron cargada como una muerta, su hermano trató de explicarse. Se disculpó, angustiado, con vergüenza y dolor evidentes. Desde el borde de una lágrima fraternal que se resistía a brotar en su ojo izquierdo, tartamudeó, mientras mecía la cabeza sobre sus hombros:

-Perdone, señor… Mi pobre hermana… Está loca… Obsesionada con un poeta que dice haber conocido en una encarnación pasada… en Bagdad… Mi pobre hermanita… Ayer escapó del hospital..

Yo farfullé, sin saber lo que decía

-Pero… tal vez yo soy… tal vez… yo sea…joven… ese poeta que ella busca por este mundo sin pies ni cabeza.

El muchacho me miró a mí de la cabeza a los pies. Contempló mi corbata de seda con desprecio, las solapas de un vestido decente, mis relucientes zapatos negros, como barcas, como si yo jamás hubiera sido un año, un día, un instante, un príncipe musulmán, si no un escarabajo en un cuento tétrico de Kafka y se marchó a trancos por donde había venido con un gruñido de fastidio y un portazo en la puerta de vaivén.

Al salir de La Romana, la estela gris del exhosto de la ambulancia destartalada donde transportaban mi flor (sometida a la razón por la fuerza de la química bruta y el prejuicio rastrero), aún ahumaba la tarde sucia. Un nubarrón violeta acababa de tragarse de un bocado el último vestigio de un sol de moho.

La luna de junio se levantaba con esfuerzo sobre las azoteas bogotanas. Advertí que llevaba en la mano el botón de rosa que ella había olvidado sobre la mesa. Era una rosa sin olor. Recordé que había olvidado preguntarle su nombre. Y lo experimenté como una omisión irreparable, como una pérdida, como una pobreza a la que jamás lograría sobreponerme. Mi alma nunca se acostumbró a las decepciones, ni jamás se sintió tan abandonada, sola y ridícula. Camino del palacio de Nariño, sobre el basurero de pesadilla de la carrera séptima: mariposas muertas, polvo molido, gargajos aplastados, pellejos de ciruelas, empaques de galletas, periódicos arrugados que el viento arrastraba como pájaros bobos, cavilaba. Tal vez no estaba loca. Tal vez no eran solo fantasías. Yo había sido una vez su príncipe azul. Y ella mi pasión, mi aire, mi fiesta, mi privilegio.

Todo cabe. Lo demás es la envidia que no soporta la música de los otros. Los escrúpulos del sistema métrico decimal. La rutina espantosa de los notarios. y las putas ideas fijas de los siquiatras que han dejado de creer en milagros para desgracia nuestra. Pensé.

Detrás de mí repicaron las seis en la torre de San Francisco.

Y empezaron a encenderse los avisos luminosos en las fachadas como todas las tardes.

miércoles, 25 de diciembre de 2024

ENRIQUE VILA-MATAS, DISCURSO PREMIO JUAN RULFO 2015

 




EL FUTURO

(Discurso de recepción del premio Rulfo en Guadalajara, México, 28 noviembre 2015)

He venido a hablarles del futuro. Supongo que del futuro de la novela, aunque quizás sólo del futuro de este discurso. Voy a contarles cómo durante años imaginé que se presentaba el futuro. Sitúense en 1948, el año en que nací, en la tarde de agosto en la que un disco extraño y casi silencioso comenzó a sonar en las emisoras de música de Maryland, y pronto se fue extendiendo por la Costa Este, dejando una estela de perplejidad en sus casuales oyentes. ¿Qué era aquello? No se había oído nunca nada igual y, por tanto, aún no tenía nombre, pero era –ahora lo sabemos– la primera canción de rock and roll de la historia. Quienes la oían, entraban de golpe en el futuro. La música de aquel disco parecía provenir del éter y flotar literalmente sobre las ondas del aire de Maryland. Aquello, señoras y señores, era el rock and roll llegando con la reposada lentitud de lo verdaderamente imprevisto. La canción se titulaba  Demasiado pronto para saberlo, y era la primera grabación de The Orioles, cinco músicos de Baltimore. Sonaba rara, nada extraño si tenemos en cuenta que era el primer signo de que algo estaba cambiando.


¿Qué pudo pensar la primera persona que, oyendo radio Maryland aquella mañana, comprendió que empezaba una nueva era? “Es demasiado pronto”, decía la canción, “muy pronto para saberlo”, susurraba titubeante Sonny Til, el cantante.

He venido a hablarles del futuro, que para mí durante años ha sido algo que llegaba como llegó el rock el año en que nací, con aquella reposada lentitud de lo verdaderamente imprevisto.

He venido a hablarles del futuro. Y está claro que, como me autoimpongo el tema yo mismo, busco complicarme la vida. Nada que me sorprenda demasiado. Así he venido trabajando estos años, trabajando en libros difíciles que llevaba lo más lejos posible, hasta sus límites; libros que, al publicarlos, se convertían en callejones sin salida, porque no se veía qué podía hacer ya después de ellos. Pero yo esto lo hacía de un modo consciente, porque era a ese punto al que yo quería llegar.

Cada libro que escribía parecía llevarme a dejar de escribir. Lo publicaba y me instalaba en un estado de callejón sin salida, y los amigos volvían a hacerme la pregunta habitual: “Y después de esto, ¿qué vas a hacer?”. Y yo pensaba que todo había terminado. Me costaba salir de ese callejón. Pero por suerte, siempre a última hora, me acordaba de que la inteligencia es el arte de saber encontrar un pequeño hueco por donde escapar de la situación que nos tiene atrapados. Y yo siempre tenía la suerte de acabar encontrando el hueco mínimo y me escapaba, y entraba en un nuevo libro.

Los callejones sin salida han sido el motor central de mi obra. Por eso no me extraña que ahora quiera complicarme la vida y hablarles del futuro. Pero no pasa nada. De hecho, estoy acostumbrado a relacionarme con él, con el futuro. ¿O no estoy especializado en narrar previamente los viajes que realizo? Acostumbro a adelantarme a lo que pueda pasar y lo cuento en artículos de prensa. Después, viajo al lugar y vivo allí lo escrito.

Como tengo esa costumbre de narrar los viajes antes de hacerlos, he escrito previamente este discurso antes de salir de Barcelona rumbo a Guadalajara. Bueno, sé que es obvio que lo he escrito antes, pues de lo contrario no estaría leyéndolo ahora. La ventaja de esto es que conozco cómo acaba, lo que demuestra que, en contra de lo que se cree, el futuro no es a veces tan indescifrable.

Si me impuse hablarles del futuro fue sobre todo porque este premio, antiguo premio Rulfo, distingue la obra de autores “con un aporte significativo a la literatura de nuestros días” y yo quería que se supiera que quizás me ajusto a esta premisa porque desde siempre he escrito en la necesidad de encontrar escrituras que nos interroguen desde la estricta contemporaneidad, en la necesidad de encontrar estructuras que no se limiten a reproducir modelos que ya estaban obsoletos hace cien años.

Es tal mi costumbre de buscar nuevas escrituras que voy a decirles ahora, no cómo escribo, sino cómo me gustaría escribir. Y recurro para ello a Robert Walser, aquel escritor suizo al que Christopher Domínguez Michael llamó en cierta ocasión “mi héroe moral”.

Parece que Walser se vio realmente liberado de sí mismo el día en que hizo un viaje nocturno en globo, desde Bitterfeld  hasta una playa del Báltico. Un viaje sobre una Alemania dormida en la oscuridad. “Subieron a la barquilla, a la extraña casa, tres personas y soltaron las cuerdas de sujeción, y el globo voló lentamente hacia lo alto”,  escribió Walser, el paseante por excelencia, un caminante que en realidad había nacido para ese recorrido silencioso por el aire, pues siempre en todos sus trabajos en prosa, quiso alzarse sobre la pesada vida terrestre, desaparecer suavemente y sin ruido hacia un reino más libre.

Me gustaría escribir alzándome sobre la pesada vida terrestre. Pero en caso de lograrlo, ¿coincidirían mis itinerarios con los trayectos nocturnos que sospecho que seguirá la novela en el futuro? A principios de este siglo, aún habría dicho que sí, que algunos recorridos coincidirían. Quizás entonces aún era optimista, porque me sentía aliado con estas líneas de Borges: “¿Qué soñará el indescifrable futuro? Soñará que Alonso Quijano puede ser don Quijote sin dejar su aldea y sus libros”.

Pensaba que en las novelas por venir no sería necesario dejar la aldea y salir al campo abierto porque la acción se difuminaría en favor del pensamiento. Con una confianza ingenua en la evolución de la exigencia de los lectores del nuevo siglo, creía que en el indescifrable futuro la novela de formato decimonónico –que se había cobrado ya sus mejores piezas– iría cediendo su lugar a los ensayos narrativos, o a las narraciones ensayísticas, y quizás incluso cedería el paso a una prosa brumosa y compacta, estilo Sebald (es decir, muy en el modo en que Nietzsche hacía de la vida, literatura), o estilo Sergio Pitol, el de El mago de Viena, con ese tipo de prosa compacta en la que el autor disolvía las fronteras entre los géneros, haciendo que desaparecieran los índices y los textos consistieran en fragmentos unidos por una estructura de unidad perfecta; una prosa a cuerpo descubierto, la prosa del nuevo siglo.

Pensaba que en ese siglo se cedería el paso a un tipo de novela ya felizmente instalada en la frontera; una novela en la que sin problemas se mezclarían lo autobiográfico con el ensayo, con el libro de viajes, con el diario, con la ficción pura, con la realidad traída al texto como tal. Pensaba que iríamos hacia una literatura acorde con el espíritu del tiempo, una literatura mixta, donde los límites se confundirían y la realidad podría bailar en la frontera con la ficción, y el ritmo borraría esa frontera.

Le preguntaron a Roberto Bolaño en 2001 en una entrevista en Chile qué novelas serían las que veríamos en el futuro. Y Bolaño respondió literalmente que una novela que sólo se sostiene por el argumento –con un formato más o menos archiconocido, pero no archiconocido en este siglo, sino ya en el XIX– es un tipo de novela que se acabó.

“Se va a seguir haciendo y, además, va a seguir haciéndose durante muchísimo tiempo”, dijo Bolaño, “pero esa novela ya está acabada, y no está acabada porque yo lo diga, está acabada desde hace muchísimos años. Después de La invención de Morel, no se puede escribir una novela así, en donde lo único que aguanta el libro es el argumento. En donde no hay estructura, no hay juego, no hay cruce de voces”.

De cara a la narrativa que yo creía que estaba por venir, uno de  mis puntos de orientación era el anartista Marcel Duchamp. Artista no, decía de sí mismo: anartista. En diferentes ocasiones, pensando en su legado, insinué que tal vez no sólo íbamos a dejar atrás por fin la anquilosada narrativa del pasado, sino que iríamos hacia una novela conceptual: un tipo de novela que recogería el intento de Marcel Duchamp de reconciliar arte y vida, obra y espectador. Tenía presente lo que decía Octavio Paz de esa reconciliación propuesta por Duchamp: “El arte fundido a la vida es arte socializado, no arte social ni socialista, y aún menos actividad dedicada a la producción de objetos hermosos o simplemente decorativos. Arte fundido a la vida quiere decir poema de Mallarmé o novela de Joyce: el arte más difícil. Un arte que obliga al espectador y al lector a convertirse en un artista y en un poeta”.

Creía que se abriría paso ese arte difícil y que espectadores y lectores devendrían artistas y poetas. Y creía que surgirían libros, donde la forma fuera el contenido y el contenido fuera la forma. Libros de los que alguien pudiera, por ejemplo, quejarse de que el material a veces no pareciera escrito en su lengua. Y a quien pudiéramos decirle: pero es que no está escrito después de todo, no está escrito para ser leído, o no sólo para ser leído; se ha creado para ser mirado y escuchado; mira, su escritura no es acerca de algo, es algo en sí mismo. Cuando el sentido es dormir, las palabras se van a dormir. Cuando el sentido es bailar, las palabras bailan. Los novelistas engendran obras discursivas porque se centran en hablar sobre las cosas, sobre un asunto, mientras que el arte auténtico no hace eso: el arte auténtico es la cosa y no algo sobre las cosas: no es arte sobre algo, es el arte en sí.

Por eso me gustaban más Bouvard y Pecuchet y Finnegans Wake, las obras imperfectas que se abren paso en Flaubert y Joyce después de sus grandes obras, Madame Bovary y Ulises, respectivamente. Veía en esas obras desatadas e imperfectas caminos geniales hacia el futuro. Creía que todos devendríamos artistas y poetas, pero luego las cosas se torcieron y, entre sombras de Grey, ahora triunfa la corriente de aire, siempre tan limitada, de los novelistas con tendencia obtusa al “desfile cinematográfico de las cosas”, por no hablar de la corriente de los libros que nos jactamos groseramente de haber leído de un tirón, etc.  

A la caída de la capacidad de atención ha contribuido una industria editorial que está erradicando de la literatura todo aquello que nos quiere hacer creer que es demasiado pesado, o que va demasiado cargado de sentido, o que puede parecer intelectual. Y el panorama, desde el punto de vista literario –si es que ese punto de vista aún existe– es desolador.

“¿Y por qué los escritores son, más que otra gente, presa fácil de las depresiones?”, pregunta alguien en un relato de Mario Levrero. Y alguien dice: “Se deprimen porque no pueden tolerar la idea de tener que vivir en un mundo estropeado por los imbéciles”.

En un mundo en el que quienes leen son una pavorosa minoría, un escritor ya bastante hace con sobrevivir. Cada día son más inencontrables, pero quedan todavía algunos –podríamos llamarles “los escritores de antes”– que se salvan gracias a que aun saben arreglárselas para tratar de escribir lo que escribirían si escribiesen. Pero de estos cada vez hay menos. Son supervivientes de una especie en extinción; tipos complicados, gente de un coraje tan antiguo como el coraje mismo, gente zumbada; trastornada si ustedes quieren; gente esencialmente obsesiva, fascinantemente obsesiva.

A un amigo escritor le preguntó una dama en un coloquio cuándo iba a dejar de escribir sobre tipos que parecen moverse por el Far West y aniquilan a escritores falsos.

–Cuando me salga bien, dejaré de hacerlo –contestó.

En arte cuenta mucho la insistencia desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra. Los escritores supervivientes saben que el futuro ya no va a llegar a través de las ondas; no va a llegar, como en el año en que nací, con las alegres formas de una música distinta.

Mi biografía va del nacimiento del rock and roll a los atentados de este noviembre en París.

En un intenso texto de Xavier Person, que leí ayer en el avión que me trajo hasta aquí, he podido seguir los pasos de George Didi-Huberman en el momento de abrir la puerta de una habitación de hospital en París, y he entrado con él en el cuarto de Simon, un joven de 33 años gravemente herido en la columna vertebral por una bala de Kalachnikov en el atentado de Charlie Hebdo. En ese cuarto, este superviviente, nos dice Didi-Huberman, “trabaja para vivir”. Su cuerpo lentamente se pone en movimiento y él está intentando levantarse, literalmente elevarse, para volver a ser.

Desde ese cuarto de hospital francés he pensado en los emigrantes de la guerra de Siria que, después de haber arriesgado la vida, ponen pie en tierra en una isla del Mediterráneo, y luego lentamente se van alzando, se van elevando, también para sentir que vuelven a ser. Y al pensar en ellos he oído el eco de las voces de los supervivientes que nos hablan en el documento de Svetlana Alexievitch sobre Chernóbil. El libro no trata tanto de la catástrofe general como del mundo después de esa catástrofe. El libro habla de cómo la gente se adapta a la nueva realidad. Esa realidad que ya ha sucedido, pero aún no se percibe del todo, pero está aquí ya, entre todos nosotros, susurra el coro trágico. Y ustedes ahora me van a perdonar, pero lo que dicen las voces de Chernóbil, el gran coro, es el futuro.