lunes, 16 de noviembre de 2009

DOSSIER ANTIPROHIBICIONISTA #2




MARIHUANA: EL FIASCO DEL PARADIGMA PROHIBICIONISTA
POR:

Luigi Amara

La humanidad ha convivido a lo largo de la historia con las drogas. Hay usos documentados en todas las civilizaciones, incluidas desde luego las prehispánicas. Usos rituales, medicinales, lúdicos, festivos. En esa convivencia han abundado también prohibiciones de toda clase, como la de la Roma preimperial, que reservaba el consumo de vino a los varones mayores de 30 años y castigaba a los infractores con la ejecución. Por su parte, el emperador Marco Aurelio, que recibía cada mañana con una ración de opio, desaconsejaba el uso de esta sustancia a los menores de 50 años, y aunque no lo prohibió tajantemente al tener las riendas de Roma, sus observaciones en esta materia hablan del respeto que debe tenerse a las drogas en general y del grado de madurez necesario para convivir con ellas.

Sin embargo, la prohibición y penalización de una droga no ha resultado ser la mejor estrategia para reducir los efectos indeseables de una inclinación humana —una inclinación hacia la ebriedad— que, en lugar de estigmatizarse, debe ser reconocida y tomada en cuenta. Suele suceder justo al revés. La prohibición tiene efectos contrarios a los esperados. Es bastante conocido el caso de la Ley Seca estadounidense, otra vez en boca de todos gracias a la comparación que hizo hace pocos días el presidente Barak Obama de la lucha contra el narcotráfico en México y Los Intocables de Eliot Ness, pero hay muchos casos análogos. Traigo uno a cuento: en Rusia estuvo prohibido el café buena parte del siglo XIX. Se hablaba de la gran toxicidad y dependencia que causaba la cafeína, del estado de ansiedad al que conducía este excitante que hoy está en las alacenas de todo el mundo. Al que violaba la interdicción se le llegaban a cortar las orejas. Pero fue precisamente durante ese periodo que el consumo fue más desmedido: los adeptos al café solían beber litros y litros de una sola sentada, alcanzando los estados de excitación y angustia que habían sido el origen de la prohibición.

Hoy, a la distancia, tanto el caso de la Ley Seca en Estados Unidos como el de la prohibición de café en Rusia nos parecen estrategias desencaminadas, incluso risibles, de tan ineficaces; y no sería extraño que en unos años sucediera lo mismo con la marihuana.

La penalización de la marihuana, como la de muchas otras drogas que permanecen prohibidas, es un fenómeno relativamente reciente, que data del siglo XX. En México está documentado el consumo de cannabis —una planta exógena— por lo menos durante todo el siglo XIX, en particular entre los entonces llamados “bohemios” —pero también entre los soldados—, y es fácil advertir la familiaridad que existía con esta droga (en su modalidad de cigarrillo y no sólo macerada en alcohol para las reumas) si uno repara en la popularidad de una canción como “La cucaracha”, que famosamente alude a la hierba, y cuyo origen algunos historiadores ubican en fecha tan lejana como 1818.

Sobre la presencia, digamos consuetudinaria, de la marihuana en la sociedad mexicana hay incontables testimonios, pero creo que uno de los más reveladores es el del escritor español Ramón del Valle-Inclán, pues en sus textos se refleja una actitud muy diferente de la actual con respecto al cáñamo. En una entrevista publicada en 1918, Vallé-Inclán, que había probado la marihuana por primera vez en México y se había aficionado a ella, afirma con un tono un tanto exaltado:

–A mí México me parece un pueblo destinado a hacer cosas que maravillen. Tiene una capacidad que las gentes no saben admirar en toda su grandeza: la revolucionaria. Por ella avanzará y evolucionará. Por ella... y por el cáñamo índico, que le hace vivir en una exaltación religiosa extraordinaria.
–¿Por el cáñamo índico?
–Por la hierba marihuana o cáñamo índico, que es lo que fuman los mexicanos. Así se explica ese desprecio a la muerte que les da un sobrehumano valor.


Valle-Inclán


Y no hay que olvidar que también en Estados Unidos era otra la relación con muchas de las drogas hoy prohibidas. Sin ir más lejos se puede mencionar el caso de la cocaína, que en su momento estaba presente en la fórmula de la coca-cola, y no fue sino mucho después de que este refresco se vendiera libremente a manera de tónico que la cocaína terminó simbolizando una droga de “afroamericanos degenerados” y por tanto se la prohibió. Y al parecer el caso de la marihuana en el país vecino no estuvo tampoco disociado de prejuicios raciales, y hay estudiosos, por ejemplo Antonio Escohotado, autor de una Historia general de las drogas, que vinculan la prohibición de la marihuana en Estados Unidos con el miedo a la migración masiva de mexicanos, pues ya desde antes de la Gran Depresión habían cruzado la frontera hordas de connacionales en busca de trabajo, llevando del otro lado del Río Bravo la pegajosa afición a la “cucaracha”.

Son muchos los factores que explican que en la primera mitad del siglo XX comenzara en la mayoría de los países una ola de prohibición generalizada de sustancias tóxicas, y entre esos factores se cuenta, por supuesto, el hecho de que el opio, el alcohol, la marihuana o la cocaína pueden ser sustancias poco recomendables en ciertos casos y para determinadas personas. Pero más allá de los complejos factores que entran en juego en una prohibición de la magnitud de la que todavía está en boga, me interesa subrayar que con una prohibición de este tipo se decreta la minoría de edad del hombre con respecto a los estupefacientes. Pese a que no está enunciado así en ningún lado, el trasfondo es claro: el hombre está incapacitado para lidiar con sus estados alterados de conciencia.

Un primer aspecto de la penalización indica que el individuo no puede hacer con su cuerpo y su conciencia lo que quiera. Hay límites a la libertad individual más allá de posibles daños a terceros. Con respecto a ciertas sustancias tóxicas con las cuales pretende alcanzar la ebriedad, el hombre está en una permanente minoría de edad.

El segundo aspecto de la penalización lo equipara a un problema de salud: la única manera de no entrar en un proceso penal es declararse adicto, clínicamente enfermo. Que en realidad es otra manera (desde el ámbito de la medicina) de declarar que el consumidor no puede hacerse responsable del uso de drogas, independientemente de si en la práctica le ha traído daños a su salud. La tendencia general es que la adicción se mida con el rasero de una portación máxima diaria para consumo personal (que si 3 o 5 gramos, que si cuatro flautines o un par de gallos bien dotados), pero se olvida que aquí hay un amplio margen debido a la tolerancia que estas sustancias generan, sin que por ello haya necesariamente un problema médico real.

En el paradigma prohibicionista actual sólo hay dos opciones: delincuente o enfermo, lo cual ya muestra que toda la cuestión está teñida desde su base de un tremendo maniqueísmo.
Y apenas parece necesario insistir en que una consecuencia indeseable pero elemental, contraria al espíritu mismo del paradigma prohibicionista, fue que si las drogas tenían el atractivo de lo desconocido, de lo peligroso, de la promesa de disfrute —si bien no exenta de los riesgos que hay en todo trance—, los legisladores que por primera vez pusieron a la cannabis en la lista de las sustancias prohibidas le confirieron un atractivo añadido: el de la transgresión.

Pero quizás el aspecto que más ha contribuido a que la prohibición de la marihuana se mantenga por encima de una evaluación medianamente objetiva de sus resultados (la prohibición misma es la verdadera Intocable), tiene que ver con que detrás de ella hay una presión moral que enturbia de raíz las discusiones, y que hasta la fecha ha entorpecido cualquier avance en la evaluación de la política prohibicionista y de sus dividendos.

Para cambiar de paradigma con respecto al consumo de marihuana (siquiera como ejercicio mental, para discutir en serio las opciones de despenalización o legalización regulada de la cannabis a casi un siglo de su prohibición generalizada), habría que comenzar por eliminar este sesgo moral todavía demasiado presente, situarnos al margen de este tabú que lastra el pensamiento y que ha sido recogido y entronizado en los acuerdos internacionales sobre psicotrópicos, y que no ha cesado de manifestarse de diversas formas:

1) En la prensa se tacha de “mariguanadas” cualquier propuesta en esta dirección. Titulares a ocho columnas se complacen en desprestigiar de entrada argumentos e iniciativas por considerarlas propias de un empedernido pacheco.

2) Superestrellas de los Juegos Olímpicos como Michael Phelps y Usain Bolt son estigmatizados por fumar hierba; no sólo les cancelan contratos publicitarios sino que de alguna manera son bajados de sus pedestales de ídolos, siendo que ese consumo, puramente lúdico, no tiene nada que ver con una maniobra para mejorar su rendimiento, al tratarse de competidores en pruebas de velocidad.

3) Los posibles daños a la salud de fumar marihuana están envueltos en una bruma de medias verdades que la hace aparecer más dañina de lo que en realidad es. Como muchos investigadores han resaltado, los estudios farmacológicos sobre la cannabis parecen hasta ahora condenados al oscurantismo —otros han descrito la situación como de “barbarie farmacológica”—, de allí que buscar datos fidedignos parezca tan difícil. Sin embargo, aunque la marihuana no es del todo inocua, pues hay pruebas suficientes de que a largo plazo afecta la memoria inmediata, puede provocar crisis de pánico, etc., de ningún estudio serio se desprende que sea más peligrosa que el alcohol, o más adictiva que éste, o estadísticamente más asociada con la violencia o el crimen, y sin embargo, a la hora de discutir la despenalización o la legalización, esta evidencia se omite o de plano se tergiversa.

4) Otra muestra de que en este terreno imperan los resabios moralinos se da en el terreno de la salud pública. Por más nociva que pueda ser la marihuana no puede compararse, en cuanto problema de salud, con otros de mayor gravedad y sin embargo desatendidos. Puesto que los índices más preocupantes en la actualidad en el rubro de salud pública en México corresponden a la obesidad y a la diabetes, si en verdad fuera una política sana la de fiscalizar lo que los individuos nos llevamos a la boca debería estarse discutiendo cómo regular la venta de comida chatarra y refrescos y no el consumo de la marihuana; debería estarse evaluando en la Cámara de diputados hasta qué punto sería conveniente etiquetar las donas y los pastelillos, por ejemplo, con una leyenda del tipo: “el abuso en el consumo de este producto afecta la salud”. A estas alturas debería haber quedado claro que en materia de alimentación, la sociedad mexicana está sumida en una alarmante minoría de edad. Pero el punto que quiero resaltar es el siguiente: no se trata de preguntar por qué se prohíbe lo que modifica nuestra percepción y no lo que altera drásticamente nuestros niveles de insulina, sino de una pregunta más general: ¿con qué derecho se interfiere en lo que las personas hacen consigo mismas y con sus cuerpos?


* * *


Estamos en una situación de facto de consumo generalizado de marihuana, en la que prácticamente en todos lados se fuma, cualquiera tiene acceso a ella y es parte de la cotidianidad, donde presidentes como Barak Obama no tienen empacho en confesar que la han probado alguna vez, y sin embargo pareciera, tal como la discusión suele darse, que fuera la peor bajeza.

Y por más extendido que esté, el consumo de cannabis se desarrolla en un ambiente de falta de información verídica sobre sus efectos, en medio de toda clase de estigmas hipócritas y un combate policiaco y militar que en principio no puede surtir efecto por la sencilla razón de que la demanda no da visos de terminar. Hay una necesidad humana de ebriedad, de exploración, de autoconocimiento, de diversión y si se quiere de escape de la rutina, que si ha existido a lo largo de la historia no está claro porqué habría de detenerse por simple decreto. Hilaridad, camaradería, relajamiento, ver las cosas bajo otra luz… Se trata de impulsos demasiado humanos, con los que otras culturas en otros tiempos pudieron lidiar aceptablemente.

De allí la consecuencia más notoria de la lucha contra el narcotráfico: el "efecto hidra", la asombrosa rapidez en la recomposición de las estructuras delictivas al ser desmembradas; puesto que hay demanda, cualquier golpe es sólo transitorio, no tardará en surgir una nueva cabeza para abastecerla.

A estas alturas, abrir cualquier periódico o sintonizar cualquier noticiario debería bastar para dejar en claro que el combate penal es demasiado costoso para el Estado y para la sociedad; tan costoso en términos económicos, de inseguridad, corrupción y sobre todo de vidas humanas, que es necesario replantearlo y hacer tabula rasa.

¿Es racional el gasto que se invierte en el combate a la marihuana comparado con los daños que podría causar si se dejara de hacerlo? ¿No es más dramático y gravoso que mueran miles y miles de hombres por ese combate si se contrasta con los problemas de salud e incluso con los delitos que ese consumo podría provocar?

Y desde el punto de vista moral (que tanto parece importar, aunque nunca se haga del todo explícito), ¿no es más reprobable la corrupción a todos los niveles que ha propiciado el narcotráfico que la simple falta, la bajeza de fumarse un churro?

No hay que olvidar que todas estas aristas de la situación tienen además repercusiones en la legitimidad de la lucha misma contra la droga, es decir, repercusiones que alcanzan la legitimidad de la acción del Estado:

En primer lugar, como los recursos públicos están mal enfocados en este rubro (se utilizan fundamentalmente para el combate y no para la educación y la prevención), en muchas comunidades los propios narcotraficantes son los que financian escuelas, complejos deportivos, parques y sitios de recreo, etcétera, de manera que son ellos los que se convierten en héroes, en ejemplo a seguir.

En segundo lugar, como se mueven asombrosas cantidades de dinero gracias a la prohibición vigente, la corrupción inunda la lucha desde su base, al punto de que en muchos lados de esta llamada “guerra” la pregunta sobre quién tiene el control, el narco o el Estado, no es una pregunta retórica.

En tercer lugar, a fin de mantener la prohibición, se genera un clima de inseguridad y muerte desproporcionado en función de aquello que se pretende proteger.

Dinero mal invertido, corrupción, inseguridad, muertes que se cuentan por miles… ¿No es ya tiempo de renunciar al paradigma prohibicionista? ¿Quiénes son los más interesados en que este paradigma se perpetúe? ¿Quiénes son los más beneficiados? La respuesta a estas preguntas, que inequívocamente apuntan en la dirección de los narcotraficantes, es motivo suficiente para abandonar la política prohibicionista con respecto a la marihuana.

Aunque la forma en que ha de dejarse atrás este paradigma desfondado todavía está por construirse (a mi juicio, la mera despenalización, es decir, la renuncia a sancionar la posesión de pequeñas cantidades de droga destinadas al consumo personal es por muchas razones insuficiente), la legalización completa de la marihuana —de su consumo pero también de su cultivo y venta regulados— permitiría que el Estado utilice mejor su dinero: millones de pesos que hoy sirven para ese combate se podrían destinar a educación y cultura, además de a campañas informativas en materia de drogas y al fortalecimiento de los centros de rehabilitación. Legalizar no es promover; con los recursos canalizados adecuadamente habría mayor conciencia de los riesgos del consumo de marihuana. Y si digo que hay que aumentar la inversión en educación y cultura en este país (que por cierto está muy por debajo de las recomendaciones de la UNESCO), se debe a que no sólo es necesario aportar conocimientos farmacológicos objetivos para el consumo responsable de la marihuana, sino que además se deben proporcionar las condiciones culturales y educativas que propicien un ambiente en que el ciudadano deje de asumirse y de ser visto como un menor de edad en muchos respectos, no sólo en su relación con las sustancias tóxicas.

Y no hay que desestimar que si, además de despenalizar, el Estado se decide a gravar el consumo de marihuana, es decir, se apuesta por una legalización controlada (si lo regula de una forma parecida al alcohol), tal vez a través de expendios autorizados o de fumaderos, en lugar de derrochar dinero va a obtener ganancias.

Otro beneficio de abandonar el paradigma prohibicionista es que probablemente baje el consumo: después de un esperado aumento inicial (provocado entre otras cosas porque la gente confiesa más su afición que cuando era ilegal), una vez que el brillo de lo prohibido quede cancelado, es muy factible que el consumo de marihuana se mantenga estable o por debajo de los niveles actuales. El caso de Holanda es elocuente en este sentido: el porcentaje de consumidores está por debajo del promedio europeo, a pesar de que muchas naciones cuentan con legislaciones más punitivas.

Por lo demás, se daría un golpe artero a las estructuras del narcotráfico en el rubro más importante: el de la desaparición de buena parte del mercado negro que controlan. No es un dato menor que por lo menos 60% de las ganancias en Estados Unidos en materia de narcotráfico corresponde a la cannabis. El clima de inseguridad sería por lo mismo menos agudo y se podrían combatir de manera más eficaz a las organizaciones delictivas, que como se sabe tienen otros giros más allá de la venta de estupefacientes.

Aunque probablemente estas consecuencias positivas no se verían reflejadas sino hasta que el cambio de paradigma con respecto a la marihuana se expanda a nivel global, o por lo menos a los Estados Unidos (el principal consumidor de las 45 millones de toneladas que se producen anualmente en el mundo), quiero enfatizar una de las razones primordiales que animan la legalización de la cannabis. Se habla mucho de la escalada en el consumo de drogas, sobre cómo el acceso a la marihuana propicia el salto hacia otras drogas llamadas “duras”; si en efecto hubiera algo de razón en este argumento, con el cambio de paradigma se cortaría de tajo este peligro, puesto que los accesos a una y a otras drogas serían distintos y claramente delimitados. Esto es lo que se ha pretendido hacer en Holanda con la denominada “separación de mercados”, gracias a la cual los dealers de drogas duras y de marihuana, estos últimos establecidos en coffee shops, ya no son los mismos.

Pero quizás el beneficio más importante que arrojaría este cambio de paradigma consista en que se volvería a reivindicar una parcela de la libertad humana hasta ahora menoscabada; se recuperaría cierto terreno en la ya por demás maltrecha mayoría de edad del hombre. Pues el objetivo último, aunque se encuentre por ahora lleno de escollos, sería no sólo llegar al reconocimiento de la plena autonomía individual en materia de consumo de drogas —algo así como la defensa de un “derecho universal a la ebriedad”—, sino al reconocimiento de que las personas, y no el Estado, tengan jurisdicción exclusiva sobre lo que introducen a sus cuerpos, esto es, a una soberanía efectiva sobre las lindes de nuestra piel.

∗ Ponencia presentada el 14 de abril de 2009 en el Palacio Legislativo de San Lázaro, durante los Foros de debate sobre la regulación de la planta cannabis en México.

tomado de:

http://coladelmundo.blogspot.com/

DOSSIER ANTIPROHIBICIONISTA# 1


SUPRESIÓN DE LA EVIDENCIA EN LA GUERRA CONTRA LAS DROGAS

POR:
Alejo Alberdi

La falsificación de fotografías en la URSS durante la era de Stalin o –en la ficción– la reescritura de la Historia del Ministerio de la Verdad imaginado por Orwell en 1984, son dos casos notorios de falseamiento de la realidad denunciados reiteradamente como prueba de los males del totalitarismo. Sin embargo, estas estrategias no son privativas de los regímenes totalitarios, sino que han sido puestas en práctica con gran frecuencia por las democracias y, a diferencia del ejemplo citado, se han seguido usando hasta nuestros días, muy especialmente en el contexto de la Guerra Contra las Drogas.



La Prohibición se ha basado desde el principio en la utilización masiva de todas las tácticas de propaganda que caracterizaron a los totalitarismos del siglo pasado: designación de enemigos imaginarios como chivos expiatorios, reiteración de consignas simplistas, movilización permanente del cuerpo social en una guerra perpetua, recurso a mitos y leyendas, predominio de la emoción frente al intelecto, utilización de los medios de comunicación de masas, sacrificio de cualquier consideración que obstaculice el fin supremo, utilización espuria de la ciencia, promoción del miedo, la incertidumbre y la desesperación (estrategias conocidas por sus siglas en inglés: FUD), maniqueísmo grosero y un largo etcétera en el que ocupa un lugar muy importante la supresión de la evidencia, que abordaré a continuación.



Lo que sigue son unos pocos casos flagrantes de eliminación y ocultación de pruebas que cuestionan radicalmente los fundamentos del régimen prohibicionista. Ningún fin, por deseable, justo y bueno que sea (y la erradicación de las drogas no lo es para quien esto escribe) admite el recurso a estos medios.



La Comisión LaGuardia: El informe que nunca existió


Cualquiera que esté medianamente familiarizado con la historia de la prohibición de la marihuana en EE UU sabrá que su aprobación en el Congreso norteamericano se decidió tras una sesión relámpago de unas pocas horas y sin el menor debate científico previo. La documentación utilizada en este debate no fue más allá de unos cuantos recortes de la prensa amarilla y, curiosamente, el único científico que fue llamado a declarar, el representante de la Asociación Médica Americana (AMA) William C. Woodward, fue amonestado severamente por el presidente del Comité del Congreso cuando se atrevió a poner en duda la veracidad de lo publicado en los periódicos. Woodward no fue el único en desconfiar de los asesinatos con hacha y demás historias de terror publicadas por la prensa sensacionalista. Fiorello LaGuardia está considerado como uno de los mejores alcaldes que ha tenido Nueva York. Durante los años más duros de la Depresión consiguió sacar del agujero a la Gran Manzana mediante ambiciosos programas de empleo público, se enfrentó a cara de perro con la corrupción que venía contaminando la ciudad desde tiempos inmemoriales y fue un ferviente antinazi mucho antes de que esta actitud se pusiera de moda en EE UU. LaGuardia se mostró escéptico ante las afirmaciones de Anslinger sobre los “niños” de NY, que estarían a punto de lanzarse a “orgías de robo, sexo y asesinato provocadas por la marihuana”, e hizo lo que no había hecho el enemigo Nº 1 de la hierba del diablo: encargar un estudio a la Academia de Medicina de NY en 1939. Tras cinco años de investigaciones, los expertos consultados refutaron una amplia gama de insidias, desde la teoría de la escalada hasta la relación entre marihuana y violencia, al tiempo que descubrieron que el uso de marihuana en las escuelas neoyorquinas era virtualmente inexistente. Al principio, Anslinger evitó entrar en polémicas, pero pronto contraatacó con virulencia, primero a través de un editorial del JAMA (órgano de la AMA) donde puerilmente se acusaba al Informe LaGuardia de incitar al consumo de marihuana a un niño de 16 años que había sufrido un grave deterioro mental y, más tarde, mediante una campaña de intimidación y acoso en la que denunció a LaGuardia y a los médicos participantes en el estudio. No es de extrañar que, tras esta experiencia, no se realizara ningún estudio amplio sobre la marihuana hasta 1972. Como cuenta Escohotado en su Historia General de las Drogas, un manto de silencio cayó sobre el informe LaGuardia hasta que el sociólogo David Solomon, después de encontrar una copia cubierta de polvo en los sótanos de la alcaldía de NY, lo publicó en su integridad por primera vez en 1969.



Hemp For Victory: El documental que nunca existió


La hierba del diablo recuperó durante un tiempo su nombre clásico con la entrada de EE UU en la Segunda Guerra Mundial en 1942, año en el que el gobierno estadounidense emprendió una frenética campaña para fomentar su cultivo. Con la promulgación de la Marijuana Tax Act, el cultivo de cáñamo había desaparecido virtualmente de EE UU, lo que obligó a los norteamericanos a importarlo de otros países. Muchos de ellos estaban en el sudeste asiático pero, con la expansión del imperialismo japonés, EE UU se quedó sin suministro. El cáñamo era vital para la guerra: la Marina necesitaba cientos de miles de metros de cuerda, todos los paracaídas estaban hechos de cáñamo, así como los cordones de las botas militares.

Así pues, la “marijuana” de Anslinger volvió a llamarse “cáñamo” (“hemp”), se concedieron subvenciones a los cultivadores, se les eximió (a ellos y a sus hijos) del servicio militar, se imprimieron millones de panfletos, cómics, pósters y se proyectó masivamente entre los agricultores un documental de 14 minutos titulado Hemp For Victory (Cáñamo para la Victoria). Todo esto no tendría demasiada importancia si no fuera porque durante largo tiempo el gobierno de EE UU negó la mera existencia de la película y la campaña de propaganda. Nada menos que quince años estuvo el pobre Jack Herer de oficina en oficina, de biblioteca en biblioteca, de despacho en despacho y en todas partes le decían lo mismo: no nos consta que este documental se haya rodado. En 1989, y tras varias visitas infructuosas a la Biblioteca del Congreso en Washington, Herer pidió un catálogo con todas las películas realizadas entre treinta y cuarenta años antes y finalmente la encontró. Desde entonces, todo el mundo puede acceder y proyectar libre de cargas el documental en el que el gobierno de EE UU animó por una vez a sembrar cáñamo. El efecto de la campaña ha llegado hasta nuestros días, hasta el punto de que el 98 por ciento de la “marihuana” incautada por la DEA en el año 2005 fue cáñamo industrial, en concreto 219 millones de plantas, gran parte de ellas hijas, o más bien nietas, de Hemp For Victory.



Las bajadas de pantalones de la OMS


El caso LaGuardia se repitió, esta vez a nivel mundial, en 1998, manchando la reputación de la OMS y cuestionando seriamente su neutralidad científica. El 21 de febrero de 1998, la revista Science denunciaba en un artículo titulado, Lo que la OMS no quiere que sepas sobre el cannabis, que altos funcionarios de la OMS en Ginebra habían eliminado un informe, que formaba parte del primer estudio sobre la marihuana realizado por este organismo en 15 años, en el que se comparaban favorablemente los efectos adversos del cannabis con los de tabaco y alcohol. Tras una violenta disputa entre funcionarios de la OMS, los expertos que habían elaborado el informe y unos misteriosos “consejeros externos”, se optó por no incluir este apartado en el último minuto, alegando que este tipo de comparaciones carecían de “fiabilidad y de relevancia en cuanto a la salud pública”. Science sugería que los consejeros (pertenecientes al NIDA norteamericano y a la oficina de drogas de la ONU) advirtieron a la OMS de que los datos del informe podrían ser utilizados por los grupos favorables a la legalización de la marihuana. No es de extrañar, porque en la versión consultada por Science y obtenida mediante una filtración, de siete daños a largo plazo examinados, cinco eran favorables al cannabis, mientras que los dos restantes (relativos a cáncer y psicosis) eran ambiguos.



Menos conocido es otro caso anterior, idéntico e igualmente vergonzoso, esta vez relacionado con la coca y la cocaína. En 1990, la OMS creó un programa sobre abuso de sustancias (PSA) con el fin de ampliar el conocimiento científico sobre drogas. Dos años más tarde, los expertos de este programa presentaron un proyecto sobre la cocaína que iba a ser el estudio más completo de los realizados en el mundo hasta entonces. Cuando se difundió un resumen de los resultados en 1995, estalló el escándalo. Se minimizaban los efectos del uso ocasional de cocaína, se destacaba que en todos los países estudiados las consecuencias negativas del uso de tabaco y alcohol eran mucho más graves, se valoraban los aspectos positivos del consumo tradicional de hoja de coca y se invitaba a evaluar los efectos negativos de las políticas de interdicción, entre ellos el recurso a las medidas represivas y el impacto de la prohibición sobre la salud pública. La reacción de los funcionarios estadounidenses fue inmediata: acusaron a la OMS de colaborar con organizaciones favorables a la legalización, de socavar los esfuerzos internacionales para erradicar la cocaína, de alentar a su uso y, finalmente, amenazaron con recortar los fondos destinados a la OMS si no entraban en razón. Así fue como tres años de trabajo de más de cuarenta expertos terminaron en la papelera. El informe de la OMS sobre la cocaína jamás vio la luz.



Librerías y neolengua desde el Reaganismo hasta hoy


Jonathan Ott ha hablado en varias ocasiones de la desaparición de los libros sobre drogas contrarios a la ortodoxia de los estantes de las librerías (especialmente de las grandes cadenas) durante los años de Reagan y Bush padre. Obras como “Las plantas de los dioses”, de Hofmann y Schultes, eran entonces imposibles de encontrar, así como otras muchas consideradas “inconvenientes”. Cuando se publicaron el Pharmacotheon, de Ott, o Phikal, de Shulgin, la situación era ya distinta y la llegada de Internet terminó definitivamente con esta sequía artificial, pero el celo antidroga del reaganismo llegó mucho más allá. Craig Reinarman, profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de California, publicó en 2005 un artículo donde daba cuenta de un memorándum interno del NIDA, emitido por aquella época, en el que se conminaba a los documentalistas a destruir algunos estudios del propio Instituto considerados “obsoletos”, “equívocos” o “peligrosos”. De igual modo, el NIDA jugó al Gran Hermano orwelliano con su propia versión de la neolengua. Algunos términos incorrectos debían ser sustituidos por otros en los informes, estudios y publicaciones del organismo antidroga norteamericano. Por ejemplo, la expresión “uso de drogas” debía ser sustituida en todos los casos por “abuso de drogas”, dado que la ilegalidad de las sustancias impedía cualquier uso legítimo. Supongo que de ahí hemos heredado la absurda construcción “drogas de abuso”, a la que recurren hoy en día muchos científicos que no tienen el menor reparo en dejar de lado la ciencia y utilizar un término preñado de ideología. De igual modo, a mediados de los años noventa, el Departamento de Estado norteamericano pidió a sus agencias que evitaran a toda costa el uso de la expresión “reducción de daños” por considerarla un subterfugio de “legalización”. Con la llegada de Bush Jr. Al poder en 2004, su gobierno haría extensiva esta invitación a la agencia antidroga de la ONU (UNODC) bajo la amenaza de cortar su aporte de fondos.



Tony Blair y la táctica del avestruz


La tendencia de los políticos a hacer caso omiso de las conclusiones de los expertos cuando no se ajustan al dogma prohibicionista es una larga tradición que llega hasta nuestros días. En el año 2003, Tony Blair recibió un demoledor informe sobre el fracaso de la prohibición de manos de Lord Birt, uno de sus asesores de confianza. El documento señalaba que la actuación policial y judicial no tiene el menor impacto en la disponibilidad o el precio de drogas como la cocaína y la heroína, y tampoco ayuda a mejorar la salud de los adictos británicos, sino todo lo contrario.



Pero la cosa no quedaba ahí. Según el Informe Birt[1], una mayor eficacia de las labores de interdicción tampoco supondría una mejora de la situación actual, dado que los traficantes compensarían las pérdidas con aumentos de precio. Sería necesario que las incautaciones pasaran del actual 20 por ciento a un mínimo del 60 por ciento para que los narcos (que ingresan 4.000 millones de libras al año) empezaran a preocuparse. Mientras, 30.000 usuarios de heroína y crack cometen veintiún millones de delitos cada año con un coste de 16.000 millones de libras para los sufridos ciudadanos británicos. Por otra parte, en el documento se destacaba que el uso de drogas prohibidas es hoy increíblemente mayor que en cualquier otro período de la Historia, incluidas las épocas en que las drogas se vendían sin restricciones en farmacias o cuando se dispensaba heroína a los adictos.



Nunca habríamos sabido de la existencia de este informe de no ser por el diario The Guardian, que dio a conocer la historia en julio de 2005 y consiguió presionar para que se diera a conocer una parte del informe, en concreto 52 páginas, pero el documento completo tiene otras 53 páginas que, hasta la fecha, siguen retenidas “por motivos de seguridad”. Un portavoz del gobierno británico alegó con cierta candidez que la parte retenida se mantenía en secreto para “evitarle el apuro” a Blair. Por su parte, el Primer Ministro se limitó a proponer tratamiento obligatorio para los adictos que tantos crímenes cometían.



Como conclusión, todos estos hechos y otros similares no son excepciones en la larga historia de la prohibición de las drogas, sino eslabones de una cadena que constituyen su tónica general. No es de extrañar que las autoridades y los burócratas eludan el debate sobre los aspectos históricos de la prohibición, porque con estos materiales está construida una farsa que se vende a la opinión pública bajo el pretexto de la promoción de la salud, la lucha contra el delito y la protección de la infancia y la juventud. Si, como se suele aceptar generalmente, son los medios los que justifican los fines y no al revés, la Guerra contra las Drogas carece y ha carecido siempre de justificación.



Alejo Alberdi, en Cáñamo (La revista de la cultura del cannabis), nº 112, abril de 2007, pp. 46-50.





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[1] La parte pública del informe se puede consultar en:

http://image.guardian.co.uk/sys-files/Guardian/documents/2005/07/05/Report.pdf

SUPRESIÓN DE LA EVIDENCIA EN LA GUERRA CONTRA LAS DROGAS





La falsificación de fotografías en la URSS durante la era de Stalin o –en la ficción– la reescritura de la Historia del Ministerio de la Verdad imaginado por Orwell en 1984, son dos casos notorios de falseamiento de la realidad denunciados reiteradamente como prueba de los males del totalitarismo. Sin embargo, estas estrategias no son privativas de los regímenes totalitarios, sino que han sido puestas en práctica con gran frecuencia por las democracias y, a diferencia del ejemplo citado, se han seguido usando hasta nuestros días, muy especialmente en el contexto de la Guerra Contra las Drogas.



La Prohibición se ha basado desde el principio en la utilización masiva de todas las tácticas de propaganda que caracterizaron a los totalitarismos del siglo pasado: designación de enemigos imaginarios como chivos expiatorios, reiteración de consignas simplistas, movilización permanente del cuerpo social en una guerra perpetua, recurso a mitos y leyendas, predominio de la emoción frente al intelecto, utilización de los medios de comunicación de masas, sacrificio de cualquier consideración que obstaculice el fin supremo, utilización espuria de la ciencia, promoción del miedo, la incertidumbre y la desesperación (estrategias conocidas por sus siglas en inglés: FUD), maniqueísmo grosero y un largo etcétera en el que ocupa un lugar muy importante la supresión de la evidencia, que abordaré a continuación.



Lo que sigue son unos pocos casos flagrantes de eliminación y ocultación de pruebas que cuestionan radicalmente los fundamentos del régimen prohibicionista. Ningún fin, por deseable, justo y bueno que sea (y la erradicación de las drogas no lo es para quien esto escribe) admite el recurso a estos medios.



La Comisión LaGuardia: El informe que nunca existió


Cualquiera que esté medianamente familiarizado con la historia de la prohibición de la marihuana en EE UU sabrá que su aprobación en el Congreso norteamericano se decidió tras una sesión relámpago de unas pocas horas y sin el menor debate científico previo. La documentación utilizada en este debate no fue más allá de unos cuantos recortes de la prensa amarilla y, curiosamente, el único científico que fue llamado a declarar, el representante de la Asociación Médica Americana (AMA) William C. Woodward, fue amonestado severamente por el presidente del Comité del Congreso cuando se atrevió a poner en duda la veracidad de lo publicado en los periódicos. Woodward no fue el único en desconfiar de los asesinatos con hacha y demás historias de terror publicadas por la prensa sensacionalista. Fiorello LaGuardia está considerado como uno de los mejores alcaldes que ha tenido Nueva York. Durante los años más duros de la Depresión consiguió sacar del agujero a la Gran Manzana mediante ambiciosos programas de empleo público, se enfrentó a cara de perro con la corrupción que venía contaminando la ciudad desde tiempos inmemoriales y fue un ferviente antinazi mucho antes de que esta actitud se pusiera de moda en EE UU. LaGuardia se mostró escéptico ante las afirmaciones de Anslinger sobre los “niños” de NY, que estarían a punto de lanzarse a “orgías de robo, sexo y asesinato provocadas por la marihuana”, e hizo lo que no había hecho el enemigo Nº 1 de la hierba del diablo: encargar un estudio a la Academia de Medicina de NY en 1939. Tras cinco años de investigaciones, los expertos consultados refutaron una amplia gama de insidias, desde la teoría de la escalada hasta la relación entre marihuana y violencia, al tiempo que descubrieron que el uso de marihuana en las escuelas neoyorquinas era virtualmente inexistente. Al principio, Anslinger evitó entrar en polémicas, pero pronto contraatacó con virulencia, primero a través de un editorial del JAMA (órgano de la AMA) donde puerilmente se acusaba al Informe LaGuardia de incitar al consumo de marihuana a un niño de 16 años que había sufrido un grave deterioro mental y, más tarde, mediante una campaña de intimidación y acoso en la que denunció a LaGuardia y a los médicos participantes en el estudio. No es de extrañar que, tras esta experiencia, no se realizara ningún estudio amplio sobre la marihuana hasta 1972. Como cuenta Escohotado en su Historia General de las Drogas, un manto de silencio cayó sobre el informe LaGuardia hasta que el sociólogo David Solomon, después de encontrar una copia cubierta de polvo en los sótanos de la alcaldía de NY, lo publicó en su integridad por primera vez en 1969.



Hemp For Victory: El documental que nunca existió


La hierba del diablo recuperó durante un tiempo su nombre clásico con la entrada de EE UU en la Segunda Guerra Mundial en 1942, año en el que el gobierno estadounidense emprendió una frenética campaña para fomentar su cultivo. Con la promulgación de la Marijuana Tax Act, el cultivo de cáñamo había desaparecido virtualmente de EE UU, lo que obligó a los norteamericanos a importarlo de otros países. Muchos de ellos estaban en el sudeste asiático pero, con la expansión del imperialismo japonés, EE UU se quedó sin suministro. El cáñamo era vital para la guerra: la Marina necesitaba cientos de miles de metros de cuerda, todos los paracaídas estaban hechos de cáñamo, así como los cordones de las botas militares.

Así pues, la “marijuana” de Anslinger volvió a llamarse “cáñamo” (“hemp”), se concedieron subvenciones a los cultivadores, se les eximió (a ellos y a sus hijos) del servicio militar, se imprimieron millones de panfletos, cómics, pósters y se proyectó masivamente entre los agricultores un documental de 14 minutos titulado Hemp For Victory (Cáñamo para la Victoria). Todo esto no tendría demasiada importancia si no fuera porque durante largo tiempo el gobierno de EE UU negó la mera existencia de la película y la campaña de propaganda. Nada menos que quince años estuvo el pobre Jack Herer de oficina en oficina, de biblioteca en biblioteca, de despacho en despacho y en todas partes le decían lo mismo: no nos consta que este documental se haya rodado. En 1989, y tras varias visitas infructuosas a la Biblioteca del Congreso en Washington, Herer pidió un catálogo con todas las películas realizadas entre treinta y cuarenta años antes y finalmente la encontró. Desde entonces, todo el mundo puede acceder y proyectar libre de cargas el documental en el que el gobierno de EE UU animó por una vez a sembrar cáñamo. El efecto de la campaña ha llegado hasta nuestros días, hasta el punto de que el 98 por ciento de la “marihuana” incautada por la DEA en el año 2005 fue cáñamo industrial, en concreto 219 millones de plantas, gran parte de ellas hijas, o más bien nietas, de Hemp For Victory.



Las bajadas de pantalones de la OMS


El caso LaGuardia se repitió, esta vez a nivel mundial, en 1998, manchando la reputación de la OMS y cuestionando seriamente su neutralidad científica. El 21 de febrero de 1998, la revista Science denunciaba en un artículo titulado, Lo que la OMS no quiere que sepas sobre el cannabis, que altos funcionarios de la OMS en Ginebra habían eliminado un informe, que formaba parte del primer estudio sobre la marihuana realizado por este organismo en 15 años, en el que se comparaban favorablemente los efectos adversos del cannabis con los de tabaco y alcohol. Tras una violenta disputa entre funcionarios de la OMS, los expertos que habían elaborado el informe y unos misteriosos “consejeros externos”, se optó por no incluir este apartado en el último minuto, alegando que este tipo de comparaciones carecían de “fiabilidad y de relevancia en cuanto a la salud pública”. Science sugería que los consejeros (pertenecientes al NIDA norteamericano y a la oficina de drogas de la ONU) advirtieron a la OMS de que los datos del informe podrían ser utilizados por los grupos favorables a la legalización de la marihuana. No es de extrañar, porque en la versión consultada por Science y obtenida mediante una filtración, de siete daños a largo plazo examinados, cinco eran favorables al cannabis, mientras que los dos restantes (relativos a cáncer y psicosis) eran ambiguos.



Menos conocido es otro caso anterior, idéntico e igualmente vergonzoso, esta vez relacionado con la coca y la cocaína. En 1990, la OMS creó un programa sobre abuso de sustancias (PSA) con el fin de ampliar el conocimiento científico sobre drogas. Dos años más tarde, los expertos de este programa presentaron un proyecto sobre la cocaína que iba a ser el estudio más completo de los realizados en el mundo hasta entonces. Cuando se difundió un resumen de los resultados en 1995, estalló el escándalo. Se minimizaban los efectos del uso ocasional de cocaína, se destacaba que en todos los países estudiados las consecuencias negativas del uso de tabaco y alcohol eran mucho más graves, se valoraban los aspectos positivos del consumo tradicional de hoja de coca y se invitaba a evaluar los efectos negativos de las políticas de interdicción, entre ellos el recurso a las medidas represivas y el impacto de la prohibición sobre la salud pública. La reacción de los funcionarios estadounidenses fue inmediata: acusaron a la OMS de colaborar con organizaciones favorables a la legalización, de socavar los esfuerzos internacionales para erradicar la cocaína, de alentar a su uso y, finalmente, amenazaron con recortar los fondos destinados a la OMS si no entraban en razón. Así fue como tres años de trabajo de más de cuarenta expertos terminaron en la papelera. El informe de la OMS sobre la cocaína jamás vio la luz.



Librerías y neolengua desde el Reaganismo hasta hoy


Jonathan Ott ha hablado en varias ocasiones de la desaparición de los libros sobre drogas contrarios a la ortodoxia de los estantes de las librerías (especialmente de las grandes cadenas) durante los años de Reagan y Bush padre. Obras como “Las plantas de los dioses”, de Hofmann y Schultes, eran entonces imposibles de encontrar, así como otras muchas consideradas “inconvenientes”. Cuando se publicaron el Pharmacotheon, de Ott, o Phikal, de Shulgin, la situación era ya distinta y la llegada de Internet terminó definitivamente con esta sequía artificial, pero el celo antidroga del reaganismo llegó mucho más allá. Craig Reinarman, profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de California, publicó en 2005 un artículo donde daba cuenta de un memorándum interno del NIDA, emitido por aquella época, en el que se conminaba a los documentalistas a destruir algunos estudios del propio Instituto considerados “obsoletos”, “equívocos” o “peligrosos”. De igual modo, el NIDA jugó al Gran Hermano orwelliano con su propia versión de la neolengua. Algunos términos incorrectos debían ser sustituidos por otros en los informes, estudios y publicaciones del organismo antidroga norteamericano. Por ejemplo, la expresión “uso de drogas” debía ser sustituida en todos los casos por “abuso de drogas”, dado que la ilegalidad de las sustancias impedía cualquier uso legítimo. Supongo que de ahí hemos heredado la absurda construcción “drogas de abuso”, a la que recurren hoy en día muchos científicos que no tienen el menor reparo en dejar de lado la ciencia y utilizar un término preñado de ideología. De igual modo, a mediados de los años noventa, el Departamento de Estado norteamericano pidió a sus agencias que evitaran a toda costa el uso de la expresión “reducción de daños” por considerarla un subterfugio de “legalización”. Con la llegada de Bush Jr. Al poder en 2004, su gobierno haría extensiva esta invitación a la agencia antidroga de la ONU (UNODC) bajo la amenaza de cortar su aporte de fondos.



Tony Blair y la táctica del avestruz


La tendencia de los políticos a hacer caso omiso de las conclusiones de los expertos cuando no se ajustan al dogma prohibicionista es una larga tradición que llega hasta nuestros días. En el año 2003, Tony Blair recibió un demoledor informe sobre el fracaso de la prohibición de manos de Lord Birt, uno de sus asesores de confianza. El documento señalaba que la actuación policial y judicial no tiene el menor impacto en la disponibilidad o el precio de drogas como la cocaína y la heroína, y tampoco ayuda a mejorar la salud de los adictos británicos, sino todo lo contrario.



Pero la cosa no quedaba ahí. Según el Informe Birt[1], una mayor eficacia de las labores de interdicción tampoco supondría una mejora de la situación actual, dado que los traficantes compensarían las pérdidas con aumentos de precio. Sería necesario que las incautaciones pasaran del actual 20 por ciento a un mínimo del 60 por ciento para que los narcos (que ingresan 4.000 millones de libras al año) empezaran a preocuparse. Mientras, 30.000 usuarios de heroína y crack cometen veintiún millones de delitos cada año con un coste de 16.000 millones de libras para los sufridos ciudadanos británicos. Por otra parte, en el documento se destacaba que el uso de drogas prohibidas es hoy increíblemente mayor que en cualquier otro período de la Historia, incluidas las épocas en que las drogas se vendían sin restricciones en farmacias o cuando se dispensaba heroína a los adictos.



Nunca habríamos sabido de la existencia de este informe de no ser por el diario The Guardian, que dio a conocer la historia en julio de 2005 y consiguió presionar para que se diera a conocer una parte del informe, en concreto 52 páginas, pero el documento completo tiene otras 53 páginas que, hasta la fecha, siguen retenidas “por motivos de seguridad”. Un portavoz del gobierno británico alegó con cierta candidez que la parte retenida se mantenía en secreto para “evitarle el apuro” a Blair. Por su parte, el Primer Ministro se limitó a proponer tratamiento obligatorio para los adictos que tantos crímenes cometían.



Como conclusión, todos estos hechos y otros similares no son excepciones en la larga historia de la prohibición de las drogas, sino eslabones de una cadena que constituyen su tónica general. No es de extrañar que las autoridades y los burócratas eludan el debate sobre los aspectos históricos de la prohibición, porque con estos materiales está construida una farsa que se vende a la opinión pública bajo el pretexto de la promoción de la salud, la lucha contra el delito y la protección de la infancia y la juventud. Si, como se suele aceptar generalmente, son los medios los que justifican los fines y no al revés, la Guerra contra las Drogas carece y ha carecido siempre de justificación.



Alejo Alberdi, en Cáñamo (La revista de la cultura del cannabis), nº 112, abril de 2007, pp. 46-50.





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[1] La parte pública del informe se puede consultar en:

http://image.guardian.co.uk/sys-files/Guardian/documents/2005/07/05/Report.pdf

"HEMP FOR VICTORY"
CUANDO A LOS NORTEAMERICANOS LES CONVENIA INCENTIVAR EL CULTIVO DE LA MARIA.



sábado, 31 de octubre de 2009

CANONICEMOS A LAS PUTAS/ JAIME SABINES


Canonicemos a las putas

Santoral del sábado: Betty, Lola, Margot, vírgenes perpetuas, reconstruidas, mártires provisorias llenas de gracia, manantiales
de generosidad.

Das al placer, oh puta redentora del mundo, y nada pides a cambio sino unas monedas miserables. No exiges ser amada, respetada, atendida, ni imitas a las esposas con los lloriqueos, las reconvenciones y los celos. No obligas a nadie a la despedida ni a la reconciliación; no chupas la sangre ni el tiempo; eres limpia de culpa; recibes en tu seno a los pecadores, escuchas las palabras y los sueños, sonríes y besas. Eres paciente, experta, atribulada, sabia, sin rencor.

No engañas a nadie, eres honesta, íntegra, perfecta; anticipas tu precio, te enseñas; no discriminas a los viejos, a los criminales, a los tontos, a los de otro color; soportas las agresiones del orgullo, las asechanzas de los enfermos; alivias a los impotentes, estimulas a los tímidos, complaces a los hartos, encuentras la fórmula de los desencantados. Eres la confidente del borracho, el refugio del perseguido, el lecho del que no tiene reposo.

Has educado tu boca y tus manos, tus músculos y tu piel, tus vísceras y tu alma. Sabes vestir y desvestirte, acostarte, moverte. Eres precisa en el ritmo, exacta en el gemido, dócil a las maneras del amor.

Eres la libertad y el equilibrio; no sujetas ni detienes a nadie; no sometes a los recuerdos ni a la espera. Eres pura presencia, fluidez, perpetuidad.

En el lugar en que oficias a la verdad y a la belleza de la vida, ya sea el burdel elegante, la casa discreta o el camastro de la pobreza, eres lo mismo que una lámpara y un vaso de agua y un pan.

Oh puta amiga, amante, amada, recodo de este día de siempre, te reconozco, te canonizo a un lado de los hipócritas y de los perversos, te doy todo mi dinero, te corono con hojas de yerba y me dispongo a aprender de ti todo el tiempo.

Jaime Sabines ( México, 1926-1999 )