Quimeras de neón:
una leyenda negra en clave de rock
Escribir
una historia y una poética de esa historia;
arriesgarse a escribir bajo otros cánones.
Una farsita, una documenta, una historia de errores
y fantasmas, de vidas rotas bajo la luna enferma.
Gregorio
Toscano
No es el hombre, es el mundo el que se ha vuelto
anormal.
Artaud
Como artificio, la novela construye la ilusión de un
mundo y en ello radica la apuesta del escritor: que el mundo sea real en
términos de lo que ha imaginado y que, gracias al arte de narrar, supere
incluso las limitaciones ontológicas del mundo concreto, supeditado a un topos
inestable que la furia de Cronos corroe, mientras el discurso de la Historia
prepara una versión de los hechos. También construye, al mismo tiempo, la
ilusión de un lector que pueda enfrentarse a ese mundo y decida vivir en él o
negarlo. Siempre será misteriosa e incompleta esa relación entre un mundo
imaginado y un imaginario lector que aviva con su entusiasmo lo que ese mundo
le pueda deparar. Como misteriosa e incompleta suele ser la noción que podamos
tener de la novela, más allá del viejo debate sobre las fronteras de los
géneros, más allá de unas formalidades conceptuales que el lector se impone
cada vez que intenta comprender una expresión artística, cuya esencia poética,
para el caso que nos ocupa, podría ser mejor validada por fuera del gusto medio
del lector colombiano, habituado al tópico de la violencia en los ámbitos
rurales y urbanos, bajo los influjos de una tradición barroca. En esto pienso
cuando me enfrento a la obra del poeta y artista plástico Omar García Ramírez, Metal-riff
para una sirena varada.
¿Pueden la música y sus hondos acordes amplificar los sonidos de la
nostalgia, el inconformismo y el desamor? ¿Puede el artista gritar en el
escenario la desazón que lo invade cuando es bañado por el resplandor de una
luna que hace ladrar los perros de la noche, en cuya atmósfera crispada se
incuba el virus de la autodestrucción? ¿Cómo transcurre la vida de una tribu metalera proclive a traspasar los
delgados límites entre la lucidez y el desafuero? Ninguno de estos interrogantes
los resuelve a cabalidad Omar García en su novela, quizá porque uno sospecha
que el autor se niega a pensar el arte en términos morales, así sus personajes
de tanto escapar a su propia sombra se encuentren acorralados en lo que parecen
despreciar: la necesidad del éxito, el miedo al fracaso, la orfandad, la
urgencia del amor, y, en particular, la virulencia de la soledad como la
certeza de lo que no tiene remedio, porque en la cotidianidad de estos destinos
noctámbulos no hay familia para apoyarse, ni amigos honrados ni pareja leal ni
ideales para asumir un presente. Lo suyo, en cuanto a lo que el escritor deja
colegir, es más bien la exploración de vidas que se alojan en las márgenes del
sistema estatal, con su invisible máquina de control, donde la música y la
poesía que se gritan en los escenarios o se escriben en hojas sueltas en los
cuartos miserables de hoteles de paso, o se confunden con bocetos para cimentar
un largo poema-manifiesto mientras se pasa el tiempo en un bar, es apenas la
variante de una inconformidad generacional, cuyos síntomas no pueden seguir
ocultándose, porque es imposible ocultar lo que pesa en el corazón y rebota en
las almas, sin que los sujetos terminen por ahogarse del todo en un coctel de
drogas mezcladas con alcohol.
Metal-riff para una sirena varada da breves claves para comprender lo que
ni siquiera sus personajes parecen comprender en su devenir borroso. ¿Comprender qué? Tal vez lo que
todos los
hijos de la cultura moderna y en especial los arrojados a la arena por los
coletazos de las olas vanguardistas sabemos: que la vida normalizada es
aburrida y más aburrida aún si a esa vida no se la altera con algo: ácidos,
pepas, hongos, alcohol, sexo y ojalá a kilómetros de la casa materna, en el
traspatio de un hotel miserable a orillas de la carretera o en los bosques sin
encanto, bien lejos de la normalidad que siembra en occidente el mito cristiano
de la familia como núcleo de una dinámica social. La molestia los obliga a
mirarse en la noche de sus desórdenes y a buscar un lenguaje apropiado que los
resuelva menos víctimas del fracaso y la inseguridad, menos proclives a
ahogarse en el vómito de su naufragio individual en un barco, más que ebrio,
sin brújula, a merced de la agitación de las aguas turbulentas del caos social.
Este desasosiego no es nuevo: más bien la generación a la que pertenecen
los personajes de García Ramírez —y estoy pensando también en
las voces que se perfilan en sus obras El jardín de las delicias y otros
textos terrenales (1995), Urbana geografía fraterna (1997) y La
balsa de la medusa (2008)—, hija natural de las urbes encendidas, heredan
un malestar que se inocula en las calles: La ciudad nos engulló/ con su
ruido eléctrico y su vaho de motores/ y en nuestras pupilas comenzaron a
centellear/ violentos rayos, declara el muchacho gato en La balsa
de la medusa. A propósito de malestar, recordemos que el Manifiesto del
comité de acción Censier en el París de mayo de 1968, proclamaba en su tesis 50
que un individuo normal es aquel que acepta las reglas de la sociedad en que
convive y que si se aparta de esas reglas lo hace apenas sutilmente, acaso para
tomar aire y volver a ser lo que se espera de él: El hombre normal no
existe. Sólo existe el hombre normalizado, concluían categóricos los gestores de un movimiento que hizo bien (porque
inyectaron una gramática infractora), a nociones tan extrañas a la primera
mitad del siglo XX, como liberación sexual, consumo de drogas, libertad
individual, lucha política e ideológica; en fin: todo aquello que se cifró en
los ambientes universitarios del París anticipado en el Blow-Up
cortazariano de Antonioni y que luego daría pie para la conformación de
facciones y grupos dispuestos a vivir de otro modo el mundo al interior de una
marginalidad creativa, ecológica, anticapitalista y sosegada en el efluvio
primitivo de la cannabis. El movimiento hippie es tal vez la manifestación más
acabada de ese deseo colectivo por atacar la normalidad y la normalización que
se impuso a raíz de unos intereses de poder trasnacional, para lo cual se
generó, sin que se consultara a la sociedad que observó como insólito
documental el hongo naranja de Hiroshima, la guerra química de extermino, el
colonialismo disfrazado de expansionismo cultural y el imperialismo disimulado
en un pretendido bienestar a través de las prácticas del consumo. Y los
movimientos rockeros son quizá la expresión estética, acabada, de la
inconformidad de algunos colectivos que optan por la guetización para remarcar
las diferencias frente a los sujetos normalizados. Movimientos que en su
fugacidad alteran la sintaxis de la comunicación, se arriesgan en el empleo de
metáforas cobrizas, metálicas, duras como el asfalto y avivan una escritura
automática-musical que se funde con la pesadilla del borracho paranoico que siente
náuseas al clarear el día.
Pues bien, los personajes de la novela de Omar
García abominan de la sociedad normalizada y deciden pertenecer a clanes
anómicos, con la aspiración de ser libres en el sobresalto de sus estados
anímicos, en la brea de su rabia heredada. Por eso caminan sobre el filo de la
navaja y se arriesgan, lanzándose al vacío de sus propias vidas, dejando su
furia con el país en las canciones de rock, sus huellas heridas en los
instrumentos musicales y sus desequilibrios en los cuerpos: esos delicados
escenarios donde cada cicatriz recuerda el dolor de lo que no está bien en la
vida social, de lo que suena a mentira y huele a excremento. Si bien los
excesos dejan tristeza y es duro vivir, arriba en su auxilio la poesía en forma
de psicodelia para calentar el aire y animar el cuerpo a buscar una nueva
huella, otra cicatriz que pueda enderezar, al menos como ilusión, un destino.
No es una novela transgresora la del poeta García
Ramírez por el hecho de que sus personajes sean proclives a las drogas y al
abandono de sus propias expectativas. Nuestra literatura tiene referentes en
ese aspecto, desde los personajes populares de Andrés Caicedo y Umberto
Valverde, hasta los personajes amargos y desengañados de Carlos Perozzo y
Antonio Caballero. Más bien es transgresora en el contenido narrativo-poético
de su estructura dispar y en el zumbido forastero de su lenguaje, pegado a la
estridencia del metal y a unos arpegios que crean imágenes pasajeras, aunque
recónditas en las retinas de los insomnes: hielo quebradizo de los días;
silla eléctrica de los sueños; maleantes cerveceros; beso de
una ninfa boreal; ciudad gris y lluviosa con los desertores del tiempo,
mientras en otro lugar de la guitarra se estrellan palabras sonoras y foráneas
como groupies, infighting, glam, parabellum, mainstream,
backstages, minnesängers y un largo glosario que sirve a los
intereses de aquellos ghettos fieles a unas tendencias musicales y unas
marcas de grupo, en su propósito de ser diferentes, para acceder a los caprichos
singulares de lo que en Metal-riff se denominan las tribus urbanas,
ese merengue psicodélico... un mar de cabezas naufragando sobre una
ola de ruido, bautizadas en la tormenta de una publicidad eléctrica y global.
¿Podríamos hablar aquí de
una Poética del neón? Desde esta categoría quizá aclaremos las intenciones de un autor que
asocia imágenes de un mundo contemporáneo, donde la ciudad desvela el destino
de los seres sin familia en las luces artificiales que extienden el ritmo de
las noches cargadas de desesperanza, pero, sobre todo, de droga, sexo y
alcohol. ¿Palabras de una nueva estética, de una hibridación cultural harto
bastarda, mezcla de lo anglosajón con el decadente folklore latinoamericano? De
hecho, si el grupo musical de Salomé quería sobrevivir en el negocio regentado
por las casas discográficas, debía optar por el sincretismo rítmico:
cumbia, vallenato, mapalé. Y si no es nueva esta estética, por lo menos parece
nueva para un país que aún sigue las marcas culturales de un conservadurismo nocivo,
laureanista, donde el lenguaje debe significar otra cosa, se obliga a
significar lo otro, lo distinto: ectoplasma gélido, extramuros, tesitura
helada, beso lisérgico, fiestorro, garúa nocturna, gong
crispado y, desde luego, nuevas esencias para ser consumidas por drogos
de jeringuillas entintadas y dioses priápicos y embaretados: tripis,
porros y riffs. Con todo, la vida ácida y conspiranóica, atiende a los mecanismos de una
realidad insólita, extravagante.
Comparto una sospecha: la propuesta narrativa del
poeta-pintor Omar García está conectada con la lírica beat de Rafael Chaparro
Madiedo, así, en algún momento de sus reflexiones, Toscano, al arrojar luces
sobre sus propósitos artísticos y al sostener que lo suyo es el artificio de
una novela trampa que busca llevar al lector a confrontarse con un texto
rudo, revele: no se trata de gatos lisérgicos ni onomatopeyas tontas. Se
trata de nosotros, quienes habitamos esta ciudad, de la que alguien dijo está
2.600 metros más cerca de las estrellas. Es difícil, no obstante,
desconocer los elementos comunes que subyacen a ambas propuestas literarias, la
cuerda que se tiende entre Amarilla, con su aliento de Marilyn Monroe y Salomé,
con su piel de pez y su cabellera de fuego: ambas salen de noche y se
entristecen; o la cuerda que ata la narración de Pink Tomate, atento desde los
tejados a narrar la vida de los otros, y Gregorio Toscano, atento a dejar en
sus papeles los bocetos de las eventualidades trágicas de una generación
despistada. El ambiente desolador, los referentes al rock, las atmósferas
pesadas de los bares, el olor a dejadez y podredumbre, la propensión al licor
para calmar la sed, son apenas nudos corredizos entre Opio en las nubes
y Metal-riff para una sirena varada, a pesar de que en el mundo onírico
de García Ramírez el tiempo sea otro: el de la Internet, el de las redes, el de
los poetas que van por los bares exhibiéndose en las performances, donde el
cuerpo, sus gestos y ademanes entran a significar al interior de los Parajes
peligrosos.
A fuerza de marginarse, de extender el cerco
electrizado que los separa de las buenas costumbres, estos espectros de la
noche, estos personajes de Metal-riff para una sirena varada que se
perfilan en los a menudo desordenados monólogos de un poeta periférico,
noire y de vocación underground —así lo define Salomé a su compositor y
amante—, consiguen apartarse de la gleba por vía del discurso exótico, en tanto
expresión de un malestar de la cultura. Y el malestar suyo entra, se inyecta
por las venas del rock para expresar, sin embargo, un lugar común: los
intríngulis del amor. Sólo que aquí el amor es otra cosa, como una suerte de
rabia por lo inacabado y lo inaprensible, como un deseo de escapar a lo que
pudiera atarlos al mundo normalizado. Y los sentimientos primarios —el odio, la
envidia, el amor— atan, es decir, humanizan, ponen a ras de tierra el afecto y
la emoción. Salomé es quien hace caer en la cuenta de que, en rigor, ella y el
poeta Gregorio Toscano nunca han hablado de amor: ¿A esta cochina
relación se le puede llamar amor? Y sin embargo lo es, porque
el relato en clave de rock, bajo el ropaje de la leyenda negra que se instala
en figuras legendarias del rock progresivo, tipo Ozzi Osbourne y Anathema, es
una interrogación abierta a la pregunta por el amor. Pero como no hay
respuestas, sólo resaca y adicción, sólo impotencia
y ruina, el
mundo deberá llenarse de extrañas metáforas que parecieran rebotar en el hedor
de los lugares que escogen los personajes de Omar García para llevar con algo
de dignidad sus descalabros.
Salomé, la sirena varada, la ahogada más
inconforme del mundo, entra al escenario perdida entre los zargazos y
filamentos de medusas en el mar de la noche. La Hechicera-druida, la Sirena
de los suburbios capitalinos, como la llamara Toscano, quien se revela
crítica del melodrama y la cultura cool imperante en su país, constituye
una suerte de representación de las formas expresivas de origen
poético-musical, una especie de femme fatal, propia de una licantropía
criolla, convertida en loba de la nocturnidad y dispuesta a gritar, a través de
su música de alas tatuadas, la transmutación que le exige su destino vago y
turbulento. Tal vez su existencia sui generis esté delineada en los
versos de Héroes del silencio: Sirena, vuelve al mar, /
varada por la realidad. / Sufrir alucinaciones / cuando el cielo no parece
escuchar. Tal vez su naturaleza indómita se presienta en las canciones de Jethro Tull, Janis Joplin, Sex Pistols y Kurt Cobain, el poeta que acabó con su vida en Seatle. Tal vez ya esté en la memoria de una juventud colombiana que se aferró al rock como quien se aferra a una religión sin pago de diezmos. Se trata en realidad de una chica que ya vivió sus quince minutos de fama en el limitado hall de los metaleros. Tiene veinte seis años en el momento de su declive y sin embargo ya parece una mujer que ha vivido todos los excesos, entre ellos, la agresiva confrontación con su familia, en especial con su padre, un notorio editor y coleccionista de arte, reducido a una silla de ruedas, quien suele aparecer en esta obra como un espectro para recordar el mal camino que decidió escoger su hija más díscola, su enemiga más familiar, la misma que fuera rechazada por una madre alcohólica, quien prefirió buscar la muerte en un hotel de La Habana: Mi madre siempre fue una bella extraña para mí, escribe la sirena varada.
varada por la realidad. / Sufrir alucinaciones / cuando el cielo no parece
escuchar. Tal vez su naturaleza indómita se presienta en las canciones de Jethro Tull, Janis Joplin, Sex Pistols y Kurt Cobain, el poeta que acabó con su vida en Seatle. Tal vez ya esté en la memoria de una juventud colombiana que se aferró al rock como quien se aferra a una religión sin pago de diezmos. Se trata en realidad de una chica que ya vivió sus quince minutos de fama en el limitado hall de los metaleros. Tiene veinte seis años en el momento de su declive y sin embargo ya parece una mujer que ha vivido todos los excesos, entre ellos, la agresiva confrontación con su familia, en especial con su padre, un notorio editor y coleccionista de arte, reducido a una silla de ruedas, quien suele aparecer en esta obra como un espectro para recordar el mal camino que decidió escoger su hija más díscola, su enemiga más familiar, la misma que fuera rechazada por una madre alcohólica, quien prefirió buscar la muerte en un hotel de La Habana: Mi madre siempre fue una bella extraña para mí, escribe la sirena varada.
Nacida en 1975, Salomé, la cantante que se describe
a sí misma con algo de nihil, algo de anarquista, pertenece a una
generación desencantada, cuyos mayores vivieron de frente las luchas
partidistas y la violencia generada por los extremismos ideológicos —y
retóricos— en campos y provincias de una geografía curtida en el dolor que
infringen las armas, las bombas y los desplazamientos forzados, lo cual
desembocó en un modus vivendi del que difícilmente se logra escapar: Vivía
como todos los ciudadanos de este país, en la vía que conduce a la calle de la
ceguera, de la muerte, de la guerra, escribe con tristeza y rabia Gregorio
Toscano, al hacer su propia radiografía de un país, según él, de veinte
millones de colombianos —se cuenta entre ellos—, que consiguen sobrevivir en el
diálogo del rebusque, mientras los dueños de las tierras, los señores
de la carroña, sostiene: llevan décadas utilizando a una juventud
envenenada de odio, sobre los surcos sembrados de silencio. Una juventud a
la que incluso se la extermina aplicándole profilaxis social, o, si
queremos ser incluso más eufemísticos, para estar a tono con los terribles tiempos
de la Seguridad Democrática, eliminándola a través de un método certero: los
falsos positivos, como lo sugiere Castelblanco, uno de los integrantes del
grupo musical de Salomé, al enterarse de que a los jíbaros los están matando: Les quieren
colgar la soga al cuello a los muchachos de los barrios del sur... La pobreza
es una vaina oscura.
Gregorio Toscano, empresario de músicos rayados,
investigador del heavy colombiano y coleccionista del mejor rock
clásico, es el narrador de esta suerte de biografía novelada. Es, muy a su
pesar, heredero de un romanticismo tardío, desde donde llegó a pensar que un
escritor podría pasar sobre la historia o permanecer en la memoria de su
tribu con tan solo un poema. Enemigo declarado del establishment,
pero en especial de los intelectuales de la nomenclatura, Toscano le da
rostro casi heroico a una figura legendaria del movimiento metalero en Colombia
y, de paso, traza algunas líneas personales de ciertos destinos ignorados entre
lo que podríamos llamar, de manera provisoria, una psychedelia generation,
posterior a la saludable, aunque exigua trifulca nadaísta, que daría paso a la
conformación de guerrillas urbanas, a estatutos de seguridad antiterrorista y
al surgimiento de una ola de escritores y poetas que empezó a valorar, con
suspicacia, las secuelas del mágicorrealismo, al asimilar estéticas como la
anglosajona y corrientes subliterarias que se nutren del cómic, el cine de
licántropos y vampiros, el radioteatro, los never-before-seen drawings de Tim Burton, la fotonovela y los juegos de rol
(role-playing game). Jóvenes poetas y escritores conscientes de que las
pulsiones de vida ya no operan bajo la hojarasca del banano que extraen de
Macondo, sino bajo los efectos cocteleros de sicoactivos y drogas que expenden
en las esquinas de MacOndo, ese nuevo país metropolitano intercomunicado,
virtual y violento, que al decir de Alberto Fuguet y Sergio Gómez a mediados de
la década del noventa, es más grande, sobrepoblado y lleno de contaminación,
con autopistas, metro, tv-cable y barriadas. En McOndo hay McDonald’s,
computadores Mac y condominios, amén de hoteles cinco estrellas construidos con
dinero lavado y malls gigantescos. Un país
de marca trasnacional donde prima la cultura híbrida, o lo que Fuguet y
Gómez llaman mejor la cultura bastarda en la que todo cabe: el
vallenato, el rock, la tecnocarrilera, la balada, etc: Temerle a la cultura
bastarda es negar nuestro propio mestizaje, sentencian.
La psychedelia generation que Omar García
pincela en el apartado Visitantes del duende en carreteras del infierno,
habita los bordes y extramuros de McOndo, aunque en lugar de hamburguesas con
ketchup, consuman tripis con cerveza. El narrador describe, bajo los riffs de
una guitarra maldita, los fantasmas de un álbum de vidas extraviadas: Juanita
Billard y su muerte en la montaña blanca; Pedro Sinisterra, el veloz, el
mismo que convirtió su muerte en ironía, al estrellarse contra una valla de ron
Viejo de Caldas; Antonio Ferreira, un ecologista perdido en tierras de los
páramos; Pedro Catarsis y su inmersión en los infiernos a través de su música
siniestra; Mary Shelley Fernández, cuya laceración del cuerpo deviene la
neurosis de una sociedad machista que niega el cuerpo femenino ensañándose con
él; el licenciado Castillo Mantilla, un periodista que cogió el bicho
y terminó sus días a la intemperie como
un mariquita salitroso. El inventario de los destinos confusos es tan
amplio en estas carreteras del infierno, como la desazón duenderil que estos
seres de la muchedumbre heredaron de un país atávico, un infierno verde del que
todos éramos sobrevivientes: ¿Qué éramos como
generación?,
se pregunta Toscano al final de todo. ¿Qué significábamos?
La respuesta desalentadora precisa de una nueva interrogación: ¿Fantasmagoría de amigos lejanos y
muertos?
Salomé, ataviada por lo regular con una camiseta
negra de la banda británica Black Sabbath, se convirtió en un referente de las
hordas de gamberros que gritan con alegría y antigua irritación los sonidos de
una música estridente, que se mezcla, sin pudores, con el licor, las hierbas y
las pepas, o lo que en el creativo lenguaje de asociación que se estila en la
novela —propio de una poética-paranoica de estados alterados, según su
chamán metropolitano—, pasa a llamarse ganya, Madame Blanche, merca
y garlopa, joint, doping y lisérgico. Esta dama, recurrente
en la propuesta literaria inicial de Omar García, mitad vampira, mitad loba,
vinculada a la irreverente e inasible estirpe de mujeres de cabellos
ardientes, se torna eje de la ensoñación de un sujeto que, en sí mismo, no
sólo es el ghost writer de una estrella del rock local que siempre le
fue ajena y escurridiza en su mecánica autodestructiva, sino también su sombra
larga en la caída por los acantilados de la anorexia y la adicción: En este
momento estás desaparecida para el mundo, y lo que el mundo busca, es un
reflejo de lo que tú fuiste… Todos están buscando a un fantasma que se fue de
viaje, increpa Toscano.
La verdad es que en Metal-riff para una sirena
varada todos parecen fantasmas que se fueron de viaje, en especial los
integrantes de Quimeras, un grupo musical de heavy-metal, que compartía
escenario con grupos como Eskorbuto, Kortatu, La Polla Records
y Juanita la Boba, tan efímero en su existencia como en su celebridad:
Castelblanco, el guitarrista líder; Frenomio Gutiérrez, el baterista; Pepe
“Mano de Hierro”, el bajista; “Toto” Gómez, el de los teclados, y desde luego,
Salomé, la voz principal del grupo que tocó el cielo de la fama, pero no supo
valerse de ella para mantenerse en pie y el propio Toscano, el poeta y
compositor, cuyas letras sirven de base para los álbumes que llegaron a tener
una fuerte repercusión en el underground, como el afamado álbum
experimental Signos, algunos de cuyos temas aluden a la violencia
colombiana y a esa locura de comprobar cómo bajan cadáveres por los ríos como
si fueran bancos de peces.
Atendemos aquí al fluir de una contracultura que
merodea un pedazo de ciudad por las encrucijadas del Parque Nacional, la Plaza
de Toros, el Parque del Chorro de Quevedo y los nichos orientales de La
Candelaria en Bogotá. Atendemos a una contracultura que demanda su propia
simbología y arritmia. Y por contracultura entendemos lo que enseñó Ken
Goffman: un fenómeno histórico que deriva de la necesidad del sujeto por afirmar
su poder individual: para crear su propia vida más que para aceptar los
dictados de las convenciones y autoridades sociales que le rodean, ya sean
generales o subculturales (61). Para no ir más lejos, Salomé está
convencida de que existe una corriente de resistencia cultural donde su
música se inscribe y es pertinente. Pero a su vez Toscano está convencido de
que algo no funciona bien en el ambiente del rock que se practica en América
Latina, cuando comprueba que se actúa bajo la premisa de que sólo es válido lo
anglosajón. El rock para él pasó de ser marginal a convertirse en la música del
sistema, el sistema la cooptó, convirtiendo a sus inspiradores en simples Freaks
desechables. Esa es su crítica: El que no encaja está condenado a vivir
en la periferia y se mantiene gracias a circuitos alternativos y siempre bajo
sospecha, control y vigilancia.
Al buscarla en su memoria febril y al elevarla a la
categoría de sirena mística y reina del metal dorado, Gregorio
Toscano da lugar en Salomé a sus sentimientos más íntimos y desnuda él mismo el
fracaso de un colectivo que reclama existir en los pesados ambientes de antros
como el Enano de hierro, Los
nostálgicos decadentes, o el Cabaret Voltaire, este último ubicado en los alrededores
del círculo de la Plaza de Toros bogotana, donde, al decir del narrador, se
entregaban a los desmanes de una vida dadaísta, esto es, una vida
confiada al exceso, a la negación del lugar común, a la representación de lo
absurdo, a la algarabía de una poética lacerada por el sol de medianoche y las
luces de neón:
¡¿Crees que soy oscuro?!
¿Crees que soy un
animal de hielo?
¿Crees que soy
una bestia de fuego?
Nadie te
regalará una dosis
Nadie te
encenderá un cigarrillo…
La avenida
lluviosa es larga.
Oscura como una
película de gánster de los 50.
(…)
Radiografía y ensoñación, pesadilla lírica y
manifiesto no futurista, la novela de Omar García abre sugestivos caminos en el
ámbito aún conservador de la literatura del Gran Caldas. Así como es rastreable
la influencia de la literatura norteamericana en libros como El último
diario de Tony Flowers (1995) de Octavio Escobar Giraldo y Rosas para
rubias de neón (1997) de Gustavo Colorado Grisales, se evidencian en la
propuesta narrativa de García Ramírez los influjos de una estética gringa,
vital en escritores como Charles Bukowski, William S. Burroughs y John Kennedy
Toole. Y pensar en estos autores, lo sabemos, es remarcar una estética que
responde a la crítica directa de la cultura de masas y los excesos de una
sociedad vigilada y excluyente. Estos autores dan vida a personajes que se
oponen a un orden establecido y que suelen protestar, a menudo con violento ímpetu,
a través de sus vidas excéntricas. El fuera de lugar de sus destinos los
convierte en héroes de los senderos más tortuosos y en fantasmas de las noches
alucinadas. García Ramírez sigue esa línea y lo subraya de nuevo en Metal-riff
para una sirena varada. Digo que lo subraya nuevamente porque sigue siendo
fiel a lo que propuso en su primera obra narrativa publicada en 2001. Me
refiero a Ópera prima. Altamira 2001, novela con la que obtuvo el
premio Aniversario Ciudad de Pereira. Para quienes la leímos en su momento
encontramos una propuesta literaria distinta, reconfortante. Al referirme a
ella en mi libro Pereira: visión caleidoscópica (2002), destaqué en la
obra la forma como el novelista se esforzaba por darle voz y rostro a las
hordas de desplazados, vagabundos y homless de ciudades que al
transformar sus calles de pueblo en avenidas congestionadas, sus lotes baldíos
en micromundos del intercambio y la humillación, hacían circular por ellas
sombras trastornadas, espectros peligrosos que ponían en riesgo el debido orden
y las buenas costumbres. Dije entonces, sobre Altamira 2001, algo que
podría repetir aquí a propósito de la historia de Salomé, la cantante de metal,
la sirena varada en los acantilados de su propio sino trágico:
García Ramírez es atrevido en su juego
fictivo. Se lanza a recorrer la ciudad presente, a desenmascarar, a su modo,
las percepciones que la ciudad imbrica. Prefiere desnudar su piel nocturna,
observarla a través del estereoscopio del alucinado, del individuo apátrida,
acostumbrado a meter canutillos, ganya, enervante, psicodélicos,
porros descomunales, ayahuasca, datadura, hongos
luminosos, porros de hachís y absenta, raíces mágicas y frutos
prohibidos (…) Observo la novela de García Ramírez como una osada propuesta
en la que impera el tono irónico, el desparpajo, el pastiche como una
inclinación narrativa y la aventura con un lenguaje que se aproxima a la
plasticidad del hecho pictórico, como ya él lo había insinuado en su libro
anterior, Urbana geografía fraterna. La construcción de escenarios lo
acerca al mundo onírico y surreal de las ensoñaciones personales, logradas
mediante el uso de sustancias sicoactivas y de este modo el lector accede a la
imagen de otra ciudad: la de ultratumba, la ciudad de los narcos,
del egoísmo y la soledad, de la violencia callejera y la presencia de los escuadrones
de la muerte, en una suerte de Laberinto de Piranesi (161-162).
El laberinto en Metal-riff para una sirena varada
ha complicado sus oscuras galerías, ha triplicado sus espejos cóncavos y
alargado el inventario de sus fantasmas y sombras a través de la distorsión
generada por el artificio perceptivo que suscitan las drogas y la ausencia de
futuro. No hay salida del laberinto cotidiano, de hecho, porque tampoco hay
deseo de buscarla. Hay heroísmo en la inacción, rebeldía en la desidia. Hay
desamparo en las fugas nocturnas, ternura al perseguir los afectos. Lo que se
presenta con Salomé y su pareja es un ennui de los últimos días, un
desaliento que trata de suavizarse con la música, el alcohol y las drogas. Ya
no es el spleen baudeleriano del poeta que sale al mundo y se entrega a
la contemplación de la derrota de los otros y en esa derrota explora la honda
belleza en los ojos de los pobres y desheredados. El spleen acá se vive
tras las cortinas de un apartaestudio o del cuarto de un hotel on the road,
como telón de fondo para hacer ajena la experiencia del exceso y la
transgresión: Yo no había sido más que un periférico, una buena parte de mi
vida había escrito desde cuartos mal iluminados en hoteles baratos. La
periferia no es el castigo, es tal vez un motivo para declarar el dolor, la
desgarradura, para dar lenguaje a una antigua pesadumbre. La periferia es un
estado del alma que no tiene sitio en el pesebre de una familia que huye del
castigo. El spleen deviene aquí ofrenda litúrgica para nuestra
soledad y tiene cara de abandono y se regodea en la suciedad en que
conviven los seres maltrechos.
Puede que lo propuesto por García Ramírez en su
novela alucinada nos moleste en la comodidad del centro vigilado de la urbe,
donde solemos querer vivir, mientras la urbe sigue, impotente, apagando
incendios: La ciudad trascurría catatónica y rayada como una vieja película
en blanco y negro... La lluvia empapaba las noticias de los diarios y de
los días... La lluvia se ocupa en las mesetas del trópico de lavar las muertes
que dejan los movimientos telúricos del tiempo. Puede que no pase nada real
en nosotros, los ascépticos, pero algo de la sirena varada se ha encallado para
siempre en nuestra memoria, algo de su rebeldía y derrota será recordada, cada
vez que escuchemos una guitarra eléctrica y un bajo rebotar entre las paredes
de un traspatio, en una casa sin rejas, sin jardín, ubicada en un barrio hecho
de rencores y olvido.
Bibliografía
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Madrid: Grijalbo, Mondadori.
Gil Montoya, Rigoberto (2002). Pereira: visión
caleidoscópica. Pereira: Publiprint, Instituto de Cultura de Pereira.
Goffman, Ken (2005). La contracultura a través de
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