viernes, 1 de abril de 2022

Cosas que hacer en Estados Unidos cuando estás muerto. El curioso caso de Francis Scott Fitzgerald

 



Autor: Xabier Fole


John Dos Passos escribió, a propósito de la muerte de Francis Scott Fitzgerald en 1940, que los periodistas y críticos literarios, responsables de redactar los obituarios del autor de 
El gran Gatsby, no mostraron ningún conocimiento sobre la obra del escritor. Los reseñistas, obsesionados con el periodo que Scott Fitzgerald supuestamente simbolizaba, eran incapaces de juzgar los textos del novelista basándose en la calidad de los mismos sin desvincularse del periodo que estos reflejaban

 En la película Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, dirigida por Gary Fleder y estrenada en 1995, un jefe mafioso llamado El hombre del plan, preocupado por las andanzas de su hijo, a quien han sorprendido en varias ocasiones acosando a menores en los colegios y pegando a vagabundos, convoca a un gánster retirado que nunca mató a nadie, conocido como Jimmy el Santo e interpretado por Andy García, para solucionar el problema familiar. A juicio del capo, el intolerable comportamiento de su primogénito se debe a la ruptura de este último con su novia, Meg, quien, para colmo, ha conseguido rehacer su vida comenzando una nueva relación con otro hombre. Este inesperado impacto emocional, según el mafioso, ha convertido a su hijo –“lo único que me queda”– en un ser violento y despreciable. El hombre del plan, un anciano valetudinario encarnado por Christopher Walken, piensa que Jimmy, cuyas principales virtudes son la oratoria y la elegancia, es capaz de convencer al nuevo novio de que rompa con la expareja de su hijo, haciéndole comprender que, si continua saliendo con Meg, tendrá que asumir las consecuencias. De ese modo, su inestable heredero podría recuperar al amor de su vida y, como resultado de dicha felicidad reconquistada, abandonaría, definitivamente, las malas costumbres.

Jimmy el Santo acepta a regañadientes la oferta (intentaba ganarse la vida con su propio negocio y dejar el mundo del crimen) y reúne a un grupo de delincuentes de poca monta –quienes comparten pasado y fechorías–, los cuales, ya retirados en sus humildes trabajos, se muestran, en un principio, escépticos ante la singular operación. Sin embargo, los gánsteres, por necesidad de dinero y lealtad hacia Jimmy, acaban aceptando la propuesta. Todo, como era de esperar, sale mal. Estos acaban matando no solo al novio, a quien simplemente debían darle un toque de atención, sino también a su pareja –en una disparatada masacre en medio de una carretera–, después de que a uno de ellos, conocido como Bill el crítico, le diera un ataque de ira ante la actitud chulesca del chico, que tuvo la osadía, entre otras cosas, de mofarse de los trajes de policías falsos que uno de los ex delincuentes vestía para la ocasión. El hombre del plan, tras conocer el altercado, no muestra ninguna clemencia y ordena que todos se marchen de Denver –ciudad donde residen los integrantes de la banda–, que abandonen inmediatamente dicha localidad, porque, si no lo hacen, acabarán siendo, de una manera nada agradable, ejecutados. “Alforfones, Jimmy, para ti y para tu puta pandilla de inadaptados”, afirma, visiblemente irritado, El hombre del plan.

Comienza así la historia de unos hombres, virtualmente muertos, que tratan de enfrentarse a su desaparición con la mayor dignidad posible. Mientras se introduce en la historia una retahíla de personajes secundarios memorables, como El señor shhh, asesino silencioso y eficiente interpretado por un literalmente mudo Steve Buscemi, los protagonistas de esta película (a mi entender, injustamente minusvalorada debido al efecto Tarantino en la década de los noventa) analizan retrospectivamente sus existencias y, en vez de escapar y ocultarse de sus verdugos (quienes no desistirán hasta acabar con ellos), o mudarse e intentar vivir en un lugar lejano donde nadie pueda encontrarles, esperan con estoicismo en su ciudad. Cuando Jimmy el Santo acude a ver a uno de los implicados en la operación y le ofrece un billete de avión hacia un paraíso con playa y palmeras, Pedazos, como le llaman sus compañeros, le dice que no, que está cansado de huir y que, en definitiva, se queda. “Jimmy, ya sé lo que es bailar foxtrot con una prostituta de dos mil dólares en un cabaret de París”, afirma con orgullo. Esto puede resultar patético, insinúa Pedazos, y, quizá, permanecer aquí, teniendo la oportunidad de tomar el sol mientras sujeto con mis arrugadas manos un delicioso daiquiri, sea una imperdonable estupidez. Pero es que, Jimmy, ya he vivido todo lo que tenía que vivir. Mi época, para bien o para mal, ya ha pasado. Al final del diálogo, el gánster se coloca un sombrero (prenda que, por supuesto, añora, ya que: “antes te lo ponías y no necesitabas nada más”) y regresa a su vida cotidiana como proyeccionista de cine porno.

John Dos Passos escribió, a propósito de la muerte de Francis Scott Fitzgerald en 1940, que los periodistas y críticos literarios, responsables de redactar los obituarios del autor de El gran Gatsby, no mostraron ningún conocimiento sobre la obra del escritor. Los reseñistas, obsesionados con el periodo que Scott Fitzgerald supuestamente simbolizaba, eran incapaces de juzgar los textos del novelista basándose en la calidad de los mismos sin desvincularse del periodo que estos reflejaban:

Lo más extraño de los artículos que vieron la luz a raíz de la muerte de Fitzgerald fue que sus autores no parecían considerar que necesitaran leer sus libros; todo lo que necesitaban para tener el permiso de tirarlos al cubo de la basura era clasificarlos como algo que ha sido escrito en tal o cual época ahora pasada. Eso nos lleva a la ineludible conclusión de que esos caballeros no siguen otras reglas que las de las modas de la Quinta Avenida. Lo que significa que cuando escriben sobre literatura en lo único que piensan es en la cotización actual de un libro en la bolsa de cambios; un asunto que casi no tiene nada que ver con su eventual valor.

Francis Scott Fitzgerald, al igual que el gánster de la película, permanecía eternamente congelado en su (en aquel entonces agotado) contexto histórico, y su imagen, según los articulistas de las necrológicas, perduraría exclusivamente en la mente de los lectores como gran representante de Era del jazz. Su época, como les sucedió a Jimmy el Santo y a sus hombres, viejas glorias condenadas a la extinción, aniquilados por los mismos que –no hace mucho– los habían glorificado, también “había pasado”.

Francis Scott Fitzgerald se convirtió en un escritor famoso cuando publicó, en 1920, A este lado del paraíso, la cual, a pesar de no proporcionarle un rédito económico significativo, contribuyó a que aumentara su caché como cuentista. Más adelante, el autor viajó a Francia, donde algunos escritores (Gertrude Stein, Ernest Hemingway, Dos Passos), estimulados por el romanticismo que destilaba la vieja Europa, buscaban las afrodisiacas aventuras que no encontraban en el nuevo continente. Su amigo, el crítico literario Edmund Wilson, que llegó a Francia justo cuando Fitzgerald regresaba a Estados Unidos, se lamentó de que el novelista no apreciara las posibilidades artísticas e intelectuales que ofrecía este país y le reprochó su incapacidad para desarraigarse de su tierra natal: “Estás tan acostumbrado a los hoteles, a las cañerías, los drugstores, los ideales estéticos, y la vasta prosperidad comercial del país, que no puedes apreciar todas esas instituciones francesas, por ejemplo, que son verdaderamente superiores a las americanas”.  En 1925, el novelista publicó su obra maestra, El gran Gatsby, cuyo éxito comercial, no obstante, fue más bien discreto. Cuando llegó la Gran Depresión y el llamado Crack del 29, las cosas empezaron a complicarse en la vida de F. Scott Fitzgerald. Sus relatos ya no se vendían como antes y su siguiente novela, Suave es la noche, acabó siendo un fracaso de crítica y público. Entonces incrementaron sus problemas con el alcoholismo y Zelda Sayre, su esposa, terminó siendo ingresada en una clínica psiquiátrica. Hostigado por las deudas, se trasladó a Hollywood, lugar donde intentó colaborar en los estudios cinematográficos, pero fue despedido de la Metro Goldwyn Mayer. Sin contrato fijo, se sumergió en la escritura de una nueva novela sobre el mundo del cine, El último magnate, que nunca llegó a terminar, y escribió unos relatos sobre las peripecias de un guionista fracasado, Historias de Pat Hobby, que no se publicarían hasta 1962, veintidós años después de su muerte. Mientras otros compañeros de su generación habían conseguido despojarse del tiempo pretérito al que iban culturalmente ligados, como le ocurrió a su coetáneo Hemingway, al que le concedieron el Premio Nobel y vivió unos cuantos años más que Fitzgerald hasta que finalmente se suicidó, el autor de El último magnate, asociado unos cánones ya felizmente olvidados, no se percibía como un escritor atemporal, sino como la perfecta ejemplificación del auge y caída de la efervescencia cultural de una década. Atraídos por la trágica historia del dipsómano, perfecto paradigma de la “generación perdida” y víctima de los “felices años veinte”, los periodistas y críticos de la época inmediatamente ulterior a su muerte habían descuidado al escritor, gran teórico del fracaso y perspicaz retratista de los aspirantes a burgueses, quien, varios años después de su defunción, fue considerado –cuando por fin llegó el consenso a la academia y a los suplementos culturales– uno de los mejores narradores estadounidenses de la primera mitad del siglo XX. En el momento de su fallecimiento, no obstante, los guardianes del canon, no satisfechos con la desaparición física del hombre, pretendían destruir también al literato, cuya mayor aportación a la historia literaria del país parecía ser, a juicio de estos críticos despistados, el haber proporcionado a los lectores la necesaria moraleja que contenía el relato sobre su destrucción como persona. Sin embargo, aunque la “personalidad” del escritor, como advirtió Dos Passos, “había muerto”, el novelista, pesara a quien le pesara, todavía “permanecía”. Paradójicamente, cuando apareció, en 1945, una obra titulada The Crack-Up, que reunía unos textos autobiográficos escritos en los años treinta (la mayoría para la revista Esquire), “el fallecido escritor fracasado”, en palabras de Gore Vidal, “fue objeto de una resurrección total”, cumpliéndose así la profecía de Dos Passos. El novelista, por primera vez en su vida, hablaba con sinceridad –olvidándose de las apariencias y de su imagen pública, ya inevitablemente degradada– de sus problemas con el alcoholismo, sus recuerdos de la Era del jazz y su relación con Zelda. The Crack-Up se publicó póstumamente, ya que Fitzgerald nunca consiguió, a pesar de los reiterados intentos, que las editoriales –incluida la suya– aceptaran el manuscrito. Edmund Wilson se encargó, unos años más tarde, de recopilar los artículos y presentarlos a la editorial New Directions, la cual acabaría finalmente publicándolos con el título mencionado. Desde entonces, Fitzgerald se ha convertido en un tema recurrente de las tesis doctorales en las universidades. Ahora se pueden encontrar numerosos estudios sobre su obra, multitud de biografías, gran parte de su correspondencia y algunos de sus cuadernos de notas. Pocos dudan de su talento literario y, por supuesto, de su relevancia en las letras estadounidenses. F. Scott Fitzgerald, en resumidas cuentas, es una industria académica. Sin embargo, fueron sus textos de no ficción –la autobiografía–, y no su narrativa, los que contribuyeron a rehabilitar su ficción. Aquello que tanto crispaba a Dos Passos cuando leyó los artículos por primera vez (“Dios bendito, ¿cómo te las arreglas, en medio de una conflagración a escala mundial, para preocuparte por todas esas cosas”?) significó el comienzo de Scott Fitzgerald como novelista. La vida narrada, por tanto, supuso una inesperada reivindicación de la vida imaginada. ¿A qué se debió, entonces, ese interés repentino en la literatura de un autor inicialmente arrinconado en los polvorientos pasillos de la historia? ¿Cómo es posible que, en lugar de sentirse deslumbrados por los infortunios de Dick y Nicole en una obra como Suave es la noche, absolutamente ignorada en el momento de su publicación, la crítica y el público sucumbieran ante los encantos del autor cuando este último decidió realizar un impudoroso exhibicionismo de sus miserias? Según Gore Vidal, “para los norteamericanos, la obra de un autor ocupa casi siempre un segundo término tras su vida”, por lo tanto, “el biógrafo del novelista puede sacar más partido a su vida, en todos los sentidos, que el novelista que la vivió”. Esta puede ser una posible explicación. Aunque lo cierto es que la obra de Fitzgerald es profundamente autobiográfica. En muchos de los personajes de sus cuentos y novelas se pueden encontrar numerosos paralelismos con el hombre que los creó. Desde su primera novela, A este lado del paraíso, en la cual los protagonistas viven obsesionados con la búsqueda del ascenso social, temas como el amor, la decadencia, la riqueza y la vanidad se tratan de una manera personal, casi íntima, como si el narrador exhibiera un orgulloso conocimiento de causa. Algunos de sus protagonistas, como Pat Hobby, sufrieron una involución similar a la padecida por Fitzgerald (ambos obtuvieron un éxito prematuro en una década, los años veinte, y cayeron en desgracia en la siguiente, los años treinta), compartiendo incluso la misma marca de automóvil y recibiendo el mismo salario. No obstante, el autor resucita cuando abandona a su alter ego y Edmund Wilson publica aquellos bocetos autobiográficos que el editor de Fitzgerald, Max Perkins, había desechado porque, a su juicio, estos constituían “una invasión indecente de su propia vida privada”. Esta obscena incursión en la existencia del escritor tampoco parecía tener valor comercial para el editor de la revista Esquire, Arnold Gingrich, quien publicó, en febrero de 1936, algunos de los ensayos que se incorporaron a The Crack-Up sin realizar ningún tipo de campaña publicitaria (algo extraño en él, puesto que solía sacarle provecho a las historias escandalosas) porque pensaba que Scott Fitzgerald estaba –literariamente– muerto.

El teórico francés Philippe Lejeune, para resumir brevemente lo que él denominó “pacto autobiográfico”, escribió  que “una autobiografía no es cuando alguien dice la verdad de su vida, sino cuando dice que la dice”. Dicha advertencia, al parecer, llamó la atención de los lectores y los críticos especializados. Sin embargo, cando Fitzgerald se dispuso a hablar sobre su vida lo hizo para admitir su derrota. Su discurso, sustancialmente moral, iba destinado a un público, evidentemente, pero el verdadero objetivo de su mensaje era él mismo. El libro es una suerte de monólogo interior, y, en esa introspección improvisada, el escritor no sale muy bien parado. En él reconoce su incapacidad para digerir los triunfos que la vida le ha proporcionado. Afirma que no quiso (o no supo) anticipar la llegada de la tormenta. Mientras transcurrían los años dorados de su juventud “los grandes problemas de la vida parecían solucionarse por sí mismos”, confiesa, “pero diez años antes de los cuarenta y nueve, de repente me di cuenta de que me había desmoronado prematuramente”. En los textos se detecta una cierta autocomplacencia, pero el autor tampoco busca culpables externos; se sitúa en el centro de la diana y abre las puertas de su casa para que podamos contemplarlo solitario y deprimido (Esto sucede literalmente, ya que en uno de los ensayos, ‘Subasta: modelo 1934’, firmado conjuntamente con su esposa Zelda,  describe todos los objetos y recuerdos adquiridos a lo largo de su vida). Al comienzo de dos artículos abandona, por un momento, la primera persona del singular para hablar de un “hombre”, un otro, que experimenta el derrumbe:

“Encólese”

El autor de estas líneas narró el momento en que se dio cuenta de que lo que tenía delante de él no era el plato que había pedido para sus cuarenta años.

“Manéjese con cuidado”

He hablado en estas páginas de cómo un joven excepcionalmente optimista experimentó el derrumbamiento de todos los valores, una quiebra de la que apenas se enteró hasta mucho después de que se produjera.

En cierto sentido, más allá de los críticos y editores que lo ningunearon, fue el propio Francis Scott Fitzgerald quien se dio a sí mismo por muerto. En The Crack-Up no hay lugar para la esperanza; se revelan debilidades y se reconocen errores, pero no se menciona el futuro, sino el pasado. Y también se puede apreciar la nostalgia por momentos en los que el autor  asegura haber sido feliz. Nueva York es una ciudad donde “todo se ha perdido salvo el recuerdo”. Pero no propone ningún cambio; piensa que “el estado natural del adulto consciente es una infelicidad específica”, y espera a que llegue su hora sin moverse de un territorio que ya no existe más que en su memoria; interioriza el consejo que, al comienzo de El gran Gatsby, le dio el padre al narrador (“Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien –me dijo– ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas”) y, en vez de atacar a compañeros y enemigos, se convierte en el primer crítico de su personalidad: en el asesino de sí mismo. En su crónica sobre los años de Fitzgerald en California, Domingos locos, Scott Fitzgerald en Hollywood, Aaron Latham relata la muerte del escritor de la siguiente manera:

El pensamiento de Fitzgerald estaba concentrado en el football cuando su corazón se detuvo. Dio un salto levantándose y luego cayó muerto. El cadáver fue llevado a una funeraria de Los Ángeles, donde se presentó Dorothy Parker, se colocó delante del ataúd y pronunció por Scott la misma elegía que Ojos de Búho había dicho por Gatsby: “Pobre hijo de perra”. Veintiocho años  –casi al día– después de haber empezado su drama The Captured Shadow, en un tren de la Newman School a St. Paul para las vacaciones, su cadáver fue cargado en un vagón de ferrocarril con destino a Baltimore. Una vez más Scott Fitzgerald volvía a casa por navidad.

Cinco años después, ya fallecido, el novelista reaparecía. No tuvo la oportunidad de verse convertido en un mito. Sin embargo, supo –probablemente– qué se siente al bailar foxtrot con una prostituta de dos mil dólares en un cabaret de París.

 

 

 Xabier Fole es periodista. Graduado en Historia por el City College de Nueva York, especializado en historia intelectual de los Estados Unidos, colabora como fact-checker para The New York Times en la sección Syndicate. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Secretos, mentiras y autodestrucción. Las cintas de Richard NixonEscribir en América. El legado de Hunter S. Thompson La obsesión posmodernista y la fascinación por el absurdo: David Lynch, Foster Wallace y Thomas Pynchon. En Twitter: @XabierFole

tomado de: https://www.fronterad.com/


jueves, 24 de marzo de 2022

"DEBERÁ BRILLAR UNA LUZ"

 


            "La música" O/Garratz (mixta: acrílicos, óleo, pastel; sobre lona industrial)




DEBERÁ BRILLAR UNA LUZ…

(Deriva nocturna en la ciudad de Baal)

 

Omar García Ramírez

 

“le soleil est noir

la beauté d’un être est le fond des caves un cri

de la nuit définitive

 

ce qui aime dans la lumière

le frisson dont elle est glacée

est le désir de la nuit”

 

L’ archangélique

GEORGES BATAILLE

 

 

1

¿Debería brillar una luz?...

Y deberá brillar una luz… sobre este bestiario gris que se apiña contra las paredes y las vías, los cristales y las maderas; el hierro, el cemento y el latón.

Deberá brillar una luz… una fuerza que ascienda en leve ectoplasma sobre el cuerpo proteiforme; apretado rebaño que cruza las avenidas centrales; ligera subida de tensión sobre los cables eléctricos, que suspendidos sobre las calles emanan un zumbido agonizante.  Amargo sabor de sopa cotidiana; marabunta plástica que gimotea en la aceras; que gime en las esquinas con acordeones y guitarras amargas; que monta su trágico teatro dentro de los trasportes colectivos, se distorsiona, y luego, reaparece en carnaval fantasmagórico dentro de la gran jaula del humo.

Deberá salir una luz… dentro de la penumbra que arremete, esa que cubre la tarde citadina con su abrigo de óxidos grasos; sedimento impregnado de olores, polvo mortuorio, sudor de camisas manchadas de fatiga y miedo.

Deberá brillar una luz…

Así como en medio de la lluvia una joven colegiala que camina con su paraguas rojo, su falda de cuadros y sus medias ajustadas a las pantorrillas blancas, aparece, como si estuviera fuera de la escena y no perteneciera al momento, a la tarde agonizante, a la fecha de un calendario.. Colegiala de los barrios del sur que ilumina con ojos de gata hambrienta la ventana vespertina. (No es tan joven como pareciera; una tintura de lujuria y un hollín de depravación sombrean sus ojeras). La muchacha cosplayer, va al fondo, hacia el coliseo en donde los gritos de los cuadrumanos del Bacalao esperan a sus ídolos de plástico; sobre el fondo del escenario, las figuras virtuales comienzan la función y el aullido orgiástico de los avatares se extiende como una ola lisérgica.

Deberá surgir una luz… una luz que encandile, que estalle como esas luces que se lanzan en los campos de batalla para orientar a los soldados en su camino. De los ojos, de las manos, de los pechos manchados en grasa, de las voces broncas y abiertas al frío del mundo, deberá surgir una luz.

No sé, si de animal quimérico que aguarda con paciencia de piedra heráldica en un costado de la plaza desierta.

Una tormenta de fuego, devora la  noche y el palacio.


2

Mi cara de aire talibán, me hace el sumario en la dura inmersión metropolitana.

Mi cara algonquina y berebere…

Mi cara de lobo de la estepa buscando la montaña nevada…

Cangaceiro del sartao; bandolero ahumado por el sol gris ceniciento del eclipse y el cigarro sin filtro; Chaman del trópico; Enteógena luciérnaga gira sobre el sombrero del rumiante de palabras. Gritería en el camdombe serrallero; cumbia arrabalera, ballenato que encandila en aguardiente y ron las aceras en donde lotean el último paraíso; te cruzas con maleconeros y pirañeros, caraduras de tierra seca.

El querubín bujarrón y sifilítico de la boina y la astrosa mochila arawak, me lanza sus venablos ponzoñosos; yo sigo imperturbable en mi casaca de hierro; ojos de mirar rallado en nube de Treblinka. Parca y trinchera negra cruzada en cremallera de pétalos metálicos; para protegerte del frío, para marchar en contravía cruzando la avenida del gran burgo; tropezando contra el burgués; contra el ladronzuelo sin condena y sin pecado perseguido por el gentil hombre de corazón podrido. Los viandantes sin atributos, los enchufados de la metrópoli; los burócratas de las comarcas ––esos que vienen a la capital para pedir los avales y las comisiones––.

Los cancerberos del carro presidencial, cruzan la avenida atropellando a los ciclistas nocturnos de la escuela de Jarry.

En los andenes el ruido infernal y sincopado extiende su eco contra las murallas de Jericó. Al fondo, se tambalean los castillos del hambre y el comercio rinde tributo a Baal mientras la ciudad se adentra en el carnaval. Samba de la sopa espesa; changua de manigua cotidiana; sancocho de carretera. Orquesta de saltimbanquis que anima la comparsa urbana y bate el espeso chocolate del hastío.

Estamos todos aquí, ya metido en la carretera central; cañería humana que degluta los cuerpos grises de la melancolía; potros asustados de jetas espumeantes en una carrera hacia el barranco de la muerte.

Arriban estallan cielos con mensajes en pantallas technicolor; bites veloces dan cara luminosa a los sueños y las mercancías;  estallidos de neón orgiásticos; eléctricos orgasmos de la publicidad en donde giran las divas pornostar sobre el escenario de una hoguera dorada. El teatro repite su enésima función; el mago virtual despliega su narcótico influjo sobre los viandantes de la vía principal.

Deberá brotar una luz…

No sé si… Una luz de incubadora de súcubos; o, aquella luz infrarroja de acerías armamentísticas en cuevas que  destacan con resplandores mortecinos contra las murallas de piedra y arcilla. Luz azul, de hospitales fríos;  ulular de sirenas frente a las mesas de café y fórmica; (una enfermera morena golpea con sus nudillos esperando romper el tiempo con su metrónomo de huesos). Una luz de taberna amarilla y untuosa sobre los vestidos engalanados de la sangre musical y danzante.

(Lleva adelante tu deriva, camina derviche metropolitano con tu cara pesada, teñida en verde-ajenjo-yerbabuena y un toque de anís en bandolera).

Camina adentrándote en la tarde que se extiende como una hermosa cortesana reclinada en la penumbra ––gastada cintura de bulevares––; adéntrate más hacia el ruido que desemboca en el carrusel de la industria pornográfica, carne  reciclada y macerada en prostíbulos con aromas de eucalipto y patchuli; carne de barras y metales cimbreantes, sedas sangrantes y pieles de zorras y  camellos.

(¡¿Cuántas veces esta cara de ciudad perdida golpeo contra tu pecho… una postal ajada que flota sobre el mar; que se sitúa frente a la mirilla en el periscopio del recuerdo?! deja vu en su verbena barroca; aceras del mercado del deseo y el sexo tribal tocado de bisutería.)

¿De esta maravilla en aquelarre, esta sinfonía de la miseria; podría estallar una luz? ¿De esta porqueriza batida en grasa de salchicha y víscera de rumiante deshuesado; podría gestarse una luz?


3

Escucha el ruido de un gran pez que lucha enganchado en la carnada sobre el estanque de  la noche. Acuática bestia abatida contra el altar del miedo y de la sangre.

Adéntrate en los grandes serrallos del dios Baal, cotos de caza. Adéntrate con tu pinta neo-gotika en la parodia burlesca de fuegos encendidos por el dios Pan. Y no desmalles ya el que el dopping se requiere. No desmayes, ya que el dopping es lo único importante en esta noche. La mercancía perfecta de la que hablara Burroughs; esa que te ama a costa de tu sangre.

Teatro de guiñol, sangre de río coagulado que desemboca a un lago flanqueado por las columnas del templo. Hojas de un verde dorado opalescente, glifos rojizos de un mensaje para caníbales.

El  icono de oro tiene mirada estrábica…

Tabla central.

Plateada y roja, tiembla; exudando espesos licores de cereza.

La tabla de la derecha se quema en llamas de oro

                                                             coronadas por faisanes bermejos.

 

Estás llegando; presenta tu credencial. Miembro honorario de la secta Lautréamont.

Paga con tu denario oxidado al guarda tribal del purgatorio.

Y entra de lleno a la plaza, atestada de fieras y quimeras.

 

Deberá estallar una luz…

O una primavera de candelas escleróticas; un crop circle suspendido bajo nubes envenenadas; chemtrails sobre la cosecha ciega de consumidores, bailarines y futboleros. Una estampida de guerreros ardorosos…Parodia de efectos especiales, montaje cinético de gánsteres contra la pantalla negra de un cinematógrafo derruido.

Una avalancha de edificios de las castas financistas en bancarrota;  una trifulca de maleantes que se acuchillan en la vía. Petróleo y alcohol, sumado al trapiche de orégano quemado en el caniche; cal mixturizada en glamurosa decadencia sobre los cristales en las oficinas encargadas de las encuestas; en los telediarios del tinglado; en los búnkeres de la nomenclatura. Grafitis multicolores sobre ruinas de ladrillo, murallas veloces azotadas por una lluvia de turba y de aceite mineral.

Y este caer en sombra, de costado, con tu capa; catarata bordada en crespones negros. Resurgiendo sobre el viento que anuncia goterones y aguacero sobre la desértica noche ya  violada y dejada a su sueño intranquilo; animal que duerme entre el vaho tóxico, el smog y la podredumbre.

La ciudad asolada por la lluvia de la madrugada exhibe su piel de cobra negra, brillante y diamantina. Ahora, camina adentro de la perspectiva Caligari; muelle de altiplano, rúnica cartografía de cemento; puentes de hierro que convergen hacia un lugar donde los relojes suspendidos giran de revés, y las nubes cargadas de metralla, balan, truenan y chillan; ovejas negras degolladas en bárbaro ritual nocturno; saltan y agonizan sobre un gran anfiteatro.

Camina hacia esa fiesta obscura, donde los músicos occitanos de trovar hermético, lisonjean el aire y afinan cornamusas de peltre y terciopelo. Sus cuchillos de acero brillan; mientras bailan alrededor de un sol podrido, que muestra, su costillar de estrella caída y pisoteada.



 

Del libro inédito:

“LA TURRA DEL GONZO”

 

jueves, 13 de enero de 2022

“Cámara Obscura”

 





“Cámara Obscura”

(Poema)

Adriana Lorena Robledo

 

1

Dice que me estire cuan larga soy…

Que gire y muestre mi grupa morena…

El aire en su estudio, enrarecido por un olor vegetal dulzón.

Su cámara con potente objetivo

                                                            reposa en el trípode…

Mira la escena como un monje mecánico y abstracto.

Me dice que muestre mi girasol maduro…

Mi mándala que gira bajo luz lateral de una ventana.

Que respire acompasadamente

                                                 mientras acaricia con sus dedos largos

                                                                            la sombra carnal de mi entrepierna

Un río de lava coralina comienza a bajar…

Un hilo de seda luminosa

                                          se tensa sobre el catre del fotógrafo.

 

2

 

Has puesto rosas en el jarrón.

Una botella de vino se alza en contraluz.

Esta es la segunda sesión.

Me siento sobre una silla

                                               que se mece…

Un gato blanco lame de un plato de leche.

Paseas por el estudio mientras termino de

levantar mi falda de cuadros verdes y rojos.

Te sientas frente a mí

Como un sátiro refinado mientras fumas de una pipa aromática.

Me dices:

Levanta la pierna y pon tus manos atrás de la nuca.

Yo respiro…

Y sueño, mientras comienza a disparar

                                                               el mecanismo de su cámara.

3

 

Terminaste con dos rollos.

Pasaste de la analógica a la digital.

Me pongo un abrigo negro, una bufanda gris…

No llevo nada más debajo.

Hace calor….

Me ofreces una cerveza fría.

Abro mis piernas, columnas que arden bajo la luz de la tarde.

Te metes debajo del compás y abres el diafragma…

Apuntas en cenital hacia mi armiño suspendido…

Cuadras velocidad de obturación…

Y luego dices con impetuosa voz:

                                                              ¡Orina!

 

 

4

 

Lavas mi espalda con una toalla húmeda y perfumada.

Me inclinas sobre la mesa.

La cámara de video está funcionando.

Cruzas la toalla alrededor de mi cuello

                                          al tiempo que azotas con fuerza mis nalgas.

La cámara lateral graba el suplicio.

Pero eres perfeccionista

y cambias de ángulo cada 30 segundos.

Terminas ubicándola al frente para que se pueda ver la expresión de mi rostro.

Ahora aprietas más fuerte y embistes…

                                                                siento que pierdo el sentido.

Aflojas un poco, solo un poco…

                                                     Antes de un suspiro con fundido a negro.






miércoles, 18 de agosto de 2021

ÚLTIMOS DÍAS...¡PREPARA TU OBRA!

 


Pandemias & Plandemias
2021
Recepción de obras
26 y 27 de Septiembre
entre las 9 a.m y las 5 p.m
SALA ROBERTO HENAO BURITICÁ
(Gobernación del Quindío)