SARAH CHARLESWORTH
Arte y fronteras: De la
transgresión a la postautonomía
NÉSTOR GARCÍA CANCLINI
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA
Resumen:
Canclini propone que el arte ha
entrado en un momento “post-autónomo”, en el que el arte ya no pone en escena
la problemática de la trasgresión contra los límites establecidos por museos,
instituciones y las convenciones de la práctica del arte. Por el contrario, el
arte enfrenta una “localización incierta”, una nueva relación entre el espacio
y la producción artística, en la que el arte es producido y circula a través de
un rango cambiante de lo corporal, lo electrónico, y otros medios. Este ensayo
analiza el trabajo de Cildo Meirrles, León Ferrare y Carlos Amorales, artistas
latinoamericanos contemporáneos que negocian este nuevo momento practicando una
forma estética de “disenso”, un término muy sugerente propuesto por Jacques
Rancière.
Los artistas, que tanto batallan
desde el siglo XIX por su autonomía, casi nunca se llevaron bien con las
fronteras. Pero lo que se entendía por fronteras ha cambiado. Desde Marcel
Duchamp hasta fines del siglo pasado, una constante de la práctica artística
fue la transgresión. Los medios de practicarla en cierta forma contribuían a
reforzar la diferencia. La historia contemporánea del arte es una combinación
paradójica de conductas dedicadas a afianzar la independencia de un campo
propio y otras empecinadas en abatir los limites que lo separan.
En los momentos utópicos se
vulneró la frontera que separaba a los creadores del mundo común extendiendo la
noción de artista a todos y la noción de arte a cualquier objeto ordinario: ya
sea implicando al público en la obra, reivindicando las maneras cotidianas de
crear o exaltando el atractivo de objetos triviales (desde el ready made al pop
art y muchas formas de arte político). En los momentos desconstructores se
vació el contenido (las monocromías desde Malevitch a Yves Klein) o se diluyó
el contenedor (las pinturas que escapan del marco: Pollock, Franck Stella, Luis
Felipe Noé). A fin de erosionar los límites del gusto se llevó a las salas de
exposición 90 latas de conserva de “Mierda de artista” para vender el gramo de
acuerdo con la cotización del oro (Piero Manzoni), otros orinaban o se
automutilaban ante el público (los coleccionistas vieneses) o irrumpieron en
museos y bienales con cadáveres de animales y cobijas ensangrentadas en
tiroteos del narcotráfico (Teresa Margolles).
La introducción en espacios
artísticos de objetos o acciones “innobles” suele acabar reforzando la
singularidad de esos espacios y de los artistas. Se ha intentando salir de ese
círculo autoreferido, cerrado o incomprensible para quienes no comparten los
secretos de las vanguardias y su sacralización, con dos procedimientos.
Uno es la reubicación de las
experiencias que se pretenden artísticas en lugares profanos: Fred Forest y
Hervé Fischer del Colectivo Arte Sociológico ofrecieron en la sección económica
de Le Monde invertir en la compra del M2 Artístico en la frontera de Francia
con Suiza, prometían otorgar el título honorífico de “ciudadano” de ese
territorio y dar participación en programas de jardines públicos, espacios de
reflexión y actos contestatarios. Otra vía es la acción ejercida en 1989 por
Bernard Bazile cuando hizo abrir una de las latas de “Mierda de artista” de
Manzoni y mostró “no sólo el desfase entre la realidad del contenido (la
exhibición de un pedazo de estopa), el imaginario del contenedor (el más impuro
fragmento del cuerpo del artista) y la simbólica del conjunto (uno de los más
puros momentos de trasgresión de las fronteras del arte)”: también exhibió la
plusvalía así lograda y al final el aumento de valor de la lata de Manzoni
abierta por Bazile, vendida por la galería Pailhas de Marsella al doble de precio
que la inicial (Heinich 1998: 92).
¿Es el destino del campo del arte
ensimismarse en el reiterado deseo de perforar sus fronteras y desembocar, como
en estos dos últimos casos, en simples transgresiones de segundo grado que no
cambian nada? Ni llevando el mundo al museo, ni saliendo del museo, ni vaciando
el museo y la obra, ni desmaterializándola, ni omitiendo el nombre del autor,
ni blasfemando y provocando la censura puede superarse el malestar que genera
esta oscilación entre querer la autonomía y no poder trascenderla.
Tal vez las respuestas no surjan
del campo artístico, sino de lo que le está ocurriendo al intersectarse con
otros y volverse postautónomo. No son los esfuerzos de los artistas ni de los
críticos por perforar el caparazón, sino la reestructuración radical, las
nuevas ubicaciones dadas a lo que llamamos arte, lo que está arrancando al arte
de su experiencia paradojal de encapsulamiento-trasgresión.
Las transgresiones suponen la
existencia de estructuras que oprimen y narrativas que las justifican. Quedar
enganchado en el deseo de acabar con esos órdenes y a su vez cultivar con
insistencia la separación, la transgresión, implica que esas estructuras y
narrativas mantienen vigencia. ¿Qué está ocurriendo cuando se agotan?
El declive de los relatos
sociales
Acabamos el siglo XX sin
paradigmas de desarrollo ni de explicación de la sociedad: se decía que sólo
contábamos con múltiples narrativas. Comenzamos el siglo XXI sin narrativas o
con relatos parciales: algunos son creídos por islamistas, otros por
fundamentalistas cristianos, otros por seguidores de un caudillo. Estos relatos
a menudo pierden adeptos, cae su eficacia por las disidencias o se desmenuzan
en parodias de sí mismos.
Pocos artistas logran
diferenciarse de las escenas “publicas” donde los grupúsculos y las bandas que
mantienen un poder –financiero, económico o religioso- trabajan confundiendo el
misterio y la simulación. Cuesta distinguir qué significa ser artista, público
del arte o ciudadano cuando la historia parece, en vez de resultado de
instituciones, obra de mafias y espectáculos. Aquí y allá algunos se organizan
para representar las demandas de una institución, un barrio o un grupo de
damnificados, y esperan que los escuchen en un futuro imprevisible.
El arte se volvió postautónomo en
un mundo que no sabe qué hacer con la insignificancia. Al hablar de este arte
diseminado en una globalización que no logra articularse no podemos pensar ya
en una historia con una orientación, ni un estado de transición de la sociedad
en el que se duda entre modelos de desarrollo. Estamos lejos de los tiempos en
que los artistas discutían qué hacer para cambiar la vida o al menos
representar sus transiciones diciendo lo que el sistema hegemónico ocultaba o
lo que estaba por venir. El arte trabaja ahora en las huellas de lo
ingobernable.
Por un lado, muchos movimientos
artísticos dejaron de estar interesados en la autonomía o interactúan con otras
áreas de la vida social –el diseño, la moda, los medios, las batallas
políticas-. Por otro, caducaron los paradigmas que contenían el desarrollo
socioeconómico y las promesas de revolución o bienestar quedaron sin piso. Sin
que ambos procesos coincidan, se cruzan con frecuencia. ¿Con qué instrumentos
conocer la situación sociocultural presente del arte? Ni las estéticas modernas
ni las teorías del campo artístico parecen útiles para comprender las
interacciones paradójicas del arte con las sociedades contemporáneas.
Mientras las artes han ido
adquiriendo, como nunca antes en la modernidad, funciones económicas, sociales
y políticas, mientras estimulan la renovación de las ciencias sociales, la
filosofía, el diseño y las tácticas de distinción, los artistas no cesan de
dudar sobre su existencia y su lugar en la sociedad. Parece una paradoja: los
artistas salen de los museos para insertarse en redes sociales (arte
sociológico, arte etnográfico, acciones postpolíticas y postindustriales), en
tanto actores de otros campos mantienen la respiración del arte y se
comprometen con sus aportes: filósofos, sociólogos y antropólogos piensan a
partir de innovaciones artísticas y curando exposiciones; actores políticos y
movimientos sociales usan performances en espacios públicos; los mercados del
arte se nutren con inversiones legales e ilegales.
Pocas veces estos movimientos se
encuentran, o no está claro cómo podrían lograrlo. Los artistas lanzan una bola
de plastilina a la calle (Gabriel Orozco) o fabrican “colectores”, juguetes
producidos con latas, restos industriales y piezas magnéticas (Francis Alÿs)
para que se le vayan pegando al azar partes sueltas de la vida urbana. En
tanto, las instituciones y los mercados hablan desde estructuras y programas,
aunque sabemos que estas formas sociales no tienen la consistencia ni la
certeza de otras épocas. ¿Cómo imaginar en este mundo sin centro ni paradigmas,
entre las quebraduras de la globalización, una conversación de los artistas que
convierten la basura en documentos con los profesionales decepcionados de las
estructuras y sus modos de representar? Intentemos, una vez más, confrontar lo
que dicen sobre la incierta situación social del arte la estética, las ciencias
sociales y los comportamientos de los artistas.
La estética sobrevive no como un
campo normativo, sino como un ámbito abierto donde buscamos formas no separadas
radicalmente de todo tipo de función, representaciones más interesadas en el
conocimiento –incluso de lo que no existe– que en la verdad, experiencias
despreocupadas por algún tipo de trascendencia e interesadas, más bien, en
abrir posibilidades en un mundo sin normas preestablecidas. Más que una
estética como disciplina encontramos lo estético como una reflexión diseminada
que trabaja sobre las prácticas aún denominadas artísticas y explora el deseo o
la “voluntad de forma” (Richard, Nelly 1998:11), que aparecen en otras escenas:
los lugares de trabajo y de consumo, la ciencia y la tecnología, la
organización y desorganización del espacio urbano, los mensajes y
contramensajes que circulan en comunicaciones masivas.
Desprestigiadas las estéticas
idealistas que declararon artísticos a los objetos bellos o que suscitaron una
contemplación desinteresada, sin fines prácticos, ¿cuáles serían los objetos
que justificarían la existencia de la disciplina estética, del arte como
práctica diferenciada y de las instituciones que los exhiben y valoran? Varios
directores de museos y curadores deciden que los objetos ya no son tan
importantes y rediseñan las salas de exposición o desplazan la experiencia estética
a relaciones intersubjetivas ajenas a la instrumentación mercantil (Bourriaud).
Descubren que los nuevos públicos van a visitar museos no para ver obras
excepcionales o aprender una lección sobre indígenas africanos o rituales
afrobrasileños que desconocen, sino por la curiosidad que les suscita un
programa de televisión, porque les preocupa la deforestación de la Amazonia o
llegan por primera vez al Louvre porque leyeron el Código da Vinci.
Las fronteras del arte parecieron
establecerse más claramente con las teorías sobre el mundo del arte (Becker) y
el campo del arte (Bourdieu). Pero ¿qué hacer cuando sobran signos de
interdependencia de los museos, las subastas y los artistas con los grandes
actores económicos, políticos y mediáticos? La visión sociológica del arte
ayudó a reemplazar la pregunta qué es el arte por cuándo hay arte. (Edelman,
Goodman, Heinich). Este giro remite de inmediato no sólo al conjunto de
relaciones sociales entre artistas, instituciones, curadores, críticos y
públicos, sino a empresas, medios y dispositivos publicitarios que construyen
el reconocimiento de ciertos objetos como artísticos.
Una vía rápida para hacerlo
visible es registrar de quiénes hablan, de qué actores y lugares se ocupan las
publicaciones de arte. ¿Quiénes deciden lo que nos gusta? La revista británica
Art Review publicó en los últimos años listas de los 100 personajes más
influyentes en el mundo del arte. Hay una “teoría” implícita detrás de este
modo de identificar las decisiones: se atribuye el poder a individuos más que a
las estructuras y las instituciones. Sin embargo, el hecho de que en el
inventario 2005 sólo 20 por ciento de los seleccionados sean artistas (Damien
Hirst en primer lugar), y prevalezcan galeristas como Larry Gagosian,
coleccionistas como Françoise Pinault, directores de museos como Nicholas
Serota de la Tate Gallerie y arquitectos como Herzog y De Meuron, Renzo Piano y
Rem Koolhaas, remite a la compleja trama transnacional de museos y envases
arquitectónicos, revistas, ferias y bienales, fundaciones, tiendas, sitios de
Internet y actividades paraestéticas. El alcance transnacional de estos actores
e instituciones acerca la circulación de las artes visuales a lo que sucede con
la industrialización de las imágenes. De esta dispersión de lo estético deriva
una proliferación de definiciones y disidencias. ¿No hay otra conclusión que
desentendernos de cualquier teoría universalmente válida y resignarnos, con
relativismo antropológico, a nombrar como arte aquello que hacen quienes se
llaman o son llamados artistas?
El poder de la inminencia
¿Se llaman o son llamados? Suele
contestarse a esta pregunta examinando las convenciones establecidas
socialmente y las negociaciones entre programas institucionales y proyectos
creadores. ¿Cómo decidir, en ese juego pendular, cuándo se reúnen o se pierden
los requisitos para que algo sea valorado como arte? Seguimos en el círculo sin
salida entre lo que pretende ser arte y la sociología que desenmascara cada
respuesta como eco de condicionamientos preexistentes.
Hay otro camino, quizá, que no
consiste en dar la razón a los argumentos estéticos ni a las explicaciones
sociológicas. Pienso en artistas y escritores según los cuales su trabajo
consistiría en hacer algo que no saben bien qué es. Exploremos si desde sus
afirmaciones perplejas surge algún saber acerca de lo que significa hacer
ciencia sobre el arte (o sobre cualquier objeto social) y sobre lo que
significa hacer sociedad.
Uno de los escritores que mejor
dijo la experiencia de lo que no podía apresar fue Borges. En un texto sobre la
coincidencia de que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita
muralla china fuera el que dispuso que se quemaran todos los libros anteriores
a él, Borges sostuvo que no había misterio para los historiadores en las dos
decisiones: el emperador Shih Huang Ti, que redujo a su poder los seis reinos y
borró el sistema feudal, erigió la muralla para defenderse, y quemó los libros
porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores. Borges
propuso no leer sólo los hechos, sino las metáforas. Le llamó la atención que
el mismo emperador que construyó la muralla y quemó los libros prohibió que se
mencionara la muerte, buscó el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un
palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el
año; “estos datos, concluye Borges, sugieren que la muralla en el espacio y el
incendio en el tiempo fueron barreras mágicas destinadas a detener la muerte”;
“quizá el Emperador y sus magos creyeron que la mortalidad es intrínseca y que
la mortalidad no puede entrar en un orbe cerrado”. También destacó que quienes
ocultaron libros fueron marcados con un hierro candente y condenados a
construir, hasta el día de su muerte, la desaforada muralla: quizá, piensa Borges,
“la muralla fue una metáfora, acaso Shih Huang Ti condenó a quienes adoraban el
pasado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil”. Unas
formas remiten a otras, y lo que menos importa es el “contenido” que llevan en
cada ocasión.
¿De qué habla esa correspondencia
entre formas? Como no es decisivo su contenido, concluye Borges, lo que importa
es lo que insinúan sin llegar a nombrar: “La música, los estados de felicidad,
la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos
lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder,
o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce,
es, quizá, el hecho estético” (Borges 1994: 13).
Ser escritor o artista, por
tanto, no sería aprender un oficio codificado, cumplir con requisitos fijados
por un canon y así pertenecer a un campo donde se logran efectos que se
justifican por sí mismos. Tampoco pactar desde ese campo con otras prácticas
–políticas, publicitarias, institucionales- que darían repercusión a los juegos
estéticos. La literatura y el arte dan resonancia a voces que proceden de
lugares diversos de la sociedad y las escuchan de modos diferentes que otros,
hacen con ellas algo distinto que los discursos políticos, sociológicos o
religiosos. ¿Qué deben hacer para convertirlas en literatura o en arte? Nadie
lo sabe de antemano. Dice Ricardo Piglia: “un escritor escribe para saber qué
es la literatura” (Piglia 2001: 11).
Quizá su especificidad reside en
este modo de decir que no llega a pronunciarse plenamente, esa inminencia de
una revelación. Encuentro un antecedente de esta postura en la frase escrita
por Walter Benjamin quince años antes que Borges, en 1935, al definir el aura
del arte como “la manifestación irrepetible de una lejanía” (Benjamin 1973:
24).
Urgen dos aclaraciones: este
hablar en el lugar de la inminencia no coloca al artista como un ser de
excepción ni en una posición irracional. Maurice Merleau-Ponty, quien supo
articular como pocos el saber de la lingüística y el de los artistas, decía que
éstos no hacen más que especializarse en el “uso creador” del lenguaje, pero
compartiendo su interdependencia con el “uso empírico”, como de hecho hacemos
todos. El uso empírico es “el recuerdo oportuno de un signo preestablecido”,o,
citando a Mallarmé, “la pieza gastada que se me pone en silencio en la mano”
cuando necesito comunicarme. El pintor o el escritor también utilizan las
estructuras convencionales del lenguaje, “la masa de relaciones de signos
establecidos que posibilitan la comprensión entre el autor y el lector de la
obra”. Pero llevan ese “lenguaje hablado”, como hace cualquiera que desea que
el lenguaje sea “hablante”, a un momento creador. El escritor que busca
interpelar al lector transfigura el ordenamiento habitual de los signos para
“segregar una significación nueva” (Merleau-Ponty 1969: 20). No establece un
sentido radicalmente distinto, consolidado, sino una “inminencia de comienzo
del mundo” (Merleau-Ponty 1960: 57).
El libro o el cuadro, como
objetos acabados, dan a esa búsqueda la apariencia de descubrimiento
excepcional y rotundo. Pero el autor de Signos recuerda la cámara lenta que
registró el trabajo de Matisse: el pincel que a simple vista saltaba de un acto
a otro parecía meditar, “intentar diez movimientos posibles, danzar ante la
tela, rozarla varias veces y caer por fin”… “con el único trazo necesario”.
¿Qué revela esa filmación? Que el pintor no era “como el Dios de Leibniz, un
demiurgo resolviendo un inmenso problema de mínimos y máximos, ni tampoco
alguien que simplemente va a buscar un martillo para hundir un clavo. La mano
de Matisse vaciló entre las veinte condiciones dispersas en el cuadro, como el
escritor ante la palabra antes de pronunciarla, ante “el fondo de silencio que
no deja de rodearla, sin el cual ella no diría nada, o incluso desnudar los
hilos de silencio con los cuales se entremezcla”. Así “añade una nueva
dimensión a este mundo demasiado seguro de sí haciendo vibrar allí la
contingencia” (Merleau-Ponty 1960: 58 y 63).
Inminencia, contingencia,
manifestación irrepetible de una lejanía junto a esta línea estética,
observamos, en lo que hacen y dicen que hacen quienes se llaman artistas, que
sigue también valorándose el predominio de la forma sobre la función. A veces,
ambas corrientes se asocian, como cuando el trabajo formal sin eficiencia
pragmática presenta los hechos artísticos como la inminencia de algo que no
acaba de suceder. En otros casos, vemos que el arte hace, tiene una función
pragmática, aunque de otro orden que en los actos sociales ordinarios. Es un
modo de hacer que deja algo irresuelto.
La práctica artística no inaugura
el sentido. Recomienza o reinventa a partir de un patrimonio, de lo que ya está
hecho, dicho y organizado en colecciones y discursos. Podemos dar un paso más y
preguntarnos si hay un tipo peculiar de trabajo y de relaciones sociales que
distinguirían a los artistas y sus obras, y si acaso esas tareas y los vínculos
que requieren configurarían algo que aún cabría llamar campo o mundo artístico.
De qué relaciones habla la
estética relacional
¿Cómo elaborar una definición y
un saber, pregunta Nicolás Bourriaud, para prácticas tan variadas, que actúan
en la trama urbana, en parques de diversión o en medios electrónicos y ensayan
formas diversas de sociabilidad? Él propuso la noción de arte relacional para
distinguir modos de intervenir en “las interacciones humanas y su contexto
social más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado”
(Bourriaud 2006: 13). Han desaparecido, sostiene, las condiciones históricas
que hicieron posible la independencia y singularidad del arte moderno pero no
“el espíritu que lo animaba”: actuar en “intersticios” (Bourriaud 2006: 9 y15)
que escapen al orden económico, sugerir otras posibilidades de encuentro
cotidiano, comunidades instantáneas generadoras de formas no convencionales de
participación.
Las acciones artísticas no
llevan, en estos casos una dirección específica. Su objetivo no es cambiar la
sociedad para hacerla más justa o apta para la creatividad, sino pasar de lo
existente a otro estado. En su libro Postproducción, Bourriaud reúne decenas de
experiencias que, a través del montaje, el subtitulado o el sampleo, generan
situaciones no radicalmente nuevas sino donde se seleccionan objetos ya dados
para remodelarlos o insertarlos en contextos diferentes. El dj y el programador
son las figuras emblemáticas. “La pregunta artística, dice Bourriaud, ya no es:
‘qué es lo nuevo que se puede hacer’, sino más bien: ‘qué se puede hacer con’?”
(Bourriaud 2004: 13).
Podemos suponer que la vasta
repercusión de los textos de este autor se debe a la necesidad de
conceptualizar una etapa en la que los artistas no actúan, según sus palabras,
en relación con museos o repertorios de obras que sería preciso citar o
superar, sino en una sociedad concebida de modo abierto. Dejamos de hacer
diferencias rotundas entre bienes creados y copiados. Todo lo existente aparece
como “señales ya emitidas”, “itinerarios marcados”, que son “stock de datos
para manipular, volver a representar y poner en escena” (Bourriaud 2004:
13-14). Se difuminan las fronteras entre producción y consumo.
“La palabra arte –había escrito
Bourriaud en Estética relacional- aparece hoy sólo como un resto semántico de
esos relatos, cuya definición más precisa sería ésta: el arte es una actividad
que consiste en producir relaciones con el mundo con la ayuda de signos,
formas, gestos u objetos” (Bourriaud 2006: 135). Para un tiempo que descree de
la originalidad y percibe la obsolescencia de lo conocido o su reutilización
incesante, una teoría de las prácticas semi-innovadoras y
desinstitucionalizantes: los artistas visuales, como los que zappean o
descargan de Internet y recomponen con eso otras series, no se interesan en la
conclusión del proceso creativo sino en lo que puede ser “un portal, un
generador de actividades” (Bourriaud 2006: 16).
Esta propuesta se presenta con un
semblante contrahegemónico: “el arte vendría a contradecir la cultura ‘previa’
que opone las mercancías y sus consumidores” (Bourriaud 2004: 17). En verdad,
no deja de exaltar la originalidad y la novedad; las traslada de los objetos a
los procesos. Al realizar este desplazamiento, extrema la valorización del
movimiento, el desarraigo y la precariedad. Como no importan ya los objetos ni
las instituciones, nada estabiliza el sentido. Las comunidades son temporales y
requieren compromisos frágiles. Por un lado, auspicia un arte como forma de
habitar el mundo; por otro, exalta la tendencia a no residir en ningún lugar.
Como teórico de las
intervenciones rupturistas de Rinkrit Tiravanija, Liam Gillick y Pierre Joseph,
y en general de instalaciones y performances, Bourriaud se distancia de la
historia del arte, y aun de obras recientes que valorizan los objetos. Pero
consagra todo lo que desacomode las relaciones entre sujetos. Declara
“subversiva y critica” cualquier “invención de líneas de fuga individuales o
colectivas, construcciones provisorias y nómadas a través de las cuales el artista
propone un modelo y difunde situaciones perturbadoras” (Bourriaud 2006: 35). Un
neodadaísmo o neoanarquismo revitalizados con las tácticas efímeras de la
performatividad.
Su estética, aparentemente, evita
comprometerse con ninguna teoría social. Pero se posiciona en los debates
sociopolíticos al concentrarse en relaciones y alianzas coyunturales, nunca
estructurales, y huye de los conflictos. Pretende instaurar relaciones
constructivas o creativas en microespacios desentendidos de las estructuras sociales
que los condicionan y de las disputas por la apropiación de los bienes que allí
circulan.
Es necesario, objeta Claire
Bishop, examinar la cualidad de las relaciones que produce el arte relacional.
De modo análogo a cierto romanticismo comunitarista del 68 y del situacionismo,
toda relación que facilita diálogos no jerarquizados se asume como democrática,
ética y estéticamente valiosa. Las obras de Tiravanija y de los demás artistas
destacados por Bourriaud suelen no ser políticas, dice Bishop, o apenas lo son
“en el sentido más vago de promover el diálogo por sobre el monólogo.” (Bishop
2005: 15). Como ella subraya, es notable que Bourriaud ignore en su canon a
artistas que desplazan el arte de la obra al proceso, como Thomas Hirschorn y
Santiago Sierra, cuyas performances e instalaciones promueven inquietud e
incomodidad, hacen visible –como cuando Sierra cerró el ingreso al pabellón
español en la Bienal de Venecia a quienes no tenían documento de este país- que
el antagonismo es un componente ineludible cuando los trabajos hablan de
relaciones. Es verdad que el modo en que Sierra lo escenifica en otras obras
–como cuando paga a obreros para que exhiban su opresión o a indias tzotziles
de Chiapas para repetir la frase “Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo
significado ignoro”- requiere una discusión diferenciada de sus trabajos. Por
el momento, me importa recordar que no todos los performanceros e
instalacionistas conciben su inserción en las relaciones sociales con el
experimentalismo angelical que Bourriaud adjudica a esta corriente al suponer
que se trata simplemente de “inventar modos de estar juntos” (Bourriaud 2006:
75).
Los artistas como trabajadores
del disenso
Quiero confrontar la visión
sesgada que tiene Bourriaud de lo social con un filósofo que propone, dentro de
una visión postautónoma del arte, un modo diferente de articular estética y
política basándose en una teoría social más consistente: Jacques Rancière.
Este autor ha elaborado una
estética del desacuerdo. Al relacionar su concepción del disenso social y
político con una concepción postautónoma del arte, encara la ambivalencia
paradójica de las vanguardias. “Por un lado, la vanguardia es el movimiento que
ha venido a transformar las formas del arte, a hacerlas idénticas a las formas
de construcción de un mundo nuevo, donde el arte ya no existiría más como una
realidad separada. Pero por otro lado, la vanguardia es también el movimiento
que preserva la autonomía de la esfera artística de todo compromiso con las
practicas del poder y la lucha política, o las formas de estetización de la
vida en el mundo capitalista.” (Rancière 2007: 44).
Ranciére postula otro modo de
vincular prácticas estéticas y políticas. Llama prácticas estéticas, en una
acepción kantiana revisada por Foucault, al “sistema de las formas que a priori
determinan lo que se va a experimentar”. Las prácticas políticas, como
cualquier otra práctica social, se sustentan en los modos del sentir, de hacer
experiencias de lo visible y lo invisible. Ese “sistema de evidencias
sensibles” parece ser algo común. Sin embargo, existe una distribución de
espacios y tiempos, posibilidades de nombrar, competencias para ver y calidad
para decir. Hay divisiones de lo sensible a partir de las cuales se organizan
jerarquías en lo que se imagina “común”, pero esa aparente unidad de lo común
está fracturada entre usos propiamente compartidos y otros exclusivos y
excluyentes.
La estética no es la teoría del
arte, sino “un régimen especifico de identificación y pensamiento de las artes:
un modo de articulación entre maneras de hacer, las formas de visibilidad de
estas maneras de hacer y los modos de pensabilidad de sus relaciones” (Rancière
2002: 12). Ese suelo en apariencia común está fracturado por grupos con
ocupaciones distintas, lugares separados –y con diferente calidad- donde se
ejercen discursos sobre los modos de representarlos y modos pertinentes de
actuar en ellos.
La estética y la política se
articulan al dar visibilidad a lo escondido, reconfigurando la división de lo
sensible y haciendo evidente el disenso. ¿Qué es el disenso? No es apenas el
conflicto entre intereses y aspiraciones de diferentes grupos. “Es, en sentido
estricto, una diferencia en lo sensible, un desacuerdo sobre los datos mismos
de la situación, sobre los objetos y sujetos incluidos en la comunidad y sobre
los modos de su inclusión” (Rancière 2005: 55). Por eso, cuestiona el arte y la
reflexión estética dedicados sólo a reestablecer o reinventar lazos sociales.
En consecuencia, rechaza el arte relacional destinado a “remendar el vinculo
social”, construir mini-espacios de sociabilidad, como “esos programas
oficiales que tienden a poner en el mismo plano arte, cultura y asistencia”
(Rancière 2005: 60 y 61). Propone, en cambio, reconfigurar la división de lo
sensible sobre la cual se simula el consenso, reedificar el espacio público
dividido, restaurar competencias iguales.
Uno de sus ejemplos preferidos
son las proyecciones visuales de Krzysztof Wodiczko “que ponen el cuerpo
espectral de los sin hogar sobre los monumentos públicos de los barrios de los
que han sido desalojados. El sin-hogar abandona su identidad consensual de
excluido para convertirse en la encarnación de las contradicción del espacio
público: en aquel que vive materialmente en el espacio público de la calle y
que, por esta misma razón, está excluido del espacio público entendido como
espacio de la simbolización de lo común y de participación en las decisiones
sobre los asuntos comunes” (Rancière 2005: 63).
Quiero citar otros trabajos de
artistas, distintos de los elogiados por Rancière en tanto implican aspectos
constructivos o lúdicos sin ser complacientes. Pienso en artistas que no se
proponen interpelar o transgredir las instituciones artísticas o políticas,
sino explorar conversaciones, formas de organización o “comunidades
experimentales”. Primer ejemplo: en Hamburgo, en el barrio de St. Pauli,
artistas, arquitectos y vecinos desplegaron juntos una serie de acciones de protesta
demandando que, en vez de conceder un terreno público a contratistas privados,
se construyera un parque; los artistas y los vecinos fueron ofreciendo charlas
con información sobre parques alternativos, convocaron a las tiendas que
rodeaban el sitio a grupos de niños y vecinos para elaborar y debatir
proyectos, crear una comunidad de diseños o, como decían, una “producción
colectiva de deseos”. La suma de colaboraciones hizo posible realizar
exposiciones ambulantes para difundir la propuesta, que se extendieron a Viena,
Berlín y la Documenta 11, de Kasel, en 2002; el evento culminante, en Hamburgo,
titulado “Encuentros improbables en el espacio urbano” reunió a los promotores
de este proyecto con grupos alemanes y de otros países: a la Plástica de Argentina;
Sarai, de Italia, Expertbase, de Ámsterdam.
Segundo ejemplo: en Argentina,
Roberto Jacoby, un artista que en los años 60 formó parte de la vanguardia del
Instituto de Tella, y desde entonces había preferido, en vez de realizar obras,
hacer intervenciones en calles, teléfonos y prensa, lo que llamaba “un arte de
los medios de comunicación”. En los años 90 inició una red de intercambio de
objetos y servicios entre unos 70 artistas plásticos, músicos, escritores y no
artistas, que luego llegaron a 500. Todo se anunciaba en un sitio de Internet y
quienes se asociaban recibían una dotación de la moneda Venus (nombre del
programa), con la que pagaban los bienes o servicios intercambiados en la red:
se trataba, decía, de “hacer existir un lugar no ‘afuera’ de la ‘sociedad’ sino
con los elementos que esa misma sociedad promueve” y suscitando “una
interrogación práctica sobre la monetarización” de las relaciones sociales.
Afirma Roberto Laddaga, en su
examen comparativo de estos dos movimientos, que quisieron producir una
“ecología cultural” donde los artistas hacen alianzas con los demás para
producir “modos experimentales de coexistencia” (Laddaga 2006: 94 y 22). La
crítica de estos artistas no se hace desde fuera o frente a la sociedad
establecida. Más bien trata de situarse en las interacciones y desacuerdos,
volver visibles las controversias por los usos y sentidos de las
representaciones sociales.
Inserciones en circuitos
Las operaciones de disenso pueden
quedar como una experimentación social ejemplar o confrontarse con los relatos
sobrevivientes sobre lo social. Quiero analizar distintos modos de situarse
ante estas narrativas y ante la falta de narrativas. Voy a detenerme brevemente
en los trabajos de Cildo Meireles y de León Ferrari que son dos maneras de
situarse en la inminencia.
Cildo Meireles. Los museos, las
bienales y los libros de arte están repletos de obras que denuncian, explican e
intentan desfetichizar el papel del dinero en el capitalismo. ¿Pueden los
templos y las sagradas escrituras del arte ser desmitificadores? Ya Marcel
Duchamp había interrogado en 1919, con su Tzanck Check, un cheque destinado a
pagar a su dentista, los vínculos entre arte, artistas y dinero fuera de los
campos protegidos de la cultura. Sabemos desde ese trabajo hasta los más
recientes de Cildo Meireles, que no se trata de mudar el arte a la política.
Lejos de las facilidades de quienes ponen música o imágenes a un manifiesto
político, estos artistas quieren desarmar en el lenguaje y en la comunicación
visual los entrelazamientos discursivos y prácticos entre actores, y los
dispositivos que intervienen en los movimientos del dinero. Así, las
Inserciones en circuitos ideológicos de Meireles -como la impresión del zero
cruzeiro o el zero dollar- buscan colocarse en el punto cero, el instante o la
situación previa a la existente: el lugar de inminencia del mercado.
Antes de cualquier retórica
política, Meireles abre “una conciencia política de nuevo cuño”, escribe
Maoretta Jankkuri, “nos deja ante la zona limítrofe” de un “peligro inminente”.
Implica “un método de sublimación que no pertenezca al paradigma
trágico-heroico” de la militancia política (Jaukkuri 2009: 37). Meireles se
muestra más satisfecho con el zero dollar, porque el zero cruzeiro arriesgaba a
que se confundiera su obra con una discusión sobre la crónica inflación
brasileña y se limitara su significado al localizarlo en un país. “En realidad,
lo que me interesaba comentar era el abismo que hay entre el valor simbólico y
el valor real, el valor de uso y el valor de cambio, cosa que en el arte es una
operación continua, permanente (Meireles 2009: 78). El objetivo era: “la gente
toma el billete de banco y se pregunta: ¿qué es un cruceiro? ¿Qué lenguaje es
éste?” (Meireles: 74)
Así como provoca con sus billetes
una pregunta anterior a los circuitos económicos y políticos establecidos,
buscó con sus leyendas inscritas en botellas de Coca Cola (“Yankees go home”,
“¿Cuál es el lugar del arte?”), imborrables al ser lavadas, apartarse del
riesgo de la obra artística museificada. Al contrario de un ready made, que es
llevar un objeto común al museo para sacralizarlo. Meireles parte de un objeto
industrial hecho para el consumo, le inserta algo hecho a mano y lo reinscribe
en la circulación de bienes cotidianos. No son simples objetos críticos, que
representan un modo de funcionamiento del mercado, sino destinados a seguir
formando parte de las estructuras cuestionadas.
León Ferrari. ¿Placer o denuncia?
Los artistas están habituados a escuchar dos llamados: del “campo” artístico
que exige cuidar la autonomía y la asepsia política de sus trabajos, y los del
“campo” político o de movimientos que incitan a ser socialmente responsable,
incluso militante. En el siglo pasado muchos artistas oyeron estas dos
apelaciones como una opción. León Ferrari, junto con otros plásticos
decepcionados de las acciones vanguardistas de los años sesenta en Argentina,
abandonó las galerías en 1966 y durante una década colaboró en colectivos como
los que produjeron Malvenido Rockefeller y Tucuman arde, documentación escrita
y visual sobre una provincia argentina empobrecida por el cierre de ingenios
azucareros, que fue exhibida en sindicatos.
Tres décadas después la
continuación de esas prácticas underground y la simultánea consagración en el
mainstream llevan de aquella opción entre lo estético o lo político a una
pregunta que no es fácil responder. ¿Qué hace que la obra de un artista
reconocido durante casi medio siglo sólo en su país y por unos pocos
latinoamericanistas extranjeros, de pronto, a los 80 años, sea promovida por
galerías neoyorquinas y europeas, llegue al MOMA y al Reina Sofía, circule en
un año por siete bienales, gane el León de Oro en Venecia, que sus obras
recientes y otras que hace dos décadas valían mil o dos mil dólares se vendan
ahora en 80 ó 150 000, y al mismo tiempo lidere como artista, sin proponérselo,
movimientos por derechos humanos y contra la censura?
Voy a intentar una respuesta
parcial analizando las obras de Ferrari y su inserción en múltiples circuitos.
Andrea Giunta y Liliana Piñero describen así la experiencia de verlo trabajar
en su taller: “Mientras dibuja con delineador guta las palabras de San Alfonso
explicando la eternidad del infierno, en una inmensa tela donde los textos se
abigarran y la tinta con la cual escribe se extiende y chorrea hasta convertir
las frases con manchas casi indescifrables, con la otra mano –o entre palabra y
palabra- León anuda alambres, pega lauchas de plástico, rellena huecos con
poliuretano o engarza los cristales de unas mágicas esculturas aéreas. Un
recorrido por su taller es una experiencia única que nos pone en contacto con
una obra compleja e impregnada de humor. Ferrari mezcla materiales y temas:
citas bíblicas y poéticas; papeles, telas, alambres, videos y poliuretanos; el
amor, la sensualidad, la locura de la gran ciudad, la execración de la guerra o
la más desmedida crueldad disfrazada de bondad”.
No hay autonomía de los lenguajes
y materiales en esa exploración. Un recurso clave es que todo se contamine.
Cuando usa metales, maderas, alambres, óleo, acrílico, mapas, papel de planos,
letras de molde para sellos, muñecos de plástico comprados en una tienda de objetos
religiosos, y hace grafismos, collages o escenificaciones, no se limita a la
expresividad de cada material; busca que cada uno intercepte a los otros, les
haga decir algo distinto de lo que significan habitualmente. Una primera
respuesta a la pregunta por su resonancia tardía está en los otros materiales
que portan sus obras: el montaje entre las imágenes bélicas y las sagradas, la
sorpresa del erotismo en escenas impensadas, un escepticismo radical que no se
prohíbe ser a veces feliz. Se aplica la afirmación de Jacques Rancière sobre
“choque de los heterogéneos” como rasgo del arte crítico: “pretende aguzar a la
vez nuestra percepción del juego de los signos, nuestra conciencia de la
fragilidad de los procedimientos de lectura de los mismos signos y el placer
que experimentamos al jugar con lo indeterminado” (Ranciére 2005:47).
¿Un trasgresor? Es más complejo.
Parte, efectivamente, de estructuras que todos consideramos ejemplos de orden
–planos de viviendas y ciudades, tableros de ajedrez, la desprolijidad
reiterativa de la selva– y trastorna sus reglas. Sobre papel de plano de un
metro por 2.80 diseña calles o plantas de edificios en los que veintisiete
burócratas alineados en escritorios sucesivos rodean una cama, otros conviven
en el mismo cuarto con estufas y Volkswagens. Los objetos de piezas diferentes
se visitan, la vida hogareña se derrama sobre la calle y el vértigo público se
amontona en las casas.
Desde que su obra más célebre, La
civilización occidental y cristiana, un cristo crucificado sobre un avión
bombardero estadounidense, fue descolgado en 1965 de la exposición del
Instituto de Tella, Ferrari recibió con frecuencia censuras, insultos y
amenazas. Dos momentos culminantes. En 2000, su exposición Infiernos e
idólatras en el Centro Cultural de Buenos Aires, que reunía juicios finales de
El Bosco, Giotto, Miguel Ángel y Bruegel con sartenes y tostadoras donde se
“cocinaban” santos de plástico y jaulas con pájaros artificiales que parecían
defecar sobre imágenes religiosas, generó olas de e-mails que pedían al
embajador de España cerrara la muestra y manifestaciones de monjas y fanáticos
católicos a las puertas del Centro Cultural: mientras rezaban el rosario,
arrojaban basuras y gases lacrimógenos al interior de la galería. León Ferrari
declaró en entrevista que habían completado la obra.
En 2004, durante la retrospectiva
que le hizo el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, además de las 70 000
personas que visitaron la exposición, su modo de revisar la iconografía sagrada
“atrajo” a quienes no acostumbraban visitar museos: algunos visitantes
irritados destrozaron obras, se hizo una misa de desagravio “a los derechos de
Dios” en la Iglesia del Pilar (vecina al Centro Cultural), la Corporación de
Abogados Católicos pidió la destitución del secretario de cultura de Buenos
Aires, de quien depende el Centro donde se exhibía la muestra, y cinco empresas
auspiciantes de la exposición retiraron su apoyo.
Ferrari es bastante más que un
transgresor. Él se atiene a lo que la Iglesia atribuye a Dios, que lo hace ser
un extremista –está en contra de los preservativos, del aborto y amenaza con el
“infierno, esa idea medio nazi” –, León discute con Dios, conoce bien la Biblia
y argumenta contra las repetidas quemas de judíos, brujas, herejes, homosexuales
y opositores políticos. Le escribió dos cartas al Papa para pedirle que tramite
“la anulación del Juicio Final” y “extienda al más allá el repudio a la tortura
proclamado en el Catecismo” gestionando la suspensión del infierno.
No ayuda a entender la obra de
León Ferrari considerarla como la de un trasgresor o subversivo si tenemos en
cuenta la voluntad organizadora y contenedora que muestran sus cajas, jaulas y
planos.
Como otros artistas de su
generación (pienso en Luis Felipe Noé), Ferrari hace irrumpir las
manifestaciones más ruidosas de lo real en sus obras, la tortura, las batallas
entre dioses, hombres y demonios, las hipocresías de las instituciones, la
violencia exaltada de las Escrituras. Pero su estallido queda contenido cuando
representa o narra con las técnicas del collage o el montaje. Es cierto: no
estamos acostumbrados a que se convierta al infierno sacralizado (y optimizado)
por la iconografía cristiana en metáfora de los campos de concentración
alemanes o latinoamericanos. Pero esa irreverencia viene moderada por el
envase, o sea las cajas que abarcan, las botellas que encierran los emblemas de
la conquista de América o de la evangelización forzada, las jaulas donde se
guarda la paloma que sólo la trascenderá lanzando sus excrementos sobre la pila
inquisitorial.
- Tus maniquíes, León, quedan
sueltos, al aire. La única delimitación sería el perfil de la figura humana y
de la figura escrita. Pero ¿por qué, en otras obras, tantos rectángulos?
- Casi siempre rectángulos… el
elemento de la caja… es cómodo. El rectángulo no detiene, no perturba, porque
es tan conocido y las cajas siguen un poco eso, puedes trabajar el volumen.
La crítica y las colecciones se
rehacen
En esta época de arte
postautónomo los artistas rediseñan sus programas creativos para ubicarse
flexiblemente en lo que queda de los campos artísticos y en otros espacios y
redes. Nuevas posibilidades económicas, comunicacionales y críticas amplían su
horizonte sin que esto implique la radical deslegitimación de museos y galerías.
Esta expansión de las prácticas modifica también los ámbitos de la teoría, de
la crítica y de las políticas culturales.
Se impone la tarea de repensar la
visibilidad y comunicabilidad de las artes sin caer en la deslocalización
absoluta, ni el mero regreso a la exaltación nacionalista. Los circuitos
globales son poderosos pero no abarcan todo. Las migraciones crecen y apelan
con fuerza a los imaginarios, pero en muchas regiones las identificaciones
étnicas, nacionales o simplemente locales siguen siendo significativas. Quizá
necesitamos, tanto en los megacircuitos como en los de escala pequeña y
mediana, analizar, como sugiere Daniel Mato, no la desterritorialización sino
la “transterritorialización” o “multilocalización” (Mato 2007). Agregaría, por
mi parte, la localización incierta de muchos procesos culturales. Veo en esta
noción una potencia poética y hermenéutica atractiva para la producción y la
comunicación artística.
Además, la idea de localización
incierta sintoniza con el cambio de la noción de lugar en la producción y
circulación electrónica de imágenes. La creación digital y la distribución en
pantallas reducen, aunque no eliminan, la sacralización de lugares de
exhibición como los museos y las bienales, y crean otros modos de acceso y
socialización de experiencias artísticas. Producen también una relativa
homologación del arte con otras zonas de la cultura visual. Los videos,
Internet y otros soportes actuales hacen posible repensar la tarea de los
museos, como propone Manuel Borja Villél, no como propietarios de las obras
sino como custodios que facilitan su comunicación, no definiendo sus
colecciones en función de la escasez de picassos o pollocks en el mercado, sino
como colecciones-archivos compartidos. La crítica debería operar, entonces, no
sólo sobre obras sino sobre imágenes, no únicamente sobre imágenes sino sobre
los acontecimientos que ocurren en su circulación, en las interacciones y
reapropiaciones de públicos diversos.
Lo que sigue dando vida al arte
no es haberse vuelto postinstitucional, postnacional y postpolítico. El modo en
que el arte sigue estando en una sociedad es trabajando con la inminencia. La
inminencia no es un umbral que estamos por superar, como si uno de estos años
fuéramos a convertirnos en plenamente globales e intermediales. El arte existe
porque vivimos en la tensión de lo que deseamos y nos falta, lo que quisiéramos
nombrar y es contradicho por la sociedad.
La inquietante belleza del no
relato
Los artistas antes analizados
-Cildo Meireles y León Ferrari- realizan obras y performances interpretables en
marcos históricos. Reinventan su lenguaje para hablar de un mundo
contradictorio o en descomposición. Pero enfrentan relatos todavía identificables.
Lo hacen de un modo abierto, desmarcándose de cualquier ortodoxia, pero
producen la significación de sus trabajos en diálogos o en choque con
instituciones y narrativas globales. León Ferrari organiza sus collages
poniendo en cortocircuito los relatos y prácticas del cristianismo, del
capitalismo y de las dictaduras para hacer visibles sus complicidades.
Quiero traer ahora un artista en
cuyas obras no hallamos un relato social o político identificable, o sólo
restos resignificados en un despliegue visual ajeno a cualquier totalización.
¿Cómo trabaja Carlos Amorales? Expone en museos, bienales o galerías, y también
se inserta en el mundo de la lucha libre, o con su grupo “Nuevos Ricos” y su
producción performática–musical, o con procedimientos de la animación y el
video. Esta ubicación abierta y fluctuante de la práctica artística hace
dúctiles sus vínculos con las instituciones, los circuitos habituales del arte
y sus órdenes iconográficos. Cuando se refiere a la rígida cultura visual del
muralismo mexicano, “donde está expresado desde el hombre primitivo hasta el
comunismo”, Amorales dice que es “un gran cómic”, con “una gran conclusión
sobre la historia mundial”. Elige, entonces, otro método: “hice una serie de
cuarenta acuarelas que son líricas y que oscilan entre composiciones formales y
la construcción de personajes”. Es un vocabulario, un “archivo líquido”. En el
proyecto sobre luchadores, la formación de un cuerpo de imágenes y
documentación sobre las luchas, hacer fotos de objetos y personajes, dibujar a
partir de ellas, hasta reunir unas 1300 imágenes, le hizo pensar el archivo
como algo equivalente a la máscara del luchador, una herramienta más que una
obra.
Si uno ve distintas obras
generadas por este artista en la última década – imágenes fijas, animaciones,
videos – encuentra un tipo singular de relatos sobre lo monstruoso y lo
apocalíptico representado por seres voladores (pájaros, mariposas, aviones) o
lobos, calaveras y árboles. Son elementos que también habitan las obras de
otros artistas plásticos, cineastas y escritores, pero Amorales las combina y
les da un tono que identifica su modo de tratar con el terror. No asustan, no
moralizan, no distribuyen culpas y redenciones.
¿Qué hacen? Sugieren a la vez
descomposición, incertidumbre siniestra y una perturbadora vitalidad o
serenidad. Un árbol negro lleva en una rama un pájaro que duerme o mira (From
the Bad Sleep Well) y diez cráneos negros con ojos enérgicamente rojos: todo
recorrido por líneas sutiles, muy finas, que hilvanan nerviosamente los
elementos, como sosegando la escena. ¿Dónde sucede? No sabemos. Ni en los
cementerios o incineraciones de cadáveres de tantas películas sobre el terror
político y bélico (Noche y niebla, de Alain Resnais, por ejemplo); ni en esa
zona fronteriza entre el arte, la joyería y la moda donde flirtea la calavera
incrustada con diamantes, de Damien Hirst.
¿Es un no lugar? Tampoco. Ya
conocemos las críticas hechas a la noción de no lugar de Marc Augé: ni los
aeropuertos, ni los centros comerciales son no lugares para quienes trabajan
allí todos los días. Las piezas de Amorales que contienen “personajes” de
supuestos no lugares -paisajes, aves y estereotipos humanos, poco
identificables –remiten a tragedias contemporáneas: aviones estrellados,
atentados terroristas, catástrofes ecológicas. Pero nada es representado en
forma literal, como si hablara de un difuso estado de época.
Este autor- vale usar esta
palabra fuerte –no teme a los clichés. Le gusta, dice, su claridad y
contundencia. Pero el cliché es para él como la máscara del luchador: “un
compromiso de comunicación que busco con el público” (Amorales 2007). Para
evitar la literalidad, superpone los clichés, los hace funcionar de modo
imprevisto: los aviones vuelan a baja altura, entre los árboles; en el “monstruo
pulpo”, una figura que está habitada por otra. Los clichés son con-fundidos,
reciben el tono de una recreación que los vuelve incómodos, inciertos, sin
dejar de ser reconocibles.
Son las figuras, los iconos,
desubicados o ubicados a medias, hechos por alguien que pertenece y no
pertenece a México, donde nació, o a Holanda, país donde estudió y al que
representó en la Bienal de Venecia. La oscilación entre pertenencias da sentido
a sus decisiones estéticas. “Si yo hago algo en un lenguaje europeo, pierdo la
mitad de mí mismo, pero si hago algo completamente en un lenguaje mexicano o
mexicanizado también pierdo la mitad de mí mismo. Lo que busco entonces es un
compromiso entre esas dos formas, donde coexisten. Y pienso que es ahí
precisamente donde se crea el misterio” (Amorales 2007). Alusiones a hechos
contemporáneos con un lenguaje gótico, purismo en la línea y un surrealismo
heterodoxo en la atmósfera. Arte gráfico, y por tanto fabricado con clichés,
pero soñados como pesadilla.
“¿Cuál es tu noción de belleza?”
– le pregunta Hans Michael Herzog. “Es ese momento de contradicción que puede
tener una imagen, de absoluta seducción y absoluta repulsión”, “como algo que
tiene mucho sentido, pero que lo pierde y te abre a un espacio”. Por eso, su
obra no ha construido una alegoría o un relato del mundo que habitamos. Trata,
más bien, de “crear la posibilidad para que un espectador pueda asociar dentro
de una composición de imágenes su propia idea”, “crea algo que es bello, pero
sin saber exactamente qué dice, puede ser muy disturbing, muy molesto,
inquietante, y eso me gusta” (Amorales 2007).
El archivo de interrupciones
Otro ejemplo: la piratería, que
existe en todos los continentes. Amorales jugó, como parte del proyecto
artístico/disquera Nuevos Ricos con el desequilibrio entre lo legal y lo ilegal
(www.nuevosricos.com). Creó en Internet con los otros dos miembros del grupo,
el músico Julián Lede y el diseñador gráfico André Pahl, un sitio para editar
discos de bandas de rock en México, Holanda, Rusia, Colombia y Alemania.
Regalan la música y la gráfica que las acompaña para descargarlas en línea. Al
revés de lo que ocurre en la industria musical, donde se piratean los discos
para venderlos a precios bajos en mercados informales, ellos trascendieron
hacia un público amplio gracias a la entrega gratuita. Los medios industriales
(incluso la megaeditora EMI) decidieron reimprimir los mismos discos en forma
“legal”, con copycontrol. Para completar el ciclo Nuevos Ricos usó en sus
discos las versiones de portadas hechas por productores piratas, con lo cual
las versiones piratas se introdujeron en el circuito de las tiendas “formales”.
También aprovechan la “aureola cool” que esos bienes alternativos ganaron entre
jóvenes europeos y les compran a los piratas copias a precios de mayoreo que
después exportan a precio Euro para compensar las pérdidas económicas
ocasionadas al ser pirateados.
Invité a Carlos Amorales a
participar en una muestra colectiva sobre el tema “Extranjerías”, que curé en
julio de 2009, junto con Andrea Giunta, para el Espacio de Fundación Telefónica
en Buenos Aires. No queríamos ocuparnos principalmente de los que cruzan
fronteras y cambian de país, sino de otros extrañamientos, como el pasaje de lo
analógico a lo digital, de la ciudad letrada al mundo de las pantallas, cuando
los jóvenes actúan como nativos y los adultos aprendemos con dificultad un
lenguaje nuevo. Nos interesaban las extranjerías metafóricas suscitadas por
segregaciones entre gente cercana o fenómenos culturales que desafían nuestros
modos de percibir y valorar. Amorales hizo una “Historia de la música pirata”:
una instalación donde distribuyó aleatoriamente 1000 cds sobre y entre las
figuras de personajes inventados, cuestionó las relaciones entre original y
copia, entre su léxico visual y su participación en el grupo de rock Nuevos
Ricos. La práctica de artista visual fluctúa ente imágenes pintadas en discos,
personajes enigmáticos que danzan y la música que envuelve la instalación:
“poder operar en ámbitos que no son estrictamente del mundo del arte”, o entre
varias artes, instituciones y circuitos ajenos a ellas hace posible, dice
Amorales, pertenecer a varios espacios a la vez, pertenecer y salir.” O usar y
dejar: los visitantes podían tomar los CDs y oírlos en un equipo de sonido que
era parte de la instalación.
Hay situaciones en las cuales,
pese a la dispersión de elementos, se sugiere asociación, productividad y
relatos que avanzan. También hay desconstrucción apocalíptica. Casi siempre se
combina lo humano, lo animal, lo maquínico y algo posthumano o prehumano.
Predomina una estilización suave, casi severa: no llega a ser severa porque
también se muestra trágica, como en las imágenes negras, aterradas y
aterradoras. Pero algo en el ritmo o en el modo de jugar o relatar dice que no
es trágico. ¿Qué es?
Son signos situados entre la
sociedad y la naturaleza. Estamos ante una obra que podría ser objeto de la
semiótica, la sociología y la antropología. Pero las evade. Sus signos se
agrupan fuera de la gramática habitual. No obstante, aluden a relaciones
sociales que conocemos, aunque no nos dicen lo que estamos acostumbrados a ver
cuando aparecen esos luchadores, esas cartas de una baraja que él inventó, esos
“árboles humanos”: una verdadera lucha libre.
Es difícil acercarse con mirada
sociológica porque es uno de los artistas mexicanos a cuya obra menos se puede
obligar a representar a su país, o a la sociedad en sentido más amplio. Su obra
tampoco es antinacionalista, ni global. Ni su iconografía estremecida anuncia
una época por venir. O lo hace en forma de pregunta “¿Por qué temer al
futuro?”. El conjunto de dibujos, barajas y videos que formaron la exposición
con este título no son legibles como parte de la historia del arte o de un
tarot regido por una tradición.
Pocas obras logran desentenderse
de los marcos de referencia. Los hombres, las mujeres, los animales, los
aviones y los árboles de Amorales no forman parte de estructuras sociales
rígidas. Las posibles amenazas no están leídas desde la trama de una conspiración.
Son significantes a la espera de un significado.
Como ante otros extranjeros,
surge la tentación de pedirle el pasaporte y por fin conocer de dónde viene.
Leí entrevistas y artículos en los que se rastrea su posible origen en el culto
mexicano a la muerte, en las teorías de la postproducción (Allen), en el terror
y los pájaros según Hitchcock, en la sociedad del riesgo concebida por Ulrich
Beck, en Derrida o Lacan. No encontré todavía quienes asocien su noción de
archivo con la de Michael Foucault, ni sus “dibujos líquidos”, o el “archivo
líquido”, con la generosa atribución de liquidez de Zygmunt Bauman a la
sociedad, el amor, el arte y todo lo que conoce. Pero el propio lenguaje de
Amorales facilitaría esas conexiones.
Tal vez existan algunos de estos
vínculos, pero temo que tantas filiaciones sean, a veces, recursos para
conjurar la “inquietante extrañeza” de su trabajo (la Umheimlichheit, de la que
hablaba Freud, ya sabemos, pero que no autoriza a adjudicarle a Amorales linaje
psicoanalítico). Si quisiéramos vincularlo con Foucault, no sería con la noción
de archivo – “la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la
aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” (Foucault
1979:219) – sino con la perspicacia de ese filósofo para detectar “la
incidencia de las interrupciones” (Foucault 1970:5).
Ante alguien que busca “poder ser
extranjero, pero no en otro país, sino en otra profesión”, y va mostrando estos
trabajos desconcertados y desconcertantes, parece mejor que conseguirle
precursores estar atento a lo que olvida y repite, si inaugura o propone una
discontinuidad en la mirada y el pensamiento. Sus trabajos merecen uno de los
elogios que no es fácil justificar: interrumpe las convenciones visuales.
Dudé al ubicar en este libro el
análisis sobre Amorales. ¿Cómo editarlo? Es instructivo su diálogo con sus
diseñadores, Mevis & Van Deursen. Ellos relatan que trabajaron con doce
placas offset. Cada placa mostraba un elemento diferente del archivo. Sin
buscar una composición específica, las sobreimprimieron al azar sobre una sola
hoja de papel. Amorales reconoce que hallaron acoplamientos de imágenes que a
él nunca se le habían ocurrido, o ciertas formas de usar el color, el tamaño y
la repetición. “Me gusta imaginar el archivo como un lenguaje del cual no soy
el único hablante”, “que otras personas hablen esta lengua, la corrompan e
inventen dialectos” (Amorales- Mevis & Van Deursen).
Coda
Transgresión, inminencia,
manifestación irrepetible de una lejanía, disenso: son algunas vías que hoy
tenemos para elaborar un marco analítico que, para poder examinar el arte
contemporáneo, no se centre en él sino en las condiciones culturales y sociales
en las que se hace posible su condición postautónoma. A la vez, prestamos
atención a las obras, a los proyectos singulares de artistas y a los intentos
de sostener una cierta independencia respecto de la religión, la política, los
medios y los mercados, con la hipótesis de que en esa tensión entre la
inserción social inevitable y la exigencia de autonomía crítica se juega la
reconstrucción del sentido. Estamos preguntándonos por las formas que la
sociedad podría tener en el futuro: qué lugar van a tener la transgresión
creadora, el disenso político y ese sentido de la inminencia que hace de lo estético
algo que no acaba de producirse, no busca convertirse en un oficio codificado
ni en una mercancía redituable.
This essay was presented at the
"Fronteras, mapas y ubicaciones intermedias" colloquium that took
place in Valparaiso, Chile as part of the Chile Triennial 2009.
Néstor García Canclini es
Profesor-Investigador Distinguido de la Universidad Autónoma Metropolitana,
UAM-I, y Investigador Emérito del SNI.
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