martes, 28 de julio de 2015
domingo, 26 de julio de 2015
lunes, 13 de julio de 2015
EL BESO DE DIOS O....
EL BESO DE DIOS O... LA DECONSTRUCCIÓN DE UN LIBRO
Por: Omar García Ramirez
SI un LIBRO ARTE es de-construido y convertido en exposición de grabados de formato facsímil, queda la pregunta: ¿pierde valor la pieza en sí misma, el artefacto libro, la idea original para la cual fue diseñado?
Es una pregunta de no fácil respuesta. Una pieza seriada tiene un número y un valor: están las pruebas de artista, luego viene la serie numerada de edición limitada. El objetivo de la obra “libro de artista” como tal, es ser presentada en un formato de libro como su nombre lo dice. ¿Al perder su diseño estamos asistiendo a una re-elaboración del libro o a la renuncia a su condición editorial?
Es una de las preguntas que permanecen flotando en el ambiente si se intenta abordar la reciente exposición de David Manzur en la sala Roberto Henao Buriticá de la gobernación del Quindío, y escribir sobre esta.
Antes que todo, y a riesgo de ponernos quisquillosos, debemos preguntarnos: ¿cuáles fueron las reformas sustanciales de la sala? ¿Un toque de pinturas en los muros?, ¿revoques?, ¿eliminar goteras?; ¿qué paso con los extractores de aire, indispensables en una sala de exposiciones? ¿No alcanzó el presupuesto?
Segundo: ¿se requiere una parafernalia semejante para exponer al público un libro de arte, deshojado, descuadernado, para la oportunidad? Es verdad que su edición artesanal en los talleres de la Galería Sextante de Bogotá, bajo la dirección del Taller Arte Dos Gráfico, es una muestra significativa de la artesanía editorial colombiana del siglo pasado. Pero al fin y al cabo, en últimas, es un libro, uno entre trescientos originales de la tirada; no una serie de Las Ciudades Oxidadas, ni una serie de pasteles o pinturas de la última hornada del artista. Por lo tanto, las medidas exageradas de control y tarjetas a los visitantes son francamente provincianas; demuestran una injustificada prevención, falta de savoir faire (diría una francesita por aquí de paso) de sus organizadores y curadores; digo: “curadores” entre comillas ya que ese asunto es otra cosa.
¿Qué cura un curador?
Un curador selecciona, elabora un texto crítico. Un curador propone una obra, da presentación a una obra nueva. Si un curador aborda una serie completa de grabados sobre un libro ya editado, por tal motivo objeto de una “curaduría” ya realizada y unos textos escritos y escrutados, ¿no es redundar sobre lo ya seleccionado y rizar el rizo?
En este caso, debería verse la exposición como una de-costrucción de un libro. Un libro que a pesar de no mencionarse para nada en los prospectos y catálogos, era ya conocido por su excesiva reproducción en los mass media, y que al perder su aura como objeto de arte, queda convertido en una obra de reproducción mecánica-artesanal descontextualizada, sometido a una extensión arbitraria y a una torsión en el espacio de la galería. Su unidad semántica y estética se ve afectada; no por ello afirmaría que pierde su objetivo sígnico. Mantiene Manzur en sus grabados originales, una temática que gira en torno a las transverberación de Santa Teresa, a la escultura de Bernini, su éxtasis erótico-religioso, con estupendo juego de chiaroscuros y un trabajo muy acertado de las planchas de grabado ––su elemento artesanal––; pero pierde su aura benjaminiana, ya que el objeto primordial para el cual fue diseñado ha quedado sometido a una extensión arbitraria, línea horizontal que se abre y pierde sus conceptos de diseño primordiales (No es lo mismo leer un papiro que leer un códice). La pérdida de su continente: guardas, cajas, lomos; la ocultación de referentes editoriales -año 1988, Galería Sextante, Taller Arte Dos Gráfico, diseño y dirección de Luis Ángel Parra, tiraje 300 ejemplares-, la desaparición intencional de todos los elementos que componen el libro, extravían los referentes del trabajo material.
Podría decirse que el libro expuesto en la sala Roberto Henao Buruticá, es su propia des-materialización; casi una transubstanciación (por los agrestes mostos nacionales servidos en la velada), una trasverberación en tintas de litografía sobre paredes estucadas de yeso blanco. Tampoco faltó el querubín con su arco dorado apuntando al seno enhiesto de una santa diablesa en la velada, quien en un momento, vio opacada su ebúrnea belleza por la cofradía de madres Teresa de Calcuta en procesión.
Se mencionan en el catálogo las técnicas de los trabajos: aguafuertes y litografías, cosa de agradecer entre tanto hermetismo (¡Por favor!, es un bello libro de Manzur, no el códice Hammer o el Leicester de Leonardo Da Vinci). Sobraron los seis policías y los doce funcionarios, el registro de nombres, direcciones y teléfonos, como si de la Capilla Sixtina se tratara. He estado allí, también en las galerías del Vaticano. Los controles no eran tan estrictos. Solo faltaron los detectores de metales, vidrios a prueba de balas, y un guardia de seguridad privada como aquel que permanece en la Galleria Nazionale D´arte Moderna de Roma frente a las “Tres edades de la mujer” de Gustav Klimt.
Anécdota: una joven artista, reciente expositora en la plazoleta Centenario, estaba al borde de un colapso nervioso ya que no había podido entrar a la exposición. Buscaba dentro de su mochila de hermoso diseño arahuaco el papel tisú, y se sonaba. Yo la calmé remitiéndola a la página web de la Galería Sextante donde se encuentra el libro. Con un poco de navegación por internet y un par de aspirinas, la pintora en ciernes, parece, se serenó.
Ahora, ¿tributa esa deconstrucción a la obra del artista?, ¿a la cultura?: como exposición de arte aporta a la cultura; permite ver los originales de un libro en su formato extendido-expandido; de esa manera la lectura icónica se hace de una manera diferente. Se pierde el texto de Cobo Borda ya que nadie va a una galería a leer parrafadas enteras de un texto crítico (a no ser de un conceptual iconoclasta) y quedan los grabados como obras originales. Por lo tanto ese hipervínculo lírico es de alguna manera roto, abriendo posibilidades interpretativas del observador sin la docta cátedra del poeta. Pero bueno, como dije más arriba, en la página de la galería Sextante está toda la información, incluyendo el libro virtual. No estamos en la edad media cuando a las clases populares se les daba mediante gárgolas de piedra y sellos esotéricos sobre los arbotantes de las catedrales, las claves de insondables discursos filosóficos de libros escritos por doctores de la iglesia. Pero creo que es tiempo…aún es tiempo… de educar a nuestros alcaldes y gobernadores.
Si los facsímiles fuesen donados a la Gobernación del Quindío, recomendaría su reelaboración regresándolos a su formato editorial original. Pero dudo que se pueda rehacer el libro de grabados y dudo que estos sean donados. En ese caso, para quienes deseen conocer el libro, que se acerquen a la idea original sin deformaciones de ninguna clase. Para quienes en cambio prefieran verla como obra de-cons-tru-i-da, sugiero conservar los grabados en sus cajas (primorosas maderas blancas de pino canadiense), tal como han sido expuestos, y reestablecer, reconectar y ampliar los referentes originales de la obra. Es formalidad de mínimo respeto con los grabadores, artesanos y editores. Un libro de artista… es un libro de artista…Es un libro…
domingo, 28 de junio de 2015
“LA POESÍA COMO CINEGÉTICA SIMBÓLICA”
“La poesía como cinegética simbólica”
Por: Omar García Ramírez
"Viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos sobre
el empedrado de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin penas..."
Arthur Rimbaud.
Una temporada en el infierno
Lo difícil del ejercicio vital de la poesía no es el estilo, o la práctica literaria como tal.
Es estilo del poema es fácil de lograr con ciertos niveles de academia, cierto pedigrí de lecturas y un poco de mímesis cualquier estilo es posible de conseguir; una máscara abarrocada de gárgola o arlequín versallesco; minimalista, líneas escuetas y limpias cercanas a la estética un koan oriental; algo crudo y duro centrado en la experiencia. El estilo es el vestido del poema y eso se puede comprar en cualquier almacén de prêt-à-porter. En algún momento, el poeta debe recurrir a ese camerino de teatro para adornar su personaje y llevarlo a la escena. Pero…
Es la sangre de la palabra y la expresión el juego que nos convoca en este texto. Esa que corre bajo el vestido y bajo la piel. Sus huesos y su alma. En esencia lo difícil de conseguir. La palabra engastada sobre un tejido de líneas inciertas, símbolo de una gravedad y densidad compleja que a veces no alcanza a definir el diseño del telar. Símbolo inacabado ya que solo se completa con la otra lectura; la del lector de poesía.
(Artefactos de fuego y sangre, vocablos de magia sincrética que vuelan libres entre los bosques y las selvas).
El estilo de vida del poeta… puede ser de lo más anodino:
Un ciudadano común y corriente afectado de una enfermedad liviana revestida de cierta inutilidad; agricultor o flâneur, oficinista o burócrata ocasional invadido y asaltado de visiones; cierta sutileza fantástica; sangre de unicornios recorre el complejo sanguíneo de su cuerpo de sueño. Callado por temporadas. Silenciado por años. Inadvertido por las centrales que manejan la propaganda cultural del sistema. Hablador expresionista bajo efecto de licores ásperos o yerbas de alta gradación vegetal. Caminando en sombras las calles nocturnas de su ciudad; otras veces, alegre danzando bajo una noche de fuegos ligeros, antorchas encendidas, danza de cimarrones después de abatir las piezas totémicas.
Sus visiones cabalgan las olas de un mar furioso; grasa de ballena a la deriva en el mar de los sargazos, la barcarola de su corazón navega sobre el ritmo alterado de sus pulmones y baja a las paredes elástica de su estómago. (Una figura fisiológica para la poesía, ya que esta tiene también un componente de piel y nervios, de respiraciones y pulsiones, de plantas de poder y zumos de flores rituales). Se forja esa poética a golpe de palabras sobre las sienes, locura que habita su cabeza, espacio predilecto que amplifica los sonidos. Estar allí sentado mucho tiempo acribillando las teclas de un texto digital, daguerrotipo virtual de imagen no fijada; rascando y rasgando ese viejo palimpsesto de obsesiones hasta encontrar algún sentido a eso que no lo tiene; y no lo puede tener ya que muchas veces se trata de un malestar, una enfermedad que quiere ser expresada. Algunos escritores asumen la poesía como el diseño de cositas bonitas, líricos souvenirs, estilizadas músicas, estructuras semánticas muy acertadas, piezas de relojería engastadas por artesanos de pulso sobrio, con sus chispitas áureas y sus brillos de rubíes falsos; con sus ritmos, con sus métricas y sus pajaritos cocú de maderas preciosas; jardineras otoñales cultivando sus plantitas carnívoras alimentadas con colibríes de brillos esmeraldas... Otros escritores, crean ligeras fantasmagorías como viñetas y cromitos para poner en una pequeña galería de los horrores de la Metro Goldwyn-Mayer o de la Century Fox, y dejan en la retina y el oído de los lectores más avezados esa sensación de impostura, como la que se percibe en esas películas de Poe que perdieron toda la fuerza del horror ya que no estaban creadas bajo efecto de opio o la morfina; que no estaban empapadas de ajenjo y wiskys baratos. Escenografías primorosas con buenas iluminaciones, pero en ellas, se había perdido esa tintura goyesca del claroscuro, ese aire pesado del gótico y entonces, entendemos que las luces estaban difuminadas contra pantallas de sedas plateadas sobre los rostros maquillados de los actores, y estos actores no estaban poseídos por los daimones del fuego.
Frente a esas estudiadas penumbras, prefiero las agrestes luces folclóricas; Prefiero a los poetas de las viñetas bucólicas y campestres; me decanto por a los cronistas de aldeas trasformadas en ciudades, a los narradores del realismo social apegados a la arquitectura de callejones húmedos y fachadas deterioradas por los inviernos tropicales. Esa luz que ilumina sus poemas es más real que la oscuridad de aquellas sombras Prismacolor. Esas macetas con geranios y rosas podridas sobre muros derruidos; esas enredaderas con mariposas secas y gorriones nerviosos, son más elásticas y briosas y verdes, que aquellas ligeras mascaradas de salón, para asustar adolescentes.
Pero volviendo al oficio del poeta, del verdadero poeta, es necesario visitar ciertos oficios lunares, ceremonias emparentadas con la noche; esa labor está más cercana a las vicisitudes del cazador, que a las pacientes y luminosas jornadas del recolector; Criaturas de poder acompañan la cacería de este fuego fatuo. Ocultarse bajo las sombras para asechar y dominar a los elementales de la pesadilla. La soledad, donde bajo lámparas de un fuego mineral maniobran en su vuelo las polillas de la muerte. Los poetas cazadores se exponen y sangran cuando las bestias a cobrar son poderosas; los poetas recolectores en cambio, parecen dependientes de una tienda de abarrotes y el moho, las termitas y las cucarachas terminan por invadir sus despensas, colonizar sus antigüedades. El poeta cazador muere con su cara jaspeada por hojas de plata y luna, en la embestida de criaturas salvajes difíciles de domesticar, ya que habitan el reino de lo nunca nombrado; el poeta recolector, termina lisiado por la gota y aplastado bajo el peso de sus mercaderías.
Ese espacio creado por el poeta cazador, Se crean los símbolos de un bosque secreto, relicto vegetal de fantasmas enturbiados por vapores de mandrágoras y daturas. Allí, con pocos elementos y armas se interna con su corazón borracho esperando señales en la niebla. Armará su tienda, preparará sus venenos y sus trampas, afinará sus cerbatanas y esperará el ruido veloz entre la hojarasca que anuncia la cara fiera de la muerte.
Esperará y convocará, como chamán mientras golpea sobre un cuenco de agua en donde se materializa un sedimento rojizo. Y luego, rayada su faz con los tatuajes digitales, pronunciará una oración silenciosa; lanzará sus dardos, el viento sentirá la fuerza y el filo de sus lanzas; algo se quebrará, algo saltará dentro de la red de las imágenes, algo pequeño y fuerte esparcirá su sangre. El poeta con su cara salpicada, comerá de su corazón, lo desplegará sobre una piedra pulida. Entonces… Bajará a los arsenales minerales, a las prensas patinadas con aceites de metales negros y escogerá aquellos daguerrotipos sobre los que se imprimirán los versos de una hechicería, aquelarre cinegético cristalizado en vientos de firmamentos derribados.
La poesía es difícil, las imágenes anteriores ––como podrá ver el lector atento––; son destinadas a ilustrar el ejercicio individual de este ritual; porque en su palabra está el espíritu del mundo interior; ya no el aliento de la tribu. Esas ceremonias tribales pasaron a ser monopolio de los deportes y la música; esta última ha perdido, poco apoco, su nivel de convocatoria y se acerca más a los niveles simbólicos de las mercancías de la sociedad el espectáculo. La música ha perdido su fuerza evocativa y en gran medida esas bandas sonoras del metal, han quedado reducidas a ser el componente melódico de la publicidad. Apaciguados sus fuegos, neutralizados sus decibeles, codificada y empaquetada al vacío su poética; la música más rebelde, la más luminosa y la más oscura terminó oficiando en los altares de la sociedad hipermeditizada y una marca de jeans o un refresco, se convierten en la iconografía de lo que en principio fue una epifanía de signo equívoco. Entonces, la poesía queda reducida a ser una ceremonia privada que de vez en cuando alcanza los niveles de lo social. El poeta por lo tanto esta reducido de alguna manera a estar solo en su condición de creador de murmullos y pesadillas, cuando no, de subvertidor del orden del lenguaje mediante los juegos del prestidigitador o el tarotista, arriesgando en sus líneas de lectura, imaginando nuevos mitos para los arcanos mayores; creando nuevas derivas sobre las fronteras poéticas; feo troll que ha abandonado la zona de confort de su hueco en el árbol y ha entrado en el supermercado de las letras con malas intenciones. En ese conjuro metafísico está la fuerza de una magia que no termina de pronunciarse. Y hablo de alguien que va armado y desnudo con sus propios atuendos y sus amuletos, alguien que ha afilado sus navajas, no de name droppers de academia, ataviados con túnicas inconsútiles de preciosos brocados y pectorales con las lenguas disecadas de los muertos ilustres.
Un vocablo que no termina de experimentar su vuelo en las olas del viento y confrontado en la noche el mundo como una arma de cimiente eterna, elevado contra el firmamento; fuego de carnaval luminoso destinado a extinguirse en la corona de un sol niño que danza para su ronda de planetas.
Lo difícil de la poesía es consumirnos en su fuego, entender que sin ese sacrificio de nada valdría; como icarus alados sintiendo la plenitud de la luz en las cienes doradas, asaetados por los rayos de un sol que abraza la urna de nuestros corazones. Pero este gesto es algo que se hace alejado del aplauso y de la masa. Esto es algo tan secreto como el sepukku* ritual de un samuray bajo un cerezo azotado por las lluvias de abril. Mientras los miles y millones corean en los estadios bajo una marea de emociones. El poeta, muere muchas veces, bajo el filo sereno de las palabras convertidas en armas de acero livianas y silenciosas.
Arma de defensa personal contra la muerte: la poesía; sendero de la mano vacía que da el giro fuerte al peso del absurdo y el olvido; y que a veces, pocas veces, cuando entra en comunión con otros, se hace fruto colectivo y florece como canción de cosecha, de resistencia o de motivación intima. En última instancia es una disciplina emparentada con los rituales la alquimia personal, ya que el poeta en su laboratorio interior, trasmuta violencia, belleza y error, en algo breve, oscuro y luminoso al tiempo. Deseo de transitar hacia otros niveles de conocimiento. Unión y disolución en la luz bajo otros estados de conciencia. Trascendencia del escritor y el hombre que desaparece para siempre bajo las fuerzas de su propia historia. Solo queda el intento, el fracaso, el error, la huella quemada de los signos. Las armas vitales de una cacería siempre fallida.
*el sepukku (harakiri) del guerrero samuray japonés, algunas veces era asistido por compañeros de armas, pero la mayoría de las veces, era solitario y secreto.
O.G.R.
sábado, 27 de junio de 2015
THE PIRATE BAY (AWAY FROM THE KEYBOARD)
Producida porSimon
Klose , está basada en las vidas de los tres creadores de The Pirate Bay (un tracker) - Peter Sunde,
Fredrik Neij, y Gottfrid Svartholm.1 La filmación comenzó en el verano del
2008, un tiempo después de haber iniciado el proceso en contra de THE PIRATE BAY y se concluyó el 25 de agosto
del 2012.
La película incluye escenas cuando los tres fueron
activamente parte del sitio, un extracto de la película salió a la luz en el
2009. El filme también sigue de cerca los acontecimientos que suceden durante
el proceso judicial en contra de THE
PIRATE BAY. El sitio oficial de la película fue lanzado el 28 de agosto de
2010, juntamente con una campaña en línea para la captación de los fondos
necesarios para cubrir el presupuesto de producción del filme ($25,000) los
cuales servirían para contratar un editor profesional una vez terminado el
proceso judicial. La totalidad de los fondos fue recaudada en tres días.
miércoles, 24 de junio de 2015
LETRAS Y DROGAS: DE LA BOHEMIA A LA ONDA.
Por:Alejandro de la Garza.
El bohemio y decadente escritor Bernardo Couto Castillo, muerto a los 20 años entre láudano, ajenjo y alcohol en un prostíbulo para mayor paradoja llamado La Puerta Falsa, en el primer año del viejo siglo. Jorge Cuesta, químico, poeta y ensayista del grupo Contemporáneos, quien experimentó con diversas sustancias en su propio cuerpo y a los 39 años, enfermo de lucidez alucinada, se emasculó y suicidó en un hospital psiquiátrico en 1942. El irrefrenable autor de la Onda, Parménides García Saldaña, muerto a los 38 años en un cuarto de azotea de la ciudad de México en septiembre de 1982, más o menos solo y a causa de una pulmonía aguda y fulminante.
La lista de escritores víctimas de sus aficiones o adicciones, de sus aventuras extremadas al límite final, víctimas, al fin, de sí mismos, sería larga y acaso tan extensa como la de cualquier otra profesión. Asuntos como la libertad individual para consumir lo que se nos dé la gana, el placer asumido como un derecho vital en tanto no dañemos a nadie, y la capacidad para decidir sobre nuestra salud individual, se entreveran hoy no sólo con cuestiones de moral (problemática nada menor en la conservadora sociedad mexicana de 2012), sino con cuestiones mayores de salud pública y políticas de Estado, tráfico de sustancias prohibidas, delincuencia, crimen organizado y guerra al narcotráfico.
Nuestro tiempo es el de las sustancias estimulantes, comprueba Luis Astorga en su libro El siglo de las drogas. Usos, percepciones y personajes (Espasa, 1996). Y del porfiriato al nuevo milenio, el volumen puntualiza esa transformación en los usos y el consumo, en la legislación y en las muy variadas percepciones del fenómeno de la producción y tráfico de drogas en nuestro país. De igual forma, la investigación “México intoxicado. 1870 a 1920” (en Addictus, año 1, núm. 5, México, marzo-abril de 1995, pp. 21-27), de Ricardo Pérez Montfort, documenta la circunstancia social de las drogas en nuestro país en esos años. Por su parte, el blog cannábico ilustra de manera amplia, a pesar de inconsistencias, errores en fechas y afirmaciones sin fuente comprobada, la evolución del fenómeno del cultivo, distribución y consumo de marihuana en la historia mexicana. En estas tres fuentes, y en los libros y autores mencionados, baso esta aproximación —de finales del siglo XIX a los años setenta del siglo XX— al fenómeno de las drogas desde el punto de vista de la literatura, con la intención de apreciar cómo nuestros escritores han reflejado el tema.
Cáñamo y pipiltzintzintlis
La gaceta cannábica recupera la historia de la marihuana de Ernest Abel, donde recuerda que en 1550 el segundo virrey de la Nueva España, Luis de Velasco, recomendó reducir el cultivo del cáñamo porque los indígenas lo estaban utilizando para otros fines que no eran los textiles: “los nativos estaban empezando a usar las plantas para algo distinto a confeccionar cuerdas”.
Se inician así las restricciones hacia la marihuana, fomentadas por la Iglesia para combatir la idolatría, así como la tolerancia oficial para cultivar el cáñamo necesario para la industria textil naviera española. El cannabis se asimila a la medicina tradicional indígena, entorno marginal en donde se le bautizará con su nombre popular de acuerdo al uso de las curanderas indígenas: marihuana.
Florilegio de todas las enfermedades, libro del jesuita Juan Esteyneffer, incluyó en 1722 el uso médico del cáñamo. Y en su periódico Asuntos varios del 2 de noviembre 1772, el estudioso novohispano José Antonio Alzate escribió una “Memoria sobre el uso que hacen los indios de los pipiltzintzintlis”, donde asienta:
“Conseguí una pequeña cantidad de dichos pipiltzintzintlis, la que se componía de una mezcla de semillas y yerbas secas; a la primera vista luego reconocí no eran otra cosa que las hojas y semillas del cáñamo. No obstante ésta que para mí era una demostración, en primera ocasión y para quedar del todo convencido, sembré aquellas semillas con toda la precaución posible y logré unas plantas de cáñamo, lo mismo que el de Europa, las que los indios reconociendo por pipiltzintzintlis, fue necesario arrancar las plantas luego que comenzaron a madurarse las semillas por cuanto procuraban pillar toda la que podían”.
En su investigación Ricardo Pérez Montfort fecha hacia 1846 el primer reglamento sobre boticas, almacenes y fábricas de drogas, y en 1870 limitaciones en el uso y la venta de sustancias consideradas nocivas para la salud pública, como el láudano, la adormidera, la marihuana y el toloache. Ahí se iniciaron las restricciones y reglamentos constantes sobre “el beleño, la belladona, el cuernecillo de centeno, el opio y el zoapatli”. Las reglamentaciones y prohibiciones son desde entonces constantes.
Las primera referencia lírica a la permisividad del consumo de marihuana tuvo que ver con el conflicto provocado por el gobernador de Colima, Francisco Ponce de León, cuando en 1855 intentó prohibir el cultivo, la venta y el consumo de la planta. El presidente Santa Anna se resistió a esa medida y finalmente se aplicó sólo en Colima, sin afectar la legislación federal ni las de otros estados. La anécdota dio lugar a las siguientes “Coplas de la mariguana”:
Suni suni, cantaba la rana
y echaba las coplas de la mariguana.
Mariguana tuvo un hijito
y le pusieron San Expedito,
como era abogado de los de Santa Anna,
por esa sazón para la mariguana.
Mariguana, ya no puedo
ni levantar la cabeza
con los ojos retecolorados
y la boca reseca, reseca.
Pérez Montfort también cita textos costumbristas de Manuel Payno (El fistol del diablo) y de Guillermo Prieto (Diarios) donde se identificaba a la marihuana como una yerba más entre quienes “creen en la eficacia de las colecciones de curanderos”, y donde se registra que “en los ambientes de evasión popular —tendajones, cantinas y mesones— el consumo de marihuana paseaba acompañando al pulque y al bailoteo”.
Bohemia y decadencia modernista
Menos de una década después, en 1863, se inicia en el periódico Siglo XIX el periodismo de nota roja, donde aparecerán referencias a la “diabólica y criminal marihuana”. El consumo se circunscribe entonces al ambiente carcelario, a los soldados y demás clases “peligrosas” para las gentes de bien o de buen tono. “A partir del último tercio del siglo XIX, el consumo de marihuana en México fue asociado cada vez más a los ambientes carcelarios y militares”. En la nota roja y en las novelas se describe el ambiente sórdido de los adictos de la cárcel de Belén. En 1896, el escritor y diplomático Federico Gamboa (1864-1939) publicóSuprema Ley, novela donde trata el consumo de drogas en esa prisión, en la cual llegaron a estar encarcelados algunos poetas y escritores modernistas como Ciro B. Ceballos (1873-1938). Suprema Ley tiene como tema central la indagación de una muerte para determinar si fue suicidio, pero el escenario es el Ministerio Público de la cárcel de Belén; los personajes son los empleados, el secretario y el escribiente, además de la protagonista Clotilde, sospechosa del homicidio, y los presos a los que se exhibe fumando “mota” o “Juanita” y “dándose las tres” para ponerse “grifos” o “enyerbados”.
Se dice que el poeta romántico Manuel M. Flores, fallecido en 1885, consumía marihuana y frecuentaba a las prostitutas, acaso por medio de los poetas la marihuana comienza su ascenso social hacia la clase media urbana. Son los años de Los poetas malditos en México,según los calificó en su libro Xorge del Campo (1945-2008). Escritores asiduos al opio en forma de láudano, a la adormidera y al ajenjo, reunidos en torno a la Revista Moderna(1898-1911): Bernardo Couto Castillo, Atenor Lascano, José Juan Tablada, Alberto Leduc, Ciro B. Ceballos, Jesús Valenzuela, Efrén Rebolledo, Jesús Urueta, Rafael Delgado, Balvino Dávalos, Rubén Campos, Francisco Olaguibel.
Son cerca de un centenar de escritores (según Julio Sesto en La Bohemia de la muerte, El Libro Español, 1929), poetas, bohemios, periodistas o simples outsiders mexicanos muertos en el abandono, la dipsomanía, la drogadicción y la miseria hacia fines del siglo XIX y principios del XX. Estetas consumados en un medio hostil y asfixiante, artistas fracasados o incomprendidos, decadentistas y baudelerianas flores del mal que ante la rigidez y la hipocresía imperantes en aquella sociedad con resabios aristócratas y el pujante impulso mercantilista de la burguesía en ascenso, optaron por la vida del subsuelo, por el lado nocturno de la existencia como expresión de desacuerdo con el mundo y, a veces, como afrenta a la sociedad que los estigmatizó y rechazó. Esta arqueología del inframundo fue recuperada también con fortuna por Sergio González Rodríguez en Los bajos fondos. El antro, la bohemia y el café (Cal y Arena, 1988).
De entre esos indigentes y marginados poetas malditos, conectados íntimamente con la segunda etapa del modernismo literario —la del decadentismo y la artificiosa naturalidad— emerge con el aura de la leyenda y entre interrogantes la personalidad trágica más emblemática del grupo, Bernardo Couto Castillo, nacido precisamente en los inicios del modernismo, 1880, y muerto antes de cumplir 21 años, en 1901, al levantarse el ornamentado telón del nuevo siglo. Publicó un libro de cuentos, reeditado en los años ochenta del siglo viejo por INBA-Premiá, titulado Asfódelos, obvia referencia a las Flores del Mal de Baudelaire, pues según el mito los asfódelos son las flores que crecen en el infierno.
En su ensayo “La parábola del tedio” (en La literatura mexicana del siglo XX, coordinado por Manuel Fernández Perera, FCE, Conaculta, UV, 2008), donde pondera y analiza la obra de los principales representantes de este grupo, Rafael Pérez Gay apunta de Asfódelos: “…un breve libro de cuentos que él hubiera querido que fuera, más que literatura, un manifiesto de la decadencia y el spleen [...] Los doce relatos cuentan un fracaso: el del exceso imposible [...] …son la muestra de un buen lector de Baudelaire, Laforgue y Gautier y un escritor hábil, bien dotado para la narración breve”.
En sus memorias, José Juan Tablada dedica algunas notas a Couto Castillo y a otros poetas y escritores de la época tituladas precisamente “La epidemia baudeleriana”. Para Tablada el conflicto de estos jóvenes radicó en haber trasladado su actitud estética a la propia vida íntima. Por ello los juzga víctimas de los “paraísos artificiales”. En 1901 la pulmonía y la madrugada matan o suicidan a Couto, se dice que en un hotel o en prostíbulo llamado paradójicamente La Puerta Falsa. Tal vez, como señala José Emilio Pacheco en su ensayo sobre el modernismo mexicano (UNAM, 1982), los bohemios querían escapar, huir, pero “¿hacia dónde escapar de la máquina, la chimenea de las fábricas, los barrios de miseria, las tiendas de departamentos? Anywhere out of this world…”.
La gaceta cannábica recuerda que en 1902 José Guadalupe Posada creó el primer personaje de historieta llamado Don Chepito Marihuano, en lo que sería el primer cómic mexicano sobre el tema. Y en 1909, en Monterrey, el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob escribió esta Balada de la Loca Alegría:
Mi vaso lleno —el vino del Anáhuac—
Mi esfuerzo vano —estéril mi pasión—
Soy un perdido —soy un marihuano—
A beber —a danzar al son de mi canción…
Son años en los que abunda el opio, consumido en forma de láudano, e incluso la morfina con fines medicinales. Los vinos cordiales con coca y los cigarrillos de marihuana para combatir el asma formaban parte de los productos que se ofrecían en las farmacias. La marihuana proliferaba en la tropa del ejército porfirista, tal cual poco después lo haría entre las huestes revolucionarias que se burlan de Victoriano Huerta por marihuano (desayuna coñac y marihuana repite el rumor), mientras se divierten fumando cannabis o hierba de la cucaracha y le cantan al dictador la célebre tonada donde “la cucaracha ya no puede caminar”. El extendido uso de la marihuana entre soldados federales, revolucionarios y constitucionalistas no es tocado por ninguno de los narradores de la novela de la Revolución, con excepción del general Francisco L. Urquizo, quien ya en los años treinta, en sus novelas Memorias de campaña (1934) y Tropa vieja (1938), describe sin hipocresía el uso de la yerba entre los soldados, tanto para calmar los dolores como para recreación y descanso. “¡Yerbita libertaria! consuelo del agobiado, del triste, del afligido”, dice un personaje de Urquizo. El mismo Mariano Azuela, en su novela Luciérnaga, de 1934, también muestra personajes fumadores de la yerba.
Vanguardias y químicos
No encontré en los textos de los estridentistas: Salvador Gallardo, Arqueles Vela, German List Arzubide, Manuel Maples Arce, Miguel N. Lira, Miguel Aguillón Guzmán, et al. —esa vanguardia efímera de los años veinte en México—, referencia clara sobre el uso de narcóticos, opio, marihuana, lo que no deja de sorprender cuando apenas en 1920 Álvaro Obregón había firmado los acuerdos de la Convención de Viena contra las drogas, y en 1922 Diego Rivera y otros artistas e intelectuales envían una carta al mandatario para que “deje de ser delito” la distribución de marihuana.
La gaceta cannábica insiste, de acuerdo a la tesis de doctorado de Carmen García, en que en 1929 algunos de los integrantes de Contemporáneos: Salvador Novo, Elías Nandino y Xavier Villaurrrutia experimentaron con marihuana y otras drogas. Pero lo cierto y probado tiene que ver con las experiencias con anestésicos practicadas por Bernardo Ortiz de Montellano, tal cual lo refleja en su poesía y, en su vertiente extremada, con los experimentos realizados por Jorge Cuesta, quien se inyectó químicos diversos para investigar sus reacciones físicas. Luego de escribir ensayos deslumbrantes y logradísima poesía un tanto hermética, y de distinguirse como uno de los hombres más inteligentes y lúcidos de su tiempo, Cuesta tuvo un final trágico al emascularse y suicidarse en la clínica psiquiátrica del doctor Lavista, en Tlalpan, en 1942.
A finales de los años treinta había caído presa María Dolores Esteves, Lola la Chata, “la más activa traficante de drogas que prácticamente abastecía los vicios más empedernidos de la metrópoli”, cita de la prensa Luis Astorga en su libro.
Revueltas, Paz y Fuentes
En 1941 el rebelde José Revueltas había publicado su novela Los muros de agua, en la que recupera su experiencia en las Islas Marías, adonde fue enviado a los 20 años. En ella hay un grupo de presos marihuanos que comparten el viaje a la prisión con los demás detenidos. En 1950 publicó su obra dramática El cuadrante de la soledad, desarrollada en el barrio chino, donde los fumaderos de opio se presienten tras cada puerta.
El poema de Octavio Paz Himno entre ruinas está fechado en Nápoles en 1948, y aunque se publicaría 10 años después, en el volumen La estación violenta (que también incluye el clásico Piedra de Sol), el texto cruza la década de los cincuenta para decirnos:
Cae la noche sobre Teotihuacán.
En lo alto de la pirámide los muchachos
[fuman marihuana,
Suenan guitarras roncas.
¿Qué yerba, qué agua de vida ha de
[darnos la vida,
dónde desenterrar la palabra,
la proporción que rige al himno y al
[discurso,
al baile, a la ciudad y a la balanza?
La región más transparente (1958) de Carlos Fuentes es, si no el primero, sí uno de los más exhaustivos retratos de la urbe y sus aspiraciones modernas, de sus estratos sociales y sus personajes arquetípicos, de sus vicios y prácticas sociales, todo conectado con el pasado prehispánico y las raíces de un pueblo al que aquí le tocó vivir.
Para esos años cincuenta, Culiacán ya es “Chicago con gángsters de huarache”. El gobierno de Enrique Pérez Arce (1950-1953) en Sinaloa, es derribado en una maniobra atribuida a personajes que comenzarán a cobrar importancia en la zona del noroeste: Antonio Toledo Corro, Leopoldo Sánchez Celis, los generales Gabriel Leyva Velázquez y Teófilo Álvarez Borboa. Aquel estado se consolida como productor de marihuana y goma de opio, se extienden los plantíos de amapola y se acuña por primera vez, al finalizar esa década, la palabra “narcotraficante”, apunta el libro de Astorga. ¿Acaso se gestaba ahí lo que sería la literatura del norte?
Onda y esoterismo en los sesenta
Si la década de los sesenta es el inicio de la era de los decomisos, la quema de plantíos, la persecución intensiva del tráfico, así como del aumento galopante del consumo, es también el momento de la crisis política del 68 y la década del surgimiento de la literatura de la Onda, donde ya abiertamente y sin tapujos los personajes se inician en el consumo de diversas drogas. La novela Pasto verde (1968) de Parménides García Saldaña es emblemática, pues aun siendo posterior a la primera y segunda novelas de José Agustín, La tumba (1964) y De perfil (1966), y también a la primera novela de Gustavo Sainz, Gazapo(1965), toca el tema de las drogas como no se había hecho antes. La historia narrada por García Saldaña es la de su álter ego, Epicuro Aristipo, ya metido de lleno en el viaje de las bencedrinas, la marihuana y el alcohol. Delirante flujo de la conciencia, desafiante escritura radical, esta es, a mi parecer, la novela de la Onda más extrema de los sesenta.
En la novela policiaca de Rafael Bernal, El complot mongol, también de 1968, la investigación de una intriga internacional nos lleva al barrio chino, donde los fumaderos de opio abundan. Escribe Bernal:
“Y yo como que les sé sus negocios y sus movidas [a los chinos]. Como la de la jugadita y como la del opio. Pero no digo nada. Si los chinos quieren fumar opio, que lo fumen. Y si los muchachos quieren mariguana, no es cosa mía. Eso le dije al coronel cuando me mandó a Tijuana a buscar a unos cuates que pasaban mariguana a los Estados Unidos. Eran mexicanos unos y gringos los otros, y dos de ellos se alcanzaron a morir. Pero hay otros que siguen pasando la mariguana y los gringos la siguen fumando, digan lo que digan sus leyes”.
En 1969 Revueltas sigue detenido en Lecumberri acusado de ser “el instigador del movimiento estudiantil” de 1968; no obstante, publica su novela breve El apando, donde narra la lucha por introducir la droga a ese penal. Un año después, los ensayos y crónicas de Carlos Monsiváis contenidos en Días de guardar (Era, 1970) cerrarían la década de los sesenta con los primeros acercamientos a las nuevas percepciones emergidas de la “era de Acuario”, la cultura pop, la contracultura y el hippismo. Crónicas de la presentación de la obra Hair en Acapulco, el concierto de Brubeck, Monk y Gillespie en Puebla; la inauguración de un mural efímero de Cuevas en la Zona Rosa o la crónica de un eclipse desde Puerto Escondido en Oaxaca, con aquel memorable párrafo: “Simplemente otra Onda, muy distinta, la Onda con mayúscula que se inicio cuando alguien aquí y allá tradujo las primeras canciones de Bob Dylan y decidió que los tiempos están cambiando […] y los chavos palparon el rock y quemaron mora o mariguana […]”.
Dos libros de 1974 son determinantes en los lectores mexicanos para enriquecer su percepción del consumo de drogas y sus efectos. La novela de José Agustín Se está haciendo tarde (final en laguna), sin duda la muestra mayor del “género” de la literatura de la Onda —si cabe definirlo así—. Es la novela de la Onda por excelencia de los años setenta mexicanos. El viaje a Acapulco del personaje se vuelve interior y exterior, y entre el consumo de marihuana, pastillas psicotrópicas, plantas alucinógenas, ácidos y psilocibina, es muestra irrefutable del uso recreativo, personal, libre de las drogas. El otro volumen que es piedra de toque sobre el tema es la traducción publicada en 1974 por el Fondo de Cultura Económica, con prólogo de Octavio Paz, del libro que Carlos Castaneda había publicado en inglés en 1968: Las enseñanzas de Don Juan. Una forma yaqui de conocimiento. Más allá de los sucedido posteriormente (la publicación de una saga de una decena de libros por parte de Castaneda, las refutaciones a la veracidad de su investigación antropológica, el retiro de su doctorado y la adinerada industria surgida de sus libros y su círculo o secta de guerreros-aprendices-practicantes), este primer libro tuvo una influencia extraordinaria en el rescate de las prácticas de medicina tradicional indígena, alentó el consumo de hongos y peyote, y abrió una percepción más profunda, si bien conectada con aspectos de magia y brujería, en la utilización de estas plantas, en especial los hongos alucinógenos que María Sabina había popularizado desde mediados de los años sesenta.
Rayas, metas y tachas
A lo largo de la década de los ochenta del siglo viejo se inicia un cambio drástico en el consumo de drogas en México. La apertura del mercado de la cocaína y la proliferación de su tráfico y consumo en amplias capas de las clases media y alta se vincula con el mayor tráfico y la consolidación de cárteles colombianos y mexicanos. A partir de entonces el tema se vuelve uno de los ejes de la narrativa mexicana contemporánea. A lo largo de los años noventa y lo que va del nuevo siglo, los cambios son vertiginosos en el mercado de las drogas y en las políticas y acciones para perseguir a los narcotraficantes. Al mismo tiempo se mantiene el consumo de marihuana y se extiende el consumo de coca, metanfetaminas, pastillas y tachas, e incluso, más recientemente, de crack. Este capítulo distinto de nuestra literatura, en medio de la guerra contra el narcotráfico, lo exploran ya nuestros nuevos narradores.
Alejandro de la Garza. Periodista cultural. Acaba de publicar Espejo de agua. Ensayos de literatura mexicana.
TOMADO DE:
Revista NEXOS
http://www.nexos.com.mx/
sábado, 13 de junio de 2015
Bad Moon Rising - Creedence Clearwater Revival (HQ - 5.1 Studio )
I see the bad moon arising.
i see trouble on the way.
i see earthquakes and lightnin'.
i see bad times today.
Don't go around tonight,
well, it's bound to take your life,
there's a bad moon on the rise.
I hear hurricanes ablowing.
i know the end is coming soon.
i fear rivers over flowing.
i hear the voice of rage and ruin.
Don't go around tonight,
well, it's bound to take your life,
there's a bad moon on the rise.
all right!
Hope you got your things together.
hope you are quite prepared to die.
looks like we're in for nasty weather.
one eye is taken for an eye.
Don't go around tonight,
well, it's bound to take your life,
there's a bad moon on the rise.
Don't go around tonight,
well, it's bound to take your life,
there's a bad moon on the rise.
Un articulo muy interesante sobre esta estupenda banda. Una de las más auténticas de todo los tiempos
http://www.jotdown.es/2015/05/creedence-clearwater-revival-su-historia-en-treinta-y-cinco-canciones/
jueves, 11 de junio de 2015
miércoles, 13 de mayo de 2015
CUENTOS Y POEMAS DE HERNANDO LÓPEZ YEPES
OD NERDRUM
Cuentos y poemas de Hernando López Yepes. Poeta, ensayista, docente y escritor risaraldense. Actualmente vive y escribe en La Virginia.
(POEMAS)
POR LOS POETAS MUERTOS
Suelto mi queja
Por aquellos que escriben
páginas impecables,
siempre sobre el renglón y siempre dentro
de las márgenes.
Hoy me obligo a llorar por aquellos que no llevan
el canto dulce de un pájaro en su alma;
por quien cierra sus ojos frente al sol del mediodía;
por aquellos nunca han escuchado
las voces de las flores,
el canto de la hierba,
la melodía del viento.
Por quienes nunca conocieron la belleza
de los frágiles silencios engarzados
entre el ruido de las frases.
Por quienes solamente se permiten
Pensamientos hermosos,
limpios y ordenados.
Por quienes llevan el corazón tras ellos.
Por las formas aprendidas del amor
Y, también, por el amor
que nunca sale del decoro.
Por los guardianes de esas cárceles
del lugar común
que son la autoridad, la parentela, el vecindario,
las escuelas y los templos.
Por aquellos que fueron obligados a marchar
por un camino único.
Y por quienes obligan a Dios a preguntarse
¿Y el hombre, dónde está?
En la oficina multitudes mueren
sobre una burda rueda que no avanza
y que no se detiene.
Arriba, más arriba de las nubes,
en el último piso de su tienda de campaña,
un financista decreta con su firma
la sed y el hambre de millones de hombres.
La sucia página de un cuaderno abierto,
busca escapar de entre las manos rígidas
del cadáver de un niño,
cuyos ojos son lavados por la lluvia.
En ella un perro asciende al sol
por un camino interminable,
y una vaca verdosa ríe tercamente sobre el techo de una casa.
Una muñeca rota llora junto a él.
A su lado vomita la metralla
Matar a Borges y a otros cuantos…
Alguien busca sembrar ortigas y espinos (hermosos a su manera)
en los jardines de la poesía. Mas, no le dejan.
Desde los templos de la estética se determina el largo de las barbas de los poetas, el color de sus chalecos, las formas de sus bastones,
el grado de inclinación de sus boinas sobre el vacío de sus cráneos;
los contenidos y las formas del verso.
También se lanzan anatemas sobre los no bautizados.
Ignoran estos sacerdotes que una piedra ante un espejo
después de un año de no verse, con dificultad se reconoce.
El creador de versos perfectos, después de muerto, envejece también.
Dentro del santuario, cien mil ratones ciegos hacen genuflexiones
ante una urna de cristal y oro. En su interior anida un ave seca,
ya casi desplumada.
Un moscardón irrita la pereza del día.
En cuanto a mí, también fui peregrino. Adoré pergaminos polvorientos.
Entre sus páginas extravié el poema.
En los cenáculos de la poesía escuché voces indigestas de erudición.
Postrado ante el altar recibí “el maná de la poética”.
Después de un tiempo, y ya curado, me pregunto:
¿Por qué arrancar la pluma al ave del paraíso, para escribir con ella?
¿Por qué robar la punta del meñique de la momia del Santo?
La tierra no atendida sueña con ser violada por un arado díscolo,
que escriba un surco retorcido sobre su piel adormecida.
Las almas buenas piden solamente rosas, rosas, rosas…
¿A dónde fue la belleza de la vida?
(¿Cómo poder leer ahora,sin rubor, el mundo pintoresco?)
Difícil es imaginar que hubo una vez
pobreza hermosa y limpia
en las cocinas,
y dulces campesinas
que lavaron al pie de los arroyos
la pena y los sudores de los hombres,
entre cantos y risas.
La abuela que atizó, apenas ayer, las cenizas del fogón
en busca de la brasa salvadora,
hunde hoy sus manos secas
en una tierra dura que le oculta
los huesos de los hijos y los nietos masacrados.
Y el abuelo de manos temblorosas llora,
en un rincón del cuarto, una pena
que ha perdido su nombre.
Porque no se han pintado y no se pintarán
sobre el muro del templo
ángeles de alas rotas.
Y no fabricará el orfebre jaulas de oro
para guardar en ellas
aves de áspero canto.
No hay que dejar que el alma se extravíe
en pos de una belleza que jamás ha existido
y que nunca tendrán
tus manos ni tus ojos.
(CUENTOS)
MI MUERTE NO LOS TOCA
Me desplazo entre el agua, como si el río fuera un gigantesco útero. Al llegar a un remanso giro sobre mí, vacilando entre el deseo de detenerme y la inmersión definitiva. El agua juega con mi cuerpo.
Ayer viajé con el cadáver de una joven, un hilillo de sangre fluía de su frente. Sus manos, atadas con una cuerda de metal, parecían suplicar. Sus ojos me miraron con indiferencia. Su cuerpo se unió al mío, la abracé dulcemente, luego nos separamos. Volvimos las espaldas al sol para observar el lecho del río con nuestros ojos de ahogados: sus algas, sus arenas… y no volvimos a saber el uno del otro.
En las riberas, las gentes lanzan gritos al observarnos. Desde la vida otean el ahogado más gordo, el más rápido, el más grotesco. Ante sus ojos somos culpables por haber muerto, ninguno es inocente.
Cuando el ramaje de las orillas detiene el viaje de mi cuerpo, las gentes lo retiran con un trozo de madera; entonces vuelvo al centro del río. ¡Prohibido detener la marcha de un cadáver! No existe quien suspenda mi última danza, mi muerte no los toca.
Los niños corren paralelos al curso del agua, saludando mi cadáver, recibiéndolo y despidiéndolo…. Aguas abajo, la violencia de la corriente habrá de descoyuntarme. Amputará pies y manos contra las rocas del fondo. Kilómetros más allá habré adquirido la condición de monstruo. Nadie podrá reconocerme.
En la noche, cuando la luna ha recorrido la mitad de su trayecto, voces aisladas rompen la quietud del aire: son los pescadores; suben, bajan, no cesan en su búsqueda. Alzan sus cuerdas con desesperación. El río contaminado les devuelve fragmentos de madera, basura deshecha, veneno que el hombre ha vertido en sus aguas.
Esta noche, la pesca es escasa, la lluvia ha enturbiado el agua y los peces permanecen encerrados en las cuevas de las orillas. Desde los botes, lentamente, los hombres retiran las cuerdas con sus anzuelos desnudos. En sus ojos está ausente la esperanza. Una embarcación se detiene junto a mí, su conductor me empuja con el remo hasta la orilla, allí me ata a un árbol esquelético. El agua se agita, un hervor se produce cuando los peces despedazan mi carne. El pescador lanza su red, y, al recogerla, una constelación de peces emerge de las aguas e ilumina la noche. La malla cae flácida y sube plena, una y otra vez. Finalmente, el hombre se inclina en un extremo de su bote, tira de la cuerda y mi brazo sale del agua, se alza como pidiendo auxilio. El pescador corta el cordel sobre el borde de la embarcación y mi cadáver reemprende su viaje. He perdido mis ojos, mis órbitas vacías sueñan un sueño líquido, la vida innumerable palpita en mi interior. Liberado del peso de mi alma, desciende mi cadáver con toda liviandad.
REFUTACIÓN A PASCAL
Nos encontramos, casualmente, frente a uno de los cuadros de la exposición. Él les prestó una atención forzada a mis comentarios sobre los rasgos sobresalientes del estilo del artista. Desestimó mis observaciones acerca de las diferencias y las aproximaciones entre la obra expuesta y las nuevas tendencias de la pintura. A partir de ese momento lo traté con cautelosa cortesía. Pronto se definió como un amante del cultivo de las letras; después, sólo escuchamos su voz.
Eran las nueve y media de la noche cuando salí de aquel lugar, él caminaba junto a mi; no pude rechazar su ofrecimiento de acompañarme. La marea de sus palabras determinó el ritmo de nuestros pasos. El volumen de su discurso opacó los ruidos de la calle.
La carencia de matices de sus frases frustró mi pretensión de comprender sus contenidos. Él se prodigó en el monocorde relato de situaciones carentes de interés. En su empeño por darle realismo a su recitación, hacía crecer su fronda, cual un árbol que se esfuerza en el desarrollo de una rama que no necesita. Sus frases producían un desequilibrio cada vez mayor entre lo que pretendía transmitir y su manera de expresarlo. Arrojaba una palabra sobre otra, en forma presurosa, sin que hubiera entre ellas pertinencia; esos amontonamientos exigían que se le reclamara un poco de circunspección, no lo hice en ese momento, me aparté discretamente de su lado.
Sus frases eran las floraciones incoloras de una planta deforme y gigantesca. Hablaba de sus amores, de sus frustraciones y de otros temas irrelevantes; asuntos que ofenden la inteligencia, cacharros mentales que una mente cultivada no desea conocer. No se debe hablar desde la emoción, la descripción de una pena o una alegría particular carece de importancia en el mundo del arte y el pensamiento. Me gustan los hombres que alumbran los misterios de la vida en forma delicada, como si temieran contaminar, con sus voces, la pureza de aquello de lo que hablan. En ellos, cada expresión posee la belleza de la sugerencia; emplean maneras del decir que no precisan de lo evidente, porque sus palabras producen el milagro de la verdad sin convertirse en prisioneras de lo que conocemos con el nombre de realidad.
Cruzamos la ciudad. Yo era el testigo involuntario de la inutilidad de su esfuerzo, de su torpeza en el manejo de un discurso gredoso que no lograba tomar forma. Incapaz de elevarse por encima del uso mercenario del lenguaje, terminaba por perderse en el desorden de su propia construcción.
Puse un cuidado mayor en mi manera de escucharlo. El tema que trataba era atrayente: hablaba de la muerte, esa maestra de la insonoridad. Pronto me extravié entre la aridez de sus palabras y mis propios pensamientos.
Me tomó por sorpresa escuchar de sus labios la frase que lo perdió: habló del último cadáver encontrado. Insinuó como suya la autoría de esa muerte. Hecha esa confesión detuvo sus pasos y me miró con gesto retador, buscó encontrar en mí una reacción, la respuesta humillada a la fuerza que creía proyectar con su declaración; pero mi rostro permaneció impasible.
Reemprendimos nuestra marcha. Su ser entero estaba atento, mirando amorosamente esa cosa que él creía madura y plena y que era, apenas, una masa informe que intentaba salir de las tinieblas. La pobreza de su relato era la evidencia de que existen muchas ramas muertas en el árbol de la vida.
Caminábamos por un sector en ruinas. En ese momento tuve la percepción de que jamás existió ningún lazo que nos uniera. Detuve mis pasos y empecé a orinar contra la puerta de una casa, él esperó a mi lado, redujo la fuerza de su voz hasta hacerla casi inaudible.
Reclamé su atención antes de lanzarme sobre su cuerpo; busqué tener la certeza de que recibía el juicio definitivo con sus ojos abiertos, mirándome de frente. He permanecido a su lado hasta convencerme de su incuestionable silencio.
Cerca de este lugar, en mi biblioteca, la obra de Pascal me espera. Contrariando a los Jesuitas que el pensador refuta en sus CARTAS PROVINCIALES, he respondido en voz baja lo que este hombre ha dicho en voz alta. Limpio el cuchillo en el ramaje que crece entre los pedruscos. La razón tiene motivos que el corazón no entiende.
Retomo mi camino. El universo ha recobrado la armonía que pareció peligrar por un instante. Esta noche ha empezado mi distanciamiento definitivo del pensador. El final de este hombre le quita toda credibilidad a su consideración sobre el valor probatorio del martirio. Pascal afirma, en algún pasaje de su texto, “creer de buena gana las historias cuyos testigos se hacen degollar”. Jamás podré leer su descuidado comentario, sin un profundo asombro.
EL VINO DE MELISA
Mi amigo Roque dormirá, ahora, sobre una fría mesa de metal. Los médicos extraerán las linfas de su cuerpo, cortarán pequeños trozos de su carne y los pondrán bajo el microscopio; explicarán la causa de su muerte en un lenguaje impersonal, ajeno a toda poesía. Roque, mi amigo, ha muerto en forma repentina; Melisa y yo le acompañábamos. Hemos sido traídos a este sitio. El frío del amanecer escarcha muebles y paredes, el cuerpo de Melisa se estremece; lo cubro con mi abrigo.
La vida de mi amigo fue un viaje interminable. Amó todas las carnes sin distinguir en ellas tamaño ni color. Estuvo a gusto en medio de los hombres, las mujeres y las cosas, sin apurar las horas. Jamás le vi afanoso. Roque se comportaba, entre el rebaño, como si careciera de intención alguna. Sólo una vez (o tal vez dos) lo vi cruzar veloz, como un insecto que anda sobre la piel del agua, hasta el lugar donde “ella” lo esperaba; allí donde jamás podríamos llegar nosotros: animales pesados, de tranco cauteloso.
Yo, en cambio, Llevé mi corazón a las praderas del amor permitido, ¡No más allá! Amé en mi juventud dos o tres rosas sin cortarles sus tallos. Busqué mujeres plácidas, no abandonadas nunca a la pasión sin freno. Aparté de mi lado, sin esfuerzo alguno (me atreveré a decir que con dulzura), las compañías violentas e incendiarias. Jamás acaricié un botón de rosa no abierto todavía; ni, mucho menos, capullos encogidos.
Nunca atendí el reclamo de la pornografía vestida de erotismo; tampoco me tentaron las mozuelas de inocente impudor. Ni busqué, por contraste, bellezas delicadas; esas que a tantos gustan y que cuando se toman le brindan “ese rasgo espiritual” a toda violación. Ni el maullido de gata, ni el balido temblón de las cabras monteses entraron en mi oído.
Hago estas reflexiones en esta sala oscura y fría donde estamos retenidos. Pronto habrán de interrogarnos.
Me encontré con mi amigo el día de ayer, en esta ciudad sucia, lluviosa y agitada, después de muchos años de no vernos. Roque expresó el deseo de tenerme en su casa. Me entregó una tarjeta con sus señas, se colgó de mi brazo, me habló cerca al oído, suplicó… no cedí a sus reclamos. Pretexté que debía volver a mi ciudad al término del día. Mi amigo desistió a regañadientes.
Entonces llegó ella. Roque nos presentó. La muchacha me habló con simpatía. Se acercó a mí al hacerlo. Yo que soy cuidadoso de mi espacio no me sentí molesto porque ella lo invadiera. Sus ojos achinados descansaban sobre pómulos altos, sus manos se movían al hablar, como si…
¡No pude terminar de contemplarla! Roque me hizo saber que debía despedirme si quería estar a tiempo en la Estación de Trenes. Me maldije mil veces por tener que hacerlo.
Una hora después tomé el teléfono con mi mano izquierda. Llamé a mi amigo, le mentí, le dije haber perdido el tren. Le prometí llegar lo más pronto posible hasta su apartamento (estaba a pocos metros de distancia). En la mano derecha sostenía la botella de vino y los turrones.
Quien busca entrar al templo debe bañar su cuerpo en las aguas del Jordán; mi Jordán era Roque. El precio de estar cerca de Melisa fue jugar dos partidas de ajedrez (un juego que detesto), escuchar el relato de quince o veinte anécdotas. Hojear dos o tres álbumes de fotos comentadas. Reír de algunos chistes resabidos. Mi amigo habría hablado, sin parar, hasta el amanecer.
Entre una y otra parrafada de Roque, le entregué mi ofrenda a su muchacha, le pregunté su nombre. Su boca de dibujo descuidado reía y prometía, mientras mordía los dulces. Me agradó su manera de contemplar el fondo de la copa, como si pretendiera encontrar algo en el poso de su vino. Su cabeza de flor se sostenía en su cuello con dulzura. Su oreja diminuta tenía la forma de un bebé, precioso, pronto a su nacimiento. Recuerdo que jugaba con su pelo, haciendo caracoles con los dedos. Sentí danzar su alma en su interior, con levedad de pájaro. Me hice la promesa de que un día besaría sus omoplatos que parecían alzarse en forma de alas. Era la flor salvaje soñada y nunca hallada, la reina de las rosas reteñida con la sangre más pura. Uno podría jurar que esta muchacha tuvo que haber nacido mirando hacia los cielos. No supe en qué momento se perdió en el silencio. Tomó un libro en sus manos y se ocultó en sus hojas. Una flor habla, solamente, cuando desea hacerlo. Su nombre era Melisa.
Me fui a mi cuarto. No tenía sueño aún.
Las horas se negaban a avanzar. Yo giraba en el lecho. Casi al amanecer me sorprendió la luz de la bombilla, proyectada en mi rostro. La puerta de mi cuarto estaba abierta. Melisa me miraba, de pie, junto a mi lecho. Se sumergió en las sábanas. No dije una palabra por no romper la magia de ese instante. No supe en qué momento comprendí que hacíamos el amor. Su arrullo de paloma llenaba mis oídos. Sus mejillas ardían. Su labio se dobló sobre sí mismo, como si se cayera por su peso. Sé que entregué mi boca a esa boca de fauno que exhalaba mil insultos obscenos.
Creo que fui inferior al hambre de su cuerpo. La fuerza de su carne me llevó a las alturas y me soltó, después, sobre la tierra dura. Su cuerpo era un huracán rabioso. Sentí miedo al final. Me aterró la dureza de su lomo y lo extraño de su rostro, que era ahora de cabra. Si ella hubiera querido degollarme sé que me hubiera hincado, con mi cuello desnudo, ante su espada. Melisa me insultaba con voz enronquecida.
Quise parar el tiempo, quedarme en la contemplación de su sonrisa abyecta, en la fascinación de su belleza oscura que parecía venir de un mundo ajeno y misterioso. Yo le dije a mi alma que aquel era un momento hermoso para enfrentar la muerte.
No supe cuando terminó aquella locura. No se quedó en mi cuarto. Se puso en pie, apagó la bombilla, salió al pasillo y se fue sin mirarme. Yo oprimía en mis manos un pedazo de tela humedecida. No supe en qué momento me dormí.
Caminaba, en mi sueño, por un campo florido. El viento hacía danzar mil soles diminutos como granos de polen. Recuerdo que mis pies acariciaban un pasto delicado. Arriba no había más que espacio y luz. Caminé sobre el prado hasta llegar a un bosque. Penetré en su espesura. Escuché atrás de mí los aullidos de un lobo. Recuerdo que corrí entre los troncos que se hacían rugosos y mayores. Un rumor de hojas secas se alzaba tras mis pasos. En un momento apareció un vacío. Sé que caí en un pozo de aguas negras, mezcla de lodo y sangre, Sobre la superficie de estas aguas flotaban muchos peces, todos muertos. Yo estaba sorprendido. Contemplaba esa alfombra plateada cuando se abrió la puerta de mi cuarto. Alguien entró sin anunciarse: era, otra vez, Melisa.
- Roque ha muerto – me dijo,
Salimos al pasillo, lo cruzamos; mi mano temblorosa se apoyó en su cintura. Roque yacía desnudo sobre el lecho. Melisa sollozaba.
Sé que tomé el teléfono. Pedí el apoyo médico. Nada se pudo hacer por él. Hombres de blanco declararon su muerte. Poco tiempo después llegó la policía. Nos han traído a este lugar. Espero salir pronto de este equívoco.
Una puerta se abre: un hombre en uniforme, en medio de ella, roba la luz artificial del cuarto. Presiento que dirá mi nombre; también el de Melisa. Me pongo en pie, dispuesto a responderle. Su voz es la de Roque.
Al tiempo que me habla me sacude, me habla de un compromiso. Subiremos el cerro, El Santo nos espera.
El camino es estrecho y el ascenso es rudo. Las manos de Melisa toman flores del camino. Salta y da gritos. Actúa como si nada hubiese sucedido. De la ciudad se eleva un rumor gigantesco. Mi amigo me incomoda con su empeño en hablarme. Sus frases son conciertos de moscones. Yo no quiero escucharlo. Tampoco es mi deseo visitar al Santo.
Hemos llegado al templo del Señor de Monserrate. Un boquerón separa los dos cerros sembrados de eucaliptos y de pinos. El cuerpo de Jesús reposa en una urna de cristal, ha perdido su piel; una anciana, encogida, reza con voz gangosa. Un olor de pabilos moribundos llena nuestras narices. Los ojos de Melisa evitan encontrarse con los míos. Me entrego a la verdad: No hay que buscar en otro lugar del cuerpo lo que no está en los ojos. Reniego de mi sueño mentiroso. Quizá no haya sucedido nada entre Melisa y yo. A partir de este instante evito estar junto a ella. La luz de la mañana y su silencio, absurdo, han robado su belleza.
Descendemos del cerro. Recorremos las calles de la ciudad antigua. Visitamos la casa del poeta suicida (Todo poeta es un hombre que se mata día tras día). Cerca del medio día nos despedimos. Abrazo a Roque, le prometo volver. Melisa se despide con frialdad. Un taxi me transporta a la estación del tren.
El golpe de las ruedas en la unión de los rieles no me deja dormir. Vuelvo en mi pensamiento al lecho cómplice, a lo maravilloso de mi sueño. Pienso en Melisa. La tengo, nuevamente, entre mis brazos. Mi boca es prisionera de la suya. Su saliva me llena como una miel salvaje. la carne de sus labios, entregada a mi boca, posee la aspereza que tiene el vino nuevo. Siento que hunde, ávida, su rostro en mis axilas. Concluyo que antes de este encuentro desperdicié mi vida besando rosas muertas. Un hombre como yo (y también cualquier hombre) sólo debe apostar, en asuntos de la carne, por aquello que lo pierde.
Y todo lo soñado parece tan real…
Ahora estoy en mi cuarto, pongo en orden mis cosas. Al extraer mis ropas percibo que un objeto cae al suelo. El hombre que soy yo, ahora, recoge con arrobo esta prenda delicada. La lleva hasta su rostro, que es mi rostro. Aspira (aspiro) su perfume, con los ojos cerrados. Son los calzoncitos que Melisa, muchacha descuidada, dejó sobre mi lecho.
UNA MUERTE EN “PATIO CEMENTO"
Nos reclutaron por sorpresa. No hubo abrazo de novia, promesa de escribir, llanto de despedida. Viajamos apretados, de pie o tirados sobre el piso de un camión destartalado, hasta la fría Pamplona. En su cuartel cayeron sobre mí los gritos y las palabras duras; también los puñetazos, los puntapiés, los golpes de correa; la ofensa vil a la honra de mi madre; los días de encierro en la celda de castigo, el chorro de agua fría sobre la piel desnuda; la ilusión de salvarme en otra carne… olor a orines y mugre entre las sábanas, mordeduras de chinches, llanto de un niño inconsolable entre la oscuridad (tirado en un rincón, cualquier rincón en esa alcoba donde yaces con tu puta). Después, la purga: el nitrato de plata sobre la carne viva.
Allí aprendí cómo perder la vida haciendo cosas para no perderla. Después rodé, de cuartel en cuartel, hasta llegar a la Brigada Quinta.
“Parque de Los Niños”, en Bucaramanga: Cartas de amor escritas junto al fogón de una cocina pobre, puestas en tu bolsillo por tu enamorada. Mensajes que te ofrecen más que el cielo y que piden un precio que no puedes pagar: “amor, amor, te quiero, te juro amarte eternamente. ¿Te casarás conmigo?”. Y encima del escrito dos palomas con picos que se buscan; corazones flechados cayendo por la margen de una hoja; caminatas sin término, cabezas inclinadas y frentes que se encuentran, dedos entrelazados, su muslo contra el tuyo; avances, detenciones; calles de poco tránsito, cómplices del deseo; abrazos y caricias en lo oscuro de un cine. Muchachas cuyos labios no sabían soltarse para el beso.
Te acuestas fastidiado por la sed, el hambre y la fatiga. El calor te sofoca, te agobian los mosquitos. Te duermes, como siempre… sin saberlo. Te arroja del camastro un grito airado. Haces flexiones, trotas, corres, ¡Quieres morir! Buscas meter el mundo en un hueco de olvido. Te sientes bien cuando comprendes que tu alma ha muerto. Dispararías sobre el universo si lo ordenara un superior.
Segundo mes del año sesenta y seis: Patio Cemento (Santander). Palos de yuca escuálidos y cañas de maíz entristecidas, aire caliente y tierra dura. Hombres como de piedra, hambre en todos los rostros, ojos que no desean verte, oídos incapaces de escuchar tu voz. Un poco más allá, la casa de Genaro. Bajo la alfombra de la sala, el túnel. Después la gasolina, el fuego, la explosión. No aplicamos, allí, la fuerza, gradualmente. De no haber sujetado a las mujeres se habrían arrojado entre las llamas. Cien metros más allá cruzamos el río Opón.
Al pie del monte ataques por sorpresa, huidas hacia la selva, persecución inútil. Se habló de la presencia de Camilo (el cura guerrillero) entre los insurgentes; también de una mujer, su nombre era “Mariela”. En el primer encuentro perdimos dieciocho hombres; ellos perdieron cinco. Luego vino la orden de tomar la montaña: “Cercar y aniquilar” fue el nombre de la acción.
Para el trabajo de inspección y búsqueda elegí tres soldados (Eran, los tres, mis cómplices y amigos): Eyes Angulo Pablo, Nieto Federico Antonio y Casallas Libardo. Yo era Cabo Segundo. El grueso de la tropa (Batallón de montaña) iría tras nosotros.
No había amanecido; apenas distinguíamos lo negro de lo blanco cuando empezó el ascenso. Hicimos el camino alejados de la trocha. Trepar fue una tarea larga y dura. Éramos, juntos, un nudo de lombrices; una espalda chocaba con las otras, las manos se buscaban. Formábamos un monstruo cuyos miembros no podían separarse. Árboles y follaje detenían nuestros pasos, lo apretado del verde nos tapaba la luz. Ligamos con un caucho los tobillos de un hombre acalambrado; para volverle el alma metimos en su tripa agua salada. El ruido de metralla se escuchaba cercano. Nos empujaba el miedo al “fuego amigo”.
Nos caímos de espaldas (igual que escarabajos boca arriba), al alcanzar el filo. Habían transcurrido doce horas, teníamos sed de aire y dolor en el pecho; la sequedad de nuestras bocas hacía imposible pronunciar palabra; los pájaros volvían a sus nidos; no había una sola nube que enturbiara el cielo, el sol se iba ocultando; al frente nos miraba el cerro Pan de Azúcar.
Una voz como un trueno puso en vuelo las aves, tiñó en gris los azules, volvió ceniza el aire en nuestras bocas: el teniente Ramírez gritaba nuestros nombres. Nos pusimos en pie.
Un golpe de metralla silenció sus aullidos, también nuestra respuesta; nos puso de rodillas, congeló nuestra sangre. Todo fue a un mismo tiempo.
Vaciamos nuestras armas. Cortamos con las balas los arbustos que se movían, un poco apenas, más allá del terreno despejado. Vino luego un silencio turbador más inquietante, aún, que el ruido de las armas. Parecía que el tiempo se hubiese detenido. Más tarde oímos un martillar de botas sobre la tierra dura… eran nuestras pisadas. Los platos y pocillos hacían coro en las bolsas del menaje.
Encontramos un hombre, agonizante, de mediana edad. Un niño de doce años (tendría tal vez trece), tirado junto a él, parecía dormir. La vida había pintado gravedad de hombre en su rostro infantil. Sus manos, blancas, se hicieron grises ante nuestros ojos. La carabina, con mira telescópica, hacía guardia a su lado. Sentí pena por él. Eran las cinco de la tarde. Me incliné sobre el hombre. Un papel que salía de su bolsillo pasó a mi mano y se ocultó en mis ropas. No me vio hacerlo porque ya había muerto. Lo nuevo de su traje y lo limpio de sus manos me hicieron comprender quien era él. Pronto escuchamos una voz temida: era Angarita, tres veces capitán.
Caminó entre nosotros como si no nos viera, hizo girar los cuerpos de los muertos, contempló sus heridas, pidió el radioteléfono. “Ha caído Camilo”, dijo, sin emoción.
“Pronto llegará MANO DE YUCA – (MANO DE YUCA era el nombre clave con el que llamábamos al coronel) – indicó, sin mirarnos – El grupo de localizadores descenderá del cerro. El personal debe recuperar vestuario y armas de los soldados y guerrilleros muertos que encuentre en el camino”.
Rodeamos el cuerpo del teniente. Nosotros le decíamos “PANCHO VILLA”, por su aspecto fiero. Cuando gritaba “carrera mar” había que arrancar, sin terminar de oírlo, porque antes de ladrar su orden estaba disparándote a los pies. A veces era dulce en su autoritarismo; entonces nos decía en tono paternal: “Hay que estar atentos, muchachos, la muerte no nos da segunda oportunidad”. Él no la tuvo. Cerró su mano izquierda en el tallo de rosa de la cerca, la otra le cubría el corazón, buscando protegerlo. La gorra le caía sobre la frente, por el lado derecho, cubriendo un ojo gris muerto desde hacía tiempo. Su pecho era una tabla perforada. Solté, como al descuido, una oración sobre su cuerpo.
Sentimos el apremio de bajar. Queríamos estar en nuestra base ante a una taza de “caldo peligroso” (ese caldo fuerte que nos servían en el rancho). Yo quería dormir. De arriba nos llegaba el rumor del helicóptero, en él venían los altos mandos. El hambre nos comía. Las gentes nos negaron hasta el agua.
Dos días después leí el papel que le robé al cadáver. Era la copia de una carta de Monseñor LUIS CONCHA CÓRDOBA, dirigida a Camilo. Recuerdo algunas frases:
“Quiero añadir que desde el principio de mi sacerdocio he estado absolutamente persuadido de que las directivas pontificias vedan al sacerdote intervenir en actividades políticas y en cuestiones puramente técnicas y prácticas, en materia de acción social propiamente dicha. En virtud de esa convicción, durante mi ya largo episcopado me he esforzado por mantener el clero sujeto a mi jurisdicción apartado de la intervención en las materias que he mencionado”.
Por unos cuantos días se habló del niño muerto. Siempre en voz baja y, siempre, en sitios apartados. En San Vicente conocían su alias: le llamaban “La Pava”. Alguien elogió su puntería. Sobre su memoria se tejió una leyenda, efímera y pequeña al igual que su vida.
No hubo interrogatorio. Jamás nos preguntaron cómo murió Camilo. Cayó en Patio Cemento. Corría el año sesenta y seis. Nosotros disparamos sobre él.
miércoles, 25 de marzo de 2015
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