Por:
Albert Camus
A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro
único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían
causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos
había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y,
sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron
cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que
había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan
individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de
pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento
principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio.
Una de las consecuencias más notables de la clausura de las
puertas fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que
no estaban preparados para ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían
creído aceptar días antes una separación temporal, que se habían abrazado en la
estación sin más que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver
pocos días o pocas semanas más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana,
apenas distraídos por la partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de
pronto separados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la
clausura se había efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura
y, naturalmente, era imposible tomar en consideración los casos particulares.
Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer
efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran
sentimientos individuales. Desde las primeras horas del día en que la orden
entró en vigor, la prefectura fue asaltada por una multitud de demandantes que
por teléfono o ante los funcionarios exponían situaciones, todas igualmente
interesantes y, al mismo tiempo, igualmente imposibles de examinar. En
realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos
encontrábamos en una situación sin compromisos posibles y que las palabras
“transigir”, “favor”, “excepción” ya no tenían sentido.
Hasta la pequeña satisfacción de escribir nos fue negada. Por
una parte, la ciudad no estaba ligada al resto del país por los medios de
comunicación habituales, y por otra, una nueva disposición prohibió toda
correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección.
Al principio, hubo privilegiados que pudieron entenderse en las puertas de la
ciudad con algunos centinelas de los puestos de guardia, quienes consintieron
en hacer pasar mensajes al exterior. Esto era todavía en los primeros días de
la epidemia y los guardias encontraban natural ceder a los movimientos de
compasión. Pero al poco tiempo, cuando los mismos guardias estuvieron bien
persuadidos de la gravedad de la situación, se negaron a cargar con
responsabilidades cuyo alcance no podían prever. Las comunicaciones telefónicas
interurbanas, autorizadas al principio, ocasionaron tales trastornos en las
cabinas públicas y en las líneas, que fueron totalmente suspendidas durante
unos días y, después, severamente limitadas a lo que se llamaba casos de
urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un matrimonio. Los telegramas
llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados por la inteligencia, por el
corazón o por la carne fueron reducidos a buscar los signos de esta antigua
comunión en las mayúsculas de un despacho de diez palabras. Y como las fórmulas
que se pueden emplear en un telegrama se agotan pronto, largas vidas en común o
dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en un intercambio periódico de
fórmulas establecidas tales como: “Sigo bien. Cuídate. Cariños.”
Algunos se obstinaban en escribir e imaginaban sin cesar
combinaciones para comunicarse con el exterior, que siempre terminaban por
resultar ilusorias. Sin embargo, aunque algunos de los medios que habíamos
ideado diesen resultado, nunca supimos nada porque no recibimos respuesta.
Durante semanas estuvimos reducidos a recomenzar la misma carta, a copiar los
mismos informes y las mismas llamadas, hasta que al fin las palabras que habían
salido sangrantes de nuestro corazón quedaban vacías de sentido. Entonces,
escribíamos maquinalmente haciendo por dar, mediante frases muertas, signos de
nuestra difícil vida. Y para terminar, a este monólogo estéril y obstinado, a
esta conversación árida con un muro, nos parecía preferible la llamada
convencional del telégrafo.
Al cabo de unos cuantos días, cuando llegó a ser evidente que no conseguiría
nadie salir de la ciudad, tuvimos la idea de preguntar si la vuelta de los que
estaban fuera sería autorizada. Después de unos días de reflexión la prefectura
respondió afirmativamente. Pero señaló muy bien que los repatriados no podrían
en ningún caso volver a irse, y que si eran libres de entrar no lo serían de
salir.
Entonces algunas familias, por lo demás escasas, tomaron la
situación a la ligera y poniendo por encima de toda prudencia el deseo de
volver a ver a sus parientes invitaron a éstos a aprovechar la ocasión. Pero
pronto los que eran prisioneros de la peste comprendieron el peligro en que
ponían a los suyos y se resignaron a sufrir la separación. En el momento más
grave de la epidemia no se vio más que un caso en que los sentimientos humanos
fueron más fuertes que el miedo a la muerte entre torturas. Y no fue, como se
podría esperar, dos amantes que la pasión arrojase uno hacia el otro por encima
del sufrimiento. Se trataba del viejo Castel y de su mujer, casados hacía
muchos años. La señora Castel, unos días antes de la epidemia, había ido a una
ciudad próxima. No eran una de esas parejas que ofrecen al mundo la imagen de
una felicidad ejemplar, y el narrador está a punto de decir que lo más probable
era que esos esposos, hasta aquel momento, no tuvieran una gran seguridad de
estar satisfechos de su unión. Pero esta separación brutal y prolongada los
había llevado a comprender que no podían vivir alejados el uno del otro y, una
vez que esta verdad era sacada a la luz, la peste les resultaba poca cosa.
Esta fue una excepción. En la mayoría de los casos, la
separación, era evidente, no debía terminar más que con la epidemia. Y para
todos nosotros, el sentimiento que llenaba nuestra vida y que tan bien creíamos
conocer (los oraneses, ya lo hemos dicho, tienen pasiones muy simples) iba
tomando una fisonomía nueva. Maridos y amantes que tenían una confianza plena
en sus compañeros se encontraban celosos. Hombres que se creían frívolos en
amor, se volvían constantes. Hijos que habían vivido junto a su madre sin
mirarla apenas, ponían toda su inquietud y su nostalgia en algún trazo de su
rostro que avivaba su recuerdo. Esta separación brutal, sin límites, sin futuro
previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el
recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba
ahora nuestros días. De hecho sufríamos doblemente, primero por nuestro
sufrimiento y además por el que imaginábamos en los ausentes, hijo, esposa o
amante.
En otras circunstancias, por lo demás, nuestros conciudadanos
siempre habrían encontrado una solución en una vida más exterior y más activa.
Pero la peste los dejaba, al mismo tiempo, ociosos, reducidos a dar vueltas a
la ciudad mortecina y entregados un día tras otro a los juegos decepcionantes
del recuerdo, puesto que en sus paseos sin meta se veían obligados a hacer
todos los días el mismo camino, que, en una ciudad tan pequeña, casi siempre
era aquel que en otra época habían recorrido con el ausente.
Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros
conciudadanos fue el exilio. Y el cronista está persuadido de que puede
escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto
que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos de nuestros conciudadanos.
Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro
de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás
o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas
abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y
nos poníamos a esperar que sonara el timbre o que se oyera un paso familiar en
la escalera y si en esos momentos llegábamos a olvidar que los trenes estaban
inmovilizados, si nos arreglábamos para quedarnos en casa a la hora en que
normalmente un viajero que viniera en el expreso de la tarde pudiera llegar a
nuestro barrio, ciertamente este juego no podía durar. Al fin había siempre un
momento en que nos dábamos cuenta de que los trenes no llegaban. Entonces
comprendíamos que nuestra separación tenía que durar y que no nos quedaba más
remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra
condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos
tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al
menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la
imaginación inflige a los que se confían a ella.
En especial, todos nuestros conciudadanos se privaron pronto,
incluso en público, de la costumbre que habían adquirido de hacer suposiciones
sobre la duración de su aislamiento. ¿Por qué? Porque cuando los más pesimistas
le habían asignado, por ejemplo unos seis meses, y cuando habían conseguido
agotar de antemano toda la amargura de aquellos seis meses por venir, cuando
habían elevado con gran esfuerzo su valor hasta el nivel de esta prueba; puesto
en tensión sus últimas fuerzas para no desfallecer en este sufrimiento a través
de una larga serie de días, entonces, a lo mejor, un amigo que se encontraba,
una noticia dada por un periódico, una sospecha fugitiva o una brusca
clarividencia les daba la idea de que, después de todo, no había ninguna razón
para que la enfermedad no durase más de seis meses o acaso un año o más
todavía.
En ese momento el derrumbamiento de su valor y de su voluntad
era tan brusco que llegaba a parecerles que ya no podrían nunca salir de ese
abismo. En consecuencia, se atuvieron a no pensar jamás en el término de su
esclavitud, a no vivir vueltos hacia el porvenir, a conservar siempre, por
decirlo así, los ojos bajos. Naturalmente, esta prudencia, esta astucia con el
dolor, que consistía en cerrar la guardia para rehuir el combate, era mal
recompensada. Evitaban sin duda ese derrumbamiento tan temido, pero se privaban
de olvidar algunos momentos la peste con las imágenes de un venidero encuentro.
Y así, encallados a mitad de camino entre esos abismos y esas costumbres,
fluctuaban, más bien que vivían, abandonados a recuerdos estériles, durante
días sin norte, sombras errantes que sólo hubieran podido tomar fuerzas
decidiéndose a arraigar en la tierra su dolor.
El sufrimiento profundo que experimentaban era el de todos los
prisioneros y el de todos los exiliados, el sufrimiento de vivir con un
recuerdo inútil. Ese pasado mismo en el que pensaban continuamente sólo tenía
el sabor de la nostalgia. Hubieran querido poder añadirle todo lo que sentían
no haber hecho cuando podían hacerlo, con aquel o aquellas que esperaban, e
igualmente mezclaban a todas las circunstancias relativamente dichosas de sus
vidas de prisioneros la imagen del ausente, no pudiendo satisfacerse con lo que
en la realidad vivían. Impacientados por el presente, enemigos del pasado y
privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos que la justicia o el odio
de los hombres tienen entre rejas. Al fin, el único medio de escapar a este
insoportable vagar, era hacer marchar los trenes con la imaginación y llenar
las horas con las vibraciones de un timbre que, sin embargo, permanecía
obstinadamente silencioso.
Pero si esto era el exilio, para la mayoría era el exilio en su
casa. Y aunque el cronista no haya conocido el exilio más que como todo el
mundo, no debe olvidar a aquellos, como el periodista Rambert y otros, para los
cuales las penas de la separación se agrandaban por el hecho de que habiendo
sido sorprendidos por la peste en medio de su viaje, se encontraban alejados
del ser que querían y de su país.
En medio del exilio general, estos eran lo más exiliados, pues
si el tiempo suscitaba en ellos, como en todos los demás, la angustia que es la
propia, sufrían también la presión del espacio y se estrellaban continuamente
contra las paredes que aislaban aquel refugio apestado de su patria perdida. A
cualquier hora del día se los podía ver errando por la ciudad polvorienta,
evocando en silencio las noches que sólo ellos conocían y las mañanas de su
país. Alimentaban entonces su mal con signos imponderables, con mensajes
desconcertantes: un vuelo de golondrinas, el rosa del atardecer, o esos rayos
caprichosos que el sol abandona a veces en las calles desiertas. El mundo
exterior que siempre puede salvarnos de todo, no querían verlo, cerraban los
ojos sobre él obcecados en acariciar sus quimeras y en perseguir con todas sus
fuerzas las imágenes de una tierra donde una luz determinada, dos o tres
colinas, el árbol favorito y el rostro de algunas mujeres componían un clima
para ellos irreemplazable.
Por ocuparnos, en fin, de los amantes, que son los que más
interesan y ante los que el cronista está mejor situado para hablar, los
amantes se atormentaban todavía con otras angustias entre las cuales hay que
señalar el remordimiento. Esta situación les permitía considerar sus
sentimientos con una especie de febril objetividad, y en esas ocasiones casi
siempre veían claramente sus propias fallas. El primer motivo era la dificultad
que encontraban para recordar los rasgos y gestos del ausente. Lamentaban
entonces la ignorancia en que estaban de su modo de emplear el tiempo; se
acusaban de la frivolidad con que habían descuidado el informarse de ello y no
haber comprendido que para el que ama, el modo de emplear el tiempo del amado
es manantial de todas sus alegrías. Desde ese momento empezaban a remontar la
corriente de su amor, examinando sus imperfecciones. En tiempos normales todos sabemos,
conscientemente o no, que no hay amor que no pueda ser superado, y por lo
tanto, aceptamos con más o menos tranquilidad que el nuestro sea mediocre. Pero
el recuerdo es más exigente. Y así, consecuentemente, esta desdicha que
alcanzaba a toda una ciudad no sólo nos traía un sufrimiento injusto, del que
podíamos indignarnos: nos llevaba también a sufrir por nosotros mismos y nos
hacía ceder al dolor. Esta era una de las maneras que tenía la enfermedad de
atraer la tentación y de barajar las cartas.
Cada uno tuvo que aceptar el vivir al día, solo bajo el cielo.
Este abandono general que podía a la larga templar los caracteres, empezó, sin
embargo, por volverlos fútiles. Algunos, por ejemplo, se sentían sometidos a
una nueva esclavitud que les sujetaba a las veleidades del sol y de la lluvia;
se hubiera dicho, al verles, que recibían por primera vez la impresión del
tiempo que hacía. Tenían aspecto alegre a la simple vista de una luz dorada,
mientras que los días de lluvia extendían un velo espeso sobre sus rostros y
sus pensamientos. A veces, escapaban durante cierto tiempo a esta debilidad y a
esta esclavitud irrazonada porque no estaban solos frente al mundo y, en cierta
medida, el ser que vivía con ellos se anteponía al universo. Pero llegó un
momento en que quedaron entregados a los caprichos del cielo, es decir, que
sufrían y esperaban sin razón.
En tales momentos de soledad, nadie podía esperar la ayuda de su
vecino; cada uno seguía solo con su preocupación. Si alguien por casualidad
intentaba hacer confidencias o decir algo de sus sufrimientos, la respuesta que
recibía le hería casi siempre. Entonces se daba cuenta de que él y su
interlocutor hablaban cada uno cosas distintas. Uno en efecto hablaba desde el
fondo de largas horas pasadas rumiando el sufrimiento, y la imagen que quería
comunicar estaba cocida al fuego lento de la espera y de la pasión. El otro,
por el contrario, imaginaba una emoción convencional, uno de esos dolores
baratos, una de esas melancolías de serie. Benévola u hostil, la respuesta
resultaba siempre desafinada: había que renunciar. O al menos, aquellos para
quienes el silencio resultaba insoportable, en vista de que los otros no
comprendían el verdadero lenguaje del corazón, se decidían a emplear también la
lengua que estaba en boga y a hablar ellos también al modo convencional de la
simple relación, de los hechos diversos, de la crónica cotidiana, en cierto
modo. En ese molde, los dolores más verdaderos tomaban la costumbre de
traducirse en las fórmulas triviales de la conversación. Sólo a este precio los
prisioneros de la peste podían obtener la compasión de su portero o el interés
de sus interlocutores.
Sin embargo, y esto es lo más importante, por dolorosas que
fuesen estas angustias, por duro que fuese llevar ese vacío en el corazón, se
puede afirmar que los exiliados de ese primer período de la peste fueron seres
privilegiados. En el momento mismo en que todo el mundo comenzaba a
aterrorizarse, su pensamiento estaba enteramente dirigido hacia el ser que
esperaban. En la desgracia general, el egoísmo del amor les preservaba, y si
pensaban en la peste era solamente en la medida en que podía poner a su
separación en el peligro de ser eterna. Llevaba, así, al corazón mismo de la
epidemia una distracción saludable que se podía tomar por sangre fría. Su
desesperación les salvaba del pánico, su desdicha tenía algo bueno. Por
ejemplo, si alguno de ellos era arrebatado por la enfermedad, lo era sin tener
tiempo de poner atención en ello. Sacado de esta larga conversación interior
que sostenía con una sombra, era arrojado sin transición al más espeso silencio
de la tierra. No había tenido tiempo de nada.
Mientras nuestros conciudadanos se adaptaban a este inopinado
exilio, la peste ponía guardias a las puertas de la ciudad y hacía cambiar de
ruta a los barcos que venían hacia Oran. Desde la clausura ni un solo vehículo
había entrado. A partir de ese día se tenía la impresión de que los automóviles
se hubieran puesto a dar vueltas en redondo. El puerto presentaba también un
aspecto singular para los que miraban desde lo alto de los bulevares. La
animación habitual que hacía de él uno de los primeros puertos de la costa se
había apagado bruscamente. Todavía se podían ver algunos navíos que hacían
cuarentena. Pero en los muelles, las grandes grúas desarmadas, las vagonetas
volcadas de costado, las grandes filas de toneles o de fardos testimoniaban que
el comercio también había muerto de la peste.
A pesar de estos espectáculos desacostumbrados, a nuestros conciudadanos les
costaba trabajo comprender lo que les pasaba. Había sentimientos generales como
la separación o el miedo, pero se seguía también poniendo en primer lugar las
preocupaciones personales. Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su
mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o
dañaba sus intereses. Estaban malhumorados o irritados y estos no son
sentimientos que puedan oponerse a la peste. La primera reacción fue, por
ejemplo, criticar la organización. La respuesta del prefecto ante las críticas,
de las que la prensa se hacía eco (“¿No se podría tender a un atenuamiento de
las medidas adoptadas?”), fue sumamente imprevista. Hasta aquí, ni los
periódicos ni la agencia Ransdoc había recibido comunicación oficial de las
estadísticas de la enfermedad. El prefecto se las comunicó a la agencia día por
día, rogándole que las anunciase semanalmente.
Ni en eso siquiera la reacción del público fue inmediata. El anuncio de que
durante la tercera semana la peste había hecho trescientos dos muertos no
llegaba a hablar a la imaginación. Por una parte, todos, acaso, no habían
muerto de la peste, y por otra, nadie sabía en la ciudad cuánta era la gente
que moría por semana. La ciudad tenía doscientos mil habitantes y se ignoraba
si esta proporción de defunciones era normal. Es frecuente descuidar la
precisión en las informaciones a pesar del interés evidente que tienen. Al
público le faltaba un punto de comparación. Sólo a la larga, comprobando el
aumento de defunciones, la opinión tuvo conciencia de la verdad. La quinta
semana dio trescientos veintiún muertos y la sexta trescientos cuarenta y
cinco. El aumento era elocuente. Pero no lo bastante para que nuestros
conciudadanos dejasen de guardar, en medio de su inquietud, la impresión de que
se trataba de un accidente, sin duda enojoso, pero después de todo temporal.
Así, pues, continuaron circulando por las calles y sentándose en las terrazas
de los cafés. En conjunto no eran cobardes, abundaban más las bromas que las
lamentaciones y ponían cara de aceptar con buen humor los inconvenientes,
evidentemente pasajeros. Las apariencias estaban salvadas. Hacia fines de mes,
sin embargo, y poco más o menos durante la semana de rogativas de la que se
tratará más tarde, hubo transformaciones graves que modificaron el aspecto de
la ciudad. Primeramente, el prefecto tomó medidas concernientes a la
circulación de los vehículos y al aprovisionamiento. El aprovisionamiento fue
limitado y la nafta racionada. Se prescribieron incluso economías de
electricidad. Sólo los productos indispensables llegaban por carretera o por
aire a Oran. Así que se vio disminuir la circulación progresivamente hasta
llegar a ser poco más o menos nula. Las tiendas de lujo cerraron de un día para
otro, o bien algunas de ellas llenaron los escaparates de letreros negativos
mientras las filas de compradores se estacionaban en sus puertas.
Oran tomó un aspecto singular. El número de peatones se hizo más
considerable e incluso, a las horas desocupadas, mucha gente reducida a la
inacción por el cierre de los comercios y de ciertos despachos, llenaba las
calles y los cafés. Por el momento, nadie se sentía cesante, sino de
vacaciones. Oran daba entonces, a eso de las tres de la tarde, por ejemplo, y
bajo un cielo hermoso, la impresión engañadora de una ciudad de fiesta donde
hubiesen detenido la circulación y cerrado los comercios para permitir el
desenvolvimiento de una manifestación pública y cuyos habitantes hubieran
invadido las calles participando de los festejos.
Naturalmente, los cines se aprovecharon de esta ociosidad general e hicieron
gran negocio. Pero los circuitos que las películas realizaban en el
departamento eran interrumpidos. Al cabo de dos semanas los empresarios se
vieron obligados a intercambiar los programas y después de cierto tiempo los
cines terminaron por proyectar siempre el mismo film. Sin embargo, las entradas
no disminuyeron.
Los cafés, en fin, gracias a las reservas considerables
acumuladas en una ciudad donde el comercio de vinos y alcoholes ocupa el primer
lugar, pudieron igualmente alimentar a sus clientes. A decir verdad, se bebía
mucho. Por haber anunciado un café que “el vino puro mata al microbio”, la idea
ya natural en el público de que el alcohol preserva de las enfermedades
infecciosas se afirmó en la opinión de todos. Por las noches, a eso de las dos,
un número considerable de borrachos, expulsados de los cafés, llenaba las
calles expansionándose con ocurrencias optimistas.
Pero todos estos cambios eran, en un sentido, tan
extraordinarios y se habían ejecutado tan rápidamente que no era fácil
considerarlos normales ni duraderos. El resultado fue que seguíamos poniendo en
primer término nuestros sentimientos personales.