miércoles, 10 de junio de 2020

FILOSOFÍA DEL ARTE Y ESTÉTICA/ YVES MICHAUD







Introducción

La estética y la filosofía del arte se confunden a menudo; buena señal de que colindan, por más que, a su vez, tengan diferencias significativas. La filosofía del arte tiene una historia más larga que la estética. De hecho, aunque la estética sea hoy una disciplina consagrada, no remonta a períodos anteriores al siglo XVIII, mientras que ya en Platón, Aristóteles, Plotino, los pensadores escolásticos o Leibniz se da una reflexión sobre lo bello en su relación con la naturaleza, con las actividades humanas y con la naturaleza divina.
A decir verdad, si nos atuviéramos estrictamente a los términos, la filosofía del arte debiera dejar de lado los fenómenos que escapan propiamente al arte, se trate de los que afectan a la naturaleza, a la belleza humana, a la del universo, o a la belleza de los sentimientos y de los conocimientos. Versaría sobre el arte en todas sus dimensiones, noción ya suficientemente amplia y confusa, puesto que el término se utiliza en numerosos sentidos y cubre el significado tanto del gran arte como de las artes populares o de masas o de prácticas que son a la vez religiosas, mágicas o rituales. En realidad, la filosofía no se ha privado a sí misma de desbordar el dominio del arte. Ya desde sus comienzos, y durante mucho tiempo, cuando se trataba de lo bello, no estaba en juego el arte, sino la belleza de las cosas, de la naturaleza, de las conductas y de los seres humanos –en particular de los cuerpos–. Por tanto, la pareja conceptual a ejercitar sería, en realidad, “filosofía de lo bello y estética”.
El concepto de estética corrige en un cierto sentido esta dificultad en la medida en que la estética tiene, de entrada, un campo amplio: trata de la experiencia sensible vinculada a lo bello y al arte –como indica etimológicamente el término “estética”– y no toma en consideración sólo el arte  respecto a su existencia y a sus modos de operación sobre la sensibilidad, sino también la experiencia estética en general; lo que le lleva a la consideración de formas de la sensibilidad no necesariamente vinculadas al arte. 
Así pues, la primera precaución es de no utilizar sin atención suficiente un término por el otro ni, en ningún caso, ceder a una ilusión de intemporalidad: los conceptos de cada una de estas  disciplinas llevan la marca de sus condiciones de nacimiento y de elaboración. La filosofía del arte, probablemente, tendría esta especificidad de responder a la generalidad de la estética con un  añadido mayor de generalidad, puesto que mientras ésta se concentra en la experiencia del arte, aquella amplia la consideración al lugar que ocupa el arte en la vida humana y a su alcance metafísico y existencial.
Hay que añadir a esto que la actividad intelectual, incluida la filosófica, se ha profesionalizado. La estética se ha constituido a partir de los últimos años del siglo XIX como una disciplina universitaria autónoma, con sus problemáticas y sus categorías propias. En esta situación ha dejado de lado, por demasiado especulativas y arriesgadas, las interrogaciones filosóficas generales que suscita la existencia de una actividad humana como el arte. Es por este motivo que seguramente existe hoy un lugar para una filosofía del arte renovada, así como para una estética ampliada.


La estética: origen y significación

Para empezar, el propio término de “estética” merece ciertas aclaraciones. Fue Baumgarten quien lo puso en circulación en 1735, en su texto Meditationes Philosophicae de nonnullis ad poema pertinentibus. Allí, Baumgarten distinguía entre los noeta, es decir, las cosas pensadas, que han de ser conocidas por una facultad superior y manifiestan una lógica, y las aisthèta, las cosas sentidas, objetos de una ciencia (épistemè) estética (aisthètika). En el párrafo 1 de su Estética de 1750–1758, define la estética como “la teoría de las artes liberales, una gnoseología inferior, un arte de pensar lo bello, una ciencia del conocimiento sensitivo”.
Esta innovación terminológica corona una evolución que se remonta a Leibniz. En sus Nouveaux Essais sur l’entendement humain (1704), donde responde al filósofo empirista inglés Locke, Leibniz retoma la distinción lockiana entre nuestras ideas de cualidades primarias, que representan las propiedades de las cosas, y nuestras ideas de cualidades secundarias, que son, únicamente, el efecto que tienen en nosotros unas ciertas cualidades desconocidas de las cosas. Que no conozcamos la causa de estas ideas no cambia en nada el hecho de que tengan para nosotros una cara afectiva y sensible que nos informe, aunque sea confusamente, sobre la realidad. Leibniz entrevé a partir de esto una nueva zona de conocimiento, que no será la del conocimiento claro y distinto aportado por las ideas de las cualidades primeras, sino un conocimiento claro (sabemos bien qué ideas tenemos y qué es lo que nos provocan), pero no distinto (no sabemos a qué corresponden en tanto que ideas). Esto crea el lugar para un conocimiento confuso, que es el que tenemos de los colores, los olores, los sabores y también es el que nos facilitan los pintores y los artistas: reconocemos la cosa sin poder decir en qué consisten sus diferencias ni sus propiedades. A través de estas ideas claras y distintas, el espíritu entra en estados alógicos, estéticos y sensibles. Este es, precisamente, el dominio que Baumgarten designa como “gnoseología inferior”, que es el que nosotros designamos como perteneciente a la estética.
Así, desde inicios del siglo XVIII se abre un dominio de lo experimentado, de lo sensible y del sentimiento que nos hace conocer ciertas cosas sin que las conozcamos en el sentido cognitivo estricto. El desarrollo de estudios y reflexiones sobre estos sentimientos dará lugar al nacimiento de la estética propiamente dicha, que acontecerá en las teorías del gusto, desde la del Padre Bouhours hasta la de Hume, pasando por el abat Du Bos, Shaftesbury, Voltaire, Montesquieu, Hutcheson, Burke, etc.
La aparición de la estética en términos de su definición intelectual debe ser puesta en relación con procedimientos de definición del arte y de las instituciones que se ocupan de su existencia, es decir, con una economía y un mundo del arte particulares, puesto que los conceptos toman vida en un “mundo del arte”. Éste está configurado por espectadores y por un público que aprecian las obras de arte en el seno de instituciones como los Salones, las salas de ópera o de concierto y, un poco más tarde, hacia el fin del siglo XVII, los museos.
Esto explica que  las categorías principales de la estética giren entorno de la naturaleza de las obras de arte, de sus propiedades y de sus efectos, de su valorización y, más tarde, cuando, en el siglo XX, la definición de arte se convierta en algo menos seguro, de su identificación, dejando de lado la reflexión sobre la producción del arte. Ésta, que fue en un primer momento exclusivo del medio profesional de los artistas a través de las teorías de la creación artística, se dejó en manos de los antropólogos y de los historiadores del arte. Dicho de otro modo, la estética tiende, desde su nacimiento, a dejar de lado  la dimensión del hacer, que designamos también como la poética del arte, y también, al mismo tiempo, una gran parte de su significación en tanto que actividad humana. Cuando nos detenemos un poco en esta cuestión, no podemos dejar de sorprendernos por la exorbitante primacía que la estética otorga a la “obra de arte”, como si sólo existieran las obras maestras y el arte del museo.


  



Los conceptos fundamentales de la estética

En el cerco de las temáticas que se plantean y de los objetos que consideran, la estética, a lo largo de tres siglos de existencia, ha abordado y cubierto con éxito un registro impresionante de cuestiones, que afectan a la representación, a la expresión, a la forma, a la noción de obra de arte y a los juicios de evaluación. 
Las contribuciones al respecto son de naturaleza diferente según vengan de la tradición hermenéutica o del acercamiento conceptual–analítico.
Las contribuciones de inspiración hermenéutica privilegian, tal como lo sugiere su nombre, la interpretación de la situación estética en sus dos dimensiones de experiencia de creación y de experiencia de recepción. ¿Qué pasa con la significación de las obras de arte cuando las consideramos como un elemento clave de la existencia humana y de su relación con el ser? De eso se preocupa la estética hermenéutica, que se concentra por tanto en la aprehensión de las intenciones de los artistas y el trabajo de interpretación de los espectadores, por encima de nociones como la de expresión o la de forma. Hace de la obra de arte un elemento clave de la manifestación del ser humano y de su humanidad. Ingarden, Dewey, Collingut, Heidegger, Adorno, Pareyson, Focillon, Dufrenne, Lyotard o Derrida, son los nombres que hacen de faro de este acercamiento.
Las aportaciones del pensamiento analítico son de naturaleza diferente. La filosofía analítica se preocupa poco de la metafísica, y trata de elucidar el funcionamiento de los conceptos tanto del punto de vista lógico como del punto de vista de su uso: tendremos por tanto que ocuparnos a investigaciones más circunscritas. Sin entrar en el detalle de los análisis, podemos pasar revista a las cuestiones mayores.


La representación

Desde la Antigüedad, una problemática domina la filosofía en general y la filosofía del arte en particular; se trata de la problemática de la imitación. Concierne en primer lugar a las imágenes pintadas, grabadas, esculpidas, pero también a las imitaciones de acciones en el teatro e incluso las relaciones entre el lenguaje y las cosas o los sentimientos, puesto que éstas fueron concebidas inicialmente como relaciones de imitación (mimesis). Primero en la época moderna y después en la contemporánea, tras la invención y la difusión de la fotografía y luego del cine, y con las oleadas desencadenantes de las tecnologías de la imagen (televisión, vídeo, imagen numérica), la problemática todavía toma más actualidad, incluso si la propia superabundancia de imágenes las hace banales y tiende al embotamiento de la capacidad de reflexión. 
Se trata, por tanto, de dar cuenta de los mecanismos de la representación, de explicar como las imágenes representan algo y nos reenvían a su referencia o a su denotación. Una primera tarea consiste en evaluar la dimensión de las definiciones tradicionales del arte como imitación, puesto que, desde Platón hasta las teorías de las bellas artes del siglo XVIII, el arte fue definido por la imitación. Así pues, se identificará los dominios de verdadera pertinencia de la noción (por ejemplo, la pintura concebida como imagen exacta de algo o incluso científica, lo que vale para una gran porción de la historia de este arte, específicamente del siglo XV al XIX, pero está lejos de valer para toda la pintura), pero también sus límites y los ámbitos en los que hablar de imagen no tiene ningún sentido, por ejemplo para la arquitectura, las artes decorativas, la poesía, sin mencionar la música o las artes visuales modernas abstractas.
A continuación, convendrá explicar de qué manera las artes figurativas figuran, de qué manera las imágenes muestran lo que muestran; de interrogarse sobre los “lenguajes del arte” y los modos de simbolización, debiendo escoger entre las opciones convencionalistas (Goodman, Gombrich) o de las opciones naturalistas (Schier, Lopes).
En referencia al ámbito más contemporáneo, se tratará de interrogarse sobre el flujo de las imágenes, sobre las imágenes fabricadas, inventadas y virtuales. En todo caso, queda claro que, hoy en día, una consideración del arte en términos únicamente o principalmente de representación ya no tiene vigencia. Las artes simbolizan de diversas maneras y, de entre estas maneras, y sólo para ciertas artes, está la imagen.


La expresión

La noción de expresión siempre ha estado en el epicentro de las teorías del arte. Ya desde Aristóteles cuando explica el placer (y el interés social) de la tragedia por la purificación de las pasiones (catharsis), tema que permanecerá en primer plano durante toda la época clásica. En la reflexión sobre el arte, la expresión tomará un lugar todavía más importante a partir del romanticismo. Esto conlleva una concepción nueva de la obra de arte como expresión personal del artista o espejo del espíritu de la época, que, de ninguna manera, era la preocupación principal cuando se trataba, en primer lugar, de imitar la naturaleza. También conlleva la experiencia, por parte del espectador o destinatario de la obra, de encontrar en ella sentimientos respecto a los cuales tiene simpatía o resonancia. En esto reencontramos la catarsis, pero bajo una forma inédita, puesto que ahora se trata de disfrutar de las emociones y no sólo de purificarlas. En nombre de la expresión, una obra expresa su tiempo; en nombre de la expresión, el artista romántico o “expresionista” nos descubre sus tormentos o sus sueños. El espectador, por su parte, considera una música triste, un poema “emotivo”, un cuadro “alegre”.
Probablemente, una de las cuestiones más difíciles sea saber qué entender por la noción de expresión, es decir, cómo los sentimientos, las creencias o las cosas vividas pueden ser transferidas a un objeto y cómo a este objeto pueden serle atribuidas tonalidades expresivas, incluso cuando no se han dispuesto voluntariamente.
Las teorías de la expresión se dirigen a uno o a otro de los aspectos siguientes. Las teorías filosóficas (Shopenhauer, Dewey, Tolstoï, Collinwood), que beben casi todas de la fuente de Hegel, se concentran en la expresividad humana, en la relación entre la interioridad y sus manifestaciones exteriores por los gestos (danza), palabras (canto y poesía cantada), signos o conjuntos de signos (literatura escrita, pintura) en los que se ve una forma de comunicación específicamente emotiva. Los acercamientos analíticos (Goodman, Wollheim) se cuestionan sobre la manera cómo los símbolos pueden ser aprehendidos como expresivos y dan, así, una tonalidad emocional a la experiencia estética. De este modo, la teoría de los lenguajes del arte de Goodman trata de explicar en qué consiste la atribución de propiedades expresivas al objeto. El carácter metafórico o figurado de la expresión es, ciertamente, bastante general, pero no hay que olvidar preguntarse por el carácter literal de ciertas propiedades expresivas: los gritos de terror de una cantante de ópera en las escenas de locura o de furia, una tempestad grandiosa en el cine o en la pintura, una invasión de  monstruos, incluso en el cine, no son metafóricamente vectores de temor y de angustia, sino que lo son literalmente.
Como en el caso de la representación, también conviene preguntarse si es verdad que todo arte es expresivo y que si no estaremos bajo un influjo excesivo del romanticismo. Numerosas producciones artísticas manifiestan ritualidad, y la reproducción concentrada y atenta a motivos convencionales: para atenernos a un ejemplo, un mandala oriental pintado no requiere ninguna expresividad por parte de su autor, y el espectador es invitado al recogimiento y a generar el vacío en él y no en disponer un acuerdo emocional con algún sentimiento.


La forma

La noción de forma también participa de estos conceptos centrales a la reflexión sobre el arte. Comporta, al menos, tres ideas bastante distintas.
En el platonismo se da una asimilación directa de la belleza a la forma, entendida ésta de modo matemático (las relaciones entre los números), musicales (las relaciones entre los tonos) y cósmica (las relaciones entre las revoluciones celestes) o incluso, en el ascenso hacia el Bien supremo en tanto que divino (Plotino). Esta comprensión está en el origen de todas las consideraciones de la belleza como orden, armonía, simetría, que después se encuentra en las concepciones sobre la armonía interna de los cuadros (Ucello o Piero Della Francesca), la construcción de bellas arquitecturas (Vitrubio, Palladio, la Bauhaus), la organización de la composición musical (Bach), etc.
Desde la Antigüedad, otra idea de forma se ha preservado desde la idea aristotélica de que una obra de arte, concretamente una tragedia o un poema épico, es un todo en el que se da una unidad casi viviente de la forma; que la obra de arte es una unidad análoga a la de lo vivo, y que la ausencia de esta unidad es un defecto insalvable. Desde esta perspectiva, la forma no es aquello que organiza los elementos en una estructura ordenada, sino la totalidad de la estructura misma. Kant sistematizará esta idea a través del análisis conjunto de la obra de arte y de lo viviente en su Crítica de la facultad de juzgar (1790).
Queda, todavía, una tercera idea diferente de la forma: la que consiste en ver en la obra de arte un conjunto de elementos específicos que operan independientemente respecto a su propia referencia a un significado o respecto a una referencia que constituiría su contenido. Este es el formalismo propiamente dicho.
Estas tres concepciones de la forma son muy diferentes, pero no están, necesariamente, demasiado separadas. Así, es posible que una obra de arte reúna las tres: la unidad de un ser autónomo, la organización interna de elementos en armonía y las características puramente formales como objeto, independientemente del contenido de significación, de la representación o de la expresión. La Capilla del Rosario en Vence, decorada por Matisse a partir de 1947, responde, para un aficionado al arte no creyente, a estas tres características: es una entidad y su decoración constituye una armonía puramente formal de manera independiente a su significación religiosa.
De hecho, estas tres visiones de la forma son siempre más o menos presentes, aunque lo estén en grados diversos, en la creencia que las obras de arte tienen una autonomía y una vida propias (característica 2), que su efectividad concierne a su estructura (característica 1) y que las propiedades formales cuentan más que el significado, la referencia o el contenido (característica 3).
Sin embargo, una doble dificultad debe ser solventada. La primera es simplemente parcial: consiste en resaltar que ciertas obras de arte juegan la carta de lo informe sobre todos los registros identificados: son inacabadas, caóticas y no necesariamente sólo formales (éste sería el caso de la música de John Cage o del Ulises de Joyce). Umberto Eco a se ha ocupado de esta cuestión de la obra abierta (1962).
La segunda es más dudosa, puesto que es más fundamental: consiste a hacer resaltar que los usos del vocabulario de la forma son vagos y que ésta ha revertido históricamente aspectos extraordinariamente diferentes. Es así que reencontramos la crítica bergsoniana de la noción de orden: una forma es, siempre, una forma en función de cierto paradigma de armonía, de la unidad o de la ausencia de contenido, y las diferencias históricas y culturales son, a este respecto, considerables. Así, una estructura armoniosa para Poussin no lo es para Picasso y, sin embargo, las Demoiselles d’Avignon tienen una construcción formal muy remarcable. Lo que parece insignificante para nosotros (una Marilyn de Warhol) no lo es para un fan de Marilyn y, en contraste, consideramos sólo de manera formal y simplemente pictural la inexpresividad de los personajes de las pinturas de Piero Della Francesca porque ya no conocemos los principios de la piedad del siglo XV.
Estas reservas, por más que importantes, no justifican que renunciemos a la noción de forma, puesto que ésta mantiene un lugar importante en nuestras evaluaciones, en el placer estético y en la identificación de las obras y su grado de novedad o de fuerza.


La definición de las obras de arte

La estética se ha preguntado insistentemente por la definición de la obra de arte y por las condiciones mediante las cuales atribuimos a una cosa la característica de serlo.
Desde el punto de vista de la definición de los objetos, desde Gilson hasta Goodman, las investigaciones de tipo ontológico han sido numerosas y poderosas. Se han dedicado a las condiciones de identificación de  los objetos artísticos, de sus modos de existencia material y temporal, de su autenticidad o de su naturaleza de copia o reproducción, de su relación al material, etc.  En este contexto, si bien subsisten sin ánimo de desaparecer las habituales divisiones entre los platónicos –partidarios de las formas universales abstractas– y los nominalistas –partidarios de la existencia individual estricta–, hay que decir que sin embargo han estado bien definidos los diferentes elementos que intervienen en ello, comprendidos los contextos y los procedimientos que deben intervenir en la definición de los objetos artísticos.
Se ha llegado a distinguir (Goodman) entre la obra original y la que corresponde a un “tipo” susceptible de ejecuciones o ejemplificaciones diferentes (un fragmento de música para interpretar, un grabado que será reproducido, el pase de una película de cine). Se ha llegado a identificar (Dickie, Danto) las condiciones sociológicas que son indispensables para que una obra sea admitida como tal en un “mundo del arte” en función de las normas en vigor en este mundo. Se ha llegado a estudiar los géneros (Todorov, Genette, Schaeffer) a partir de los cuales podemos identificar un objeto como una novela, una epopeya, una sinfonía concertante, un tango, una naturaleza muerta… Ello permite evitar el escollo de la interrogación sobre la cualidad (una naturaleza muerta mediocre continua siendo una naturaleza muerta y, por tanto, una obra de arte de un cierto tipo, al igual que pasa con un tango popular o un tango “clásico” de Astor Piazzola).
Un gran problema consiste, sin embargo, en el hecho de que hemos de tratar, sea en la época contemporánea sea en otras culturas, con un arte sin obras de arte, es decir, con un arte a base de actitudes, posturas, conceptos, a base de una poesía del instante y del hacer. Esto es claramente así en el caso de la danza (a pesar de la existencia de la notación, rechazada sin embargo por ciertos coreógrafos), de la música (a pesar de la existencia –no universal– de partituras), de las formas de vida artísticas como el dandismo, en las que aquello que constituye la “obra” es el comportamiento global de la persona. Es todavía más cierto en el caso de ciertas prácticas modernas como la performance, el arte conceptual, la instalación temporal, o las prácticas rituales primitivas próximas a la religión; sería verdad también en el caso del arte floral de Japón.


La evaluación

Otra preocupación primordial de la estética ha sido la evaluación, esto es, lo que se designa todavía como juicios de gusto o de belleza. Esta cuestión ha estado a la vez bien y mal tratada.
De entrada, podríamos decir que ha estado bien tratada por defecto: si la evaluación es esencial a la identificación de alguna cosa como “siendo arte”, esta evaluación juega, sin embargo, un papel bastante limitado en la investigación estética en ella misma. Como dice Goodman, la cuestión del valor de las obras tiene poco interés desde el momento en que calibramos que la mayor parte de lo que llamamos arte es arte aunque sea mediocre en sentido de perteneciente a la calidad media, mala, muy mala o ordinaria; lo importante es que la valoremos y que esto dé placer, incluso si es equivocadamente. En resumen, la evaluación sólo es una pequeña parte de los fenómenos a tener en cuenta. El arte es algo valorado –aspecto que resulta esencial a su concepto–, pero la justificación del valor no tiene tanta importancia como se piensa. De hecho, ya es de por sí algo positivo precisamente el hecho de que se pueda llegar a relativizar la importancia de una cuestión. Una lectura atenta de muchos de los textos dedicados a estética revela que el valor de las obras es poco atendido, sea porque se de por supuesto sea porque no se le otorgue demasiada importancia.
Contrariamente, la evaluación es tratada de modo claramente insuficiente cuando se la considera desde el punto de vista de la manera cómo la llevamos efectivamente a término efectivamente, según cómo aportamos juicios estéticos y cómo los expresamos; con algunas excepciones ésta es una cuestión normalmente poco o mal atendida. Se ha disociado excesivamente de estos juicios de la manera de formularlos y de aducirlos. Así, los juicios sobre la belleza han recibido una atención considerable, por más que, la mayoría resultan pobres y repetitivos. Decimos “Es bello”, o algo así, pero es ciertamente difícil ir más allá. Y eso teniendo en cuenta que existen muchas y ricas informaciones sobre las prácticas concretas de evaluación en los textos de los críticos, de los historiadores o de los artistas, tantos como en el caso del lenguaje ordinario. Aportamos nuestras evaluaciones de modo muy complejo y muy diferenciado según los ámbitos que se estén considerando, según los objetos, las formas artísticas y según los públicos. La investigación estética ha estado insuficientemente atenta hasta hace poco a estos juegos complejos de la evaluación, que, sin embargo, revelan que la máxima “para gustos los colores” tiene poca justificación, que hay normas precisas del juicio estético, pero que éstas requieren mil matices; son complicadas y variables en función de los ámbitos.


Éxito y límites de la estética

Con este éxito relativo pero real respecto a conceptos como los de significado, representación, expresión, forma, así como en materia de ontología de la obra de arte, y con un éxito más limitado en lo que respecta a la evaluación, la estética ha conseguido, en gran parte, cumplir con su tarea. Su saldo global es más bien satisfactorio cuando se la limita a las artes visuales y a las artes del museo. Es cierto que hay fracasos y abandonos, pero hay que atribuirlos a las limitaciones del campo de referencia y a los tipos de objetos que se toman en consideración.
Hay que ejercer una primera crítica respecto a referencia casi exclusiva a las artes plásticas y al arte de los museos, que ha desequilibrado considerablemente la investigación a favor de ciertos rasgos de la obra de arte enfatizando en contrapartida –véase convirtiendo en fetiche– ciertos problemas ontológicos, como el de la unidad de las obras o el de la forma considerada desde una perspectiva formalista.
Un acercamiento a partir de la música, de la danza y de las prácticas artísticas en general hubiera dado lugar a resultados sensiblemente diferentes y, en todo caso, mejor cohesionados. En efecto, una obra  musical sólo es única en un cierto sentido, y existe exclusivamente a través de las interpretaciones, que la hacen variar de modo. La ópera en músicos como Haendel, Rossini, Donizetti hace intervenir prácticas de collage, de reutilización, de repetición y de condiciones de desciframiento, de ejecución, de puesta en escena y de interpretación, que obligan a cuestionarse por aspectos como la unicidad del objeto y su autenticidad en términos completamente distintos, que dan una lucidez diferente a las experiencias de la recepción. Sin duda, un acercamiento a partir de las artes de la performance hubiera dejado a los filósofos de la estética menos desarmados ante las artes de masas, el cine y los comportamientos artísticos en general.
Por otra parte, por más extraño que parezca, la noción de experiencia estética ha sido el ángulo ciego de la estética, que ha procedido como si esta idea fuera de suyo. Se ha convertido en la base  de la reflexión sin considerarla objeto de problematización más que bajo la forma de consideraciones superficiales sobre “la actitud estética”. Por tomar ejemplos muy alejados en el tiempo, tanto Kant como Greenberg o Danto casi no dicen nada de esta experiencia excepto que se trata de un placer sui generis, que es “el placer estético” y que se diferencia del placer intelectual, del sensual o del placer de satisfacción moral. En lo que se refiere a los filósofos que proceden en atención a las cualidades estéticas, se dedican a enumerar las más de las veces predicados corrientes bastante pobres (bello, excelente, lamentable, aterrador, repulsivo, sublime, cómico, lírico; romántico, clásico, etc.), que les cuesta reagrupar en categorías convincentes y que, de todos modos, no significan demasiado fuera de los contextos de uso.
De hecho, la estética tiene los mismos límites que sus objetos de referencia. Está a disgusto no sólo en referencia a las artes no visuales de performance y de interpretación, sino también en referencia a las artes designadas como “menores” –arte popular, artes decorativas–, a las artes primitivas –que todavía se designan como “otras” o incluso, ahora, como “primeras”–, al arte de masas y al cine, a la canción de autor, a la música techno, etc.
Teniendo esto en cuenta, podríamos imaginar poder completar la estética gracias a modificar sus referencias más recurrentes. Es lo que hacen filósofos como Meter Kivi cuando parte de la música, Kendall Walton con la fotografía, Noël Carroll con el cine y las artes de masas. Todos ellos retoman las categorías de la estética desde la perspectiva de una ontología de lo múltiple y de la ejemplificación, y amplían el concepto de la experiencia estética para incluir rasgos nuevos.








Un contexto fundamentalmente nuevo

Tenemos sin embargo el sentimiento de que esta ampliación y esta nueva consolidación está algo forzada, puesto que, precisamente, las condiciones en las cuales la estética pudo nacer y desarrollarse han desaparecido.
Hay siempre algo de irrisorio en el hecho de oponer meros hechos empíricos a razonamientos abstractos elaborados, bien formados, elevados y complicados; uno se siente un poco incómodo, e incluso algo vulgar, descendiendo a este punto de trivialidad. Pero hay también algo igualmente irrisorio en constatar hasta qué punto los filósofos pueden estar ciegos respecto a los hechos que, si los tuvieran en cuenta, convertirían su reflexión en algo sin objeto, o debilitaría su pertinencia. Al igual que no podemos razonar de la misma manera respecto al objeto técnico cuando consideramos una barrena, una sonda marina o un sonar, un sextante, un teléfono móvil, un Ipod o un GPS, igualmente no podemos razonar del mismo modo cuando el conjunto de los dispositivos que hicieron posible la estética ha cambiado hasta el punto de hacernos pasar a otro régimen artístico.
¿Cuáles son estas condiciones nuevas que reclaman un acercamiento innovador?
Me limitaré a señalarlas a grandes rasgos, sin proponer ningún orden causal o de preeminencia.

1)El museo, en la forma según la cual fue la referencia de la estética y de la historia del arte, ya no existe. La institución museística se ha dispersado y se ha difuminado. El museo de las obras maestras ha desaparecido o, mejor dicho, en realidad los museos están pletóricos de obras maestras. Las catedrales de la creación se han multiplicado hasta tal punto que ya no pueden pretender alojar los tesoros únicos del arte. El museo se mantiene como un lugar de culto, pero lo hace en el mismo sentido en el que las catedrales también lo son: el recuerdo de lo antiguo atrae a muchedumbres de turistas, y ya no a creyentes. En un mismo momento, el museo se ha racionalizado e industrializado: el templo se ha convertido en una fábrica para procesar los flujos de visitantes que viven allí experiencias estéticas o artísticas que ya no son individuales ni sublimes, sino calibradas y formateadas, concretamente por la mediación cultural, la información y la comunicación destinada a públicos segmentados. El museo es, también, una fábrica de acontecimientos y una tienda de recuerdos. Tiende a convertirse en una especie de centro comercial cultural donde se prodigan los eventos y las ofertas artísticas, pero también el ocio y el consumo culturales. Podríamos hablar de « wallmartización » del museo o de su entrada en el mundo del consumo–diversión.

2)La producción artística se ha industrializado y profesionalizado, incluyendo lo que concierne al arte de élite. Hay una producción industrial de obras de arte. Un “gran artista”, sea en las artes tradicionalmente reconocidas sea en la música techno, es hoy alguien que produce para un mercado mundial de acontecimientos y públicos con la ayuda de asistentes y gestores: es un empresario y un mediador, cuyo arte consiste más bien en la puesta en escena de una práctica artística que en las obras. Las bienales, las grandes exposiciones, los grandes conciertos y los festivales son la ocasión de esta puesta en escena. En el caso de que haya algo así como “obras”, éstas son masivas, realizadas industrialmente o colectivamente, y necesitan un sistema de producción tanto técnico como comercial y financiero. Por ejemplo, en el terreno de la escultura, las obras–performances de Chisto y Jeanne–Calude en sitios gigantescos, o las enormes esculturas de Richard Serra, son ejemplares respecto a esta nueva situación. Incluso teniendo en cuenta que Bernini, Rubens o Tintoretto tuvieron verdaderos centros de estudios y talleres de producción, los artistas contemporáneos han pasado a una escala incomparablemente superior.

3)El arte conoce la misma globalización que los demás sectores activos. Las bienales, trienales, documentas, los festivales, los encuentros, las exposiciones itinerantes, los seminarios y los simposios de artistas, son los lugares de encuentro y de cruce de objetos y artistas en un universo donde se confrontan constantemente lo local y lo global, y donde se encuentran culturas y tradiciones. Los grandes museos abren sucursales o antenas. Esto comenzó con la política de expansión y de deslocalización del museo Guggenheim en los años noventa, continua y se amplia con los proyectos de diáspora del Louvre, del Centro Pompidou o de la política de exposición “global” (global enlightenment) del Museo Británico. Los museos se han convertido en “marcas”, al igual que las producciones de la industria del lujo, y estas marcas obedecen a la lógica de la globalización. Esto significa también que existen tensiones sobre el mercado de las “materias primas culturales”, como lo hay para el mercado de los metales, del petróleo o de las divisas. Una de las consecuencias importantes, más allá de esta entrada en un mercado mundializado, es que la significación de las producciones artísticas baila entorno a estos encuentros y asociaciones, y que se vuelve, en gran parte, independiente de las intenciones de los autores: la recepción, con sus condiciones variables, define una significación también variable, y no al revés. Se ha pasado de un mundo en el que los significados se suponían estar determinados o al menos gestionados por los artistas, y en el que a los espectadores se les pedía un esfuerzo para descifrarlas, a un mundo en el que flotan en un alto grado de apropiaciones, desvíos, desubicaciones y reinscripciones.

4)Hay una producción industrial todavía más considerable en el dominio de las artes llamadas “menores” o “populares” y en el de la cultura en general: música popular, canción de autor, vestidos, diseño y entorno, moda, cine y televisión, videojuegos. Sea cual sea el juicio que pronunciemos sobre esta producción, ahí está y ya consiguió alterar el orden del arte. No sólo ha naufragado el sistema tradicional de las Bellas Artes, sino que también se han alterado las jerarquías entre las artes y su propio el interior. ¿Quién tiene prioridad hoy, el cine o la arquitectura?  ¿La pintura o la fotografía? ¿Un bailarín o un DJ? ¿La alta literatura o el best-seller bien fabricado? ¿La poesía elaborada o la canción popular? ¿El Bill Viola artista o el Hill Viola decorador en Tristán e Isolda? ¿La Nan Goldin artista o la Nan Goldin fotógrafa haciendo publicidad en la red ferroviaria de Francia?

5)Se ha desarrollado y se desarrolla una estetización general de la vida,  de los comportamientos. Aunque no sepamos cómo definir la belleza, sí sabemos que es un valor superior, tal vez incluso el valor por excelencia de nuestro tiempo. Así, tenemos que ser bellos en todos los ámbitos de la existencia: bellos en el cuerpo, bellos en la apariencia, bellos en la alimentación, bellos en los vestidos, en nuestros sentimientos y emociones (es decir, ser correctos política y moralmente) y debemos embellecer nuestro entorno. Si preguntamos a alguien que no pertenezca a la minoría utraminoritaria de los especialistas del arte: “¿Qué quiere decir estética?, no hablará de arte, sino de productos de belleza, de cocina, de maquillaje y de cirugía, que llevan también este nombre. De algún modo, el elemento estético se ha separado del arte para invadir la vida. El dandismo se ha convertido en una trivialidad democrática: la vida debe ser vivida, vista y juzgada estéticamente.

6)A la par de esta globalización, industrialización y estetización, se da una explosión del turismo y de la turistificación del mundo. El turismo no es sólo la primera industria del mundo: se trata también de una manera de estar en el mundo, de una actitud existencial que tiene mucho en común con la actitud estética: el desinterés, la búsqueda de la novedad y de lo distinto, de la frescura y de la liberación de la mirada, la apertura a nuevas experiencias y sensibilidades, por más que todo esto se traduce, finalmente, en visitas gregarias de monumentos restaurados, en la compra de souvenirs “auténticos” made in China y en el consumo industrial de la cultura.

Todas estas cuestiones definen una nueva situación que no tiene mucho que ver con la que vio nacer a la estética y la filosofía del arte los lindes entre el XVIII y el XIX. La recepción de las obras por parte del público se ha convertido en la difusión de las mismas entre públicos múltiples y segmentados, es decir, plurales. Las obras de arte han sido reemplazadas por máquinas de producir experiencias del arte, se trate de la máquina museo, de la máquina de los medios de difusión, de  la producción industrial de la belleza ambiental, o de la actividad de producción de artistas que son, a la vez, empresarios. En cuanto a los criterios de evaluación, estos prorrumpen y son emitidos según los diferentes “públicos” que, democráticamente, reclaman  su parte en el juicio de gusto. En resumen, la estética, que tuvo su anclaje en objetos e instituciones, en un cierto mundo del arte en el que había obras, críticas, aficionados, espacios bien limitados, una rareza organizada, procedimientos de admisión y de validación definidas, ha perdido más que su suelo firme: ha perdido su territorio.
La consecuencia es que importantes inflexiones deben ser aportadas al discurso estético y que ciertas cuestiones deben ser revisitadas.
Las inflexiones comportan tres puntos: la ontología de los dispositivos de producción, la naturaleza de la experiencia estética, los qualia estéticos. Las nuevas interrogaciones derivan en la poética y en la belleza.


Las inflexiones

Tal como anticipó Walter Benjamín y como lo explicitó Noël Carroll, quien ha sido puesto en relevancia en Francia por Roger Pouivet, de ahora en adelante habrá que tener en cuenta la masificación del arte y admitir, en consecuencia, correctivos importantes para la ontología del arte.
Los productos artísticos (prefiero esta expresión a la de “obra de arte de masas”, que todavía arrastra la antigua ontología de la unicidad) tienen que ser considerados desde instancias múltiples. Son indisociables de las máquinas y de los dispositivos de producción (se trate de medios de comunicación de masas o, en el caso de un tipo de caso particular aparentemente inscrito en el mundo de lo poco frecuente y de la autenticidad, los componentes de una instalación en un centro artístico). Son accesibles de manera inmediata a públicos indeterminados (con su “lanzamiento”, un cierto aire de moda se destina a todo el mundo). A diferencia de Carroll y de Pouivet, considero que no hace falta endurecer estas condiciones de definición ni continuar separando de manera estanca “artes de masas” y “artes de élite”: en las épocas romántica y moderna la distinción neta entre las dos todavía resultaba pertinente, puesto que, precisamente, se trataba  de la época de la estética de la distinción. Sin embargo, si en estas épocas la estética hubiera procedido, tal como sugerí antes, a partir de la música y de la ópera, de la literatura impresa o del arte decorativo y ornamental, no se hubiera valorado tanto la particularidad, la autenticidad, el contenido del sentido ni, finalmente, aquellos fetiches que son las obras de arte con su coronación como obras maestras.
En resumen, hay que llevar a término una transposición ontológica que haga de la unicidad un caso particular y un caso límite de las instancias múltiples y que insista por principio en la producción del arte y de sus condiciones contextuales.  
En lo que concierne a la experiencia estética, el reajuste a hacer es considerable y tendría que ver, si se produjera, con una revolución conceptual. Se trata, en efecto, de ver en la experiencia estética, antes que nada, una noción a elucidar y no un punto de partida evidente e incuestionable por sí mismo. Decir que se trata de una noción a elucidar tiene un sentido preciso: hay que proceder a investigaciones descriptivas, históricas y también transculturales, para establecer cuáles son las variedades de la experiencia estética según los objetos que producen la experiencia en cuestión: un animal bello para la vista, el paisaje, una persona joven, vieja o madura, un objeto o un espectáculo natural, vegetal o mineral, un objeto tecnológico, una obra de arte, una experiencia esencial de un tipo o de otro. De nuevo en estos casos, los materiales a nuestra disposición son innombrables: descripciones literarias, textos de crítica de arte, de filósofos, declaraciones de artistas; maneras de hablar populares y ordinarias, teniendo en cuenta la diversidad de las culturas, aunque sea sólo a dos de ellas: el lenguaje de la crítica de arte africana, estudiado por James Farris Thomson, o las sutiles conceptualizaciones de la experiencia estética en Japón, a través de conceptos como sabi (la belleza de lo antiguo), wabi (la belleza de la transcendencia y de la pureza), aware (la aprehensión empática de la belleza fugitiva de la naturaleza), yugen (la mezcla de la belleza corporal de la superficie y la belleza espiritual profunda), etc. Ya en el seno del siglo XIX europeo se pueden discernir elementos y componentes de la experiencia estética muy diferentes, según se lea atentamente a Baudelaire, a Gautier, a Kierkegaard, a Schelling, a Schopenhauer o a Huysmans. Uno se dará cuenta en este caso de que en la idea de experiencia estética converge una familia de experiencias a la vez parecidas y diferentes en ciertos aspectos. Por ejemplo, Baudelaire acerca esta experiencia a la del vino, de la droga, del perfume y del viaje, mientras que la línea romántica pura y dura la acerca a la experiencia religiosa y, a veces, a la experiencia sexual (Don Juan). Igualmente, la descripción plotiniana de la contemplación del uno se retoma fielmente en numerosas definiciones de la experiencia de la belleza. Añadiré que un respeto real de la diversidad que comporta la noción evitaría distinguir demasiado entre los efectos estéticos de las artes de élite y las artes de masas: la Muerte de Sandanapalos de Delacroix tiene tanto un valor erótico como un valor formal, mientras que la Madonna del parto de Piero Della Francesca tiene tanto un efecto tranquilizador –gracias a su recogimiento, como –tal como lo ha mostrado Michael Baxandall–, una incitación de las aptitudes más lúdicas del cálculo mental. Algunos cómics o algunas piezas de música de trance requieren paralelamente sentimientos mezclados y revueltos.
A la luz de este estudio de la experiencia estética, una tercera inflexión de la investigación estética debería afectar a los qualia estéticos.
Los filósofos de inspiración analítica han substituido el término cualidades segundas de la filosofía clásica por el de qualia. Habría que preguntarse qué son efectivamente los qualia estéticos, si se trata de simples qualia o se trata de un tipo particular de qualia, y, sobretodo, con qué se relacionan y a qué se refieren; en definitiva,  qué experiencias los suscitan y cómo lo hacen. Estas cualidades estéticas vividas pueden, efectivamente, relacionarse con objetos muy diversos e incluso pueden no relacionarse con ningún objeto, en tanto que es la totalidad de lo vivido lo que tiene un color estético. Desde esta perspectiva, sería interesante comprobar si no se puede reinterpretar en términos de qualia la distinción kantiana entre belleza adherente y belleza libre. Apunto esto de manera sólo programática.
Estas nuevas inflexiones ya cambiarían muy sensiblemente la estética, en tanto que servirían para ampliar su campo, reinterpretando ciertas nociones consagradas y poniendo fin a la más extraña de las cegueras, la de ubicar la experiencia estética en el centro de una disciplina que no se ocupa, sin embargo, de nada externo a ella misma.


Por un retorno de la filosofía del arte y de la filosofía de la belleza

Ahora habría que preguntarse si no hay que ir mucho más lejos suscitando de nuevo algunas de las cuestiones tradicionales de la filosofía del arte menos atenidas por la estética.
Ésta, preocupándose únicamente por el elemento de sensibilidad y de recepción, ha tenido tendencia a abandonar las interrogaciones de fondo sobre el arte, sobre las prácticas humanas en éste ámbito, sobre las funciones que cumplen, sobre las gestiones de producción, sean elitistas o populares, profesionales o de aficionado, pautadas o desviadas, individuales o colectivas. Hay varios dominios de investigación cruciales que deben ser revisitados, puesto que el arte no sólo tiene funciones estéticas.
Así, hay también funciones cognitivas, educativas, identitarias, extáticas, mágicas, políticas. Hay también un papel de medio de comunicación colectiva y de afirmación comunitaria.
El arte como producción, como poesía, como práctica, escapa también en gran medida a las constricciones de la problemática estética. Así, hoy en día, en numerosos países, hay grupos de artistas que defienden la exclusión del “todo estético” en provecho de disposiciones conceptuales, cognitivas, comunicativas, o en nombre de los valores de la “Poiética”, esto es, de la acción. Después de todo, una de las características más importantes del arte es que no sirve para nada y que no tiene una función evidente ni inmediata, y no está claro porqué deberíamos querer cueste lo que cueste conservar una función única que fuera la función estética. Ante la invasión de una estética difusa, ante la estatización generalizada de las sociedades contemporáneas, se pide optar por defender con lucidez un arte que no tenga nada que ver con la estética, que se burle del placer, de la recepción y de la sensiblidad, para reencontrar su simple naturaleza del hacer, valorándose en tanto que tal y por él mismo, esto es, valorando su naturaleza de actividad con finalidad pero sin fin.
Podemos interrogarnos sobre la significación estética del rap; es ciertamente interesante –y probablemente todavía lo sea más cuando es practicado por amateurs– en tanto que producción verbal con una función expresiva e identitario–reivindicativa. Podemos interrogarnos sobre la estética de la música techno como arte de masas, pero es más interesante tratar de comprender porqué hoy en día muchos artistas plásticos, conocidos o no conocidos, son también DJs que producen House music en medios profesionales o en círculos de amigos. Podemos interesarnos por la estética del best-seller pero es al menos tan interesante interrogarse sobre la proliferación de blogs y de puestas en escena de uno mismo en la red.
Hay otra cuestión que debería repensarse, la de la belleza.
Si una noción ha resultado frecuente en la filosofía desde que se ocupa del arte e incluso antes, es la de la belleza. Esta idea, por más oscura que sea, debe interesarnos al menos en referencia a tres aspectos.
Por una parte, concentra en torno a ella todo aquello de lo que el arte y la experiencia estética son portadores como promesa. Importa poco que la belleza sea tan difícil o incluso imposible de definir; a pesar de ello, está en el corazón de la experiencia del arte como un fin absoluto y, a la vez, inalcanzable.
Por más elaborado y variado que sea el vocabulario japonés de la experiencia estética, siempre se refiere a una experiencia de la belleza, sea en los rasgos de la edad (sabi), en los del espíritu (wabi), en los del sentimiento de la fragilidad de la naturaleza (aware) o en la relación entre lo más superficial y la interioridad (yugen). Podríamos realizar las mismas observaciones respecto a las categorías estéticas occidentales: lo bonito, lo sublime, lo excitante, lo deseable, lo feo e incluso lo horrible participan también de la belleza cuando los valoramos estéticamente. Es por ello que, si bien no conseguimos desembarazarnos de la belleza, tampoco nos podemos deshacernos de su carácter indefinible. 
La noción de belleza es interesante en segundo lugar porque, justamente, puede ser explicada de tantas y variadas maneras: por la proporción, el ritmo, la medida, la función, el bien, la moralidad, lo espiritual. Lo que al filósofo le parece engendrar una anfibología infernal es, de hecho, el corazón mismo de la noción y de su funcionamiento.
Finalmente, la belleza no tiene que ver sólo con el arte, sino también con la naturaleza y las especies naturales, con el cuerpo humano, con la virtud y con las buenas acciones: así, esta noción establece el puente entre el dominio estrictamente estético–artístico y el dominio del ser en general. Los filósofos y los teólogos de la época medieval se interrogaban por saber si lo Bello forma parte de los transcendentales o no; es muy posible que hoy en día esta cuestión mantenga su pertinencia.
Por esta cuestión, al igual que hoy nos hace falta captar la experiencia estética en su compleja variedad, del mismo modo debemos redescubrir todo lo que en el arte no revela la estética, al igual que debemos reconsiderar la cuestión de la belleza, en lo propio y lo figurado, tanto como cuestión metafísica como realidad en el corazón del arte.
Siempre se puede afirmar que el arte del siglo XX ya no fue un arte de la belleza; pero afirmaciones como ésta sólo son posibles si se excluye del mundo del arte la moda, el diseño, la fotografía y casi la totalidad del cine. Pues vaya “bella” victoria de la reflexión, si la ganó pagando el precio del empobrecimiento del campo del objeto…
En resumen, la estética no debe ser redimensionada drásticamente para tomar en cuenta el nuevo régimen del arte globalizado, industrializado, abandonado a los imperativos del turismo y del acontecimiento cultural. No sólo debe tomar en cuenta también una gamma extensa de fenómenos estéticos la mayoría de los cuales se están produciendo fuera del mundo del arte. A la vez, debe sumergirse en una filosofía del arte más ambiciosa, más ansiosa de producciones, de prácticas y de funciones, y, sobretodo, sobre el enigma de la belleza y de su devenir.
Estas proposiciones podrían ser acogidas como sugerencias de consolidación o de salvación de la estética o, al contrario, como la conclusión que se deriva de la constatación de su fin y de la necesidad de una renovación de la filosofía del arte. Lo esencial es que, tanto en un caso como en otro, entendamos que con el cambio de régimen del arte debemos cambiar también nuestros paradigmas de aprehensión.




Tomado de:


miércoles, 3 de junio de 2020

UN ZIG ZAG FELIZ.




¿PARA QUE ESCRIBIR POESÍA?

Conferencia del escritor uruguayo Eduardo Espina
Texas A&M University

El subtítulo de esta reflexión cobija una paradoja que apenas puede resolverse de manera tautológica: se escribe poesía porque no se puede no hacerlo. Así supongo, le sucede a todos quienes practican el mas longevo y menos leído de los géneros. Seria entonces mas lógico sustituir la pregunta ¿para que escribir poesía? por otra menos exigente: ¿para que no escribir poesía? Se escribe pues, porque algo impide que no se haga. Descartes, que bien podría haber dicho no descartes nada en lugar de pienso luego existo, solo dijo esto ultimo. La poesía es un pensar para existir, un modo de reflexión que ocupa una doble existencia; la del ser que escribe y la de la escritura. Se escribe poesía porque hay alguien que tiene algo que decir, o se siente solo y sale de su solipsismo en la libertad vigilada de las palabras, porque un hombre se enamora y una mujer quizá lo espera y espera un lenguaje transformado, y se escribe poesía por nostalgia, tristeza o felicidad, sin que necesariamente los estados de ánimos coincidan y terminen reflejándose con claridad en la pagina, lugar idóneo para aplicar a la existencia imperfecta un deseo imaginado.
Pero con el deseo no termina la ansiedad de los signos. También se escribe poesía para estar mas cerca de Dios y de uno mismo, pues para eso ya venimos creados a imagen y semejanza suya. Para ser una palabra mas del Verbo. Yo, al menos, lo siento así. Recordaría, además, un lugar común y por eso comunitario: la poesía es el arte que permite divulgar emociones y celebrar la honestidad de las cosas que vemos. Su lugar es imprescindible pues deja conocer de otra manera los materiales que todo el mundo conoce y por ello sus únicas obligaciones son consigo misma. No en vano, la poesía es considerada la lectura mas difícil pues hay poetas que no pueden entender a otros poetas, algo que no podemos decir de un químico leyendo lo que escribió otro químico, y lo mismo puede aplicarse a disciplinas consideradas difíciles por el común de la gente, como la física y las matemáticas.
La poesía no tiene formulas que permitan poner en practica un proceso de decodificación y su dificultad parte de su falta de hipótesis, de puntos de partida y llegada. El acto poético deja percibir la distancia entre la palabra y su referente, sea una idea, un objeto o una emoción, haciendo de su posible sentido una estela móvil. Su utilidad no depende de la existencia de una verdad caracterizante situada en los elementos semánticos y lingüísticos, sino de la producción de diversos niveles de entendimiento no necesariamente relacionados con el mundo real. El poema esta definido por una forma, una estructura interna, una multiplicidad de sentidos y significados asociados a un proceso de representación no lineal, y a la suspensión del criterio de valor verdadero de emociones, sentimientos y cosas. Por ello mismo la poesía requiere un proceso lento de lectura y comprensión de la información de superficie.
En la época del zapping, del surfing y de los procesos mentales ayudados por un programa de software y de pantallas de computadora que actúan como paginas de un libro, todo debe captarse y demostrarse mas rápido que las variables consideradas, en tanto que las diferencias entre las elusivas diferencias no llegan a ser consideradas. A pesar de todo esto, la poesía se sigue leyendo de manera convencional, teniendo la participación del lector igual pasividad que cien años atrás. El método para interrogar al embellecimiento de la poesía no puede medirse pero tampoco apurarse. En su cadencia hay una integridad emocional y formal que rescata la fe en la realidad y descubre conexiones debajo de la superficie. El mejor uso de la lengua llega con ella, para no dejar de llegar a nosotros. Entonces, la pregunta ¿para que escribir poesía? esta respondida y podría terminar aquí mismo esta reflexión. Pero hay mas y menos se sabe. Antes que nada conviene apuntar que resulta extraño plantearse la pregunta casi al fin de una de las historias de la era, a grandes rasgos infinita, algo que no hubiera sido raro siglos taras cuando la poesía gozaba de buena salud y los poetas todavía mas. A partir de la época moderna, diría en los últimos ciento cincuenta años, la poesía empezó a perder su poder de convocatoria y a convertirse en una isla a la deriva en el mar de las cosas nuevas que trajo la modernidad del siglo veinte, porque otra no conozco. También, con el paso de los años se fue espaciando la intervención social de la poesía. El poeta paso a ser el raro, el desclasado, el ambiguo, el parásito enamorado de un lenguaje sin utilidad. Su ambición de novedad vino a toparse con un mundo donde cualquier cosa parece nueva porque todo se olvida (los procesos mnemotécnicos sufren un debilitamiento) y en la perdida del recuerdo reside la novedad ausente. Insatisfecho con lo que existe, el poeta encuentra un método vertical para disentir y lograr un análisis provisional de la realidad; desde allí deduce los universales del lenguaje para desintegrarlos. Cifra simbólica de una identidad detenida en la disimilitud y en la contigüidad, la poesía abarca un espacio de limites superpuestos que están dentro y fuera de lo que se quiere decir.
Se afirma desde distintos espacios culturales que la poesía esta en crisis, que no se vende porque no se lee. Pocos editores se atreven a publicar poesía y los libreros se niegan a colocar en los escaparates de exhibición los libros de poesía alegando que a nadie le interesan. Prefieren dedicar ese espacio con precio a promocionar una novela cuya historia puede saberse antes de abrir el libro. No hay nada nuevo en esto, aunque la novedad, de tanto desgastarse se ha hecho mas evidente. Desde el momento en que el hombre se preocupo de ordenar la vida como historia y no como mito, la poesía siempre ha estado en crisis. Su existencia depende de la crisis. En estos días autónomos y automáticos, la poesía no piensa tanto en su destino y en las amenazas de su extinción como en el sentido de su significado, mejor dicho, en la búsqueda tardía y parcial de este. Debord y Baudrillard, con esa facilidad que tienen los franceses para hacer marketing del apocalipsis, anunciaron hace tiempo que el arte en general esta muerto y lo mismo dirían de la poesía. Sin embargo, si vemos la cantidad de pintores que atentan diariamente contra la estética y el extraordinario numero de libros de poesía que se publican en el mundo, con tirajes a veces millonarios como es el caso de la China, veremos entonces que la poesía, mucho mas que el arte en cuanto no tiene ningún fin lucrativo, es una contradicción viviente. Se escribe poesía mucho mas que antes (la imperfecta democracia moderna llego a las musas), pero se lee menos, muchísimo menos. Según un estudio realizado en Estados Unidos, el 70 por ciento de los norteamericanos alguna vez escribió poemas, pero solo el 2 por ciento compro libros de poesía. Puede entenderse: es tanto el individualismo que a nadie importa la poesía de su vecino, ni siquiera para desearla. El furor romántico murió o se hizo desinterés, y pocos envidian las metáforas de los demás. El lugar singular debe ser de todos.
Ante una prueba estética, artística o escrita, el espectador anhela sentir algo que lo incluya en los acontecimientos. La distancia entre el objeto y el sujeto debe borrarse para que este ultimo sienta la primacía de la respuesta sobre la pregunta. Las hipnóticas y pasajeras parábolas audiovisuales que nos sacuden diariamente cambiaron la forma de percibir la narración de la vida, la cual ahora sucede con teatralidad y sin nada esencial, ya que la existencia se percibe como una serie de secuencias en tecnicolor sin un argumento real. La mirada impaciente, casi sin prestar atención, encapsula la vivencia del momento; un momento de muy poco tiempo. Para seguir en ese tiempo se refugia en una vaguedad placentera que no esta aquí ni allá. Desde esa situación amorfa, carente de dogmas prevalentes y de un subtexto previo, la existencia asume las peculiaridades exhibicionistas de una incomunicación sin afán didáctico. Todo, incluso la poesía, sufre las trampas de una virtualidad real que permite al hombre ser ajeno al mundo y a sus semejantes. En ese ámbito de callado silencio, donde las cosas ahora son y ahora ya no, el olvido se convierte en desinterés y carencia de auditorio. Y cuando esta, el lector quiere encontrar rápidamente el mensaje como si el poeta fuera un cartero que trae noticias para ser compartidas. Con el deterioro del lenguaje en la prensa y en la vida publica, las palabras resultan hoy una comodidad, una irrelevancia y una renuncia a su prestigio. La circularidad de la paradoja no deja de ser aterrante: todo debe ser entendido pues nada inentendible hay en el mundo.
Al desafiar el sentido y la idea de verdad, la poesía se recluye en su destino autosuficiente; virtual porque rechaza el reconocimiento. A través del mismo el conocimiento alcanza a liberarse de lo que no puede conocer. La poesía ejercita una libertad que une el presente con lo que paso hace mucho tiempo y por eso todavía no llego a ser actual. Cubre el trayecto de un descubrimiento que apela a las angustias, contradicciones y arbitrariedades de un lenguaje especifico que se sale del comercio del significado para evitarlo desde dentro. Henry James aconsejaba que el trabajo del arte fuera exquisito y que no se pareciera a la vida. La poesía, como disciplina emocional de un mundo imprevisible, cumple su cometido de traer la vida a un primer plano después de haberse distanciado de ella. Todas estas virtudes, creo yo ciertas, dejaron a un lado al poeta, quien paso a habitar en los márgenes de una sociedad mesocrática y utilitaria, guiada exclusivamente por valores de cambio y niveles de productividad. Su trabajo ocupa apenas una de las dos mitades modernas, aquellas a las que refería Baudelaire: "La modernidad es lo transitorio, lo volátil, lo contingente; es una de las mitades del arte; la otra mitad es eterna e inmutable".
El 27 de febrero de 1890 Mallarme dio una conferencia sobre su amigo, el poeta Villiers del'Isle-Adam, la cual comenzaba diciendo: "Un hombre acostumbrado a soñar viene a hablar de otro que esta muerto". Otro amigo de Mallarme, el pintor Edgar Degas, sentado en la primera fila, dijo apesadumbrado a los pocos minutos de iniciada la conferencia: "No entiendo, no entiendo". Se levanto y se fue. Como pocos antes, Mallarme celebró la dificultad como excepción y creía que sus contemporáneos, incluido el joven Marcel Proust, no sabían leer. Para Mallarme, un poema debería ser una entidad inalcanzable, pues no solo estaba separado de la sociedad y la cultura de la cual venia, sino también de la vida del autor. Debía dar la idea de que fue escrito fuera de la historia en cuanto, por su elíptica complejidad, esta eximido de la diaria necesidad de comunicación. Queda claro, a partir de estos ejemplos, que el desdén del lectorado por la poesía interesada en solo ser poesía no es nada nuevo. Max Nordau, en su libro Degeneración, de 1894, ataco las formas del arte moderno. Lo llamó insano. Particularmente aquel que no permitía la figuración de los temas. Desde mas de un siglo se le sigue pidiendo al poeta lo mismo: que prescinda del lenguaje figurativo, de la alusión y de la dicción elevada. Que describa al mundo tal cual es, con la mayor fidelidad y la mínima elaboración. En síntesis; claridad de expresión y simpleza de organización, además de una parsimoniosa lealtad a los sentimientos cotidianos y a las observaciones de los hechos ocurridos. Eso: la sinceridad de la experiencia y el lenguaje como ejemplo fotográfico. Para tener su espacio, la poesía debe ser inmediata y fácil, evitando presentar a las cosas en su estado de ignorancia. A partir de esta visión moderna, que ha insistido en hacernos creer que el lenguaje ordinario es mas importante de lo que es, se concreto el rechazo de todo discurso que requiera mas de una interpretación. Para tener derecho de interacción social, la palabra poética debe respetar la lista de exigencias: la transparencia de la inteligencia presentada con un estilo vernacular, sin adornos y sin omitir la credibilidad de una vida (digo una porque hay otras) marcada por acontecimientos casuales y contingentes. Esto es: la realidad tenida como accidente o circunstancia.
En tiempos donde las ideologías y los grandes movimientos sociales que hacen reconocibles a las utopías históricas parecen cosa del pasado, la historia comprueba antes que nada la crisis del lenguaje y de la palabra escrita. Sobre todo, aquella crisis estética que rehusa lo anecdótico y lo narrativo. La poesía, sin posibilidad de opinión, devino un culto en la cultura; el juego religioso de unos cuantos pocos. Esto, evidentemente, no significo que se dejara de escribir poesía como tampoco se dejo de adorar a Dios incluso en aquellos regímenes donde las practicas religiosas son mas perseguidas. La analogía viene al caso: la pagina es el templo, y allí entra el poeta, absolutamente solo, a rezar, a estar mas cerca de si mismo y del absoluto. Perturbadora y creadora de disturbios, la poesía acepto su condición de practica absoluta y absolutamente privada, solipsista casi. Esto trajo grandes consecuencias ya que la poesía, como realidad literaria con valor de mercado, dejo de existir. Y en esto podemos estar de acuerdo, porque la realidad presente no permite desacuerdos, al menos de este tipo. Hoy escribimos en computadora y la escritura se ha hecho accesible. Tan fácil, que podemos corregir los textos sin tener memoria de lo que corregimos.
Vivimos la historia del acontecimiento inmediato y por lo tanto la perdida de tiempo, o mejor dicho, su falta de acumulación, es vista como una obscenidad sin atenuantes. La relectura solo puede existir en un tiempo de innecesario derroche (¿lo hay?), pues la lectura ha pasado a ser una practica tan fácil que podemos leer sin hacerlo. El texto existe como depositario de información de la cual tomamos solamente aquellas instancias retóricas de uso inmediato. En tiempos en que las cartas de amor se escriben y se envían a través de una maquina supuestamente secreta a la cual pueden tener acceso millones de usuarios, a nadie ha de extrañar que las intimidades radicales, como la poesía, sufran las consecuencias de estos desvaríos de la persona colectiva, que establece códigos para situar los secretos en la superficie. La poesía, que entre otras cosas exige una permanente corrección de la intimidad del significado, resulta una practica anacrónica en un tiempo, este, que quiere derrotar al tiempo dependiendo excesivamente de el. El ser que habla encuentra en la temporalidad un espacio y en lo que resulta del mismo, ambas cosas. Pronuncia una simple certeza: algo esta sucediendo. Nada protege a la poesía, salvo lo que en ella sucede. Nombrando actos y acontecimientos que solo suceden en las palabras, la poesía se ocupa de esa realidad situada entre lo que "ya esta en nuestras mentes y lo que todavía no pertenece a la memoria" (Flavio Ermini). La respuesta a su persistencia en ese trayecto aun sin definir es un signo impredecible y por ello indecirnible, cuyas formas de mostrarse no se circunscriben a un solo y único momento de la interpretación. No sabemos de donde viene ni a donde va: esta sucediendo y ya es bastante para validar su existencia. Por hacer de su objeto incompleto una excepción ideal, la poesía es la exageración del tiempo, la condensación del fragmento que contiene a todos los demás. Contiene un infinito cercano, al menos el de la elusividad del sentido, contribuyendo a que sus zonas retóricas sigan siendo inexploradas por las consecuencias del azar. En otras palabras, este existe como resultado de una razón sin razones, de un propósito definidor pero sin definir.
El lenguaje poético no es inocente; en su producción sufre un proceso de sofisticación. Las condiciones bellas se resisten a ser reproducidas, pero finalmente ceden a las apariciones legitimas de las frases. De sus enigmas no nos podemos escapar. Cualquier posible escapatoria solo nos pondrá mas cerca de la entrada. Lo que hace y deja hacer el lenguaje es infinito, convirtiéndose y siendo (ya antes de ser) en la única trascendencia a la cual tenemos acceso; no es una fe cuya existencia podemos aceptar o negar. Existe; esta allí como problema que nunca queda exhausto. Recuerda a la historia del niño judío que andaba por el pueblo pregonando, "tengo una respuesta excelente, que alguien me haga una pregunta". El lenguaje poético responde preguntas que todavía no tiene. Como consecuencia, su inocencia resulta inaccesible pero su sabiduría visual logra que la percepción cambie de aspiraciones. Después de todo, lo inefable es ilegible. La poesía nos lleva al secreto que no sabíamos que estabamos buscando pero para el cual tenemos una respuesta.
Para la poeta Jorie Graham la poesía es una critica implícita de los valores materiales. A eso debe agregarse, además, que es una critica de los hábitos de la razón iluminista, la cual demanda un orden lógico estructurado en torno a secuencias anecdóticas de hechos y expectativas con principio y fin, y que asimismo espera que el poema provea todas las respuestas para hallar la solución al problema planteado y apropiarse así del significado. Pero al poeta no le compete iniciar el argumento, sino empezar a hablar de el a partir de su conclusión aun no concluida. En la poesía, los ordenes se invierten, y el contexto pasa a existir a partir del texto. Hoy en día las pautas culturales imponen la relación "si no lo entiendo, no lo compro". De manera casi absoluta, la única poesía que ha triunfado entre los lectores es aquella de expresión mimética y pautas retóricas convencionales. La poesía moderna ha visitado dos opciones formales y una ha sido esta. Además de la poesía de la oralidad, como podemos llamarla, en tanto permite una fácil declamación, encuentro otra la poesía de la dificultad, desencadenante, tanto a nivel de discurso como de lectorado, de una libertad inaudita. De compleja mostración retórica, basa sus apetencias en la capacidad performativa de un lenguaje capaz de sublimizar la representación de las cosas obvias (entre las cuales podemos incluir a los seres humanos). Al otro lado de un río cuyas orillas rara vez se tocan, encontramos el discurso poético lineal, protegido por una sintaxis recurrente que responde a expectativas lógico deductivas. Este discurso ha prestigiado la pureza oral, las relaciones analógicas y el lenguaje común/ordinario revestido con imágenes que todo el mundo puede entender muy bien. Equipado con la realidad que se observa desde su ventana, el poeta de la oralidad ha intentado integrar lo cotidiano y la vanidad domestica en una trascendencia errante que acumula formas y pautas evidentes.
Mientras que el novelista esta condicionado por la obligación que tiene de vender libros, el poeta de la oralidad opta por recurrir a la carnada de lo explícito para cumplir con la inmediatez del contexto. Pero se equivoca. Perdida la inocencia, agotadas las ideologías, desconociendo el lenguaje (desde una posición mas autoconciente) a quien esta hablando, el poeta debe saber que las palabras pueden vivir sin la historia. Que debe hacer el poeta, ¿ser mas profeta que economistas, sociólogos y politólogos que no saben lo que pasara mañana? Tratar de actuar como profeta histórico no ha servido de mucho, a pesar de que Rimbaud lo haya intentado. En todo caso debe buscar el lenguaje del mañana que no sabemos que lugar tendrá en la sociedad. Como pocas veces antes, el poeta debe representar la incertidumbre del pensamiento y de las sensibilidades de estos tiempos, refiriendo a un plan fuera de la historia y ver hasta donde llega el lenguaje. Ya es bastante, y bastante tiene con eso para fracasar en grande. El poema no debe ser un horóscopo donde podemos leer el presente a partir de lo que no nos garantiza el futuro. Sin grandes declaraciones para hacer y sin nada para negociar, el poeta solo debe agregar sentido a lo que no lo tiene: poner maquillaje en un espacio vacío, hacerle rayos equis a un cuerpo ausente. La época de las grandes verdades es parte del pasado, pero tampoco es fácil hablar de lo que paso pues, como los chinos ya nos advirtieron, no hay nada mas difícil que predecir el pasado. Situado en un ahora mismo (la historia como ya), el poeta perfora (también como performance) la superficie que la poesía construye al hacerlo, presentando la hipótesis de que nada sucede donde parece que esta sucediendo todo. La única validez de la poesía no esta en lo que vanamente intenta cambiar, sino en la forma que estipula el cambio, a partir del cual enseña al entendimiento sus limitaciones y su falta de valor informativo.
A pesar de la abundancia y diversidad de aportes formales constatados en la modernidad, el siglo no ha sido propicio para la poesía. Estos últimos cien años fueron de mucha novela, de extensiones anecdóticas que en quinientas paginas cuentan una historia que bien podría haber cumplido su cometido de información en apenas veinte. Esto contradice a una época donde nadie presta atención y la invención de lo nuevo o lo que parece serlo se evapora rápidamente. La percepción abandona con prontitud su compromiso y sus intervenciones carecen de exigencias. De allí la preferencia generalizada por historias convencionales abundantes en trucos y efectos especiales, que nunca exigen el compromiso de las emociones. El lector quiere que simplemente le cuenten historias sin importarle la debilidad literaria de diálogos y personajes, ni la incesante presencia de escenas desperdiciadas. Historias contadas de manera rústica, con detalles nada extravagantes que nunca triunfan, historias que comercian con el acto de contar. El poder recae en los contadores de historias quienes, a pesar de sus empeños, fracasan en su intento por totalizar la vida: la lección moral no triunfa lo suficiente como para convertirse en deleite estético.
De allí, cabe suponer, el interés masivo por poetas narrativos como Raymond Carver, cuya popularidad queda probada por la sucesiva reedición de sus libros de poemas, un privilegio que otros poetas norteamericanos superiores, como Robert Lowell y Theodore Roethke, no han tenido. Su visión simplista de la poesía puede sintetizarse en el siguiente comentario: "Es posible en un poema o en un cuento escribir sobre cosas y objetos comunes usando un lenguaje común pero preciso y respaldar esas cosas, una mesa, la cortina, una ventana, un tenedor, una piedra, la caravana de una mujer, con inmenso, incluso iniciador (startling) poder". Para Carver, como para tantos otros de retórica similar, el discurso poético narrativo ha sido el antídoto del lenguaje en acción. Acumulando evidencias han pretendido poner en practica un proceso epifánico a partir de lo inmediato, el cual raras veces se cumple. No se consigue tan rápido la determinación moral para dejar hablar a las cosas en su silencio.
Tal parece que los tiempos que vivimos son tan complejos que a la poesía se le impide agregar complejidad. Para ser atendida, debe enseñar a ser felices en la certeza, otorgándole todos los privilegios a la capacidad positiva que lleva a aceptar la realidad tal cual se muestra. Keats incitaba al poeta a permanecer en el misterio, en la incertidumbre y en la duda, sin dejar ninguna irritable deuda con los hechos y la razón. La poesía debe ocupar el lugar -alarmante, escrupuloso, desproporcionado- de la dificultad, para forzar con ello a otro tipo de lectura donde los sentidos hagan el trabajo interpretativo de la razon. En su arrogancia mítica tan celebrable (el mito dejo de tener sentido utilitario), la poesía ya no predispone a la arete, algo que preocupo anticipadamente a Platón. Mas bien trae la disensión y los estados animicos imposibilitantes. No se encamina al descubrimiento de una verdad absoluta, sino que rectifica las apariencias no absolutas de un propósito emocional que impide ser traducido con exactitud. En un nivel ontológico que incluye la representación, la poesía hace aparecer cosas que existen antes como lenguaje y allí consiguen ser originales.
El juego de la transcripción azarosa de las formas, convertido en epistemímesis de su apariencia, restaura la dimensión irracional y lúdica de la realidad, aun en su grado mas ínfimo. Queda claro que los tiempos han cambiado, tanto como el uso del lenguaje. El poema ya no tiene a su cargo la instrucción practica y el consejo moral. Su mensaje no esta en el contenido sino en la serie combinatoria de estrategias halladas en la estructura y que representan formas alteradas de la conciencia. Aunque intenta cambiar deliberadamente la manera como pensamos y actuamos, el poema ya no tiene la misión de ser subsidiario de los hechos del mundo y de sintetizar la información de la historia. En su ataque a la certidumbre, una certeza lo guía: las cosas que lucen iguales son diferentes. Aquello que Schlegel llamó "profecía retrospectiva" se convierte en profecía introspectiva en cuanto el poema habla con su historia a través de la historia del lenguaje y todas sus indeterminaciones.
En su rara carga de futuridad, la poesía señala que el futuro no siempre esta hacia adelante y que la profecía puede ir en otra dirección. Mantiene el anhelo de entendimiento cumplido a medias, ocupando la parte irresuelta con las pistas (no evidencias) que distancian al objeto de su captura. Nos hace sentir que vamos hacia algún lugar y que estamos en las manos de algo. La poesía presenta interrumpida la sorpresa del enigma para que este vuelva a repetirse. Quiere seducir al lector sin obligarlo a nada, pues, como algunas palabras lo saben, la seducción no es el fin sino el medio para salir de ella. Y se entiende; el lenguaje poético es una red solipsista que contiene sin determinar toda clase de inexistencias y que, como diría Emerson, refiere a una ausencia, nunca a una presencia, nunca a una satisfacción.
Aunque sean malos tiempos para la poesía y los poetas, esto no significa el fin del tiempo ni del que nos toca para escribirlo. Cantar todavía es posible. Solo si cantan las palabras saben de lo que hablan, siendo sus argumentos de ritmos y polifonías lo que todavía oímos. A pesar de lo que pase fuera, en el mundo de lo demás, con la poesía continuamos sintiendo el cortocircuito de una música viva y exigimos quedarnos allí. Exigimos que el futuro del enigma se cumpla como postergación. Dijo Hölderlin que la poesía es la promesa de un lenguaje. Agregaría a eso que la verdad de la poesía representa el futuro del ser teniendo lugar en el presente. ¿Esta esa promesa en peligro? Siempre lo estuvo, pero en estos tiempos donde la razón se siente autorizada a entenderlo todo, la poesía corre el riesgo del significado, es decir, que este se convierta en prioridad con fines didácticos y que enseñe, a partir de la interpretación, supuestas soluciones de lenguaje, ofreciendo el confort de un conocimiento accesible, de una continua narración del pensamiento, de una representación oficial de la realidad y por lo tanto verificable. Seria un horror moral y estético que la poesía se convierta en respuesta y no en pregunta moviéndose hacia algo que no sabemos bien que es. La poesía debe continuar autogenerando su propio significado, uno cambiante y en constante peligro de negación. Su lugar en la historia del discurso es claro: desde su dificultad retórica debe resistir los cambios de época y vocabularios, manteniendo su carácter sagrado, cantando al futuro de las cosas inexistentes. Entre paréntesis agrego: (Es un signo saludable de la poesía que se pueda escribir contra ella, contra las formas determinadas de concebirla).
Hoy en día, en estos tiempos de racionalismo tecnológico donde la mente responde a estímulos programados y a las fugaces frivolidades del cine, el periodismo y la televisión, el poeta que erosione certezas y eluda las demandas de la representación lógica, será sistemáticamente desoído, considerada su excentricidad inadecuada y nada confortable. Hay un detalle técnico imposible de pasar por alto. El lector actual quiere imponer a la duración de lento zig zag de la poesía, la veloz conversión del mundo real, algo que es imposible. Quiere leer un verso como si fuera el titulo de tapa de un diario. El lector establece un ritmo que no corresponde al tiempo de la poesía, donde todo existe con la velocidad de una desaparición circular. El lector actual, digo aquellos pocos que leen poesía, lee el poema según la duración de la lectura y no de la escritura, siguiendo la asimetría métrica del poema con el ritmo uniforme de la prosa. Saturado por los medios de comunicación y por la información tecnológica, el lector esta expuesto a la tentación de verdades explícitas fácilmente conseguibles mediante soluciones lógico deductivas. La poesía, por el contrario, expone un desconocimiento perfecto del mundo y ahí radica su perfección: en situarse y hablar desde un asombro que conecta a las palabras entre si y piensa a partir de la relación cambiante entre el mundo y las cosas. Nada puede ser como ha sido.
En "El dormilón" de Woody Allen, el protagonista escribe un poema pésimo que es celebrado. Es el mundo del futuro. ¿Será así el nuestro, teniendo en cuenta que con el nuevo milenio parece que finalmente llegara el futuro? Decía Wordsworth hace 200 años que el futuro se vera en el año dos mil. Difícilmente veamos el futuro tan pronto, pero sin dudas el presente sigue llegando cargado de expectativas, demasiadas diría. El futuro en caso de que llegue será, como es en las ciencias, el cumplimiento de la sorpresa y de lo que imaginábamos pero no pensábamos ver cumplido. Como intermediaria de ese cumplimiento, la poesía conversa con lo indecible que todavía queda por decir y que conserva el futuro de profecía del lenguaje. Acepta una solución anacrónica, en cuanto recurre a un exceso de forma y a una restricción de contenido, algo en contradicción con la época actual donde la información debe dar pautas directas y resolver la realidad con obviedades.
Ante el poco aprecio que los libros de poesía tienen para editores, libreros y críticos literarios, conviene referir a la poesía como una nulidad utópica cuya practica apenas refiere a su dudoso status quo. Es decir, existe pero no esta. Días atrás, valga el ejemplo, un estudiante me pregunto por que escribía poesía. Ante la sorpresa, pues hace 25 años que lo hago y nunca me plantee la pregunta, solo atine a decir, pero confiado: escribo poesía porque usted no lo hace. Para el poeta, la poesía no solo es un derecho, sino también una obligación. Se trata de embellecer al ser y al estar del mundo, aunque el mundo no haga nada por si mismo. Relacionar las cosas con las palabras es la finalidad de la poesía y para eso se apoya en la visión intermediaria de una belleza variable que siempre esta a punto de ser. Una forma de hablar útil pero no utilitaria, la poesía se abre al movimiento constante de las ideas sobre los sentimientos y los sentidos.
Sin ansias de totalidad a diferencia de la ideología, la religión y la tecnología, el discurso poético existe únicamente en los elementos combinados de su estructura. Las palabras son la razón de lo que dicen, el crisol sin precedentes que pone en igualdad de condiciones al lenguaje y al pensamiento. Es la plenitud de una realidad indeterminada que no permite leerse en términos de claridad/oscuridad, sino de construcción (y erosión) de las condiciones aleatorias que hacen su definitiva existencia. Es decir, la poesía existe como acción del lenguaje opuesta a la inexistencia de este. En la poesía, incluso en la falsedad de su actuación, el lenguaje se encuentra consigo, recreando una intimidad que no es de todo el mundo. Realizándose como una gran paradoja en libertad, el lenguaje poético tiende a cifrarse. Entretiene y distrae. Es la distracción y el encriptamiento. Desde su privilegio blindado, las palabras encuentran nuevas alianzas en si mismas y en las demás cosas con las que se relacionan. Exceden las combinaciones y adquisiciones que conforman su identidad. Con esto consiguen que el lenguaje siga siendo la versión continua de lo indefinible.


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