jueves, 8 de marzo de 2018

Arte y fronteras: De la transgresión a la postautonomía



SARAH CHARLESWORTH




Arte y fronteras: De la transgresión a la postautonomía

NÉSTOR GARCÍA CANCLINI
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA

Resumen:
Canclini propone que el arte ha entrado en un momento “post-autónomo”, en el que el arte ya no pone en escena la problemática de la trasgresión contra los límites establecidos por museos, instituciones y las convenciones de la práctica del arte. Por el contrario, el arte enfrenta una “localización incierta”, una nueva relación entre el espacio y la producción artística, en la que el arte es producido y circula a través de un rango cambiante de lo corporal, lo electrónico, y otros medios. Este ensayo analiza el trabajo de Cildo Meirrles, León Ferrare y Carlos Amorales, artistas latinoamericanos contemporáneos que negocian este nuevo momento practicando una forma estética de “disenso”, un término muy sugerente propuesto por Jacques Rancière.

Los artistas, que tanto batallan desde el siglo XIX por su autonomía, casi nunca se llevaron bien con las fronteras. Pero lo que se entendía por fronteras ha cambiado. Desde Marcel Duchamp hasta fines del siglo pasado, una constante de la práctica artística fue la transgresión. Los medios de practicarla en cierta forma contribuían a reforzar la diferencia. La historia contemporánea del arte es una combinación paradójica de conductas dedicadas a afianzar la independencia de un campo propio y otras empecinadas en abatir los limites que lo separan.

En los momentos utópicos se vulneró la frontera que separaba a los creadores del mundo común extendiendo la noción de artista a todos y la noción de arte a cualquier objeto ordinario: ya sea implicando al público en la obra, reivindicando las maneras cotidianas de crear o exaltando el atractivo de objetos triviales (desde el ready made al pop art y muchas formas de arte político). En los momentos desconstructores se vació el contenido (las monocromías desde Malevitch a Yves Klein) o se diluyó el contenedor (las pinturas que escapan del marco: Pollock, Franck Stella, Luis Felipe Noé). A fin de erosionar los límites del gusto se llevó a las salas de exposición 90 latas de conserva de “Mierda de artista” para vender el gramo de acuerdo con la cotización del oro (Piero Manzoni), otros orinaban o se automutilaban ante el público (los coleccionistas vieneses) o irrumpieron en museos y bienales con cadáveres de animales y cobijas ensangrentadas en tiroteos del narcotráfico (Teresa Margolles).

La introducción en espacios artísticos de objetos o acciones “innobles” suele acabar reforzando la singularidad de esos espacios y de los artistas. Se ha intentando salir de ese círculo autoreferido, cerrado o incomprensible para quienes no comparten los secretos de las vanguardias y su sacralización, con dos procedimientos.

Uno es la reubicación de las experiencias que se pretenden artísticas en lugares profanos: Fred Forest y Hervé Fischer del Colectivo Arte Sociológico ofrecieron en la sección económica de Le Monde invertir en la compra del M2 Artístico en la frontera de Francia con Suiza, prometían otorgar el título honorífico de “ciudadano” de ese territorio y dar participación en programas de jardines públicos, espacios de reflexión y actos contestatarios. Otra vía es la acción ejercida en 1989 por Bernard Bazile cuando hizo abrir una de las latas de “Mierda de artista” de Manzoni y mostró “no sólo el desfase entre la realidad del contenido (la exhibición de un pedazo de estopa), el imaginario del contenedor (el más impuro fragmento del cuerpo del artista) y la simbólica del conjunto (uno de los más puros momentos de trasgresión de las fronteras del arte)”: también exhibió la plusvalía así lograda y al final el aumento de valor de la lata de Manzoni abierta por Bazile, vendida por la galería Pailhas de Marsella al doble de precio que la inicial (Heinich 1998: 92).

¿Es el destino del campo del arte ensimismarse en el reiterado deseo de perforar sus fronteras y desembocar, como en estos dos últimos casos, en simples transgresiones de segundo grado que no cambian nada? Ni llevando el mundo al museo, ni saliendo del museo, ni vaciando el museo y la obra, ni desmaterializándola, ni omitiendo el nombre del autor, ni blasfemando y provocando la censura puede superarse el malestar que genera esta oscilación entre querer la autonomía y no poder trascenderla.

Tal vez las respuestas no surjan del campo artístico, sino de lo que le está ocurriendo al intersectarse con otros y volverse postautónomo. No son los esfuerzos de los artistas ni de los críticos por perforar el caparazón, sino la reestructuración radical, las nuevas ubicaciones dadas a lo que llamamos arte, lo que está arrancando al arte de su experiencia paradojal de encapsulamiento-trasgresión.

Las transgresiones suponen la existencia de estructuras que oprimen y narrativas que las justifican. Quedar enganchado en el deseo de acabar con esos órdenes y a su vez cultivar con insistencia la separación, la transgresión, implica que esas estructuras y narrativas mantienen vigencia. ¿Qué está ocurriendo cuando se agotan?

El declive de los relatos sociales
Acabamos el siglo XX sin paradigmas de desarrollo ni de explicación de la sociedad: se decía que sólo contábamos con múltiples narrativas. Comenzamos el siglo XXI sin narrativas o con relatos parciales: algunos son creídos por islamistas, otros por fundamentalistas cristianos, otros por seguidores de un caudillo. Estos relatos a menudo pierden adeptos, cae su eficacia por las disidencias o se desmenuzan en parodias de sí mismos.

Pocos artistas logran diferenciarse de las escenas “publicas” donde los grupúsculos y las bandas que mantienen un poder –financiero, económico o religioso- trabajan confundiendo el misterio y la simulación. Cuesta distinguir qué significa ser artista, público del arte o ciudadano cuando la historia parece, en vez de resultado de instituciones, obra de mafias y espectáculos. Aquí y allá algunos se organizan para representar las demandas de una institución, un barrio o un grupo de damnificados, y esperan que los escuchen en un futuro imprevisible.

El arte se volvió postautónomo en un mundo que no sabe qué hacer con la insignificancia. Al hablar de este arte diseminado en una globalización que no logra articularse no podemos pensar ya en una historia con una orientación, ni un estado de transición de la sociedad en el que se duda entre modelos de desarrollo. Estamos lejos de los tiempos en que los artistas discutían qué hacer para cambiar la vida o al menos representar sus transiciones diciendo lo que el sistema hegemónico ocultaba o lo que estaba por venir. El arte trabaja ahora en las huellas de lo ingobernable.

Por un lado, muchos movimientos artísticos dejaron de estar interesados en la autonomía o interactúan con otras áreas de la vida social –el diseño, la moda, los medios, las batallas políticas-. Por otro, caducaron los paradigmas que contenían el desarrollo socioeconómico y las promesas de revolución o bienestar quedaron sin piso. Sin que ambos procesos coincidan, se cruzan con frecuencia. ¿Con qué instrumentos conocer la situación sociocultural presente del arte? Ni las estéticas modernas ni las teorías del campo artístico parecen útiles para comprender las interacciones paradójicas del arte con las sociedades contemporáneas.

Mientras las artes han ido adquiriendo, como nunca antes en la modernidad, funciones económicas, sociales y políticas, mientras estimulan la renovación de las ciencias sociales, la filosofía, el diseño y las tácticas de distinción, los artistas no cesan de dudar sobre su existencia y su lugar en la sociedad. Parece una paradoja: los artistas salen de los museos para insertarse en redes sociales (arte sociológico, arte etnográfico, acciones postpolíticas y postindustriales), en tanto actores de otros campos mantienen la respiración del arte y se comprometen con sus aportes: filósofos, sociólogos y antropólogos piensan a partir de innovaciones artísticas y curando exposiciones; actores políticos y movimientos sociales usan performances en espacios públicos; los mercados del arte se nutren con inversiones legales e ilegales.

Pocas veces estos movimientos se encuentran, o no está claro cómo podrían lograrlo. Los artistas lanzan una bola de plastilina a la calle (Gabriel Orozco) o fabrican “colectores”, juguetes producidos con latas, restos industriales y piezas magnéticas (Francis Alÿs) para que se le vayan pegando al azar partes sueltas de la vida urbana. En tanto, las instituciones y los mercados hablan desde estructuras y programas, aunque sabemos que estas formas sociales no tienen la consistencia ni la certeza de otras épocas. ¿Cómo imaginar en este mundo sin centro ni paradigmas, entre las quebraduras de la globalización, una conversación de los artistas que convierten la basura en documentos con los profesionales decepcionados de las estructuras y sus modos de representar? Intentemos, una vez más, confrontar lo que dicen sobre la incierta situación social del arte la estética, las ciencias sociales y los comportamientos de los artistas.

La estética sobrevive no como un campo normativo, sino como un ámbito abierto donde buscamos formas no separadas radicalmente de todo tipo de función, representaciones más interesadas en el conocimiento –incluso de lo que no existe– que en la verdad, experiencias despreocupadas por algún tipo de trascendencia e interesadas, más bien, en abrir posibilidades en un mundo sin normas preestablecidas. Más que una estética como disciplina encontramos lo estético como una reflexión diseminada que trabaja sobre las prácticas aún denominadas artísticas y explora el deseo o la “voluntad de forma” (Richard, Nelly 1998:11), que aparecen en otras escenas: los lugares de trabajo y de consumo, la ciencia y la tecnología, la organización y desorganización del espacio urbano, los mensajes y contramensajes que circulan en comunicaciones masivas.

Desprestigiadas las estéticas idealistas que declararon artísticos a los objetos bellos o que suscitaron una contemplación desinteresada, sin fines prácticos, ¿cuáles serían los objetos que justificarían la existencia de la disciplina estética, del arte como práctica diferenciada y de las instituciones que los exhiben y valoran? Varios directores de museos y curadores deciden que los objetos ya no son tan importantes y rediseñan las salas de exposición o desplazan la experiencia estética a relaciones intersubjetivas ajenas a la instrumentación mercantil (Bourriaud). Descubren que los nuevos públicos van a visitar museos no para ver obras excepcionales o aprender una lección sobre indígenas africanos o rituales afrobrasileños que desconocen, sino por la curiosidad que les suscita un programa de televisión, porque les preocupa la deforestación de la Amazonia o llegan por primera vez al Louvre porque leyeron el Código da Vinci.

Las fronteras del arte parecieron establecerse más claramente con las teorías sobre el mundo del arte (Becker) y el campo del arte (Bourdieu). Pero ¿qué hacer cuando sobran signos de interdependencia de los museos, las subastas y los artistas con los grandes actores económicos, políticos y mediáticos? La visión sociológica del arte ayudó a reemplazar la pregunta qué es el arte por cuándo hay arte. (Edelman, Goodman, Heinich). Este giro remite de inmediato no sólo al conjunto de relaciones sociales entre artistas, instituciones, curadores, críticos y públicos, sino a empresas, medios y dispositivos publicitarios que construyen el reconocimiento de ciertos objetos como artísticos.

Una vía rápida para hacerlo visible es registrar de quiénes hablan, de qué actores y lugares se ocupan las publicaciones de arte. ¿Quiénes deciden lo que nos gusta? La revista británica Art Review publicó en los últimos años listas de los 100 personajes más influyentes en el mundo del arte. Hay una “teoría” implícita detrás de este modo de identificar las decisiones: se atribuye el poder a individuos más que a las estructuras y las instituciones. Sin embargo, el hecho de que en el inventario 2005 sólo 20 por ciento de los seleccionados sean artistas (Damien Hirst en primer lugar), y prevalezcan galeristas como Larry Gagosian, coleccionistas como Françoise Pinault, directores de museos como Nicholas Serota de la Tate Gallerie y arquitectos como Herzog y De Meuron, Renzo Piano y Rem Koolhaas, remite a la compleja trama transnacional de museos y envases arquitectónicos, revistas, ferias y bienales, fundaciones, tiendas, sitios de Internet y actividades paraestéticas. El alcance transnacional de estos actores e instituciones acerca la circulación de las artes visuales a lo que sucede con la industrialización de las imágenes. De esta dispersión de lo estético deriva una proliferación de definiciones y disidencias. ¿No hay otra conclusión que desentendernos de cualquier teoría universalmente válida y resignarnos, con relativismo antropológico, a nombrar como arte aquello que hacen quienes se llaman o son llamados artistas?

El poder de la inminencia
¿Se llaman o son llamados? Suele contestarse a esta pregunta examinando las convenciones establecidas socialmente y las negociaciones entre programas institucionales y proyectos creadores. ¿Cómo decidir, en ese juego pendular, cuándo se reúnen o se pierden los requisitos para que algo sea valorado como arte? Seguimos en el círculo sin salida entre lo que pretende ser arte y la sociología que desenmascara cada respuesta como eco de condicionamientos preexistentes.

Hay otro camino, quizá, que no consiste en dar la razón a los argumentos estéticos ni a las explicaciones sociológicas. Pienso en artistas y escritores según los cuales su trabajo consistiría en hacer algo que no saben bien qué es. Exploremos si desde sus afirmaciones perplejas surge algún saber acerca de lo que significa hacer ciencia sobre el arte (o sobre cualquier objeto social) y sobre lo que significa hacer sociedad.

Uno de los escritores que mejor dijo la experiencia de lo que no podía apresar fue Borges. En un texto sobre la coincidencia de que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fuera el que dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él, Borges sostuvo que no había misterio para los historiadores en las dos decisiones: el emperador Shih Huang Ti, que redujo a su poder los seis reinos y borró el sistema feudal, erigió la muralla para defenderse, y quemó los libros porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores. Borges propuso no leer sólo los hechos, sino las metáforas. Le llamó la atención que el mismo emperador que construyó la muralla y quemó los libros prohibió que se mencionara la muerte, buscó el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el año; “estos datos, concluye Borges, sugieren que la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mágicas destinadas a detener la muerte”; “quizá el Emperador y sus magos creyeron que la mortalidad es intrínseca y que la mortalidad no puede entrar en un orbe cerrado”. También destacó que quienes ocultaron libros fueron marcados con un hierro candente y condenados a construir, hasta el día de su muerte, la desaforada muralla: quizá, piensa Borges, “la muralla fue una metáfora, acaso Shih Huang Ti condenó a quienes adoraban el pasado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil”. Unas formas remiten a otras, y lo que menos importa es el “contenido” que llevan en cada ocasión.

¿De qué habla esa correspondencia entre formas? Como no es decisivo su contenido, concluye Borges, lo que importa es lo que insinúan sin llegar a nombrar: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce, es, quizá, el hecho estético” (Borges 1994: 13).

Ser escritor o artista, por tanto, no sería aprender un oficio codificado, cumplir con requisitos fijados por un canon y así pertenecer a un campo donde se logran efectos que se justifican por sí mismos. Tampoco pactar desde ese campo con otras prácticas –políticas, publicitarias, institucionales- que darían repercusión a los juegos estéticos. La literatura y el arte dan resonancia a voces que proceden de lugares diversos de la sociedad y las escuchan de modos diferentes que otros, hacen con ellas algo distinto que los discursos políticos, sociológicos o religiosos. ¿Qué deben hacer para convertirlas en literatura o en arte? Nadie lo sabe de antemano. Dice Ricardo Piglia: “un escritor escribe para saber qué es la literatura” (Piglia 2001: 11).

Quizá su especificidad reside en este modo de decir que no llega a pronunciarse plenamente, esa inminencia de una revelación. Encuentro un antecedente de esta postura en la frase escrita por Walter Benjamin quince años antes que Borges, en 1935, al definir el aura del arte como “la manifestación irrepetible de una lejanía” (Benjamin 1973: 24).

Urgen dos aclaraciones: este hablar en el lugar de la inminencia no coloca al artista como un ser de excepción ni en una posición irracional. Maurice Merleau-Ponty, quien supo articular como pocos el saber de la lingüística y el de los artistas, decía que éstos no hacen más que especializarse en el “uso creador” del lenguaje, pero compartiendo su interdependencia con el “uso empírico”, como de hecho hacemos todos. El uso empírico es “el recuerdo oportuno de un signo preestablecido”,o, citando a Mallarmé, “la pieza gastada que se me pone en silencio en la mano” cuando necesito comunicarme. El pintor o el escritor también utilizan las estructuras convencionales del lenguaje, “la masa de relaciones de signos establecidos que posibilitan la comprensión entre el autor y el lector de la obra”. Pero llevan ese “lenguaje hablado”, como hace cualquiera que desea que el lenguaje sea “hablante”, a un momento creador. El escritor que busca interpelar al lector transfigura el ordenamiento habitual de los signos para “segregar una significación nueva” (Merleau-Ponty 1969: 20). No establece un sentido radicalmente distinto, consolidado, sino una “inminencia de comienzo del mundo” (Merleau-Ponty 1960: 57).

El libro o el cuadro, como objetos acabados, dan a esa búsqueda la apariencia de descubrimiento excepcional y rotundo. Pero el autor de Signos recuerda la cámara lenta que registró el trabajo de Matisse: el pincel que a simple vista saltaba de un acto a otro parecía meditar, “intentar diez movimientos posibles, danzar ante la tela, rozarla varias veces y caer por fin”… “con el único trazo necesario”. ¿Qué revela esa filmación? Que el pintor no era “como el Dios de Leibniz, un demiurgo resolviendo un inmenso problema de mínimos y máximos, ni tampoco alguien que simplemente va a buscar un martillo para hundir un clavo. La mano de Matisse vaciló entre las veinte condiciones dispersas en el cuadro, como el escritor ante la palabra antes de pronunciarla, ante “el fondo de silencio que no deja de rodearla, sin el cual ella no diría nada, o incluso desnudar los hilos de silencio con los cuales se entremezcla”. Así “añade una nueva dimensión a este mundo demasiado seguro de sí haciendo vibrar allí la contingencia” (Merleau-Ponty 1960: 58 y 63).

Inminencia, contingencia, manifestación irrepetible de una lejanía junto a esta línea estética, observamos, en lo que hacen y dicen que hacen quienes se llaman artistas, que sigue también valorándose el predominio de la forma sobre la función. A veces, ambas corrientes se asocian, como cuando el trabajo formal sin eficiencia pragmática presenta los hechos artísticos como la inminencia de algo que no acaba de suceder. En otros casos, vemos que el arte hace, tiene una función pragmática, aunque de otro orden que en los actos sociales ordinarios. Es un modo de hacer que deja algo irresuelto.

La práctica artística no inaugura el sentido. Recomienza o reinventa a partir de un patrimonio, de lo que ya está hecho, dicho y organizado en colecciones y discursos. Podemos dar un paso más y preguntarnos si hay un tipo peculiar de trabajo y de relaciones sociales que distinguirían a los artistas y sus obras, y si acaso esas tareas y los vínculos que requieren configurarían algo que aún cabría llamar campo o mundo artístico.

De qué relaciones habla la estética relacional
¿Cómo elaborar una definición y un saber, pregunta Nicolás Bourriaud, para prácticas tan variadas, que actúan en la trama urbana, en parques de diversión o en medios electrónicos y ensayan formas diversas de sociabilidad? Él propuso la noción de arte relacional para distinguir modos de intervenir en “las interacciones humanas y su contexto social más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado” (Bourriaud 2006: 13). Han desaparecido, sostiene, las condiciones históricas que hicieron posible la independencia y singularidad del arte moderno pero no “el espíritu que lo animaba”: actuar en “intersticios” (Bourriaud 2006: 9 y15) que escapen al orden económico, sugerir otras posibilidades de encuentro cotidiano, comunidades instantáneas generadoras de formas no convencionales de participación.

Las acciones artísticas no llevan, en estos casos una dirección específica. Su objetivo no es cambiar la sociedad para hacerla más justa o apta para la creatividad, sino pasar de lo existente a otro estado. En su libro Postproducción, Bourriaud reúne decenas de experiencias que, a través del montaje, el subtitulado o el sampleo, generan situaciones no radicalmente nuevas sino donde se seleccionan objetos ya dados para remodelarlos o insertarlos en contextos diferentes. El dj y el programador son las figuras emblemáticas. “La pregunta artística, dice Bourriaud, ya no es: ‘qué es lo nuevo que se puede hacer’, sino más bien: ‘qué se puede hacer con’?” (Bourriaud 2004: 13).

Podemos suponer que la vasta repercusión de los textos de este autor se debe a la necesidad de conceptualizar una etapa en la que los artistas no actúan, según sus palabras, en relación con museos o repertorios de obras que sería preciso citar o superar, sino en una sociedad concebida de modo abierto. Dejamos de hacer diferencias rotundas entre bienes creados y copiados. Todo lo existente aparece como “señales ya emitidas”, “itinerarios marcados”, que son “stock de datos para manipular, volver a representar y poner en escena” (Bourriaud 2004: 13-14). Se difuminan las fronteras entre producción y consumo.

“La palabra arte –había escrito Bourriaud en Estética relacional- aparece hoy sólo como un resto semántico de esos relatos, cuya definición más precisa sería ésta: el arte es una actividad que consiste en producir relaciones con el mundo con la ayuda de signos, formas, gestos u objetos” (Bourriaud 2006: 135). Para un tiempo que descree de la originalidad y percibe la obsolescencia de lo conocido o su reutilización incesante, una teoría de las prácticas semi-innovadoras y desinstitucionalizantes: los artistas visuales, como los que zappean o descargan de Internet y recomponen con eso otras series, no se interesan en la conclusión del proceso creativo sino en lo que puede ser “un portal, un generador de actividades” (Bourriaud 2006: 16).

Esta propuesta se presenta con un semblante contrahegemónico: “el arte vendría a contradecir la cultura ‘previa’ que opone las mercancías y sus consumidores” (Bourriaud 2004: 17). En verdad, no deja de exaltar la originalidad y la novedad; las traslada de los objetos a los procesos. Al realizar este desplazamiento, extrema la valorización del movimiento, el desarraigo y la precariedad. Como no importan ya los objetos ni las instituciones, nada estabiliza el sentido. Las comunidades son temporales y requieren compromisos frágiles. Por un lado, auspicia un arte como forma de habitar el mundo; por otro, exalta la tendencia a no residir en ningún lugar.

Como teórico de las intervenciones rupturistas de Rinkrit Tiravanija, Liam Gillick y Pierre Joseph, y en general de instalaciones y performances, Bourriaud se distancia de la historia del arte, y aun de obras recientes que valorizan los objetos. Pero consagra todo lo que desacomode las relaciones entre sujetos. Declara “subversiva y critica” cualquier “invención de líneas de fuga individuales o colectivas, construcciones provisorias y nómadas a través de las cuales el artista propone un modelo y difunde situaciones perturbadoras” (Bourriaud 2006: 35). Un neodadaísmo o neoanarquismo revitalizados con las tácticas efímeras de la performatividad.

Su estética, aparentemente, evita comprometerse con ninguna teoría social. Pero se posiciona en los debates sociopolíticos al concentrarse en relaciones y alianzas coyunturales, nunca estructurales, y huye de los conflictos. Pretende instaurar relaciones constructivas o creativas en microespacios desentendidos de las estructuras sociales que los condicionan y de las disputas por la apropiación de los bienes que allí circulan.

Es necesario, objeta Claire Bishop, examinar la cualidad de las relaciones que produce el arte relacional. De modo análogo a cierto romanticismo comunitarista del 68 y del situacionismo, toda relación que facilita diálogos no jerarquizados se asume como democrática, ética y estéticamente valiosa. Las obras de Tiravanija y de los demás artistas destacados por Bourriaud suelen no ser políticas, dice Bishop, o apenas lo son “en el sentido más vago de promover el diálogo por sobre el monólogo.” (Bishop 2005: 15). Como ella subraya, es notable que Bourriaud ignore en su canon a artistas que desplazan el arte de la obra al proceso, como Thomas Hirschorn y Santiago Sierra, cuyas performances e instalaciones promueven inquietud e incomodidad, hacen visible –como cuando Sierra cerró el ingreso al pabellón español en la Bienal de Venecia a quienes no tenían documento de este país- que el antagonismo es un componente ineludible cuando los trabajos hablan de relaciones. Es verdad que el modo en que Sierra lo escenifica en otras obras –como cuando paga a obreros para que exhiban su opresión o a indias tzotziles de Chiapas para repetir la frase “Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado ignoro”- requiere una discusión diferenciada de sus trabajos. Por el momento, me importa recordar que no todos los performanceros e instalacionistas conciben su inserción en las relaciones sociales con el experimentalismo angelical que Bourriaud adjudica a esta corriente al suponer que se trata simplemente de “inventar modos de estar juntos” (Bourriaud 2006: 75).

Los artistas como trabajadores del disenso
Quiero confrontar la visión sesgada que tiene Bourriaud de lo social con un filósofo que propone, dentro de una visión postautónoma del arte, un modo diferente de articular estética y política basándose en una teoría social más consistente: Jacques Rancière.

Este autor ha elaborado una estética del desacuerdo. Al relacionar su concepción del disenso social y político con una concepción postautónoma del arte, encara la ambivalencia paradójica de las vanguardias. “Por un lado, la vanguardia es el movimiento que ha venido a transformar las formas del arte, a hacerlas idénticas a las formas de construcción de un mundo nuevo, donde el arte ya no existiría más como una realidad separada. Pero por otro lado, la vanguardia es también el movimiento que preserva la autonomía de la esfera artística de todo compromiso con las practicas del poder y la lucha política, o las formas de estetización de la vida en el mundo capitalista.” (Rancière 2007: 44).

Ranciére postula otro modo de vincular prácticas estéticas y políticas. Llama prácticas estéticas, en una acepción kantiana revisada por Foucault, al “sistema de las formas que a priori determinan lo que se va a experimentar”. Las prácticas políticas, como cualquier otra práctica social, se sustentan en los modos del sentir, de hacer experiencias de lo visible y lo invisible. Ese “sistema de evidencias sensibles” parece ser algo común. Sin embargo, existe una distribución de espacios y tiempos, posibilidades de nombrar, competencias para ver y calidad para decir. Hay divisiones de lo sensible a partir de las cuales se organizan jerarquías en lo que se imagina “común”, pero esa aparente unidad de lo común está fracturada entre usos propiamente compartidos y otros exclusivos y excluyentes.

La estética no es la teoría del arte, sino “un régimen especifico de identificación y pensamiento de las artes: un modo de articulación entre maneras de hacer, las formas de visibilidad de estas maneras de hacer y los modos de pensabilidad de sus relaciones” (Rancière 2002: 12). Ese suelo en apariencia común está fracturado por grupos con ocupaciones distintas, lugares separados –y con diferente calidad- donde se ejercen discursos sobre los modos de representarlos y modos pertinentes de actuar en ellos.

La estética y la política se articulan al dar visibilidad a lo escondido, reconfigurando la división de lo sensible y haciendo evidente el disenso. ¿Qué es el disenso? No es apenas el conflicto entre intereses y aspiraciones de diferentes grupos. “Es, en sentido estricto, una diferencia en lo sensible, un desacuerdo sobre los datos mismos de la situación, sobre los objetos y sujetos incluidos en la comunidad y sobre los modos de su inclusión” (Rancière 2005: 55). Por eso, cuestiona el arte y la reflexión estética dedicados sólo a reestablecer o reinventar lazos sociales. En consecuencia, rechaza el arte relacional destinado a “remendar el vinculo social”, construir mini-espacios de sociabilidad, como “esos programas oficiales que tienden a poner en el mismo plano arte, cultura y asistencia” (Rancière 2005: 60 y 61). Propone, en cambio, reconfigurar la división de lo sensible sobre la cual se simula el consenso, reedificar el espacio público dividido, restaurar competencias iguales.

Uno de sus ejemplos preferidos son las proyecciones visuales de Krzysztof Wodiczko “que ponen el cuerpo espectral de los sin hogar sobre los monumentos públicos de los barrios de los que han sido desalojados. El sin-hogar abandona su identidad consensual de excluido para convertirse en la encarnación de las contradicción del espacio público: en aquel que vive materialmente en el espacio público de la calle y que, por esta misma razón, está excluido del espacio público entendido como espacio de la simbolización de lo común y de participación en las decisiones sobre los asuntos comunes” (Rancière 2005: 63).

Quiero citar otros trabajos de artistas, distintos de los elogiados por Rancière en tanto implican aspectos constructivos o lúdicos sin ser complacientes. Pienso en artistas que no se proponen interpelar o transgredir las instituciones artísticas o políticas, sino explorar conversaciones, formas de organización o “comunidades experimentales”. Primer ejemplo: en Hamburgo, en el barrio de St. Pauli, artistas, arquitectos y vecinos desplegaron juntos una serie de acciones de protesta demandando que, en vez de conceder un terreno público a contratistas privados, se construyera un parque; los artistas y los vecinos fueron ofreciendo charlas con información sobre parques alternativos, convocaron a las tiendas que rodeaban el sitio a grupos de niños y vecinos para elaborar y debatir proyectos, crear una comunidad de diseños o, como decían, una “producción colectiva de deseos”. La suma de colaboraciones hizo posible realizar exposiciones ambulantes para difundir la propuesta, que se extendieron a Viena, Berlín y la Documenta 11, de Kasel, en 2002; el evento culminante, en Hamburgo, titulado “Encuentros improbables en el espacio urbano” reunió a los promotores de este proyecto con grupos alemanes y de otros países: a la Plástica de Argentina; Sarai, de Italia, Expertbase, de Ámsterdam.

Segundo ejemplo: en Argentina, Roberto Jacoby, un artista que en los años 60 formó parte de la vanguardia del Instituto de Tella, y desde entonces había preferido, en vez de realizar obras, hacer intervenciones en calles, teléfonos y prensa, lo que llamaba “un arte de los medios de comunicación”. En los años 90 inició una red de intercambio de objetos y servicios entre unos 70 artistas plásticos, músicos, escritores y no artistas, que luego llegaron a 500. Todo se anunciaba en un sitio de Internet y quienes se asociaban recibían una dotación de la moneda Venus (nombre del programa), con la que pagaban los bienes o servicios intercambiados en la red: se trataba, decía, de “hacer existir un lugar no ‘afuera’ de la ‘sociedad’ sino con los elementos que esa misma sociedad promueve” y suscitando “una interrogación práctica sobre la monetarización” de las relaciones sociales.

Afirma Roberto Laddaga, en su examen comparativo de estos dos movimientos, que quisieron producir una “ecología cultural” donde los artistas hacen alianzas con los demás para producir “modos experimentales de coexistencia” (Laddaga 2006: 94 y 22). La crítica de estos artistas no se hace desde fuera o frente a la sociedad establecida. Más bien trata de situarse en las interacciones y desacuerdos, volver visibles las controversias por los usos y sentidos de las representaciones sociales.

Inserciones en circuitos
Las operaciones de disenso pueden quedar como una experimentación social ejemplar o confrontarse con los relatos sobrevivientes sobre lo social. Quiero analizar distintos modos de situarse ante estas narrativas y ante la falta de narrativas. Voy a detenerme brevemente en los trabajos de Cildo Meireles y de León Ferrari que son dos maneras de situarse en la inminencia.

Cildo Meireles. Los museos, las bienales y los libros de arte están repletos de obras que denuncian, explican e intentan desfetichizar el papel del dinero en el capitalismo. ¿Pueden los templos y las sagradas escrituras del arte ser desmitificadores? Ya Marcel Duchamp había interrogado en 1919, con su Tzanck Check, un cheque destinado a pagar a su dentista, los vínculos entre arte, artistas y dinero fuera de los campos protegidos de la cultura. Sabemos desde ese trabajo hasta los más recientes de Cildo Meireles, que no se trata de mudar el arte a la política. Lejos de las facilidades de quienes ponen música o imágenes a un manifiesto político, estos artistas quieren desarmar en el lenguaje y en la comunicación visual los entrelazamientos discursivos y prácticos entre actores, y los dispositivos que intervienen en los movimientos del dinero. Así, las Inserciones en circuitos ideológicos de Meireles -como la impresión del zero cruzeiro o el zero dollar- buscan colocarse en el punto cero, el instante o la situación previa a la existente: el lugar de inminencia del mercado.

Antes de cualquier retórica política, Meireles abre “una conciencia política de nuevo cuño”, escribe Maoretta Jankkuri, “nos deja ante la zona limítrofe” de un “peligro inminente”. Implica “un método de sublimación que no pertenezca al paradigma trágico-heroico” de la militancia política (Jaukkuri 2009: 37). Meireles se muestra más satisfecho con el zero dollar, porque el zero cruzeiro arriesgaba a que se confundiera su obra con una discusión sobre la crónica inflación brasileña y se limitara su significado al localizarlo en un país. “En realidad, lo que me interesaba comentar era el abismo que hay entre el valor simbólico y el valor real, el valor de uso y el valor de cambio, cosa que en el arte es una operación continua, permanente (Meireles 2009: 78). El objetivo era: “la gente toma el billete de banco y se pregunta: ¿qué es un cruceiro? ¿Qué lenguaje es éste?” (Meireles: 74)

Así como provoca con sus billetes una pregunta anterior a los circuitos económicos y políticos establecidos, buscó con sus leyendas inscritas en botellas de Coca Cola (“Yankees go home”, “¿Cuál es el lugar del arte?”), imborrables al ser lavadas, apartarse del riesgo de la obra artística museificada. Al contrario de un ready made, que es llevar un objeto común al museo para sacralizarlo. Meireles parte de un objeto industrial hecho para el consumo, le inserta algo hecho a mano y lo reinscribe en la circulación de bienes cotidianos. No son simples objetos críticos, que representan un modo de funcionamiento del mercado, sino destinados a seguir formando parte de las estructuras cuestionadas.

León Ferrari. ¿Placer o denuncia? Los artistas están habituados a escuchar dos llamados: del “campo” artístico que exige cuidar la autonomía y la asepsia política de sus trabajos, y los del “campo” político o de movimientos que incitan a ser socialmente responsable, incluso militante. En el siglo pasado muchos artistas oyeron estas dos apelaciones como una opción. León Ferrari, junto con otros plásticos decepcionados de las acciones vanguardistas de los años sesenta en Argentina, abandonó las galerías en 1966 y durante una década colaboró en colectivos como los que produjeron Malvenido Rockefeller y Tucuman arde, documentación escrita y visual sobre una provincia argentina empobrecida por el cierre de ingenios azucareros, que fue exhibida en sindicatos.

Tres décadas después la continuación de esas prácticas underground y la simultánea consagración en el mainstream llevan de aquella opción entre lo estético o lo político a una pregunta que no es fácil responder. ¿Qué hace que la obra de un artista reconocido durante casi medio siglo sólo en su país y por unos pocos latinoamericanistas extranjeros, de pronto, a los 80 años, sea promovida por galerías neoyorquinas y europeas, llegue al MOMA y al Reina Sofía, circule en un año por siete bienales, gane el León de Oro en Venecia, que sus obras recientes y otras que hace dos décadas valían mil o dos mil dólares se vendan ahora en 80 ó 150 000, y al mismo tiempo lidere como artista, sin proponérselo, movimientos por derechos humanos y contra la censura?

Voy a intentar una respuesta parcial analizando las obras de Ferrari y su inserción en múltiples circuitos. Andrea Giunta y Liliana Piñero describen así la experiencia de verlo trabajar en su taller: “Mientras dibuja con delineador guta las palabras de San Alfonso explicando la eternidad del infierno, en una inmensa tela donde los textos se abigarran y la tinta con la cual escribe se extiende y chorrea hasta convertir las frases con manchas casi indescifrables, con la otra mano –o entre palabra y palabra- León anuda alambres, pega lauchas de plástico, rellena huecos con poliuretano o engarza los cristales de unas mágicas esculturas aéreas. Un recorrido por su taller es una experiencia única que nos pone en contacto con una obra compleja e impregnada de humor. Ferrari mezcla materiales y temas: citas bíblicas y poéticas; papeles, telas, alambres, videos y poliuretanos; el amor, la sensualidad, la locura de la gran ciudad, la execración de la guerra o la más desmedida crueldad disfrazada de bondad”.

No hay autonomía de los lenguajes y materiales en esa exploración. Un recurso clave es que todo se contamine. Cuando usa metales, maderas, alambres, óleo, acrílico, mapas, papel de planos, letras de molde para sellos, muñecos de plástico comprados en una tienda de objetos religiosos, y hace grafismos, collages o escenificaciones, no se limita a la expresividad de cada material; busca que cada uno intercepte a los otros, les haga decir algo distinto de lo que significan habitualmente. Una primera respuesta a la pregunta por su resonancia tardía está en los otros materiales que portan sus obras: el montaje entre las imágenes bélicas y las sagradas, la sorpresa del erotismo en escenas impensadas, un escepticismo radical que no se prohíbe ser a veces feliz. Se aplica la afirmación de Jacques Rancière sobre “choque de los heterogéneos” como rasgo del arte crítico: “pretende aguzar a la vez nuestra percepción del juego de los signos, nuestra conciencia de la fragilidad de los procedimientos de lectura de los mismos signos y el placer que experimentamos al jugar con lo indeterminado” (Ranciére 2005:47).

¿Un trasgresor? Es más complejo. Parte, efectivamente, de estructuras que todos consideramos ejemplos de orden –planos de viviendas y ciudades, tableros de ajedrez, la desprolijidad reiterativa de la selva– y trastorna sus reglas. Sobre papel de plano de un metro por 2.80 diseña calles o plantas de edificios en los que veintisiete burócratas alineados en escritorios sucesivos rodean una cama, otros conviven en el mismo cuarto con estufas y Volkswagens. Los objetos de piezas diferentes se visitan, la vida hogareña se derrama sobre la calle y el vértigo público se amontona en las casas.

Desde que su obra más célebre, La civilización occidental y cristiana, un cristo crucificado sobre un avión bombardero estadounidense, fue descolgado en 1965 de la exposición del Instituto de Tella, Ferrari recibió con frecuencia censuras, insultos y amenazas. Dos momentos culminantes. En 2000, su exposición Infiernos e idólatras en el Centro Cultural de Buenos Aires, que reunía juicios finales de El Bosco, Giotto, Miguel Ángel y Bruegel con sartenes y tostadoras donde se “cocinaban” santos de plástico y jaulas con pájaros artificiales que parecían defecar sobre imágenes religiosas, generó olas de e-mails que pedían al embajador de España cerrara la muestra y manifestaciones de monjas y fanáticos católicos a las puertas del Centro Cultural: mientras rezaban el rosario, arrojaban basuras y gases lacrimógenos al interior de la galería. León Ferrari declaró en entrevista que habían completado la obra.

En 2004, durante la retrospectiva que le hizo el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, además de las 70 000 personas que visitaron la exposición, su modo de revisar la iconografía sagrada “atrajo” a quienes no acostumbraban visitar museos: algunos visitantes irritados destrozaron obras, se hizo una misa de desagravio “a los derechos de Dios” en la Iglesia del Pilar (vecina al Centro Cultural), la Corporación de Abogados Católicos pidió la destitución del secretario de cultura de Buenos Aires, de quien depende el Centro donde se exhibía la muestra, y cinco empresas auspiciantes de la exposición retiraron su apoyo.

Ferrari es bastante más que un transgresor. Él se atiene a lo que la Iglesia atribuye a Dios, que lo hace ser un extremista –está en contra de los preservativos, del aborto y amenaza con el “infierno, esa idea medio nazi” –, León discute con Dios, conoce bien la Biblia y argumenta contra las repetidas quemas de judíos, brujas, herejes, homosexuales y opositores políticos. Le escribió dos cartas al Papa para pedirle que tramite “la anulación del Juicio Final” y “extienda al más allá el repudio a la tortura proclamado en el Catecismo” gestionando la suspensión del infierno.

No ayuda a entender la obra de León Ferrari considerarla como la de un trasgresor o subversivo si tenemos en cuenta la voluntad organizadora y contenedora que muestran sus cajas, jaulas y planos.

Como otros artistas de su generación (pienso en Luis Felipe Noé), Ferrari hace irrumpir las manifestaciones más ruidosas de lo real en sus obras, la tortura, las batallas entre dioses, hombres y demonios, las hipocresías de las instituciones, la violencia exaltada de las Escrituras. Pero su estallido queda contenido cuando representa o narra con las técnicas del collage o el montaje. Es cierto: no estamos acostumbrados a que se convierta al infierno sacralizado (y optimizado) por la iconografía cristiana en metáfora de los campos de concentración alemanes o latinoamericanos. Pero esa irreverencia viene moderada por el envase, o sea las cajas que abarcan, las botellas que encierran los emblemas de la conquista de América o de la evangelización forzada, las jaulas donde se guarda la paloma que sólo la trascenderá lanzando sus excrementos sobre la pila inquisitorial.

- Tus maniquíes, León, quedan sueltos, al aire. La única delimitación sería el perfil de la figura humana y de la figura escrita. Pero ¿por qué, en otras obras, tantos rectángulos?

- Casi siempre rectángulos… el elemento de la caja… es cómodo. El rectángulo no detiene, no perturba, porque es tan conocido y las cajas siguen un poco eso, puedes trabajar el volumen.

La crítica y las colecciones se rehacen
En esta época de arte postautónomo los artistas rediseñan sus programas creativos para ubicarse flexiblemente en lo que queda de los campos artísticos y en otros espacios y redes. Nuevas posibilidades económicas, comunicacionales y críticas amplían su horizonte sin que esto implique la radical deslegitimación de museos y galerías. Esta expansión de las prácticas modifica también los ámbitos de la teoría, de la crítica y de las políticas culturales.

Se impone la tarea de repensar la visibilidad y comunicabilidad de las artes sin caer en la deslocalización absoluta, ni el mero regreso a la exaltación nacionalista. Los circuitos globales son poderosos pero no abarcan todo. Las migraciones crecen y apelan con fuerza a los imaginarios, pero en muchas regiones las identificaciones étnicas, nacionales o simplemente locales siguen siendo significativas. Quizá necesitamos, tanto en los megacircuitos como en los de escala pequeña y mediana, analizar, como sugiere Daniel Mato, no la desterritorialización sino la “transterritorialización” o “multilocalización” (Mato 2007). Agregaría, por mi parte, la localización incierta de muchos procesos culturales. Veo en esta noción una potencia poética y hermenéutica atractiva para la producción y la comunicación artística.

Además, la idea de localización incierta sintoniza con el cambio de la noción de lugar en la producción y circulación electrónica de imágenes. La creación digital y la distribución en pantallas reducen, aunque no eliminan, la sacralización de lugares de exhibición como los museos y las bienales, y crean otros modos de acceso y socialización de experiencias artísticas. Producen también una relativa homologación del arte con otras zonas de la cultura visual. Los videos, Internet y otros soportes actuales hacen posible repensar la tarea de los museos, como propone Manuel Borja Villél, no como propietarios de las obras sino como custodios que facilitan su comunicación, no definiendo sus colecciones en función de la escasez de picassos o pollocks en el mercado, sino como colecciones-archivos compartidos. La crítica debería operar, entonces, no sólo sobre obras sino sobre imágenes, no únicamente sobre imágenes sino sobre los acontecimientos que ocurren en su circulación, en las interacciones y reapropiaciones de públicos diversos.

Lo que sigue dando vida al arte no es haberse vuelto postinstitucional, postnacional y postpolítico. El modo en que el arte sigue estando en una sociedad es trabajando con la inminencia. La inminencia no es un umbral que estamos por superar, como si uno de estos años fuéramos a convertirnos en plenamente globales e intermediales. El arte existe porque vivimos en la tensión de lo que deseamos y nos falta, lo que quisiéramos nombrar y es contradicho por la sociedad.

La inquietante belleza del no relato
Los artistas antes analizados -Cildo Meireles y León Ferrari- realizan obras y performances interpretables en marcos históricos. Reinventan su lenguaje para hablar de un mundo contradictorio o en descomposición. Pero enfrentan relatos todavía identificables. Lo hacen de un modo abierto, desmarcándose de cualquier ortodoxia, pero producen la significación de sus trabajos en diálogos o en choque con instituciones y narrativas globales. León Ferrari organiza sus collages poniendo en cortocircuito los relatos y prácticas del cristianismo, del capitalismo y de las dictaduras para hacer visibles sus complicidades.

Quiero traer ahora un artista en cuyas obras no hallamos un relato social o político identificable, o sólo restos resignificados en un despliegue visual ajeno a cualquier totalización. ¿Cómo trabaja Carlos Amorales? Expone en museos, bienales o galerías, y también se inserta en el mundo de la lucha libre, o con su grupo “Nuevos Ricos” y su producción performática–musical, o con procedimientos de la animación y el video. Esta ubicación abierta y fluctuante de la práctica artística hace dúctiles sus vínculos con las instituciones, los circuitos habituales del arte y sus órdenes iconográficos. Cuando se refiere a la rígida cultura visual del muralismo mexicano, “donde está expresado desde el hombre primitivo hasta el comunismo”, Amorales dice que es “un gran cómic”, con “una gran conclusión sobre la historia mundial”. Elige, entonces, otro método: “hice una serie de cuarenta acuarelas que son líricas y que oscilan entre composiciones formales y la construcción de personajes”. Es un vocabulario, un “archivo líquido”. En el proyecto sobre luchadores, la formación de un cuerpo de imágenes y documentación sobre las luchas, hacer fotos de objetos y personajes, dibujar a partir de ellas, hasta reunir unas 1300 imágenes, le hizo pensar el archivo como algo equivalente a la máscara del luchador, una herramienta más que una obra.

Si uno ve distintas obras generadas por este artista en la última década – imágenes fijas, animaciones, videos – encuentra un tipo singular de relatos sobre lo monstruoso y lo apocalíptico representado por seres voladores (pájaros, mariposas, aviones) o lobos, calaveras y árboles. Son elementos que también habitan las obras de otros artistas plásticos, cineastas y escritores, pero Amorales las combina y les da un tono que identifica su modo de tratar con el terror. No asustan, no moralizan, no distribuyen culpas y redenciones.

¿Qué hacen? Sugieren a la vez descomposición, incertidumbre siniestra y una perturbadora vitalidad o serenidad. Un árbol negro lleva en una rama un pájaro que duerme o mira (From the Bad Sleep Well) y diez cráneos negros con ojos enérgicamente rojos: todo recorrido por líneas sutiles, muy finas, que hilvanan nerviosamente los elementos, como sosegando la escena. ¿Dónde sucede? No sabemos. Ni en los cementerios o incineraciones de cadáveres de tantas películas sobre el terror político y bélico (Noche y niebla, de Alain Resnais, por ejemplo); ni en esa zona fronteriza entre el arte, la joyería y la moda donde flirtea la calavera incrustada con diamantes, de Damien Hirst.

¿Es un no lugar? Tampoco. Ya conocemos las críticas hechas a la noción de no lugar de Marc Augé: ni los aeropuertos, ni los centros comerciales son no lugares para quienes trabajan allí todos los días. Las piezas de Amorales que contienen “personajes” de supuestos no lugares -paisajes, aves y estereotipos humanos, poco identificables –remiten a tragedias contemporáneas: aviones estrellados, atentados terroristas, catástrofes ecológicas. Pero nada es representado en forma literal, como si hablara de un difuso estado de época.

Este autor- vale usar esta palabra fuerte –no teme a los clichés. Le gusta, dice, su claridad y contundencia. Pero el cliché es para él como la máscara del luchador: “un compromiso de comunicación que busco con el público” (Amorales 2007). Para evitar la literalidad, superpone los clichés, los hace funcionar de modo imprevisto: los aviones vuelan a baja altura, entre los árboles; en el “monstruo pulpo”, una figura que está habitada por otra. Los clichés son con-fundidos, reciben el tono de una recreación que los vuelve incómodos, inciertos, sin dejar de ser reconocibles.

Son las figuras, los iconos, desubicados o ubicados a medias, hechos por alguien que pertenece y no pertenece a México, donde nació, o a Holanda, país donde estudió y al que representó en la Bienal de Venecia. La oscilación entre pertenencias da sentido a sus decisiones estéticas. “Si yo hago algo en un lenguaje europeo, pierdo la mitad de mí mismo, pero si hago algo completamente en un lenguaje mexicano o mexicanizado también pierdo la mitad de mí mismo. Lo que busco entonces es un compromiso entre esas dos formas, donde coexisten. Y pienso que es ahí precisamente donde se crea el misterio” (Amorales 2007). Alusiones a hechos contemporáneos con un lenguaje gótico, purismo en la línea y un surrealismo heterodoxo en la atmósfera. Arte gráfico, y por tanto fabricado con clichés, pero soñados como pesadilla.

“¿Cuál es tu noción de belleza?” – le pregunta Hans Michael Herzog. “Es ese momento de contradicción que puede tener una imagen, de absoluta seducción y absoluta repulsión”, “como algo que tiene mucho sentido, pero que lo pierde y te abre a un espacio”. Por eso, su obra no ha construido una alegoría o un relato del mundo que habitamos. Trata, más bien, de “crear la posibilidad para que un espectador pueda asociar dentro de una composición de imágenes su propia idea”, “crea algo que es bello, pero sin saber exactamente qué dice, puede ser muy disturbing, muy molesto, inquietante, y eso me gusta” (Amorales 2007).

El archivo de interrupciones
Otro ejemplo: la piratería, que existe en todos los continentes. Amorales jugó, como parte del proyecto artístico/disquera Nuevos Ricos con el desequilibrio entre lo legal y lo ilegal (www.nuevosricos.com). Creó en Internet con los otros dos miembros del grupo, el músico Julián Lede y el diseñador gráfico André Pahl, un sitio para editar discos de bandas de rock en México, Holanda, Rusia, Colombia y Alemania. Regalan la música y la gráfica que las acompaña para descargarlas en línea. Al revés de lo que ocurre en la industria musical, donde se piratean los discos para venderlos a precios bajos en mercados informales, ellos trascendieron hacia un público amplio gracias a la entrega gratuita. Los medios industriales (incluso la megaeditora EMI) decidieron reimprimir los mismos discos en forma “legal”, con copycontrol. Para completar el ciclo Nuevos Ricos usó en sus discos las versiones de portadas hechas por productores piratas, con lo cual las versiones piratas se introdujeron en el circuito de las tiendas “formales”. También aprovechan la “aureola cool” que esos bienes alternativos ganaron entre jóvenes europeos y les compran a los piratas copias a precios de mayoreo que después exportan a precio Euro para compensar las pérdidas económicas ocasionadas al ser pirateados.

Invité a Carlos Amorales a participar en una muestra colectiva sobre el tema “Extranjerías”, que curé en julio de 2009, junto con Andrea Giunta, para el Espacio de Fundación Telefónica en Buenos Aires. No queríamos ocuparnos principalmente de los que cruzan fronteras y cambian de país, sino de otros extrañamientos, como el pasaje de lo analógico a lo digital, de la ciudad letrada al mundo de las pantallas, cuando los jóvenes actúan como nativos y los adultos aprendemos con dificultad un lenguaje nuevo. Nos interesaban las extranjerías metafóricas suscitadas por segregaciones entre gente cercana o fenómenos culturales que desafían nuestros modos de percibir y valorar. Amorales hizo una “Historia de la música pirata”: una instalación donde distribuyó aleatoriamente 1000 cds sobre y entre las figuras de personajes inventados, cuestionó las relaciones entre original y copia, entre su léxico visual y su participación en el grupo de rock Nuevos Ricos. La práctica de artista visual fluctúa ente imágenes pintadas en discos, personajes enigmáticos que danzan y la música que envuelve la instalación: “poder operar en ámbitos que no son estrictamente del mundo del arte”, o entre varias artes, instituciones y circuitos ajenos a ellas hace posible, dice Amorales, pertenecer a varios espacios a la vez, pertenecer y salir.” O usar y dejar: los visitantes podían tomar los CDs y oírlos en un equipo de sonido que era parte de la instalación.

Hay situaciones en las cuales, pese a la dispersión de elementos, se sugiere asociación, productividad y relatos que avanzan. También hay desconstrucción apocalíptica. Casi siempre se combina lo humano, lo animal, lo maquínico y algo posthumano o prehumano. Predomina una estilización suave, casi severa: no llega a ser severa porque también se muestra trágica, como en las imágenes negras, aterradas y aterradoras. Pero algo en el ritmo o en el modo de jugar o relatar dice que no es trágico. ¿Qué es?

Son signos situados entre la sociedad y la naturaleza. Estamos ante una obra que podría ser objeto de la semiótica, la sociología y la antropología. Pero las evade. Sus signos se agrupan fuera de la gramática habitual. No obstante, aluden a relaciones sociales que conocemos, aunque no nos dicen lo que estamos acostumbrados a ver cuando aparecen esos luchadores, esas cartas de una baraja que él inventó, esos “árboles humanos”: una verdadera lucha libre.

Es difícil acercarse con mirada sociológica porque es uno de los artistas mexicanos a cuya obra menos se puede obligar a representar a su país, o a la sociedad en sentido más amplio. Su obra tampoco es antinacionalista, ni global. Ni su iconografía estremecida anuncia una época por venir. O lo hace en forma de pregunta “¿Por qué temer al futuro?”. El conjunto de dibujos, barajas y videos que formaron la exposición con este título no son legibles como parte de la historia del arte o de un tarot regido por una tradición.

Pocas obras logran desentenderse de los marcos de referencia. Los hombres, las mujeres, los animales, los aviones y los árboles de Amorales no forman parte de estructuras sociales rígidas. Las posibles amenazas no están leídas desde la trama de una conspiración. Son significantes a la espera de un significado.

Como ante otros extranjeros, surge la tentación de pedirle el pasaporte y por fin conocer de dónde viene. Leí entrevistas y artículos en los que se rastrea su posible origen en el culto mexicano a la muerte, en las teorías de la postproducción (Allen), en el terror y los pájaros según Hitchcock, en la sociedad del riesgo concebida por Ulrich Beck, en Derrida o Lacan. No encontré todavía quienes asocien su noción de archivo con la de Michael Foucault, ni sus “dibujos líquidos”, o el “archivo líquido”, con la generosa atribución de liquidez de Zygmunt Bauman a la sociedad, el amor, el arte y todo lo que conoce. Pero el propio lenguaje de Amorales facilitaría esas conexiones.

Tal vez existan algunos de estos vínculos, pero temo que tantas filiaciones sean, a veces, recursos para conjurar la “inquietante extrañeza” de su trabajo (la Umheimlichheit, de la que hablaba Freud, ya sabemos, pero que no autoriza a adjudicarle a Amorales linaje psicoanalítico). Si quisiéramos vincularlo con Foucault, no sería con la noción de archivo – “la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” (Foucault 1979:219) – sino con la perspicacia de ese filósofo para detectar “la incidencia de las interrupciones” (Foucault 1970:5).

Ante alguien que busca “poder ser extranjero, pero no en otro país, sino en otra profesión”, y va mostrando estos trabajos desconcertados y desconcertantes, parece mejor que conseguirle precursores estar atento a lo que olvida y repite, si inaugura o propone una discontinuidad en la mirada y el pensamiento. Sus trabajos merecen uno de los elogios que no es fácil justificar: interrumpe las convenciones visuales.

Dudé al ubicar en este libro el análisis sobre Amorales. ¿Cómo editarlo? Es instructivo su diálogo con sus diseñadores, Mevis & Van Deursen. Ellos relatan que trabajaron con doce placas offset. Cada placa mostraba un elemento diferente del archivo. Sin buscar una composición específica, las sobreimprimieron al azar sobre una sola hoja de papel. Amorales reconoce que hallaron acoplamientos de imágenes que a él nunca se le habían ocurrido, o ciertas formas de usar el color, el tamaño y la repetición. “Me gusta imaginar el archivo como un lenguaje del cual no soy el único hablante”, “que otras personas hablen esta lengua, la corrompan e inventen dialectos” (Amorales- Mevis & Van Deursen).

Coda
Transgresión, inminencia, manifestación irrepetible de una lejanía, disenso: son algunas vías que hoy tenemos para elaborar un marco analítico que, para poder examinar el arte contemporáneo, no se centre en él sino en las condiciones culturales y sociales en las que se hace posible su condición postautónoma. A la vez, prestamos atención a las obras, a los proyectos singulares de artistas y a los intentos de sostener una cierta independencia respecto de la religión, la política, los medios y los mercados, con la hipótesis de que en esa tensión entre la inserción social inevitable y la exigencia de autonomía crítica se juega la reconstrucción del sentido. Estamos preguntándonos por las formas que la sociedad podría tener en el futuro: qué lugar van a tener la transgresión creadora, el disenso político y ese sentido de la inminencia que hace de lo estético algo que no acaba de producirse, no busca convertirse en un oficio codificado ni en una mercancía redituable.

This essay was presented at the "Fronteras, mapas y ubicaciones intermedias" colloquium that took place in Valparaiso, Chile as part of the Chile Triennial 2009.

Néstor García Canclini es Profesor-Investigador Distinguido de la Universidad Autónoma Metropolitana, UAM-I, y Investigador Emérito del SNI.


Obras Citadas

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TOMADO DE:

domingo, 3 de septiembre de 2017

"LIKE A ROLLING STONE"







Caos, fuego y revolución: Antes del show



Hay un momento de la noche en que el grupo de amigos se vuelve el grupo de rock stars. Riffs, arpegios, golpes a la batería, gestos rebeldes y anécdotas poco fiables van y vienen. Así como van y vienen las copas y los cigarrillos.
La realidad vuelve con su inclemencia y entonces atrás quedan los excesos de Keith Richards, la sanguinaria faena de Ozzy, el raye de Sid Vicious, las aventuras con las más arriesgadas groupies. Highway to hell, chicos. No hay que decirse mentiras, baste con verlos, podrán usar camisetas estampadas, chaquetas de cuero, hacer rugir la imitación de la Harley; podrán tener el pelo largo, la mirada perdida, lanzar veneno en sus comentarios, pero ninguno lo logró: no eres, no soy, estrella de rock.
Pero con todo y lo malo, hay algo de consuelo. Al menos las letras sirven para crear. Bueno, no el magnum opus (aunque vaya uno a saber), pero para algo debe servir. Tal vez no sea para conquistar las más bellas chicas, de ser así nadie perdería el tiempo en los bares más oscuros, con tres o cuatro en igual o peor condición que uno.
Pero para algo, para algo, insisto, sirven esas faenas de beodos con nostalgia rocanrolera. ¿Para qué? Vaya, por poner un insignificante ejemplo: para un libro como el que el lector tiene en manos.
Perfiles, anécdotas, apologías, contextos, de los artistas y/o bandas que hacen parte de la lista de reproducción de un grupo de plumas cuyo placer por el género los reúne.
Artículos para el goce y el deleite, ágiles en su prosa, y un tanto -las razones saltan a la vista- hagiográficas en su contenido. Advertencia: sin ínfulas de sapiencia, ni de melomanía. Simplemente, divertimento.
No estará presente el análisis del registro vocal de Robert Plant, pero en cambio sí los elementos que configuraron el surgimiento de los Sex Pistols y lo crudas y verdaderas que son las composiciones de Johnny Rotten.
Experiencias personales, como lo que significaba tener un LP en los ochenta en Medellín y el viaje de la nave espacial, con UFO como conductor de vuelo.
Y cosas que se saben, como lo imprescindible que fue Freddie Mercury para Queen. Y las incesantes peleas de los hermanos Gallagher y el posible regreso de Oasis.  ¿Noel demostró ser más grande que Liam? El sheriff y el showman, en cualquiera de los casos, son un necesario e imprescindible complemento.
Pero antes de antes del britpop, el grunge de Nirvana era el género de más adeptos. De Kurt Cobain se ha dicho mucho, en cambio del baterista y hoy líder de Foo Fighters, Dave Grohl, no tanto. De su paso por Scream y Nirvana, del suicidio de su amigo Kobain, de un sueño que marcó un antes y un después. Del sueño de Dave.
 Y la relación que hay entre música y literatura, lo cercana que está la canción al poema y el poema a la canción, como si no fuera obvio, dado que se trata de sonido (¡eufonía!), con las desgarradoras letras de Leonard Cohen y las ironías de Sabina. 
Las influencias de Jim Morrison en sus canciones, las tendencias narrativas de sus letras, su cercanía con las tribus urbanas; lo que hizo ‘El rey lagarto’ con los inolvidables The Doors.
Sixto Rodríguez y su novelesca historia de anonimato en América y fama en Sudáfrica. La historia de Sugar Man y lo que revisten sus letras.
Y las mutaciones del hoy premio Nobel de literatura: Bob Dylan, quien pasó del folk de protesta a estrella mediática. Un análisis sesudo del virtuosismo de sus composiciones, del rey de la indignación general y el arte decepcionar a todo el mundo. El contraste entre vítores y abucheos.  
(Fe de errata: es posible que el libro no esté en sentido aleatorio, como en cambio lo está el prólogo. (Ay, el licor). No, no lo estará, pues para darle el orden que no tiene este telonero el libro está dividido en: Las primeras majestades, Los príncipes malditos, En español universal y un bonus track para chuparse los dedos).
Vuelvo. Cuenta la leyenda que cuando le preguntaron al dios Eric Clapton qué se sentía ser el mejor guitarrista, él no dudó en responder: “No sé, pregúntenle a Prince”.   Pues bien, hay que ser muy grande para que un monstruo como Clapton profiera ese elogio. O hay que entender la genialidad de Prince, el chico que parecía extrovertido, pero que en realidad era tímido. Un genio que nació y trabajo por y para la música.
Y si de genios se trata, cómo no recordar al negro de Seattle, cuya primera guitarra fue una escoba. El mismo que un 21 de septiembre de 1966, hizo historia en el London Polytechnic de Inglaterra, cuando le pidió a Clapton (¡dios!) y su grupo Cream que lo dejaran tocar. “God is dead”, exclamaban, atónitos, los asistentes. Hendrix lo mató.
 Así es, Jimmy y su transcurrir como outclass antes de los escenarios.
Starman:  el poliédrico David Bowie. Su multiplicidad de personalidades, su renovado y clásico sonido. Una estrella que sabía asumirse y que, haciendo gala de Shakespeare, tenía claro que el mundo es un escenario y los seres humanos sus actores.
Por supuesto, no podíamos dejar de lado dos íconos del rock en español. Se trata de Charly García y su infinita irreverencia, sus desvaríos y los truenos de sus letras.
Y Carlos el Indio Solari, el ícono de la contracultura y la sicodélica izquierda, un viaje in situ de lo que significa estar en La Misa India, y algo que recuerde su paso por Patricio Rey y los Redonditos de Ricota.
Más atrás, dije algo sobre Sabina, el cantante que compone de la misma forma que fuma y despide humo.  
Finalmente, porque antes de irse los artistas tocan otra, un divertido cuento sobre el mítico y generacional concierto en Woodstock. Relato que hará que las nuevas generaciones sean seducidas por el sudor y la energía que se desplegó en el mismo.
En fin, la noche continúa, la ebriedad y la oquedad, no es gratis la rima, y entonces de tanta tontería llega un momento de inusitada lucidez. Un borracho (que no tiene dinero para gastar la ronda pero es el que más insiste en que “tomemos otra”), propone:
-Ve, ¿y si hacemos un libro contando eso?
Se lo dije, señor agente, algo de consuelo...
Y sin más preámbulo: el libro es suyo.

Jaír Villano
Compilador del libro

TEXTOS DE:

JAÍR VILLANO
RAMIRO MENESES
NICOLAS PERNETT
JUAN MERCHÁN
DAVID GUARDO
DODRIGO RODRÍGUEZ
IVAN ANDRADE
JUAN DAVID OCHOA
OSCAR PERDOMA GAMBOA
JORGE CONTRERAS HERRERA
JULIÁN CHANG
FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
EL ZUDACA
JENNY VALENCIA ALZATE
JUAN FERNADO MERINO
OMAR GARCÍA RAMÍREZ
















jueves, 24 de agosto de 2017

EL "FASCISTA" COLOMBIANO SE ENCUENTRA CON LA MADREMONTE







EL "FASCISTA" COLOMBIANO SE ENCUENTRA CON LA MADREMONTE

Por:
Omar García Ramírez





"El hecho de que los usos, actos y opiniones de la clase ociosa acomodada adquieran, para el resto de la sociedad, el carácter de canon prescriptivo de conducta añade peso y alcance a la influencia conservadora de esa clase. Obliga a todas las personas que cuidan de su reputación a seguir su ejemplo. Así ocurre que, por virtud de su posición elevada en cuanto encarnación de las buenas formas, la clase adinerada viene a ejercer en el desarrollo social una influencia retardataria mucho mayor de la que correspondería a su simple fuerza numérica. Su ejemplo prescriptivo opera en el sentido de robustecer, en gran medida, la resistencia de todas las demás clases contra cualquier innovación y de fijar los efectos de los hombres en las buenas instituciones que les han sido trasmitidas por una generación anterior."

Teoría de clase ociosa
Thorstein Veblen



"El verdadero problema de la guerra (la guerra moderna)
es que no da a nadie la posibilidad de matar a la gente indicada"

Ezra Pound




El fascista” colombiano, imbricado en la masa popular como un fermento que creciera dentro de la rancia herida de la guerra civil.  Hace crecer el pan amargo de la política colombiana. (imperfecto como crisálida que extiende las alas de la mariposa negra Ascalapta adorata sobre el cementerio de la memoria, canto luctuoso sobre el sepulcro de la justicia).

Me refiero al fascista de choque, de debate y de columna; el que inspira y da fuelle al camisita parda, el sansculotte de derechas…no al fascista de alcurnia, biblioteca y hacienda en la sabana. Este último juega el ajedrez del poder desde los altos lobbys mediante sus representantes en los cuerpos colegiados: los políticos de profesión, los que reparten las canonjías, las embajadas y los ministerios; los refinados en las artes del soborno Odebrecht. Los que tienen un master en las cuentas de los paraísos fiscales. El pequeño “fascista” colombiano defiende el sistema a ultranza, en batalla campal de ideas y opiniones; como si este sistema requiriera de su defensa, como si este sistema requiriera de sus ideas, como si este sistema requiriera de sus discursos; panegíricos y loas, rasgadura de vestiduras, ajuste de cuentas con los que vienen cruzando el río desde la otra orilla.

El superfluo fascista colombiano esta empapado de propaganda y además, es un agitador de importancia. Caja de resonancia, eco urbano de los potentados y los terratenientes. El que malvive en tres metros cuadrados, el sin tierra; sin finca, sin parcela. El que a duras penas paga su hipoteca y con dolor llega a fin de mes. reproduce el discurso de los políticos que representan a la clase más retrógrada. Se ha hecho defensor a ultranza del statu quo. Con vocación de cuerpo  de choque gasta sus energías y talentos ad honorem; no necesita retribución alguna; a pesar de ser un proletario, que cruza los senderos del lumpen proletariat, o empleado a las órdenes de un burócrata de comarca. El energúmeno fascista colombiano ha crecido en el caldo de cultivo de la miseria y la carencia; de allí pareciera surgir su fortaleza. Malvive en la cuerda floja de la precariedad y sin embargo esgrime argumentos como un potentado. Cada quien, para bien o para mal, defiende sus intereses económicos o sociales. En pequeño fascista colombiano no defiende sus propios intereses, sino los intereses de otros, que por cierto, no necesitan que los defiendan ya que hace parte la de la maquinaria política, burocrática y social. Son la encarnación de este aberrado sistema que utiliza la corrupción para perpetuarse en el poder.
A propósito, a estos últimos, los potentados, les dan una risa terrible la algarabía del estúpido “fascista” colombiano. Hablo del “fascista” colombiano, que no es “fascista”, a lo mejor es un defensor de la ideología cavernaria terrateniente.

Aclaro: No me identifico con ninguna ideología. No me he adscrito a partido alguno. No recibo prebenda política, puesto de enchufe, ni cátedra filial partidista; se me podría meter en el saco de los librepensadores anarquistas; también, en algunas oportunidades se me encasilla en el bando de los amoralistas (en el sentido nietzscheano del término). Algunos plumiferos de secta y capilla me endilgan tales títulos; no los reclamo, pero tampoco los rechazo. Una cosa sí está clara: No voy dando mi óvolo a los que se lucran del poder. Ellos ya saben cómo funciona esto, así que no les voy a pulir sus medallas; Ellos saben cómo llenar sus faltriqueras, así que no me voy a poner de gilipollas.

Creo que es momento de equilibrar las cargas. Cuando en un tratado de paz, imperfecto como todos los tratados que se han firmado en el mundo. Un sector radicalizado y en conflicto desea dar el paso y entrar en el marco del juego político, haciendo una apertura en el debate. Es justo que se reconozca esa decisión dándole la importancia que la misma en su esencia configura. Abandonar una guerra requiere de tanto valor como iniciarla; y abandonar las armas para entrar en el debate, requiere de un  cambio de actitud, mentalidad y proyección política. Ese colectivo, lo ha hecho y entra en escena; así que dejemos que planteen sus argumentos; o acaso ¿van a poner mordazas en nombre de la "democracia"?

El “fascista” cavernario colombiano, se opone a este nuevo actor en el escenario de la política. Esta imbuido de una fe mesiánica en la armonía infalible del sistema (Un sistema deformado que apenas alcanza para ser llamado capitalista). Cualquier crítica es tildada de reivindicación, Cualquier disenso se convierte en conato de rebelión contra la maquinaria. Le parece sospechosa actitud, causa infiltrada por los radicales violentos; cualquier objeción al conjunto de la estructura del poder, es considerada conspiración de la guerrilla. Dice Buscar la moderación, pero por las costuras sale a dentelladas la bestia; no la parda; la multicolor. No el  Ubermensh  descendiendo del cordon dorado, sino el  Untermensch aferrado a la soga del odio. El “fascista” colombiano, en su gran mayoría, se agrupa en esa masa fanatizada hacia la derecha. Desconoce la historia del fascismo, no se hace fuerte en la cosecha comunal de un bien común, de una patria, de un tipo racial o de una nueva economía por fuera de la usura; se hace fuerte como colectivo de guiñoles de propaganda en la marea de una vociferación ruidosa y mecánica; en la corriente de un estertor vengativo, enarbolando la bandera de una guerra que no es la suya. Masa combativa y alienada que entona los cánticos marciales coreografiados por las coristas de los señores feudales.

No tiene el estilo desenfadado de los italianos. Ni la rigurosidad de los germanos, mucho menos la flema clasista de los británicos. No, el estoicismo índigo y carpetovetónico del falangista ibérico. Ni siquiera el atildamiento discreto de ciertas castas fascistas de Latinoamérica (no hablo de Bolsonaro, esa variedad carioca del fascista brasileiro). El fascista colombiano está cercano al ruido de la horda; la cumbia, la bachata; el candombe futbolero (Bueno, tampoco nos pondremos refinados y vamos a pedir que una nueva Leni Reinfestald le haga una apología cinematográfica; esto es trópico caliente y duro; aquí no se podría producir “El triunfo de la voluntad” y “Olimpia”; a lo sumo, un documental de rumba carnavalera regada con ron y sangre). Su medio de expresión no está en el cinematógrafo; está en la web más tropibomba, marimondera y verbenera. No pondremos el listón muy alto y no pretenderemos que hayan aquilatado sus aceros ideológicos en "El mito del siglo XX" de Alfred Rosemberg o la "Genealogía de la moral" de Nietzche. Aquí, ese colectivo tribal se alimenta de la prensa más abyecta y la televisión más cutre. Su ordinario “Mein Kampf” son los discursos espurios de los capataces de la politiquería que marcan su accionismo. Y el objeto de su atención cotidiana lo definen los tuwits de la caterva de Ramapithecus que señalan las tendencias.

Mediático por naturaleza, le encanta el linchamiento virtual y la lapidación en red social. Solo en la refriega, se siente desamparado y busca los escampaderos que le proporcionan el anonimato del hampa y la canalla. Ataca en horda de reality y tiene como su adalid a un personaje que encarna la excelsitud de la medianía. Terrateniente politiquero a quien se le prende velas y se le reza. Porque el pequeño “fascista” colombiano, (en eso, concuerda con todos las familias de fascistas), requieren de un líder, más que de un orientador; un capataz que dé continuidad a esa tradición de esclavitud moral cuyas raíces se encuentran en la colonia. El chasquido del látigo sobre sus espaldas; arenga disparada desde una tribuna virtual o televisiva que opera como una orden.
Se regodea además, en el fracaso de proyectos populares que perdieron su alternativa por la ineptitud y la corrupción de sus dirigentes. Ahora critica y se pone duro frente a las masas de desplazados que huyen de la crisis social de países vecinos; ignorando que esos desplazados, son los mismos nacionales que en décadas pasadas cruzaron las fronteras huyendo de la violencia desatada por las plutocracias nativas sobre nuestros surcos de dolores.

El zombificado “fascista” colombiano matonea y arremete. Ha pasado la orgía de sangre;  ha quedado con el sabor de la resaca. Sabe que esos que actuaron en la guerra de los campos, eran la gleba embrutecida bajo las órdenes de sus capataces. Esos que estaban en la primera línea, eran la carne de cañón de los feudales que peleaban su pequeña guerra de provincias. Esos que carneaban y desollaban en las trincheras, eran las hordas de la Colombia profunda, capitalizados y alienados por los líderes de los emporios de la guerra y el crimen. En las ciudades el cómodo "fascista" se daba a la guerra mediática y al conflicto político. El amanerado “fascista” se escondía tras las columnas del castillo de la "democracia". No lo tocaba el horror de las comunidades fronterizas; refractario a la realidad de la violencia y a salvo, continuaba lanzando sus arengas desde las tribunas del patrioterío mediático.
Ahora, con los cambios en el escenario, no se siente a gusto. Vocifera contra las reformas que podrían en algún momento hacer más llevadera su propia miseria, y la de miles de colombianos.

Pero…
Madremonte viene…
Madremonte viene pisando fuerte; camina lento, mueve la cintura y se bambolea desde la selva…
Hace un gesto quitándose los mosquitos; un hilillo de sabia verde baja por su cuello. Sus ojos de pantera y niebla brillan con esperanza; tiene una nube de lluvia ligera sobre sus costillas morenas. Ella sabe desde donde viene todo esto. Ella sabe que estas son las iras encontradas de un conflicto que ha pervivido por generaciones. Pero mientras una violencia fue ejercida como defensa contra el espolio de sus tierras, la otra es solo producto de una muy bien trazada estrategia de dominación. Mientras una violencia, se originó en la resistencia campesina; la otra se gestó desde un principio en el vientre de la poderosa maquinaria de la guerra y el establecimiento apoyado por la potencia del norte. Mientras una, tiene el aire enrarecido del bandolerismo justiciero; la otra tiene la seña de la violencia del estado. Mientras la una, terminó por alinearse con las corrientes del marxismo ortodoxo y su mesianismo deformado por la burocracia y el colectivismo; la otra siempre, desde un principio, se apoyó en la usura y el capital.

Un sector social alzado en rebelión, representa lo rural y camina hacia la plaza pública sin armas. La otra violencia todavía no desarmada (ya que es la esencia del estado burgués terrateniente) sigue en pie de guerra. Como escritor no puedo prestar mi tribuna al poder. El poder ya tiene sus tribunas: decenas, cientos de ellas. Sus panegiristas, sus adalides, sus cides campeadores, sus escritores de columna y fuego; sus saltimbanquis guerreristas, sus académicos de moralina cívica y "democrática". Además tiene a una amplia comunidad de fanáticos en sus filas. ¿Para qué más?. Se me dirá que debo exponer mis puntos de vista críticos frente a Los otros. Respondo: lo he hecho, y siempre lo haré. No tengo compromiso político, o de oficio literario con nadie. No tengo intereses de capital o de filiación sectaria. Hace muchos años trato de vacunarme contra el fanatismo; el de la calle y el de la canalla exquisita, cuya beligerancia es en esencia la misma; solo que esta última, esgrime una batería de discursos de utilería epistemológica con pretensiones literarias.

Pero trato de entender esta nueva forma de la violencia, ya no real; sino simbólica. Las de los perfectos "fascistas" colombianos. Contrapuesta a la resistencia de Madremonte. Su naturaleza de superviviente, que ha enfrentado y resistido a todo lo que ha caído sobre el lodo y la manigua. La Madremonte Viene con tus temblores, sus fiebres, sus hambres, sus actos de violencia ritual. También su luto…Trae lo suyo en una mochila de yute: sus yerbas, sus ungüentos, sus venenos y curares; sus emplastos balsámicos, sus raíces de sol y luna. Deberá curar las heridas propias y las de los atrapados en la contienda. No será fácil, en un país de muerte violenta, el fanatismo alimenta los actos de venganza.
Su único escudo es su valor…
El valor de su gesto, el valor de su nuevo discurso.
Y no se extraña de las campañas amplificadas en la prensa del sistema por el mediático “fascista” colombiano.
Su teatralidad ezquizofrénica, su gritería desbordada.

DEMOS UN PASO ATRÁS, MIREMOS EL BOSQUE…

Habían estado tanto tiempo dándose garrote como a bacalaos en semana santa. Tanto tiempo confrontado en un mundo de símbolos y guerra; en un mundo de economía de exterminio y pobreza. Ellos, tan golpeados, los unos como los otros. Tan airados, unos como los otros. Tan hambrientos unos más que los otros… Ahora tendrán que hacer la mesa de la cena comunal y organizar la fiesta de una vez por todas.  Tendrán que comenzar a preparar los pucheros y las cazuelas, Si quieren dejar espacio y tiempo para que los límites artificiales creados por la propaganda tóxica de los sermoneros de partido; se borren, dando paso a nuevos caminos de renovación social; y ojala, el cielo, deje caer sus bendiciones de agua sobre los campos y las selvas.

Madremonte encarnación de lo telúrico, lo atávico, la naturaleza selvática. La rudeza de lo rural, leyenda de fuego en la manigua. Voces del viento, del agua, de la lluvia.
Pequeño “fascista” colombiano… Dureza de lo urbano, la educación del suburbio, la noche con sus fantasmas de asfalto y ruido de máquinas. La tribuna virtual de las redes de opinión eterizadas bajo electrochoques de odio del sistema.

Dos mitos y visones encontrados en un país fracturado.
Dos heridas que se niegan a cerrar; un sueño místico en la camilla de los heridos.
Dos visiones de lo radical, dos discursos de la intransigencia.
Fragmentos de un cuerpo que aspira a reconstituirse.
El “fascista” colombiano, que no es fascista, sino un fanático politizado dentro del espectro político de la derecha, tendrá que acostumbrarse a que Madremonte baile en este carnaval que recién comienza; es la otra parte del cuerpo lacerado de nuestra sociedad…
Es la otra cara de nuestra historia.
Ha girado con sus manos abiertas para ver de frente hacia el futuro. No va a dar marcha atrás.

Un hombre cansado de la guerra, hace unos años escribió:


"Caminaremos sudorosos en las fiestas del verano.
Mancharemos nuestras camisas de faena
con una cosecha de grillos verdes y  de estrellas…
Los frutos del dolor y el odio no prevalecerán."

jueves, 13 de julio de 2017

Francis Bacon y Walt Disney





Resultado de imagen para FRANCIS BACON


Por: John Berger



Una figura ensangrentada en la cama. Un esqueleto entablillado. Un hombre sentado en una silla fumando. Uno pasa ante estos cuadros como a través de una institución gigantesca. Un hombre gira en una silla. Un hombre con una maquinita de afeitar en la mano. Un hombre cagando.

¿Cuál es el significado de los sucesos que vemos? Las figuras pintadas parecen bastante indiferentes a la presencia o a los apuros de las otras. ¿Lo somos también nosotros cuando pasamos delante de ellas sin inmutarnos? Una fotografía en la que aparece el propio Bacon con la camisa remangada muestra que sus antebrazos guardan un estrecho parecido con los de los hombres que pinta. Una mujer se desliza por una barandilla como lo haría un niño. En 1971, según la revista Connaissance des Arts, Bacon ocupaba el primer lugar entre los diez mejores artistas vivos. Un hombre está sentado, desnudo, con los pies rodeados de jirones de papel de periódico. Un hombre mira fijamente la cuerda de una persiana. Un hombre deposita una camiseta sobre un manchado sofá rojo. Hay muchas caras que se mueven y al moverse dan una impresión de dolor. Nunca ha habido una pintura como ésta. Una pintura que se relacione con el mundo en el que vivimos. ¿Pero cómo? Empecemos con unos cuantos datos:

Francis Bacon es el único pintor británico de este siglo que haya tenido una influencia internacional.

Su obra es notablemente coherente, desde los trabajos más tempranos hasta los más recientes. Uno se encuentra frente a una visión del mundo totalmente articulada.

Bacon es un pintor que cuenta con una técnica extraordinaria, es un maestro. Todo aquel que esté mínimamente familiarizado con los problemas que plantea la pintura figurativa al óleo no puede sino asombrarse ante la manera como Bacon los soluciona. Una maestría tal es el resultado de una gran dedicación y de una lucidez extrema con respecto al medio.

La obra de Bacon ha sido extraordinariamente bien comentada. Escritores como David Sylvester, Cichel Leiris y Lawrence Gowing han hablado con gran elocuencia de sus implicaciones internas. Por “internas” me refiero a las implicaciones de las proposiciones de la obra en los propios términos de ésta.

La obra de Bacon está centrada en el cuerpo humano. Éste suele estar distorsionado, mientras que las ropas o lo que lo rodea no lo está, o lo está relativamente menos. Comparemos el impermeable con el torso, el paraguas con el brazo, la colilla con la boca. Según el propio Bacon, las distorsiones sufridas por el rostro y el cuerpo son la consecuencia de su búsqueda de una manera de hacer que la pintura “llegue directamente al sistema nervioso”. Una y otra vez se refiere al sistema nervioso del pintor y del espectador. Para él, el sistema nervioso es independiente del cerebro. El tipo de pintura figurativa que atrae al cerebro es para Bacon ilustrativa y aburrida.

“Siempre he intentado comunicar las cosas de la forma más directa y más cruda que he sido capaz, y tal vez porque les llegan directamente, porque las comprende directamente, la gente piensa que son horribles.”

Para alcanzar esa crudeza que habla directamente al sistema nervioso, Bacon confía plenamente en lo que él denomina “el accidente”. “En mi caso, considero que todo lo que me ha gustado de verdad ha sido el resultado de un accidente sobre el que he sido capaz de trabajar”

En su pintura, el accidente tiene lugar cuando el artista hace “marcas involuntarias” en el lienzo. Su “instinto” encuentra entonces en ellas una manera de desarrollar la imagen. Una imagen desarrollada es aquella que es al mismo tiempo real y sugerente para el sistema nervioso.

Francis Bacon, Estudio de tres cabezas (1962) - MoMa  Read more: http://bibliotecaignoria.blogspot.com/#ixzz27cSUu6hr
Francis Bacon, Estudio de tres cabezas (1962) - MoMa


“¿Acaso no desea uno que las cosas sean lo más reales posible, pero al mismo tiempo profundamente sugerentes o profundamente reveladoras de unas áreas de la sensación diferentes de la mera ilustración del objeto que te propones hacer? Al fin y al cabo, ¿no es en eso en lo que consiste el arte?”

Para Bacon el objeto “revelador” es siempre el cuerpo humano. El resto de las cosas que aparecen en su pintura (sillas, zapatos, persianas, interruptores de la luz, periódicos) están sólo ilustrados. “Lo que quiero hacer es distorsionar la apariencia de la cosa, pero restituyéndola en esa distorsión a una narración de la apariencia.”

Si lo interpretamos como un proceso, veremos que esto significa lo siguiente. La apariencia de un cuerpo sufre el accidente de las marcas que se le infligen involuntariamente. Su imagen distorsionada llega entonces directamente al sistema nervioso del espectador (o del pintor), quien vuelve a descubrir la apariencia del cuerpo a través o por encima de las marcas que sufre.

Además de las marcas infligidas por accidente en el acto de pintar, hay a veces marcas pintadas en un cuerpo o en un colchón. Éstas son huellas, más o menos obvias, de fluidos corporales: sangre, semen, tal vez excrementos. Cuando aparecen, estas manchas del lienzo son como manchas en una superficie que ha tocado realmente al cuerpo.

El doble sentido de las palabras que Bacon ha utilizado siempre para hablar de su pintura (accidente, crudeza, marcas), e incluso tal vez el doble sentido de su apellido,* parece formar parte del vocabulario de una obsesión, de una experiencia que probablemente data del inicio de su timidez. El mundo de Bacon no ofrece alternativas ni salidas. No existe en él la conciencia del tiempo ni la del cambio. Muchas veces Bacon empieza a trabajar en un cuadro partiendo de una imagen fotográfica. La fotografía registra un momento. En el proceso de la pintura, Bacon busca el accidente que convierte ese momento en todos los momentos. En la vida, el momento que descubre todos los momentos pasados y venideros suele ser por lo general un momento de dolor físico. Y el dolor puede ser el ideal al que aspira la obsesión de Bacon. Sin embargo, el contenido de sus cuadros, el contenido que constituye su atractivo, tiene muy poco que ver con el dolor. Como suele suceder, la obsesión es una distracción, y el contenido real reside en otra parte.

Se dice que la obra de Bacon es una expresión de la angustiosa soledad del hombre occidental. Sus figuras están aisladas en vitrinas de cristal, en arenas de color puro, en habitaciones anónimas o incluso en sí mismas. Su aislamiento no nos impide verlas. (La forma tríptico, en la que cada figura está aislada en su propio lienzo pero sin dejar de ser visible para las otras, es sintomática.) Las figuras de Bacon están solas, pero carecen de toda intimidad. Las marcas que muestran, sus heridas, parecen autoinflingidas, aunque en un sentido especial. No por un individuo concreto, sino por la especie, el hombre, porque en tales condiciones de soledad universal, la distinción entre el individuo y la especie pierde su significado.

Bacon es lo opuesto a uno de esos pintores apocalípticos que esperan que ocurra lo peor. Para Bacon, lo peor ya ha ocurrido, y no tiene nada que ver con la sangre, las manchas, las vísceras. Lo peor es que se haya llegado a considerar que el hombre es un ser con inteligencia.

Lo peor ya había sucedido en la Crucifixión de 1944. Ya aparecen aquí los vendajes y los gritos, como también la aspiración hacia un dolor ideal. Pero los cuellos terminan en bocas. La parte superior de la cara ha desaparecido. Falta el cráneo. Posteriormente, lo peor se evoca de una manera más sutil. La anatomía permanece intacta, y la incapacidad del hombre para reflexionar se sugiere mediante lo que sucede a su alrededor y por su expresión, o la carencia de ésta. Las vitrinas de cristal, que contienen a los amigos o a un papa, recuerdan aquellas que sirven para estudiar el comportamiento de los animales. Los decorados, los trapecios, las barandillas, las cuerdas, se parecen a los accesorios que se ponen en las jaulas de los animales. El hombre es un mono infeliz. Pero si se da cuenta de ello, deja de serlo, Y por eso es necesario mostrar aquello que el hombre no sabe. El hombre es un mono infeliz sin saberlo. No es el cerebro, sino la percepción, lo que separa a las dos especies. Este es el axioma en el que se basa el arte de Bacon.

Durante los primeros años de la década de 1950, parecía que Bacon estaba interesado en las expresiones faciales. Pero, según él mismo admitía, no por lo que expresaban en sí mismas.

“En realidad, quería pintar el grito más que el horror. Y creo que si realmente hubiera pensado en qué es lo que hace que alguien grite'—el horror causante del grito—, los gritos que intentaba pintar habrían sido mucho más logrados. De hecho, eran demasiado abstractos. Originariamente empecé a pintarlos llevado por esa conmoción que siempre me han causado los movimientos y la forma de la boca y los dientes. Podríamos decir que me gusta el brillo y el color que sale de la boca, y en cierto sentido, mi deseo siempre ha sido el ser capaz de pintar bocas como Monet pintaba puestas de sol.”

En los retratos de amigos, como en el de Isabel Rawsthorne, o en algunos de los autorretratos más recientes, uno se enfrenta con la expresión de un ojo, a veces de dos. Pero estudiemos esas expresiones, leámoslas. Ninguna de ellas es autorreflexiva. Los ojos miran desde su condición, estúpidamente, hacia afuera, hacia lo que los rodea. No saben lo que les ha sucedido; y en su ignorancia reside su patetismo. ¿Pero qué es lo que les ha sucedido? El resto de sus rostros están contorsionados con expresiones que no son suyas, con expresiones que, en realidad, no son tales (porque tras ellas no hay nada que expresar), sino que son.

No del todo por accidente, sin embargo. El parecido permanece, y en esto Bacon emplea toda su maestría. Normalmente, el parecido define el carácter, y el carácter en el hombre es inseparable de la mente. Esta es la razón por la que algunos de estos retratos, sin precedentes en la historia del arte, pese a no ser nunca trágicos, llegan a causar una gran obsesión. Vemos el carácter como el molde vacío de una conciencia que está ausente. De nuevo aquí, lo peor ya ha sucedido. El hombre vivo se ha convertido en su propio espectro carente de inteligencia.

En las grandes composiciones figurativas, en las que hay más de un personaje, la falta de expresión se combina con la total carencia de receptividad de las otras figuras. Todas ellas se están continuamente demostrando unas a otras que no pueden tener expresión alguna. Sólo permanecen las muecas.

La manera como Bacon percibe el absurdo no tiene nada en común con el existencialismo o con la obra de un artista como Samuel Beckett. Este último concibe la desesperación como resultado de cierta discusión interna, como resultado de intentar desenmarañar del lenguaje todas las respuestas dadas convencionalmente. Bacon no se cuestiona nada, no desenmaraña nada. Acepta que lo peor ha sucedido.

La falta de alternativas que entraña su visión de la condición humana se refleja en la falta de un desarrollo temático en su obra. Durante treinta años toda su evolución se ha centrado en el aspecto técnico de enfocar lo peor cada vez más nítidamente. Lo logra, pero al mismo tiempo esa reiteración hace que lo peor sea menos creíble. Esta es la paradoja del artista. A medida que pasas de una a otra sala, empiezas a comprender claramente que puedes vivir con lo peor, que puedes seguir pintándolo una y otra vez, que puedes convertirlo en un arte cada vez más elegante, que puedes ponerle terciopelo y marcos dorados, que otra gente lo comprará para colgarlo en las paredes de sus comedores. Empieza a parecer que Bacon es un charlatán. Pero no lo es. Y la fidelidad que guarda para con su propia obsesión garantiza que la paradoja de su arte produzca una verdad coherente, aunque no sea la verdad que él se propone.

El arte de Bacon es, en efecto, conformista. No es con Goya o con el primer Eisenstein con quienes debe ser comparado, sino con Walt Disney. Ambos hombres, Bacon y Walt Disney, se plantean el comportamiento alienado de nuestras sociedades; y, cada cual de una forma diferente, convencen al espectador de que lo acepte como es. Disney consigue que el comportamiento alienado parezca gracioso y sentimental y, por lo tanto, aceptable. Bacon interpreta ese comportamiento en unos términos según los cuales lo peor que pudiera suceder ya ha sucedido.

El mundo de Disney también está cargado de una violencia vana. La catástrofe última está siempre presente. Sus criaturas tienen personalidad y reacciones nerviosas; de lo que (casi) carecen es de inteligencia. Si ante una secuencia animada de Disney, leyéramos, creyéndonoslo, un pie como Esto es todo lo que hay, la película en cuestión nos causaría el mismo horror que un cuadro de Bacon.

Al contrario de lo que suele decirse, los cuadros de Bacon no comentan ninguna experiencia real de soledad, angustia o duda metafísica; tampoco critican las relaciones sociales, la burocracia, la sociedad industrial o la historia del siglo XX. Para hacerlo tendrían que haberse referido a la conciencia. Lo que hacen es demostrar cómo la alienación puede provocar un anhelo de esa su propia forma absoluta que es la falta total de inteligencia. Ésta es la verdad consecuentemente demostrada, más que expresada, en la obra de Bacon.


En Mirar

Traducción: Pilar Vázquez Álvarez
Imagen: Jean Mohr