Posteriormente, vivió en Berlín hasta finales de la década de 1930, se
mudó a París durante algunos años y finalmente emigró a los Estados
Unidos, adquiriendo la ciudadanía en 1945. Publicó novelas, escritas
en ruso, tanto en Berlín como en París. En los Estados Unidos se
convirtió en profesor universitario y empezó a escribir novelas en
inglés, incluyendo Bend Sinister (1962) y Lolita (1959), la última de
las cuales provocó un gran escándalo debido a su contenido expresamente
pedófilo. También le proporcionó a Nabokov la fama suficiente para
dedicarse exclusivamente a la escritura. A partir de 1959 vivió en
Montreux, Suiza.
Hay actualmente muchos escritores, críticos y ensayistas que lo catalogan como "un escritor más". Pero eso ha ocurrido muchas veces con otros grandes escritores que sobrevivieron al olvido, y que luego, muertos y enterrados, ganaron al final la batalla del reconocimiento. Releerlo hoy nos produce sensaciones fuertes y a veces contradictorias. Vemos la madures de sus líneas, el maniqueísmo de ciertas situaciones, y también el prodigio de su imaginación, la perfección del diálogo, la construcción de entrañables personajes, el uso deslumbrante de la escritura austera, el sentido alegórico y hasta autobiográfico de sus historias.
Sin lugar a dudas, fue un extraordinario novelista, que mezcló muchas veces la realidad con la ficción. No se cumple ningún aniversario, pero nos asaltó hace unas semanas la curiosidad de saber si Nabokov seguía siendo leído en la Argentina o si efectivamente había sido olvidado. Entonces indagamos entre editores y escritores. Miles de ejemplares de sus principales libros se siguen leyendo silenciosamente aquí y en Europa. Vladimir Nabokov continúa vivo.
Desesperación
Ni siquiera por el ojo del propio autor, pues, como señaló Gadamer en Verdad y método, "la experiencia de la obra de arte supera por principio cualquier horizonte subjetivo de interpretación, tanto el del artista como el de su receptor. La mens autoris no es un baremo viable para significado de una obra de arte", y la mejor prueba de que a Gadamer le asiste la razón es la novela Pale FIRE (Pálido fuego, 1962), una de sus numerosas obras maestras y novela en la que las estrategias hermenéuticas, como la concepción libérrima, autónoma y lúdica de la creación que Nabokov extrajo de las vanguardias, alcanzan un protagonismo inusitado, a la vez que justifican la presencia en el texto de narradores no fiables, trampas semánticas, guiños y reescrituras, narradores y álter ego laberínticos y marañas ontológicas, artificiosos juegos con las instancias narrativas y otros trucos de su sofisticada y excéntrica ficción. Mezclados en el matraz de su delirante imaginación ("diría que la imaginación es una forma de la memoria", Opiniones contundentes, 1973), el cuento folklórico, las lecciones de la vanguardia (el dadaísmo, el ludismo y el irracionalismo, el cubismo-la fragmentación de la realidad ("la realidad es asunto muy subjetivo, una sucesión infinita de niveles de percepción", Opiniones contundentes), la superposición de estilos y formas -el futurismo-imágenes de la tecnología, la velocidad (trenes, aviones) o la ciencia (fármacos, puentes, trucos ópticos-, el expresionismo-la distorsión de la realidad y la primacía del punto de vista), los relatos de misterio y la poesía configurarán un universo narrativo de primer orden, que se refleja con increíble nitidez en Pálido fuego y se define tanto por los lúdicos conflictos de identidad ("tal vez publique pronto un par de cosas con mi nuevo nombre; un escritor ruso que vive cerca de aquí ha alabado mi estilo y la viveza de mi imaginación", dice de sí mismo Nabokov por boca del fatuo y chiflado narrador de Desesperación, 1936) o el culturalismo (a su propensión al name-dropping se añaden referencias eruditas al mundo del arte, como en "los almendrados ojos de la joven semejantes a los de las figuras de Luini", Risa en la oscuridad, 1932), cuanto por la voluntad de estilo y la extravagancia, enriqueciéndose con la narratividad aportada por los clásicos de la novela rusa, los monólogos interiores aprendidos en Virginia Woolf y en textos de un surrealismo aún en cierne, y una insólita facilidad para los juegos de palabras, los saltos estilísticos y genéricos, el humor negro y una ironía implacable que encarece su personalidad envanecida, burlesca y camaleónica de enfant terrible de San Petersburgo forzado por la enrarecida historia de la primera mitad del siglo XX a ser un polémico profesor de literatura émigré, ajedrecista, entomólogo ("¿Qué me gustaría hacer? Oh, cazar mariposas, por supuesto, y estudiarlas. Los placeres y recompensas de la inspiración literaria no son nada comparados con el embeleso de descubrir un nuevo órgano bajo el microscopio o una especie no descripta en la ladera de una montaña de Irán o del Perú. No es improbable que, de no haber habido revolución en Rusia, me hubiera dedicado por completo a la lepidopterología, y jamás hubiera escrito mis novelas") y misántropo, en los Estados Unidos. Todo lo anterior resulta bien visible en esa parodia inmensa de la filología, la novela negra y el propio oficio de escribir que es Pálido fuego, la extraviada novela en forma de ambiguos y enloquecidos comentarios a pie de página a un poemario del gran poeta inventado John Shade por parte de un profesor ególatra, paranoico y perturbado llamado Charles Kimbote, que, borracho de ironía autoconsciente, manifiesta: "No tengo ningún deseo de retorcer y maltratar un apparatus criticus sin ambigüedad para convertirlo en el monstruoso simulacro de una novela", y que se revela como trasunto del propio profesor Nabokov después de reflejarse en un espejo cóncavo, como casi todos sus héroes, ataviados con indumentarias patológicas para lucirse en fiestas mentales y transmutados en esbozos de su autorretrato egoísta y constante, de su autorretrato deformado como los que siempre pintó Francis Bacon.
" realizar sus trucos "
Hace muchísimos años abandonó su ilimitada, rica e infinitamente dócil lengua rusa, que ya había empleado para escribir novelas imposibles de publicar en la entonces Unión Soviética y, por tanto, nunca publicadas por un inglés que aprendió inicialmente de su institutriz. Tal vez su posterior dominio del mismo se debió en parte a ese obstáculo, del mismo modo que el hombre que tiene un impedimento para hablar piensa a menudo más rápido que los demás. Nabokov escribía en un inglés melodioso y pícaro que ha extraído más de los manantiales secretos de dicha lengua de lo que la mayoría de los escritores nativos jamás espían. Por ejemplo, conocía con toda precisión el mecanismo del uso anglosajón de la grosería y la caída de lo sublime a lo ridículo, que introduce una palabra grosera o un insulto vernáculo en un contexto afable donde explota con una peculiar mezcla de burla y gastada pomposidad. A pesar de todo, es evidente que le corroía un dolor por haber perdido el ruso, que jamás sería aplacado. En el prefacio de Lolita escribió brevemente sobre él como si fuera un ilusionista al que se le hubieran robado el equipaje y se viera obligado a actuar sobre el escenario donde tiene que realizar sus trucos sin el auxilio del material robado.
Se nos ocurre que tal vez sea exactamente eso lo que le hacía escribir mejor acerca del amor que ningún otro novelista en lengua inglesa moderna. Las aflicciones del exilio llevan consigo un regusto a expolio que es como un tormento de la propia intimidad. El engañoso enfoque de la experiencia amatoria, el que conecta horriblemente el éxtasis con la muerte y hace que los amantes atesoren el presente como si ya hubiera desaparecido; ofrece una anticipación psíquica de la pérdida que se aproxima a aquella que otorgó a los niños privilegiados de la generación de Nabokov el genio de la memoria. Vivieron su juventud rusa con la intensidad del adulto enamorado, sabiendo misteriosamente demasiado acerca de su pérdida. El dolor que se aferra a la buena fortuna, o a la conformidad, es una de las bromas pesadas del tiempo, como la mezquina ama de casa que se esconde en el extático cuerpo de la pequeña Lolita.
Decía sobre James Joyce: "James Joyce no ha ejercido sobre mí ninguna clase de influencia. Mi primer contacto breve con el Ulises fue alrededor de 1920, en la Universidad de Cambridge, cuando Peter Mrozovski, un amigo que había traído un ejemplar de París, vino a leerme, paseando por mis habitaciones de arriba abajo, uno o dos fragmentos picantes del monólogo de Molly, que, entre nous sois dit, es el capítulo más flojo del libro. Sólo quince años más tarde cuando yo ya era un escritor bien formado y reticente a aprender o desaprender algo, leí el Ulises y me gustó enormemente. Soy indiferente a Finnegans Wake, como lo soy a toda literatura regional escrita en dialecto aunque sea el dialecto de un genio.
Escribía sus libros en fichas, de modo que le era posible empezar por el centro e ir insertando escenas a su gusto. Escribía con lápices 3B que, según decía, afilaba compulsivamente. Llevaban gomas de borrar en el extremo que empleaba para exorcizar errores en vez de limitarse a tacharlos. Sus libretas de notas de bolsillo eran de papel recuadrado, como el de un cuaderno de aritmética. El patrón formal que podría haber distraído a la mayoría de la gente a él evidentemente lo estimulaba.
Cuando daba clases en los Estados Unidos pronunció conferencias sobre Ana Karenina, La muerte de Ivan Ilitch de Tolstoi, Ulises, La metamorfosis de Kafka y Mansfield Park de Jane Austen, a sugerencia de Edmund Wilson. El metódico lepidopterólogo descubrió que Tolstoi había hecho una escala temporal distinta, con lo que pasan más años para una que para la otra. También dice que Joyce esquivó toda referencia al regreso de Mary Bloom del cementerio.
El viejo y el mar
Nabokov detestaba la literatura con grandes pretensiones sociales. También detestaba la lascivia. El arte malo del pasado, que ha perdido su capacidad para embaucar, revela a menudo que buena parte de su falta de calidad consiste en que no va demasiado lejos y, en el campo de la estética, es el único modo de llegar suficientemente lejos. La veta erótica del trabajo de Nabokov forma parte de su calidad. Tiene un efecto próximo a la exaltación del estilo y el valor en la conducta real. En el mundo del arte dirigía su odio hacia la mediocridad. Existen escritores célebres en los que detectaba una ingenuidad que para él, evidentemente, era casi perversa. Detestaba a Zolá, Stendhal, Balzac, Thomas Mann. Sin embargo, mostraba su entusiasmo por las descripciones que hace Hemingway del pez en El viejo y el mar y por los pasajes selváticos y las descripciones físicas de Un caso acabado, de Graham Greene.
Su obra en ruso ya podría haberlo convertido en uno de los mayores narradores del siglo XX -las audacias de estilo de su ópera prima Mashenka (1926), la estructura ajedrecística de esa novela maravillosa sobre la neurosis que es La defensa (1930). El cínico y fatídico triángulo amoroso de celos y perversas relaciones entre el arte y la vida que sostiene Kamera Obscura (Risa en la oscuridad), La dádiva (1938) o El hechicero (1939) su primera novela escrita directamente en lengua inglesa, La verdadera vida de Sebastián Knight (1941), felizmente enmarañada en la madeja de los conflictos de identidad y de los simulacros autobiográficos que el autor enredará aún más en sus novelas posteriores y en su deliciosa autobiografía parcial y novelada, Speak, Memory (Habla, memoria, 1966), no hizo más que ensalzar su talento picasiano y genial, pero fue Lolita (1955) la novela de instintos y pedagogías que, convirtiéndose en icono cultural del siglo XX, lo convirtió a él en escritor famoso, en el mítico y mediático autor de uno de los primeros best-sellers modernos que, paradójicamente, su autor desechó y pretendió quemar, y la censura prohibió en los Estados Unidos, por lo que su edición príncipe vio la luz en la Olimpia Press de París. Lolita, recreación contemporánea del tópico del senex puer, creó para siempre el personaje de la nínfula, de la muchacha, como las que pintaba su adorado Balthus, a mitad de camino entre la perversión y la inocencia, cuya personalidad no es en realidad sino el reflejo de la del que la contempla, en un enésimo ejemplo de la subjetividad y la tiranía del punto de vista que Nabokov aprendió de las vanguardias: "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía", grita el maduro Humbert Humbert, "un reciente ciudadano norteamericano de oscuro origen europeo" (Nabokov creando siempre personajes inspirados en sí mismo, ficticios fragmentos de su personalidad atomizada), perdidamente enamorado de una niña que tendrá siempre el rostro de aquella Sue Lyon chupando una lollipop de la película que Stanley Kubrick filmó en 1974.
Al respecto de dicho filme dijo: "Voy a publicar el guión cinematográfico completo de Lolita que hice para Kubrick. Aunque la versión de Kubrick tiene apenas suficientes citas del guión como para justificar mi posición de autor legal, el producto final es tan sólo un vago y desvaído pantallazo de la maravillosa película que imaginé y que plasmé por escrito, escena por escena, durante los seis meses que trabajé en una villa de Los Ángeles. No quiero insinuar con esto que la película de Kubrick sea mediocre; por derecho propio es una película de primera, pero no es lo que yo escribí. El cine suele dar un matiz distinto a la novela que distorsiona y vuelve más burda con su lente desviada. Kubrick, creo, evitó ese defecto en su versión, pero nunca entenderé por qué no siguió mis directivas y mis sueños. Es una verdadera lástima, pero al menos podré lograr que la gente lea mi guión de Lolita en su forma original".
Habla, memoria
Observada desde lo alto de su torre de marfil, la narrativa de Nabokov ya resulta de por sí seductora, porque su prosa sofisticada y complacida tiene mucho de teatro, de histrionismo verbal y de ceremonia pagana ungida de lirismo y de eufonías que se lo exigen todo al traductor ("el tren avanzaba traqueteando por entre turberas ardientes en el torrente del ocaso", Mashenka, "con el viento, con el calinoso cielo primaveral y con el misterioso sonido de contrabajo de un avión invisible", "Aquella escena permanece en mi memoria con un tableau vivant", El ojo (1930), "Al final de un angosto y lóbrego sendero, donde la grava crujía y olía a enebro, apareció de pronto un porche teatralmente iluminado", Invitación a una decapitación (1935), "No se puede construir la propia vida sobre las arenas movedizas del infortunio" o "Era como tratar de imaginar las voces que tendrían los ángeles de Botticelli", "la nieve se estaba fundiendo [ ), un bribón harapiento vendía violetas", Risa en la oscuridad, "bajo la deslumbrante luz solar un asilvestrado bosque ruso rodeaba al paseante", Pnin, "ésos eran mis mejores días, apenas perturbados por las muecas de un grupo de duendes que lograba mantener a raya" o "caminé toda la noche a través de un laberinto iluminado por la luz de la luna, imaginando susurros de animales extinguidos", ¡Mira los arlequines!) Al galope, su estilo extravagante avanza por la página estribado en poderosas imágenes plásticas, envueltas en colorido, sinestesias y sensualismo ("vio a un turco vestido de azul, dormido sobre un montón de naranjas", Mashenka, "el aliento de un ciego, en una granja, una noche de invierno, hacía muchísimos años", etcétera; exhibicionista léxico (galicismos, italianismos y cultismos manchando el texto como manchan los colores un lienzo de Rothko), traductor obsesivo de sí mismo (obsérvense en varias de sus obras la palabras rusas, entre paréntesis, junto a las del original inglés, por si una lengua traiciona a la otra) porque sospecha siempre que la palabra jamás le es fiel a la idea ("la sensación enloquecedora de que las palabras justas, las únicas palabras verdaderas, esperan en la orilla opuesta, en la brumosa lejanía, mientras el pensamiento aún desnudo y estremecido clama por ellas desde este lado del abismo", confiesa el narrador de La verdadera vida de Sebastián Knigth), escritor tan mimético como camaleónico, capaz, como Joyce, de absorber el estilo ajeno adoptándolo en el propio, escritor reescritor ("he reescrito cada una de las palabras que he publicado. Mis lápices sobreviven a sus gomas de borrar", escribió en Opiniones contundentes), Nabokov pensó siempre en clave literaria, escribiendo no con la realidad, sino con la literatura como referencia ("Para mí, una obra de ficción sólo existe en la medida en que me proporciona placer estético. Todo los demás es hojarasca temática solidificada en bloques de yeso transmitidos de época en época, hasta que aparece alguien con un martillo y hace una buena rajadura a Balzac, a Gorki, a Mann", señala en Lolita; "no tengo ningún propósito social, ningún mensaje moral; no tengo ideas generales para explotar, simplemente me gusta componer acertijos con soluciones elegantes", escribe en Opiniones contundentes, confesando su asepsia moral, su predilección por la farsa y el espectáculo verbal), hasta el punto de llegar a considerar la vida la mera invención de un novelista superdotado, hasta el extremo de aseverar, por la boca de Kimbote, que "la vida humana no es sino una serie de notas a pie de página de una vasta y oscura obra maestra inconclusa", hasta procurar en cada una de sus palabras que el arte no sea sino la invención de la realidad.
Al respecto de Lolita, dijo: "Fue un gran placer escribirla, pero también resultó muy doloroso hacerlo. Tuve que leer un gran número de casos reales. En buena parte la escribí en un coche para lograr una tranquilidad completa".
En Habla, memoria dice que "en un trabajo de ficción de primera línea el verdadero choque no se produce entre el autor y los personajes sino entre el autor y el mundo". Ahí radica la fuerza de Lolita. La más despiadada novela de amor de nuestra literatura de sexo fácil y desenvuelto trata de una obsesión en parte criminal y ha sido escrita por un extranjero que ataca el entumecimiento mental de una cultura desde dentro de la máquina que mejor representa ese entumecimiento. Y agrega: "Lolita es famosa, no yo. Yo soy un oscuro, doblemente oscuro novelista con un apellido impronunciable".
Armando Almada-Roche armandoalmadaroche@yahoo.com.ar
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)
Hay actualmente muchos escritores, críticos y ensayistas que lo catalogan como "un escritor más". Pero eso ha ocurrido muchas veces con otros grandes escritores que sobrevivieron al olvido, y que luego, muertos y enterrados, ganaron al final la batalla del reconocimiento. Releerlo hoy nos produce sensaciones fuertes y a veces contradictorias. Vemos la madures de sus líneas, el maniqueísmo de ciertas situaciones, y también el prodigio de su imaginación, la perfección del diálogo, la construcción de entrañables personajes, el uso deslumbrante de la escritura austera, el sentido alegórico y hasta autobiográfico de sus historias.
Sin lugar a dudas, fue un extraordinario novelista, que mezcló muchas veces la realidad con la ficción. No se cumple ningún aniversario, pero nos asaltó hace unas semanas la curiosidad de saber si Nabokov seguía siendo leído en la Argentina o si efectivamente había sido olvidado. Entonces indagamos entre editores y escritores. Miles de ejemplares de sus principales libros se siguen leyendo silenciosamente aquí y en Europa. Vladimir Nabokov continúa vivo.
Desesperación
Ni siquiera por el ojo del propio autor, pues, como señaló Gadamer en Verdad y método, "la experiencia de la obra de arte supera por principio cualquier horizonte subjetivo de interpretación, tanto el del artista como el de su receptor. La mens autoris no es un baremo viable para significado de una obra de arte", y la mejor prueba de que a Gadamer le asiste la razón es la novela Pale FIRE (Pálido fuego, 1962), una de sus numerosas obras maestras y novela en la que las estrategias hermenéuticas, como la concepción libérrima, autónoma y lúdica de la creación que Nabokov extrajo de las vanguardias, alcanzan un protagonismo inusitado, a la vez que justifican la presencia en el texto de narradores no fiables, trampas semánticas, guiños y reescrituras, narradores y álter ego laberínticos y marañas ontológicas, artificiosos juegos con las instancias narrativas y otros trucos de su sofisticada y excéntrica ficción. Mezclados en el matraz de su delirante imaginación ("diría que la imaginación es una forma de la memoria", Opiniones contundentes, 1973), el cuento folklórico, las lecciones de la vanguardia (el dadaísmo, el ludismo y el irracionalismo, el cubismo-la fragmentación de la realidad ("la realidad es asunto muy subjetivo, una sucesión infinita de niveles de percepción", Opiniones contundentes), la superposición de estilos y formas -el futurismo-imágenes de la tecnología, la velocidad (trenes, aviones) o la ciencia (fármacos, puentes, trucos ópticos-, el expresionismo-la distorsión de la realidad y la primacía del punto de vista), los relatos de misterio y la poesía configurarán un universo narrativo de primer orden, que se refleja con increíble nitidez en Pálido fuego y se define tanto por los lúdicos conflictos de identidad ("tal vez publique pronto un par de cosas con mi nuevo nombre; un escritor ruso que vive cerca de aquí ha alabado mi estilo y la viveza de mi imaginación", dice de sí mismo Nabokov por boca del fatuo y chiflado narrador de Desesperación, 1936) o el culturalismo (a su propensión al name-dropping se añaden referencias eruditas al mundo del arte, como en "los almendrados ojos de la joven semejantes a los de las figuras de Luini", Risa en la oscuridad, 1932), cuanto por la voluntad de estilo y la extravagancia, enriqueciéndose con la narratividad aportada por los clásicos de la novela rusa, los monólogos interiores aprendidos en Virginia Woolf y en textos de un surrealismo aún en cierne, y una insólita facilidad para los juegos de palabras, los saltos estilísticos y genéricos, el humor negro y una ironía implacable que encarece su personalidad envanecida, burlesca y camaleónica de enfant terrible de San Petersburgo forzado por la enrarecida historia de la primera mitad del siglo XX a ser un polémico profesor de literatura émigré, ajedrecista, entomólogo ("¿Qué me gustaría hacer? Oh, cazar mariposas, por supuesto, y estudiarlas. Los placeres y recompensas de la inspiración literaria no son nada comparados con el embeleso de descubrir un nuevo órgano bajo el microscopio o una especie no descripta en la ladera de una montaña de Irán o del Perú. No es improbable que, de no haber habido revolución en Rusia, me hubiera dedicado por completo a la lepidopterología, y jamás hubiera escrito mis novelas") y misántropo, en los Estados Unidos. Todo lo anterior resulta bien visible en esa parodia inmensa de la filología, la novela negra y el propio oficio de escribir que es Pálido fuego, la extraviada novela en forma de ambiguos y enloquecidos comentarios a pie de página a un poemario del gran poeta inventado John Shade por parte de un profesor ególatra, paranoico y perturbado llamado Charles Kimbote, que, borracho de ironía autoconsciente, manifiesta: "No tengo ningún deseo de retorcer y maltratar un apparatus criticus sin ambigüedad para convertirlo en el monstruoso simulacro de una novela", y que se revela como trasunto del propio profesor Nabokov después de reflejarse en un espejo cóncavo, como casi todos sus héroes, ataviados con indumentarias patológicas para lucirse en fiestas mentales y transmutados en esbozos de su autorretrato egoísta y constante, de su autorretrato deformado como los que siempre pintó Francis Bacon.
" realizar sus trucos "
Hace muchísimos años abandonó su ilimitada, rica e infinitamente dócil lengua rusa, que ya había empleado para escribir novelas imposibles de publicar en la entonces Unión Soviética y, por tanto, nunca publicadas por un inglés que aprendió inicialmente de su institutriz. Tal vez su posterior dominio del mismo se debió en parte a ese obstáculo, del mismo modo que el hombre que tiene un impedimento para hablar piensa a menudo más rápido que los demás. Nabokov escribía en un inglés melodioso y pícaro que ha extraído más de los manantiales secretos de dicha lengua de lo que la mayoría de los escritores nativos jamás espían. Por ejemplo, conocía con toda precisión el mecanismo del uso anglosajón de la grosería y la caída de lo sublime a lo ridículo, que introduce una palabra grosera o un insulto vernáculo en un contexto afable donde explota con una peculiar mezcla de burla y gastada pomposidad. A pesar de todo, es evidente que le corroía un dolor por haber perdido el ruso, que jamás sería aplacado. En el prefacio de Lolita escribió brevemente sobre él como si fuera un ilusionista al que se le hubieran robado el equipaje y se viera obligado a actuar sobre el escenario donde tiene que realizar sus trucos sin el auxilio del material robado.
Se nos ocurre que tal vez sea exactamente eso lo que le hacía escribir mejor acerca del amor que ningún otro novelista en lengua inglesa moderna. Las aflicciones del exilio llevan consigo un regusto a expolio que es como un tormento de la propia intimidad. El engañoso enfoque de la experiencia amatoria, el que conecta horriblemente el éxtasis con la muerte y hace que los amantes atesoren el presente como si ya hubiera desaparecido; ofrece una anticipación psíquica de la pérdida que se aproxima a aquella que otorgó a los niños privilegiados de la generación de Nabokov el genio de la memoria. Vivieron su juventud rusa con la intensidad del adulto enamorado, sabiendo misteriosamente demasiado acerca de su pérdida. El dolor que se aferra a la buena fortuna, o a la conformidad, es una de las bromas pesadas del tiempo, como la mezquina ama de casa que se esconde en el extático cuerpo de la pequeña Lolita.
Decía sobre James Joyce: "James Joyce no ha ejercido sobre mí ninguna clase de influencia. Mi primer contacto breve con el Ulises fue alrededor de 1920, en la Universidad de Cambridge, cuando Peter Mrozovski, un amigo que había traído un ejemplar de París, vino a leerme, paseando por mis habitaciones de arriba abajo, uno o dos fragmentos picantes del monólogo de Molly, que, entre nous sois dit, es el capítulo más flojo del libro. Sólo quince años más tarde cuando yo ya era un escritor bien formado y reticente a aprender o desaprender algo, leí el Ulises y me gustó enormemente. Soy indiferente a Finnegans Wake, como lo soy a toda literatura regional escrita en dialecto aunque sea el dialecto de un genio.
Escribía sus libros en fichas, de modo que le era posible empezar por el centro e ir insertando escenas a su gusto. Escribía con lápices 3B que, según decía, afilaba compulsivamente. Llevaban gomas de borrar en el extremo que empleaba para exorcizar errores en vez de limitarse a tacharlos. Sus libretas de notas de bolsillo eran de papel recuadrado, como el de un cuaderno de aritmética. El patrón formal que podría haber distraído a la mayoría de la gente a él evidentemente lo estimulaba.
Cuando daba clases en los Estados Unidos pronunció conferencias sobre Ana Karenina, La muerte de Ivan Ilitch de Tolstoi, Ulises, La metamorfosis de Kafka y Mansfield Park de Jane Austen, a sugerencia de Edmund Wilson. El metódico lepidopterólogo descubrió que Tolstoi había hecho una escala temporal distinta, con lo que pasan más años para una que para la otra. También dice que Joyce esquivó toda referencia al regreso de Mary Bloom del cementerio.
El viejo y el mar
Nabokov detestaba la literatura con grandes pretensiones sociales. También detestaba la lascivia. El arte malo del pasado, que ha perdido su capacidad para embaucar, revela a menudo que buena parte de su falta de calidad consiste en que no va demasiado lejos y, en el campo de la estética, es el único modo de llegar suficientemente lejos. La veta erótica del trabajo de Nabokov forma parte de su calidad. Tiene un efecto próximo a la exaltación del estilo y el valor en la conducta real. En el mundo del arte dirigía su odio hacia la mediocridad. Existen escritores célebres en los que detectaba una ingenuidad que para él, evidentemente, era casi perversa. Detestaba a Zolá, Stendhal, Balzac, Thomas Mann. Sin embargo, mostraba su entusiasmo por las descripciones que hace Hemingway del pez en El viejo y el mar y por los pasajes selváticos y las descripciones físicas de Un caso acabado, de Graham Greene.
Su obra en ruso ya podría haberlo convertido en uno de los mayores narradores del siglo XX -las audacias de estilo de su ópera prima Mashenka (1926), la estructura ajedrecística de esa novela maravillosa sobre la neurosis que es La defensa (1930). El cínico y fatídico triángulo amoroso de celos y perversas relaciones entre el arte y la vida que sostiene Kamera Obscura (Risa en la oscuridad), La dádiva (1938) o El hechicero (1939) su primera novela escrita directamente en lengua inglesa, La verdadera vida de Sebastián Knight (1941), felizmente enmarañada en la madeja de los conflictos de identidad y de los simulacros autobiográficos que el autor enredará aún más en sus novelas posteriores y en su deliciosa autobiografía parcial y novelada, Speak, Memory (Habla, memoria, 1966), no hizo más que ensalzar su talento picasiano y genial, pero fue Lolita (1955) la novela de instintos y pedagogías que, convirtiéndose en icono cultural del siglo XX, lo convirtió a él en escritor famoso, en el mítico y mediático autor de uno de los primeros best-sellers modernos que, paradójicamente, su autor desechó y pretendió quemar, y la censura prohibió en los Estados Unidos, por lo que su edición príncipe vio la luz en la Olimpia Press de París. Lolita, recreación contemporánea del tópico del senex puer, creó para siempre el personaje de la nínfula, de la muchacha, como las que pintaba su adorado Balthus, a mitad de camino entre la perversión y la inocencia, cuya personalidad no es en realidad sino el reflejo de la del que la contempla, en un enésimo ejemplo de la subjetividad y la tiranía del punto de vista que Nabokov aprendió de las vanguardias: "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía", grita el maduro Humbert Humbert, "un reciente ciudadano norteamericano de oscuro origen europeo" (Nabokov creando siempre personajes inspirados en sí mismo, ficticios fragmentos de su personalidad atomizada), perdidamente enamorado de una niña que tendrá siempre el rostro de aquella Sue Lyon chupando una lollipop de la película que Stanley Kubrick filmó en 1974.
Al respecto de dicho filme dijo: "Voy a publicar el guión cinematográfico completo de Lolita que hice para Kubrick. Aunque la versión de Kubrick tiene apenas suficientes citas del guión como para justificar mi posición de autor legal, el producto final es tan sólo un vago y desvaído pantallazo de la maravillosa película que imaginé y que plasmé por escrito, escena por escena, durante los seis meses que trabajé en una villa de Los Ángeles. No quiero insinuar con esto que la película de Kubrick sea mediocre; por derecho propio es una película de primera, pero no es lo que yo escribí. El cine suele dar un matiz distinto a la novela que distorsiona y vuelve más burda con su lente desviada. Kubrick, creo, evitó ese defecto en su versión, pero nunca entenderé por qué no siguió mis directivas y mis sueños. Es una verdadera lástima, pero al menos podré lograr que la gente lea mi guión de Lolita en su forma original".
Habla, memoria
Observada desde lo alto de su torre de marfil, la narrativa de Nabokov ya resulta de por sí seductora, porque su prosa sofisticada y complacida tiene mucho de teatro, de histrionismo verbal y de ceremonia pagana ungida de lirismo y de eufonías que se lo exigen todo al traductor ("el tren avanzaba traqueteando por entre turberas ardientes en el torrente del ocaso", Mashenka, "con el viento, con el calinoso cielo primaveral y con el misterioso sonido de contrabajo de un avión invisible", "Aquella escena permanece en mi memoria con un tableau vivant", El ojo (1930), "Al final de un angosto y lóbrego sendero, donde la grava crujía y olía a enebro, apareció de pronto un porche teatralmente iluminado", Invitación a una decapitación (1935), "No se puede construir la propia vida sobre las arenas movedizas del infortunio" o "Era como tratar de imaginar las voces que tendrían los ángeles de Botticelli", "la nieve se estaba fundiendo [ ), un bribón harapiento vendía violetas", Risa en la oscuridad, "bajo la deslumbrante luz solar un asilvestrado bosque ruso rodeaba al paseante", Pnin, "ésos eran mis mejores días, apenas perturbados por las muecas de un grupo de duendes que lograba mantener a raya" o "caminé toda la noche a través de un laberinto iluminado por la luz de la luna, imaginando susurros de animales extinguidos", ¡Mira los arlequines!) Al galope, su estilo extravagante avanza por la página estribado en poderosas imágenes plásticas, envueltas en colorido, sinestesias y sensualismo ("vio a un turco vestido de azul, dormido sobre un montón de naranjas", Mashenka, "el aliento de un ciego, en una granja, una noche de invierno, hacía muchísimos años", etcétera; exhibicionista léxico (galicismos, italianismos y cultismos manchando el texto como manchan los colores un lienzo de Rothko), traductor obsesivo de sí mismo (obsérvense en varias de sus obras la palabras rusas, entre paréntesis, junto a las del original inglés, por si una lengua traiciona a la otra) porque sospecha siempre que la palabra jamás le es fiel a la idea ("la sensación enloquecedora de que las palabras justas, las únicas palabras verdaderas, esperan en la orilla opuesta, en la brumosa lejanía, mientras el pensamiento aún desnudo y estremecido clama por ellas desde este lado del abismo", confiesa el narrador de La verdadera vida de Sebastián Knigth), escritor tan mimético como camaleónico, capaz, como Joyce, de absorber el estilo ajeno adoptándolo en el propio, escritor reescritor ("he reescrito cada una de las palabras que he publicado. Mis lápices sobreviven a sus gomas de borrar", escribió en Opiniones contundentes), Nabokov pensó siempre en clave literaria, escribiendo no con la realidad, sino con la literatura como referencia ("Para mí, una obra de ficción sólo existe en la medida en que me proporciona placer estético. Todo los demás es hojarasca temática solidificada en bloques de yeso transmitidos de época en época, hasta que aparece alguien con un martillo y hace una buena rajadura a Balzac, a Gorki, a Mann", señala en Lolita; "no tengo ningún propósito social, ningún mensaje moral; no tengo ideas generales para explotar, simplemente me gusta componer acertijos con soluciones elegantes", escribe en Opiniones contundentes, confesando su asepsia moral, su predilección por la farsa y el espectáculo verbal), hasta el punto de llegar a considerar la vida la mera invención de un novelista superdotado, hasta el extremo de aseverar, por la boca de Kimbote, que "la vida humana no es sino una serie de notas a pie de página de una vasta y oscura obra maestra inconclusa", hasta procurar en cada una de sus palabras que el arte no sea sino la invención de la realidad.
Al respecto de Lolita, dijo: "Fue un gran placer escribirla, pero también resultó muy doloroso hacerlo. Tuve que leer un gran número de casos reales. En buena parte la escribí en un coche para lograr una tranquilidad completa".
En Habla, memoria dice que "en un trabajo de ficción de primera línea el verdadero choque no se produce entre el autor y los personajes sino entre el autor y el mundo". Ahí radica la fuerza de Lolita. La más despiadada novela de amor de nuestra literatura de sexo fácil y desenvuelto trata de una obsesión en parte criminal y ha sido escrita por un extranjero que ataca el entumecimiento mental de una cultura desde dentro de la máquina que mejor representa ese entumecimiento. Y agrega: "Lolita es famosa, no yo. Yo soy un oscuro, doblemente oscuro novelista con un apellido impronunciable".
Armando Almada-Roche armandoalmadaroche@yahoo.com.ar
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)