viernes, 27 de marzo de 2020

VOLVIERON LOS VENADOS.....









Volvieron los venados………………


Volvieron los venados
los zorros
los pumas
las ardillas
a las ciudades silenciosas…
Algo les llamaba desde su santuario en el límite del miedo.

Silencio
Aire puro abastecido en el viento de una
                                                                                   
                                                                             arquitectura abandonada.
Ellos vienen a ocupar su puesto.
nosotros los vemos llegar
                                                como fantasmas que habitan
                                                                           una casa a punto de ser demolida.



2

Si miras desde el balcón hacia el parque...
Veras que los arboles
                                       ondean en una danza silente…
Con sus hojas cantan
y la aves con sus alas, ahora conforman su única música.

Como si nuestro silencio 
hubiese despertado a sus cantores.
Inquilinos
de las flores y las ramas…

Nosotros
Ahora, solo eco…
                                 Asomamos al balcón
                                                                   aplaudimos como niños.


3

Lejos
Los dos…
Entre un fulgor la palabra llega...
Aliento…
Beso de abecedario multiplicado sobre una pizarra abstracta.
Caricia de poema girasol.
Fuego de diamantes líquidos en los bordes de una joya constelada.

Sentado en la ventana
miro al animal que entra a comer flores en los jardines enlutados.
Afino la mirada.

Hago un zoom sobre su hocico azucarado en el roció.
Ojos nerviosos
                              en el frío de la mañana.

Puedo sentir su brillo helado…
                   el mundo todo
                             en su pupila.

                                   El cielo todo
                                                Latiendo en su corazón.








Omar García Ramírez


miércoles, 18 de marzo de 2020

"LA PESTE" (FRAGMENTO) ALBERT CAMUS




Por:
Albert Camus



A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio.
Una de las consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente, era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales. Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una situación sin compromisos posibles y que las palabras “transigir”, “favor”, “excepción” ya no tenían sentido.
Hasta la pequeña satisfacción de escribir nos fue negada. Por una parte, la ciudad no estaba ligada al resto del país por los medios de comunicación habituales, y por otra, una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección. Al principio, hubo privilegiados que pudieron entenderse en las puertas de la ciudad con algunos centinelas de los puestos de guardia, quienes consintieron en hacer pasar mensajes al exterior. Esto era todavía en los primeros días de la epidemia y los guardias encontraban natural ceder a los movimientos de compasión. Pero al poco tiempo, cuando los mismos guardias estuvieron bien persuadidos de la gravedad de la situación, se negaron a cargar con responsabilidades cuyo alcance no podían prever. Las comunicaciones telefónicas interurbanas, autorizadas al principio, ocasionaron tales trastornos en las cabinas públicas y en las líneas, que fueron totalmente suspendidas durante unos días y, después, severamente limitadas a lo que se llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un matrimonio. Los telegramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados por la inteligencia, por el corazón o por la carne fueron reducidos a buscar los signos de esta antigua comunión en las mayúsculas de un despacho de diez palabras. Y como las fórmulas que se pueden emplear en un telegrama se agotan pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en un intercambio periódico de fórmulas establecidas tales como: “Sigo bien. Cuídate. Cariños.”
Algunos se obstinaban en escribir e imaginaban sin cesar combinaciones para comunicarse con el exterior, que siempre terminaban por resultar ilusorias. Sin embargo, aunque algunos de los medios que habíamos ideado diesen resultado, nunca supimos nada porque no recibimos respuesta. Durante semanas estuvimos reducidos a recomenzar la misma carta, a copiar los mismos informes y las mismas llamadas, hasta que al fin las palabras que habían salido sangrantes de nuestro corazón quedaban vacías de sentido. Entonces, escribíamos maquinalmente haciendo por dar, mediante frases muertas, signos de nuestra difícil vida. Y para terminar, a este monólogo estéril y obstinado, a esta conversación árida con un muro, nos parecía preferible la llamada convencional del telégrafo.
Al cabo de unos cuantos días, cuando llegó a ser evidente que no conseguiría nadie salir de la ciudad, tuvimos la idea de preguntar si la vuelta de los que estaban fuera sería autorizada. Después de unos días de reflexión la prefectura respondió afirmativamente. Pero señaló muy bien que los repatriados no podrían en ningún caso volver a irse, y que si eran libres de entrar no lo serían de salir.
Entonces algunas familias, por lo demás escasas, tomaron la situación a la ligera y poniendo por encima de toda prudencia el deseo de volver a ver a sus parientes invitaron a éstos a aprovechar la ocasión. Pero pronto los que eran prisioneros de la peste comprendieron el peligro en que ponían a los suyos y se resignaron a sufrir la separación. En el momento más grave de la epidemia no se vio más que un caso en que los sentimientos humanos fueron más fuertes que el miedo a la muerte entre torturas. Y no fue, como se podría esperar, dos amantes que la pasión arrojase uno hacia el otro por encima del sufrimiento. Se trataba del viejo Castel y de su mujer, casados hacía muchos años. La señora Castel, unos días antes de la epidemia, había ido a una ciudad próxima. No eran una de esas parejas que ofrecen al mundo la imagen de una felicidad ejemplar, y el narrador está a punto de decir que lo más probable era que esos esposos, hasta aquel momento, no tuvieran una gran seguridad de estar satisfechos de su unión. Pero esta separación brutal y prolongada los había llevado a comprender que no podían vivir alejados el uno del otro y, una vez que esta verdad era sacada a la luz, la peste les resultaba poca cosa.
Esta fue una excepción. En la mayoría de los casos, la separación, era evidente, no debía terminar más que con la epidemia. Y para todos nosotros, el sentimiento que llenaba nuestra vida y que tan bien creíamos conocer (los oraneses, ya lo hemos dicho, tienen pasiones muy simples) iba tomando una fisonomía nueva. Maridos y amantes que tenían una confianza plena en sus compañeros se encontraban celosos. Hombres que se creían frívolos en amor, se volvían constantes. Hijos que habían vivido junto a su madre sin mirarla apenas, ponían toda su inquietud y su nostalgia en algún trazo de su rostro que avivaba su recuerdo. Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestros días. De hecho sufríamos doblemente, primero por nuestro sufrimiento y además por el que imaginábamos en los ausentes, hijo, esposa o amante.
En otras circunstancias, por lo demás, nuestros conciudadanos siempre habrían encontrado una solución en una vida más exterior y más activa. Pero la peste los dejaba, al mismo tiempo, ociosos, reducidos a dar vueltas a la ciudad mortecina y entregados un día tras otro a los juegos decepcionantes del recuerdo, puesto que en sus paseos sin meta se veían obligados a hacer todos los días el mismo camino, que, en una ciudad tan pequeña, casi siempre era aquel que en otra época habían recorrido con el ausente.
Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. Y el cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre o que se oyera un paso familiar en la escalera y si en esos momentos llegábamos a olvidar que los trenes estaban inmovilizados, si nos arreglábamos para quedarnos en casa a la hora en que normalmente un viajero que viniera en el expreso de la tarde pudiera llegar a nuestro barrio, ciertamente este juego no podía durar. Al fin había siempre un momento en que nos dábamos cuenta de que los trenes no llegaban. Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que se confían a ella.
En especial, todos nuestros conciudadanos se privaron pronto, incluso en público, de la costumbre que habían adquirido de hacer suposiciones sobre la duración de su aislamiento. ¿Por qué? Porque cuando los más pesimistas le habían asignado, por ejemplo unos seis meses, y cuando habían conseguido agotar de antemano toda la amargura de aquellos seis meses por venir, cuando habían elevado con gran esfuerzo su valor hasta el nivel de esta prueba; puesto en tensión sus últimas fuerzas para no desfallecer en este sufrimiento a través de una larga serie de días, entonces, a lo mejor, un amigo que se encontraba, una noticia dada por un periódico, una sospecha fugitiva o una brusca clarividencia les daba la idea de que, después de todo, no había ninguna razón para que la enfermedad no durase más de seis meses o acaso un año o más todavía.
En ese momento el derrumbamiento de su valor y de su voluntad era tan brusco que llegaba a parecerles que ya no podrían nunca salir de ese abismo. En consecuencia, se atuvieron a no pensar jamás en el término de su esclavitud, a no vivir vueltos hacia el porvenir, a conservar siempre, por decirlo así, los ojos bajos. Naturalmente, esta prudencia, esta astucia con el dolor, que consistía en cerrar la guardia para rehuir el combate, era mal recompensada. Evitaban sin duda ese derrumbamiento tan temido, pero se privaban de olvidar algunos momentos la peste con las imágenes de un venidero encuentro. Y así, encallados a mitad de camino entre esos abismos y esas costumbres, fluctuaban, más bien que vivían, abandonados a recuerdos estériles, durante días sin norte, sombras errantes que sólo hubieran podido tomar fuerzas decidiéndose a arraigar en la tierra su dolor.
El sufrimiento profundo que experimentaban era el de todos los prisioneros y el de todos los exiliados, el sufrimiento de vivir con un recuerdo inútil. Ese pasado mismo en el que pensaban continuamente sólo tenía el sabor de la nostalgia. Hubieran querido poder añadirle todo lo que sentían no haber hecho cuando podían hacerlo, con aquel o aquellas que esperaban, e igualmente mezclaban a todas las circunstancias relativamente dichosas de sus vidas de prisioneros la imagen del ausente, no pudiendo satisfacerse con lo que en la realidad vivían. Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos que la justicia o el odio de los hombres tienen entre rejas. Al fin, el único medio de escapar a este insoportable vagar, era hacer marchar los trenes con la imaginación y llenar las horas con las vibraciones de un timbre que, sin embargo, permanecía obstinadamente silencioso.
Pero si esto era el exilio, para la mayoría era el exilio en su casa. Y aunque el cronista no haya conocido el exilio más que como todo el mundo, no debe olvidar a aquellos, como el periodista Rambert y otros, para los cuales las penas de la separación se agrandaban por el hecho de que habiendo sido sorprendidos por la peste en medio de su viaje, se encontraban alejados del ser que querían y de su país.
En medio del exilio general, estos eran lo más exiliados, pues si el tiempo suscitaba en ellos, como en todos los demás, la angustia que es la propia, sufrían también la presión del espacio y se estrellaban continuamente contra las paredes que aislaban aquel refugio apestado de su patria perdida. A cualquier hora del día se los podía ver errando por la ciudad polvorienta, evocando en silencio las noches que sólo ellos conocían y las mañanas de su país. Alimentaban entonces su mal con signos imponderables, con mensajes desconcertantes: un vuelo de golondrinas, el rosa del atardecer, o esos rayos caprichosos que el sol abandona a veces en las calles desiertas. El mundo exterior que siempre puede salvarnos de todo, no querían verlo, cerraban los ojos sobre él obcecados en acariciar sus quimeras y en perseguir con todas sus fuerzas las imágenes de una tierra donde una luz determinada, dos o tres colinas, el árbol favorito y el rostro de algunas mujeres componían un clima para ellos irreemplazable.
Por ocuparnos, en fin, de los amantes, que son los que más interesan y ante los que el cronista está mejor situado para hablar, los amantes se atormentaban todavía con otras angustias entre las cuales hay que señalar el remordimiento. Esta situación les permitía considerar sus sentimientos con una especie de febril objetividad, y en esas ocasiones casi siempre veían claramente sus propias fallas. El primer motivo era la dificultad que encontraban para recordar los rasgos y gestos del ausente. Lamentaban entonces la ignorancia en que estaban de su modo de emplear el tiempo; se acusaban de la frivolidad con que habían descuidado el informarse de ello y no haber comprendido que para el que ama, el modo de emplear el tiempo del amado es manantial de todas sus alegrías. Desde ese momento empezaban a remontar la corriente de su amor, examinando sus imperfecciones. En tiempos normales todos sabemos, conscientemente o no, que no hay amor que no pueda ser superado, y por lo tanto, aceptamos con más o menos tranquilidad que el nuestro sea mediocre. Pero el recuerdo es más exigente. Y así, consecuentemente, esta desdicha que alcanzaba a toda una ciudad no sólo nos traía un sufrimiento injusto, del que podíamos indignarnos: nos llevaba también a sufrir por nosotros mismos y nos hacía ceder al dolor. Esta era una de las maneras que tenía la enfermedad de atraer la tentación y de barajar las cartas.
Cada uno tuvo que aceptar el vivir al día, solo bajo el cielo. Este abandono general que podía a la larga templar los caracteres, empezó, sin embargo, por volverlos fútiles. Algunos, por ejemplo, se sentían sometidos a una nueva esclavitud que les sujetaba a las veleidades del sol y de la lluvia; se hubiera dicho, al verles, que recibían por primera vez la impresión del tiempo que hacía. Tenían aspecto alegre a la simple vista de una luz dorada, mientras que los días de lluvia extendían un velo espeso sobre sus rostros y sus pensamientos. A veces, escapaban durante cierto tiempo a esta debilidad y a esta esclavitud irrazonada porque no estaban solos frente al mundo y, en cierta medida, el ser que vivía con ellos se anteponía al universo. Pero llegó un momento en que quedaron entregados a los caprichos del cielo, es decir, que sufrían y esperaban sin razón.
En tales momentos de soledad, nadie podía esperar la ayuda de su vecino; cada uno seguía solo con su preocupación. Si alguien por casualidad intentaba hacer confidencias o decir algo de sus sufrimientos, la respuesta que recibía le hería casi siempre. Entonces se daba cuenta de que él y su interlocutor hablaban cada uno cosas distintas. Uno en efecto hablaba desde el fondo de largas horas pasadas rumiando el sufrimiento, y la imagen que quería comunicar estaba cocida al fuego lento de la espera y de la pasión. El otro, por el contrario, imaginaba una emoción convencional, uno de esos dolores baratos, una de esas melancolías de serie. Benévola u hostil, la respuesta resultaba siempre desafinada: había que renunciar. O al menos, aquellos para quienes el silencio resultaba insoportable, en vista de que los otros no comprendían el verdadero lenguaje del corazón, se decidían a emplear también la lengua que estaba en boga y a hablar ellos también al modo convencional de la simple relación, de los hechos diversos, de la crónica cotidiana, en cierto modo. En ese molde, los dolores más verdaderos tomaban la costumbre de traducirse en las fórmulas triviales de la conversación. Sólo a este precio los prisioneros de la peste podían obtener la compasión de su portero o el interés de sus interlocutores.
Sin embargo, y esto es lo más importante, por dolorosas que fuesen estas angustias, por duro que fuese llevar ese vacío en el corazón, se puede afirmar que los exiliados de ese primer período de la peste fueron seres privilegiados. En el momento mismo en que todo el mundo comenzaba a aterrorizarse, su pensamiento estaba enteramente dirigido hacia el ser que esperaban. En la desgracia general, el egoísmo del amor les preservaba, y si pensaban en la peste era solamente en la medida en que podía poner a su separación en el peligro de ser eterna. Llevaba, así, al corazón mismo de la epidemia una distracción saludable que se podía tomar por sangre fría. Su desesperación les salvaba del pánico, su desdicha tenía algo bueno. Por ejemplo, si alguno de ellos era arrebatado por la enfermedad, lo era sin tener tiempo de poner atención en ello. Sacado de esta larga conversación interior que sostenía con una sombra, era arrojado sin transición al más espeso silencio de la tierra. No había tenido tiempo de nada.
Mientras nuestros conciudadanos se adaptaban a este inopinado exilio, la peste ponía guardias a las puertas de la ciudad y hacía cambiar de ruta a los barcos que venían hacia Oran. Desde la clausura ni un solo vehículo había entrado. A partir de ese día se tenía la impresión de que los automóviles se hubieran puesto a dar vueltas en redondo. El puerto presentaba también un aspecto singular para los que miraban desde lo alto de los bulevares. La animación habitual que hacía de él uno de los primeros puertos de la costa se había apagado bruscamente. Todavía se podían ver algunos navíos que hacían cuarentena. Pero en los muelles, las grandes grúas desarmadas, las vagonetas volcadas de costado, las grandes filas de toneles o de fardos testimoniaban que el comercio también había muerto de la peste.
A pesar de estos espectáculos desacostumbrados, a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que les pasaba. Había sentimientos generales como la separación o el miedo, pero se seguía también poniendo en primer lugar las preocupaciones personales. Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses. Estaban malhumorados o irritados y estos no son sentimientos que puedan oponerse a la peste. La primera reacción fue, por ejemplo, criticar la organización. La respuesta del prefecto ante las críticas, de las que la prensa se hacía eco (“¿No se podría tender a un atenuamiento de las medidas adoptadas?”), fue sumamente imprevista. Hasta aquí, ni los periódicos ni la agencia Ransdoc había recibido comunicación oficial de las estadísticas de la enfermedad. El prefecto se las comunicó a la agencia día por día, rogándole que las anunciase semanalmente.
Ni en eso siquiera la reacción del público fue inmediata. El anuncio de que durante la tercera semana la peste había hecho trescientos dos muertos no llegaba a hablar a la imaginación. Por una parte, todos, acaso, no habían muerto de la peste, y por otra, nadie sabía en la ciudad cuánta era la gente que moría por semana. La ciudad tenía doscientos mil habitantes y se ignoraba si esta proporción de defunciones era normal. Es frecuente descuidar la precisión en las informaciones a pesar del interés evidente que tienen. Al público le faltaba un punto de comparación. Sólo a la larga, comprobando el aumento de defunciones, la opinión tuvo conciencia de la verdad. La quinta semana dio trescientos veintiún muertos y la sexta trescientos cuarenta y cinco. El aumento era elocuente. Pero no lo bastante para que nuestros conciudadanos dejasen de guardar, en medio de su inquietud, la impresión de que se trataba de un accidente, sin duda enojoso, pero después de todo temporal. Así, pues, continuaron circulando por las calles y sentándose en las terrazas de los cafés. En conjunto no eran cobardes, abundaban más las bromas que las lamentaciones y ponían cara de aceptar con buen humor los inconvenientes, evidentemente pasajeros. Las apariencias estaban salvadas. Hacia fines de mes, sin embargo, y poco más o menos durante la semana de rogativas de la que se tratará más tarde, hubo transformaciones graves que modificaron el aspecto de la ciudad. Primeramente, el prefecto tomó medidas concernientes a la circulación de los vehículos y al aprovisionamiento. El aprovisionamiento fue limitado y la nafta racionada. Se prescribieron incluso economías de electricidad. Sólo los productos indispensables llegaban por carretera o por aire a Oran. Así que se vio disminuir la circulación progresivamente hasta llegar a ser poco más o menos nula. Las tiendas de lujo cerraron de un día para otro, o bien algunas de ellas llenaron los escaparates de letreros negativos mientras las filas de compradores se estacionaban en sus puertas.
Oran tomó un aspecto singular. El número de peatones se hizo más considerable e incluso, a las horas desocupadas, mucha gente reducida a la inacción por el cierre de los comercios y de ciertos despachos, llenaba las calles y los cafés. Por el momento, nadie se sentía cesante, sino de vacaciones. Oran daba entonces, a eso de las tres de la tarde, por ejemplo, y bajo un cielo hermoso, la impresión engañadora de una ciudad de fiesta donde hubiesen detenido la circulación y cerrado los comercios para permitir el desenvolvimiento de una manifestación pública y cuyos habitantes hubieran invadido las calles participando de los festejos.
Naturalmente, los cines se aprovecharon de esta ociosidad general e hicieron gran negocio. Pero los circuitos que las películas realizaban en el departamento eran interrumpidos. Al cabo de dos semanas los empresarios se vieron obligados a intercambiar los programas y después de cierto tiempo los cines terminaron por proyectar siempre el mismo film. Sin embargo, las entradas no disminuyeron.
Los cafés, en fin, gracias a las reservas considerables acumuladas en una ciudad donde el comercio de vinos y alcoholes ocupa el primer lugar, pudieron igualmente alimentar a sus clientes. A decir verdad, se bebía mucho. Por haber anunciado un café que “el vino puro mata al microbio”, la idea ya natural en el público de que el alcohol preserva de las enfermedades infecciosas se afirmó en la opinión de todos. Por las noches, a eso de las dos, un número considerable de borrachos, expulsados de los cafés, llenaba las calles expansionándose con ocurrencias optimistas.
Pero todos estos cambios eran, en un sentido, tan extraordinarios y se habían ejecutado tan rápidamente que no era fácil considerarlos normales ni duraderos. El resultado fue que seguíamos poniendo en primer término nuestros sentimientos personales.


sábado, 14 de marzo de 2020

EL FAUNO EN SU AQUELARRE

















EL FAUNO EN SU AQUELARRE
(LA POESÍA DE MERARDO ARISTIZABAL, LO CARNAVALESCO Y LO TELÚRICO EN LA BOHEMIA PEREIRANA)


Por:
Omar García Ramírez




“TRIANGULO”
Ocultaste
Mi alma
Ahora Piedra
Tallada
En el interior
De estas
Ruinas
Merardo Aristizabal




La mención de algunos de los nombres que he citado hace que me pregunte si, sin que yo fuera consciente de ello, me he convertido retrospectivamente en parte de un «grupo» literario o intelectual. La respuesta parece ser afirmativa y, por tanto, prometo ofrecer algún relato sobre cómo los «grupos» no se forman deliberadamente ni se construyen, sino que, como dijo Oscar Wilde, «sencillamente ocurren».
Christopher Hitchens
Hitch-22

1

La anécdota es bizarra. Pero sirve para entrar en contexto.
Pereira, finales de los años 80. Merardo Aristizabal, actor juvenil que comienza a despuntar en la escena cafetera, se presenta en el teatro Santiago Londoño en el marco de un festival de teatro regional. El grupo de Merardo, que se había forjado en las tablas con el montaje de obras importantes de la dramaturgia nacional; había sufrido ese día el robo de una boletería. Así que, una buena parte de la asistencia podía estar sentada en la platea sin haber pagado por su entrada. Antes de comenzar la obra, Merardo hace una introducción sucinta de  la misma; ya al terminar, recordó a la progenitora del ladrón, ubicándola en el ejercicio de una profesión antigua y deshonrosa. Les habían esquilmado 200 boletas y estaban furiosos. La venta en el mercadillo alternativo de aquellas entradas, había copado una silletería muy solicitada. El teatro estaba abarrotado. Y había cierto aire de bronca.
Se abre el telón. La obra comienza. La trama se desarrolla bajo los reflectores. En una de las escenas finales, Merardo corre en ralentí a un costado del escenario. Gestualmente, se mantiene flotando en una nube imaginaria. Mira y gesticula con cierto aire paranoico. En medio del silencio una voz estentórea grita:
   ––Merardo… ¡te vendieron un perico rebajao!
Merardo detiene su ciclo mímico, va al centro del proscenio, dirige su mirada al público sumergido en la penumbra. Hace visera con la palma de la mano, buscando el  punto de donde cree, ha salido la voz. El espacio se ahoga en las risas del respetable. Merardo pone su dedo índice sobe sus labios con un gesto de teatro isabelino y  después, que la gente calla, dice:
   ––Si señor, tiene razón….lo compré en la olla que gerencia su abuelita,…¡ Sooo guevooón!
Y así Merardo cerraba con bronca y carcajadas aquel festival.


2

Un poeta habita una ciudad, en la provincia del sueño…
Un poeta lanza una botella al mar desde la orilla de una pesadilla…
Un poeta escribe; uno, dos, tres poemas memorables, también, algunos fallidos intentos de escritura…
Entra bailando en la zona gris del olvido. Todos lo hacemos…Pero algo queda; quizás una risa, un gesto teatral, el aire  cálido de una noche que prometía fuego y luz…
Quienes hemos compartido con Merardo Aristizabal, algunos segmentos de su periplo vital, asistimos a un carnaval poético en los escenarios de una bohemia acelerada. Desde la pelea de garito, hasta el explosivo performance que sacudía conciencias y escandalizaba damas piadosas. Lo digo rememorando; sin dejar de anotar, que, en el presente, el actor y poeta, aunque ha bajado el ritmo de su marcha, sigue adelante en su labor de creación.
Lejos está Merardo de los modales de poetitas de salón, de los ilustres mendicantes que suelen darse por estas comarcas; quienes bien apalancados y protegido por el establecimiento, han hecho de la literatura su territorio laboral; con el tiempo han venido adquiriendo los modales de las cofradías del mutuo elogio, en donde gestionan su pan y sus laureles. Y no es que el escritor no deba entrar en el espacio de la cosa pública para buscar un lugar donde exponer sus obras en el  plano cultural de su comarca, y de paso, exigir que los presupuestos de la cultura (que vienen de los impuestos a la ciudadanía), sean ejecutados con pulcritud y trasparencia. Sin embargo, esto último, es lo que menos importa a quienes devengan las prebendas estatales. El poeta, como artista de la palabra que ilumina la pregunta de la vida, debe exigir respeto por su labor y dignidad para su existir; Merardo, en estos escenarios, ha ejercido una labor crítica; siempre ha sido un actor incómodo.
Su espacio escénico y literario lo ha ganado a pulso. Su historia artística se imbrica directamente con su vida. Su poesía es dura, ruda, accidentada; llena de sombras y luces; exclamativa y declamativa unas veces; de aquelarre en danza de fiesta, en otras.
Lo conocí en la biblioteca pública municipal Ramón Correa, en la casa de la estación del ferrocarril cuando allí, en los años dorados de nuestra juventud (convención literaria clásica, pero que no ha perdido su brillo), acudíamos a una tertulia improvisada con algunos de los que, con el pasar del tiempo se convertirían en referentes literarios y culturales de esta región. Compartíamos lecturas y se hablaba de literatura y poesía; un lenguaje secreto, que nos hacía habitantes de un territorio de libertad, en medio de la zozobra y la violencia de aquellos años nefastos. El leía a Fernando Mejía (un poeta arrojado al ostracismo por jugar mal en la ruleta de las elecciones afectivas), su libro “Alquimia de los relojes clausurados”. Yo, por aquel entonces, recuerdo bien, leía la obra de Nicanor Parra y los beatnicks norteamericanos. También, con el tiempo, compartiríamos lecturas de  Gonzalo Arango, la Vana stanza de Amilkar U. y la obra de Andrés Caicedo, quien había tomado su fatídica decisión, cuando muchos de nosotros estábamos en la edad del pavo. Poco a poco y con el tiempo, nuestra cercanía a la literatura, nos haría coincidir en diferentes eventos literarios, que, de alguna manera marcaron derroteros personales y periplos vitales.
El tiempo pasó.
La bohemia citadina se había trasladado desde las bibliotecas universitarias y las aulas colegiales, a los bares y cantinas. La temporada en la tertulia de Fabián estaba en su esplendor de vinilo y de rockola. Allí en pleno, se había trasladado (refugiado diría bien), una troupe de poetas y actores; pintores y dipsómanos; conspiradores y anarquistas. Lo que allí se vivía cada jueves, era una catarsis surrealista; un cabaret místico y mundano, en donde cada uno hacia su aparición bajo el efecto de los elementales, acompañados de la dama de los cabellos ardientes, el ajenjo de caña o los enervantes psicodélicos. Cuando allí se leía poesía, se asistía a un desdoblamiento, una posesión,  una manifestación de teatro del absurdo. La mise en escene del teatre du la cruete.
Hoy día, en  la mayoría de los recitales, se asiste a la lectura de un edicto a media voz, por un poeta funcionario que teme salirse de la cuadricula; allí y por aquellos tiempos, jóvenes poetas como Leonardo Fabio Marín, Hugo Montoya Ibáñez, Abel Restrepo, y muchos otros que compartieron la escena, crearon un pequeño cisma en el mundillo literario de provincia. Ser joven, con urgencia de poesía en Colombia, es pertenecer a un club de fronterizos: La provocación, el humor negro, y la marginalidad elevada sobre un punto de expresión artística en los linderos del sistema, se convierte en onda telúrica y poética de alta graduación.
Otro sitio de corta y fugaz existencia, que operó bajo la noche lunfarda, fue De prive,  en la 17; que nosotros llamábamos Deprave. Cueva literaria que convocó a  varios poetas y pintores en sus veintipico o sus treintaytantos; algunas poetisas y vacantes que comenzaban su andadura como Lilith en busca de la tentación para envenenar su Adam kadmon y algunas señoritas demimonde que ejercían su antigua profesión en los linderos del parque "La libertad". Hieródulas que oficiaban en un templo nocturno, mientras exhibían sus encantos en el mercado de la carne. Catedráticos, que tomaban su año sabático empinando el codo, inclinados sobre mesas de alcoholes livianos; Drag Queens que mostraban sin prejuicios sus gustos heterodoxos y que bajo el brazo llevaban un ejemplar del retrato de Dorian Gray de Wilde; ex convictos que te leían de memoria seis poemas de Vallejo mientras apuraban media de aguardiente. La parafernalia del dandismo cafetero, la noctambula fashion; médicos y abogados acompañados de señoritas cultas y algunos periodistas del Yelow kid cotilla, quintacalumnistas de ebdomadarios provincianos, acompañados de efebos delicados con caras de griega indolencia. Delicuescencia raffiné, mixturada en mortero de cal andina con cierta ilustrada delincuencia.  Camellos de largas melenas y elásticas cervices y algunos elementos de ocupaciones underground; atildados freelanceros que por aquellos tiempos, era común encontrarlos ejerciendo su Laiseez faire confundidos con lo más bohemio de la bohemia. Esas soirées, al día de hoy, suscitarían el juicio admonitorio de los bien pensantes y los asépticos bien instalados; señoritos que escriben de Gómez Jattin y  Pessoa, pero que en secreto van a misa y comulgan. Los académicos coleccionistas de citas eruditas, los devoradores de cadáveres exquisitos.
Y digo lo anterior, para matizar que la bohemia que se vio en aquellos años procelosos, era de bien distinta raigambre.  No quiero parecer nostálgico de aquella época. Es más, me parece un poco ingenuo el querer rememorarlos con deleite. Creo haber superado esa deriva en la fractura violenta de la vida. Pero negarlos, tampoco te mantiene a salvo de aquella mordedura febril de la juventud. ¿Era diferente la cosa carnestolendica? Sí;  El puritanismo y el fariseísmo de cierta canalla ilustrada, no había hecho carrera y la poesía se consideraba todavía un oficio que acarreaba momentos existenciales de luces iridiscentes bajo un carnaval oscuro. Los encuentros eran cara a cara; y a veces terminaban en pelea de taberna. También tenían ese halo romántico de la noche febril: cabellera de ninfa, contra chaqueta de poeta. La gente salía y provocaba; las redes sociales no existían y eso hacía a todo el mundo más cercano a la expresión, a la palabra, al gesto directo sin mediación informática; también a la afrenta rápida, que, ya lo dijimos, podía terminar en discusiones de diverso estilo e intensidad. Eran tiempos de pasotismos, fanatismos y existencialismos. Son etiquetas, lo sé; pero con esos gabanes y esas melenas se paseaba la gente. Unos días podías estar inmerso en una deriva erótica y alcohólica sobre un trópico de fuego inspirado en los libros de Henry Miller, y otras, sentirte en caída de resaca como un penitente urbano que se hubiese escapado de la novela La chute de Albert Camus. Jean Baptiste Clamence escuchando el ruido de un ahogado en el rió, mientras  vive su guerra sorda en un país como una gran trampa. A veces,  era escorar hacia un nihilismo de lobo estepario en compañía de un Harry Haller; prendías un cigarrillo turco a la vuelta de una esquina en un suburbio descrito por Herman Hesse, tomabas posición y aguardabas…
Hoy nada de eso sucede, no queda duda alguna. A lo mejor, fueron capítulos bien terminados de un libro cerrado y olvidado en el anaquel de alguna biblioteca de capital de provincia.
Pero, algunas escenas quedaron para siempre, en la memoria de los de aquella generación.


3

Paralelo a eso, se trabajaba también; con miles de dificultades, los jóvenes creadores asumían la tarea.
Una noche, en mi taller de pintor cachorro, apareció Merardo con una tribu de teatreros armados con sus tambores, sus flautas y sus quenas; sus máscaras venecianas y sus atuendos de guiñoles con miradas bajo efecto. Las mujeres en sus trajes orientales estampados y sus patchulis de yerbas almizcladas, ostentaban sonrisas descaradas y en sus ojos, el fuego ondulaba y quemaba. Armamos rumba flamenca hasta altas horas de la madrugada. Se debe anotar que la vida gregaria del teatro va siempre surfeando en ola de comparsa; a diferencia del trabajo del pintor o del poeta, que es solitario por naturaleza; por lo tanto, una  irrupción de estas características, es algo que rompe con tu concentración y tu labor. Nada que hacer. Eran gajes del oficio; siempre he alternado largas temporadas de retiro recoleto y tibetano con descargas bestiales de adrenalina.
La tribu de saltimbanquis con atuendos medievales, la conformaban actores ambulantes que recorrían la región desde hacía semanas y había terminado su periplo. No recuerdo bien los mecanismos de su accionar; pero un día montaban un espectáculo en un colegio o una universidad y al otro día estaban en una plaza pública haciendo girar la boina y la mochila. Casi por azar, decidieron terminar este peregrinaje por las urbes de provincia, en mi taller.
En esos días tenía colgado en las paredes de mi atelier, una serie de pinturas: “TERATOLOGIAS URBANAS”. Homenaje a algunos escritores del misterio como Lovecrafth y Machen; a grandes directores del cine como F.W.Murnau. Criaturas del inframundo que de alguna manera parecieran escapadas de “El modelo Pickman”. Cuando las luces se iban a menudo por aquellos días en donde un verano extenso hizo bajar los niveles de agua de todas las represas de Colombia, yo iluminaba con velas y una lámpara Coleman de luz fría y extraña. Las ventanas sin cortinas de mi atelier, dejaban ver esas obras de gran formato y colores putrescentes iluminadas por los relámpagos. Otras veces, había recurrido al viejo truco, Goyesco  o Vangoniano, de las veladoras sobre el sombrero de ala ancha. Hasta que dejé de utilizar esta iluminación artesanal, cuando un sombreo de esparto negro ardió sobre mi melena, en medio de una de mis borracheras.
En las casa de enfrente de este barrio proletario, se asomaban señoras que se persignaban cuando veía aparecer los destellos de aquellas criaturas reflejadas en los cristales de las ventanas; aquella noche, para los vecinos, esas figuras grotescas; esa mascarada de comparsa de guiñol en la penumbra de un tenebrismo crudo, significaban la encarnación animada de aquellas figuras pictóricas de estirpe maldita que yo pintaba.
Fueron llegando, casi como por una convocatoria telepática, ese viernes: Víctor Poveda, Gushi de Negro, Alecrame Van Petit, Betzabhett Lissseti, Eloisa Estrella, Anfrosio Bertoldo, Carlos Mario el herbolario, y Juan Valentín; Armando Valdez, Pedro Valdez y su combo, Nelly sauvage rose, H.M. Ibáñez con cara de caballo blanco y brioso; Pedro Catarsis con su chaqueta roquera, H.F. Pinedo en su traje beatnick, de tres piezas y su copa de champaña,  y otros que habían tomado la costumbre de darse una vuelta por el taller para tomar el último tren  hacia la noche; locomotora de humo azul hacia las fronteras del olvido. Alguien sumó una guitarra al sarao; no recuerdo si Omar Bedoya o Julietta Bonaparte; El nivel de ruido comenzó a subir, algunos danzaban cual derviches tocados por el rayo verde; otros pogueban bajo el efecto de madame Blanche (cuando aquella dama, solía aparecer con bordados bolivianos en su traje blanco inmaculado y una flor de lirio sobre su frente de nieve). Las bailarinas despojadas de sus atuendos, danzaban con sus pieles al aire cálido del verano; se contorsionaban poseídas por alguna deidad yoruba; sombras catalépticas se agigantaban en los salones de la casona. Los tambores de los teatreros vibraban y resonaban contra las paredes de las habitaciones…los ñañigos santeros jineteaban con furia.
Luego… la sirena, el frenazo de un carro pesado; los golpes y patadas en la puerta…. Una patrulla de la policía, alertada por los vecinos que no habían podido dormir con los cánticos primitivos y tribales que parecían salir de una ceremonia africana en la invocación de algún Orisha. El colectivo uniformado del modelo Pickman, armado y brutal, estaba presente allí; querían explicaciones. Sus caras verde oliva se distorsionaban bajo las sombras chinescas. Alguien, bajo los efectos del alcohol gritó e insultó a los mutantes que, de un momento a otro ladraron y comenzaron a repartir bolillo. Alguien más respondió con una botella en forma aerodinámica. 
Aquella noche de carnaval lunfardo se convirtió en la gota que rebosó la copa.

4

La moneda lírica se lanzaba al aire…
La moneda giraba, caía sobre la otra cara…
La otra cara era solar…la vitalidad del día; tardes de caminatas al rio Otún; excursiones urbanas a los tanques de los acueductos en donde había un pequeño relicto de árboles de guayaba y mandarinos. A las canchas de basquetbol de Kennedy, Cuba o el Jardín. La tertulias en el lago Uribe donde dimos nuestra primera vuelta de sueños. Las dos cosas, si lo miramos bien, estaban equilibradas; lo lunar y lo solar. Y a pesar de la violencia que cada día tendía a acentuarse casi sin que nadie se diera cuenta, nosotros caminamos la ciudad de Pereira; esa Urbana Geografía Fraterna era nuestro espacio en comunión, que mantenía el equilibrio entre los sueños de halconeros adolescentes y la realidad de nuestro país; salvados por esa luz dorada y cobriza. Ese aire azul que convocaba las bandadas de aves de las montañas, hoy ya perdido y contaminado. Las jornadas de natación en las riveras del rio Otún; la caminata de iniciación, inmersos en brumas de frailejones verdes en las nieves del nevado; (el rayo a un costado sobre el lago, fugaz metálico, venusino). Esa búsqueda de naturaleza total en el retiro. Nos mantuvo con energías suficientes para afrontar la noche. Tal vez, estábamos preparados para esas maratones, después de caminar bajo el sol horas enteras buscando donde refugiarnos del mundo, y encontrarnos con los misterios de Eleusis.
Soteria…salvación y Epopteia…contemplación, en las playas solares de nuestra adolescencia, después de beber el kykeon; la cebada en cornezuelo; lisérgica cerveza de la iniciación;  honguisa mística del Lophopora williamssi diluida en la caña de panela; sagrada melaza Psilocibe de la exploración interior. La poesía por lo tanto, tenía ese componente de soma vital, que nos permitía un derrotero de sueños en medio de la incertidumbre. Luego, algunos, decidían tomar las autopistas de velocidad con temeraria actitud, salirse de los mapas en solitario, encontrar las vías de escape a la locura. Era la norma, nada fuera de lo común; hoy no aconsejaría ese modus vivendi a los nuevos poetas adscritos al ministerio de cultura. Los que hacen la abominable carrera del funcionariado; los adscritos a los gabinetes municipales. Ya que, si en el día solar, la mística del poeta en preparación es forja de guerrero para la existencia; en la noche, es entrar en el territorio de la incertidumbre. El horror y la insania pueden aparecer en cualquier momento detrás de esas mascaradas lunares. No era una pose para salir en una fotito y repartirla en los medios; el cuadro era, un poeta inclinado sobre su copa iluminada de ajenjo, con una mujer de ojeras azules y mejillas empolvadas de luna, esperando en un bar olvidado del mundo.
La banda sonora de nuestra juventud, la salsa de Héctor Lavoe bajo el humo acido de los bailongos de arrabal. Starway to the eaven de los Led Zeeeppelin y The dark side of the moon de  Pink Floid en los botellones psiconáutas del lago Uribe; los tambores afro caribes de Santana en las cabañas del nevado; el musical barroco, esotérico y extático de  In a gadda Davida de los Butterfly en el taller de Darío Rodas, (ilustre maestro de la acracia ya fallecido) en compañía de Cesar Ramírez “Mateo”, el místico trotamundos más sincero y grande que haya conocido en vida; (A quien muchos años después, lo reencontré en la salida  Atocha en el metro de Madrid; pero esa es otra historia).
Merardo lo recuerdo bien, era el que creaba el puenting de aquellas veladas; flashmobs que se daban a razón de dos y tres por semana. Gestor cultural sin que se hubiese aun inventado el término, creador de crowfoundings, antes de que ese anglicismo entrara en el diccionario del hípster contemporáneo. El performance de clara filiación alcohólica, era hasta que el cuerpo aguantaba, y terminaba cuando los caballos de las hordas orientales habían galopado hasta reventar, dejando las praderas secas en las fronteras del amanecer. Teníamos cuerpo y aguante, y a esa ceremonia, tenías que entrar preparado para caminar; como en la obra de Ferdinand de Celine, hasta el fin de las noches. No sé si era escapismo; no puedo discernir si era locura; solo sé que, quienes vivimos esas Seasons en le enfer, lo hicimos como quienes pagan una cuota alta de libertad, arriesgando en la experimentación, con elementales vegetales en las fronteras de la poesía. Una incursión en los cotos salvajes de los paraísos artificiales. Algunos logramos salir un poco tocados, con las heridas apenas restañadas; otros pagaron con su salud y hasta su vida.
Esa poesía de existencia o de experiencia, como la denominarían algunos críticos y poetas españoles como García Montero (denostada por unos, valorada por otros); de alguna manera esbozó ideas literarias, que años más tarde fueron material de fragua para poemas, cuentos y novelas. También fuimos sensibles a las experiencias surrealistas e informalistas; a los planteamientos futuristas de la acción literaria; los nadaistas colombianos y los anarquistas catalanes. Todo eso, de alguna manera, se expresó aquí, en nuestro Cabaret Voltaire pereirano. Más tóxico eso sí, y en ocasiones más peligroso.
En el caso de Merardo, era esa experiencia matizada en la paleta impresionista de un pintor de la Rive gauche y macerada con especias fuertes; la que creaba el paisaje y agregaba sal gruesa para el banquete proletario. La boutade elevada a la condición de arte; lo burlesco trasformado en broma de infinita claridad. Puesta en escena del teatro de la crueldad artaudiano. Meditación existencial de impacto lírico; monólogo en las fronteras de un mundo en donde el poeta es un paria, un apestado, un hombre molesto para la sociedad. Una sociedad que eleva a la categoría de embajadores culturales a regueatoneros de medio pelo y se les publicita ad nauseam, mientras escritores de probado talento, caminan bajo la sombra de la muerte con un clavel sangrante en las gastadas solapas de sus sacos negros. Una sociedad que eleva a la cumbre de su santoral, a un mutante goyesco para afirmar la violencia genética diluida en su sangre como Treponema pallidum, mientras mueren de hambre y frío, genios en la oscuridad, sin que nadie se entere de sus obras, como en la canción de Duncan Dhu. Un país en donde se mata a guardabosques y líderes campesinos, y se lanzan las dragas de la minería para acabar con los páramos en donde los recursos del agua de las futuras generaciones son esquilmados. Un país en donde se mata al jaguar, la bestia mítica y sagrada para extender la ganadería de la muerte.
Merardo, está lejos de las maneras del artista funcionario, que teje redes de amistades operacionales para los dividendos; aquellos, estructuran su accionar bajo el mandato del político mediocre al servicio de una estética del poder; círculos cubiertos de velada hipocresía en donde se veta al talento  inconforme, al extraño rebelde, al iconoclasta de raza. Burócratas y “curadores” de carrera, que se han preparado con esmero para conformar su camarilla con la que acceden sin barreras a las arcas el estado, mientras entonan el mantra naranja azafrán de la cultura.
Viene de otra escuela, de otra academia, en donde se marchaba por la libre y cada uno iba a su aire. Otro tiempo en donde los artistas tenían que agenciarse su laburo; la creatividad era obligatoria para quienes rompían lazos con la normatividad social. El código era abierto y los fronterizos eran bien venidos; se les trataba con aprecio fraterno, y a los poetas cachorros les ofrecía una buena mesa, la palabra y una copa de vino. A los mayores, se les respetaba, pero no se les temía; se les daba su espacio y se aprendía de ellos. No levantamos un altar para el sacrificio, ni cruzamos la montaña subrepticiamente empuñando el hacha para derrocar al rey del bosque, ese que meditaba senil bajo la rama dorada. Lo dejamos solo en su reino para que la vida lo pusiera en su sitial. Eso sí, el acartonado cubierto de medallas oficiales y protector del Ancien régimen, recibía toda la carga de nuestras ballestas. Teníamos modales; exquisitos modales; pero, llegada la ocasión y en justa causa, podíamos desatar una tormenta.
Merardo ha sido, a su manera, un poeta partisano que marcha en una delgada línea de confrontación literaria y poética. Su figura de fauno asilvestrado; grifo goliardo escapado de una piedra de Notre Dame, sátiro burlesco que va en contravía de la Political Correctness; Siempre ha mantenido la posición; y si alguna vez ha sido convocado; si alguna vez ha sido sacado de su barricada poética; es porque de no hubo forma de anularlo. La generación de la que hablo, tiene  algo del alma punk; nuestro manifiesto está adscrito a cierta sangre de bronca urbana, herencia de los Sex Pistols y más tarde el aire grunge de un Nirvana. Nosotros bailamos el Blitzkrieg Bop de los Ramones, con las chaquetas negras, los pitillos azules y las zapatillas de lona. La censura velada de la academia opera con sutileza, pero casi siempre se queda corta, cuando da con huesos duros de roer. Cuando no pueden matar a la bestia, tratarán de confundirla; por último, tratarán de domesticarla.
Más cercano a la emboscadura del lobo esteparia Hesseano; Merardo toma un camino alternativo que rodea la periferia de la ciudad sitiada, evita las trampas, pero no huye de la peste.  Medardo es el poeta-actor que hace estallar su verbo de francotirador en medio de la noche; a veces sana en catártica performance con su risa; cuando no, escupe sal sobre la herida. Su estilo breve, sentencioso. El poema adquiere la forma estética de  un haikú de vuelo libre, que pareciera ser expresado por uno de los  desclasados samuráis de kurosawa. Sus versos no siempre cierran, no encabalgan, se rompe el ritmo muchas veces, no danzan en la línea de cadencia las palabras. No le apuesta al preciosismo de joya gastada ni ofrece sus verso para que los pulimenten los poetas consagrados. No le jala al chaqueteo. Va con su diamante en bruto de luz fría,  golpeando las frases; cuervo negro que  picotea en la puerta bajo la ventisca. Casi siempre, sus poemas, dejan una pregunta en el aire, el eco de otra voz, el ruido de una ventana que se cierra mientras arrecia la tormenta. “Un simbolismo que invoca la idea de un boletín viajando por el mar de la existencia, y al mismo tiempo de fe en el universo que es donde habita el bálsamo poderoso de la poesía” como lo entiende el escritor e historiador, Julián Chica Cardona, en el prólogo de su “Botella al mar”.

Pero antes de esos viajes a las playas del lirismo humanista, Merardo había lanzado algunas cargas de profundidad: 

SODADE
Para que no entres en mi casa
He llenado mi jardín de quiebrapatas
Y sembré de estacas el camino,
Los techos de francotiradores,
dispuestos a reventarte el corazón
y la sangre.
Para que no entres en mi casa
Me he convertido en un chacal asesino.
Para que salgas de mi corazón
¿Qué arma utilizo?

Viajero, inquieto de una tribu de poetas y actores que con su vida nos proporciona risas, pero que también aporta un poco dolor y peligro. Mantengo distancia frente a sus gustos heterodoxos en materia de carne trémula; pero, reconozco una cercanía de intensión con su poesía de teatro pánico. Ya que la poesía en países como Colombia, no está para enternecer damas piadosas o para cantar lullabys a los bebes de Rosemary, que en pocos años serán adoctrinados por la propaganda de RCN Y Caracol. La poesía en Colombia debe cuestionar y si no al menos provocar una erupción en las nervaduras del alma.



5

Pero no se equivoquen señores y señoras...
A esas alturas es necesario una aclaración: no todo era bohemia y brumas etílicas.
Se trabajaba y se creaba.
Merardo, participó como actor secundario, y más tarde como actor principal, en obras montadas por media docena de grupos regionales y nacionales. Desde Shakespeare a Ionesco, desde clásicos del teatro español, hasta performances surrealistas, presentados en salones nacionales de arte. Grupos de teatro como el de Antonieta Mércuri, Blanco y Negro, Nueva Escena, contaron con su participación de actor de talento. Luego, pasados los años, con su trabajo viajó a escenarios de  Alemania y recorrió mundo.
Participó activamente en la fundación de La editorial  “GRIFFOS DE NNEONN”, en conjunto con Alex Rendón y Didier Arenas; La revista “Arte siete” con Alejandro Taborda, (editorial de arte independiente, con la que se hicieron tirajes  limitados de bella factura). Mi novela gráfica poética, “LA DAMA DE LOS CABELLOS ARDIENTES” (una de las primeras de Colombia según algunos investigadores), fue publicada artesanalmente con este colectivo; Más tarde, publicada por German Ossa, en estado de gracia, al frente de un fondo cultural ya desaparecido.
Hicimos las primeras exposiciones eróticas de formato mínimo, en la caseta cultural  del lago Uribe, e inauguramos la galería de la taberna “Vara de caña” en donde se colgó la primera muestra de las “Teratologías Urbanas” (la segunda exposición fue en el club Rialto) patrocinada en su totalidad, por el recién llegado de la legión extranjera: Jaime Roxas; poeta-empresario, que venía de hacer sus reales en Centro América y estaba decidido invertirlos en bohemia y musas de renombre; lo demás, como él mismo lo dice años después: fue dilapidado. Y por supuesto, los memorables festivales de poesía regional, orientados por Jairo Henao que lograron la asistencia de centenares de personas, en teatros como el Santiago Londoño, el teatro de la universidad libre, la Universidad del Área Andina, la universidad Católica de Pereira y el teatro Confamiliar.
En alguna oportunidad, Medardo, experto en conseguir patrocinios de quienes tenían en buena consideración la embriaguez de los poetas, pues la consideraban un acto sagrado de estirpe báquica. Se agenció un par de docenas de cajas de wiski Old Parr. De tal manera que, irrigamos nuestro sistema hepático con los caldos escoceses. Cuando se terminó aquella dotación, que parecía sacada de las bodegas de un Capone en la época de la prohibición; fuimos a su atelier mansarda que por aquel entonces compartía con Rendón (pintor de gran talento, hoy viviendo en Alemania). Me mostró, para mi asombro, una nueva serie de cajas que acababa de conseguir y que tenía reservadas para las jornadas que se avecinaban. Así que en los recitales de aquellos días organizados en tabernas innombrables, la comunidad de los poetas sedientos, que bebían como cosacos sin resaca, tenían sobre sus mesas hermosas botellas ambarinas. Hoy día, a los escritores en estas provincias cafeteras, ni agua de beber se les da; y eso, en mi opinión; constituye una falta de etiqueta y sobre todo una muestra más de la porca miseria y tacañería de quienes se ocupan de gerenciar juegos florares, festivales líricos, conferencias de tres al cuatro y otros eventos literarios al uso.
Lo cierto es que, como teníamos más cajas del preciado licor, que aparecían como por arte de magia, ya que nuestro benefactor (un importador que tenía relaciones comerciales con más de 12 países) recibía pinturas originales de los artistas de mi generación en forma de pago. Y como Éramos alcohólicos sociales, mas no dipsómanos irredentos; estábamos en una  bohemia cuyos rubros son de amplio espectro, y también comíamos;  Buscamos a quien vendérselas.
Por aquellos días, abrió una discoteca un nouveau entrepreneur, en un centro comercial muy prestigioso de la ciudad. Le vendimos aquella dotación británica del viejo Parr; también al bucanero de Buchanans, con sus perritos, el blanco y el negro. Y de paso la idea de hacer una inauguración fuera de lo común que decidimos bautizar: “Los poetas bailan salsa”. El emprendedor, (hombre que frisaba los cincuenta por aquel entonces) y quien en su prima juventud, había sido amigo personal de Héctor Lavoe; me dijo en esos días, que había estado dudando entre fundar una revista o montar un café galería, pero terminó creando una discoteca, por una sencilla razón: la mujer que le inspiraba y alegraba la vida, era danzarina del Trópico de Alquimia. En aquellos días, los Gatsbys circulaban y crecían dentro del espectro urbano, y sus Daysis del Tropicana, recibían merecidas atenciones y eran complacidas en todos sus caprichos.
Toda la cofradía bohemia, que por aquellos días ya sumaba a Hugo Montoya, se preparó para la rumba. Días previos a ese bailongo, Montoya había pergeñado su famosísimo: Clasificado.


  "NECESITASE MUSA"

¡Necesito una musa con urgencia!
que mantenga mi circulación con frenesí de ebrio.
Que me regale los versos que no cantó
la Janis Joplin.
La quiero en una noche de luna
cubierta con un velo.
Que no me abandone cuando camino en extramuros.
Que tenga la alegría de B.B.King
y la paciente ternura de Walt Whitman.
Que haya bebido el whisky de los marinos en los puertos.
La quiero con mañas de prostituta.
Que haya sido traga espadas en el circo.
Que tenga alma de pantera de Kenia
y haya comido carne humana.
Que sepa esperar como lo hacia Penélope.
Dura y sufrida como una dama de Bangladesh.
Astuta e intrigante como una Mata-Hari.
Decidida y mártir como Salavarrieta.

Vacante musa de Gómez Jattin:
Si aún no encuentras un poeta,
yo te espero. Vén pronto...
¡Necesito una musa con urgencia!


Poema que había publicado en un diario de circulación regional y había logrado el feedback de cien respuestas. Después, de una difícil deliberación en solitario retiro, y que duró 15 minutos y medio, según él. Había escogido a su pantera de Sumatra: una mulata barranquillera de uno ochenta, sin zapatos.
Llegó la noche.
La fiebre de un viernes en la noche, hacia subir la temperatura. Todos habían hecho un esfuerzo para que sus trajes y modas de la época, fueran una forma corporal de expresión. Se mezclaba el clasicismo tropical y el expresionismo montañero; lo carnestoléndico y lo tribal. Lo Newyorkino y lo sureño, Lo oscuro y lo luminoso.
Yo llegué sobre las nueve; recuerdo ingresar en ese antro psicodélico, como un personaje de Piñera el cubano… extraño lugar, donde las almas flotaban livianas cantando en la oscuridad. (No recuerdo el nombre del cuento; en estos días lo busqué en "Cuentos Fríos" para escribir este texto, pero no lo encontré; las cursivas hacen parte de un poema de Urbana Geografía Fraterna, que de alguna manera expresan lo que en aquel instante sentía. En el fondo soy un poeta impresionista, que le voy a hacer). Me acomodé, para disfrutar de la barra libre que había destinado el nuevo empresario en exclusiva para esa fiesta. La coctelera multicolor atendida con diligencia por conejitas azules de corbatines rojos, estallaba bajo luces de espejos facetados, mientras la lluvia de la orquesta Mondragón sonaba lenta y sincopada. La danza colectiva de la cueva nocturna comenzó; el cardumen pulsaba bajo la música. La gente no terminaba de llegar: Juanita Salome, Amparito Zuluaga y Patricia Larralde, Pedro Juan Maltes y Carlos Pedraza. En la pista se azotaba baldosa sobre, lluvia y nieve… lluvia con nieve. ¿Cómo no rememorar esa página del escritor caleño?…Lluvia...nieve. Lluvia con nieve… Montoya, de guayabera y zapatillas blancas, estilo caribeño, se magreaba en danza con la mulata de uno ochenta sin zapatos; afinaban coreografías importadas de la sultana del valle, florituras de entrepierna y agarrón de caderas, bajo una bola espejo disco que giraba e iluminaba las pieles de los bailarines; sobre la fiesta pagana florecían vitrales cinéticos de erotismo ochentero. Este no era el parque Caicedo; era el centro comercial, de la ciudad sin puertas. Al fondo, en los espaciosos baños, los olores montunos de la dama de los cabellos ardientes (la mata siguaraya de Oscar de León) se irradiaban y extendían a todo el centro comercial. Leonardo F. Marín, con un saco de hilo blanco iridiscente, se mantenía extasiado en un baile apasionado, con una gringa hermosa de cabellera dorada de visita por el eje. Danza al clavel, que incluía besos de minuto y medio; apneas de características zombie, mordidas antropófagas en el centro de la pista; todo el conjunto conformaba un agujero negro giratorio que nos mantenían bajo efecto de caída. Nelly sauvage-rosa bailaba ataviada con vestido de terciopelo rojo; impartía cátedra corporal mientras acentuaba con movimientos orientales lo rotundo de sus curvas. Merardo, estático, miraba detrás de unos cristales semiopacos, sentado en el sillón de una esquina. Brillaba con un aire baphomético. Fauno en ceremonia del bosque de cristal. La fiesta negra, la rumba brava, su  místico aquelarre.
En la consola sonaba “Hay fuego en el 23” y la pista ardía. Seguía llegando más pipol del colectivo under de la ciudad. Los alternativos y los punketos; los grunguies y los místicos; los anarquistas y los del ghetto; los del norte y del Soweto. (La noticia de barra libre había corrido como pólvora). Después de varias horas y agotadas las existencias de licor; estalla una pelea brutal entre dos muchachas ataviadas de cuero negro de la tendencia LGTB /SMB/XXL. El colectivo poético, que ya era minoría entre las tribus reunidas; intervino, puso orden; atendió a los heridos y a las heridas y a los trans… (Para que no me tilden de misógino, homofóbico, transfóbico)… a los trans de la riña, como les decía; también se los llevaron. Se los llevaron a los Seguros Sociales que quedaban a tres cuadras (esa es la gran ventaja de las ciudades de provincia; que todo nos queda cerca. Hasta la morgue.)  
En la pista semi desierta, el empresario, elegante en vestido negro y ya borracho, bailaba con su musa, una señora estilizada, que inclinaba un poco el peso de su grácil cuerpo sobre su pierna derecha (Sarah Bernhardt otoñal, con brillo de oro Klimt de 24 kilates).
Bailaban…bailaban…bailaban.
Algo de rock-blues; después, algo lento de Mecano; algún disco Bonie M. El empresario y M-baker dorada bailaban.  Algo pesado y licantrópico de la Unión. Pero después… Él se apersona del equipo de sonido.
Para la música.
El hombre saca dinero de su chaqueta y despacha a los meseros, a las conejitas, a las cortesanas, a los saltimbanquis urbanos, a los mimos de las sombras, a los dealers de Madame Blanche, a los corsarios de Marye Jane; y dice:
 ––Me quedaré solo bailando con mi prometida. Muchas gracias por su asistencia.
     Así que todos decidimos salir.
En ese momento, en el equipo de sonido de la discoteca, suena algo nostálgico y lleno de poder…  “My way” de Sinatra. Vimos por unos instantes, la pareja, sus movimientos lentos, su cadencia pesada a través de las grandes puertas de cristal. En la pista, el empresario y su novia bailaban… allí estaban ellos, en la penumbra solitaria que susurraba la última balada del verano.
La gente salió poco a poco; caravana nocturna hacia el lago Uribe Uribe. La mañana y su lucero estaban por delante; las calles solitarias de Pereira destilaban aires dulces de mandarinas y limones, de flores de café y caña, de vino, whiskey y aguardiente… y todavía quedaban algunos canutos por quemar. 
La discoteca cerró esa noche y nunca volvió a abrir sus puertas.
Nunca más supimos del empresario y de su enamorada. Jamás.


6

Merardo fue al sur;  Ariadna, la hermosa leona, regresó de  las Pléyades a este jardín de las delicias terrenales.
Yo estaba en otra dimensión. Y por aquel tiempo marché al norte.
Años después, encuentro de nuevo a Merardo en la ciudad. El tiempo ha golpeado un poco su cara, pero su ironía se mantiene fresca con una mueca de  optimismo crítico.  Está vital y en su labor. Esperamos que su poesía y su teatro sigan haciendo su función.

Cincelo en la roca

un silencio.
Pero un golpe seco y agudo
se ha vuelto sombra
se ha vuelto 
eco.
Sombra y eco...
Piedra tejida en negro mineral para mi capa
con la que cubro mi voz, en las fronteras del misterio.
M. A.