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domingo, 14 de septiembre de 2008

CARLOS FUENTES / CHAC MOOL



Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.

Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de respeto por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los escalafones.

“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -también hay, como barricada de una invasión, una fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”

“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?... figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.

“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.

“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch...”

“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la escultura.

“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”

“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió por el piso y llego hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la oficina.”

“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”

“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”

“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.”

“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.”

“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente es muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.”

“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”

“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, al apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.”

“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”

Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:

“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el agua de rojo... Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?... si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?... Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí, mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.

“Casi sin aliento, encendí la luz.

“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular. Los dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi cama; entonces empezó a llover.”

Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:

“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘...un gluglú de agua embelesada’... Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.

“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tlaloc1, y cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”

“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no empape más la sala2.”

“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla -horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo?- es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no llueva -¿y su poder mágico?- vivirá colérico e irritable.”

“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y como no me contestó, me atrevía a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”

“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda para que diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.”

“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un testigo..., es posible que desee matarme.”

“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”

Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.

Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.

-Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...

-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.

*Chac Mool: Uno de los Dioses Mayas de la Lluvia

Carlos Fuentes

EN MEMORIA DE PAULINA/ ADOLFO BIOY CASARES





Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó –Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte–, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada
melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
–Vuelva mañana por la tarde–le dije–. Le presentaré a algunos.
Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
–Le seré franco–me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín–. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión .
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento , en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un r ato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
–Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
–Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
–Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
–Yo también te acompañaré–respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
–Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
–Estás cambiada.
–Si–respondió–. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
–Gracias–contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
–Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
–Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
–Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
–¿Quién?–pregunté.
En seguida temí–como si nada hubiera ocurrido–que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
–Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
–¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa Verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
–Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran–si no para mí, para un testigo imaginario–una intención desleal, agregó rápidamente:
–Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
–Buscaré un taxímetro–dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
–Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que
yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo–seis meses por lo menos–yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como .siempre:
–¿,Tostado o blanco'?
Le contesté, como siempre:
–Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime in diferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.
Luego–ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve–Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia–que era el mundo entero surgiendo, nuevamente–como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
–Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo
lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo–Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado–y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. E1 rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde–Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo–y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. E1 espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
–¿Dónde vive Montero?–le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
–Montero está preso–contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
–¿Cómo? ¿Lo ignoras?
lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
–¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. Continué:
–Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
–Nada–contestó Morgan, con cierta vivacidad–. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
–¿Sabe que murió la señorita Paulina?
–¿Cómo no voy a saberlo?–respondió–. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
–¿Le ocurre algo?–dijo, acercándose mucho–. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: " Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación– una equivocación atroz–y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me pregunté–mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó–si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones–¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?–la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina–en la víspera de mi viaje–no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, por que Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano–en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas–obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

jueves, 10 de abril de 2008

LA SUBASTA


LA SUBASTA

Había llegado un poco en trip con lo que me había regalado Dade el post-conceptualista, (químico y bio-diseñador de un popular Acid-Escarabajo que estaba haciendo estragos en los cerebros de los artistas de la movida). Era buena la dosis, lo admití. Un poco picante en las patas, molesto por la acidez del exoesqueleto y el filo de las alas. Sin embargo, el mundo adquiría forma de carrusel mítico. Más velocidad, más técnica, más color y menos ideas. Quimeras si, barrocas y briosas; agresivas y fuertes, pero ideas pocas. Llevamos 20 años reciclando.

Cuando creía estar navegando dentro de la cabellera cálida de la noche, me abrazó el bullicio de la sala del palacio de congresos, y de un momento a otro me sentí fuera de foco y línea. Equipos de cine y video correteaban por todas partes, haciendo las tomas necesarias para los noticieros culturales. Camareros que daban los últimos toques a los mesones de licores, y electricistas que organizaban luces montadas sobre grúas robóticas; enfocaban y probaban varios programas y juegos cromáticos de lámparas sobre los tres grandes escenarios en donde se realizaría la subasta de esa noche.
En estas condiciones, no podía enterarme muy bien de lo que pasaría con este evento de arte para el que había diseñado los catálogos, editado las películas publicitarias, y asesorado el casting de las modelos que exhibirían a los Art-Nimales.

Llamé por el micro-celular a mi asistente. Era una muchacha inteligente, con cara de becaria fresca y cuerpo de secretaria madura. Me tranquilizó con su sonrisa, su libreta y sus cuatro auriculares conectados a su casco de tele-comunicaciones: “Todo saldrá de maravillas” me dijo; luego me trajo un cóctel de mandarina y agregó: “Relájate y disfruta de la noche”.
Para que negarlo, era adorable.

Siempre sostuve una consigna muy clara y se la había dado a mi pequeño equipo de profesionales: “Yo voy hasta el día antes de la inauguración, de ahí en adelante me desconecto y dejo todo en función de los técnicos del equipo”. Yo asumo el punto de vista de un espectador más. Como diseñador global de espectáculos, creo, proyecto y diseño sobre bases muy sólidas, pero no puedo entrar a definir la práctica específica de una noche.

Los Art-Nimales eran criaturas bastante curiosas y los coleccionistas estaban pagando sumas importantes por ellos. Desde aquellos tiempos dorados, en donde una pléyade de visionarios buscaron nuevos rumbos al arte como Eduardo Kac, quien había inventado y patentado la conejita Alba (FCG Bunny) en el año 2000, cuando experimentó y descubrió que insertando genes de una medusa en el genoma de un conejo, obtendría uno de los primeros Art-nimales; “Alba”, la coneja, era perfectamente normal la mayor parte del tiempo; sólo, cuando estaba expuesta a una luz azul con un nivel de excitación máximo de 488 nanómetros, su piel emitía un resplandor verdoso y se tornaba de color verde fluorescente (debido al gen GFP extraído de una medusa).
Años mas tarde, Betila Zchuartz había lanzado el león miniatura (manipulando la genética de leones del Serengeti y gatos africanos) y Perseo Gutiérrez el Perro-Quimera-Dragón, (desarrollado después de un afortunado accidente).
Por unas décadas, la cosa había estado medio quieta; pero ahora, la ola se movía. Venían con nuevos bríos los de la transvanguardia genética londinense, con Dimon Hirtz a la cabeza, quien se había hecho presente a esta subasta con un ejemplar primoroso de Cerdo Dálmata alimentado de agua pesada, y un Tiburón Filosófico. Las celebres lesbianas alemanas Henrrieta y Bedka, habían ganado el respeto de los los connaisseurs y llamado la atención de los grandes dealers y coleccionistas con un Asno-Alado-Hermafrodita. Todos ellos, esperaban comprar una de estas criaturas esa noche.
Gente de los valles de silicona; Magnates del Agua del sur; Dueños de los parques temáticos de África y la Amazonía, con mucho dinero y mucho espacio donde poder exhibir sus costosos Art-nimales.

Dade, el artista químico de avant garde, me vio y me hizo una seña desde el fondo del salón. Lo vi aproximarse, tambaleándose en su traje azul metálico de temperatura auto-regulada, con su pelo rojo cadmio y sus guantes plateados en donde reposaba una copa de nectar-blow. Aficionado a las drogas de diseño, mantenía una delgadez extrema y elegante; sus ojeras estaban surcadas por micro-riachuelos de sangre toxica y su boca mantenía una sonrisa cínica y seca que abrevaba con diligencia en un martini.
–¿Donde te habías metido? Pensé que ya no llegarías– Me dijo–. Vamos al fondo, quiero presentarte a unos artistas que requieren de tus servicios. Además hay una bio-expresionista que quiere conocerte. Participa en la subasta con un gorilla rosa de pasarela.
Me miró a los ojos con curiosidad y mientras avanzábamos por el extenso pasillo con su brazo sobre mi hombro, me dijo:
–¿Quieres otro Acid- BéaTle?
–No gracias, ya tengo suficiente vuelo con un coleóptero por hoy –. Le respondí.
A regañadientes me fui al fondo. Me gusta la producción; la parte conceptual y publicitaria de estos eventos, pero la verdad no me gusta entrar a su mecánica y soy un poco tímido en el asunto de las relaciones sociales. Mi equipo es profesional y se encarga de darle una potencia visual y una coreografía compleja de cara al público y los medios, pero la parte de la realización conlleva multitudes.
Multitudes de las que yo prefiero estar distante.

La mujer estaba con un biólogo de unos cuarenta años, atlético, de piel bronceada, brazos velludos, extensos y manos largas; el tipo tocaba su delicado y rotundo trasero con una de ellas, mientras con la otra sostenía un cigarrillo de kish wares.
Ella brillaba dorada y etérea.

Me quedé mirándola con detenimiento. Estoy acostumbrado a los animales más exquisitos de la farándula, a las criaturas más excepcionales del tinglado del espectáculo; pero aquella mujer, era el producto –estoy seguro– de media docena de talentos de la ingeniería biológica.
Conocía su creación: el gorililla metódico ese, pero ella, la diseñadora de aquel Animal-Art, era una soberbia demostración de lo que eran capaces los Neo-bio-raphaelitas, mi punto débil en estos asuntos.

La mujer se dio cuenta de la situación y se desprendió de las garras del tipo. Otros artistas del grupo trataron de retenerla, pero la diva se vino lanza en ristre como quien va a lo suyo. Mi amigo me la presentó y luego de unos instantes y ante el magnetismo solar que se irradiaba en aquel pequeño espacio, decidió ahuecar el ala e ir por otra dosis de preti-vitaminas, al fondo, con los camaleotrónics (un grupo de artistas que buscaban en sus creaciones, desarrollar maquinas perfectas y superiores en miles de funciones a los seres vivos).
Ella pasó directo de su ceremonia psico-mesmérica, a un gesto más emotivo: Me beso en la boca mientras me pasaba dentro de la lengua una pastillita con sabor a cocal-mint. Hay que decirlo, la tía, una rubia de unos treinta años, estaba en la flor de la edad. Alta en proporción heroica; delgada, con una piel de hielo (tratada en los laboratorios Neo-skin de Frankfurt), que brillaba en cada curva de los hombros y que exhibía un escote profundo que se precipitaba en un valle sereno dentro de su seda negra… Sonreía con una respiración acompasada y toda la luz de los reflectores estallaba difusa en su dentadura.
Estaba como para tirarse de de cabeza.
–¿Con que tú eres la del gorilla rosa de pasarella?–.Le dije mirándola al entrecejo y aplicando algunas reglas de acercamiento y derribo establecidas en el electric-boock de Priamo Faloquini.
–¿Has visto mi creación?…¿Dime, te ha gustado mi gorilla rosa de pasarella?
–Claro que lo he visto. Fui el diseñador del catálogo y de toda la campaña publicitaria.
–Qué te gusta más de él... ¿su perfección estética o su potencia conceptual?
–Bueno, la verdad es que me gusta mucho su faceta dramática. Cuando el peludo antropoide posó para mi, como el graçon a la pipe del viejo Picasso, no dudé por un instante que estaba ante una revelación...
Me miró con un ligero aire de encantamiento. Parpadeó media docena de veces con una sonrisa contenida de labios lubricados en un colorete de hule rojo, mientras con la mano elástica enredaba su cabellera de fuego leonado, y luego…Clavó sus uñas en mi antebrazo con una fuerza medida, una presión que transmitía el calor de sus manos y hacia circular una corriente eléctrica. “...Muy interesante, de verdad, es lo mejor que he visto en los circuitos de todo el este...” Le dije, mientras mantenía la postura y respiraba el hielo dulce y calido de su aliento muy cerca de mi cara y mis orejas. Hice un ademán para que nos sentáramos al lado de una familia japonesa, constructores de ciudades acuáticas. (Lo sabía, por lo de las cien invitaciones con tarjetas lacradas en oro de 18 kilates que mi compañía tuvo que enviar alrededor del mundo. Querían llevar algunos ejemplares para su museo ultramarino).
Bibiana Sthepaubben. Así se llamaba, me narró todo su background en pocos minutos:
Hija de biólogo y diseñadora genética, había comenzado a experimentar y a exponer sus criaturas desde los doce años, cuando había participado en la feria de arte escolar con una mosca coprófaga, que tenía incorporado un chip de imagen digital; lo que permitía a su creadora, ver el recorrido de la criatura desde un computador.
Había quedado de segunda.

Luego, en el instituto de artes biológicas aplicadas, había diseñado un “Gato-Globo” muy útil para monitorear plagas en los campos de cultivos transgénicos. Con esta Art-nimal ganó sus primeros millones de Solaris al vendérselo a la compañía Monte-Non-Sancto.

Había trabajado con kurtz ese mítico héroe militante del Bio-Arte. Su nombre había estado en el centro de una controversia que sintetizaba muchos de los potenciales riesgos de trabajar con agentes bacteriológicos de alta complejidad, en aquella época. Kurtz, fue el primer artista procesado por las leyes anti-terroristas de EE.UU. de principios de siglo. Se le había acusado por haber trasportando cultivos de bacteria sin permiso oficial. A la espera de la sentencia, Kurtz había señalado: "Si yo hubiera sido como cualquier otro bio-artista, haciendo fotos bonitas de microbios, nada hubiera pasado. Los problemas empiezan cuando te metes a criticar la política del sistema". Había sido sentenciado a pagar una dura condena.
Hacia quince años estaba prófugo de la justicia. Después de filtrar una bacteria muy primitiva de cólera entre la comida de la cárcel. Guardias y prisioneros se infectaron. En el viaje al hospital se enfrentó a los enfermeros con una cuchara de plástico y escapó de la ambulancia. Hasta el día de hoy, nada se sabe. Se ha convertido en una leyenda y las camisetas de los jóvenes artistas con su efigie estampada en blanco y negro, le han dado estatura de mito libertario.
Bibiana hablaba de él, como de su primer novio o amante; y me dije, que si la tía había estado enredada con ese romántico villano del Bio-Art, toda una celebridad...Era de temer. No era ninguna perita en dulce la niña, como diría mi abuela.

–A los 18 años fui elegida Mis Universidad de Oklahoma–. Me lo dijo mirando al fondo y estirando su cuello flexible de gata dorada, como dando la posibilidad de que yo la admirara.
No lo dudé por un segundo, sus facciones eran una obra de arte de la ingeniería genética, matemática y geométrica. Euritmia pura y contundente, pero al mismo tiempo, algo fuera de los estándares; algo fuera del diseño de masas que estaba acostumbrado a darnos esos rostros de Bobs, Jhons, Betys y Janes blancas, con doce pecas y triangulo dorado sobre la frente. Esas, de salir a comer helado y palomitas en los grandes cines de inmersión tridimensional. Esas, de pulseritas de plata con código de barras. Entonces, giró su cabeza donatelliana y me encontré de nuevo con sus ojos, esmeraldas liquidas y fluorescentes.
¿O serían los efectos mixturados del cocal-mint y el escarabajo?

–Tú no encajas dentro de ninguno de los modelos –. Me dijo de repente, estudiando las imperfecciones de mi piel, los ángulos extraños de mi cara y las cicatrices de mi pasada vida de corredor de velocípedos clásicos.
–Mis padres eran eco- expresionistas y estaban en contra del diseño in Vitro– le respondí, mientras ocultaba detrás de la imperfecta sonrisa, el temor al rechazo de la gran estrella. Siempre había estado seguro dentro de mi fealdad; en tiempos en donde todo el mundo cuadraba dentro de los estándares de belleza masiva, yo asumía mi longitudinalidad y mi esbeltez guiacometiana con un estoicismo digno de mejores causas. Pero esta criatura, salida de un sueño de Huxley, me hacia pensar en la posibilidad de un mundo feliz.
–Eres un primor, ese salvajismo primitivo y esa dureza de tus facciones es algo… no se…A mi me decían que yo toda era prefabricada y diseñada... Pero eran envidias de las que tuve cuidarme durante toda mi carrera –.Me dijo, apoyando sus hermosas piernas en contraposto, mientras mostraba su perfil sereno, delineado con la gracia de un Praxíteles, (antes de su etapa de alcoholismo y amor fou).

“Después con los hermanos Curie-Vaxton los franceses –continúo su historia, mientras recorríamos los backstages de la subasta, viendo el movimiento de poleas eléctricas y jaulas de platino; carritos con motores de hidrogeno y cajas de cartón plástico–, lancé en la bienale subacuatica de Venecia, una barracuda miniatura de pilas de algas marinas....–Decía muy serena y aclimataba esa energía de calidez violeta entre los dos. Luego calló. Tomó otro sorbo de nectar-blow. sonrió– Tuve mala suerte. Lo dejaron al lado de un pulpo-pantera, obra de un célebre artista japonés Sahito Ishagoda. El pulpo se lo tragó y no pude ver el premio”.

Luego vino lo de los gorillas: “Fueron muchos años, no creas, pruebas y fracasos; intentos fallidos y derrotas amargas” –me decía, mientras sus senos dorados se agitaban dentro de su traje de seda negra acondicionado de luz iónica termoflourescente–. Los había desarrollado en formatos medianos, como una investigación exclusiva para un zoológico de Australia. Luego, en miniatura para un laboratorio japonés, pero después de ver como se morían por los cambios de clima y los virus adquiridos por el contacto con la gente; Volvió a los tamaños normales, grandes, poderosos y peludos, mas resistentes y tres veces más inteligentes que uno de los últimos gorillas del Congo. Había invertido una gran fortuna en el proyecto. Las ganancias apenas habían equilibrado su economía.
Decidió conseguir inversores......uno de ellos era un magnate de las confecciones, quien le propuso convertirlo en modelos de pasarrella.


Cuando una hermosa y saludable pareja de antropoides de tercera generación, salió de su Bio-atelier de Quebeck, se entregó de lleno a convertirlos en modelos.
En el festival de diseño de modas Cibeles de Madrid y el salón de la moda de París, causaron sensación. Se hicieron famosos en todo el mundo. Los contratos y la publicidad, llegaron a hacer de estas criaturas algo así, como los eslabónes perdidos de la haute couture.
“Durante muchos años nosotros nos vestimos con pieles de animales... ya era hora de que ellos se vistieran con nuestras lycras” me dijo mientras sorbía su nectar-blow. Laffergal el gran diseñador, ya muy viejo y con un pie en su cámara de crionización, estaba dispuesto a pagar una millonada por uno de ellos.
El Guggenheim de Cartagena, provincia de la republica de Batraxia, (exportadora numero uno de cocal- mint), le había encargado una serie de esos gorilas fornidos y ruidosos que caminaban con elegancia de modelos. (En ese país, se había tenido toda la vida, predilección por los gorrillas. Algunos de ellos habían llegado a ser senadores, congresistas, embajadores y protocunsules). Ahora, a todos los camioneros metalmint-coqueros de los transbordadores lunares, les gustaba ponerse eso calzones de cuero y esas gorras de beisbolistas. Estaba triunfando. Sus gorillas rosa de pasarella, imponían la moda de las mediocracias del mundo. Las victim fashions sucumbían ante sus diseños coloridos y kitsh; y ella se estaba forrando de plata.

¿Había domado la fortuna sus ansias libertarias y su rebeldía? No. Para nada, “ahora –decía– estoy llegando a lo que quiero, y tengo dos o tres proyectos de los que quiero hacerte participe”.

Conocía mis campañas publicitarias y mis producciones. Sabía que era experto en los efectos especiales de quinta generación y quería que sus gorilas de pasarela se inmortalizaran en mis video-clips y que llegasen acompañados y respaldados por ballets mecánicos a la nueva era; no le importaba cuanto costase todo eso. Estábamos hablando de tele-transportación, de impresiones de rayos cósmicos sobre planetas, y auroras boreales impremagnetizadas.

–Los quiero proyectar a todo el sistema solar y más allá de la galaxia.....
–No te preocupes -le dije-, te quedan cien años más y doscientos millones de solaris para que puedas cumplir tus sueños. Estas en la flor de tu edad–. Ella me miró con una carita vogue clásica y se llevó a su hermosa boca de silicona erótica, dos pastillas de cocal-mint.

–Bueno todo estaría de maravilla...Si no se hubiese infiltrado Marcia Gonçalvez –. Dijo de repente.
–Quién es Marcia Gonçalvez –. Le pregunté muy intrigado.
–Es una bruja parvenu que ha devenido en crítica de arte transgénico. Mira te cuento, para ponerme sofisticada... Primero arremetió contra los Preter-biologistas que querían el núcleo de la célula más expresivo y sin ataduras. Después se metió con Franki-genetistas quienes buscaban una combinación biológico mecánica en sus criaturas y estaban más de dentro de una onda ciberpunkera de movimientos fabriles de Berlín. Después, a la loca le dio por atacar a los Neo-químicos que trabajaban en la creación psicodélica conceptual. Es decir la libertad de la obra fuera de las fronteras espacio temporales.
Los Neo-químicos no se quedaron quietos y alguno de ellos muy ofendido le envió un sobre envenenado con una bacteria alucinógena; la muy cerda duró en viaje tres semanas, caminando empelota por las calles de Vallmerniak. Casi se muere.
Anda por ahí la zorra, es una arácnida y batraxiana de asco. Creo que fue parida en la era pre-cambrico-digital. Cruce entre clon de escarabajo gigante de la bosta y Golem. No le arreglaron ni sus dientes. Habla por un tubo de traqueotomía en la garganta...

Deducí por la diatriba, que a mi hermosa bio-artista no le caía muy simpática la tal Gonçalvez.

¡¡Ladysss an Gentlemannn!!
¡¡Madames et Monsieurs !!

¡¡Señorasss y Señoressss!!


El martillo de la subasta, comenzaba a bramar y a ronronear por el micrófono. Era un locutor de acento balear. Lucía una piel de aceituna viscosa y vestía un traje gris mareado. Sus botines, –charol sintético de Malasia– estaban sin lustrar y se veía por los ademanes de rufián que le había dado duro a la botella, a la cal andina y a la jeringa.
Yo pensaba que él era uno de los especimenes más extraños de la noche. Sin proponérselo, hacia méritos para entrar en subasta con los otros Art-nimals.
El troglodita, empinaba el codo con ron de caña. Parecía que estaba en la barra de una cantina de mala muerte.

–Ahí está. Es ella–. Me dijo de repente, Bibiana Sthepaubben señalando al fondo del salón.

La cosa que venía era una especie de araña de unos Quinientos años, lucía un bigote ralo sobre el labio superior y en sus ojos de implantes de plástico, brillaba una luz intermitente que le daban una apariencia de prostituta de burdel lunar. La acompañaba un maleante del valle de Arizona con una chaqueta negra, la cabeza cuadrada mongoloide, rapada, y los ojos inmersos en carbón coloidal.

El locutor pasó al escenario de cristal. Saludó a todos los magnates de las grandes transnacionales. La sinfónica de Vallmerniak tocó el himno a la alegría de Beethoven. Los abanicos y los monóculos digitales entraron en acción.
El martillo troglodita llamó a la araña cebada y al mongoloide del valle de Arizona
para que le sirvieran como sus asesores en la subasta.
–¡¡Mierda se nos metió la araña!!– dijo ofuscada y muy molesta Bibiana.
–Bueno que yo sepa, ese trío no estaba dentro de la programación–. Dije, mientras llamaba a mi asistente para preguntarle por los colados e infiltrados en la subasta.
Mi secretaria, apareció a los pocos segundos y me dijo que había tenido que hacer cambios de última hora. Para ello, había consultado con los de la asociación de dealers y estos le habían recomendado a los tres freaks que ahora dominaban la mise en scène.

La crítica y el ramapithecus que la seguía, subieron al proscenio con lentitud y parcimonia.

–Si quieres te los mando a la mierda–. Dijó mi secretaria muy nerviosa.
–No, deja que sigan – le dije–, ya es un poco tarde para hacer cambios. Pero si se ponen pesados... Algo habrá que hacer.

Los banqueros chinos y los magnates rusos se reían por lo bajo; los hacendados norteamericanos acicalaban sus calvas un poco intrigados y los multimillonarios suramericanos, dueños de los parques temáticos de la amazonía, esperaban con frialdad de jugadores de poker mientras hacían chasquear sus mandíbulas Batientes.
A pesar de todo, me dije, algo tendría que romper el curso de las artes biológicas del mundo. Y si esos mutantes urbanos lo conseguían, no me opondría.

El primer Art-nimal en subasta –según el martillo alcohólico– era un caballo-elefante obra del artista cenagalés residente en Francia: koluome kalila. La música sonó alto. Las luces bajaron su intensidad y sobre el escenario de madera plástica apareció una criatura de de líneas fuertes y elásticas, un poco dentro de la corriente de la escuela Creo-Dadaístas más radical de los últimos tiempos. Tenía grabado sobre su lomo la palabra: “Good” y en el cuarto trasero, al lado de su gran culo, grabada a fuego de hierro: “Merde”.
Las modelos que lo trasportaban tenían alguna dificultad para poder controlar a la criatura que relinchaba y jalaba con fuerza; una de de ellas –la rumana– cayó desde la tarima. Salió en camilla, atendida por los servicios de emergencia. Pasaron por nuestro lado. Era una doncella de unos veinte años y dos metros de larga, que tenía tatuado sobre su ombligo una cruz mística y en su aleta derecha un diamante de la casa Philips. Se la llevaron dormida, narcotizada y dorada como a la Ophelia del gran prerrafaelita Burne Jhons.

Era el primer accidente de la noche.

Entendí que la cosa se podría deslizar hacia una onda surreal y anárquica. Le ordené a uno de los camarógrafos, que filmara todo, sin perder detalle. Cuando las cosas se salen del libreto, comienza la verdadera creación.
(Recordaba en ese momento la ultima exposición en Madrid para la que había dirigido una campaña publicitaria: “Antropos-Mecánica”. Cuando Antonin Antunez, había muerto dentro de su escafandra al recibir una descarga eléctrica de 2000 voltios. El artista duró media hora gesticulando y moviéndose dentro de su armadura a un ritmo de película de los años treinta, mientras la gente del documental grababa pensando que se trataba de su performance bio-mecánica. Cuándo los cables estallaron fundiendo la estructura de acero y aluminio. Descubrieron el cadáver carbonizado del genial artista español. (Ultima actuación para la posteridad.)

No hubo pujas por el caballo elefante, y el locutor le pidió una opinión a la araña crítica. Esta, simplemente arrimó su prognosis al micrófono de cerámica electro-acústica y dijo:
–Yo no sé qué es, o significa “eso”... No encaja dentro de ninguna escuela, es un adefesio y nada más.
El locutor-martillo, se mandó otro trago de aguardiente y lo paladeó con un chasquido de lengua encendida.
–¡¡A los establos con ese equino-paquidermo!! –. Gritó y soltó una grosera y áspera carcajada, que se extendió como relincho de mula retrechera por toda la sala de congresos.
Las modelos arrastraron al caballo elefante hasta su jaula plateada; el animal miraba horrorizado y pateaba los barrotes.

La subasta continuó.

La música de fondo: “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky.

Un pez danzarín, exhibido en una urna de cristal que las modelos tenían montado sobre una plataforma antigravitacional, se recortó al centro del escenario izquierdo. Lo pasearon por todo el escenario y los pasillos de los compradores. Cerca, me di cuenta que tenía los clásicos rasgos de Nureyev y bailaba con una elegancia maravillosa.

El martillo miró a Marcia Gonçalves, la araña.

La crítica arácnida dijo:
–Imitación burda del sapo-salsero-bacalao de Roberto Matamoros, el cineto-genetista cubano...

Sin embargo, la masa de coleccionistas se movió.Los botones multicolores de números que aparecían sobre una pantalla digital, marcaban el ritmo de las ofertas. Hubo una puja muy reñida que partiendo de los ochenta mil, llegó a los cien mil Solaris.

¿Quién da más?
¿Quién da más?
¿Nadie da más?


Y el martillo descerrajó un golpe sobre la mesa de carbón-mármol. El estruendo se escuchó hasta la última fila. Los aplausos estallaron en el palacio de los congresos y las artes. El comprador, un magnate árabe, criador de caballos Pegasos, se levantó cortésmente y agradeció las congratulaciones, mientras se retiraba acompañado de su séquito.

El Cerdo- Dálmata de Dimon Hirtzs ganó el cariño del público. Era una criatura realmente primorosa.

La araña crítica dijo: “es una variante descafeinada de los “Cochinillos Fluctuantes” de Vanessa Lamerde” y el mongol valluno, que ejercía como su escudero, arrimó su hocico velludo a uno de los amplificadores iónicos de cerámica y dijo que: “se trata de una criatura ya bastante conocida y vulgar; mis amigos los emergentes de Tegucigalpa tienen montones de estos y por lo tanto no es una creación exclusiva”.

–¡¡Cómo no van a tener bastantes ejemplares de estos, si son burdas falsificaciones del mercado chino!! – dijo mi amiga Bibiana quien se tomaba su cuarto martini extra dry y brillaba muy ofuscada.

Quise ponerla a tono y sacarla de su irritación, con la conocida anécdota:
Dorothy Parker, la escritora, dijo: “me encantan los martinis. Dos como mucho. Con tres estoy debajo de la mesa, y con cuatro, debajo del anfitrión”.
No funcionó. Estaba que se la llevaban los mil demonios. Su alicoramiento encendió los colores de su rostro. Una rosa a punto de estallar.
Perdí la esperanza, y comencé a odiar a la araña crítica.

Dimon Hirtz el artista, quien estaba presente, se retiró hacia el fondo del teatro; gesticulaba y discutía con uno de mis asistentes.
La puja sin embargo se armó entre los magnates rusos y los potentados americanos.
Ganaron los rusos, dueños de las fábricas de muñecas scorts de nieve, quienes pagaron un millón doscientos mil solaris. Cogieron el Art-nimal allí mismo, la amararon con una cadena al cuello y la embalaron en una jaula de titanio. Se lo llevaron con una docena de robustos guarda espaldas.
El cerdo-dálmata ladraba y chillaba de una manera peculiar.

La araña Gonçalvez escupió y pateó el suelo. Le pegó un codazo a su escudero el mogol valluno y el mongol escupió y pateó el suelo mientras se tomaba una copa de vino de quimeras. El martillo y maestro de ceremonias, también escupió en el suelo mientras se tomaba otra copa de aguardiente.

Hubo un descanso. Las gentes de la subastas fueron desfilando hacia el bar. El sitio se animó, algunos artistas hablaban con posibles compradores y coleccionistas, otros metían cáñamo de amapolas y helados de madame-blanche en vino tinto. La mayoría departía gustosamente con algunas de las modelos de la subasta.

Mi amiga Bibiana dijo:
–Tendremos que lidiar con la araña...déjala que juegue sus cartas, yo, todavía no he soltado las mías–. Y sonrió. La maldad no estaba lejana de estas criaturas de última generación. Las cosas solo se habían sofisticado más.
Me apretó más y me brindó sus labios con otro cocal-mint, yo aproveché la temperatura de la cosa, que se puso caliente como perro en microondas. Nos fuimos por una copa a la terraza.

Afuera, en la calle, se escuchaban gritos de manifestantes y las sirenas de los proto-golems policiales. “ los que protestan son los de la O.N.G. Animal- Atac, están contra la experimentación y el bio-arte” me dijo bibiana con mucha tranquilidad.

Gritaban consignas en coro:

“¡¡LOS Art-NIMALES, SOLO SON MASCOTAS PARA LA DECADENTE BURGUESIA DEL IMPERIO!!”

“¡¡NO, A LA EXPERIMENTACION CON Art-NIMALES!!”

A ninguno de los presentes en la subasta parecía afectarle la situación.
Los Proto-Golems policiales arremetieron contra los manifestantes.
Los manifestantes arremetieron contra las patrullas de los Proto-Golems.

–Vámonos de aquí cariño –.Me dijo Bibiana de repente nerviosa.

Después de la cuarta copa, estábamos buscando los baños.
Entramos al transgenérico.
Abrimos una puerta; allí había varios disponibles. Comencé con lo mío. Me di cuenta a los pocos segundos, que no éramos los únicos que estábamos en el asunto.
Miré alrededor y escuché que en el water de enseguida se estaban dando el lote de una manera ruidosa y brutal, o se estaban matando contra las paredes metálicas. Escuchamos la gangosa voz de la araña critica. Bibiana me susurró: “se la están fornicando” y me hizo una señal. Nos asomamos por el domo de cristal que coronaba el water. El mongol del valle la tenía enculada, en cuatro patas y le estaba pistoneando con la fuerza de una locomotora.

La crítica Gonçalvez gritaba:
¡Me piache! ¡Me piache! ¡Rómpeme el culo! ¡Rómpeme el culo! ...lalailalaira... ¡¡Rómpeme el culo, más duro mi zamuro!! Aquel bruto le daba con una violencia rítmica y sostenida; le golpeaba la cara contra las paredes cerámicas del water mientras se agarraba para sostenerse de las puertas. Vimos extrañados y asqueados como la boca de la araña se anegaba en sangre. Luego, el mongol valluno la volteó y sin mediar palabra, le metió su pito grueso y deforme en la jeta para eyacular dentro de su tráquea. La araña Marcia Gonçalvez se estaba ahogando en su sangre, y en la esperma de su chulo. La crítica pataleó y casi se desmaya. Vomitó cuando el mongol del valle sacó el artefacto de la llaga pulposa de su boca. Este, arqueó los ojos para ponerlos en blanco mientras estiraba su cuello rustico, tensado y cruzado de arterias; alcanzó a ver nuestras caras de asombro.

Nosotros abandonamos inmediatamente el baño de los transgenéricos. Aquella visión de anomalía sexual nos bajó el subidón.
No sabíamos si reír o llorar.
Nos acicalamos frente a los espejos; nos lavamos las manos; conteníamos las carcajadas casi hasta las lágrimas; nos acariciamos delicadamente y después con más fuerza. Pasados los diez minutos. Llegó de nuevo la ola de calor, con ese toque de hielo en las sienes que es característico de la cocal-mint.
Ya nos centramos en lo nuestro. Las pieles distribuyeron la carga eléctrica de los erotómanos. La cocal-mint cumplía siempre con sus funciones. No perdimos el tiempo y nos fuimos a darle media hora al asunto. Bibiaba y yo, nos habíamos convertido en un par de conejos eléctricos.

Cuando salíamos, pálidos, sudorosos e iluminados, nos encontramos en el amplio pasillo con Dimon Hirtz, el artista, quien estaba acompañado de una de las modelos; –núbil japonesa de cara lavada–. Trataban de armar un canuto de Ververella mística y lo combinaban con picadura dekish wares.
.Nos ofreció un par de plones de la planta mágica. Después de los blows, comenzamos a brillar.

Lo felicitamos por la venta del Cerdo-Dálmata alimentado de agua pesada.

No le importaba mucho. Su gran obra era el Tiburón Filosófico “esa es la que me importa. Pero la critica que asesora al martillo, esta metiendo su hocico de perra en la subasta. No sé por qué se lo permiten”
Le expliqué que a esas alturas del programa, no se podía hacer nada.

Nos miró de una forma extraña. Esa que tienen los artistas ricos cuando los enervantes psicodélicos y las drogas de diseño hacen parte de su dieta.
Nos habló de su obra (creo que trataba de impresionar a Bibiana)
"...desde cachorro le leía "Les Chants de Maldoror". Sí, nadaba en sangre filosófica"
El tipo, me pareció, estaba bastante perturbado.
Luego nos dijo, que si su obra más importante no se vendiera esa noche, “podría cometer alguna locura...”–Ya era conocida en el mundillo del arte su irascibilidad pendenciera y su afán de protagonismos– “esta noche, alguien podría ahogarse en sangre”–. Agregó, soltando una risita burlona mientras se alejaba.

Me quedé muy preocupado. Miraba como se retiraba aquel hippie multimillonario, con sus tenis baratos y sus bluyins raídos, en medio de una nube espesa de Ververella mística. Su melena rubia y roja, parecía encendida en fuego. La japonesa semidesnuda, iba amarrada a su cintura.

De nuevo en el teatro del palacio de congresos, los compradores afilaban sus paletas digitales, metían mano a las tetas de sus acompañantes y afinaban sus corbatas de titanio. Uno que otro, masticaba pasas de choco-coca servidos cerca a los pasillos por modelos semidesnudas. Las damas de compañía, agitaban sus abanicos multicolores. Algunas escorts rusas, exhibían las últimas tendencias en moda de cuero y disciplina.

El martillo de la noche, comenzó de nuevo con su acento caribe:
–Una de las piezas más importantes de la noche, el “Asno-Alado-Hermafrodita” de las hermanas Bedka y Henrrieta–.
El Art-nimal fue sacado al escenario. Se hizó un silencio impregnado de murmullos. los magnates y los corredores de arte consultaban sus micro-computadores de última generación; las pantallas de los teléfonos se reactivaban con las conversaciones de los cuatro puntos cardinales del planeta. El Asno-Alado-Hermafrodita, daba dos brinquitos y aleteaba; se sostenía unos segundos en el aire y luego se posaba lentamente. Correteaba y miraba con sus grandes ojos expresivos a la concurrencia. Todo algodón,todo veriga, todo verga, todo de lana de plata, se diría.

La critica Marcia Gonçalvez, salió embadurnada de una sustancia similar a la silicona, gruesa y espesa sobre su cabeza, y con su andar de viuda negra, se encaminó hacia el escenario. La luz de los potentes reflectores la seguía a ella y a su escudero-sombra, el mongol del valle, quien trataba de abrocharse el cinturón.

El martillo preguntó:
– ¿Y quién sabe más de asnos alados y hermafroditas que Marcia Gonçalvez? Ella misma ha sido coleccionista de algunos de ellos.
–Ah, este...Hummm... –, dijo la crítica– este ejemplar no me parece muy bien logrado,... le falta talla y no parece estar bien cuidado. Le falta peso. Le falta...

Sin embargo se armó la puja, y después de quince minutos la rica heredera de los hoteles Milthon. Se llevo el asno alado y hermafrodita para su colección, colocando el listón en dos millones de solaris.

La televisión se acercó a entrevistar a la heredera coleccionista y luego a sus creadoras, las alemanas Bedka y Henrrieta, quienes parecían muy alegres.

El tiburón filosófico y agnóstico de Dimon Hirtz, salió en una gigantesca pecera de cristal, iluminada por lámparas de colores fractales y tirada desde un compacto carro-grúa, que dio una vuelta completa sobre el gigantesco escenario. El tiburón blanco, de unos dos metros de largo se movía con lentitud mientras giraba y clavaba sus fríos ojos en la concurrencia. La cabeza del animal, como decirlo; parecía tener un par de protuberancias que asemejaban a un cerebro humanoide. De sus aletas, cartílagos en forma de dedos se proyectaban y traslucían bajo los reflectores. La música era relajante y contrastaba con la atmósfera de muerte líquida y helada, que emanaba de aquella imagen psicodélica.

La crítica Gonçalvez, arremetió contra la obra del artista ingles:
“...Este parece muy bien embalsamado y espero que no se deshaga en el formaldehído. Ya sabemos que el señor Hirtz le gusta vender animales vivos que luego deja morir inmersos en esas substancias toxicas y que a los pocos años se desintegran, dejando a los coleccionistas con un palmo de narices...”.
El tiburón agnóstico, detuvo sus lentos y ondulantes movimientos, y nos pareció por unas fracciones de segundos, como si apoyara sus manos-aletas contra el cristal y mirara a la crítica. ¿Serian los efectos de la cocal-mint?.

Con el rabillo del ojo vi a Dimon Hirtz, el artista, cruzar a unos veinte metros por una de las alas de la sala, gesticulando y al parecer muy ofuscado. Lo vi subir, paso largo al escenario, e ingresar al backstage para perderse tras las cortinas de acrílico.

La critica-arácnida siguió despotricando, pero desde le fondo se escucho la potente voz de Dimon Hisrtz quien dijo: “¡¡¡Ya no esta en venta. El tiburón filosófico ya no esta en venta!!!”

Hubo comentarios, cuchicheos, gritos y protestas. Algunos de los coleccionistas querían pujar.

Pero el Martillo, de una vez aceptó la voz autoritaria del artista y anotó: “El señor Hirtz es el dueño de su obra y como tal no se puede hacer nada. Señores, no pierdan su dinero.... Señoritas –dirigiendose a las modelos presentadoras–, ¡¡llévense ese escuálido escualo al fondo del mar!! ”.

El martillo sonrió y envió hacia el fondo del escenario a las modelos con la gigantesca pecera. Y para superar el impase, se fue directo a la subasta de los gorillas rosa de pasarrella.

La música de rock-industrial estalló sobre el escenario y la pareja de portentosos gorillas salieron marcando el paso de un ritmo fabril mientras iban ataviados con ropas pesadas de licras industriales. Los gorillas saludaron al público; hicieron una rutina de malabares y gimnasia rítmica que me recordó a las de los neo-fisiculturistas.

El martillo llamó a la arácnida crítica y le preguntó:
–¿Qué opina estimada Marcia Gonçalvez, sobre esta pareja de antropoides?
La crítica temblaba. Soltó una opinión mientras se retorcía sobre el atril:
–¿Y qué es esto? -Preguntó La Goncalvez con la voz gangosa y chillona con la que nos habia martirizado toda la noche-A estos mejor dónelos al zoológico de Berlín. ¿Dónde se puede meter unas cosas como estas, sino en una jaula? Esto es una aberración de pasarella, no tienen nada que hacer aquí....y ¡¡Bájenle volumen a esa música endemoniada ya de una vez!!.

Todos asombrados vimos, como la crítica se paro frente a la gorilla. “¡¡Aunque la mona se vista de seda mona se queda!!” gritó y le arrancó la blusa rosada que había llevado primorosamente la criatura. El Art-nimal miraba hacia el escenario, como preguntando algo.

Bibiana Sthepaubben sonrió. Luego me dijo temblando de ira: “ya se me acabo la paciencia y la urbanidad...dejemos que mis queridas criaturas recuerden sus viejos instintos”.Sacó de su cartera un control minisatélite de impulsos sónicos. Lo orientó hacia el escenario y apretó un botón.
Yo miré extrañado al fondo, la pareja de gorillas se paró por unos instantes, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

La gorilla hembra Tambaleó. Miró a la crítica que ahora trataba de abofetearle.
Se le fue encima a la arácnida. El guardaespaldas y amante de la crítica -el mongol del valle-, reaccionó y se interpuso tratando de agarrar a la gorilla por el cuello; pero el gorilla macho, le rompió la crisma con un golpe brutal sobre la cara, y luego lo arrojó sobre los asistentes a la subasta, como quien arroja una bolsa de basura al estercolero.

Mientras tanto la gorilla hembra empelotaba a aquella mujer, que la naturalaza había engendrado -como si hubiese jugado borracha, y perdido, en la ruleta de los genes- y le daba, como a bacalao en semana santa.
Uno de los policías proto-golems, armado con un rifle, habia disparado varios dardos somníferos que hicieron blanco en el pecho de la gorilla hembra, que se derrumbó lanzando manotazos y mordiscos.
Vimos a la crítica salir verde, pálida, arañada y golpeada; salvándose de milagro de la paliza le había propinando la gorilla. Se levantó con dificultad, sangrando se fue hacia el fondo, y desapareció detrás de las cortinas de acrílico del gigantesco escenario.

El gorilla macho, furioso se enfrentó a los proto-golems policiales, quienes se le fueron encima con porrras y picanas, hasta dejarlo herido de muerte.

Dade el postconceptualista, reía nervioso.
Bibiana se desmayaba en mis brazos.


Escuchamos entonces, alaridos y gritos; y chapoteo de agua; y más gritos desgarradores.

Las cortinas mecánicas del backstage se levantaron. Los reflectores de luces fractales enfocaron al fondo, recortando la macabra escena. Vimos horrorizados, como flotaba el cuerpo destrozado de la crítica, dentro de la gran pecera del tiburón filosófico. La sangre se derramaba en hilos densos y se mezclaba con el agua, mientras la música industrial seguía en crescendo. El tiburón filosófico se estaba dando una zampada. La bestia acuática desgarraba más de aquella cosa. Los policías Proto-Golems trataban de utilizar una picana eléctrica sobre el lomo del Art-nimal, y este, en vez de neutralizado, parecía más excitado.

La última imagen captada por las cámaras fotográficas, de video y televisión, fue la de la cabeza de la crítica Marcia Gonçalvez, aplastada y deformada contra el cristal de la pecera, en una mueca brutal, sanguinolenta y dolorosa.


Omar G.R.
del libro:
"CEREMONIAS DEL ARTE"

viernes, 28 de marzo de 2008

UNOS CUANTOS JABS DEL VIEJO BUKOWSKI


ENCUENTRO CON EL FAMOSOS POETA

aquel poeta habia sido famoso
y despues de unas decadas de
oscuridad
tuve suerte
y aquel poeta parecio
interesarse
y me pidio que fuera a su
apartamento en la playa.
el era homosexual y yo
heterosexual, y lo que es peor,
joven y lozano.
Llegue, eche una
mirada y
declame (Como si no lo
supiera), "Hey! Donde
cojones estan las
tias?"
el simplemente sonrio y se toco
su mostacho.
Tenia pequeñas lechugas y
delicados quesos y
otras exquiciteses
en la nevera.
"donde guardas la jodida
cerveza, tio?" Le
pregunte.
no importaba, yo habia
traido mis propias
botellas y empece
con ellas.
comenzo a parecer
alarmado: "He oido sobre
tu brutalidad, por favor desiste de
ella!"
me apalanque en su
cama, erupte: "ah, mierda nena, no voy
a hacerte daño! ha, ha,
ha!"
"eres un excelente escritor," dijo
el, "pero como persona eres
extremadamente
despreciable"
"eso es lo que mas me gusta de
mi, nena!"
continue sirviendome
bebida
en seguida
parecio desvanecerse tras
unas puertas correderas
de madera.
"eh nena, sal de
ahi! no te voy a hacer nada
malo! podemos sentarnos y
hablar sobre esa estupida mierda
literaria toda la
noche! no te
embrutecere,
mierda, lo
prometo!"
"no te creo!,"
dijo una
vocecita
bien, no podia hacer nada
sino
seguir bebiendo, estaba
demasiado borracho para conducir
a casa.

cuando me desperte por la
mañana, el estaba de pie inclinado sobre
mi
sonriendo.
"uh," dije,
"hola..."
"decias en serio lo que me
dijiste la pasada noche? pregunto
el.
"ah, el
que?"
"abri las puertas y me estuve
ahi de pie y tu me viste
y dijiste que
parecia que yo estuviera surcando
el mar en la proa de un gran
barco... dijiste que
parecia un
escandinavo! es
cierto?"
"oh, si, si, lo
parecias..."
me preparo te caliente
con tostadas
y me lo
zampe.
"bien," dije, ha
sido estupendo
conocerte..."
"estoy seguro," contesto
el.
la puerta se cerro detras
mio
y encontre el ascensor
para bajar
y
despues de vagabundear un poco por
la playa,
encontre mi coche,
subi, y me fui
en lo que parecian ser
terminos agradables
entre el famoso poeta y
yo
pero
no era
asi:
el empezo a escribir material
increiblemente odioso
sobre
mi
y yo
dirigi mis disparos hacia
el.
todo el asunto
fue mas o menos
como
la mayoria de encuentros de otros
escritores
y
de todos modos
esa parte sobre que
le llame
escandinavo
no era cierta en
absoluto: Le llame
vikingo
y tampoco
es cierto
que sin su
ayuda
yo nunca hubiera
aparecido en la
Penguin Collection of
Modern Poets
junto a el
y quien
era?
ah, si:
Lamantia.


COMO SER UN GRAN ESCRITOR


tenés que cojerte a muchas mujeres
bellas mujeres
y escribir unos pocos poemas de amor decentes
y no te preocupes por la edad
y/o los nuevos talentos.
sólo tomá más cerveza más y más cerveza.
Andá al hipódromo por lo menos una vez
a la semana
y ganá
si es posible.
aprender a ganar es difícil,
cualquier boludo puede ser un buen perdedor.
y no olvides tu Brahms,
tu Bach y tu
cerveza.
no te exijas.
dormí hasta el mediodía.
evitá las tarjetas de crédito
o pagar cualquier cosa en término.
acordáte de que no hay un pedazo de culo
en este mundo que valga más de 50 dólares
(en 1977).
y si tenés capacidad de amar
amáte a vos mismo primero
pero siempre sé consciente de la posibilidad de
la total derrota
ya sea por buenas o malas razones.
un sabor temprano de la muerte no es necesariamente
una mala cosa.
quedáte afuera de las iglesias y los bares y los museos
y como las araña sé
paciente,
el tiempo es la cruz de todos.
más
el exilio
la derrota
la traición
toda esa basura.
quedáte con la cerveza
la cerveza es continua sangre.
una amante continua.
agarrá una buena máquina de escribir
y mientras los pasos van y vienen
más allá de tu ventana
dale duro a esa cosa
dale duro.
hacé de eso una pelea de peso pesado.
hacé como el toro en la primer embestida.
y recordá a los perros viejos,
que pelearon tan bien:
Hemingway, Celine, Dostoievsky, Hamsun.
si crees que no se volvieron locos en habitaciones minúsculas
como te está pasando a vos ahora,
sin mujeres
sin comida
sin esperanza...
entonces no estás listo
tomá más cerveza.
hay tiempo.
y si no hay
está bien
igual.


APOSTANDOLE A LA MUSA


jimmy foxx murió de alcoholismo
en un cuartucho de hotel
de mala muerte.
beau jack terminó lustrando
zapatos,
justo cuando empezaba.
hay docenas, cientos,
más, tal vez mil más.
ser un atleta envejecido
es uno de los más crueles
destinos,
ser reemplazado por otros,
no escuchar más las
aclamaciones y a los conocedores, ya no ser
reconocido,
ser solamente un hombre viejo
como cualquier otro
viejo.
casi como para no creerte
a ti mismo,
revisas el álbum de recortes
con las amarillentas
páginas. y ahí estás,
sonriente;
ahí estás,
victorioso;
ahí estás,
joven.
la multitud tiene otros
héroes.
la multitud nunca
muere,
nunca envejece
pero la multitud a menudo
olvida
ahora el teléfono
no suena,
las muchachas se han
ido,
la fiesta
terminó.
por eso escogí
ser un
escritor.
si vales una
maldita cosa
puedes seguir con
tu relajo
hasta el último minuto
del último
día.
puedes seguir
mejorando en vez
de empeorar,
puedes seguir
golpeándolos contra la
pared.
a través de la oscuridad, la guerra,
con buena o mala
suerte
puedes continuar
golpeándolos,
con el deslumbrante relámpago
de la
palabra,
derribando a la vida en la vida,
y a la muerte demasiado tarde para
ganar verdaderamente
contra
ti.


CONSEJO AMISTOSO A UN MONTON DE JOVENES


Vayan al Tibet.
Monten en camello.
Lean la biblia.
Tiñan sus zapatos de azul.
Dejense la barba.
Den la vuelta al mundo en una
Canoa de papel.
Suscribanse al Saturday Evening
Post.
Mastiquen sólo por el lado izquierdo
De la boca.
Casénse con una mujer que tenga
Una sola pierna y afeitense con
Navaja.
Y graben sus nombres en el
Brazo de ella.
Lavense los dientes con gasolina.
Duerman todo el día y trepen a los
Árboles por la noche.
Sean monjes y beban perdigones y
Cerveza.
Mantengan la cabeza bajo el agua y
Toquen el violín.
Bailen la danza del vientre delante
De velas rosas.
Maten a su perro.
Presentense al Alcalde.
Vivan en un barril.
Partanse la cabeza con un hacha.
Planten tulipanes bajo la lluvia.
Pero no escriban poesía.


UN POEMA ES UNA CIUDAD


un poema es una ciudad llena de calles y cloacas,
llena de santos, héroes, pordioseros, locos,
llena de banalidad y embriaguez,
llena de lluvia y truenos y periodos
de ahogo, un poema es una ciudad en guerra,
un poema es una ciudad preguntando por qué a un reloj,
un poema es una ciudad ardiendo,
un poema es una ciudad bajo las armas
sus barberías llenas de borrachos cínicos,
un poema es una ciudad donde Dios cabalga desnudo
por las calles como Lady Godiva,
donde los perros ladran en la noche y persiguen
la bandera; un poema es una ciudad de poetas,
muchos de ellos muy similares
y envidiosos y amargados...
un poema es esta ciudad ahora,
a 50 millas de ninguna parte
a las 9:09 de la mañana,
el sabor a licor y cigarrillos,
sin policía, sin amantes, caminando en las calles,
este poema, esta ciudad, cerrando sus puertas,
fortificada, casi vacía,
enlutada sin lágrimas, envejecida sin pena,
las montañas rocosas,
el océano como una llama de lavanda,
una luna carente de grandeza,
una leve música de ventanas rotas...
un poema es una ciudad, un poema es una nación,
un poema es el mundo...
y ahora pongo esto bajo el cristal
para el loco escrutinio del editor
y la noche está en cualquier lado
y lánguidas damas grises se alinean
el perro sigue al perrro al estuario
las trompetas anuncian los patíbulos
mientras los hombrecillos deliran sobre cosas
que no pueden hacer.

JOHN DILLINGER VIENE MARCHANDO

algunas veces escribo acerca de los años 30
pienso que fueron un buen campo de adiestramiento.
la gente aprendía a convivir con la adversidad
como si esta fuera cosa de todos los días.
cuando los problemas golpeaban a la puerta
barajaban de nuevo y hacían su propia jugada.
de no existir posibilidades
muchas veces ellos creaban
una.

la gente que estaba "empleada"
realizaba su trabajo con pericia.

un mecánico podía reparar
tu automóvil.
los médicos visitaban a los enfermos en sus casas.

los choferes de los taxis
no sólo se preocupaban por conocer cada calle
de la ciudad
también intentaban definir el universo.

los dependientes de farmacia
se acercaban al mostrador
preguntando amablemente, señor ¿qué necesita usted?

los acomodadores de cine
eran más elegantes y buenos mozos
que los galanes de las películas.

todos cosían su ropa
remendaban sus zapatos
casi todo el mundo hacía las cosas bien.

ahora la gente dentro y fuera
de sus profesiones
es totalmente inepta.
a veces realmente
no comprendo como hacen
para limpiarse el propio culo.

además cuando la adversidad llega
se desaniman
desisten
se entregan de pies y manos
caen abatidos en la cama.

estos mimados en demasía
se acostumbraron
al triunfo por el camino fácil

ellos no tienen culpas supongo
de no haber vivido la década del 30
pero yo
no los adoro
ni sentiré tentaciones al respecto.


tomados de la pagina de SERGI PUERTAS

http://www.geocities.com/sunsetstrip/5855/