miércoles, 13 de mayo de 2015

CUENTOS Y POEMAS DE HERNANDO LÓPEZ YEPES





OD NERDRUM






Cuentos y poemas de Hernando López Yepes. Poeta, ensayista, docente y escritor risaraldense. Actualmente vive y escribe en La Virginia.




(POEMAS)






POR LOS POETAS MUERTOS





Suelto mi queja


Por aquellos que escriben


páginas impecables,


siempre sobre el renglón y siempre dentro


de las márgenes.


Hoy me obligo a llorar por aquellos que no llevan


el canto dulce de un pájaro en su alma;


por quien cierra sus ojos frente al sol del mediodía;


por aquellos nunca han escuchado


las voces de las flores,


el canto de la hierba,


la melodía del viento.






Por quienes nunca conocieron la belleza


de los frágiles silencios engarzados


entre el ruido de las frases.






Por quienes solamente se permiten


Pensamientos hermosos,


limpios y ordenados.


Por quienes llevan el corazón tras ellos.






Por las formas aprendidas del amor


Y, también, por el amor


que nunca sale del decoro.










Por los guardianes de esas cárceles


del lugar común


que son la autoridad, la parentela, el vecindario,


las escuelas y los templos.






Por aquellos que fueron obligados a marchar


por un camino único.


Y por quienes obligan a Dios a preguntarse


¿Y el hombre, dónde está?






En la oficina multitudes mueren


sobre una burda rueda que no avanza


y que no se detiene.


Arriba, más arriba de las nubes,


en el último piso de su tienda de campaña,


un financista decreta con su firma


la sed y el hambre de millones de hombres.






La sucia página de un cuaderno abierto,


busca escapar de entre las manos rígidas


del cadáver de un niño,


cuyos ojos son lavados por la lluvia.


En ella un perro asciende al sol


por un camino interminable,


y una vaca verdosa ríe tercamente sobre el techo de una casa.


Una muñeca rota llora junto a él.






A su lado vomita la metralla











Matar a Borges y a otros cuantos…






Alguien busca sembrar ortigas y espinos (hermosos a su manera)


en los jardines de la poesía. Mas, no le dejan.


Desde los templos de la estética se determina el largo de las barbas de los poetas, el color de sus chalecos, las formas de sus bastones,


el grado de inclinación de sus boinas sobre el vacío de sus cráneos;


los contenidos y las formas del verso.


También se lanzan anatemas sobre los no bautizados.


Ignoran estos sacerdotes que una piedra ante un espejo


después de un año de no verse, con dificultad se reconoce.


El creador de versos perfectos, después de muerto, envejece también.


Dentro del santuario, cien mil ratones ciegos hacen genuflexiones


ante una urna de cristal y oro. En su interior anida un ave seca,


ya casi desplumada.


Un moscardón irrita la pereza del día.


En cuanto a mí, también fui peregrino. Adoré pergaminos polvorientos.


Entre sus páginas extravié el poema.


En los cenáculos de la poesía escuché voces indigestas de erudición.


Postrado ante el altar recibí “el maná de la poética”.


Después de un tiempo, y ya curado, me pregunto:


¿Por qué arrancar la pluma al ave del paraíso, para escribir con ella?


¿Por qué robar la punta del meñique de la momia del Santo?


La tierra no atendida sueña con ser violada por un arado díscolo,


que escriba un surco retorcido sobre su piel adormecida.


Las almas buenas piden solamente rosas, rosas, rosas…









¿A dónde fue la belleza de la vida?



(¿Cómo poder leer ahora,sin rubor, el mundo pintoresco?)



Difícil es imaginar que hubo una vez


pobreza hermosa y limpia


en las cocinas,


y dulces campesinas


que lavaron al pie de los arroyos


la pena y los sudores de los hombres,


entre cantos y risas.



La abuela que atizó, apenas ayer, las cenizas del fogón


en busca de la brasa salvadora,


hunde hoy sus manos secas


en una tierra dura que le oculta


los huesos de los hijos y los nietos masacrados.


Y el abuelo de manos temblorosas llora,


en un rincón del cuarto, una pena


que ha perdido su nombre.




Porque no se han pintado y no se pintarán


sobre el muro del templo


ángeles de alas rotas.


Y no fabricará el orfebre jaulas de oro


para guardar en ellas


aves de áspero canto.



No hay que dejar que el alma se extravíe


en pos de una belleza que jamás ha existido


y que nunca tendrán


tus manos ni tus ojos.








(CUENTOS)






MI MUERTE NO LOS TOCA



Me desplazo entre el agua, como si el río fuera un gigantesco útero. Al llegar a un remanso giro sobre mí, vacilando entre el deseo de detenerme y la inmersión definitiva. El agua juega con mi cuerpo.


Ayer viajé con el cadáver de una joven, un hilillo de sangre fluía de su frente. Sus manos, atadas con una cuerda de metal, parecían suplicar. Sus ojos me miraron con indiferencia. Su cuerpo se unió al mío, la abracé dulcemente, luego nos separamos. Volvimos las espaldas al sol para observar el lecho del río con nuestros ojos de ahogados: sus algas, sus arenas… y no volvimos a saber el uno del otro.


En las riberas, las gentes lanzan gritos al observarnos. Desde la vida otean el ahogado más gordo, el más rápido, el más grotesco. Ante sus ojos somos culpables por haber muerto, ninguno es inocente.


Cuando el ramaje de las orillas detiene el viaje de mi cuerpo, las gentes lo retiran con un trozo de madera; entonces vuelvo al centro del río. ¡Prohibido detener la marcha de un cadáver! No existe quien suspenda mi última danza, mi muerte no los toca.


Los niños corren paralelos al curso del agua, saludando mi cadáver, recibiéndolo y despidiéndolo…. Aguas abajo, la violencia de la corriente habrá de descoyuntarme. Amputará pies y manos contra las rocas del fondo. Kilómetros más allá habré adquirido la condición de monstruo. Nadie podrá reconocerme.


En la noche, cuando la luna ha recorrido la mitad de su trayecto, voces aisladas rompen la quietud del aire: son los pescadores; suben, bajan, no cesan en su búsqueda. Alzan sus cuerdas con desesperación. El río contaminado les devuelve fragmentos de madera, basura deshecha, veneno que el hombre ha vertido en sus aguas.





Esta noche, la pesca es escasa, la lluvia ha enturbiado el agua y los peces permanecen encerrados en las cuevas de las orillas. Desde los botes, lentamente, los hombres retiran las cuerdas con sus anzuelos desnudos. En sus ojos está ausente la esperanza. Una embarcación se detiene junto a mí, su conductor me empuja con el remo hasta la orilla, allí me ata a un árbol esquelético. El agua se agita, un hervor se produce cuando los peces despedazan mi carne. El pescador lanza su red, y, al recogerla, una constelación de peces emerge de las aguas e ilumina la noche. La malla cae flácida y sube plena, una y otra vez. Finalmente, el hombre se inclina en un extremo de su bote, tira de la cuerda y mi brazo sale del agua, se alza como pidiendo auxilio. El pescador corta el cordel sobre el borde de la embarcación y mi cadáver reemprende su viaje. He perdido mis ojos, mis órbitas vacías sueñan un sueño líquido, la vida innumerable palpita en mi interior. Liberado del peso de mi alma, desciende mi cadáver con toda liviandad.








REFUTACIÓN A PASCAL





Nos encontramos, casualmente, frente a uno de los cuadros de la exposición. Él les prestó una atención forzada a mis comentarios sobre los rasgos sobresalientes del estilo del artista. Desestimó mis observaciones acerca de las diferencias y las aproximaciones entre la obra expuesta y las nuevas tendencias de la pintura. A partir de ese momento lo traté con cautelosa cortesía. Pronto se definió como un amante del cultivo de las letras; después, sólo escuchamos su voz.


Eran las nueve y media de la noche cuando salí de aquel lugar, él caminaba junto a mi; no pude rechazar su ofrecimiento de acompañarme. La marea de sus palabras determinó el ritmo de nuestros pasos. El volumen de su discurso opacó los ruidos de la calle.


La carencia de matices de sus frases frustró mi pretensión de comprender sus contenidos. Él se prodigó en el monocorde relato de situaciones carentes de interés. En su empeño por darle realismo a su recitación, hacía crecer su fronda, cual un árbol que se esfuerza en el desarrollo de una rama que no necesita. Sus frases producían un desequilibrio cada vez mayor entre lo que pretendía transmitir y su manera de expresarlo. Arrojaba una palabra sobre otra, en forma presurosa, sin que hubiera entre ellas pertinencia; esos amontonamientos exigían que se le reclamara un poco de circunspección, no lo hice en ese momento, me aparté discretamente de su lado.


Sus frases eran las floraciones incoloras de una planta deforme y gigantesca. Hablaba de sus amores, de sus frustraciones y de otros temas irrelevantes; asuntos que ofenden la inteligencia, cacharros mentales que una mente cultivada no desea conocer. No se debe hablar desde la emoción, la descripción de una pena o una alegría particular carece de importancia en el mundo del arte y el pensamiento. Me gustan los hombres que alumbran los misterios de la vida en forma delicada, como si temieran contaminar, con sus voces, la pureza de aquello de lo que hablan. En ellos, cada expresión posee la belleza de la sugerencia; emplean maneras del decir que no precisan de lo evidente, porque sus palabras producen el milagro de la verdad sin convertirse en prisioneras de lo que conocemos con el nombre de realidad.


Cruzamos la ciudad. Yo era el testigo involuntario de la inutilidad de su esfuerzo, de su torpeza en el manejo de un discurso gredoso que no lograba tomar forma. Incapaz de elevarse por encima del uso mercenario del lenguaje, terminaba por perderse en el desorden de su propia construcción.


Puse un cuidado mayor en mi manera de escucharlo. El tema que trataba era atrayente: hablaba de la muerte, esa maestra de la insonoridad. Pronto me extravié entre la aridez de sus palabras y mis propios pensamientos.


Me tomó por sorpresa escuchar de sus labios la frase que lo perdió: habló del último cadáver encontrado. Insinuó como suya la autoría de esa muerte. Hecha esa confesión detuvo sus pasos y me miró con gesto retador, buscó encontrar en mí una reacción, la respuesta humillada a la fuerza que creía proyectar con su declaración; pero mi rostro permaneció impasible.


Reemprendimos nuestra marcha. Su ser entero estaba atento, mirando amorosamente esa cosa que él creía madura y plena y que era, apenas, una masa informe que intentaba salir de las tinieblas. La pobreza de su relato era la evidencia de que existen muchas ramas muertas en el árbol de la vida.


Caminábamos por un sector en ruinas. En ese momento tuve la percepción de que jamás existió ningún lazo que nos uniera. Detuve mis pasos y empecé a orinar contra la puerta de una casa, él esperó a mi lado, redujo la fuerza de su voz hasta hacerla casi inaudible.


Reclamé su atención antes de lanzarme sobre su cuerpo; busqué tener la certeza de que recibía el juicio definitivo con sus ojos abiertos, mirándome de frente. He permanecido a su lado hasta convencerme de su incuestionable silencio.


Cerca de este lugar, en mi biblioteca, la obra de Pascal me espera. Contrariando a los Jesuitas que el pensador refuta en sus CARTAS PROVINCIALES, he respondido en voz baja lo que este hombre ha dicho en voz alta. Limpio el cuchillo en el ramaje que crece entre los pedruscos. La razón tiene motivos que el corazón no entiende.


Retomo mi camino. El universo ha recobrado la armonía que pareció peligrar por un instante. Esta noche ha empezado mi distanciamiento definitivo del pensador. El final de este hombre le quita toda credibilidad a su consideración sobre el valor probatorio del martirio. Pascal afirma, en algún pasaje de su texto, “creer de buena gana las historias cuyos testigos se hacen degollar”. Jamás podré leer su descuidado comentario, sin un profundo asombro.






EL VINO DE MELISA




Mi amigo Roque dormirá, ahora, sobre una fría mesa de metal. Los médicos extraerán las linfas de su cuerpo, cortarán pequeños trozos de su carne y los pondrán bajo el microscopio; explicarán la causa de su muerte en un lenguaje impersonal, ajeno a toda poesía. Roque, mi amigo, ha muerto en forma repentina; Melisa y yo le acompañábamos. Hemos sido traídos a este sitio. El frío del amanecer escarcha muebles y paredes, el cuerpo de Melisa se estremece; lo cubro con mi abrigo.


La vida de mi amigo fue un viaje interminable. Amó todas las carnes sin distinguir en ellas tamaño ni color. Estuvo a gusto en medio de los hombres, las mujeres y las cosas, sin apurar las horas. Jamás le vi afanoso. Roque se comportaba, entre el rebaño, como si careciera de intención alguna. Sólo una vez (o tal vez dos) lo vi cruzar veloz, como un insecto que anda sobre la piel del agua, hasta el lugar donde “ella” lo esperaba; allí donde jamás podríamos llegar nosotros: animales pesados, de tranco cauteloso.


Yo, en cambio, Llevé mi corazón a las praderas del amor permitido, ¡No más allá! Amé en mi juventud dos o tres rosas sin cortarles sus tallos. Busqué mujeres plácidas, no abandonadas nunca a la pasión sin freno. Aparté de mi lado, sin esfuerzo alguno (me atreveré a decir que con dulzura), las compañías violentas e incendiarias. Jamás acaricié un botón de rosa no abierto todavía; ni, mucho menos, capullos encogidos.



Nunca atendí el reclamo de la pornografía vestida de erotismo; tampoco me tentaron las mozuelas de inocente impudor. Ni busqué, por contraste, bellezas delicadas; esas que a tantos gustan y que cuando se toman le brindan “ese rasgo espiritual” a toda violación. Ni el maullido de gata, ni el balido temblón de las cabras monteses entraron en mi oído.


Hago estas reflexiones en esta sala oscura y fría donde estamos retenidos. Pronto habrán de interrogarnos.


Me encontré con mi amigo el día de ayer, en esta ciudad sucia, lluviosa y agitada, después de muchos años de no vernos. Roque expresó el deseo de tenerme en su casa. Me entregó una tarjeta con sus señas, se colgó de mi brazo, me habló cerca al oído, suplicó… no cedí a sus reclamos. Pretexté que debía volver a mi ciudad al término del día. Mi amigo desistió a regañadientes.


Entonces llegó ella. Roque nos presentó. La muchacha me habló con simpatía. Se acercó a mí al hacerlo. Yo que soy cuidadoso de mi espacio no me sentí molesto porque ella lo invadiera. Sus ojos achinados descansaban sobre pómulos altos, sus manos se movían al hablar, como si…


¡No pude terminar de contemplarla! Roque me hizo saber que debía despedirme si quería estar a tiempo en la Estación de Trenes. Me maldije mil veces por tener que hacerlo.


Una hora después tomé el teléfono con mi mano izquierda. Llamé a mi amigo, le mentí, le dije haber perdido el tren. Le prometí llegar lo más pronto posible hasta su apartamento (estaba a pocos metros de distancia). En la mano derecha sostenía la botella de vino y los turrones.


Quien busca entrar al templo debe bañar su cuerpo en las aguas del Jordán; mi Jordán era Roque. El precio de estar cerca de Melisa fue jugar dos partidas de ajedrez (un juego que detesto), escuchar el relato de quince o veinte anécdotas. Hojear dos o tres álbumes de fotos comentadas. Reír de algunos chistes resabidos. Mi amigo habría hablado, sin parar, hasta el amanecer.


Entre una y otra parrafada de Roque, le entregué mi ofrenda a su muchacha, le pregunté su nombre. Su boca de dibujo descuidado reía y prometía, mientras mordía los dulces. Me agradó su manera de contemplar el fondo de la copa, como si pretendiera encontrar algo en el poso de su vino. Su cabeza de flor se sostenía en su cuello con dulzura. Su oreja diminuta tenía la forma de un bebé, precioso, pronto a su nacimiento. Recuerdo que jugaba con su pelo, haciendo caracoles con los dedos. Sentí danzar su alma en su interior, con levedad de pájaro. Me hice la promesa de que un día besaría sus omoplatos que parecían alzarse en forma de alas. Era la flor salvaje soñada y nunca hallada, la reina de las rosas reteñida con la sangre más pura. Uno podría jurar que esta muchacha tuvo que haber nacido mirando hacia los cielos. No supe en qué momento se perdió en el silencio. Tomó un libro en sus manos y se ocultó en sus hojas. Una flor habla, solamente, cuando desea hacerlo. Su nombre era Melisa.


Me fui a mi cuarto. No tenía sueño aún.


Las horas se negaban a avanzar. Yo giraba en el lecho. Casi al amanecer me sorprendió la luz de la bombilla, proyectada en mi rostro. La puerta de mi cuarto estaba abierta. Melisa me miraba, de pie, junto a mi lecho. Se sumergió en las sábanas. No dije una palabra por no romper la magia de ese instante. No supe en qué momento comprendí que hacíamos el amor. Su arrullo de paloma llenaba mis oídos. Sus mejillas ardían. Su labio se dobló sobre sí mismo, como si se cayera por su peso. Sé que entregué mi boca a esa boca de fauno que exhalaba mil insultos obscenos.


Creo que fui inferior al hambre de su cuerpo. La fuerza de su carne me llevó a las alturas y me soltó, después, sobre la tierra dura. Su cuerpo era un huracán rabioso. Sentí miedo al final. Me aterró la dureza de su lomo y lo extraño de su rostro, que era ahora de cabra. Si ella hubiera querido degollarme sé que me hubiera hincado, con mi cuello desnudo, ante su espada. Melisa me insultaba con voz enronquecida.


Quise parar el tiempo, quedarme en la contemplación de su sonrisa abyecta, en la fascinación de su belleza oscura que parecía venir de un mundo ajeno y misterioso. Yo le dije a mi alma que aquel era un momento hermoso para enfrentar la muerte.


No supe cuando terminó aquella locura. No se quedó en mi cuarto. Se puso en pie, apagó la bombilla, salió al pasillo y se fue sin mirarme. Yo oprimía en mis manos un pedazo de tela humedecida. No supe en qué momento me dormí.


Caminaba, en mi sueño, por un campo florido. El viento hacía danzar mil soles diminutos como granos de polen. Recuerdo que mis pies acariciaban un pasto delicado. Arriba no había más que espacio y luz. Caminé sobre el prado hasta llegar a un bosque. Penetré en su espesura. Escuché atrás de mí los aullidos de un lobo. Recuerdo que corrí entre los troncos que se hacían rugosos y mayores. Un rumor de hojas secas se alzaba tras mis pasos. En un momento apareció un vacío. Sé que caí en un pozo de aguas negras, mezcla de lodo y sangre, Sobre la superficie de estas aguas flotaban muchos peces, todos muertos. Yo estaba sorprendido. Contemplaba esa alfombra plateada cuando se abrió la puerta de mi cuarto. Alguien entró sin anunciarse: era, otra vez, Melisa.


- Roque ha muerto – me dijo,


Salimos al pasillo, lo cruzamos; mi mano temblorosa se apoyó en su cintura. Roque yacía desnudo sobre el lecho. Melisa sollozaba.


Sé que tomé el teléfono. Pedí el apoyo médico. Nada se pudo hacer por él. Hombres de blanco declararon su muerte. Poco tiempo después llegó la policía. Nos han traído a este lugar. Espero salir pronto de este equívoco.


Una puerta se abre: un hombre en uniforme, en medio de ella, roba la luz artificial del cuarto. Presiento que dirá mi nombre; también el de Melisa. Me pongo en pie, dispuesto a responderle. Su voz es la de Roque.


Al tiempo que me habla me sacude, me habla de un compromiso. Subiremos el cerro, El Santo nos espera.


El camino es estrecho y el ascenso es rudo. Las manos de Melisa toman flores del camino. Salta y da gritos. Actúa como si nada hubiese sucedido. De la ciudad se eleva un rumor gigantesco. Mi amigo me incomoda con su empeño en hablarme. Sus frases son conciertos de moscones. Yo no quiero escucharlo. Tampoco es mi deseo visitar al Santo.


Hemos llegado al templo del Señor de Monserrate. Un boquerón separa los dos cerros sembrados de eucaliptos y de pinos. El cuerpo de Jesús reposa en una urna de cristal, ha perdido su piel; una anciana, encogida, reza con voz gangosa. Un olor de pabilos moribundos llena nuestras narices. Los ojos de Melisa evitan encontrarse con los míos. Me entrego a la verdad: No hay que buscar en otro lugar del cuerpo lo que no está en los ojos. Reniego de mi sueño mentiroso. Quizá no haya sucedido nada entre Melisa y yo. A partir de este instante evito estar junto a ella. La luz de la mañana y su silencio, absurdo, han robado su belleza.


Descendemos del cerro. Recorremos las calles de la ciudad antigua. Visitamos la casa del poeta suicida (Todo poeta es un hombre que se mata día tras día). Cerca del medio día nos despedimos. Abrazo a Roque, le prometo volver. Melisa se despide con frialdad. Un taxi me transporta a la estación del tren.


El golpe de las ruedas en la unión de los rieles no me deja dormir. Vuelvo en mi pensamiento al lecho cómplice, a lo maravilloso de mi sueño. Pienso en Melisa. La tengo, nuevamente, entre mis brazos. Mi boca es prisionera de la suya. Su saliva me llena como una miel salvaje. la carne de sus labios, entregada a mi boca, posee la aspereza que tiene el vino nuevo. Siento que hunde, ávida, su rostro en mis axilas. Concluyo que antes de este encuentro desperdicié mi vida besando rosas muertas. Un hombre como yo (y también cualquier hombre) sólo debe apostar, en asuntos de la carne, por aquello que lo pierde.


Y todo lo soñado parece tan real…


Ahora estoy en mi cuarto, pongo en orden mis cosas. Al extraer mis ropas percibo que un objeto cae al suelo. El hombre que soy yo, ahora, recoge con arrobo esta prenda delicada. La lleva hasta su rostro, que es mi rostro. Aspira (aspiro) su perfume, con los ojos cerrados. Son los calzoncitos que Melisa, muchacha descuidada, dejó sobre mi lecho.






UNA MUERTE EN “PATIO CEMENTO"





Nos reclutaron por sorpresa. No hubo abrazo de novia, promesa de escribir, llanto de despedida. Viajamos apretados, de pie o tirados sobre el piso de un camión destartalado, hasta la fría Pamplona. En su cuartel cayeron sobre mí los gritos y las palabras duras; también los puñetazos, los puntapiés, los golpes de correa; la ofensa vil a la honra de mi madre; los días de encierro en la celda de castigo, el chorro de agua fría sobre la piel desnuda; la ilusión de salvarme en otra carne… olor a orines y mugre entre las sábanas, mordeduras de chinches, llanto de un niño inconsolable entre la oscuridad (tirado en un rincón, cualquier rincón en esa alcoba donde yaces con tu puta). Después, la purga: el nitrato de plata sobre la carne viva.


Allí aprendí cómo perder la vida haciendo cosas para no perderla. Después rodé, de cuartel en cuartel, hasta llegar a la Brigada Quinta.


“Parque de Los Niños”, en Bucaramanga: Cartas de amor escritas junto al fogón de una cocina pobre, puestas en tu bolsillo por tu enamorada. Mensajes que te ofrecen más que el cielo y que piden un precio que no puedes pagar: “amor, amor, te quiero, te juro amarte eternamente. ¿Te casarás conmigo?”. Y encima del escrito dos palomas con picos que se buscan; corazones flechados cayendo por la margen de una hoja; caminatas sin término, cabezas inclinadas y frentes que se encuentran, dedos entrelazados, su muslo contra el tuyo; avances, detenciones; calles de poco tránsito, cómplices del deseo; abrazos y caricias en lo oscuro de un cine. Muchachas cuyos labios no sabían soltarse para el beso.


Te acuestas fastidiado por la sed, el hambre y la fatiga. El calor te sofoca, te agobian los mosquitos. Te duermes, como siempre… sin saberlo. Te arroja del camastro un grito airado. Haces flexiones, trotas, corres, ¡Quieres morir! Buscas meter el mundo en un hueco de olvido. Te sientes bien cuando comprendes que tu alma ha muerto. Dispararías sobre el universo si lo ordenara un superior.


Segundo mes del año sesenta y seis: Patio Cemento (Santander). Palos de yuca escuálidos y cañas de maíz entristecidas, aire caliente y tierra dura. Hombres como de piedra, hambre en todos los rostros, ojos que no desean verte, oídos incapaces de escuchar tu voz. Un poco más allá, la casa de Genaro. Bajo la alfombra de la sala, el túnel. Después la gasolina, el fuego, la explosión. No aplicamos, allí, la fuerza, gradualmente. De no haber sujetado a las mujeres se habrían arrojado entre las llamas. Cien metros más allá cruzamos el río Opón.


Al pie del monte ataques por sorpresa, huidas hacia la selva, persecución inútil. Se habló de la presencia de Camilo (el cura guerrillero) entre los insurgentes; también de una mujer, su nombre era “Mariela”. En el primer encuentro perdimos dieciocho hombres; ellos perdieron cinco. Luego vino la orden de tomar la montaña: “Cercar y aniquilar” fue el nombre de la acción.


Para el trabajo de inspección y búsqueda elegí tres soldados (Eran, los tres, mis cómplices y amigos): Eyes Angulo Pablo, Nieto Federico Antonio y Casallas Libardo. Yo era Cabo Segundo. El grueso de la tropa (Batallón de montaña) iría tras nosotros.


No había amanecido; apenas distinguíamos lo negro de lo blanco cuando empezó el ascenso. Hicimos el camino alejados de la trocha. Trepar fue una tarea larga y dura. Éramos, juntos, un nudo de lombrices; una espalda chocaba con las otras, las manos se buscaban. Formábamos un monstruo cuyos miembros no podían separarse. Árboles y follaje detenían nuestros pasos, lo apretado del verde nos tapaba la luz. Ligamos con un caucho los tobillos de un hombre acalambrado; para volverle el alma metimos en su tripa agua salada. El ruido de metralla se escuchaba cercano. Nos empujaba el miedo al “fuego amigo”.


Nos caímos de espaldas (igual que escarabajos boca arriba), al alcanzar el filo. Habían transcurrido doce horas, teníamos sed de aire y dolor en el pecho; la sequedad de nuestras bocas hacía imposible pronunciar palabra; los pájaros volvían a sus nidos; no había una sola nube que enturbiara el cielo, el sol se iba ocultando; al frente nos miraba el cerro Pan de Azúcar.


Una voz como un trueno puso en vuelo las aves, tiñó en gris los azules, volvió ceniza el aire en nuestras bocas: el teniente Ramírez gritaba nuestros nombres. Nos pusimos en pie.


Un golpe de metralla silenció sus aullidos, también nuestra respuesta; nos puso de rodillas, congeló nuestra sangre. Todo fue a un mismo tiempo.


Vaciamos nuestras armas. Cortamos con las balas los arbustos que se movían, un poco apenas, más allá del terreno despejado. Vino luego un silencio turbador más inquietante, aún, que el ruido de las armas. Parecía que el tiempo se hubiese detenido. Más tarde oímos un martillar de botas sobre la tierra dura… eran nuestras pisadas. Los platos y pocillos hacían coro en las bolsas del menaje.


Encontramos un hombre, agonizante, de mediana edad. Un niño de doce años (tendría tal vez trece), tirado junto a él, parecía dormir. La vida había pintado gravedad de hombre en su rostro infantil. Sus manos, blancas, se hicieron grises ante nuestros ojos. La carabina, con mira telescópica, hacía guardia a su lado. Sentí pena por él. Eran las cinco de la tarde. Me incliné sobre el hombre. Un papel que salía de su bolsillo pasó a mi mano y se ocultó en mis ropas. No me vio hacerlo porque ya había muerto. Lo nuevo de su traje y lo limpio de sus manos me hicieron comprender quien era él. Pronto escuchamos una voz temida: era Angarita, tres veces capitán.


Caminó entre nosotros como si no nos viera, hizo girar los cuerpos de los muertos, contempló sus heridas, pidió el radioteléfono. “Ha caído Camilo”, dijo, sin emoción.


“Pronto llegará MANO DE YUCA – (MANO DE YUCA era el nombre clave con el que llamábamos al coronel) – indicó, sin mirarnos – El grupo de localizadores descenderá del cerro. El personal debe recuperar vestuario y armas de los soldados y guerrilleros muertos que encuentre en el camino”.


Rodeamos el cuerpo del teniente. Nosotros le decíamos “PANCHO VILLA”, por su aspecto fiero. Cuando gritaba “carrera mar” había que arrancar, sin terminar de oírlo, porque antes de ladrar su orden estaba disparándote a los pies. A veces era dulce en su autoritarismo; entonces nos decía en tono paternal: “Hay que estar atentos, muchachos, la muerte no nos da segunda oportunidad”. Él no la tuvo. Cerró su mano izquierda en el tallo de rosa de la cerca, la otra le cubría el corazón, buscando protegerlo. La gorra le caía sobre la frente, por el lado derecho, cubriendo un ojo gris muerto desde hacía tiempo. Su pecho era una tabla perforada. Solté, como al descuido, una oración sobre su cuerpo.


Sentimos el apremio de bajar. Queríamos estar en nuestra base ante a una taza de “caldo peligroso” (ese caldo fuerte que nos servían en el rancho). Yo quería dormir. De arriba nos llegaba el rumor del helicóptero, en él venían los altos mandos. El hambre nos comía. Las gentes nos negaron hasta el agua.


Dos días después leí el papel que le robé al cadáver. Era la copia de una carta de Monseñor LUIS CONCHA CÓRDOBA, dirigida a Camilo. Recuerdo algunas frases:


“Quiero añadir que desde el principio de mi sacerdocio he estado absolutamente persuadido de que las directivas pontificias vedan al sacerdote intervenir en actividades políticas y en cuestiones puramente técnicas y prácticas, en materia de acción social propiamente dicha. En virtud de esa convicción, durante mi ya largo episcopado me he esforzado por mantener el clero sujeto a mi jurisdicción apartado de la intervención en las materias que he mencionado”.


Por unos cuantos días se habló del niño muerto. Siempre en voz baja y, siempre, en sitios apartados. En San Vicente conocían su alias: le llamaban “La Pava”. Alguien elogió su puntería. Sobre su memoria se tejió una leyenda, efímera y pequeña al igual que su vida.





No hubo interrogatorio. Jamás nos preguntaron cómo murió Camilo. Cayó en Patio Cemento. Corría el año sesenta y seis. Nosotros disparamos sobre él.




















miércoles, 11 de marzo de 2015

UNA NUBE...UN CABALLO...





“En verdad la aurora es la cabeza del caballo listo para el sacrificio, siendo el sol su ojo; el viento es el aliento del animal, la boca el fuego, y el año su cuerpo. El cielo es su espalda, el firmamento el vientre, la tierra el pecho, y los cuatro puntos cardinales los lados del cuerpo; los puntos intermedios las costillas, los miembros las estaciones, los tendones, los meses y las mitades de los meses; los pies los días y las noches, los huesos las estrellas, y la carne, las nubes; la comida semidigerida es la arena, los ríos los intestinos, el hígado y los pulmones las montañas, y los cabellos, las hierbas y los árboles. Cuando el sol se levanta, es la frente; cuando se pone, la parte posterior del caballo. Cuando el caballo tiembla es el relámpago; cuando da coces, el trueno; cuando hace agua, la lluvia; cuando sopla el viento es la voz del animal”.
BRIHADARANYAKA UPANISHAD

PRIMER ADHAYA

PRIMER BRAHMANA







Una nube se lleva el alma* de un caballo…

Inclinados sobre la bestia agonizante...
Los hambrientos de las fiestas del veneno arrancan los cuartos traseros del  animal.
Armados de cuchillos matan a la bestia noble que agoniza; 
esta, ha sido embestida y destripada por un toro en corralejas.

Una nube cargada de alcohol se difumina sobre la sombra y el sol de la plaza cercada. 
La parte en dos, como a una cabeza de una diosa antigua.

¿Qué es lo que cae sobre la arena de aquel cerco de miseria?... 
¿El odio? ¿el hambre?

¿Qué corriente arrastra la vida de un caballo de fuego que patalea ya sin fuerzas;  
los ojos abiertos al horror del cielo?.

El sueño del caballo se aleja sobre una nube de polvora y aguardiente…
Sus riberas, sus atardeceres, el viento de las quebradas…

¿Por qué el hombre entregó su hermosa y palpitante vida al circo?
Y esas bestias que danzan bajo una marea de banderas sucias… y esos jóvenes de semblantes sangrientos… y ese sol amarillo podrido que alguna vez fue un ídolo metálico que golpeó sus caras al galope de la risa.
Ese sol que alguna vez acompañó su trote sobre el la ribera del río.

(Ya no las yerbas sobre el agua y las risas de los niños…)

Pequeños demonios empuñan cuchillos de filo romo;  flacos muchachos que dejó la marea de la guerra.

Escupitajos de borrachos caen sobre las nubes de polvo, que el caballo deja.

Pobres niños sin su caballo de inocencia.

Pequeños bárbaros del hambre sobre el cerco de la muerte mientras las monedas caen… 
Maná de plata sucia sobre la sangre que rueda en alborozada algarabía de carnaval enlodado.

Niños y hombres, que al matar mueren...
Y que al morir, dejan escapar al vuelo el grito sordo del miedo…asustado y herido, caballo de libertad.



*Diran algunos que un caballo no tiene alma. 

y puede ser...puede ser que algunos animales inteligentes y sensibles no tengan alma...de la misma forma que algunos hombres nunca la tuvieron. Ni siquiera tuvieron la oportunidad o la entereza de forjarse una.


O.G.R.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Gruppa Krovi (TIPO DE SANGRE) Rock Ruso -KINO- (VICTOR TSOI)




Víctor Tsoi
compositor y cantante de rock



(21 de junio de 2012 Konstantin Bakanov, Moscovskie Novosti)



Hace 50 años nació el líder de Kino, mítico grupo de rock ruso de los años 80. Tras una muerte prematura, Tsoi se convirtió en leyenda


Víctor Tsoi, inmortal estrella del rock




Es difícil creer que haya pasado toda tanto tiempo desde el lanzamiento del primer disco del grupo 'Kino' y que en un día como hoy, Víctor Tsoi habría cumplido 50 años.


En la actualidad se escucha a menudo que “una estrella del rock debe morir joven”, de la misma manera que tiempo atrás debía hacerlo un poeta. ¿Quién necesitaría hoy en día a un canoso Tsoi, de 50 años, gordo y medio calvo? No son pocos los fans que creen que si hubiese alcanzado la vejez, no se hubiese convertido en leyenda.

“En nuestro país hay que morir para ser completamente popular”, dijo en una ocasión el líder de la banda 'Zoopark', Mike Naumenko, que falleció poco más de un año después de la desaparición de Tsoi. Sin embargo, tampoco se puede considerar la muerte prematura como un medio eficaz para dejar huella en la historia del rock. ¿Quién sabe en qué se habría convertido Tsoi? ¿En un músico ordinario como muchos rockeros actuales, que actúa entre colegas y amigos en algún club de rock de Leningrado, Sverdlovsk o Moscú? ¿O en un patriarca como Borís Grebenshchikov, que anuncia la celebración del 4000 aniversario de 'Aquarium' (en realidad 40 años). Decir que Borís Grebenshchikov ha dejado de ser interesante con los años no sería correcto.


Aunque Tsoi, fallecido a los 28 años, se convirtió en un verdadero símbolo del rock, cuando el rock ruso vivía su momento de mayor gloria. En aquel entonces, en los albores de la perestroika, ocurrió algo inexplicable. El fenómeno se convirtió en leyenda y se escribieron infinidad de libros intentando explicar por qué el país necesitaba precisamente ese tipo de música, algo que en realidad resulta imposible de explicar. Pero si nos olvidamos del componente sociopolítico, de su función como soplo de aire fresco para la cultura de masas del país, encadenada en la censura ideológica, realmente no había muchos que tuvieran aptitudes y cuyas canciones pudieran ser escuchadas por millones de personas.


La voz del pop báltico


Tsoi fue uno de los pocos músicos de rock que realmente tenía talento y eso quedó claro. Sus canciones son emocionales y accesibles. No es una casualidad que suyas sean las primeras que tocan los jóvenes amantes de la música rock cuando empiezan a aprender a tocar la guitarra. La frase que mejor define su obra es: las ideas más geniales son las más sencillas. Fue precisamente esto lo que le interesó al productor Yuri Aizenshpis al igual que a Vlad Stashevski, Katia Lel y Dima Bilán y no hay nada de sorprendente en ello: Kino es música pop en sí, pero no empalagosa e intencionadamente primitiva, sino verdaderamente popular. 


Víktor Tsoi no era ni ángel ni un demonio, era simplemente un buen músico. Pero lo que ocurrió fue que acabó convirtiéndose en nuestra figura sagrada del rock.


Hace poco visité el apartamento de Alexánder Lipnitski en Karetni ryad. En esa vivienda del que fuera compañero de clase Piotr Mamónov (actor y músico) e hijastro de Víktor Sujodrév, traductor personal de Jruschov y Brezhnev, se quedaban todos los rockeros de San Petersburgo en los años 80. Daban conciertos allí. Mantenían largas conversaciones en la cocina, algo típico en la época soviética. “En ese mismo lugar donde estás ahora sentado había un estrecho sofá semicircular donde le gustaba dormir a Tsoi”, dice Lipnitski en la cocina. “Era poco exigente, se adaptaba a todo. A Tsoi no le gustaban las conversaciones demasiado inteligentes y no hablaba de temas que no dominaba. Hablaba de comida y de música. Le encantaba el cine, por ejemplo, Bruce Lee”.


A pesar de su gran fama, Víctor Tsoi sigue siendo un hombre de la contracultura. Las autoridades no dispuestas a apoyar las iniciativas para construir un monumento en su honor o cambiar el nombre de alguna calle. Los fans restauran por su cuenta la 'pared de Tsoi' situada en la calle moscovita de Arbat o protegen la legendaria sala de calderas 'Kamchatka' en San Petersburgo, donde él y otros músicos trabajaban para no caer bajo el estigma del 'parasitismo'. Al mismo tiempo, recaudan fondos para un monumento que por el momento carece de fecha. Honestamente creo que es mejor así. Este es el mejor monumento a Tsoi, ya que cuando se cubre de bronce a un rockero como él, éste deja de ser un rockero. Incluso 22 años después de su muerte. 


Pero tampoco es que se olviden de él. Habrá conciertos y festivales en su memoria en Moscú, San Petersburgo y los Urales. Tanto en ciudades grandes, como pequeñas. Los organizadores del próximo festival 'Nasheshtvie', anunciaron ayer que cada grupo que suba al escenario interpretará una canción del repertorio de “Kino”.



Artículo publicado originalmente en Moskovskie Novosti


viernes, 27 de febrero de 2015

Bardo Thödol








Comentario de C. Jung
al Bardo Thödol
(Según la versión inglesa.)








Antes de embarcarme en el comentario psicológico, me agradaría decir unas pocas palabras sobre el texto mismo. El Libro Tibetano de los Muertos, o el Bardo Thödol, es un libro de instrucciones para los difuntos y los moribundos. Como El Libro Egipcio de los Muertos, tiende a ser una guía del difunto en el período de su existencia en el Bardo, descrita simbólicamente como un estado intermedio de cuarenta y nueve días de duración entre la muerte y el renacimiento. El texto divídese en tres partes. La primera parte, llamada Chikhai Bardo, describe los acontecimientos psíquicos del momento de la muerte. La segunda parte, o Chónyid Bardo, trata sobre el estado onírico que sobreviene inmediatamente después de la muerte, y sobre las llamadas “ilusiones kármicas”. La tercera parte, o Sidpa Bardo, concierne al asalto del instinto natal y de los acontecimientos prenatales. Es característico que la intuición y la iluminación supremas, y por ende la máxima posibilidad de alcanzar la liberación, confiérense durante el proceso real de morir. Inmediatamente después, comienzan las “ilusiones” que, a su tiempo, conducen a la reencarnación, a las luces iluminativas que se tornan cada vez más débiles y variadas, y a las visiones terroríficas en constante incremento. Este descenso ilustra la enajenación de la consciencia respecto de la verdad liberadora al aproximarse cada vez más al renacimiento físico. El propósito de la instrucción es fijar la atención del difunto, en cada etapa sucesiva de ilusión y engaño, sobre la siempre presente posibilidad de la liberación, y explicarle la naturaleza de sus visiones. El lama recita el texto del Bardo Thödol en presencia del cadáver.


Pienso que no podría saldar mejor mi deuda de agradecimiento con los dos traductores anteriores del Bardo Thödol, el extinto Lama Kazi Dawa-Samdup y el Dr. Evans-Wentz, que intentando, con la ayuda de un comentario psicológico, tornar un poco más inteligible para la mente occidental el magnífico mundo de ideas y los problemas contenidos en este tratado. Estoy seguro que todos cuantos lean este libro con suma atención, permitiéndole que se grabe en ellos sin prejuicios, cosecharán una rica recompensa.


El Bardo Thödol, al que su editor, el Dr. W. Y. Evans-Wentz, denominó apropiadamente “El Libro Tibetano de los Muertos”, causó considerable conmoción en los países de habla inglesa cuando apareció por primera vez, en 1927. Pertenece a esa clase de escritos que no sólo son interesantes para los especialistas en Budismo Mahayana, sino que también, debido a su honda humanidad y a su intuición aún más honda de los secretos de la psyché humana, constituyen una especial apelación al laico que busca ampliar su conocimiento de la vida. Durante varios años, desde su primera edición, el Bardo Thödol fue mi compañero constante, y no sólo le debo muchas ideas y descubrimientos estimulantes, sino también muchas intuiciones fundamentales. A diferencia del Libro Egipcio de los Muertos, que siempre nos incita a decir demasiado o demasiado poco, el Bardo Thödol nos ofrece una filosofía inteligible dirigida más bien a los seres humanos que a los dioses o los salvajes primitivos. Su filosofía contiene la quintaesencia de la crítica psicológica budista; y como tal puede decirse que es de una superioridad sin parangón. No solo las deidades “iracundas” sino también las “pacíficas” se conciben como proyecciones sangsáricas de la psyché humana, idea que al europeo ilustrado le parece demasiado evidente, porque le recuerda sus propias simplificaciones banales. Pero aunque el europeo pueda explicar fácilmente estas deidades como proyecciones, sería enteramente incapaz de postularlas al mismo tiempo como reales. El Bardo Thödol puede hacer eso porque, en algunas de sus premisas metafísicas más esenciales, deja en desventaja tanto al europeo ilustrado como al que no lo es. El no expreso y siempre presente postulado del Bardo Thödol es el carácter antinominal de todas las aseveraciones metafísicas, y asimismo la idea de la diferencia cualitativa de los diversos niveles de la consciencia, y de las realidades metafísicas que aquéllos condicionan. El fondo de este libro inusual no es la mezquina disyuntiva (1) europea sino una conjunción (2) magníficamente afirmativa. Este aserto quizá parezca objetable al filósofo occidental, pues Occidente ama lo claro e inambiguo; en consecuencia, un filósofo adhiere a la posición de “Dios existe”, mientras otro adhiere igualmente, con fervor, a la negación de “Dios no existe”. ¿Qué harían estos hermanos hostiles con una afirmación como la siguiente?:


“Reconociendo al vacío de tu propio intelecto como al Estado Sádico, y conociéndolo al mismo tiempo como tu propia consciencia, morarás en el estado de la mente divina del Buda”.




Me temo que esta aserción no sea bien recibida por nuestra filosofía ni nuestra teología occidental. El Bardo Thödol es, en su visión, psicológico en sumo grado; pero, entre nosotros, la filosofía y la teología se hallan aún en la etapa pre-psicológica medieval en la que sólo se escuchan, explican, defienden, critican y discuten las aseveraciones, mientras la autoridad que las formula, por consenso general, ha sido excluida como si estuviese fuera del alcance de la discusión. Sin embargo, las aserciones metafísicas son exposiciones de la psyché y por tanto, psicológicas. A la mente occidental, que compensa sus bien conocidos sentimientos de resentimiento con una servil consideración hacia las explicaciones “racionales”, esta verdad evidente le parece demasiado evidente, o la ve como una inadmisible negación de la “verdad” metafísica. Toda vez que el occidental oye la palabra “psicológico”, le suena siempre como “sólo psicológico”. El “alma” es para él algo lastimosamente pequeño, indigno, personal, subjetivo, y un montón de cosas más. Por tanto, prefiere usar la palabra “mente” en su lugar, aunque gusta al mismo tiempo fingir que una afirmación que de hecho sea muy subjetiva la formula ciertamente la “mente”, naturalmente la “Mente Universal”, o incluso —si se lo apura— el mismo “Absoluto”. Esta presunción más bien ridícula es probablemente una compensación por la lamentable pequeñez del alma. Asimismo, parece como si Anatole France hubiese expresado una verdad que fuese válida para todo el mundo occidental cuando, en su Isla de los Pingüinos, Catalina de Alejandría ofrece a Dios este consejo:


“Donnez leur une ame, mais une petite”! [” ¡Dadles un alma, pero pequeña! “] .


Es el alma la que, por el divino poder creador inherente a ella, formula la aserción metafísica; ella postula las distinciones entre las entidades metafísicas. Ella es no sólo la condición de toda la realidad metafísica, sino que es esa realidad.(3) El Bardo Thödol comienza con esta gran verdad psicológica. El libro no es un ceremonial de sepelio, sino un conjunto de instrucciones para los difuntos, una guía a través de los cambiantes fenómenos del reino del Bardo, ese estado de la existencia que continúa durante 49 días después de la muerte, hasta la próxima encarnación. Si desechamos por el momento la supratemporalidad del alma (que Oriente acepta como un hecho autoevidente), como lectores del Bardo Thödol podremos ponernos sin dificultad en el lugar del difunto, y consideraremos atentamente la enseñanza expuesta en la parte inicial, esbozada en la cita anterior. A esta altura, pronúncianse las palabras siguientes, no con presunción, sino de manera cortés: 


“Oh, noblemente nacido (Fulano de Tal), escucha. Ahora estás experimentando el Resplandor de la Clara Luz de la RealidadPura.Reconócela. Oh, noblemente nacido, tu intelecto actual, vacío en su naturaleza real, en nada formado con respecto a características o color, naturalmente vacío, es la Realidad misma, el Todo-Bueno.”Tu intelecto, que ahora es vacío, empero no ha de ser considerado como perteneciente al vacío de la nada, sino como el intelecto mismo, inobstruido, brillante, emocionante y bienaventurado, y es la consciencia misma, el Buda Todo-bueno.” 


Esta captación es el estado Dharma-Kaya de la iluminación perfecta; o, como deberíamos expresarlo en nuestro lenguaje, la base creadora de toda aserción metafísica es la consciencia, como la manifestación invisible e intangible del alma. El “Vacío” es el estado que trasciende toda aserción y todo predicado. La plenitud de sus manifestaciones discriminativas yace aún latente en el alma. El texto continúa:


“Tu consciencia, brillante, vacía e inseparable del Gran Cuerpo del Resplandor, no tiene nacimiento ni muerte, pues es la Luz Inmutable: Buddha Amitábha”.


El alma [ o, como aquí, nuestra propia consciencia] con seguridad no es pequeña, sino la radiante Deidad misma. Occidente halla peligrosísima esta afirmación, si no categóricamente blasfema, o la acepta irreflexivamente y entonces sufre de inflación teosófica. De algún modo, siempre tenemos una actitud equivocada respecto de estas cosas. Pero si podemos dominarnos lo suficiente como para abstenemos de nuestro error principal de querer siempre hacer algo con las cosas y darles una utilidad práctica, tal vez logremos aprender una importante lección de estas enseñanzas, o por lo menos apreciar la grandeza del Bardo Thödol, que otorga al difunto la verdad última y excelsa: que hasta los dioses son el resplandor y el reflejo de nuestras propias almas. De ese modo, ni el sol se eclipsa para el oriental, como le ocurriría al cristiano, que se sentiría despojado de su Dios; por el contrario, su alma es la luz dela Deidad, yla Deidades el alma. Oriente puede sostener mejor esta paradoja que el infortunado Angelus Silesius, que incluso hoy en día estaría psicológicamente mucho más adelantado que su tiempo.


En el Bardo Thödol es acentuadamente perceptible que aclara al difunto la primacía del alma, pues eso es lo único que la vida no nos aclara. Estamos tan cercados por las cosas que nos empujan y oprimen que nunca tenemos oportunidad, en medio de todas estas cosas “dadas” de preguntarnos por quién son “dadas”. El difunto se libera de este mundo de cosas “dadas”; y el fin de la instrucción es ayudarle en pos de esa liberación. Si nos ponemos en su lugar, obtendremos con ello una no menor recompensa, puesto que desde los primeros párrafos mismos aprendemos que el “dador” de todas las cosas “dadas” habita dentro de nosotros. Esta es una verdad que frente a toda evidencia, tanto en las cosas más grandes como en las más pequeñas, jamás se conoce, aunque a menudo es para nosotros tan sumamente necesario, en verdad tan sumamente vital, que la conozcamos. Con seguridad, tal conocimiento es apto sólo para los contemplativos que se proponen entender el fin de la existencia, para quienes son gnósticos por temperamento y, por tanto, creen en un salvador que, como el salvador de los mandeanos, llámase “gnosis de la vida” (manda d’hajie). Quizá no se le conceda a muchos de nosotros ver el mundo como algo “dado”.


Antes que veamos al mundo como “dado” por la naturaleza misma del alma, se necesita una gran inversión del punto de vista, que exige mucho sacrificio. Es tanto más directo, más dramático e impresionante, y por tanto más convincente, ver que todas las cosas me suceden que observar cómo yo las hago suceder. En verdad, la naturaleza animal del hombre le hace resistirse a verse como el hacedor de sus circunstancias. He aquí por qué los intentos de esta índole fueron siempre objeto de iniciaciones secretas, culminando por regla general en una muerte figurada que simbolizaba el carácter total de esta inversión. Y, de hecho, la instrucción dada en el Bardo Thödol sirve para recordar al difunto las experiencias de su iniciación y las enseñanzas de su gurú, pues, en el fondo, la instrucción es nada menos que una iniciación de los muertos en la vida en el Bardo, tal como la iniciación de los vivos fue una preparación para el Más Allá. Así ocurrió al menos con todos los cultos de los misterios de las civilizaciones antiguas, desde la época de los misterios egipcios y eleusinos. Sin embargo, en la iniciación de los vivos, este “Más Allá” no es un mundo más allá de la muerte, sino una inversión de las intenciones y actitudes mentales, un “Más Allá” psicológico o, en términos cristianos, una “redención” de las redes del mundo y del pecado. La redención es una separación y liberación de una previa condición de oscuridad e inconsciencia, y conduce a una condición de iluminación y liberación, a una victoria y trascendencia sobre todo lo “dado”.


Hasta aquí el Bardo Thödol, como también lo piensa el Dr.Evans-Wentz, es un proceso iniciático cuya finalidad es restaurar en el alma la divinidad que aquélla perdió al nacer. Ahora bien, es una característica de la literatura religiosa oriental que la enseñanza empieza invariablemente con el tópico más importante, con los principios últimos y supremos que, entre nosotros llegarían últimos, como por ejemplo en Apuleyo, donde Lucius es adorado como Helios sólo recién al final. En consecuencia, en el Bardo Thödol , la iniciación es una serie de clímaxes en disminución, que terminan con el renacimiento en el útero. El único “proceso iniciático” que aún vive y se practica hoy en día en Occidente es el análisis del inconsciente como lo emplean los doctores con fines terapéuticos. Esta penetración en los estamentos de la consciencia es una suerte de mayéutica racional en el sentido socrático, una manifestación del contenido psíquico que es todavía germinal, subliminal e incluso innacido. Originalmente, esta terapia tomó la forma del psicoanálisis freudiano y se preocupó principalmente de las fantasías sexuales. Este es el reino que corresponde a la región última y más baja del Bardo, conocida como el Sidpa Bardo, donde el difunto, incapaz de aprovechar las enseñanzas del Chikhai Bardo y del Chdnyid Bardo, empieza a caer presa de fantasías sexuales y es atraído por la visión de parejas que copulan. A su tiempo, es atrapado por un útero y nace nuevamente en el mundo terreno. Mientras tanto, como es dable esperar, comienza a funcionar el complejo de Edipo. Si su karma le destina a renacer como hombre, se enamorará de su futura madre, y hallará odioso y repulsivo a su padre. A la inversa, la futura hija será acentuadamente atraída por su futuro padre, y se sentirá repelida respecto de su madre. El europeo atraviesa este dominio específicamente freudiano cuando su contenido inconsciente es traído a la luz bajo el análisis, pero marcha en dirección inversa. Viaja hacia atrás a través del mundo de la fantasía infanto-sexual hasta el útero. Incluso se ha sugerido en círculos psicoanalíticos que el trauma por excelencia es la experiencia natal misma, y es más, hasta hay psicoanalistas que afirman haber comprobado retroactivamente recuerdos de origen intrauterino. Aquí la razón occidental llega a su límite, lamentablemente. Digo “lamentablemente” porque uno más bien desea que el psicoanálisis freudiano pudiese haber proseguido felizmente estas denominadas experiencias intrauterinas mucho más atrás todavía; si hubiese logrado buen éxito en esta audaz empresa, con seguridad habría salido más allá del Sidpa Bardo y penetrado por detrás en los tramos inferiores del Chanyid Bardo. Es cierto que con el equipo de nuestras ideas biológicas existentes tal aventura no habría sido coronada por el triunfo; necesitaríase un género totalmente diferente de preparación filosófica del basado en postulados científicos corrientes. Pero si ese viaje hacia atrás se hubiese proseguido coheren- temente, sin duda habría conducido al postulado de una existencia pre-uterina, una verdadera vida en el Bardo, si sólo hubiese sido posible hallar por lo menos algún vestigio de un sujeto de la experiencia. Tal como ocurrió, los psicoanalistas nunca trascendieron las huellas puramente conjeturales de las experiencias intrauterinas, y hasta el famoso “trauma del nacimiento” ha seguido siendo una evidente perogrullada que ya no puede explicar nada, como tampoco lo puede la hipótesis de que la vida es una enfermedad con un mal pronóstico porque su resultado es siempre fatal.


El psicoanálisis freudiano, en todos los aspectos esenciales, jamás fue más allá de las experiencias del Sidpa Bardo; esto es, no fue capaz de desembarazarse de las fantasías sexuales y de similares tendencias “incompatibles” que causan ansiedad y otros estados afectivos. No obstante, la teoría de Freud es el primer intento efectuado por Occidente para investigar, como si fuese desde abajo, desde la esfera animal del instinto, desde el territorio psíquico que corresponde, en el Lamaísmo tántrico, al Sida Bardo. Un muy justificable temor por la metafísica impidió a Freud penetrar en la esfera de lo “oculto”. Además de esto, el estado Sidpa, si hemos de aceptar la psicología del Sidpa Bardo, se caracteriza por el fiero viento del karma, que hace girar al difunto hasta que éste llega a la “puerta del útero”. En otras palabras, el estado Sidpa no permite volver atrás, porque está sellado respecto del estado Chónyid por un pujar intenso hacia abajo, hacia la esfera animal del instinto y del renacimiento físico. Vale decir, cualquiera que penetre en el inconsciente con postulados puramente biológicos se adherirá a la esfera instintiva y no podrá avanzar más allá de ella, pues será jalado una y otra vez, hacia atrás, hacia la existencia física. Por tanto, a la teoría freudiana no le es posible llegar a nada salvo a una evaluación esencialmente negativa del inconsciente. Tratase de un “nada… salvo”. Al mismo tiempo, deberá admitirse que este criterio sobre la psyché es típicamente occidental, y que se lo expresó más vocinglera, lisa y despiadadamente que como otros se hubieran atrevido a expresarlo, aunque en el fondo no piensen distinto. En cuanto a lo que la “mente” significa a este respecto, sólo podemos abrigar la esperanza de que importe convicción. Pero, como hasta Max Scheler lo señaló con pesar, el poder de esta “mente”, para decir lo menos sobre esto, es dudoso. Pienso, entonces, que podemos declarar esto como un hedio: que, con la ayuda del psicoanálisis, la mente racionalizadora de Occidente pujó hacia adelante en lo que podría llamarse el neuroticismo del estado Sidpa, y fue llevada a un alto inevitable por el postulado carente de crítica de que todo lo psicológico es subjetivo y personal. Aun así, este avance ha sido: una gran ganancia, en la medida en que nos capacitó para dar un paso más detrás de nuestras vidas conscientes. Este conocimiento también nos sugiere como debemos leer el Bardo Thödol, es decir, hacia atrás. Si con la ayuda de nuestra ciencia occidental, hemos logrado hasta cierto punto entender el carácter psicológico del Sidpa Bardo, nuestra próxima tarea es ver Si podemos hacer algo con el Chányid Bardo precedente.


El estado Chónyid es de ilusión kármica, es decir, ilusiones que resultan de los residuos psíquicos de existencias anteriores.Según el criterio oriental, karma implica una suerte de teoría psíquica de la herencia, basada en la hipótesis de la reencarnación, que en última instancia es una hipótesis de la supratempomandad del alma. Ni nuestro conocimiento científico ni nuestra razón pueden concordar con esta idea. Hay demasiadas condiciones y salvedades (4). Sobre todo, sabemos desesperadamente poco sobre las posibilidades de una existencia continuada del alma individual después de la muerte, tan poco que ni siquiera podemos concebir cómo alguien podría probar siquiera algo a este respecto. Además, sabemos demasiado bien, sobre bases epistemológicas, que tal prueba sería precisamente tan imposible como la prueba de Dios. De allí que aceptemos cautamente la idea del harma sólo si la entendemos como herencia psíquica en el sentido más lato de la palabra. La herencia psíquica existe, es decir, hay una herencia de características psíquicas tales como la predisposición a la enfermedad, los rasgos del carácter, los dones especiales, y demás. Esto no violenta la naturaleza psíquica de estos hechos complejos si la ciencia natural los reduce a lo que parecen ser aspectos físicos (estructuras nucleares en células, etc.). Son fenómenos esenciales de la vida que se expresan, en su mayor parte, psíquicamente, tal como hay otras características heredadas que se expresan, en su mayor parte, fisiológicamente, en el nivel físico. Entre estos factores psíquicos heredados hay una clase especial que no se reduce a la familia ni a la raza. Estas son las disposiciones universales de la mente, y han de entenderse como análogas a las formas (eidola) de Platón, de acuerdo con las cuales la mente organiza su contenido. Asimismo, podría describirse estas formas como categorías análogas a las categorías lógicas que están siempre y por doquier presentes como postulados básicos de la razón. Sólo en el caso de nuestras “formas” no tratamos sobre categorías de la razón sino sobre categorías de la imaginación. Como los productos de la imaginación son siempre visuales en esencia, sus formas deberán, desde el comienzo, tener el carácter de imágenes y, además, de imágenes típicas, y he aquí por qué, siguiendo a san Agustín, las llamo “arquetipos”. La religión y la mitología comparadas son ricas minas de arquetipos, y lo mismo ocurre con la psicología de los sueños y psicosis. El asombroso paralelismo entre estas imágenes y las ideas a las que sirven para que se expresen, frecuentemente dio pábulo a las más salvajes teorías migratorias, aunque habría sido mucho más natural pensar en la notable semejanza de la psyché humana en todos los tiempos y en todos los lugares. Las formas fantásticas arquetípicas reprodúcense, de hecho, espontáneamente en cualquier tiempo y en cualquier lugar, sin que exista ninguna huella concebible de transmisión directa. Los originales componentes estructurales de la psyché son de uniformidad no menos sorprendente que los del cuerpo visible. Por así decirlo, los arquetipos son órganos de la psyché prerracional. Son formas e ideas eternamente heredadas que, al principio, no tienen contenido específico. Su contenido específico sólo aparece en el curso de la vida del individuo, cuando precisamente se asume la experiencia personal en estas formas. Si los arquetipos no fuesen preexistentes en idéntica Forma por doquier, ¿cómo podría explicarse el hecho, postulado casi a cada rato por el Bardo Thödol, de que los difuntos no saben que están muertos, y que esta aseveración ha de encontrarse, precisamente con tanta frecuencia, en la poco juiciosa y sombría literatura del espiritualismo europeo y americano? Aunque encontremos la misma afirmación en Swedenborg, es difícil que el conocimiento de sus escritos se haya esparcido lo suficiente como para que este retacito de información lo haya tomado cada “médium” de aldea. Y no puede pensarse en una conexión entre lo de Swedenborg y el Bardo Thödol.


Es una idea primordial y universal que los difuntos simplemente continúan su existencia terrena y no saben que son espíritus desencarnados: idea arquetípica que entra en inmediata manifestación visible cuando alguien ve un fantasma. También es significativo que los fantasmas de todo el mundo tengan ciertos rasos en común. Soy naturalmente consciente de la inverificable hipótesis espiritualista, aunque no deseo hacerla propia. Debo contentarme con la hipótesis de una estructura psíquica omnipresente pero diferenciada, que se hereda y que necesariamente da cierta forma y dirección a toda experiencia. Pues, así como los órganos del cuerpo no son meros terrones de materia indiferente y pasiva, sino complejos dinámicos y funcionales que se a firman con imperiosa urgencia, de igual modo, también los arquetipos, como órganos de la psyché, son complejos dinámicos e instintivos que determinan la vida psíquica hasta un grado extraordinario. He aquí por qué también los llamo dominantes del inconsciente.Al estrato de la psyché inconsciente que está compuesto por estas formas dinámicas universales lo denominé inconsciente colectivo.Hasta donde yo conozco, no hay herencia de recuerdos individuales prenatales o preuterinos, pero sin duda hay arquetipos heredados que sin embargo están vacíos de contenido porque, para empezar, no contienen experiencias personales. Sólo emergen en la consciencia cuando las experiencias personales los hicieron visibles. Como vimos, la psicología del Sidpa consiste en querer vivir y nacer. (El Sidpa Bardo es el “Bardo de la Búsqueda del Renacimiento”). Por tanto, tal estado excluye cualquier experiencia de realidades psíquicas transubjetivas, a no ser que el individuo rehuse categóricamente nacer de nuevo en el mundo de la consciencia. Según las enseñanzas del Bardo Thödol, aún le es posible, en cada uno de los estados del Bardo, alcanzar el Dharma-Kaya trascendiendo el Monte Neru de cuatro caras, siempre que no ceda a su deseo de seguir las “luces oscuras”. Esto equivale a decir que el difunto deberá resistir desesperadamente los dictados de la razón, como nosotros la entendemos, y renunciar a la supremacía del egoísmo, considerada como sacrosanta por la razón. Lo que en la práctica esto significa es una completa capitulación ante los poderes objetivos de la psyché, con todo lo que esto tiene de secuela; un género de muerte simbólica, correspondiente al Juicio de los Muertos en el Sidpa Bardo. Significa el fin de toda conducta moralmente responsable, consciente y racional de la vida, y una voluntaria sumisión a lo que el Bardo Thödol llama “ilusión kármica”. La ilusión kárrnica brota de la creencia en un mundo de visiones, de naturaleza extremadamente irracional, que ni concuerda con nuestros juicios racionales ni deriva de éstos, sino que es el producto exclusivo de la imaginación libre de inhibiciones.Es puro sueño o “fantasía”, y toda persona bienintencionada se precaverá instantáneamente contra eso; pero tampoco podrá apreciarse a primera vista cuál es la diferencia entre las fantasías de esta índole y las fantasmagorías de un lunático.





Muy a menudo sólo se necesita un leve abaissement du niveau (Reducción del nivel) mental para desatar este mundo de la ilusión. El terror y la oscuridad de este momento tiene su equivalente en las experiencias descritas en las partes iniciales del Sidpa Bardo. Pero el contenido de este Bardo revela también los arquetipos, las imágenes kármicas que aparecen primero en su forma aterrorizadora. El estado Chdnyid es equivalente a una psicosis inducida deliberadamente.Con frecuencia se oye y lee sobre los peligros del yoga, particularmente del mal reputado Kundalini yoga. El estado psicótico inducido deliberadamente, que en ciertos individuos inestables conduciría fácilmente a una real psicosis, es un peligro que es menester tomar muy en serio. Estas cosas son realmente peligrosas y no deben tener injerencia en nuestra modalidad típicamente occidental. Eso es entrometerse en el destino, que golpea en las raíces mismas de la existencia humana y puede dejar en libertad una correntada de sufrimientos que ninguna persona sensata jamás soñó. Estos sufrimientos corresponden a los tormentos infernales del estado Chónyid, descritos en el texto siguiente:


“Entonces, el Señor de la Muerte enroscará una soga en tu cuello y te arrastrará; cortará tu cabeza, extraerá tu corazón, arrancará tus intestinos, chupará tu cerebro, beberá tu sangre, comerá tu carne, y roerá tus huesos; mas serás incapaz de morir. Aunque tu cuerpo sea cortado en pedazos, revivirá nuevamente. El corte repetido causará intenso dolor y tortura”.


Estas torturas describen apropiadamente la naturaleza real del peligro: es una desintegración de la totalidad del cuerpo Bárdico, que es una suerte de “cuerpo sutil” que constituye la envoltura visible del yo psíquico en el estado post-mortem. El equivalente psicológico de este desmembramiento es la disociación psíquica. En su forma deletérea sería esquizofrenia (mente escindida). Esta, la más común de todas las enfermedades mentales, consiste esencialmente en un marcado abaissement du niveau (Reducción del nivel) mental que, al abolir los controles normales impuestos por la mente consciente, da un alcance ilimitado al juego de los “dominantes” inconscientes. Luego, la transición desde el estado Sidpa hasta el estado Chányid es una inversión peligrosa de las aspiraciones e intenciones de la mente consciente. Es un sacrificio de la estabilidad del ego y una sumisión a la extrema incertidumbre de lo que debe parecer un caótico disturbio de formas fantasmales. Cuando Freud acuñó la frase de que el ego era “el verdadero asiento de la ansiedad”, expresaba una intuición muy cierta y profunda. El miedo al auto-sacrificio está en acecho en todo ego, y este miedo es a menudo sólo la precariamente controlada demanda de las fuerzas inconscientes para estallar con todas sus fuerzas.


Nadie que pugne por la yoidad (la individuación) está libre de este peligroso pasaje, pues lo que se teme pertenece también a la totalidad del yo: el mundo subhumano o suprahumano de los “dominantes” psíquicos de los que el ego originalmente se emancipó con enorme esfuerzo, y entonces sólo parcialmente, en pro de una libertad más o menos ilusoria. Esta liberación es ciertamente una empresa muy necesaria y heroica, pero no representa nada final: es meramene la creación de un sujeto que, a fin de hallar cumplimiento, ha de ser confrontado aún por un objeto. Esto, a primera vista parecería ser el mundo, que está henchido de proyecciones con esa finalidad precisamente. Aquí buscamos y hallamos nuestras dificultades, aquí buscamos y hallamos a nuestro enemigo, aquí buscamos y hallamos lo que es caro y precioso para nosotros; y es reconfortante saber que todo el mal y todo el bien han de encontrarse fuera de allí, en el objeto visible, donde pueden conquistarse, castigarse, destruirse o disfrutarse. Pero la naturaleza misma no permite que este estado paradisíaco de la inocencia continúe eternamente. Están y estuvieron siempre los que no pueden dejar de ver que el mundo y sus experiencias tienen la naturaleza de un símbolo, y que éste refleja realmente algo que yace oculto en el sujeto mismo, en su propia realidad transubjetiva. Es de esta intuición profunda, según la doctrina lamaísta, que el estado Chányid deriva su significado verdadero y he ahí porqué el Chónyid Bardo se titula “El Bardo de la Experienciade la Realidad.”


La realidad experimentada en el estado Chónyid, como lo enseña la última parte del Bardo correspondiente, es la realidad del pensamiento. Las “formas del pensamiento” aparecen como realidades, la fantasía toma una forma real, y empieza el sueño aterrador evocado por el karma y representado por los “dominantes” inconscientes. El primero que aparece (si leemos el texto hacia atrás) es el omnidestructor Dios dela Muerte, el epítome de todos los terrores; le siguen las 28 diosas “sostenedoras del poder” y siniestras, y las 58 diosas “bebedoras de sangre”. A pesar de su aspecto demoníaco, que aparece como un confuso caos de atributos y monstruosidades aterradores, es ya discernible cierto orden. Hallamos que hay grupos de dioses y diosas ordenados según las cuatro direcciones y que se distinguen por sus típicos colores místicos. Gradualmente resulta más claro que todas estas deidades están organizadas en mándalas, o círculos, que contienen una cruz de cuatro colores. Los colores están coordinados con los cuatro aspectos de la sabiduría:



(1) Blanco = el sendero luminoso de la sabiduría espejada;


(2) Amarillo = el sendero luminoso de la sabiduría de la igualdad;


(3) Rojo = el sendero luminoso de la sabiduría discriminativa


(4) Verde = el sendero luminoso de la sabiduría omnirealizadora.



En un nivel superior de intuición, el difunto sabe que todas las formas reales del pensamiento emanan de él mismo, y que los cuatro senderos luminosos de la sabiduría que aparecen ante él son los resplandores de sus propias facultades psíquicas.Esto nos lleva directamente a la psicología del mándala lamaísta, que ya hemos discutido en el libro que preparé con el extinto Richard Wilhelm, El Secreto dela Flor Dorada. Continuando con nuestro ascenso hacia atrás a través de la región del Chányid Bardo, llegamos finalmente a la visión de los Cuatro Grandes: el verde Amogha-Siddhi, el rojo Amitábha, el amarillo Ratna-Sambhava y el blanco Vajra-Sattva. El ascenso termina con la refulgente luz azul del Dharma-Dh-dtu, el Cuerpo Búdico, que brilla en medio del mandala desde el corazón de Vairo chana. Con esta visión final cesan las ilusiones kármicas, la consciencia, apartada de toda forma y de todo apego a los objetos, retorna al estado intemporal e incipiente del Dharma-Ktiya. De esta manera (leyendo hacia atrás) se llega al estado Chikhai, que apareció en el momento de la muerte. Pienso que estas pocas sugerencias bastarán para dar al atento lector alguna idea de la psicología del Bardo Thödol. El libro describe un modo de iniciación al revés, que, a diferencia de las expectativas escatológicas del cristianismo, prepara al alma para un descenso en el ser físico. La mentalidad mundana cabalmente intelectualista y racionalista del europeo,nos hace aconsejable invertir la secuencia del Bardo Thödol y considerarlo como una relación de las experiencias iniciáticas orientales, aunque uno está en perfecta libertad, si escoge, de sustituir los símbolos cristianos con los dioses del Chányid Bardo.De cualquier modo, la secuencia de acontecimientos que he descrito ofrece un estrecho paralelismo con la fenomenología del inconsciente europeo cuando éste soporta un “proceso iniciático”, es decir, cuando es analizado. La transformación del inconsciente que ocurre bajo el análisis lo convierte en el análogo natural de las ceremonias religiosas iniciáticas que, sin embargo, difieren en principio del proceso natural en que anticipan el curso natural de desarrollo y substituyen, por la espontánea producción de los símbolos, un conjunto deliberadamente elegido de símbolos prescritos por la tradición. Podemos ver esto en los Exercitia de Ignacio de Loyola, o en las meditaciones yóguicas de los budistas y tantristas.



La inversión del orden de los capítulos, que he sugerido aquí como una ayuda para la comprensión, de ningún modo concuerda con la intención original del Bardo Thödol. Y el uso psicológico que hacemos de éste no es sino una intención secundaria, aunque ésta esté posiblemente sancionada por la costumbre lamaísta. El propósito real de este libro singular es el intento, que debe parecer muy extraño al educado europeo del siglo XX, de iluminar a los difuntos en su viaje a través de las regiones del Bardo.La Iglesiacatólica es el único lugar en el mundo del hombre blanco donde se formuló alguna previsión para las almas de los fallecidos. Dentro del campo protestante, con su optimismo de afirmación mundana, sólo hallamos unos pocos “círculos de rescate” mediumnísticos cuya preocupación principal es hacer tomar conciencia a los difuntos sobre el hecho de que están muertos. Pero, hablando en general, en Occidente no tenemos nada que de modo alguno sea comparable con el Bardo Thödol, excepto ciertos escritos secretos que son inaccesibles para el público más vasto y para el científico corriente. Según la tradición, el Bardo Thödol también parece haber sido incluido entre los libros “ocultos”, como lo aclara el Dr. Evans-Wentz en su Introducción. Como tal, forma un capítulo especial de la mágica “cura del alma” que se extiende incluso más allá de la muerte. Este culto de los muertos básase racionalmente en la creencia en la supratemporalidad del alma, pero su base irracional ha de hallarse en la necesidad psicológica de los vivos de hacer algo por los fallecidos, Esta es una necesidad elemental que constriñe hasta a los individuos más “iluminados” cuando se enfrentan con la muerte de parientes y amigos. He aquí por qué, con iluminación o no, todavía tenemos toda clase de ceremonias para los difuntos. Si Lenín debió someterse a que lo embalsamaran y lo exhibieran en un suntuoso mausoleo como un Faraón egipcio, podemos estar cabalmente seguros que ello no fue porque sus adherentes creyesen en la resurrección del cuerpo. Sin embargo, aparte de las Misas celebradas por el alma en la Iglesia católica, las previsiones que tomamos por los difuntos son rudimentarias y del más bajo nivel, no porque no podamos convencernos de la inmortalidad del alma, sino porque hemos racionalizado la antedicha necesidad psicológica de la existencia. Nos comportamos como si no tuviéramos esta necesidad, y porque no podemos creer en una vida después de la muerte preferimos no hacer nada acerca de eso. Las personas de mente más simple siguen sus propios sentimientos y, como en Italia, se construyen monumentos funerarios de horripilante belleza. Las Misas católicas por el alma están en un nivel considerablemente por encima de esto, porque tienden expresamente al bienestar psíquico de los difuntos y no son una mera complacencia de sentimientos lacrimosos. Pero la aplicación suprema del esfuerzo espiritual en bien de los difuntos ha de hallarse con seguridad en las instrucciones del Bardo Thödol. Son tan detalladas y cabalmente adaptadas a los cambios aparentes de la condición del difunto que todo lector mentalmente serio deberá preguntarse si estos viejos lamas sabios no podrían, después de todo, haber atrapado una vislumbre de la cuarta dimensión y dado un tirón al velo del máximo de los secretos de la vida.


Si la verdad está siempre condenada a ser una contrariedad, uno casi se siente tentado a conceder por lo menos mucha realidad a la visión de la vida en el Bardo. De cualquier modo, es inesperadamente original, si no es nada más, hallar al estado post-mortern, del que nuestra imaginación religiosa ha formado las más grandiosas concepciones, pintado con horripilantes colores como un aterrador estado onírico de carácter progresivamente degenerativo. La visión suprema no llega al final del Bardo, sino precisamente al comienzo, en el momento de la muerte; lo que después sucede es un descenso cada vez más profundo en la ilusión y el oscurecimiento, hasta la última degradación del nuevo nacimiento físico. El clímax espiritual se alcanza en el momento en que termina la vida. Por tanto, la vida humana es el vehículo de la suprema perfección que es posible alcanzar; ella sola genera el karma que posibilita al difunto habitar en la luz perpetua del Vacío sin apegarse a objeto alguno, y de esa manera descansar en el eje de la rueda del renacimiento, liberado de toda ilusión de génesis y decadencia.


La vida en el Bardo no aporta recompensas ni castigos eternos, sino meramente un descenso en una nueva vida que llevará al individuo más cerca de su meta final. Pero esta meta escatológica es la que le lleva al nacimiento como el fruto último y más alto de los trabajos y aspiraciones de la existencia terrena. Este criterio no sólo es sublime: es viril y heroico. El carácter degenerativo de la vida en el Bardo es corroborado por la literatura espiritualista de Occidente, que una y otra vez da una repugnante impresión de la cabal inanidad y banalidad de las comunicaciones del “mundo de los espíritus”. La mente científica no vacila en explicar estos contactos como emanaciones del inconsciente de los “médiums” y de quienes toman parte en la sesión, e incluso en extender esta explicación a la descripción del Más Allá que da El Libro Tibetano de los Muertos. Y es un hecho innegable que todo el libro es creado a partir del contenido arquetípico del inconsciente. Detrás de esto (y en esto nuestra razón occidental está muy en lo cierto) no yacen realidades físicas ni metafísicas, sino “meramente” la realidad de los hechos psíquicos, los datos de la experiencia psíquica. Ahora bien, si una cosa es dada subjetiva u objetivamente, queda el hecho de que es. El Bardo Thödol no dice más que esto, pues sus cinco Dhyáni Buddhas mismos no son más que datos psíquicos. Eso es precisamente lo que el difunto ha de reconocer, si no se le aclaró ya durante su vida que su propio yo psíquico y el dador de todos los datos son uno solo y el mismo. El mundo de los dioses y espíritus es verdaderamente “nada.., salvo” el inconsciente colectivo dentro de mí. Para invertir la frase de modo que se lea: El inconsciente colectivo es el mundo de los dioses y espíritus fuera de mí; no se necesita una acrobacia intelectual, sino toda una vida humana, tal vez incluso muchas vidas de creciente plenitud. Nótese que no digo “de creciente perfección”, porque quienes son “perfectos” realizan por completo otra clase de descubrimiento.



El Bardo Thödol empezó siendo un libro “cerrado”, y así permaneció, no interesa qué clase de comentarios se hayan escrito sobre él, pues es un libro que sólo se abrirá al entendimiento espiritual, y esta es una capacidad con la que ningún hombre nace, sino que éste sólo puede adquirir a través de preparación especial y de experiencia especial. Es bueno que existan, para todos los intentos y propósitos, estos libros “inútiles”.Están dirigidos a esa “gente rara” que no tiene en mucha estima los usos, miras y significado de la “civilización” de hoy en día.


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(1) En inglés, literalmente “either-or”: o-o (N. del T.)


(2) En inglés, literalmente “both-and”: ambos-y (N. del T.)


(3) Este párrafo patentiza la importancia de la interpretación contenida en la nota 1, relativa a la diferencia en cuanto al significado del término ‘soul’ (alma) de la versión inglesa, y del término “Seele” del original alemán; y, en esta cuestión, los lectores tal vez se beneficien releyendo la nota.


(4) En inglés, literalmente “too many if’s and but’s” demasiados si y peros (N, del T.)


Nota: A uno de los más cabales discípulos del Dr. Jung, el Dr. James Kirsch, psicólogo analítico, de Los Angeles, California, quien discutió este Comentario Psicológico con el Dr. Jung en Zürich y ayudó en su versión inglesa, el Editor está reconocido por la importante advertencia a modo de prefacio, que sigue, dirigida al lector oriental:”Este libro está dirigido, en primer lugar, al lector occidental, e intenta describir importantes experiencias y conceptos orientales en términos occidentales. El Dr. Jung procura facilitar esta empresa difícil mediante su Comentario Psicológico. Por ello, es inevitable que, al hacerlo, emplee términos que son familiares para la mente occidental pero que, en algunos Casos, son objetables para la mente oriental. “Uno de esos términos objetables es ‘alma’ . Según la creencia budista, el ‘alma es efímera, es una ilusión y, por tanto, carece de existencia real. El vocablo germano, Seele’ , como se lo emplea en la versión original alemana de este Comentario Psicológico, no es sinónimo de la palabra inglesa `Soul’ , aunque comúnmente se lo traduce así “Seele” es una voz antigua, sancionada por la tradición germana, y usada por destacados místicos alemanes como Eckhart y grandes poetas alemanes corno Goethe, para significarla Realidad Ultima, simbolizada en el aspecto femenino, o shakti. Aquí, el Dr. Jung la usa poéticamente con referencia a la `psyché’ , como la Psyché Colectiva. En lenguaje psicológico representa el Inconsciente Colectivo, como matriz de todo. Es el seno materno de todo, incluso del Dharma-Kaya; es el Dharma-Kaya mismo.”En consecuencia, se invita a los lectores orientales a que dejen de lado, por ahora, lo que entienden por Jalma’ , y a que acepten el uso que el Dr. Jung acuerda a esa palabra, para que puedan seguirle con una mente abierta dentro de las honduras donde busca construir un puente desdela Orilla de Oriente hastala Orilla de Occidente, y hablar de los diversos senderos que conducen haciala Gran Liberación, la Una Salus”. 



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